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Desiertos

Ángel Moreno, de Buenafuente

Desiertos
Travesía de la existencia

NARCEA, S.A. DE EDICIONES


ÁNGEL MORENO, DE BUENAFUENTE ha publicado en esta
colección:
• A la mesa del Maestro. Adoración
• Palabras entrañables. Déjate amar
• Voz arrodillada. Relación esencial
• Voy contigo. Acompañamiento
• Habitados por la Palabra. Lectura sapiencial

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© NARCEA, S.A. DE EDICIONES


Avda. Dr. Federico Rubio y Galí, 9. 28039 Madrid. España
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ÍNDICE

Introducción ................................................... 9
Referencia permanente ................................... 11
Clave interpretativa......................................... 14
El desierto...................................................... 17
Avisos para la travesía..................................... 21
El vértigo del límite ......................................... 24
Apoyos para la travesía ................................... 29
El gemido interior ........................................... 32
Cuestiones existenciales .................................. 36
Lugar de la escucha ........................................ 46
Si escuchas su voz, no endurezcas el corazón .... 49
Encrucijada .................................................... 52
Esclavitudes .................................................... 56
El desierto, lugar y tiempo de tentación............. 59
Intemperie ..................................................... 65
Preguntas al cielo ........................................... 69
El silencio....................................................... 71
El silencio del corazón..................................... 74
Tiempo de soledad ......................................... 78
El miedo ........................................................ 81
“No tengas miedo” ......................................... 84

7
La gracia de la debilidad .................................. 87
Exigencia personal.......................................... 90
El desierto del corazón .................................... 93
La belleza de lo cotidiano ................................ 97
Mediaciones ................................................... 101
Desierto interior ............................................. 106
Llévame al desierto ......................................... 109
El don del desierto .......................................... 112
Los padres y madres del desierto ..................... 115
Testigos del desierto........................................ 118
A ejemplo de los padres del desierto ................ 121
El compañero de camino................................. 123
El desierto, lugar de oración ............................ 128
Máximas sobre la oración................................ 133
Memoria de la teofanía ................................... 137
La adoración .................................................. 140
Dios es amor.................................................. 147
Memoria del amor .......................................... 151
Experiencia de amor ....................................... 156
Epílogo .......................................................... 160

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INTRODUCCIÓN

En el cuarenta aniversario de mi ordenación sacerdo-


tal y de mi estancia en Buenafuente del Sistal (Guadala-
jara) como capellán y párroco, desde las tierras desiertas,
aunque fascinantes, del Alto Tajo, deseo compartir algu-
nas evocaciones bíblicas, que me acompañan de manera
especial en las actuales circunstancias de mi vida.
Al sumar las cuarentenas de Noé, del libro del
Éxodo, de la vida de Moisés, de la experiencia del pro-
feta Elías, del tiempo que Jesús pasó en ayuno y ora-
ción…, he encontrado sentido para iluminar la trayec-
toria humana en general, al descubrir el desierto como
itinerario de la travesía de la existencia.
Me impresiona pensar que llevo ya cuarenta años en
Buenafuente, lugar en el que se pueden datar hechos
que evocan, sin manipulación, múltiples signos del
amor de Dios, a semejanza de lo que canta el salmo
125, que hemos incorporado como himno a la hora de
narrar la historia del Sistal.
No es bueno mirar hacia atrás. En este caso, deseo
poner por escrito aquello de que soy testigo por don, y
que, al relatarlo, manifiesta con más claridad la Provi-
dencia divina, lo que Dios hace, si se le deja actuar, en
el corazón de cada ser humano a través de pobres
mediaciones, como sucedió con el pueblo de la alianza.
La travesía cuarentenal de las latitudes anchurosas
de la tierra yerma, representa la vida misma. Los pará-

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metros de soledad, silencio, vértigo, despojo, tentación,
noche, rocío, naturaleza, búsqueda, oración, oasis,
espera, confianza, gracia, sorpresa, amistad… se entre-
tejen de tal manera, que al mirar la andadura desde la
cima de los cuarenta años, surge el reconocimiento sor-
prendido, hasta con sobrecogimiento, de lo que puede
hacer Dios con la debilidad humana.
Al mismo tiempo, se presentan motivos que invitan
a la humildad, porque el recorrido ha ido de tropiezo en
tropiezo. También brota la alabanza, al reconocer con
mayor claridad la bondad divina y su misericordia.
Si invoco al desierto como referencia totalizadora
para narrar el camino que ha durado cuarenta años,
puede parecer que intento comparar mi trayecto con la
experiencia de soledad, abandono y aspereza de un
solitario. La pertenencia a una comunidad, el acompa-
ñamiento de muchos amigos y la misión pastoral que se
me confió me han dado siempre conciencia de perte-
necer al pueblo que camina en comunión, y puedo ase-
gurar que soy, en parte, lo que me han hecho y dado
mis amigos. Al maestro lo hace el discípulo, a mí me ha
hecho la historia de Buenafuente.
Intentando esbozar mi vivencia de estos cuarenta
años en paralelo con el Éxodo, he encontrado coinci-
dencias en muchas etapas. De manera simbólica las
concentro en cuarenta. Esta constatación me ha anima-
do a reelaborar algunos pensamientos sobre la vida
como travesía del desierto porque he comprendido que
la revelación que nos hace la Biblia no es sólo el relato
de lo que tuvo que vivir Israel, sino que también es pro-
fecía de lo que debe recorrer cada uno. Leída la anda-
dura a la luz del texto sagrado, se experimenta el acom-
pañamiento necesario en el desierto.

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REFERENCIA PERMANENTE

Observando el recorrido del Éxodo en comparación


con el de la existencia personal, parece que la debilidad
humana y la misericordia de Dios se dan constantemen-
te la mano, que la luz y la torpeza andan próximas. El
éxtasis es vecino de la noche oscura, el sentimiento de
la soledad más profunda cambia al movimiento enamo-
rado.
Al cruzar el desierto, el tiempo de la prueba se repre-
senta en forma de hambre y de sed. La infidelidad y la
idolatría, el egoísmo y la desesperanza, la crítica y la
rebeldía, la pérdida del horizonte y la nostalgia del ayer
son tentaciones que se imponen de forma tiránica en el
ánimo. Sólo gracias a la paciencia de Dios y a su gene-
rosa providencia, vuelve a sorprendernos el alivio del
pan y del agua, la brisa y la presencia divina sentidas a
su tiempo, como le sucedió al profeta Elías.
De manera semejante a lo que dicen las Escrituras
sobre la declaración de amor de Dios a su pueblo, se
puede gustar la consolación espiritual al sentirse pro-
piedad suya. En esas circunstancias cabe tomar la res-
puesta: “Tú eres mi lote, mi suerte, mi heredad” (cf. Sal
16, 5). Con esta declaración, que marca la identidad del
creyente, parece que están superadas todas las quie-
bras, y que estamos defendidos de toda duda y nostal-
gia. Pero como sucedió con los hijos de Jacob, también
se puede probar el sabor de Egipto hasta que de nuevo

11
se deja sentir la actuación del poder divino, que libra de
la esclavitud y de la desesperanza, saca del abismo de la
angustia, porque Dios ama a su pueblo.
En cada historia de fe, el momento en el que, por
gracia, Dios se percibe dentro del corazón y se gusta su
paso liberador y amoroso, es un recuerdo imborrable.
Seguro que en la biografía de toda persona creyente
existen fechas ungidas, destellos de luz, la experiencia
de una fuerza invencible, la concentración del ser en la
relación teologal. Son momentos sin sombra, hitos
luminosos, que no se pueden negar. Y, sin embargo, a
pesar de tanta evidencia divina, manifestada en miseri-
cordia, por circunstancias inesperadas o por el oculta-
miento del rostro del Señor, cabe probar el tramo des-
esperanzado, la duda, la oscuridad más recia con riesgo
de infidelidad, hasta el mismo peligro de vértigo ante el
abismo del sinsentido.
La referencia al relato bíblico libera de perecer en el
presente aciago, al comprobar cómo Dios conduce a su
pueblo con brazo fuerte y mano extendida (cf. Dt 4,
34), cómo es luz en la noche y sombra en lo recio del
calor (Ex 13,21-22), agua en la sed (Dt 8,15), pan del
cielo en tiempo de hambre (Ex 16,4), que sobrepasa
además toda infidelidad y no se deja vencer por ella.
Esta contemplación deja en el fondo del ser la llamada
continua a la esperanza, y concede la sabiduría de dete-
ner los pies en tiempo de inclemencia y de avanzar en
hora de bonanza.
Si en algunas encrucijadas parecen lejanos los por-
tentos que obraba el acompañamiento divino, y en la
noche oscura casi es increíble que pueda amanecer, por
creer que no va a suceder otra cosa distinta que el aban-
dono y la soledad; si el oasis, el manantial, el pan de
flor de harina, en el mejor de los casos son sólo recuer-
do, por el texto revelado vemos, no obstante, que Dios

12
permanece siempre junto a su pueblo, lo conduce y
acompaña, es fiel y cumple su promesa por encima de
toda circunstancia y debilidad humana (Dt 7,9).
El creyente, que sufre la misma intemperie que sus
contemporáneos, guarda el tesoro de la confianza y, al
menos, en momentos de turbación tiene la fuerza de
acallar las voces que le llaman al abismo, y permanece
en el silencio de la espera, aunque no tenga otro argu-
mento que lo prometido por Jesús en el Evangelio: “Yo
estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo” (Mt 28,20). Y se deja acunar con las palabras
del salmista: “Espera en el Señor, sé valiente, ten
ánimo, espera en el Señor, que volverás a alabarlo”
(Sal 26).

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CLAVE INTERPRETATIVA

La vida se puede vivir con mayor o menor luz, según


se tenga en cuenta cómo la han vivido los mejores en
circunstancias semejantes. Escojo la imagen del desier-
to para exponer y comprender mejor la travesía de la
existencia en clave teologal, como lo han hecho otros
muchos en la historia.
Las vicisitudes que vivieron los patriarcas, los profe-
tas, el Pueblo de Dios, que nos relatan las secuencias
bíblicas, es una referencia acreditada para dar sentido a
los pasos de la itinerancia humana. Al igual que acon-
teció en el Éxodo, donde todo comenzó con una inter-
vención divina (Ex 12), así se puede descubrir en la his-
toria personal.
La existencia de cada persona se debe a una volun-
tad explícita del Creador, que invita al conocimiento, a
mantener una relación trascendente y amiga con Él, a
través de un proceso que implica el recorrido de etapas
semejantes a las que se describen en la andadura del
Pueblo de Dios por el desierto bíblico. Durante ese
caminar se manifestó la gloria del Señor, su propuesta
de alianza y la aceptación gozosa del pacto, pero tam-
bién la deslealtad, la infidelidad, la prevaricación, la ido-
latría, como suele suceder en la biografía de muchos
seres humanos. De estas vilezas surge la conciencia de
pecado por haberse emancipado de la voluntad de
Dios, pero también la experiencia de misericordia si,

14
con gesto humilde, se reconoce la desobediencia (cf. Ez
18,21-28).
Al igual que las latitudes inmensas del desierto están
pobladas por el silencio, la soledad, el despojo, la valo-
ración de lo esencial, la prueba, la tentación de desáni-
mo, el acoso de circunstancias adversas, así también a
lo largo del recorrido de la vida se dejan sentir los zar-
pazos de la contrariedad, pero del mismo modo cabe la
relación trascendente, confiada, la memoria de las
veces en las que sorprende la bondad de Dios en medio
de las pruebas y de ahí, el sentido esperanzador.
En el silencio se oyen más los ruidos; en el desierto
se escucha el propio interior. Desde estas constantes,
vivir en clave de desierto es hacerlo manteniendo un
grado de sensibilidad mayor, donde la atención, la cons-
ciencia, la delicadeza, la percepción de la realidad se
convierten en presencia reconciliada, que posibilita la
armonía, la convivencia, la misericordia.
Lo mismo que en el desierto el hallazgo de un pozo
o manantial transforma el yermo en oasis, cuando uno
encuentra en el propio interior el acompañamiento
trascendente, siente una fuerza secreta que estabiliza,
potencia, hace capaz de lo que es difícil imaginar sin
este descubrimiento dentro del corazón.
En la soledad, lo poco es acontecimiento y lo peque-
ño adquiere el valor de un primer plano. Cualquier
signo, palabra o gesto amable se siente como la brisa
suave en el bochorno.
Una clave existencial es comprender la propia histo-
ria a la luz de la fenomenología del desierto, sabiendo
que es un tramo temporal del camino. La meta no es el
yermo, sino la tierra que mana leche y miel, don man-
tenido como promesa por el Creador y por Jesús.
Es muy distinto perder la dirección del camino, o dar
pasos perdidos, que descubrir la orientación adecuada,

15
que conduce poco a poco a saborear las promesas,
avaladas por la Palabra de Dios, revelación positiva que
se cumple, no como sentencia, sino como ofrecimien-
to amoroso.
En definitiva, la imagen del desierto significa haber
encontrado una clave para comprender el itinerario de
la existencia como la travesía del Pueblo de Dios, como
el camino de quien se siente propiedad suya, en una
relación permanente con Él, tanto por el dolor que
supone saberse inconsciente de tantas de sus prome-
sas, como porque se celebra la experiencia del amor
más íntimo en los espacios del silencio y de la soledad
orantes.
La clave nos la revela el Evangelio, cuando describe
cómo sucedió la marcha de Jesus al desierto.
“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser
tentado por el diablo” (Mt 4,1).
“El Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el
desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás”
(Mc 1,12-13).
“Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y
era conducido por el Espíritu en el desierto, durante
cuarenta días, tentado por el diablo” (Lc 4,1-2).

