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Hierba, cicatriz, espeso

Laia López Manrique

The opposite of death is desire


Tennessee Williams

Dime si tienes hambre o tienes sed, si has cubierto tus necesidades básicas por hoy, si
crees que va a llover en el patio que hay detrás de la habitación cerrada. Estás sol(…),
como un perro, como Kafka dijo que murió Joseph K. “como un perro”, te gusta recordar
ese sintagma porque quisieras morir como Joseph K., “como un perro”, lo repites en
silencio mientras piensas en Kafka con su cuerpo endeble y subrogado, un cuerpo que no
es casi cuerpo sino una suma de ristras enfermizas, restos de tejido adiposo y fibra rota a
hilachas. Así imaginas a Kafka, un compuesto de tiras y lenguaje, junto a la ventana,
mientras te pregunto por la posibilidad de lluvia. “¿Y qué llevas puesto?”, esa clase de
preguntas serían demasiado fáciles, no es eso lo que quiero saber realmente, ni lo que tú
me quieres contestar. Vamos, la lluvia podría amainar pero mi voz no, no podría dejarte,
estás sujet(…) a esta voz para que se realice la operación por la cual serás transferid(…) a
algún lugar más allá de la conciencia de tus límites. Y si algo es cierto es que quieres
abandonar el contorno, caer fuera de ti y del archivo macerado de tus huesos, tu carne,
tus órganos formados en sus distintas inflexiones. Dices que tienes sueño pero no te creo,
aunque bosteces, aunque te lances hacia atrás en la silla: son solo las cuatro de la tarde,
has dejado que esta voz entre, y eso significa que necesitas estar pendiente de alguien,
bajo el control de alguien, a su merced. Estarás despiert(…) aunque finjas estar
adormecid(…), aunque te ordene que cierres la persiana y te tiendas en el suelo boca
abajo con los labios besando las baldosas y abraces sus junturas y cierres muy fuerte los
párpados. Lo estás haciendo. Sientes el frío del suelo como una punción placentera.
Ahora te digo: eres un esqueje, has de hincarte en la tierra, agujerearla para volver a ella.
Y tú me crees. Con las manos tocas el suelo como si pudieras abrirlo: lo estás abriendo,
estás entrando en el pavimento. Debajo de las baldosas hay polvo pero no temes
tragarlo, te cubres con él, lo extiendes sobre ti y te das lentamente, con esfuerzo, la
vuelta. Ahora que te he sembrado en el suelo, dentro de la tierra, en el rellano de tu
habitación oscura, abres los ojos hacia arriba y sueltas el aliento una vez, otra vez, otra
vez y otra. Si respiras más rápido empezarán a rodearte las zarzas, y no hay nada que
desees más que el roce de sus brotes, huraños y rasposos, contra tus piernas. Por eso
respiras y respiras agitadamente, y en cada soplo avanza el follaje hasta que las zarzas
circundan por completo tu cuerpo y, como plantas trepadoras, ascienden a lo largo de las
extremidades y te atan hostilmente a la tierra. Así, amarrad(…)de pies y manos por las
zarzas, acariciad(…)por ellas, inmóvil, empiezas a recordar aquella escena de la película
que Coppola hizo a partir del Dráculade Bram Stoker en que Keanu Reeves era asediado
por tres vampiras encima de una enorme cama. Eran bellas, ¿verdad?, con los colmillos
largos, los pechos turgentes y el ansia de la sangre asomando en la mirada. Pero tú no, tú
no vas a ser Keanu Reeves, ni las vampiras que lo rodean y le muerden, no vas a conocer
el paroxismo, sino la tentativa, el conato: el placer inconcluso.

