Está en la página 1de 3

BERLINDONA

¿Alguna vez has paseado por una ciudad cuyo nombre desconoces? ¿Una ciudad que te
recuerda a muchos sitios sin ser ninguno en concreto? Aquella noche iluminada con más
kilovatios de lo necesario, Raquel Von Tischen y yo paseábamos las calles conocidas de una
ciudad inexistente a la que llamaremos Berlindona. Era una hora de aventuras de las nuestras,
con Rotkäppchen pero sin Junikäfer aka diplodocus volantes a la vista. Una noche atípica como
cualquier otra.

Cuando quisimos darnos cuenta, tres chavales con pinta de haberse escapado de un
reformatorio de máxima de seguridad de Marzahn caminaban a nuestra altura, hablando a
gritos con el deje y la socarronería propia de aquellos que buscan gresca y no pararán hasta
encontrarla. La Tischen y yo seguíamos caminando, aparentemente ajenos a los canis en
versión teutona pero con los sentidos alerta, como si un enjambre de Junikäfer
tempelhofianos nos siguiera desde lejos. “Márchate por ahí, caninchen, lárgate por ese
callejón y desaparece… Mierda, los tenemos encima.” El cani de tamaño mediano, que parece
ser el que corta el bacalao, señala mi camiseta y se ríe con desprecio en un intento de alemán
que haría a Goethe revolverse en su tumba. El cani más pequeño, con cara de loco, dientes
desparejos y una cadena de oro colgada al cuello que parece pesar más que él, piropea a la
Tischen con la fineza y buen gusto de un bulldog royendo un hueso enmohecido. El cani de
mayor tamaño, un armario de dos puertas de estos cuyo tiempo parece transcurrir entre la
máquina de pesas del gimnasio y el salón de rayos UVA más cercano, se masajea los nudillos
en silencio. Seguramente ni sepa alemán. Pero la cosa pinta fea. Estos subproductos
idiotizados del lado oscuro del rollito multikulti no nos van a dejar en paz fácilmente. Mierda.
En casos como este uno nunca sabe si es mejor seguir por una calle bien iluminada o meterse
en la estación de U-Bahn más próxima. Optamos por lo último. Mala idea: los tres homínidos
nos siguen escaleras abajo, gritando cada vez con más insistencia. Dos estaciones más allá, la
situación no mejora: las calles están cada vez menos iluminadas y los desgraciados estos cada
vez más exaltados. Menos el maromo gigantesco, que sigue palpándose los bíceps sin abrir la
boca. Parece que se ha terminado aburriendo, porque en cierto momento gira sobre sus
talonazos y se da el piro. En un entramado de callejones que parece lo suficientemente
laberíntico como para dar esquinazo a los otros dos, la Tischen decide que es un buen
momento para hacer mutis. Cada uno tira por su lado, y por un momento maravilloso parece
que camino solo por las abyectas afueras de Berlindona.

Craso error. De un callejón lateral salen el cani mediano y el ratufo, más encabronados si cabe
por mi intento de dejarlos atrás. La cosa se pone fea cuando el ratufo hace ademán de meter
su zarpa en mis bolsillos y el mediano me echa su aliento fétido en la cara y me golpea el
hombro con aire amenazante. En buena hora le di mi spray de pimienta a la Tischen antes de
separarnos. El griterío termina por captar la atención de algunos transeúntes ocupados en
disfrutar de sus cervezas con currywurst en una terraza de al lado. Para mi gran alivio, algunos
se levantan y se acercan a nosotros. Suerte que en este país nadie trague a los neonazis de
medio pelo: en apenas un minuto se ha levantado un muro humano entre yo y esos dos
chimpancés embrutecidos. Lejos de amedrentarse, parecen dispuestos a pegarse con quien
haga falta para saciar su sed de follón. Mientras la camarera llama a la policía, una chica bosnia
me dice en inglés de Banja Luka que me marche mientras los retienen. Le respondo, en
serbocroata, que si hay que darles una paliza yo me quedo a dársela también. Suerte que
enseguida llegan dos agentes de policía armados hasta los dientes y la emprenden a
empellones con los dos canis hasta meterlos en el bar. Pobre camarera, el paquete que le
dejo… Pero ahora que tiene el control la poli no tiene sentido quedarse. Sigo caminando, casi
corriendo, calle abajo, entre edificios de estilo renacentista flamenco y casas de ladrillo
dilapidadas y torcidas al más puro estilo del Hackney más chungo. ¿Y si la policía sólo ha
retenido a esos dos despojos humanos para darme tiempo a salir corriendo? ¿Y si mañana me
los encuentro por la calle y me parten la cara? Hostia, ya he llegado, casi me paso mi casa. A
dormir, mañana será otro día.