Siguiendo los distintos relatos, descubrimos que en


todos se cita la intervención del Espíritu Santo, la mar-
cha al desierto, la tentación, y la respuesta obediente de
Jesús.

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EL DESIERTO

Cuando en 1969 llegué a Buenafuente, sólo queda-


ban dos vecinos y las monjas de clausura. La experien-
cia de soledad a los veinticuatro años me forjó como
hombre estepario. El desierto se me ofreció como lugar
esencial. Ante la tierra desnuda y el cielo limpio, testi-
gos permanentes de toda acción humana (cf Dt 4,26),
transcurrieron aquellos primeros años, sin apenas otra
referencia que los barrancos y meandros del río Tajo.
El desierto es fuerte, recio, árido y a la vez fascinan-
te por su anchura y claridad, pero sobre todo porque
permite descubrir otra belleza más honda y escuchar
otra voz más profunda, muchas veces no sin dolor. En
el desierto, lugar de silencio y soledad, se perciben con
sorpresa la voz en las entrañas, un sentimiento desco-
nocido que anida donde no entra ni puede entrar nadie
y producen la atracción del manantial o el miedo a lo
desconocido.
En el desierto los elementos dejan su sello, el vien-
to moldea las montañas, alisa sus cumbres y las peina
con rizos rocosos. Mulle el suelo, lo ablanda como
alfombra de seda. La roca se muestra esbelta, desnu-
da, fuerte, atractiva. Embelesa la reciedumbre escarpa-
da, que dialoga con la suavidad de la arena. Los testi-
gos del desierto son esbeltos, transparentes, serenos,
pacientes, para ellos sólo cuenta cada momento y lo
viven con paz. La austeridad les permite permanecer

17
en equilibrio emocional, hombres y mujeres unificados
en su interior.
Los que habitan en el desierto atraen por su sabidu-
ría, aciertan a dar a cada cosa su valor, no sucumben en
lo recio de la tormenta, saben que después de la tem-
pestad viene la calma y celebran sus días en el ritmo
cadencioso de las horas, contemplando la policromía
del reflejo solar. Ésta fue la enseñanza que, sin hablar,
me dieron las monjas cistercienses.
Los testigos del yermo celebran todos los matices de
cada jornada. Al alba, bendicen por la luz, al ver cómo
todo queda vestido con su esplendor. El sol, al medio-
día, deja contemplar tanta hermosura con mirada dis-
creta y protegida. Al ocaso, todo lo envuelve la luz agra-
decida, que deja admirar sin herir la caricia luminosa y
alargada del horizonte.
Cuando se vive en contacto con la naturaleza, se es
testigo del agua, en forma de lluvia o nieve; del fuego,
hogar y sol de plano; y de la tierra, matriz humana, que
en su fuerza más pura transmiten la huella o el destello
de Aquel que ha dejado en la materia el rastro de su ser
omnipotente. “¿Adónde te escondiste, Amado?”, pre-
gunta el místico, y pronto se responde: “Pasó por estos
sotos con presura e yéndolos mirando, con sólo su figu-
ra, vestidos los dejó de su hermosura”. El texto bíblico
canta: “Cielo, viento, agua, fuego, tierra, bendecid al
Señor” (cf. Dn 3).
Después de cuarenta años en el Sistal, sin desear
manipular tu historia, te puedo aconsejar, como testigo
del silencio: déjate conducir por el Espíritu al desierto,
donde la soledad, la oración, la mirada al horizonte, la
trascendencia, las palabras esenciales, la Palabra de
Dios se convierten en el pan y en el agua, apoyos nece-
sarios para subsistir en tiempo de inclemencia (1 Re
18,4-8).

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Si no tienes un lugar adecuado, entra en tu cuarto,
en tu habitación interior, donde sólo Dios ve y escucha
tu plegaria (Mt 6,6). Ahí, en lo secreto, eleva cada día
tu súplica, rinde tu cuerpo y tu mente en adoración, y
ábrete a lo que Él desee decirte por medio de la provi-
dencia de su Palabra, que puedes leer en las Sagradas
Escrituras.
No te inventes respuestas ni propósitos precipitados;
espera, este tiempo dura lo suficiente –cuarenta años–
para que puedas llegar a comprender cómo y en qué
debes cambiar tu vida. La obediencia es esencial. Sólo
si llevas a cabo lo que escuchas dentro o haces entera-
mente tuyo lo que oyes desde fuera, no sentirás violen-
cia al cumplirlo, sino plenitud.
No te invito a un ejercicio introvertido para crecer en
estima personal, sino a un camino de contemplación y
seguimiento detrás de Jesucristo, que nos desvela que
el amor consiste en dar la vida por los demás. Con esta
actitud se llega a la humanidad lograda. “Al estado de
hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de
Cristo” (Ef 4,13).
Este tiempo encierra la clave de la inteligencia de
todo acontecimiento, porque es una etapa, aunque
duradera, abierta a la luz pascual. La entrega, que en un
primer momento parece costosa, se convierte en fuen-
te de alegría. Paradójicamente, la cruz es signo de vic-
toria. Por el Crucificado que vence a la muerte, todo
puede comenzar de nuevo y llegar, después de la cua-
rentena, a la luz pascual.
Quizá necesitas el bálsamo del perdón. No dudes en
pedirlo, la misericordia de Dios es eterna, y Él no des-
oye la súplica de los que lo invocan, sino que escucha
siempre favorablemente el gemido de quien solicita,
humilde, la gracia. El peregrino creyente encuentra su
secreto para no arrastrar la sobrecarga de su historia

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negativa cuando celebra el abrazo del perdón sacra-
mental.
Quizá en medio del silencio recibirás la insinuación
que te invita a la austeridad, a compartir tus bienes, a
gestos solidarios, que serán la mejor expresión de la
ascesis. Siempre tendrás junto a ti o te llegará la noti-
cia de personas necesitadas. El amor se manifiesta
generoso.
Tanto si vives en un espacio de soledad física o
acompañado, en medio de la naturaleza o en la ciudad,
la sabiduría del desierto enseña a descubrir el acompa-
ñamiento de lo que de manera silenciosa se convierte
en el mejor valedor de la verdad del corazón, el senti-
miento de paz.

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AVISOS PARA LA TRAVESÍA

No siempre se puede contar con alguien que te advier-


ta de las inclemencias del camino. Es aconsejable, cuan-
do se va a emprender un viaje que encierra algún riesgo,
recibir algunas consignas previas, para que en caso de
necesidad, haya recursos propios y se puedan resolver las
dificultades lo mejor posible, sobre todo las que suceden
por reacción desconcertada ante lo inesperado.
Sin paternalismo, y sin poder evitar que algunas
enseñanzas sólo se aprendan por experiencia personal,
te puedo adelantar:
– Si te parece que en tu camino de fe y de seguimien-
to evangélico, según tu forma de vida, te asaltan
dudas y no tienes a mano certezas que te den seguri-
dad, recuerda que el Pueblo de Dios tardó cuarenta
años en pisar la tierra prometida (Ex 16,35).
– Si sufres tentaciones de manera persistente y echas
la culpa a otros, te aviso que la tentación te acompa-
ñará durante toda la existencia. Recuerda que Jesús
también fue tentado desde el inicio de su vida hasta
la hora de su muerte (Lc 4,13).
– Si te parece que no avanzas, que andas siempre igual
o quizá peor, ten en cuenta que en el desierto los pai-
sajes son muy parecidos y a veces hasta se borran las
huellas del camino por el viento que alisa la arena, y
es muy fácil perderse (Tb 5,7).

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– Si avanzas por el desierto, es posible que a cierta altu-
ra de la travesía te asalte el miedo. Pero, si estás solo,
nadie te puede hacer daño, más bien es una reacción
que se produce en tu propio interior (Dt 1,21).
– No andes imaginando una tregua en tu aridez, o
ansiando el encuentro con una persona que te alivie
la soledad, pues en esos casos, si no acontece el
deseo, el camino se te hará insufrible. Si avanzas
confiado, cuando menos lo esperes, de pronto, pue-
des gustar el alivio de un oasis y la presencia compa-
ñera en el camino (Gn 26,24-25).
– Ten en cuenta que la adversidad dura siempre más
de lo que se desea. Asumir la prueba como algo
duradero sólo es posible de manera serena recibién-
dola como algo trascendente. Esta clave ha sido el
secreto de los que más han resistido (Sal 26).
– Lo peor de todo es ver lo negativo como algo abso-
luto, adelantar mentalmente hipótesis adversas e
imaginar un futuro despojado de auxilios. Prueba a
vivir con la confianza que te presta la fe y con la cer-
teza de que no caminas solo ni abandonado y descu-
brirás el auxilio suficiente (Ex 3,12).
– Da crédito a que los que han resistido en la prueba,
después han visto la luz y han comprendido el senti-
do del sufrimiento, e incluso han llegado a tener en
menos el dolor vivido comparado con el gozo poste-
rior (Rm 8,18).
– En el desierto no existe el entretenimiento pasajero
exterior. La riqueza del paisaje más fascinante se des-
cubre dentro de uno mismo (Za 2,14).
– En el desierto lo más duro es el combate que se enta-
bla con los primeros impulsos negativos, que pueden
parecer insuperables. Después, si se dominan, acon-

22
tece la calma, se serena la mente y se gusta la anchu-
ra de un paisaje de horizonte abierto y en la noche
se contempla el cielo totalmente despejado y colma-
do de estrellas (Gn 15,5).
– En el desierto, al principio, dan ganas de huir. Des-
pués se descubre que es el espacio más amable y
recreador. Nunca se vive mayor intimidad y propio
conocimiento como en el desierto (Os 2,16).
– En el desierto en poco tiempo se avanza mucho,
porque gracias a que nada ni nadie distraen del cami-
no espiritual, se llega antes a las capas más profun-
das del ser, y si se acepta la misericordia de Dios, se
llega a gozar con agradecimiento de la propia identi-
dad (Sal 16 [15],9-11).
– No adelantes acontecimientos. No precipites hipóte-
sis, permanece, si es preciso, con súplicas intensas,
pero te aseguro que te acontecerá lo que no esperas,
el descubrimiento de estar habitado en tu propio
interior (Jn 14,23). ¡Ánimo en la etapa! Y como se
dicen los peregrinos a Compostela: “¡Buen camino!”

23
EL VÉRTIGO DEL LÍMITE

Con frecuencia, la prueba más dura en el desierto es


la experiencia del propio límite, de la fragilidad y falta
de fuerzas para continuar el camino. Pero ¿qué hacer,
si no se puede volver hacia atrás? Si en el proceso de
maduración espiritual, que acontece durante la andadu-
ra a través del desierto, has llegado a tocar el límite de
tu capacidad de resistencia y el de tu soledad, y has
sabido acompañarte con la relación orante, cabe, sin
embargo, que palpes de nuevo la desolación, que no
quiere decir infidelidad, sino crecimiento. Para momen-
tos así, en los que te acosa la desesperanza y el escep-
ticismo, tienes en la experiencia del discípulo de Jesús,
Santo Tomás, una posibilidad de atravesar la barrera
aparentemente infranqueable.
El apóstol pone en sus labios la expresión recia y
teologal: “Señor mío y Dios mío” (Jn 21,28), por la
que se supera toda resistencia a creer en la presencia
viva del Señor. Mas si comparas tus pasos con los que
llevaron al discípulo hasta la oblación total de sí mismo,
puedes percibir en ti la distancia entre lo que pronun-
cias con los labios y lo que acontece después en el cora-
zón, cuando se te imponen los sentimientos y deseos
más primarios, que no coinciden con la radicalidad de
quien ha profesado tener a Jesús como único Señor,
exigencia que se revela en el desierto como única posi-
bilidad para no perecer en la idolatría.

