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El Funeral Más Grande de La Historia PDF
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Era la hora de la siesta en una clínica de puertas abiertas, de esas en las que uno
puede entrar y salir a voluntad. Mi problema aquel año, pero también antes en 2005 y en
2007, y después en 2010, y de 2012 a 2016, era justamente ese: la voluntad. La había
perdido y no la encontraba por ninguna parte.
Michael se había muerto y yo tenía una pregunta atragantada, desde hacía varios
años, acá. Y había crecido tanto esa pregunta, que ya no era capaz de mirar sin verla o de
pensar sin sentirla. Antes no hubiera tenido el valor de hacerla... la pregunta, pero me dije
que había llegado la hora. Saqué mis pocas pertenencias del placard y me puse a llenar una
valija sobre mi cama.
Me dijo:
–¡Está muerto!
–Nunca es tarde.
Era el tipo de frases que usaban los supervisores. La mayoría de las veces resultaban
inocuas. Las menos, se sentía como atravesar un cementerio convencido de que nunca me
tocaría a mí. Dije:
Y él:
Este amigo, cuyo nombre viaja ahora hacia la punta de mi lengua, trajo un cenicero
de la mesita de luz que separaba nuestras camas. Fumar tabaco era el único vicio permitido
en aquella clínica. Daba igual que abriéramos puertas y ventanas, el humo tenía la
costumbre de rodearnos e instalarse como niebla de escenario.
No habrá esperanza para nosotros, los deprimidos, mientras una mancha de vapor
puede ser considerada prueba de vida. Al ver que yo no reaccionaba, mi amigo empezó a
sacudirme por los hombros. Dije:
Fue el aplomo con que organicé mi equipaje lo que lo hizo desistir. Se corrió lejos
de la puerta y se volvió una masa negra y quieta en la esquina más alejada de la habitación,
pero al despedirse introdujo un puñado de pastillas en mi bolso de mano. Iban a servirme
allá afuera.
Cuando salí a la calle, las nubes brillaban por su ausencia. Caminé infinidad de
cuadras y crucé dos parques y un río hasta encontrar un taxi. Caminaba y no dejaba de
pensar en esta idea: que yo estaba muerto en vida y que por eso tenía derecho de hablar con
un muerto.
EL SUEÑO DEL VUELO
Durante la noche, arrullado por una leve turbulencia, conseguí dormir profundo por
primera vez en años. Dormido, se dieron las condiciones para soñar. Y lo que soñé fue que
avanzaba hacia atrás. No parecía haber influjo del vuelo en el sueño. Al contrario, este
sucedía en tierra, a ras del mar, y parado sobre mis dos piernas. A derecha e izquierda, por
andariveles invisibles, otros hombres retrocedían hacia delante, lo que multiplicaba la
sensación de desajuste.
El sueño duraba mucho tiempo o quizá se repetía una y otra vez, en un bucle sin
marcas que indicasen principio o final. Yo me daba cuenta por la angustia, la angustia era la
medida de la duración de aquel sueño.
Desperté a la mujer que viajaba junto a mí; quería saber su opinión. Los sueños son
importantes si uno está yendo a hablar con un muerto. Dijo:
La tarde en que lo conocí, Michael me confió su secreto, que resultó ser el mismo
mío, sin que fuera un secreto. Lo que en mí era público y notorio, en él todavía era oscuro y
vedado.
Eso fue antes de la confesión en lo de Oprah. Entonces yo tenía nueve o diez años.
Quitándose el guante, acercó su mano salpicada de manchas a la mía. Las dos manos, tan
cerca la una de la otra, parecían el mapa de un país formado únicamente por islas.
Ahora digo que es un país en el que yo hubiera podido vivir. Pero en ese entonces
dije:
Fue lo primero que se me ocurrió preguntarle. Él era negro, de eso no cabe duda,
pero estaba dejando de serlo.
