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Diálogo para no hablar

Abrí, los ojos. La mente también. Empecé a experimentar como cuando despiertas en medio de la
penumbra y todo se va aclarando, solo que, a mí, ahora todo parecía que esa luz naciente era la
fuente de mi oscuridad.

Solo pensarlo atentaba contra toda la oscuridad que me había acompañado en las fiestas lunares
luego de una cena sin cubiertos, con una jarra de jugo intentando no volver a beber los fermentos
de la amargura que habitaba en cada uno de mis pétalos acariciados por la imprenta de los sueños.

Pues en esas estaba, intentando no ver tantos ojos abiertos viendo gris-negro igual que yo, que
aparecía ahora en la sanación eterna de mi enfermedad, como una sensación de que eso ya lo había
vivido, fue entonces cuando debajo de mí, estaba inmóvil, frio y sin poder si quiera tocarle, una
forma de árbol fenecido, pero bellamente presentable. Imaginé que nada podía decirme, no le
hablé.

Quise sin duda, observar a través de mis ojos ausente, esperar que alguien me viera, por lo menos,
ese sujeto que estaba el otro día asomándose a buscar algo como si fuese yo mismo a quien buscaba,
pero luego de pasar de largo, como si ya me hubiera acumulado todos los odios, decidió quejarse
una vez más con manotazos en su contra pierna derecha, como si buscara una fuerza que lo hiciera
moverse porque ya no puede por sí solo.

Creía que al menos, iba a vomitar todas las palabras metidas entre mi máscara y mi espalda, pero
no pude, sentí como si me llevaran a un lugar tan remoto como Luvina, pero no, seguía allí, en la
espera de una tormenta o de una sequía. Estaba como la arena sin que la tocase una ola.

Con solo imaginar que, en otros tiempos, mis ojos y la mente estaban tan despiertos que me
quedaba sin movimiento y luego aparecían esas manos de rubí, que tocaban sutilmente el borde de
mi alma, como si me llevaran poco a poco al final del éxtasis, que algunas veces aparecía en medio
de mis pasos numerados, así como cuando en media tormenta el rayo ilumina toda tu habitación y
la vela que te daba toda la luz se convierte en nada.

Definitivamente, que nadie podría ver lo que pienso, ni esa persona que me hirió con su leitmotiv,
y que determinó quién sería yo, ahora abandonado. Me siento inútil. Como el árbol seco que sus
raíces se funden a la tierra y no tiene ya donde sujetarse, así de muerto, como si no corriera ya más
el viento, como si ya no se moviera el mar, como si ya no existiera el pensamiento.

Pensé por un momento, si la luz que entraba debajo de la puerta, fuera quien sus ojos clavasen en
mí, por largas noches, y me acariciara para que yo le entregue lo que tengo, sería nuevamente pleno,
como cuando habité en las manos del escribano que tuvo consigo La Eneida y Lisis. Así viviera yo,
como en antiguo, tejiendo las mentes frente a mí, como Ixquic, abuela de los remiendos, le dio el
Cuculcán a quien me dejó en este escritorio esperando a alguien con quien dialogar.

Carlos Díaz

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