24
El Evangelio asegura que “no se puede servir a dos
señores” (Mt 6,24). Sin embargo, muchas veces se
intenta la artimaña de convivir con la pertenencia cre-
yente, y hasta de consagrados a Dios, y con la abertu-
ra a los deseos de la naturaleza.
Para el apóstol, Cristo es el único Señor, y tal decla-
ración exige la totalidad del ser y la pertenencia absolu-
ta. Significa que en la jerarquía de las relaciones, Él es
el primero, a quien hay que servir y amar por encima
de todas las cosas. Ésta fue la gran revelación que Dios
hizo a Moisés en el Sinaí: “A ti se te ha dado a ver
todo esto, para que sepas que el Señor es el verdade-
ro Dios y que no hay otro fuera de él” (Dt 4,35). En
caso de conflicto de intereses, toma la voluntad del
Señor como último criterio. “Sólo Dios es Dios”, o
como dice Santa Teresa de Jesús: “Sólo Dios basta”.
Observa la pedagogía de Jesús, que permite al discí-
pulo que le palpe las heridas, no como signos deslum-
brantes, sino como señales indicadoras del camino para
llegar, por un lado, al conocimiento del Maestro y por
el otro, a su propia identidad de discípulo. La declara-
ción de Santo Tomás no deja lugar a la duda. Sólo el
Señor es quien colma el corazón del ser humano.
Detente un instante y observa la exclamación de Santo
Tomás: “¡Dios mío!”, expresión de asombro, de sobreco-
gimiento, de súplica, que coincide con la expresión de
Cristo en la cruz, actitud orante a la hora de su muerte.
Cuando se llega al límite de la noche oscura, en el
espacio infinito de la soledad íntima, experiencia que
asalta tantas veces en el desierto, la exclamación del
apóstol, semejante a la de Cristo, se convierte en con-
traseña que identifica y configura, en puerto seguro, en
el que descansa el alma.
En el momento de la peregrinación, cuando se ha
llegado a percibir el callejón sin salida, exiliado de la

25
comunión y en la soledad dramática de uno mismo, no
queda otra solución que arrojarse en las manos del
Padre en total abandono. Ésta fue la actitud que tuvo
Cristo. En el trance supremo, la invocación del nombre
de Dios, su Padre, indica el reconocimiento de quién es
el puerto seguro.
¡Cuántas veces la pedagogía divina permite que se
llegue al límite de la capacidad, donde el ser humano,
cuando ya no puede levantar los ojos a nadie que le
pueda salvar y se encuentra en la hondura de su fragi-
lidad esencial, comprende que sólo Dios se ofrece
como único Salvador! El ciego de Jericó, derrumbado,
tendido en tierra, en la marginalidad del borde del cami-
no, echado sobre su manto de enfermo crónico, tuvo la
sagacidad de gritar al paso del Señor: “Jesús, Hijo de
David, ten piedad de mí” (Mc 10,46-52), súplica que
muchos hombres y mujeres del desierto han puesto en
sus labios. El ciego recuperó la vista.
Quizá has experimentado lo que dan de sí las cosas,
las obras de tus manos y tus relaciones humanas. Tal
vez has gustado el sabor de la idolatría y, como grito de
auxilio, exclamas: “Señor mío y Dios mío”. En tan
extrema necesidad, sólo concede descanso invocar el
nombre de Dios con fe.
Es posible que las criaturas hayan podido presentar-
se en competencia con el único Dios. Por subjetivismo
y por el afán de poseerlas, has podido volver la mirada
hacia ellas y al final te has quedado en total soledad. El
retorno del discípulo al cenáculo y el encuentro con
Jesucristo Resucitado te señalan la dirección que debes
tomar en momentos semejantes.
Jesucristo es el único Señor, el Dios verdadero, en Él
descansa el corazón, se rinde la mente especuladora.
La adoración humilde se apodera del deseo y del senti-
miento. Ahora no hay otra imagen ni afán. Postrado,

26
de rodillas, como el publicano, como el ciego, como el
paralítico sentado al lado de la piscina, la exclamación
hecha confesión y súplica devuelve la esperanza, armo-
niza el alma, te reconcilia.
En tales circunstancias no dudes en pronunciar,
como el apóstol: “¡Señor mío y Dios mío!”, o como el
ciego: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí”,
“¡Señor, que vea!”, y aguarda confiado el paso del
Señor. Es muy posible que, al menos, se abra ante ti la
presencia luminosa de un oasis en el desierto.

¿Qué hacer con saberse herido,


con reconocer la causa
y que la historia confirma que la dolencia es crónica,
aunque sea más o menos evidente o clandestina?

Se llega a la evidencia de no poder sobrellevar la carga


a solas.
Ya no quedan argumentos ni estrategias evasivas.
Los hechos demuestran la debilidad menesterosa,
la pobreza más profunda,
que necesita pródiga la generosidad de otro.

Sólo queda volver, una vez más,


por más que duela,
a la mirada entrañable de quien,
conociendo la naturaleza humana,
la ha purificado,
haciéndose mediación reconciliadora por su entrega,
para redimir a la carne de su derrota.

Sólo queda dejarse decir la Palabra eficaz,


que realiza en el corazón la intervención
más delicada y respetuosa,
por la que retorna la vida y la alegría.

Sólo queda postrarse,


a la manera del publicano del Evangelio;
levantarse de la cuneta, como el ciego;
gritar, si es preciso, como el leproso;

27
intentar llegar a tocar el manto, como la cananea;
acoger la moción de la llamada, como Mateo;
dejar que se pose la mano del Señor sobre la herida,
y recobrar la carne sana y
el corazón remecido de templanza.

28
APOYOS PARA LA TRAVESÍA

La experiencia de haber hecho el camino concede el


equipamiento de la sabiduría. Los más ancianos son los
más sabios; ellos han andado más y una palabra suya
encierra la profundidad de la vida entera. Sin arrogar-
me tanto conocimiento, me atrevo a compartir algunas
luces recibidas desde la aplicación de la Palabra de Dios
a la andadura por el desierto.
Es posible que la tentación te quiera convencer de tu
incapacidad; en esa encrucijada, te invito a que obser-
ves la travesía del pueblo de Israel por el desierto. El
pueblo escogido experimentó el brazo fuerte y la mano
extendida de Dios, que le libró de perecer víctima de las
aguas y del poder de Faraón (Ex 14,31). Referencia
que siempre debe dar confianza a quienes, por obe-
diencia a la voluntad divina, se encuentran atravesando
alguna prueba, la vida misma.
En las etapas del desierto bíblico, aunque nada era fácil
y a veces el pueblo padeció sed y hambre por no tener a
mano la comida deseada y sintió con fuerza el hastío, sin
embargo, tanto la gente como sus ganados tuvieron lo
necesario en el momento oportuno (Dt 8,15). Providen-
cia que debiera infundir serenidad en lo más recio del
camino, a la vez que se presenta la ocasión solidaria y
compasiva con los sufrimientos de los que tienen menos.
Al contemplar el itinerario del Pueblo de Dios por el
desierto durante cuarenta años, se ve que no faltaron

29
circunstancias adversas, en las que sufrió la tentación de
increencia e infidelidad. A su vez, en la misma itineran-
cia, Israel encontró apoyos que lo libraron de perecer
víctima de sí mismo. Dios le ofrecía la celebración de la
alianza, el perdón, y hasta les conservaba las sandalias
y el vestido a los hijos de Israel (Dt 29,4).
Al reparar en cada uno de estos apoyos, se encuen-
tran semejanzas con las ayudas que el creyente recibe a
lo largo de la existencia. El agua de la roca evoca el
bautismo, la declaración de Jesús a la samaritana, el
costado abierto del Crucificado (Ex 17,6; Jn 4,7; Jn
19,34). Los sacramentos aseguran la provisión necesa-
ria y esencial. El pan de cada día es el pan del cielo que
no perece, la cena del Señor, el banquete reconciliador
que fortalece y reanima.
Si la existencia humana se parece a la travesía del
Pueblo de Dios por el desierto, hace falta un guía que
acompañe, una mediación providente que señale y
objetive la voluntad divina, muestre la dirección del
camino, sea testigo de la experiencia trascendente,
sirva de contraste de la propia conducta, sea valedor
con su oración en el discernimiento de la llamada.
Si la historia personal es semejante al camino del
Éxodo, la itinerancia del pueblo de Israel comenzó
como respuesta a la llamada, en obediencia, con
ánimo decidido, en actitud de andadura, ceñidos los
lomos, sandalias en los pies, bastón en la mano, para
un camino largo, confiados en la Providencia divina
(Ex 12,11).
Los diversos fenómenos que se dieron a lo largo del
camino forjaron la conciencia del Pueblo de Dios de ir
acompañados por la presencia divina, hecha más pal-
pable en algunos signos extraordinarios. El paso del
mar a pie enjuto, el maná, la curación de las mordedu-
ras de las serpientes…, fueron suficientes señales del

30
compromiso de Dios, hecho alianza, de ir con su pue-
blo hacia la tierra de la promesa.
La manifestación de la gloria de Dios sobre el monte
Sinaí (Ex 16,10; 24,15-18), la nube de la presencia
divina sobre la tienda del encuentro (Ex 33,10), el rega-
lo de las tablas de la ley (Ex 24,12), la unción por el
Espíritu de los setenta ancianos para proveer al pueblo
de referentes en el camino (Ex 24,1.9), los guías susci-
tados de en medio del pueblo reafirman la fidelidad divi-
na.
La vida cristiana se inicia con la travesía bautismal
para seguir con la participación en la mesa del Señor,
la experiencia de misericordia, el auxilio de la Palabra
divina, la gracia del acompañamiento providente con
distintos acontecimientos, que desde la fe se compren-
den como signos del amor de Dios.
La oración, el trato posible de amistad con Jesucris-
to en la Eucaristía, ser comensal en la mesa de la Pala-
bra y del Pan santo, la sensibilidad despierta que perci-
be las actuaciones del Señor son suficientes destellos de
la teofanía y de la revelación transfiguradora que libran
del peligro intimista y del subjetivismo engañoso.
La travesía del desierto obedece a la promesa de
entrar en la tierra permanente, patria estable del Pue-
blo de Dios. La andadura es una profesión de esperan-
za, un signo de abandono confiado, mientras se aguar-
da la llegada del Señor, entrar en la estancia definitiva,
donde ya no habrá llanto, ni dolor (Ap 21,4).

31
EL GEMIDO INTERIOR

En la larga travesía del desierto, simbolizada en la


cuarentena de años, hay tiempo para todo y es frecuen-
te sentir el zarpazo en las entrañas por motivo de algu-
na insatisfacción personal o causada por otros. En esos
momentos, a pesar de todos los apoyos y claves inter-
pretativas, en el camino viajero, tantas veces estepario,
al cruzar las latitudes del desierto de la soledad más ínti-
ma, la que percibe el corazón en lo más secreto, se
escucha en lo más profundo un gemido que no es fácil
interpretar.
Es fácil escribir el sentimiento, manifestar, por nece-
sidad de desahogo, el alma, liberar la mente de su ence-
rramiento, plasmando la imagen que la bloquea y que,
de no pronunciarla, se apoderaría del corazón la ame-
naza. Pero qué se gana con decir el sentimiento, si no
se cura la causa del dolor, porque si se alivia por un ins-
tante la angustia, permanece la raíz de la inclemencia.
Los golpes reiterados en la misma herida despiertan
enseguida en la conciencia la desesperanza, al consta-
tar cómo permanece la vulnerabilidad sangrante. El
lamento, el gemido, el llanto consuelan, mas no curan.
Escribir el alma alivia, pero el descanso sigue siendo
pasajero. No sirve la propia comprensión, ni la actitud
adulta, que se enfrenta a la dolencia con datos objeti-
vos, normalizadores de la historia. Ya no sirve traer
como medida el canon de las constantes humanas que

32
marca la estadística, ni la excusa de que la herida es
efecto de la naturaleza frágil.
Se ha tenido que gustar el poso amargo, encontrar-
se ante el callejón sin salida, experimentar el límite de
las fuerzas, para exclamar: “¡Dios mío, ven en mi auxi-
lio!”
Se ha tenido que sentir el hielo del vacío, palpar el
desencanto compañero, consumir todas las expectati-
vas, para reconocer de dónde viene la ayuda: “El auxi-
lio me viene del Señor”.

Desde lo más hondo de mí te invoco, Señor. Tengo ronca


la garganta de tanto gritar a mi Dios. “Señor, escucha
mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”.

Mas, Señor, si al gritarte con tanta angustia me respon-


dieras que considerara la causa de mi desvalimiento,
perecería en desesperanza. “Si llevas cuenta de los deli-
tos, Señor, ¿quién podrá resistir?”.

Sólo el recuerdo de tu Palabra me presta confianza. “Si


el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo libra de sus
angustias”.

Son circunstancias en las que se despierta la búsque-


da intensa, que no siempre acierta a encontrar el cami-
no del acompañamiento luminoso. Entonces se avanza
a tientas en un proceso en que, a pesar de la prueba,
no faltan descubrimientos fascinantes y experiencias
que conceden sabiduría.
Si no se está avisado, es muy fácil tomar el sendero
de lo más inmediato, con pretensión de satisfacer la
ansiedad. Al buscar aquello que consuela, es posible
encontrarse con propuestas engañosas y con razona-
mientos que solamente en apariencia son legítimos.
Mas muy pronto el vacío, la soledad, el desierto se tor-
nan aún más ásperos.

33
Hay momentos en los que, dentro de la perplejidad,
se oye una invitación reconciliadora, que llama a restau-
rar el trecho andado desde la experiencia humillada,
con la posibilidad de una relación distinta. En lo más
hondo, se percibe una presencia invisible que atrae
hacia la trascendencia y suscita la súplica menesterosa.
De este modo, llega a sentirse un resquebrajamiento del
movimiento encastillado y egocéntrico para celebrar
una propuesta consoladora, aunque a veces dolorida,
de retornar a los brazos entrañables en los que se escu-
cha el perdón divino.
En principio, parece mejor un camino sin tantos
accidentes, una crónica colmada de satisfacciones por
el éxito en el empeño y por los frutos del reconocimien-
to. Sin embargo, la historia narra otra forma de avan-
zar, a veces difícil de interpretar si no fuera por la Pro-
videncia de haber sido acogido en la posada del Buen
Samaritano, donde se experimenta un amor generoso,
gratuito, que quizá no se apreciaría ni se hubiera llega-
do a gustar de no haber necesitado la misericordia.
Es cierto que no se puede proyectar una forma de
vida en la que se incluya la torpeza de escoger el cami-
no errado, para después gozar el bálsamo restaurador.
Pero cuando por razones que no se acaban de explicar
ni de entender, la crónica es un relato de tropiezos y
sinsabores, siempre cabe la lectura del reconocimiento,
en vez de la reacción resentida. Reconocimiento de un
amor gratuito, atento, que se ofrece en los momentos
de mayor intemperie y que va dejando en el corazón la
certeza de no caminar solo, de no estar abandonado a
un destino oscuro, sino que se puede gozar de la rela-
ción íntima de la amistad más inenarrable.
En una situación límite, el relato no es una crónica
preestablecida, un canon de circunstancias que se suce-
den de forma automática. Ante los mismos hechos

34
caben muy diferentes reacciones: las de justificar el
error cometido, que mueven al disimulo, a ocultar el
disgusto, a aparentar serenidad, e incluso a intentar
aprender de los fallos cometidos, con propósitos empe-
ñativos y solitarios. O la que reconoce la debilidad y
suplica la misericordia.
La Sagrada Escritura describe situaciones emblemá-
ticas de opciones independientes, como la del hijo pró-
digo, o de accidentes inesperados en el camino, como
el del hombre al que asaltaron cuando iba hacia Jericó.
En todas las circunstancias los relatos bíblicos terminan
en una escena de reconciliación.
Lo más sorprendente es que el gemido tiene su
máxima posibilidad, aun sin darnos cuenta, en la gracia
de Dios que nos atraviesa y nos llama a ser enteramen-
te de Él. El Espíritu, que nos habita, nos hace del Señor,
nos enseña un lenguaje íntimo y esponsal, gime dentro
de nosotros. La reacción adecuada es escuchar y obe-
decer sus insinuaciones. La moción reclama atención,
sensibilidad, escucha interior. En el gemido, pidamos al
Espíritu la capacidad de escucharlo y de acogerlo. Cabe
que sea un susurro que llama a la reconciliación, cabe
que sea el indicativo de una misión o gesto en favor de
los demás.

