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Guerra contra las drogas

l principio fundamental de la normativa internacional es limitar los usos de las drogas controladas
a los “médicos y de investigación científica”. Bajo ese principio, todos los demás usos deben ser
reprimidos y eliminados. La aprobación de la Convención Única sobre Estupefacientes de la
Organización de las Naciones Unidas de 1961 y las Convenciones del año 1971 y 1988 asumen
una posición de carácter punitivo y sancionador, declarando una guerra frontal a las drogas. Esto
fue el resultado de la influencia que ejerció el gobierno de Estados Unidos, donde el consumo de
drogas creció en tal proporción que se convirtió en un tema prioritario de seguridad nacional
durante la presidencia de Richard Nixon en los años setenta.
Por otra parte, las convenciones obligan a las partes firmantes a penalizar todos los aspectos
relacionados con el tráfico ilícito de drogas, como ser el cultivo, la fabricación, la distribución,
la venta, el blanqueo de dinero y otros aspectos relacionados a la misma estructura del crimen
organizado.
Con la intensificación de la guerra contra las drogas y el endurecimiento de las leyes en materia
de tráfico de drogas después de la suscripción de la Convención de 1988, un número cada vez
mayor de países comenzó a desviarse en la práctica del enfoque represivo de las convenciones
con diversas propuestas alternativas de alcance nacional.
Inicialmente, el centro de gravedad de las reformas se situó en países de Europa, y en Canadá y
Australia, donde los políticas de Reducción de Daños (programas de intercambio de agujas,
sustitución con metadona, salas seguras de consumo, y otros) se convirtieron gradualmente en un
componente aceptado dentro de la política en materia de drogas. Un segundo tipo de reforma de
nivel nacional es la despenalización. En varios países, la posesión de sustancias psicoactivas para
uso personal dejó de ser un delito y solo se persigue penalmente a la posesión destinada al tráfico.
Un tercer tipo de reforma es la derivación del sistema de justicia penal hacia la atención social y
sanitaria de personas que han cometido un delito no violento y de carácter menor impulsado por
el consumo problemático de sustancias psicoactivas. En cuarto lugar, algunos países han
comenzado a revisar su normativa de drogas y las prácticas de aplicación de la ley con el fin de
introducir principios de derechos humanos y proporcionalidad en las penas.
El objetivo de todos estos esfuerzos es el de aminorar la brutalidad de la guerra contra las drogas
y “humanizar” las políticas de control de drogas. En los últimos años, esta tendencia reformista
se ha vuelto particularmente evidente en algunos países de América Latina que han comenzado
recientemente a implementar importantes propuestas para transformar las leyes de control de
drogas, o que están discutiendo su pronta implementación.
Sin embargo, la flexibilidad de los tratados tiene también sus propios límites. Políticas nacionales
adoptadas por ciertos países con el fin de una regulación jurídica bajo control estatal de un
mercado con fines recreativos han motivado la formulación de enmiendas y reservas a estos
convenios a fin de que estas políticas no contravengan las obligaciones internacionales de los
países. Este fue el caso de la legalización del consumo recreativo de cannabis en varios países
del mundo.
Una de las reservas más importantes a los convenios ha sido la realizada por Bolivia en relación
a la despenalización de la hoja de coca, en franca defensa de sus usos tradicionales en su estado
natural. En 2011 el país se retiró de la Convención de 1961 para después volver a adherirse a ella
con una reserva que permite que se mantenga el mercado legal interno de coca. Si bien la medida
fue impugnada por la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) por motivos
dudosos, y los países del G-8 y algunos otros objetaron formalmente a la reserva de Bolivia, el
procedimiento fue aceptado por la ONU, creando un precedente que podría ser utilizado en otras
circunstancias.
Este logro internacional de Bolivia en cuanto a la aceptación de la reserva proviene de un cambio
de paradigma cuyos antecedentes se remontan hasta la década de los años ochenta con la lucha
de los movimientos sociales en defensa del patrimonio cultural que representa la hoja de coca.
