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Aventura en el Pirineo

Sucedió allá por los años setenta. El mundo estaba menos poblado, pero en verano
resultaba difícil encontrar un lugar libre de aglomeraciones. Mi novia y yo éramos
partidarios de la acampada libre por dos razones: espíritu de aventura y presupuesto
escaso. Buscando sitios poco frecuentados, aquel verano recorríamos con nuestra
tienda el Pirineo aragonés.

Una tarde llegamos al valle de Ansó y después de mucho buscar encontramos un


lugar muy satisfactorio junto a un río. Plantamos la tienda en aquel paraje
absolutamente solitario. Llegó la noche y comenzaron esos sonidos misteriosos que
conocen bien los aficionados a la acampada.

Era casi medianoche cuando aún no había logrado conciliar el sueño por culpa de una
cena excesiva (solía ocurrirme que si cenaba chuletas asadas en los rescoldos de una
hoguera, comía el triple de lo razonable). Estaba a punto de salir de la tienda para
llevar a cabo ciertas funciones fisiológicas, cuando se empezaron a oír gruñidos muy
alarmantes.

Advertimos que algo o alguien rascaba la tela. Comprendimos, por el ruido, que eran
varios, y por sus voces que eran perros. Probablemente una manada de perros
asilvestrados en busca de refugio o de una cena tardía o un resopón.

Mi novia, ecologista de la línea ingenua, propuso que les


dejáramos entrar. Me negué, al menos hasta que tuviéramos la oportunidad de
comprobar el número, envergadura e intenciones de nuestros visitantes. Ella
consideraba a los perros sin distinción amigos del hombre, y trataba de convencerme
con paralogismos. Descorrió la cremallera y sacó una mano dispuesta para
hospitalarias caricias.

Aquellas bestias puede que fuesen amigas del hombre, pero no lo eran de la mujer, y
una de ellas lanzó una dentellada a la mano de mi novia, perfumada aún por las
chuletas de la cena.

Por suerte, solo fue un rasguño, pero me había dado tiempo de ver la catadura de los
monstruos y el tamaño de sus afilados colmillos. Mi novia se metió en su saco de
dormir y se dispuso a taparse la cabeza y todo.

– No podemos correr el riesgo de quedarnos dormidos y que consigan entrar -advertí.


– No querrás que estemos despiertos toda la noche.

– Precisamente es lo que tenemos que hacer. Con suerte, se irán cuando se haga de
día.

– ¿Y qué haremos despiertos durante todas esas horas?

Respondí con un par de sugerencias de marcado


carácter erótico, pero mi novia no estaba de humor. Se conformaba con llegar con
vida a la mañana siguiente para ir al pueblo más cercano en busca de una inyección
antitetánica.

– Los libros -sugerí-. Los libros que llevamos en la mochila. Ha llegado el momento de
sacarlos.

– ¿Propones que luchemos contra perros salvajes armados con libros?

– Sugiero que pasemos la noche leyendo.

¿Cuántas personas, a lo largo de los siglos y en todos los lugares imaginables, han
sobrellevado una noche en vela gracias a la lectura? Pensé a menudo en eso durante
aquellas horas amenizadas por gruñidos y zarpazos.

Al final de aquel verano, renunciamos a nuestra tienda de campaña. Tiempo después


mi novia y yo tomamos caminos distintos. Lo único que conservo de aquella época es
la costumbre de llevar, siempre que viajo, algún libro en mi equipaje.

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