35
CUESTIONES EXISTENCIALES

A lo largo del camino, a veces monótono o adverso,


se dispone de más tiempo para darse cuenta de las pre-
guntas existenciales. Hay momentos en los que a la
mente la asaltan cuestiones de difícil respuesta. Cuando
se precipitan e invaden el interior, si se vive en soledad,
sin el recurso de alguna mediación con la que compar-
tir las dudas y verbalizar el sentimiento, se pueden sufrir
horas muy recias, en las que parece que todo se cierra
y pierde su sentido. Es como si se viviera en un callejón
sin salida, abruma el futuro, se agiganta la sombra y la
impaciencia, crece el miedo, hasta puede haber brotes
de pánico, reacciones que acechan como riesgos gra-
ves para mantener la estabilidad personal.
¿Por qué, si en la travesía del desierto se experimenta
la mano de Dios, que abre el mar y libra de los enemi-
gos, se olvida su intervención poderosa y favorable y se
llega a creer que es una desgracia haber salido de la escla-
vitud? Los israelitas sintieron nostalgia de los melones de
Egipto, en vez de valorar la libertad en el desierto.
¿Por qué, si en el momento del aprieto siempre ha
estado tendida la mano providente, que hasta hace bro-
tar agua de la roca y envía pan del cielo, cuando llega
la prueba se instala la sospecha de estar abandonado, a
merced de los acontecimientos? El presente, en apa-
riencia negativo, es despótico, desplaza la esperanza,
hunde en el pesimismo, y adelanta jornadas negativas,

36
sin horizonte, que si no se está avisado pueden produ-
cir una crisis en la conducta.
¿Por qué, si en lo más duro del camino, Dios se ha
manifestado con favores extraordinarios, para consoli-
dar la certeza de su acompañamiento entrañable, hay
momentos en los que la imaginación sólo traza hipóte-
sis negativas? Se pierde la capacidad de reacción, los
fantasmas acosan obsesivamente y llegan a oprimir casi
por completo y en esas circunstancias cabe que la
mente sugiera soluciones más o menos dramáticas
como salida.
¿Por qué, si en la travesía del desierto Dios se dispo-
ne a la mayor declaración de amor, se entra en la sos-
pecha de que la estepa sólo es terreno árido y etapa
superior a las propias fuerzas?
¿Por qué, si el desierto se muestra como tiempo y
espacio para estar a solas con Dios, dan ganas de huir
o se cae en depresión, nace la rebeldía o se recrudece
la crítica, en vez de disfrutar de la intimidad y ternura
que ofrece el trato con la presencia divina en la tienda
del encuentro?
¿Por qué se impone el pensamiento escéptico y
negativo aun en el caso de prever un futuro fecundo, en
el que no se agota el manantial y la tierra da cuatro
cosechas?
El itinerario del Pueblo de Dios a través del desierto
y los testigos que han sabido vivir del modo más recio
la estancia en el yermo, iluminan estas cuestiones y
liberan de contestar a las preguntas de manera intras-
cendente o meramente sociológica; ofrecen la forma
de vida creyente y teologal, fuente de sabiduría.
¡Cómo alivia la referencia a situaciones semejantes
que se han resuelto positivamente! El Éxodo del pueblo
de Israel se convierte en paradigma de nuestro camino
y desde la andadura nómada, pero acompañada del

37
ejemplo de los Patriarcas y de los profetas, surge una
respuesta que libera de la caída en la encrucijada exis-
tencial, que con relativa frecuencia se presenta a lo
largo de la vida.
Si la sed, el hambre, la duda, la soledad, la impacien-
cia se resolvieron providencialmente, ¿por qué hoy no
puede suceder lo mismo? Si se deja que penetre esta
pregunta en la vorágine oscura, se habrá hecho una
brecha en el cerco al que se había sometido a la con-
ciencia, y comenzará a vislumbrase la salida del túnel,
preludio de la victoria.

SEÑOR, SI TÚ QUIERES, PUEDES:

– limpiarme. Si quieres, puedes extender tu mano


sobre mí y quedar curado de todas mis dolencias.
– perdonar toda mi historia emancipada de tu amor,
todos mis pecados.
– dejar en mí la necesidad constante de buscarte.
– hacer que pase del concepto al amor, de decir
bonitas palabras a ser enteramente tuyo.
– enamorarme y que no tenga otro motivo de tra-
bajar, de vivir que tu persona.
– limpiar mi mente de toda imagen extraña a la
bondad, verdad y belleza que no seas Tú.
– hacer que mi corazón no anhele otra relación que
la tuya.
– acrecentar en mí la fe en ti y que camine siempre
a tu luz.
– purificar mis sentimientos, mis intenciones, la
razón de todos mis actos, el motivo profundo de
mis pisadas.
– hacer que vea siempre el lado bueno de las cosas
y las cualidades de las personas.

38
– hacer que toda mi actividad sea siempre por amor
a ti y para gloria de tu nombre.

Y sobrecogido, sin manipular el texto evangélico, leo


con mis ojos y escucho con el oído interior:

– “Quiero, queda limpio”.


– “Perdonados te son tus pecados”.
– “Vete, y no peques más”.
– “Levántate y anda”.
– “Sígueme”.
– “Vente conmigo”.
– “Vamos a un lugar tranquilo”.
– “Ve a anunciar que el Reino de Dios está cerca:
los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen,
los muertos resucitan, los leprosos quedan lim-
pios, a los pobres se les anuncia la buena noticia”.

Hechos del barro

En el desierto se tiene el privilegio de pisar y de tocar


la tierra, entrar en contacto inmediato con la matriz de la
humanidad, el polvo del suelo. La Palabra de Dios, que
asegura la identidad humana como semejanza divina
–“«Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como
semejanza nuestra». Y creó, pues, Dios al ser humano
a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, varón y
mujer los creó” (Gn 1,26-27)”–, también afirma:
“Entonces Dios formó al hombre con polvo del suelo,
e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el
hombre un ser viviente” (Gn 2,7). El ser humano es
semejanza divina, tesoro escondido en vasijas de barro.
El encuentro prolongado con la propia debilidad
podría conducir al pesimismo, por pensar que somos
irremediablemente frágiles, vulnerables, heridos. Sin

39
embargo, siempre cabe la esperanza, si se sabe perma-
necer en las manos de Dios, como el barro en manos
del alfarero.

Visita al taller del Alfarero

Cerca de Buenafuente se encuentra una de las ciu-


dades más famosas y acreditadas en alfarería. La
población de Priego, en Cuenca, mantiene viva la tra-
dición artesanal de fabricar los mejores botijos. Por
motivo de esta proximidad, he podido ver cómo el alfa-
rero guarda como tesoro la arcilla cernida, húmeda,
con la que hace las vasijas con sus propias manos. El
polvo y la tierra unidos al agua se convierten en barro.
El barro es la materia preciosa que usa el alfarero para
su trabajo creativo.
“Un alfarero trabaja laboriosamente la tierra blanda y
modela diversas piezas, todas para nuestro uso; unas
van destinadas a usos nobles, otras al contrario, pero
a todas las modela de igual manera y de la misma arci-
lla. Sobre el servicio diverso que unas y otras han de
prestar, es el alfarero quien decide” (Sb 15,7).

La palabra “barro”, en el contexto bíblico, evoca


uno de los elementos más identificativos del desierto. Al
comprender el significado a partir del lenguaje revela-
do, se descubre una posible interrelación con los térmi-
nos tierra, polvo del suelo, arcilla… que ayuda a enten-
der mejor el sentido del desierto.
Al ir tejiendo los textos en los que aparece la expre-
sión barro y sus sinónimos, al mismo tiempo que emer-
gen diferentes paralelismos, se descubre un sentido más
profundo, existencial y práctico de la espiritualidad del
desierto, y surge una comprensión mayor del mensaje
de las Escrituras.

40
En el acto creador, la obra que sale de las manos de
Dios es una criatura. Mantener esta conciencia es un
principio de sabiduría –“También yo de arcilla fui plas-
mado” (Job 33,6). “Señor, tú eres nuestro Padre.
Nosotros la arcilla, y tú nuestro alfarero, la hechura
de tus manos todos nosotros” (Is 64,7)–, perderla aca-
rrea toda serie de desgracias.
“¡Qué error el vuestro! ¿Es el alfarero como la arcilla,
para que diga la obra a su hacedor: «No me ha hecho»,
y la vasija diga de su alfarero: «No entiende el oficio?»”
(Is 29,16).
Si la tierra y el polvo nos deben hacer recordar nues-
tro ser creatural –«¡Mira que soy atrevido de interpelar a
mi Señor, yo que soy polvo y ceniza!» (Gn 18,27)–, a su
vez, para quien sabe leer todo en Dios, los términos evo-
cadores de la contingencia se convierten también en
potencialidad, al recordar lo que Dios puede hacer con el
barro y el polvo del suelo. Salomón respondió a Dios:
“Tú tuviste gran amor a mi padre David, y a mí me has
hecho rey en su lugar. Ahora, pues, oh Señor, que se
cumpla la promesa que hiciste a mi padre David, ya que
tú me has hecho rey sobre un pueblo numeroso como
el polvo de la tierra” (1 Cr 1,8-9).
El desierto, matriz de la que nacemos, travesía obli-
gada, parámetro que nos da la identidad de peregrinos,
concede la sabiduría de vivir en conciencia de fragilidad,
de criatura y con la esperanza de poder ser rehechos
constantemente por las manos del Alfarero, iluminados
nuestros ojos con el don de la fe.

Frutos de la visita a la alfarería


Ante el trabajo artesanal del alfarero, se descubre
que es posible siempre restaurar la vasija, si permane-

41
ce en sus manos. Al vernos representados de una
forma tan magistral en la imagen profética, que se rea-
liza en la alfarería, podemos llegar a algunas considera-
ciones que ayudan a conocerse a sí mismo y afectan la
conducta.
Traer a la memoria la condición humana es sabidu-
ría. Ser conscientes del barro del que estamos hechos
mueve a sensibilidad. Recordar, sin angustia, la historia
de las quiebras perdonadas suscita gratitud.
Desde el trabajo amoroso, delicado, artístico del
Alfarero, deprimirse por saberse débil, arcilla, es orgu-
llo. Olvidar que hemos sido hechos del polvo del suelo
es prepotencia. Resignarse en la propia fragilidad es
desesperanza. Pactar con la fragilidad es increencia.
Romperse por fragilidad es condición humana.
Ponerse en las manos del Alfarero es la mayor posibili-
dad. Abandonarse a los designios del Alfarero es con-
fianza. Pero también es verdad que edificar sobre arena
es insensatez. Creerse fuerte, invulnerable y seguro es
temerario.
Dejarse restaurar es respuesta creyente. Conocer el
tesoro que llevamos dentro, a pesar de la vasija frágil
que lo guarda, concede paciencia y esperanza. Esperar
a que las manos del Alfarero rehagan la vasija y la fra-
güen con su amor de Padre es la historia de todo cre-
yente confiado. Tener memoria de las propias grietas
reparadas es participación en la luz pascual.
Comprender la debilidad de los otros es misericordia
y ejercicio de memoria de la propia debilidad. Tener en
cuenta la fragilidad de los otros inspira ternura. Juzgar
la debilidad de los demás es atrevimiento incoherente.
Ayudar a restaurar las arpaduras es acción entrañable.
No en vano dice la Escritura que Dios hizo al hom-
bre del polvo del suelo, y que la gran experiencia de
Israel como pueblo de Dios se fraguó en el desierto, que

42
los grandes patriarcas y profetas son testigos del desier-
to, y que las alianzas selladas entre Dios y su pueblo
tuvieron, en muchos casos, el desierto como lugar teo-
lógico.

Memoria de la creación

Dios Creador, que tomaste en tus manos barro del


suelo, tierra árida y seca, y con el aliento de tu Espíri-
tu, con tu soplo formaste al ser humano a tu imagen,
criatura tuya, en quien te mirabas cada tarde a la hora
de la brisa, en el jardín primero.
Dios Creador, dador de la existencia, que por des-
bordamiento de amor y opción generosa tomaste la
opción de compartir tu vida con tu criatura y lo hiciste
todo hermoso y bueno, reflejo de tu gloria.
Dios Creador, hálito divino, que por tu poder y bon-
dad diseñaste el universo colmado de favores y lo
poblaste con seres de toda especie, manifestación de tu
sabiduría.
Dios Creador, que diste al hombre la capacidad de
hacer el bien, de acrecentar la bondad y de expandir la
belleza, asociado a tu fuerza creadora.
Dios Creador, que te arriesgaste a hacer a tu criatu-
ra libre y capaz de amar, a pesar de que pudiera mal-
versar los dones divinos que de ti había recibido.
Al contemplar la respuesta humana a tu proyecto
generoso, necesito traer a la memoria la sinrazón pre-
tenciosa que convirtió lo fértil en desierto, la libertad en
prepotencia, el amor en envidia, la relación amiga en
independencia, el paseo gozoso en actitud huidiza, la
transparencia del corazón en excusa evasiva, el jardín
primero en yermo y el barro humedecido y habitado
por ti en existencia errante.