Michael soltó una risita blanca, tan blanca como él era blanco, si entienden lo que
quiero decir. Y me dio este consejo, que todavía conservo. Dijo:
–La leche es únicamente para tomarla o para hacerse bigotes de vez en cuando.
EL VENDEDOR DE NOTICIAS
Hay voces sin cara, voces tan hondas que serán siempre voces en el teléfono. Esta
voz de la que hablo no debería tener cara. Y si la tiene, queda anulada por el
estremecimiento que me producía escucharla.
Una vez por año, este vendedor de noticias llamaba a casa y hablaba con mis padres.
En realidad, uno hablaba y la otra escuchaba, o al revés, una hablaba y el otro escuchaba.
Había una rara violencia en su forma de sisear las preguntas, en la ondulación de sus
argumentos. Aunque yo no fuese el destinatario de sus llamadas, tenía la certeza de que
eran acerca de mí. Había un misterio y ese misterio me envolvía, dejándome más solo que
nunca, porque yo estaba en el centro de aquel misterio y no había nadie ahí conmigo.
En Neverland intuí lo que era ser feliz. Me sentía protegido, lejos de la mezquindad
de mi familia.
Me acuerdo del carrusel con sus caballos de crines doradas. Daban la impresión de
haber sido atravesados por lanzas perpendiculares.
Me acuerdo de la casa principal, con sus amplios salones y las escaleras de caoba.
Yo descendía lentamente por esas escaleras, en diagonal, y me gustaba simular que la casa
era mía.
No reía aquella voz, al menos yo nunca la oí reír, pero de haber reído, habría reído
mejor.
En unas pocas horas me había conseguido el acceso y fue razonable con el resto de
mis demandas. Me encontraría con su productor la mañana siguiente, a unas pocas calles
del Staples Center. Las preguntas me las enviaría por correo electrónico. Acordamos que la
entrevista sería al final, cuando todo terminara.
Solo por un instante de toda la comunicación sentí que la voz titubeaba. Dio varias
vueltas para finalmente preguntar si yo tenía alguna idea rara en la cabeza. Por rara
supongo que quiso decir criminal. Desplegó su preocupación enumerando mis
internaciones de 2003 a 2008. Era impresionante lo que sabía: toda información sensible y
privada, que implicaba sexo o pagos a enfermeros y a secretarias de cada hospicio en el que
yo había estado. Y aun así, expuesto de ese modo, el historial de mis diagnósticos parecía
incompleto. ¿Por qué será que siempre resulta limitado cualquier esfuerzo por circunscribir
la enfermedad mental?
Le aclaré a la voz que solo pretendía despedirme. Hacer las paces con el muerto o
con la muerte.
LOS NIÑOS ENFERMOS
Me hubiera gustado ser el único niño en Neverland, pero eso no estaba en discusión.
Siempre hubo otros, antes y después de mí.
Gradualmente fui entendiendo que sus enfermedades eran más graves que la mía.
No estaban en la piel. Iban por dentro, por la sangre o la linfa, ocultas en la información de
las células. Además de cáncer, había en Neverland todo tipo de síndromes, algunos muy
extraños, incurables, con probabilidad de sobrevida de uno en cien mil o en un millón. Eran
casos que dejaban mudos a los médicos, a los que tanto les gusta hablar.
Esos niños no duraban mucho tiempo entre nosotros: unas semanas, a lo sumo un
par de meses. Después se marchaban, yo permanecía. No tenía sentido encariñarme con
ellos, oscuramente intuía su final. Fui adquiriendo el léxico ambiguo y la piel gruesa del
oncólogo pediatra.
Me acuerdo de Olivia, pelada a los seis. Su madre conservaba sus mechones rubios
cenicientos en una cajita. A Olivia le gustaba pegarlos sobre sus autorretratos en crayón.