¿Alguna vez has amanecido con un profundo sentimiento de vergüenza que no sabes a qué
obedece? ¿Después de haber bebido demasiado o de haber soñado algo demasiado
inquietante como para ponerle nombre? ¿Un sentimiento tan fuerte que te parece ser incapaz
de levantarte y afrontar una realidad a la que realmente tu subconsciente le importa una
mierda? Así me desperté, sin saber que no me había despertado. Acongojado por haber
sufrido un ataque discriminatorio que no me merecía. Avergonzado de mí mismo por no
haberles partido la cara a esos tres subnormales, incluso a costa de la mía propia.
Abochornado por haber tenido que refugiarme en una turba humana para poder salir del paso.
Preocupado por saber si la Tischen había llegado bien a casa. Atenazado por la angustia de
tener que soltarlo todo y desahogarme con alguien pero sin atreverme a contar toda la verdad.
Marco el número de casa de mis padres, con dedos temblorosos. Ese número al que siempre
llamo yo y que nunca me llama a mí, porque “es que es muy caro llamar a un número
extranjero”. Valiente chorrada. Escuchar la voz de mi madre no me resulta sosegador ni
calmante como otras veces. Le cuento lo sucedido la noche anterior, disfrazándolo como si lo
hubiera soñado y no hubiera pasado de verdad. No quiero escuchar la preocupación de saber
que podía haber sido real. Nada más colgar el teléfono me arrepiento de haber compartido esa
verdad a cuartos. Y vuelvo a pensar en la Tischen y marco su número, y me cuenta que el
armario de dos puertas la había alcanzado más adelante, al igual que los dos canis ratufos
habían salido a mi encuentro. Por lo menos le dio buen uso a mi spray de pimienta, ese
maromo se fue a su piojosa cama calentito y con los ojos en carne viva. Pues sí que empieza
bien el día, me digo. El estado mental ideal para ir a clase de teatro. Y hoy tenemos otra de
nuestras impros alocadas con la Pepa.

Al llegar a clase noto las miradas punzantes de mis compañeros, como si todos supieran lo que
pasó la noche anterior, como si todos me juzgaran tan duramente como yo mismo por no
haberle echado más cojones. La mirada del chico rubito de ojos azules es la que más me duele.
Esos ojos de belleza deslumbrante me miran hoy con desprecio; esos labios que tanto me
gustaría besar están hoy torcidos en una mueca socarrona. Pero toca meter todo eso en una
bolsa, hacerle un nudo, y dejarlo en la puerta, porque the show must go on y la impro empieza
ya mismo. Lo que empieza como una espera impaciente en la puerta de la oficina de mi
supuesta novia termina, por virtud de la mente preclara y las indicaciones cual ametralladora
de Pepa, en una escena entre dos locos en un manicomio. Siguiendo un impulso que me guía a
terminar la escena, mi personaje entra en una crisis epiléptica que le cuesta la vida. Ahí quedo,
tirado en escena como un pingajo representando a un psicópata esquizofrénico muerto,
ahogado por sus propios esputos tras un ataque de epilepsia que se le fue de las manos. Mi
compañera en escena, originalmente supuesta novia derivada en loca histérica, acaba colgada
de cuatro ganchos en un cuartucho aledaño, cual puerco en un matadero, para la
comprobación de sus “constantes vitales” y examen de su resistencia muscular. Mientras el
chico rubito asume el papel de doctor para realizar tales comprobaciones, Pepa y Nuria
recogen el cadáver de mi personaje, lo etiquetan con sendas bandas en los brazos, le vendan la
boca para que no suelte más esputos (“ya le recompensaremos llenándole la boca de
gominolas”, comenta Pepa socarronamente), y lo meten en una caja de mudanzas para
enviarlo cómodamente a la morgue del distrito. Ambas directoras recuerdan jubilosamente
cómo hace unos años hicieron lo mismo con el cadáver de su compañera Yoko Ono en esa
misma caja, cuando la palmó por gritar demasiado fuerte. Hay un punto delirante en verme
desde fuera, como si de una película de culto se tratara, vendado, alabardado y empaquetado
en la misma caja de cartón que contuvo los restos de Yoko Ono. Espero que me saquen pronto,
porque me empieza a faltar el aire. Y para colmo están repartiendo bombones Lindt entre mis
compañeros. Cabrones. El rubito desenvuelve su bombón y se lo mete en la boca con
parsimonia casi sexual, mientras lanza miradas de desprecio a la caja que contiene a mi
personaje muerto y a mi propio cuerpo de actor al que le empieza a faltar el aire.

Sólo cuando el último de mis compañeros ha acabado de relamerse del bombón, veo como la
caja se abre y puedo por fin salir y sacudirme las virutas de porexpán. Las gominolas
prometidas no llegan nunca, porque también mi subconsciente parece darme una tregua y
abrir la tapa de esta prisión onírica en la que me ha querido encerrar toda la noche. Sueños
dentro de sueños, miedo a tener miedo, vergüenza de sentir vergüenza, imágenes
psicosomatizadas y un gran alivio al saber que nada, ni los hechos, ni la vergüenza, ni el mayor
de los absurdos que pude ver esta noche son reales. Al menos no fuera de mi cabeza.

También podría gustarte