43
No cedas en tu proyecto bondadoso. No renuncies a
la obra de tus manos. No reniegues de lo que hiciste
por amor. No te olvides de quien, para soportar su
error, pierde la memoria de su origen.
Dios Creador, recrea el universo. Restaura la vasija
desfigurada y rota. Rehaz con tus dos manos, tu Hijo y
el Espíritu Santo, tu imagen en los hombres: que refle-
jen tu mirada misericordiosa, para que seamos capaces,
de nuevo, de contemplar el don de vida que subsiste en
todas los seres y reconozcamos a nuestro Hacedor,
fuente y origen de toda bondad, belleza y verdad que
habita en el corazón de la criatura.

Del barro me formaste

Polvo soy,
de polvo me formaste,
de materia arrastrada por el suelo,
y levantada en alto por el viento.
Polvo soy,
con agua humedecido,
barro, arcilla, posibilidad
en manos de artesano.
Polvo de arena,
que ciega y pule,
que borra, despierta y curte,
obediente al viento que lo lleva.
Polvo soy,
informe semejanza,
hasta tomar tu imagen y hermosura,
plasmada en mis entrañas.
Barro de arcilla me escogiste,
para llevar a cabo tu proyecto
más íntimo y divino,
tu propio Hijo.

44
Del polvo me sacaste,
deslumbrante destello,
y me hiciste amigo,
en tu cuenco entrañable.
Semejanza me formaste
de tu rostro divino.
Extasiado me infundiste vida,
y hoy te reconozco mi Artesano.
Si tan frágil soy como vasija,
quiero estar siempre húmedo en tus manos,
capaz de restaurarme,
nuevo proyecto bendecido.
Tómame, Artífice,
ensancha mi vaso,
porque quepa tu gracia y tu llamada
y me haga heraldo.
Cuerpo, humanidad,
visibilidad de tu mirada.
Sacramento, trascendencia,
existencia, historia, profecía.

45
LUGAR DE LA ESCUCHA

En las largas travesías por los montes que coronan


el curso del río Tajo, cuyas aguas rompen la roca viva y
descubren los distintos estratos quebrados de la época
auriñaciense, cuando nadie se acercaba a contemplar la
belleza de los meandros escondidos entre choperas,
sabinares, pinos y enebros, sentí la experiencia estre-
mecedora que se produce cuando, adentrado en la
densa soledad y anchura del silencio, se comienza a oír
los sonidos esenciales del corazón. Al principio se escu-
cha el ritmo de los pasos, y poco a poco, se abisma el
alma en sentimientos que afloran como voces asaeta-
das. Entre ellas llega el eco de la Palabra divina.
La Palabra requiere atención. En el Prólogo de la
Regla benedictina, el primer vocablo es “escucha”. De
esta actitud receptiva depende la personalización de la
revelación y de los preceptos del maestro. Mientras no
nos convirtamos en testigos de la resonancia de la Pala-
bra en las propias entrañas, hablaremos de oídas, nos
sentiremos colonizados, cabe que hasta caigamos en la
trampa de ideologías despóticas. Sólo es posible escu-
char la verdad con el oído del corazón.
Demasiadas veces somos sólo voz que retiñe, eco de
un clamor externo, efecto de impactos sociales o cultu-
rales, víctimas de los poderes socializadores de las ideas
imperantes, pensamientos políticos, ideológicos, sin
criterio propio, porque no hemos oído dentro lo que se

46
nos dice a cada uno de manera personal. Sólo cuando
se oye algo en el interior se puede pronunciar y defen-
der el mensaje como testigos, y al comunicarlo, en
muchas ocasiones, llega también adentro de los que
escuchan, pues son expresiones que se dicen con auto-
ridad.
Tengo para mí que lo que no se oye dentro, no se
oye. Escuché a un amigo que “sólo lo que se habla
desde dentro, llega adentro”. El desierto es espacio de
interioridad. Es la celda del corazón, donde Jesús reco-
mienda que vaya el orante, para que Dios, que ve lo
secreto, sea el testigo de la oración, y no hagamos del
culto religioso una exhibición vanidosa. Que no seamos
como los fariseos y los paganos, no vayamos a pensar
que por hablar mucho se nos oye más. María, la madre
de Jesús, la madre de la Palabra, guardaba todas estas
cosas en su corazón. Ella es la mujer, la tierra que con-
cibe amorosamente al Verbo de Dios. Su actitud de
silencio, lo mismo que la de san José, hicieron posible
que naciera el Verbo encarnado.
Son conocidos los apotegmas de los padres del desier-
to, las máximas de sabiduría, las narraciones concentra-
das y llenas de sentido, en las que cada expresión se
queda resonando como un golpe de aldaba en la puerta
del corazón, o de gong que permanece por largo tiempo;
su vibración persiste hasta que no se sabe de dónde nace
el sonido, si es un efecto físico o resonancia interior.
Una de las palabras más incisivas de los padres y
maestros espirituales es “atención”, que se puede inter-
pretar como consciencia, sensibilidad, delicadeza, acti-
tud receptiva. En el método acreditado de la lectio divi-
na, el Cartujano, ya desde 1150, aconseja ascender
por la “escala del paraíso” a la contemplación de la
Palabra. Como primeros peldaños, señala la necesidad
de lectura y meditación. Es el trabajo por captar el men-

47
saje y el saboreo, después de la lectura, de su sentido,
igual que se gusta un fruto seco, que después de hume-
decerlo en la boca, ya se puede romper la cáscara y
paladear la semilla interior1. Últimamente se ha añadi-
do a la escala del Cartujano un tiempo previo al
encuentro con el texto sagrado, que se llama statio,
preparación, tiempo necesario para purificar el deseo,
para despertar la atención y sensibilidad, para disponer-
se a una relación teologal y creyente con la Palabra. De
alguna forma es participar por un momento de las
coordenadas del desierto, al tener que purificar la
mente, hacer silencio, a la manera de María, la madre
de Jesús (Lc 2,51), para poder responder como el pro-
feta: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.
El desierto regala la mayor sensibilidad auditiva, la
que se despierta cuando se dejan de oír todos los demás
sonidos externos. Entonces se gusta el privilegio de oír
lo que en ninguna otra parte es posible escuchar.

1 “La lectura lleva comida sólida a la boca, la meditación la mastica y

rumia, la oración prueba su gusto y la contemplación es la dulzura misma,


que alegra y recrea. La lectura llega a la cáscara, la meditación penetra en
el interior, la oración formula el deseo y la contemplación es el gusto de la
dulzura ya alcanzada”. Scala Paradisi, ML, 40, 998.

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SI ESCUCHAS SU VOZ,
NO ENDUREZCAS EL CORAZÓN

Si es bueno escuchar a los testigos del desierto, aún


es mejor haber tenido experiencia propia del lugar
donde estremece la palabra. Posiblemente, tú mismo
has llegado a experimentar que el desierto es el lugar de
la escucha interior.
En los parámetros de la soledad y del silencio que
definen el desierto, la percepción auditiva se agudiza.
Se hace más apreciable cualquier impacto exterior, e
incluso crece la sensibilidad íntima, la que detecta los
sentimientos más profundos y desconocidos. Hay
veces que llegan a doler los oídos de tanto silencio.
Entonces cabe llegar a oír dentro lo que Dios dice al
alma.
Sin poder transferirte lo que es resonancia íntima, te
puedo confirmar que, si al escuchar un leve rumor den-
tro de ti, dejas que se afiance, cabe hasta que distingas
claramente la voluntad de Dios en tu vida o la indica-
ción del camino que se te ofrece como llamada.
Si te viene a la memoria de forma reiterada una
palabra o una expresión bíblica, acógelas, rézalas, deja
que te iluminen, suma las posibles vertientes de ese
recuerdo y sigue la dirección que más paz te dé.
Si te parece que no oyes nada, no te inquietes, espe-
ra. Entretanto, haz gestos que reblandezcan tu corazón,
sin provocar afectos extraños. Mantén el obsequio de la
escucha interior, de la atención, de la sensibilidad.

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Si te parece que lo que escuchas te lo inventas y que
es fruto de tu imaginación o deseo, observa si te alegra
y te anima, si ayuda a otros, si llevándolo a la práctica
tiene efectos buenos. Si fuera así, entiende que es el
Espíritu de Dios quien te lo sugiere. Es provechoso con-
frontar lo que oyes en tu interior con las Sagradas Escri-
turas. El Espíritu Santo no se contradice, y si lo que
oyes no es compatible con la revelación, entonces te lo
inventas o no tiene garantía de autenticidad.
Si te parece que lo que escuchas te exige algo que te
excede, espera, no lo deseches, puede ser que la iner-
cia natural te haga resistir a la posible llamada. Al
menos ten en cuenta lo que te sucede respecto a esa
posible exigencia y quizá tengas que reconocer que es
una invitación de Dios, aunque te dé miedo. Siempre
eres libre de aceptarla, pero Él te lo pide con amor y se
compromete a ayudarte. El dador de todo bien, nunca
pide más de lo que uno puede dar y nos capacita para
lo que ofrece como misión o identidad de vida.
Si en aquello que sientes o viene a tu memoria
encuentras paz, gozo interior, consolación, anótalo
bien y regístralo en tu memoria, para que cuando al
ponerlo en práctica te acontezcan momentos de oscu-
ridad, puedas hacerles frente con las imágenes lumino-
sas que grabaste.
Si te sientes bien, si has relativizado todo aquello que
te oprimía, recuerda que cuando se obedece la voz del
Espíritu, la dificultad, y hasta la tentación, se convierten
en ocasión de victoria.
Al mismo tiempo que escuchas una palabra en tu
interior, puedes poner en tus labios la súplica, la alaban-
za, la invocación del nombre del Señor. Es una pedago-
gía que han empleado los santos y han llegado a per-
manecer en oración continua y a gustar lo que es vivir
permanentemente en la presencia de Dios.

50
Si sólo te acompaña el silencio, ten en cuenta que es
el augurio de la visita del Señor. La brisa y la calma pre-
ceden su paso y su presencia.
Si sigues sin oír ni sentir nada, puedes hacer un acto
consciente de adoración, que es el supremo gesto de
amor gratuito. Mantenerte a la escucha como gesto
obsequioso a Dios, a quien esperas porque lo amas,
siempre es actitud apropiada.
En cualquier caso, si hoy escuchas su voz, o cuando
tengas la certeza de que es el Señor quien te habla, no
endurezcas el corazón (Sal 95 [94],7-8).

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ENCRUCIJADA

En los procesos de iniciación cristiana, sobre todo de


incorporación a una institución religiosa, se exigen
unos plazos previos a la celebración de los sacramentos
y a la emisión de los compromisos sagrados. En el tiem-
po previo es bueno que los candidatos permanezcan
acrisolando el deseo de pertenencia durante las distin-
tas estaciones del año. La persona no siente lo mismo
en invierno que en verano, en un día luminoso que en
otro oscuro. La andadura por el desierto no es excur-
sión exótica, sino travesía duradera en la que acontece
la fenomenología atmosférica más diversa, que influye
en la percepción de la realidad.
A pesar de haber escuchado la llamada del Señor, de
haberte planteado las preguntas más existenciales y
tomado la dirección adecuada, pasado algún tiempo,
como sucede con los ciclos de la naturaleza, surgen
cuestiones desestabilizadoras, sobre todo a la edad en
que el organismo sufre alguna mutación. Y si al princi-
pio del trayecto pueden escucharse mociones que se
refieren al futuro, más tarde, cuando ya se ha combati-
do en diversas batallas, los interrogantes se pueden ori-
ginar por las heridas sufridas en las luchas. Porque, si la
herida no cura, ¿se estará caminando por sendero erra-
do? La duda somete a un sufrimiento desestabilizador:
¿será inútil la esperanza? Y como un huracán, se preci-
pita un cúmulo de hipótesis.

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– ¿Será verdad el amor de Dios en mi dolencia?
– ¿No estaré consolándome de manera egoísta y sub-
jetiva?
– ¿Será mi fe fruto cultural o práctica vanidosa de mi
natural religioso?
Son como gotas de agua persistentes que caen una
tras otra y no dejan dormir por el desasosiego que pro-
ducen; no hay capacidad mental para detener la vorá-
gine de pensamientos descontrolados y sobre el cora-
zón se cierne la tormenta.
Te pueden venir a la mente pensamientos corrosi-
vos.
– ¿Por qué, si acepto la verdad de la existencia divina,
me encuentro tantas veces en la infidelidad del cora-
zón?
– ¿Si a Jesucristo lo llamo mi Señor, si sé que nada ni
nadie satisfacen mi necesidad, por qué mendigo
tanto de las criaturas y me hiere la soledad?
– ¿Será mi sentimiento religioso un subjetivismo emo-
cional, se manifieste bien indigente de afectos huma-
nos, bien de la relación más trascendente?
– ¿Acaso no existe la verdad que me defienda de mí
mismo?
En tanta encrucijada, sólo aquieta el torbellino el
recuerdo de la paz que se te asentó en el corazón
cuando te mantuviste fiel a Dios y todo te parecía
coherente. Mas, cuando te precipitas por el camino
de la emancipación, se produce en ti una inestabilidad
sísmica, que llega a vislumbrar el horizonte de la inco-
herencia más dramática, a la vez que el dolor más
profundo, por la ingratitud que supone vivir alejado de
Él, después de haber sido beneficiario de tantos
dones.