Decía:
En Neverland, los barbijos, las muletas, las sillas de ruedas y los tubos de oxígeno
debían quedarse afuera, en los pasillos, en el salón reservado a los padres. Era un derecho o
un privilegio: estábamos en aquel lugar fuera del tiempo para divertirnos, para olvidarnos
de la enfermedad y de la muerte.
Tocar a los otros era importante, curativo. Se estimulaban los abrazos prolongados
de grupo. Dormíamos todos juntos largas siestas, como cachorros, en una cama suave y sin
límites.
Pero tanto esfuerzo por sobreponerse al dolor era extenuante, a veces. El mundo de
los adultos no tenía cabida en Neverland.
Una tarde de cine, en la tibia oscuridad de la sala, un niño me tocó la pierna. Dijo:
“Yo no voy a llegar a ser grande”.
En las pantallas sobre Figueroa Street avanzaba un cortejo de autos negros que se
extendía por kilómetros. Desde la perspectiva de los helicópteros, parecía una hilera de
hormigas, listas para comerse un cadáver.
Usamos uno de los accesos traseros del Staples Center para evitar la multitud que se
agolpaba contra las barreras. El productor me entregó el gafete con mi nombre. Tenía mi
foto también, una muy vieja, que yo no recordaba haberme tomado. Los controles
funcionaban como un embudo, filtrando a los asistentes por sus niveles de acceso.
Avanzábamos a empujones. Todo el mundo gritaba su propio nombre y el nombre de
Michael y de allegados a Michael como contraseña inútil. Alguien a quien yo había
sonreído un instante, siempre se quedaba atrás. Tres veces me pidieron el gafete, tres veces
me palparon, tres veces no encontraron nada. Las pastillas de mi amigo, cuyo nombre se me
escapa pero estoy seguro de que empezaba con F o P, iban en una bolsita, apretada entre los
cachetes del culo. Sin embargo, algo dentro de mí parecía a punto de explotar. A cada rato,
yo mismo me abría la camisa para comprobar que no tenía nada.
Pasando la última puerta quedamos del lado de las estrellas y los parientes. En ese
momento me alcanzó el fragor de la música. Como todavía no estábamos en el recinto
principal, viajaba sorda y amortiguada por muros y puertas cerradas. Vibraba en las tablas
del piso, bajo la alfombra, haciéndome cosquillas en las plantas de los pies.
Había pasado tantos años evitándola, tanto tiempo con terror a escucharla en la
radio de un taxi, en los parlantes del gimnasio, bailando en una fiesta, hundido en el bar...
¿Y ahora qué? Ahora no pasaba nada: no era capaz de sentir ninguna emoción, ni de
delimitar ningún sentimiento.
Me dejé influir, me remolqué hacia los días remotos de mi infancia. Primero fue
solo la melodía, previa a las palabras y que empecé a tararear por fonética, hasta que
apareció por fin el estribillo, su mensaje ingenuo y simplón, intacto en mi cabeza.
SOBRENOMBRES
Los dos teníamos multitud de sobrenombres. Era algo que compartíamos, que nos
hermanaba más allá del vitiligo.
Él era Doo Doo, MJ, el Enguantado, el Rey, el Rey del Pop, Cabeza de Manzana,
Turd, Señor Exitoso. Olor se lo puso Quincy Jones por su olfato infalible para las
canciones. Wacko Jacko era el único que Michael detestaba, porque se lo había puesto la
prensa amarilla. Periodistas amarillos como la voz amarilla que me llamaba.
¿Por qué será que siempre tengo que dar explicaciones? No estoy quemado. Ni
salpicado por la nada. No soy un dálmata ni un cruce con jirafa. No es una forma rara de
cáncer. Tampoco son pecas. Ni son islas en mi piel.
LA TRANSFORMACIÓN
Entonces el funeral era un simulacro. Una advertencia para aquellos que lo habían
abandonado, para aquellos que daban por sentado que él siempre estaría con nosotros. Él
era el único capaz de montar un espectáculo semejante. Una moraleja del tamaño del mar,
pero un mar sin profundidad, hecho enteramente de orillas, igual que sus canciones.