Tal como se encuentra ampliamente documentado,1 la lucha en contra de las drogas tuvo, fuera
de toda discusión, un rol protagónico en las diferentes formas que los países desarrollados y
consumidores finales de drogas ejercieron injerencia externa en los asuntos nacionales de los
países productores, comparativamente más pobres. Es así que una cantidad de investigaciones
permitió sostener, un discurso eminentemente colonial de la lucha antidroga con un claro sesgo
en cuanto a la interpretación de la integralidad de las diferentes fases del tráfico ilícito y su
consideración de las Responsabilidades Comunes y Compartidas. Los países ricos fueron y
siguen siendo históricamente los mayores consumidores finales de cantidades significativas de
drogas que son traficadas ilegalmente desde los países productores. A pesar de que una política
coherente hubiera supuesto atacar el problema del tráfico en ambos extremos de la cadena
productiva, la brutalidad más extrema de la lucha antidroga ha caído exclusivamente sobre las
poblaciones que basaban su más precaria manutención en la producción de la materia prima para
la elaboración de drogas.
La aplicación de la guerra contra las drogas ha generado un conjunto de daños directos y
colaterales principalmente en los países productores, entre los cuales se pueden mencionar:
1 Weiner, Tim (2008) Legacy of Ashes. Debate. Buenos Aires-Argentina. Asimismo, para consultar acerca de la incidencia de la guerra
contra las drogas dentro del florecimiento del crimen organizado, consultar Aguilar, Ruben; Castañeda, Jorge (2009) El narco: La guerra
fallida. Editorial Punto de Lectura. Madrid-España.
• Muertos, heridos, persecuciones, detenidos y violencia,
• Violación de los derechos humanos,
• Pérdida de soberanía e injerencia externa,
• Actos de corrupción y prebendalismo,
• Conflictos sociales e inestabilidad política y económica,
• Relaciones conflictivas entre las instituciones civiles, policiales y militares,
• Violación del estado de derecho,
• Altos costos económicos, políticos y sociales,
• Daños ambientales asociados al uso de sustancias químicas para el proceso de “erradicación
de cultivos” y el tratamiento anti-ecológico de las sustancias decomisadas,
• Configuración de un esquema de “premios y sanciones” en la aplicación de políticas, sin
tomar en cuenta los efectos que genera.2
La incoherencia de este paradigma se ha visto confirmada por los resultados negativos de la lucha
antidroga liderada por Estados Unidos, quienes a pesar de los inmensos recursos empleados en
la represión de los productores de materia prima destinada a la elaboración de drogas tanto en
Asia como en América Latina, no ha podido frenar el crecimiento continuo de la extensión de
plantaciones de amapola y coca. Esto es fácilmente explicable cuando se observa la dinámica del
valor de la droga a lo largo de las diferentes fases del tráfico. 3 En el informe El problema de las
drogas en las Américas, elaborado por la Organización de Estados Americanos (OEA)4 señala
que para producir un kilo de hidrocloruro de cocaína, se requieren entre 450 y 600 kilos de hoja
de coca. Como un granjero colombiano recibe en promedio US$ 1.3 por kilo de hoja de coca,
puede estimarse que el kilo de pasta base en la selva colombiana tiene un costo de entre US$ 585
y US$ 780.
Sin embargo, en la misma selva colombiana el kilo se llega a vender a un costo aproximado de
US$ 2,700, y en los puertos de ese país ese valor prácticamente se triplica. Al llegar a
Centroamérica, el kilo se vende a US$10,000, y al arribar a la frontera norte de México asciende
a US$15,000.
Al pasar la frontera de Estados Unidos, el kilo es vendido al mayoreo a US$27,000 o más; pero
en algún momento de todo este trayecto esos 1,000 gramos sufrieron alguna alteración química
que posibilitó su duplicación. Así, pues, el kilo que salió de la selva colombiana se convirtió en
dos kilos. En 2010, el precio de cada gramo de cocaína refinada vendido en Estados Unidos
estaba calculado en US$165, de modo que el valor de cada kilo alcanzó los US$165,000, lo que
suma US$330,000.
En resumen, el precio al que es vendida la droga al consumidor final tiene un valor 500 veces
superior a su costo de producción. Asimismo, de acuerdo a los datos de la Oficina de las Naciones
Unidas Contra la Droga y el Delito (ONUDC por su sigla en inglés), para 2013, el comercio
global únicamente de la cocaína superaba los US$ 84,000 millones. En el informe correspon-
diente a 2016, se hace hincapié que esta cifra ha continuado creciendo.5
Sin embargo, este análisis nos lleva a dos conclusiones que fundamentan la incoherencia del
paradigma conservador de la lucha antidroga:
Primero, que esta increíble redituabilidad en el tráfico ilícito de drogas, en un análisis económico
básico, responde únicamente a una gigantesca demanda de los consumidores finales. Es así que
la UNODC6 reconoce en los informes 2013, 2014, 2015 y 2016, la cantidad de cocaína consumida
se estabilizó alrededor de unas 800 toneladas por año, lo que no significo que su precio se
estabilizó. Mas al contrario, el costo por gramo no ha parado de crecer en este mismo periodo,
resultado de los cada vez más rigurosos controles, haciendo de la misma forma cada vez más
difícil transportar e ingresar ilegalmente la cocaína a los países consumidores.