53
Recurrir a pedir perdón una vez más te puede llevar
al sentimiento egoísta, por creer que es abusar de la
misericordia divina, pues cada vez te fías menos de tus
palabras y sentimientos.
En esta encrucijada, lo más recomendado es dete-
nerse y orar en abandono y confianza:

Señor, sólo sé que no tengo otra salida sino tu miseri-


cordia, pero, Señor, si me levanto, no permitas tanta
inconsciencia e infidelidad.
Ante ti contemplo que tu palabra es verdad, la mía
parece vana.
Tú eres fiel, yo pruebo el polvo de mis torpezas.
Tú eres amor, yo aún en los gestos más generosos per-
cibo matices egoístas.
Tú tienes siempre la puerta abierta, yo me encierro
en mi orgullo herido.
Haz como en la mañana de Pascua, atraviesa los
muros de mi resistencia.
Sorpréndeme dentro de mí, para que no pueda hacer
otra cosa que arrodillarme y confesar, un tanto son-
rojado como tu Apóstol: “Señor mío y Dios mío”.

Espera un poco, y es posible que muy pronto ten-


gas, al menos, la certeza del paso siguiente que dar.
Recuerda que en una larga travesía, en la que la mente
puede traicionar trayendo el pensamiento de la incapa-
cidad, un pie saca al otro en el desierto. El Beato Juan
XXIII se decía a sí mismo cada día: “Sólo por hoy…”.
Y cada propuesta, aunque se convirtiera después en
una actitud permanente y de por vida, la vivía con la
levedad de ser algo muy concreto y temporal.
Ahora es posible comprender que ir al desierto por
propia iniciativa es imprudente. Adentrarse en las lati-
tudes solitarias por curiosidad, es arriesgado. Presumir

54
que se es experto, es pretencioso. Sólo se puede ir al
desierto empujado por el Espíritu o acompañado por
Él. De ahí que la oración debe ser un recurso perma-
nente: ¡Ven, Espíritu Santo!
Al final, paso a paso, se llega a la cima, a la meta, a
la alegría de haber coronado la travesía, cumplido el
propósito y realizado el proyecto, con la ayuda provi-
dente.

55
ESCLAVITUDES

Una de las pruebas más persistentes que se sufre en


la travesía del desierto es la incertidumbre del tiempo
que durará la circunstancia adversa, se defina como
sed, o hambre, o agotamiento… En el tiempo de la
espera cabe la propuesta halagadora de la evasión o la
terrible de la desesperanza. Es posible perecer en diver-
sas tentaciones.
Cuarenta años duró la travesía de Israel por el des-
ierto, y en este tiempo, a pesar de que fue liberado de
la esclavitud de Faraón, cayó en otras dependencias.
Esto da luz para hacer una lectura creyente de la reali-
dad social y personal, única solución a pesar de la tor-
peza reincidente.
La idolatría de los israelitas, manifestada en cultos
religiosos varios sin trascendencia y embrutecedores,
tiene fácil correspondencia con algunas realidades más
actuales y quizá también personales. El culto a un toro
de metal se puede traducir de muchas formas. La ido-
latría del tener, del poder o del placer sigue siendo
manifestación constante.
La esclavitud que significa la crítica despiadada, la
descalificación absoluta del contrario, o de quien está
constituido en autoridad, como sucedió contra Moisés,
tantas veces tiene su correspondencia en los medios de
comunicación. Los foros, blogs, tertulias, editoriales de
muchos medios normalizan la falta de respeto con ins-

56
tituciones muy sensibles, que no pueden reaccionar de
la misma manera. La maledicencia es una epidemia que
contagia y esclaviza, de la que hay que estar muy lejos,
si no se quiere incurrir, por razones aparentemente res-
ponsables, en la difamación de personas concretas.
La diferencia que hay entre un tropiezo y una acti-
tud se demuestra por las veces que se incurre en la
misma reacción o caída. Sin duda que cuando la crítica,
la desconfianza, la impaciencia, se asientan en una
comunidad, la destruyen y le inoculan muerte. Una per-
sona hipercrítica se vuelve intratable.
El pueblo del Éxodo cayó en la esclavitud sensual, se
hastió del maná, añoró la comida de Faraón, acaparó
lo que era sustento para cada día... Al contemplar las
actitudes de Israel durante la travesía del desierto, en
sus expresiones más duras frente a Dios, que le prove-
yó de sustento, descubrimos nuestras posibles reaccio-
nes egoístas, que nos dominan cuando no tenemos lo
que queremos. El nerviosismo que nos asalta denuncia
nuestras dependencias.
Hoy se desea tener todo a la mano. Por el poder
económico se pretende someter la voluntad de los más
débiles. Las tramas de corrupción saltan a los periódi-
cos. La participación en los puestos de gobierno de
toda sociedad conlleva el riesgo del despotismo humi-
llante y esclavizador, si no se es sensible a la dignidad
de cada persona.
A lo largo del Éxodo, se descubre también la infide-
lidad a la palabra dada. A pesar de que Israel había pro-
clamado pública y solemnemente su identidad de Pue-
blo de Dios, con quien celebró alianza, muy pronto
perdió la memoria del pacto y recayó en la esclavitud
de la incoherencia, que le llevó a apartarse de Dios,
emulando a los pueblos paganos. Y esto, a pesar de
haber suscrito el pacto y aceptado la ley de Dios, a

57
pesar de haber experimentado la presencia y la gloria
divinas en el Sinaí y en la Tienda del Encuentro. En
nuestro caso, cabe haber pronunciado votos al Señor,
estar comprometido de por vida, haber solemnizado
delante del altar una forma de vida, sellada con un
sacramento, y sin embargo, caer en la infidelidad, en la
incoherencia, y hasta en la ruptura del pacto.
Frente a estas esclavitudes y reiteradas manifestacio-
nes de fragilidad de Israel, sobrecoge comprobar la
paciencia de Moisés y la misericordia de Dios, quien
ofrece constantemente la restauración del pacto. Ense-
ñanza luminosa para nuestra andadura menesterosa y
frágil. Nunca será argumento que reincidimos continua-
mente en la desobediencia, ni la inconsciencia e infide-
lidad hacia Dios para justificar la huida y dejar de reco-
nocerlo como único Señor.
Es fácil que te parezca muy permisiva mi propuesta
de acudir siempre al perdón y a la misericordia en caso
de que vulneres la alianza con Dios. Te puede parecer
más honesto, coherente y sincero permanecer en tu
debilidad, porque ya son muchas las veces que has acu-
dido al Señor, y sigues descubriendo tu pobreza y falta
de fidelidad a la palabra dada.
No deseo que pienses que la desobediencia al querer
de Dios es intrascendente. El que ama, aun lo más
pequeño que ofenda al otro lo siente con dolor. Pero la
única salida coherente es la humildad y ponerse de
nuevo en camino, restauradas las fuerzas con el perdón
de Dios. Es el agua del desierto.

58
EL DESIERTO, LUGAR
Y TIEMPO DE TENTACIÓN

El desierto y la tentación van unidos. Después de


cuarenta años en el Sistal, me atrevo a definir la exis-
tencia humana desde las claves del desierto y de la ten-
tación. No es indiferente que Jesús sea llevado, empu-
jado, conducido por el Espíritu Santo, para ser tentado
por Satanás. Si pueden extrañar los términos del rela-
to evangélico, sin embargo son muy iluminadores a la
hora de hacer una lectura creyente de la fenomenolo-
gía que se vive en la cuarentena del propio éxodo.
Una de las narraciones que más sorprenden del
Evangelio es la que nos dice que el Espíritu Santo con-
dujo a Jesús al desierto para ser tentado. En general, los
relatos bíblicos que tienen como marco el desierto están
muy relacionados con la tentación y el pecado, descritos
a veces como idolatría, que fue la mayor infidelidad del
pueblo en la travesía del Éxodo. El mandamiento princi-
pal prescribe:

“Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios es solamente


uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con
toda el alma, con todas tus fuerzas. Las palabras que
hoy te digo quedarán en tu memoria, se las repetirás a
tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de
camino, acostado y levantado” (Dt 6,4-7).

El olvido del mandamiento significa infidelidad, que la


Biblia compara a la ruptura matrimonial.

59
Es muy significativo que el jardín primero, la tierra
bendecida y colmada de árboles, se convirtiera en pára-
mo poblado de cardos y abrojos por la soberbia del
hombre. Jesús, al inicio de su actividad pública, es con-
ducido al desierto. El paisaje de la tentación es el esce-
nario en el que, gracias a la obediencia del nuevo Adán,
la tierra recupera su lozanía. El páramo se convierte en
vergel, en el desierto brota el manantial. Del árbol de la
cruz penderá el mejor fruto, y del costado de Cristo
nace el surtidor del agua de la vida.
A quien se ha hecho enteramente hombre como
nosotros, no se le excusa el combate en el desierto. En
tres tentaciones se resumen todas las que sufre el ser
humano. Frente a la confesión del único Dios, que pide
el mandamiento, se levantan los ídolos del poder, del
tener y del placer. En el desierto, donde permaneció
cuarenta días, símbolo del tiempo que tardó el pueblo
en la travesía del Éxodo, durante el que prevaricó, será
restaurada la humanidad y capacitada para enfrentarse
al Malo, gracias a la obediencia de Jesús.
Las tres tentaciones abarcan las dimensiones esen-
ciales del ser humano, la interior, la trascendente y la
social. Se presentan en tres halagos, símbolo de todas
las idolatrías que desplazan a Dios.
El Tentador le ofrece a Jesús sutilmente, mientras
ayunaba, la tentación afectiva, en su vertiente de placer
y de gusto sensual: “Si eres Hijo de Dios, di que estas
piedras se conviertan en pan” (Lc 4,3). Jesús respon-
derá de manera axiomática, como un verdadero padre
del desierto: “No sólo de pan vive el hombre” (Lc 4,4).
Proclamación de la dimensión profunda del ser, que no
está destinado a satisfacer únicamente las necesidades
primarias o instintivas.
La tentación del poder, que en muchos casos llega a
dominar a las personas, se la presenta el Tentador a Jesús

60
en el momento en que vivía la experiencia de despojo,
como evasión posible por la posesión de los bienes: “Te
daré todo este imperio y la gloria de estos reinos...”
Jesús respondió: “Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo
servirás” (Lc 4,5-8). Lo terreno y lo trascendente se
enfrentan como si fueran excluyentes. La sabiduría del
desierto se demuestra en la comprensión de que todo per-
tenece a su Creador y en el recto uso de los bienes.
En la tercera tentación, el Diablo acomete con el
ofrecimiento de la gloria, del espectáculo, de la demos-
tración del valer y dignidad, forma que suponía salirse
del plan de Dios. Jesús corta en seco la propuesta de
tirarse desde el alero del templo y refuta: “No tentarás
al Señor tu Dios” (Lc 4,9-12). El egocentrismo vanido-
so e insolidario se aparta de la voluntad divina, que ha
enviado a su Hijo para que se entregue en favor de
todos los hombres. Y continúa el texto: “El diablo se
alejó de Él hasta el tiempo oportuno” (Lc 4,13), para
decir que la tentación estaría acompañando a Jesús
durante toda su vida.
Las respuestas de Jesús recuerdan las palabras del
Evangelio sobre el ayuno, la limosna y la oración, que se
muestran como tres antídotos. El ayuno, contra el deseo
de placer, domina la voluntad. La limosna, contra el afán
de tener, es gesto solidario. La oración, frente al ansia de
poder, domina la mente. Los padres y madres del desier-
to han tomado aquí su inspiración y de ella han hecho su
forma de vida, que después llegó a formularse como el
seguimiento de la forma de vida de Jesús. Vivir con cora-
zón unificado, por la castidad. Compartir los bienes, y
administrar rectamente los dones con la pobreza. Reco-
nocer a Dios como único Señor, con la obediencia. “Al
Señor, tu Dios, adorarás, sólo a Él darás culto”.
Vencidas las tentaciones, el desierto se convierte en
el espacio del paraíso, donde al igual que el primer

61
hombre vivía en la abundancia de bienes, con toda cla-
ses de árboles, vemos también a Jesús, que “vivía entre
las fieras, y los ángeles le servían” (Mc 1,13). El rela-
to de la Pascua, en el jardín, evocará este triunfo de
Jesús sobre el mal.
Jesús, después del combate, nos demuestra que no
es irremediable la caída, que la tentación no es pecado,
por el contrario, es la posibilidad de afianzarse en el
reconocimiento y pertenencia al único Dios. El desier-
to es el lugar donde se vence la tentación de la carne,
de la vanidad y del orgullo.
Hoy día es necesario el combate frente al halago del
poder, con la respuesta libre y coherente desde la fe.
Frente a la evasión sensual, que produce la invasión de
imágenes provocadoras, con el silencio. Frente al con-
sumo, con el uso debido de los bienes, con el respeto a
la naturaleza, y con la austeridad de vida.
Hay que estar muy advertidos, porque la tentación
llega como una leve sombra que se posa lentamente
sobre el alma y una vez que se la deja detenerse, hace
pensar que todo es oscuro y ciego, para provocar tris-
teza, fuente de grandes infidelidades. Es un sentimiento
de melancolía, que al principio es atractivo, mas cuan-
do toma confianza se apodera del ánimo, de tal forma
que se impone y bloquea los afectos del corazón. Así
sucede con la tentación espiritual de la acedía, que deja
como fruto la desconfianza en uno mismo, la desgana
hacia los proyectos solidarios, el desaliento ante Dios.
La tentación aparece como una suave humedad, que
se introduce hasta los huesos que, poco a poco, heri-
dos por el frío, se quedan rígidos e inmóviles, y bloquea
la voluntad para el bien hacer. Es como un pensamien-
to, al que cuando cruza por la puerta de la mente se le
permite detenerse e introducirse sin casi darse cuenta,
y, agigantado, expulsa toda otra noticia, permanecien-

62
do tiránico y obsesivo, con riesgo de producir desespe-
ranza.
Cuando se conoce el proceso de la tentación, se
debe atajar con la misma estrategia. Dejando entrar la
Palabra de vida, que dé ánimo e inunde el ser y se adue-
ñe enteramente de la conciencia. Todo puede comen-
zar por una leve brisa, una suave humedad, un pensa-
miento frágil, una palabra vana, y de ahí desatarse una
terrible tormenta desestabilizadora. Mas igualmente,
todo puede cambiar y convertirse en experiencia de
gozo, de fuerza, de presencia amiga, de gracia, si, aten-
tos, no dejamos de invocar, de escuchar, de acoger la
Palabra de Dios.