¿Era él? Tenía la forma de un ángel de nieve, pero estaba de pie y hecho de luz por
el efecto de los reflectores a sus espaldas. Y la silueta negra dentro del ángel de luz era la
de una mujer. ¿Eso tiene sentido para ustedes?
Pensé que quizás aquel había sido siempre su deseo: volver como mujer. No era una
locura pensarlo: la delicadeza de su voz, los rasgos cambiantes de su cara, la fina
androginia de su cuerpo, el impulso maternal que lo abarcaba todo.
Una vez toqué su cara sin querer y tuve la impresión de que su piel había dejado de
ser humana.
Estábamos tirados en el jardín, protegidos del sol bajo un enorme paraguas negro.
Al girarlo, sus varillas brillaban, lanzando rápidos reflejos sobre la superficie de las cosas.
Los otros niños descansaban cerca, extenuados, formando un semicírculo con los conejos
que habíamos soltado un rato antes. Un día normal en Neverland podía ser así: liberar
conejos antes de la siesta.
Me volví hacia Michael. Ya no había señales del vitiligo, ese secreto a medias que
nos había unido al principio de nuestra amistad. Ahora era completamente blanco, de un
blanco nórdico, casi polar. La intensidad del blanco de una piel que no estuvo nunca en
contacto con el sol pero que sabe el truco de cómo refractar la luz.
Yo había retirado mi mano de su cara, pero él la atajó en el aire para colocarla otra
vez sobre su mentón. No me resistí. No tenía sentido resistirse con él. El material de su piel
era un plástico pálido, maleable, áspero. Daba una sensación como la de manipular
plastilina, pero mezclada con arena, por la barba incipiente. De haber hecho fuerza con mis
dedos habría podido crear una forma nueva. Una cara nueva para Michael, un monstruo
distinto.
LA RELIGIÓN DE LA FAMA
La fama era el punto ciego de la vida junto a Michael. Yo no sabía lo que era la
fama. De los que estábamos a su alrededor ninguno sabía. Ni sus asistentes, ni los
jardineros, ni los productores, ni los abogados, ni los cuidadores de animales, ni los niños
enfermos que llegaban cada día a las puertas de Neverland.
Diana Ross y Elizabeth Taylor, sus grandes amigas, probablemente lo sabían. Solían
visitarlo a menudo y al vernos se quedaban calladas, con las tazas de té o café en suspenso,
incómodas con nuestra presencia. Para nosotros, niños sin pasado y sin cultura, ellas no
eran más que dos pobres viejas, próximas a la muerte.
Y la fama es como la muerte: solo los muertos saben en realidad cómo es, aunque se
necesite de los vivos para atestiguarla. Pero la muerte es la gran igualadora. La fama no. La
fama es la nueva religión de la tierra. Cuesta reconocerlo porque estamos en la cresta del
tiempo y hace falta precipitarse al fondo de la historia para que se vuelva evidente. Los
famosos son los dioses de esa nueva religión. O sus sumos sacerdotes. Saben mejor que
nadie que el paraíso queda de este lado de la experiencia y no más allá, por más que exista
un más allá.
Odian la muerte más que nosotros y la retrasan todo lo que es humanamente posible,
porque al irse dejarán la fama atrás.
EL FUTURO BRILLANTE
A mi madre le gustaba decir que mi futuro era brillante. Tan brillante era que sus
predicciones me dejaron ciego.
Ese brillo del futuro era como las luces altas de un auto que corre a la velocidad de
los accidentes. Ese futuro hizo que me saliera del camino. Me deslicé por la banquina, di
trompos. Un remolino de fierros, plástico y vidrios de colores. Autopartes: las partes de mi
auto que se desintegraba. Desbarranqué y fui a dar a un pozo muy hondo y muy oscuro.
