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A menudo, la veneración por un director determinado, provoca

ciertos prejuicios en sus admiradores. Prejuicios que impiden


valorar algunas propuestas, alejadas de lo habitual en
apariencia, por considerarlas ridículamente inapropiadas para la
personalidad del artista en cuestión. Cuando Scorsese anunció
que llevaría a cabo la adaptación de la novela de Edith
Warthon ‘La edad de la inocencia’ (con la que ganaría en 1921
el premio Pulitzer), muchos se apresuraron a expresar su
desagrado, como si el cineasta italoamericano sólo fuera capaz
de filmar con brillantez sangrientos y vertiginosos dramas
gangsteriles, y como si esta decisión respondiera más a una
necesidad de búsqueda de prestigio y menos a un impulso
personal y creativo. Pero si Scorsese es el gran cineasta que
tantos veneran, lo es también porque su universo personal no
está restringido por géneros, temas o etiquetas, sino que se
ve influenciado, ampliado y enriquecido por una insaciable
curiosidad cultural e intelectual, que presiona constantemente
sobre sus límites artísticos, y los expande.

Lo cierto es que llevaba mucho tiempo, Scorsese, deseando


zambullirse en una historia de estas características, y la novela
de Wharton era ideal para él por muchas razones. Nacida en
una aristócrata familia neoyorquina, Wharton fue instruida
desde muy pequeña para llegar a ser una distinguida dama de
la alta sociedad. Pero su apasionante vida la desvincula
completamente de ese destino. Casada por conveniencia,
mantuvo una relación amorosa clandestina que con toda
seguridad fue el germen de esta novela. Un relato que
explora la hipocresía social del último tercio del siglo XIX en
Nueva York, la doble moral de sus miembros más privilegiados,
y las normas no escritas que aprisionaban y finalmente
aniquilaban cualquier muestra de individualismo. Todo esto lo
recoge el bellísimo y magistral filme de Scorsese, con el que
inicia una trilogía de obras magistrales no siempre considerada
como tal, y con la que alcanza, por fin, la maestría absoluta.
Colaborando por primera vez en el guión con su antiguo
amigo Jay Cocks, adaptaron una excelente novela que, en
realidad, es una literatura muy visual y muy cinematográfica,
aunque sus diálogos precisaron de una reelaboración a fin de
no sonar demasiado vetustos, modernizándolos para luego
añadir algunos modismos de la época. Asesorado por una
especialista en historia de Nueva York, Robin Standeferd, que
recopliaría una enorme cantidad de volúmenes imprescindibles
para la recreación visual, Scorsese contó por primera vez con el
diseño de producción de Dante Ferreti, que desde entonces
sería un colaborador fijo y esencial en sus proyectos. Para la
complejísima y crucial elaboración del vestuario, se contrató a la
legendaria Gabriella Pescucci, que con esta película ganaría su
único Oscar (y el único Oscar para la película). Varios meses de
rodaje tuvieron lugar en Troya (Nueva York), que era el único
lugar que aunaba el trasfondo histórico y la capacidad para esta
recreación, que aspiraba a un perfeccionismo detallista de la
época.

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