RECUERDA:

– “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón”.


Es decir, que Él sea el centro de tu afecto, y que
ningún placer terreno lo desplace. Él es sumo
bien, ante Él es mejor ayunar de pan que de Pala-
bra, y forjarás un corazón unificado, entero. “No
te avergüences de dar testimonio de nuestro
Señor” (2 Tim 1,8).
– “Amarás al Señor, tu Dios, con tu mente”. No
te dejes convencer por las ideologías despóticas,
que te invitan a detentar poder a costa de todo. La
oración te concede mantenerte en la conciencia
de hijo de Dios, de criatura, y desde la experien-
cia de relación orante, te atreverás a seguir siem-
pre la voluntad divina. “Mejor es obedecer que
sacrificar” (1 Sam 15,23).
– “Amarás al Señor, tu Dios, con todas tus fuer-
zas”. Todo lo que tienes lo has recibido, es del
Señor. No adores a nadie ni a nada. Sólo Dios es

63
dueño de todo. Adora a tu Señor, comparte los
dones que has recibido, sé generoso con aquello
que se te ha dado gratis. Vive consciente de la
pobreza que padecen muchos seres humanos
como tú. “La mirada de Dios no es como la del
hombre. El hombre mira las apariencias, pero
el Señor mira el corazón” (1 Sam 16,7).

Como espada de doble filo, la Palabra de Dios llega


hasta dentro del corazón, y conforta, anima, da valor,
acompaña, confiere la certeza en el seguimiento del
querer divino, que pasa por la conversión permanente
y la novedad evangélica. Y en el desierto, después del
combate, aparece el nuevo Adán, servido por los ánge-
les y respetado por la naturaleza.
Con ocasión de visitar a un compañero más joven
que yo, a quien le habían extirpado un riñón, querién-
dole transmitir fuerza le dije: “Ahora estás en el altar
mayor”. Se sucedieron algunos comentarios. Entre
otros: “Qué poco nos damos cuenta del don de la salud,
cuando estamos bien”. Y respondí: “Tendríamos que ir
por la calle pidiendo perdón cuando nos sentimos bien,
si no lo aprovechamos para servir a los demás”.
Si por gracia has superado las tentaciones, ¿en qué
empleas los dones recibidos y las fuerzas? Sería terrible
que los posibles títulos adquiridos en los combates
ganados te sirvieran para mirar con desdén a los que
perecen como víctimas o les es muy costosa la travesía.

64
INTEMPERIE

En el desierto se vive en la mayor intemperie, no


sólo la de habitar a cielo raso, sino la que te deja al des-
cubierto de ti mismo, sin posibilidad de huida ni distrac-
ciones por las que evadirte de las preguntas más pro-
fundas sobre el sentido de la vida, de la historia, del
propio conocimiento y de la existencia de Dios.
A lo largo de la vida son muchas las ocasiones en las
que a solas contigo mismo, bajo el cielo estrellado o al
sol de plano, en las latitudes desérticas del corazón,
puede surgir una de las experiencias más fuertes. De
forma inmediata, mientras consideras la existencia del
Creador de todo, de Aquel que se deja sentir en las
horas recias, Él se te desvela a través de signo y media-
ciones, de acontecimientos dramáticos y encuentros
personales, se hace el encontradizo y se te insinúa den-
tro de ti. Porque Él nunca abandona a su criatura, sino
que se compadece de ella en los momentos de refriega
y de tentación.
Suele ser frecuente, en las circunstancias más adver-
sas, la invocación humilde o angustiada, al tiempo que
se percibe la voz interior que acompaña y se convierte
en la relación más próxima durante la prueba en la tra-
vesía del desierto.
El encuentro con Dios se puede presentar como
combate, porque aparece la resistencia natural a sus
insinuaciones. Así fue en el caso de Jacob durante toda

65
la noche (Gn 32,25). O puede producir asombro y fas-
cinación. Moisés permaneció cuarenta días y cuarenta
noches en lo alto del Monte Sinaí (Ex 24,18). Al des-
cender, su rostro irradiaba luz (Ex 34,29). Cabe que
surja el grito de auxilio por extenuación, como le suce-
dió a Elías, cuando se arrojó al suelo desesperanzado,
deseándose la muerte (1 Re 19,4-5).
Las Sagradas Escrituras ayudan a contrastar las pro-
pias relaciones trascendentes, que se establecen sea en
tiempo de lucha, sea de contemplación, todas ellas
hechas súplicas menesterosas, o agradecidas, que se
elevan en los momentos intensos. En cualquier caso, no
es posible evadirse de quien lo llena todo, salvo que se
quiera huir de uno mismo, de la terrible y fascinante
soledad en la que Dios quiere mostrarse.
El Pueblo de Dios se fraguó en el desierto, viviendo
en la intemperie, en contacto con el viento, la tormen-
ta, el sol. La naturaleza sacramentaliza la presencia de
Dios Creador. En medio de ella surge la alabanza, la
admiración, el cántico de las criaturas, el reconocimien-
to a su Artífice, la fe en quien es el origen de todas las
cosas. También cabe que se perciba una intensa sole-
dad, como la que sufrió Adán en el jardín, cuando sólo
tenía la vegetación y los animales junto a él.
En la travesía del páramo hay veces que no se tiene
a la mano lo que se desea y puede que la sed, el
bochorno, el hambre, el cansancio sacudan fuertemen-
te la debilidad emocional. Pero también es el momento
de caminar más atentos. En la peregrinación de la vida,
se agradece la sombra, el manantial, el lugar de acogi-
da, a la vez que se experimenta la capacidad de resis-
tencia y de despojo. Se aprende a valorar lo que es
esencial, surge la oración con más fuerza, a la manera
de Jesús, que llegó a gritar: “Tengo sed” (Jn 19,28), o
le pidió a la samaritana: “Dame de beber” (Jn 4,7).

66
La intemperie describe la escena de la que arranca
el desierto, en el momento en que Adán, al sentirse
desnudo, se escondió de Dios cuando Él le preguntó:
“Adán, ¿dónde estás?” (Gn 3,9). A partir de la desobe-
diencia, el jardín se convirtió en tierra de cardos y abro-
jos, aliagas y espinos. Tierra calcinada y yerma, hasta
que el nuevo Adán pudo responder: “Aquí estoy, para
hacer tu voluntad” (Hb 10,9).
La intemperie puede ser motivo de vergüenza. Por
pudor surge la necesidad de esconderse o de huir. Esta
reacción impide el encuentro, interrumpe el diálogo
posible y restaurador con Dios. Lo adecuado es recono-
cer el pecado y solicitar, humildes, el perdón (Sal 51
[50]). Quien actúa según Dios, no tiene reparo en res-
ponder de manera espontánea y abierta.
En ocasiones, la intemperie hace las relaciones
mucho más inmediatas y lo que puede parecer una des-
gracia, se convierte en posibilidad de mayor conoci-
miento e intimidad. Cuentan que al declararse un incen-
dio en una finca de varios pisos, los vecinos debieron
salir a la calle. Cuando se encontraron despojados, se
produjo un mutuo conocimiento entre ellos, que les
hizo posible superar las desgracias, pero al volver de
nuevo a sus casas, perdieron las relaciones solidarias.
La intemperie libera de obstáculos y convierte la cir-
cunstancia en oportunidad de un conocimiento más
rico de las otras personas.
Dios puede permitir y hasta provocar la intemperie
para que descubramos de manera más inmediata su pre-
sencia y podamos acudir a Él con mayor necesidad; así
nacerá la experiencia agradecida por el regalo de la bon-
dad divina. El salmista nos sirve expresiones de confian-
za en tiempos recios: “Si el afligido invoca al Señor, Él
lo escucha y lo libra de sus angustias” (Sal 34 [33],7).
“Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito.

67
“Confesaré al Señor mi culpa, y Tú perdonaste mi
culpa y mi pecado” (Sal 32 [31],5).
¡Cómo arropa el perdón divino!
¡Cómo consuela la palabra en la que se escucha la
misericordia!
¡Cómo se ensancha el alma, revestida de paz en la
conciencia!
¡Cómo se agradece el gesto magnánimo de Jesu-
cristo: “Perdonados te son tus pecados!”
Para el que se deja poner la túnica tejida por Dios,
la intemperie se convierte en experiencia de amor, de
la que se renace. “El Señor hizo para el hombre y su
mujer túnicas de piel y los vistió” (Gn 3,21).

68
PREGUNTAS AL CIELO

En algunos momentos de la travesía, los aconteci-


mientos paralizan la mente y dejan yerto el corazón, sin
que sepamos por qué ocurren. No sé decirte por qué
son como son las cosas que pasan, tantas veces paradó-
jicas y, desde la razón, contrarias a lo que en principio
parece que sería mejor. A lo largo de las diferentes eta-
pas críticas que se van atravesando, pueden surgir en
forma de oración cuestiones indescifrables, que acom-
pañan y sumen en el misterio de la Providencia. Com-
parto algunas de las preguntas que me han surgido en
las extensiones yermas de alivio. Ante ellas, sólo gracias
a la relación teologal se puede alentar la espera.
– ¿Por qué, Señor, hay que llegar a sentir reseca la
garganta, para valorar el agua, y la tierra se tiene
que cuartear para anhelar la lluvia?
– ¿Por qué se tiene que llegar a la noche cerrada
para buscar la luz?
– ¿Por qué hay que sentir la soledad del corazón
para abrirse a la presencia interior que te habita?
– ¿Por qué hay que llegar a morder el polvo por
causa de la debilidad, para acudir humildes a ti y
pedirte la misericordia?
– ¿Por qué hay que padecer la enfermedad para
reconocer el don de la salud, y sentir la llamada a
la compasión solidaria?

69
– ¿Por qué hay que sufrir el límite de la impotencia
para saltar a la relación trascendente?
– ¿Por qué hay que ser testigo de la miseria del otro
para ser responsable en el uso de los bienes?
– ¿Por qué tiene que llegar a herir el silencio para
comenzar a escuchar tu Palabra?
– ¿Por qué hay que experimentar el exilio para valo-
rar la tierra de la promesa?
– ¿Por qué hay que padecer la esclavitud de uno
mismo para valorar la libertad que procede de ti?
– ¿Por qué hay que llegar a consumir lo que no
aprovecha para buscar lo que sacia?
– ¿Por qué, Señor, tanta torpeza y tantas veces para
reconocer que sólo Tú eres el único Dios?
– ¿Por qué perecer en tantas idolatrías, para termi-
nar en la humillación más dolorosa, hasta confe-
sar que Tú eres el único Dios?

Señor del desierto, si éstas son las etapas necesarias,


que no me quede atrapado en la mitad de la andadura,
sin descubrir que después de la sed, Tú me indicas el
manantial en la roca viva de tu costado abierto y en lo
más profundo de mi propio interior. Que después de la
noche, Tú eres el alba, y la tiniebla contigo es luz. Que
en la experiencia de todos los despojos, Tú te ofreces
como la mayor riqueza. Que después de todas las heri-
das, Tú te ofreces como aceite y vino samaritanos. Que
después de todas las ausencias, vacíos, silencios, Tú
eres el amor permanente del alma.
Que, al menos, Señor, me asista la sabiduría de
caminar el tramo suficiente hasta vislumbrar el horizon-
te de sentido en el desierto de mi existencia.

70
EL SILENCIO

No hace falta contarte las noches de invierno, los


años solitarios, las mutaciones anímicas, los despojos
afectivos para que te hagas cargo de la aridez del silen-
cio. Ni de los paseos nocturnos, el tiempo en la ribera
del río, la contemplación de las estrellas, el despertar de
la naturaleza en primavera, los campos nevados para
describirte el privilegio de vivir envuelto de silencio.
En el desierto de la vida, en muchas ocasiones se
respira o se sufre el silencio. No siempre se percibe la
atracción por el espacio vacío de sonidos y habitado
por la soledad. Suele ser frecuente por una parte, la
admiración por el silencio y por otra, la búsqueda de
alguna comunicación. En las actuales circunstancias de
expresividad social y de proliferación de medios de
comunicación, no siempre es fácil apreciar el gusto del
espacio silencioso y sagrado; parece que cada vez se
pierde más la capacidad de permanecer en silencio.
Aunque puede haber ocasiones en las que el silencio se
experimente con dolor, por lo que puede significar de
despojo de relaciones amigas, por situaciones inconfe-
sables o por heridas que amordazan el corazón.
El silencio, en el marco del desierto de la vida ordi-
naria, se puede experimentar violento y forzoso, por no
haber nadie con quien compartir el sentimiento, o a
quien preguntar la duda, con quien desahogar el
alma… Sin embargo, si te atreves a afrontar lo que en

71
un principio puede parecer insoportable, pronto
comenzarás a escuchar una realidad profunda, que te
habita, y una posibilidad de relación trascendente, al
otro lado de tocar el límite del abismo.
La inercia es una ley física y también espiritual. No se
puede detener bruscamente un movimiento si no se
quiere producir un efecto descontrolado. Lo mismo
sucede respecto al encuentro con la realidad que se
esconde en el propio interior. Mientras no se calma del
todo el eco de las voces exteriores, no surge la percep-
ción íntima de la voz en las entrañas. En el trayecto cabe
la reacción de ansiedad, el síndrome de abstinencia.
Paradójicamente, en hebreo, desierto significa lugar
de la Palabra. En medio del silencio y de la calma de la
noche, apareció la Palabra.
“Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la
noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Pala-
bra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del
cielo, desde el trono real” (Sb 8,14-15).