Esto nos lleva a comprender que mientras la demanda de los consumidores finales siga siendo
inelástica, el tráfico de drogas es y seguirá siendo económicamente conveniente para los
traficantes, sin importar cuan alto sea el precio de producción y de transporte.
Segundo, que los que más se benefician de las ganancias del tráfico de drogas no son de forma
alguna los productores de materia prima que son objeto de violenta represión por parte de la lucha
antidroga liderada por Estados Unidos. Según los datos de la ONUDC, entre los numerosos
productores campesinos de hoja de coca de Perú, Colombia y Bolivia, y los productores
originales de pasta base de cocaína, apenas les corresponde poco más del 1% del precio final al
que la cocaína es vendida en los Estados Unidos. En tanto que los vendedores minoristas de los
países consumidores reciben cerca del 65% de esos ingresos. Alrededor del 9% de los ingresos
se adquieren cuando la cocaína es transportada desde los países productores a los países de
tránsito (tales como México o países de África Occidental). El resto del porcentaje se encuentra
repartido entre diferentes intermediarios, pero una parte mayoritaria del resto es absorbida por la
gigantesca máquina de la corrupción de los funcionarios públicos de los países productores y de
tránsito que colaboran con el tráfico ilícito y con otros varios delitos conexos. En un marco de
prohibición, la economía de las drogas ilegales requiere del soborno, la connivencia y la omisión
de servidores públicos para proteger sus operaciones y garantizar la impunidad de sus acciones
Lo que aún es más lamentable, a pesar de la participación marginal (menos del 1%) que tienen
los productores de hoja de coca en las ganancias del tráfico de drogas, según el Informe El
problema de las drogas en las Américas, plantar coca seguía siendo la opción productiva más
rentable para los campesinos colombianos, en comparación con el café u otros frutos. La mayor
parte de los programas de desarrollo alternativo impulsados por la Agencia de los Estados Unidos
para el Desarrollo Internacional (USAID) no contemplaron la absoluta falta de infraestructura
que comunique a las zonas rurales campesinas más postergadas, dejando a los productores cam-
pesinos a la merced de los intermediarios que terminan pagándoles hasta cinco veces menos el
precio del mercado de café en la misma puerta de sus haciendas. Esto nos lleva a concluir que la
lucha antidroga ha desatado sus principales esfuerzos de represión sobre los actores más
vulnerables y que menos beneficios sacan del tráfico de drogas, siendo también los actores más
numerosos, visibles y menos violentos. Asimismo, la guerra en contra de las drogas liderada por
Estados Unidos no ha considerado que la más absoluta y desesperada situación económica de la
mayoría de los productores campesinos, los impulsa a producir hoja de coca como la única vía
posible para poder subsistir. La lucha antidroga no contempla adecuadamente que ante estas
condiciones sociales de pobreza extrema, las plantaciones de hoja de coca nunca dejarán de
existir ni de crecer, puesto que se constituye en uno de los pocos medios seguros de proveerse de
un ingreso económico mínimo.
El Gobierno boliviano, a través de su propia experiencia histórica, ha identificado las causas del
fracaso de la denominada “guerra contra las drogas” para poder replantearse un nuevo paradigma
en contra del tráfico ilícito:7
5 Disponible en: http://www.unodc.org/doc/wdr2016/WORLD_DRUG_REPORT_2016_web.pdf (Recuperado en diciembre de 2016).
6 CICAD, 2013. Op. Cit.
• Imposición de un modelo ajeno a la realidad de los países: Muertes de miles de inocentes,
violaciones flagrantes a los Derechos Humanos y daños irreparables a la Madre Tierra, han
sido consecuencia del intervencionismo político utilizando a la guerra contra las drogas como
instrumento.
• Militarización de la reducción de cultivos: Los territorios que albergaban a las plantaciones
de hoja de coca, se convirtieron en escenarios de conflicto que han deslegitimado a los Estados
en el ejercicio de su soberanía.
7 Presentación “Avances de la lucha contra el tráfico ilícito de sustancias controladas” del Ministerio de Gobierno del Estado Plurinacional
de Bolivia para la Reunión de Embajadores celebrada en el Ministerio de Relaciones Exteriores en diciembre de 2016.

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