Tras las zarzas no vendrá ningún cuerpo, recuérdalo: estás sol(…), “como un perro”,
indeclinablemente, sin otra compañía que la de esta voz que te cerca y te sitúa. Las
plantas te presionan muy fuerte las muñecas y yo te pido que se lo agradezcas. Di
“gracias” porque hay algo que te retiene y te agarra y te impide moverte. “Gracias”. Con
serenidad y con firmeza. Más alto. Y ahora, más flojo. Sigue diciéndolo. “Gracias”
Mirando hacia las zarzas. Sacudiendo el polvo de tus ojos. No te detengas. “Gracias por
haberme hecho tirarme al suelo, gracias por haberme amarrado.” “Gracias por reducirme
a ser un esqueje.” Nunca olvides que los esquejes son útiles para producir raíces, para
hacer que se multipliquen las ramas. No necesitas otro cuerpo. Tú mism(…), aquí, podrás
elevarte, podrás dividirte y fructificar. Ya sabes cómo funciona. Con tu materia seca y
maltratada, como un mamífero que fue una vez furiosamente atacado por las pulgas y
viste desde ahí sus cicatrices. Ah, la sequedad. La severa naturaleza de lo enjuto. Cuánto
te gusta y cuánto te disgusta al mismo tiempo. Fronteriz(…) como eres, y manchad(…),
todavía querrías volver a tocar lo vivo. Lo sé porque lo he leído en todos y cada uno de
los movimientos tímidos, irresolutos que has hecho al ejecutar mis peticiones. Siempre
hay la expectativa de que la puerta se abra. De que la voz deje de ser una entelequia
vaporosa y tome piel y relieve, se lance sobre ti y te arranque la ropa. ¿Pero por qué
debería suceder eso? Te he dicho que admitas la isolación del injerto, el tallo jactancioso
que por sí solo puede hacer crecer algo. No de la nada. Sino de algo, de su propio
cuerpo. Sí. Microscópica y macroscópicamente. Visible e invisible.

Probablemente hayas visto alguna vez el dibujo Mon coeur pleure d’autrefois de Fernand
Khnopff. Alguna vez ese dibujo cubrió la portada de un libro de poemas. Recuérdalo
atentamente. En él, una joven besa su reflejo en un espejo redondo de apariencia
fantasma, que está, a su vez, diluido en un paisaje. El espejo recoge, además de la
imagen de la chica, un fondo punteado y oscuro. Imagina que ese fondo soy yo. Tú eres
apenas, ahora, el reflejo de la muchacha: medio rostro, en pleno proceso de
concentración, dispuesto solamente a la tarea del beso. Piensa en el tacto imposible que
demanda esa imagen, en su patente deseo de atravesar el cristal y tomar la superficie, la
boca que es su trasunto. ¿No te parece más entregado al acto el reflejo que su dueña?
Pues tú eres el reflejo, eres lo que queda atrapado. En cuanto al personaje real, más vale
que lo olvides. Ahora no está aquí. Te exijo que lo separes de ti. Es verdad: quien mira el
cuadro ve que del cuello de la chica se puede saltar hacia el puente, y del puente hacia el
interior hueco de los edificios que la pintura insinúa. Pero tú no puedes. Porque estás
encerrad(…) en el interior del espejo, y no ves nada más allá de ti. Flotante y
condenad(…), “como un perro”, en ese acto de amor solícito que se concede sin poder
alcanzar al otro, ni mirar siquiera lo que te queda alrededor. No preguntes por qué, ni
maldigas. Pregunta más bien por qué no. El reflejo es hermoso y es único. Vive en un
espacio, y eso no es poco. Lo único que necesita para existir es inclinación, perspectiva.
¿Acaso no es suficiente? Sabes que lo es. En salpicadura y en fusión consigo mismo, con
sus devaneos y sus bisagras. Nunca se apaga: es imperecedero. La viva imagen del
deseo, congelada en un plano.

Estoy de acuerdo contigo en que este ejercicio ha sido duro. Lo concedo. Por eso, me
voy a permitir una pequeña debilidad: te confieso que llevo toda mi vida en lucha contra
la idea del otro. No soporto al objeto; lo quiero desplazado, siniestro, al margen, lejano.
Por eso te estoy castigando en estas escenas sucesivas, te estoy llevando al borde de su
ausencia. Sin embargo, lo sé, no te molestes en decirlo: por negación o por omisión, el
otro sigue existiendo, te atreverías a decir que incluso con más peso que aceptando que
está presente. Lo sé, y, sin embargo, no eres tú quien habla en esta historia: soy yo. Por
eso me he dado permiso para tratar de borrarlo y si ahora te contara una pequeña
historia acerca de alguien que salió de casa una noche para encontrar al viento, ¿qué
dirías? Pues verás, escúchame.

Alguien salió de su casa una noche para encontrar el viento. Recordó a Guy de
Maupassant en El horla. Recordó a David Bowie con su voz categórica cantando Wild is
the wind. Se recordó a sí mism(…) en pleno invierno, en el bosque, con el pelo revuelto
girando hacia ambos lados, y una mano que estrechaba la suya con fuerza. ¿Una mano?
¿No sería más bien una garra?, se preguntó mientras cruzaba el primer semáforo,
sonriendo.