Que mi futuro era brillante le gustaba decir a mi madre. A mi padre no, él nunca
decía nada. Todavía sigo ahí. Tengo las manos duras al volante de ese futuro.
Hubo un tiempo en que robaba y cometía delitos minúsculos. Con la cabeza
cubierta, dejaba mensajes en las paredes de los edificios de gobierno. Vendía porros ya
armados, perfectamente cilíndricos, como cigarrillos de verdad. Esa era mi firma. Por
acumulación de situaciones me creía un gran criminal, pero no infundía miedo sino
decepción.
Robaba discos en las tiendas. Todos de Michael, por supuesto. Pósters. Guantes
negros o dorados con piedras incrustadas. Disfraces. Pelucas. Memorabilia barata.
Un policía me preguntó una vez por qué lo hacía. Estaba al tanto de que yo no tenía
necesidad, de que en mi casa sobraba el dinero. La necesidad no siempre es la semilla del
delito, pero eso él, que era policía y no sociólogo, no podía entenderlo. Gracias a la
habilidad de mi madre yo tenía una puerta giratoria en la justicia de menores.
Algunas noches me las arreglaba para meterme en un terreno baldío. Caminaba por
un sendero sinuoso entre bolsas negras, carcasas de electrodomésticos y desechos de un
laboratorio cercano hasta un pequeño claro sin basura. Ahí mismo, rodeado de gatos,
encendía una alta hoguera con todas esas cosas robadas.
EL TERROR
Vi un grupo de niños en sillas de ruedas, en el corredor junto a las gradas inferiores.
Era la procesión más triste del funeral. Llevaban carteles con mensajes de despedida y
lloraban con un desconsuelo inaudito, como si lo hubieran conocido, pero yo sabía que eso
era imposible. En los últimos años, Michael había estado alejado de niños que no fueran los
suyos. Finalmente aceptó el consejo de sus abogados. Arreciaban las denuncias.
En fila rota, los niños parecían los vagones de un tren invertebrado. Sus madres,
pasmadas, empujaban las sillas de ruedas. Sentían pena por sus hijos. ¿Por qué tanto dolor?
¿Es sano tanto dolor, tan pequeños? ¿Habían hecho bien en llevarlos? Seguro se
preguntaban si sus hijos llorarían así por ellas cuando llegara la hora. Yo creo que también
se preguntaban si ellas llorarían así por sus hijos, con esa desesperación, si su hora llegara
antes. Con solo verlos a ellos, era una posibilidad muy alta.
No me gustan los niños. Nunca me gustaron. Ni antes cuando era uno de ellos, ni
ahora que hace tiempo no lo soy. Me alejo en cuanto los veo acercarse. Lo peor es estar a
solas con uno. No sé qué hacer, no sé cómo ahuecar los brazos para cargar uno muy
pequeño, no sé responder sus preguntas a esa edad infame en que empiezan a hacerlas. Por
eso no veo a mis sobrinos. Por eso no conozco a los hijos de mis amigos. No respondo
correos electrónicos. No escucho los mensajes en el contestador. Rompo las invitaciones
que pasan por debajo de mi puerta. Falto sistemáticamente a bautismos, cumpleaños y
recitales infantiles. Perdí un amigo por rechazar el fingido honor de apadrinar un bebé al
que no me ata ningún vínculo.
Pero la realidad es que me dan miedo los niños.
Un psiquiatra me dijo una vez que un porcentaje altísimo de los abusadores fueron
abusados de niños.
Este psiquiatra del que les hablo me daba pastillas. Cada una era un premio al final
de una sesión terapéutica. Me daba mis pastillas y también abría la puertita de un aparador
a sus espaldas para presumir su arsenal. No todas las enfermedades mentales tenían su
pastilla, pero una gran mayoría sí. Me decía:
–Esta es para la ansiedad. Esta es para los delirios. Esta es para callar voces. Todas,
menos la tuya. Esta es para reconocer los bordes de la realidad. Esta te deja embotado,
viviendo en un país con niebla permanente.
