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Sucedió allá por los años setenta. El mundo estaba menos poblado, pero en verano
resultaba difícil encontrar un lugar libre de aglomeraciones. Mi novia y yo éramos
partidarios de la acampada libre por dos razones: espíritu de aventura y presupuesto
escaso. Buscando sitios poco frecuentados, aquel verano recorríamos con nuestra
tienda el Pirineo aragonés.
Era casi medianoche cuando aún no había logrado conciliar el sueño por culpa de una
cena excesiva (solía ocurrirme que si cenaba chuletas asadas en los rescoldos de una
hoguera, comía el triple de lo razonable). Estaba a punto de salir de la tienda para
llevar a cabo ciertas funciones fisiológicas, cuando se empezaron a oír gruñidos muy
alarmantes.
Advertimos que algo o alguien rascaba la tela. Comprendimos, por el ruido, que eran
varios, y por sus voces que eran perros. Probablemente una manada de perros
asilvestrados en busca de refugio o de una cena tardía o un resopón.
Aquellas bestias puede que fuesen amigas del hombre, pero no lo eran de la mujer, y
una de ellas lanzó una dentellada a la mano de mi novia, perfumada aún por las
chuletas de la cena.
Por suerte, solo fue un rasguño, pero me había dado tiempo de ver la catadura de los
monstruos y el tamaño de sus afilados colmillos. Mi novia se metió en su saco de
dormir y se dispuso a taparse la cabeza y todo.
– Precisamente es lo que tenemos que hacer. Con suerte, se irán cuando se haga de
día.
– Los libros -sugerí-. Los libros que llevamos en la mochila. Ha llegado el momento de
sacarlos.
¿Cuántas personas, a lo largo de los siglos y en todos los lugares imaginables, han
sobrellevado una noche en vela gracias a la lectura? Pensé a menudo en eso durante
aquellas horas amenizadas por gruñidos y zarpazos.