Ese alguien había sido, en otro tiempo, expert(…) en cruzar los semáforos
tambaleándose. A ciegas. Solía hacerlo porque era usual que se marease al intuir o sentir
aproximarse a otras personas, a las que llamaba, comúnmente, “la turba”, para reducir lo
múltiple a una sola, y segura, unidad. Por eso, acostumbraba a salir por la noche, cuando
el peligro no iba asociado a la multitud sino a la sombra. Como Robin Vote
en Nightwood. Porque de noche los otros no existen más que a retazos; de pronto se
oyen cúmulos de pasos que se acercan y gritos de cinco o seis que se pierden al doblar
una esquina, como un resto de sonido escapando de una cajita hermética. Y eso, desde
luego, no es nada en comparación con el asalto de lo desconocido bajo el sol, que
puede ser inesperadamente aberrante.

Si a ese alguien le gustaba la noche es porque durante años le fue dado el don de
ocultarse tras la maleza y observar. No temía nada de esa maraña inexacta que se abre
paso tras las ramas, al contrario que muchos de sus semejantes. El riesgo de la
transfiguración era acogido por ese alguien con un gran entusiasmo. A veces, paseando
por las calles de su ciudad, se sentía como Dorian Gray atravesando los tugurios
londinenses en busca del pecado. Y pensaba en el pecado, pero no había pecado
alguno. El alma de ese alguien no estaba garabateada y sucia, como la de Dorian; era
neutra, batiente, como una puerta dentro de cuyo revestimiento de madera latiese un
minúsculo corazón púrpura.
Pues bien, caminaba, caminaba con los pies enfundados en unos zapatos ¿viejos?,
¿sucios? o flamantes, pisaba el suelo con firmeza porque creía que se había citado con el
viento, a quien aún no había tenido el privilegio de conocer. ¿Sería el viento o el señor o
la señora de los vientos? No lo sabía. Pero iba a encontrarse con él al borde del mar, en
un espigón de la playa donde solían sentarse los amantes o la gente sola, como ese
alguien, a vaciar la mente escuchando los ecos del oleaje.

Dirás ahora que mi voz ha cambiado, que de pronto es tierna y porosa, ¿no es así? Una
voz sensible, más sensible a los matices, una voz que se conduce y no te dirige. Está bien,
puede que tengas razón. Si confías en mí tal vez olvides el resto: esqueje, reflejo, presa
de las zarzas. Salvo que todo acabe teniendo un engarce y, una vez trabado, yo te
abandone. ¿Lo temes? Todo puede suceder. Continúo.

Ese alguien llegó al espigón y detuvo sus pasos. Eran más de las doce, más de la una. Ya
no había nadie allí; quedaban, más lejos, algunas personas rezagadas en la playa. Se
sentó en el suelo, tiznándose de arena, y miró hacia arriba, por inercia, aunque sabía que
el viento viene de todas partes. “Espera”, pensaba, con una sensación dulce en la
lengua, como un ligero sabor a amontillado. La noche estaba calmada. Nada se movía; el
agua corría en flujos armónicos, sin tropezar. Ese alguien se entretuvo persiguiendo las
costuras de la ropa que había decidido vestir para su cita. Una ropa sobria, quizás
definitiva. ¿Definitiva para qué? Para su encuentro, al que había destinado las fantasías de
los últimos tiempos.

Porque ese alguien deseaba al viento. Su roce impersonal, un poco frío. Su modo de
empujar los cuerpos y las telas, los objetos. Había imaginado cada sacudida, en una
especie de viaje tumultuoso en el cual ese alguien, como una marioneta suspendida de
los hilos, sería arrastrad (…), llevad (…) a algún lugar y a otro lugar, al fin. Al fin.

Parecía hermoso, ¿verdad? Aunque se tratara de un atentado contra la lógica. Si el viento


hubiera llegado en ese momento, como si el viento pudiera llegar, ese alguien hubiera,
sin duda, recordado los versos de Pessoa, es decir, de Alberto Caeiro: “solo por oír pasar
el viento vale la pena haber nacido”. Tan leve. Tan piadoso. Un silbido cristalino, silbido
de los cristales chocando con el propio cuerpo, la propia ¿alma? avellanada.

Pero el viento…¿llegó o no llegó? Debió llegar, aun en su forma simulada, falsa,


compasiva. La forma en que las cosas se disfrazan para calmar la angustia de quien
espera. Y ese alguien esperaba, esperaba. Con los versos de Caeiro, es decir, de Pessoa,
preparados en la memoria. En el espigón, restringid(…) y livian(…), sin oponer resistencia,
“como un perro”, exactamente igual que un perro, como murió Joseph K. Como tú
querrías morir. Descampad(…) ya, ese alguien, clavándose en el suelo, percibía, muy
despacio, cómo empezaba a soltarse, cómo y por qué, en su plácida crueldad,
desaparece el mundo.

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