Cantó Mariah Carey. Cantó Lionel Richie. Cantó John Mayer. Pero no cantaron
Beyoncé, ni Sting, ni Madonna. No cantó Axl Rose. No cantó Robert Plant.
Estoy seguro de que todos querían cantar. Todo el mundo debería haber cantado en
ese funeral, pero era imposible que cantaran todos. No había tiempo. Un funeral no puede
durar lo mismo que una vida. Un duelo, en cambio, puede extenderse por años. El dolor
también. O al menos la melancolía, que es la resaca del dolor.
Cantó Usher y mientras cantaba se le quebró la voz. Cantó Stevie Wonder. Cantó
Jennifer Hudson.
No cantó Whitney Houston, a quien entonces le quedaban todavía tres años por
vivir. Ni su madre que es Cissy Houston, ni su prima que es Dionne Warwick, ni su
madrina que era Aretha Franklin.
No cantaron Prince ni Bowie, que hoy también están muertos, pero entonces estaban
vivos y no cantaron.
No cantó Elton John. No cantó Mary J. Blige. No cantó Tina Turner, que
sobrevivirá a todos y apuesto todo lo que me queda que llegará a los cien años.
No cantó Paul McCartney. Cantaron sus hermanos, que llevaban unos guantes
resplandecientes como homenaje, pero no cantaron sus hermanas. Queen Latifah recitó un
poema de Maya Angelou. Brooke Shields dijo unas palabras que olvidé rápidamente. No
tocó Slash.
Cantó Smokey Robinson. Cantaron los niños del coro de Andraé Crouch.
Y tampoco cantaron todos los que murieron antes, por más que distinguí sus caras
encima de las últimas gradas. Elvis. Sinatra. Joplin. Hendrix. Formaban una constelación
cerca del techo del Staples Center. Juro que los vi. Pero ninguno cantó. No cantó Elvis. No
cantó Sinatra. No tocó Hendrix. No cantó Joplin. Ni Kurt Cobain. Cobain ni vivo hubiera
cantado en ese funeral, supongo. Ni todos los muertos jóvenes, ni todos los muertos viejos.
Porque ya estaban muertos. Quizá porque solo los vivos acostumbran hacer tributos
a los muertos. O porque los que ya están muertos saben que no tiene sentido cantarle a la
muerte.
LAS RUINAS
Estará en ruinas ahora, hipotecado y embargado incontables veces. Con los animales
muertos o tristes, en un exilio de zoológicos lejanos. Con los motores y engranajes de sus
juegos ya inservibles por la corrosión del óxido. Sería un peligro subirse a uno de ellos en
una tarde como la de hoy.
Pero déjenme decirles algo. Neverland fue la propiedad privada más espectacular de
su época, comparable en escala y concepto a los grandes palacios y castillos de la historia.
Se medía con Windsor. Se medía con Versalles. Con Neuschwanstein. Con la Casa de la
Cascada. Con el Palacio Apostólico. Con el Potala de los lamas. Se medía con la casa
inteligente de Bill Gates.
Neverland fue el sueño de un niño loco. Un niño loco que envejeció y murió
apestado por querer seguir siendo un niño rodeado de niños.
Neverland fue el último deseo de los niños enfermos de Estados Unidos. Un templo
a la convalecencia feliz, la refutación de todos los hospitales pediátricos. Era el lugar del
tiempo sin transcurrir, donde la muerte detenía o al menos ralentizaba su reloj.
EL NIÑO ALBINO
La única vez que me vio llorar, este amigo me había contado una historia que yo
pensé era falsa. Todavía lo pienso, y además creo que está repleta de estereotipos. Pero
también era triste y en esa tristeza había un núcleo de belleza moral, que para mí es uno de
los procedimientos de la verdad.
Cuando se quitó las manos de la cara, supe que ya había visto a aquel hombre una
vez. La mitad de los invitados en aquel sector eran famosos, todas sus caras resultaban
familiares, pero la intuición de haber compartido unas mismas coordenadas con alguien es
distinta. Esta era la segunda vez con aquel hombre, estaba seguro. Por su comportamiento,
me di cuenta de que él a mí no me reconocía. Y estaba bien: yo no era nadie.
A través del espejo, me sonrió, satisfecho de su llanto. La media luna de sus dientes
resplandecía en su cara oscura.
Para serles sincero, no sé qué es lo que traslucía mi expresión. Mi silueta estaba en
el mismo espejo junto a la de él, pero en el lugar de mi cara había una mancha líquida, de
bordes romos.
En ese momento recordé. Era uno de los abogados del equipo de Johnnie Cochran.
Había estado en casa una vez, hacía muchos años. Sobre la mesa del comedor había
papeles, y mis padres los firmaban, uno detrás de otro.
Él dijo:
–¿Perdón?
Yo respondí:
Debe haber pocas personas en el mundo que pronuncien su apellido con asco. Los
hijos de asesinos, de violadores, de terroristas. Los hijos de estafadores.
Quizá en ese momento recordó quién era yo. Ahora eran sus palabras las que
sonaban como si vinieran del otro lado del espejo. Dijo:
Antes de volver al funeral, volvió a mojarse las lágrimas. Lloraba a chorros, pero no
dijo nada de mí ni de los otros niños.
EL ÚLTIMO DÍA
Eso es lo peor que tienen las últimas veces de casi todo: no saber. Nadie me
previno, no vi indicios en los movimientos de la casa. Como mis berrinches eran
legendarios, mis padres me ocultaron esa información. Querían evitarse un disgusto mayor.
Aparecieron una mañana. Me necesitaban un tiempo en casa, dijeron pisándose uno al otro,
señal de que mentían. Mi madre, al parecer, estaba enferma, tosió débilmente y se envolvió
el pecho a la altura del corazón.
Dije:
–¿Y qué?
Delante de mí, dándome la espalda, había un hombre de unos dos metros. Era tan
alto y blanco que me pareció una montaña de basura blanca. Toqué su mano y, al darse
vuelta, le pedí que me alzara sobre sus hombros. Había estado llorando, pero me lanzó una
risa dura, cínica, mientras giraba sus ojos en el sentido de las agujas del reloj. Entonces me
abrí la camisa para mostrarle las islas de mis manchas. Dije:
–Vitiligo
Dijo:
–¿Qué?
En el mar de cabezas a mis pies distinguí a los hombres de seguridad, unos cinco o
seis, que se acercaban. Venían por mí. No había un camino directo. Daban rodeos como en
un laberinto, porque el público, muy triste, formaba paredes impenetrables. Los veía
comunicarse por sus cucarachas, una mano en el oído y la otra señalándome. Me
fulminaban con sus ojos duros, deshidratados, que no habían derramado ni una sola lágrima
en toda la ceremonia. Si hubieran podido dispararme lo habrían hecho.
Fue entonces que acudí a una fuerza abstracta. Digo abstracta porque era una fuerza
que estaba fuera de mí. La conjuré con el pensamiento, pero no era mía. Me acoplé a ella,
que es distinto. Parado sobre los hombros de la montaña de basura blanca, me estiré todavía
más hasta casi descoyuntarme los huesos. Yo era la rama más extendida del árbol.
Parecía que Michael iba a despertarse y abrir la tapa desde el interior. Parecía que
las flores rojas caerían al piso y que la música se detendría y que todos los asistentes se
quedarían mudos. Millones de espectadores tenían sus caras pegadas a las pantallas de sus
televisores y parecía que todos estaban esperando esa escena. Que Michael se levantara de
entre los muertos. Que me mirara como solo él me había mirado. Que me diera la palabra.
Y parecía que yo haría por fin mi pregunta.