En la Sagrada Escritura se nos ofrecen relatos en los


que antes de percibirse el paso del Señor, se ha tenido
que conocer el terremoto, el huracán y el incendio,
hasta llegar a la brisa suave en la que se escucha la voz
divina (1 Re 19,3-13).
El silencio es una actitud necesaria de respeto ante
la proximidad del acontecimiento revelador, de la teofa-
nía. “El Señor está en su santo Templo: ¡silencio ante
Él, tierra entera!” (Ha 2,20). “¡Silencio ante el Señor,
porque el Día del Señor está cerca!” (So 1,7). De algu-
na forma es la actitud de descalzarse, despojo necesa-
rio a la hora de querer entrar en el recinto sacro, de
contemplar la zarza ardiente (Ex 3,5).
La hondura del propio conocimiento, la superación
del riesgo de convertirse en vagabundo, en vez de pere-

72
grino, en giróvago, en vez de permanecer al menos con
estabilidad interior; la riqueza de un encuentro interper-
sonal, que libra de ser un solitario en vez de persona
relacionada, el saboreo de la Palabra de Dios y de la
oración, dependen muchas veces de que se logre el
clima de silencio.

– Es hora de entrar dentro de ti, silenciar las voces


exteriores y aquietar el alma, gozar de la paz inte-
rior y saborear el tiempo de la espera.
– Es hora de reconciliación, de recuperar la mirada
positiva sobre la realidad, gracias a saberte tú
mismo mirado por quien puede convertirlo todo
en signo providente.
– Deja abierta la puerta de tu corazón, porque el
Señor ha prometido visitarnos cuando todo quede
en calma. Entonces, Él se acercará en forma de
Palabra y pronunciará tu nombre.

73
EL SILENCIO DEL CORAZÓN

Si el iniciado en el camino puede prever la etapa


más dura, si quien ha recorrido los senderos puede pre-
venir que le sorprenda la intemperie, como gesto mag-
nánimo, también deseo expresar el área silenciosa, a
veces muda, cabe que amordazada, del corazón, para
ayuda posible en tu peregrinación.
El desierto, por ser un espacio de soledad, puede
favorecer una actitud equivocada. Con frecuencia,
arrastramos nuestra historia clandestina, queriendo a
veces fingir que no pasa nada. El consuelo engañoso lo
brinda el aislamiento, que lleva a encerrarse y puede lle-
gar a ser dolencia del alma y de la mente. Es muy
importante saber salir de la trampa que sumerge en
melancolía, desgana, ruptura de relaciones… Es la gran
tentación de la que han huido los padres y madres del
desierto y acerca de la que más han avisado.
En el tiempo de silencio, la mente, como retorno
constante del oleaje, trae a la memoria lo vivido e inva-
de la conciencia con multitud de pensamientos e imá-
genes, de manera especial en los momentos en los que
nos encontramos más cansados, solos, enfermos…, y
hasta en los momentos en los que deseamos orar.
El silencio no es sólo una terapia para tranquilizar el
ánimo ni es ascesis para aquietar la mente y el corazón
y posibilitar así la apertura al propio interior, a la pre-
sencia invisible que habita por dentro y que se hace pre-

74
sente en los otros. Es necesario silenciar la conciencia
bien por el acto de reconciliación personal, bien por el
recurso sagrado al sacramento del perdón. Sólo desde
la humildad, surgida en el silencio reflexivo, cabe acce-
der debidamente al espacio reconciliador.
Sin invocaciones mágicas ni terapias, que reducen a
la persona a un puro fenómeno psíquico, el silencio y
la paz se experimentan cuando toda la historia perso-
nal queda reconciliada. Volverá la dolencia, se abrirá la
herida al repetirse el ciclo del recuerdo, pero si por
encima sobresale la propia aceptación, que no es pacto
de mediocridad, sino acogida de la misericordia y del
perdón, se detiene la erosión del ser y se hace posible
la convivencia con uno mismo, el encuentro sereno con
los otros, y la apertura más enriquecedora a la trascen-
dencia.
Ahora el silencio convive con la paz, que es fruto de
la reconciliación, sensación de anchura, equidistancia
de las cosas y de los acontecimientos. Gracias a ella,
nada hiere o acorrala tan extremadamente como para
desestabilizar el ánimo. Uno sabe de esta paz y no
puede describirla del todo. No es una paz conseguida
por ascesis ni por control de la mente. Sucede como
gracia, y cabe la sorpresa de experimentarla a pesar de
acontecimientos adversos. Un aforismo clásico dice:
“Tanto en paz, tanto en Dios”. La paz se manifiesta en
el silencio interior; la paz la ofrece Cristo resucitado a
sus apóstoles: “Paz a vosotros”.
Desde fuera es difícil saber si el silencio es por fide-
lidad o por desinterés, por evasión de la realidad o por
respeto, por estar sumergido en preocupaciones inte-
riores o por dominio de la mente, y si el hablar es vic-
toria del testigo o descontrol verbal.
El silencio por sí mismo no significa huida. Por el
contrario, en muchas ocasiones, es fortaleza, se con-

75
vierte en bálsamo que restaura, reconcilia, lleva a recu-
perar la sensibilidad, la atención, es posada samaritana,
en la que se curan tantas heridas que se producen en el
camino de las relaciones humanas y como efecto de
tantos mensajes agresivos, de palabras corrosivas y pro-
vocadoras.
El silencio lubrica, perfuma, oxigena la vida de la
persona, las relaciones habituales, las celebraciones
sagradas. La respuesta serena, el temple en la conver-
sación sosegada, la medida en las palabras, la afirma-
ción sin intento de convertir a nadie a la forma particu-
lar de pensar, producen una experiencia de distensión
y hasta de gozoso encuentro humano en el que, al no
existir deseos de dominio, el otro entrega su confianza.
No sucede esto por relativizar la verdad, sino por el
trato respetuoso, nacido del silencio interior, donde se
insinúa más que se impone la presencia de Dios.
Cuando se escucha sin acoger el mensaje sucede lo
que dice Jesús en la parábola de la siembra de la semi-
lla, que al quedar en el exterior, se la comen los pájaros
(Mt 13,4). Gracias al silencio se derriban los muros más
resistentes, los que impiden personalizar el encuentro
con Dios. De alguna forma, por el silencio se vive la
expropiación del yo. En la aparente despersonalización
que podría significar la actitud silenciosa, se manifiesta
la sacramentalidad de la mayor presencia, Jesucristo, y
ante Él se dobla toda rodilla en el cielo y en la tierra
(Flp 2,10); también se hace ofrenda de la mente.
Casi siempre se perece por las palabras, y sólo se
llega al instante feliz del encuentro cuando se compar-
te lo escuchado interiormente. Cuando se permanece
en actitud de escucha, se guarda silencio, se domina la
reacción espontánea, algo sucede que nos llena de
gozo, y entonces el encuentro se transforma en fiesta
de relación personal enriquecedora, porque recibimos

76
del otro el tesoro de su intimidad. “María, por su parte,
guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su
corazón” (Lc 2,19).
Parecerá una reiteración el recurso al silencio, a la
escucha, a la atención, a la espera, a calmar la ansie-
dad de utilidades, a serenar la casa, pero es la condición
necesaria en relación con la Palabra de Dios. “El sabio
guarda silencio hasta su hora” (Si 20,7).
No se demuestra el amor mutuo mientras no se atra-
viesa el tiempo de silencio sin violencia. Dicen que no
hay música sin silencio. También se puede afirmar que
no hay propio conocimiento, ni trato enriquecedor, ni
adoración sin silencio.

77
TIEMPO DE SOLEDAD

Puede parecer artificial el canto a la soledad, cuando


existe también la soledad herida –“En tierra desierta le
encuentra, en la soledad rugiente de la estepa”
(Dt 32,10)–, la añoranza de los seres queridos, la
expectación del acompañamiento humano, el retorno
de los que deseas próximos. Sin embargo, el místico
llega a cantar por la “soledad sonora”1.
En el desierto interior, después de todos los obstácu-
los, de las reacciones evasivas, de la mala memoria, de
la inercia, de la percepción dolorosa de dependencias
afectivas o de los medios de comunicación, de todas las
nostalgias, se entra en el espacio fascinante de la rela-
ción más íntima, que algunos han llamado “soledad
harto sabrosa”2.
¡Cómo se saborea la relación esencial con la tierra
cuando se camina en soledad! Es como si se descubrie-
ra que uno es parte de esa materia, y de pronto perci-
biera el enamoramiento, al adentrarse en la relación de
la compañía más indescriptible.
La latitud más fascinante del desierto es la interior, el
encuentro con las capas más profundas del propio ser,
el descubrimiento de la voz que habita en el hondón del
alma, el sentimiento de anchura y de libertad que se

1 SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico Espiritual (CA), 14, 26.


2 SANTA TERESA DE JESÚS, Fundaciones 28, 20.

78
aposenta en la soledad más recia, el estremecimiento
que llega a percibirse por la presencia que se insinúa en
las entrañas y a veces llega a abrazarnos enteramente.
Es muy difícil convencer con discursos a otro de lo
que él no ha vivido; es difícil que crea que se pueda
experimentar una profunda alegría en circunstancias
adversas y dolorosas, contrarias al deseo natural, o a la
necesidad afectiva. Y sin embargo, cuando se ha pro-
bado el acompañamiento que emerge en la soledad, la
palabra que se escucha en el silencio, el gozo que se
aposenta en la intemperie, la libertad que abraza en el
despojo, se puede entender que el poema más hermo-
so de amor suceda en las latitudes desérticas, donde
nada distrae y sólo acontece la escucha de la declara-
ción más sobrecogedora, según la profecía de Oseas:
“Pero he aquí que yo la atraeré y la guiaré al desier-
to, donde hablaré a su corazón” (Os 2,16).
Si es posible que la soledad produzca estremecimien-
to, miedo, sensación de abismo, también en ella se
saborea la quietud del tiempo, la anchura de relaciones
invisibles, la sensibilidad más despierta.
Si es posible que den ganas de huir de los espacios
solitarios y de los tiempos vacíos, también dan ocasión
de descubrir cómo aflora la intuición más sagaz, la per-
cepción más sublime, la reacción más serena.
Si es posible que en un primer momento no se sepa
qué hacer en el páramo, muy pronto, si se acoge la
oportunidad que concede el desierto, se gustan dimen-
siones del propio ser que en ningún otro espacio ni
momento emergen.
En la vida no siempre sucede lo que se desea, ni se
puede estar con quien más se ama. A veces se te pide
de forma inesperada el despojo de relaciones muy que-
ridas, y el camino de la propia andadura debe atravesar
estepas solitarias. Si has sabido vivir en silencio y en

79
soledad como opción voluntaria, después puedes gustar
la libertad del corazón en circunstancias imprevistas y
hasta no deseadas, en las que eres obligado a perma-
necer lejos de los tuyos y sin nadie con quien hablar.
Se agradece el gesto amigo, la relación afectiva des-
interesada, el detalle sensible y oportuno, pero hay
momentos en los que parece que eres una persona
anónima, desconocida, de la que nadie se acuerda y
que a nadie le interesa tu trayectoria. En esos momen-
tos recios, objetivos o imaginados, ayuda la experiencia
que se haya tenido de los tiempos austeros.
Días prolongados sin presencia humana, estancias
transcurridas en ámbitos impersonales, horas de espera
en tránsitos viajeros, en rutas prolongadas, de noche y de
día. Si en esas circunstancias has sabido atravesar la
puerta del silencio, te acompañarán una energía y fuerza
inimaginables que te concederán libertad en los momen-
tos de despojo, paciencia en las horas de espera, sereni-
dad en la intemperie de circunstancias inesperadas.
Quizá parezca poesía, lirismo inalcanzable el gusto
por el silencio, afirmar la riqueza de la soledad, ensal-
zar la travesía por el desierto y los tiempos de despojo.
Y, sin embargo, se puede ser testigo de cómo el silen-
cio armoniza a la persona, pacifica el ánimo, abisma la
mente, despierta la sensibilidad.
Uno gusta de la mirada amiga, de la presencia com-
pañera, de la opción generosa que tienen contigo, pero
en la maduración personal hay tiempos para todo, y las
etapas de soledad son las que más acrisolan y dejan gus-
tar el equilibrio del ánimo, la templanza del cuerpo, la
serenidad afectiva, la riqueza trascendente, la relación
creyente, el acompañamiento invisible de los ángeles.

80
EL MIEDO

En el desierto hemos visto que se vive a la intempe-


rie. Una de las reacciones más comunes en los tiempos
y espacios de intemperie es la del miedo. No tanto por
lo que sucede en ellos, cuanto por lo que la mente ima-
gina que puede acontecer.
El miedo es una reacción subjetiva que paraliza a la
persona ante la posibilidad de que sobrevenga algún
acontecimiento adverso. Y esta reacción se agudiza en
los momentos en los que uno se encuentra más solo.
La mente, que se encuentra vagando, al adelantar con
imágenes negativas el futuro, ejerce un dominio despó-
tico sobre la persona y la conduce al temor, pánico,
deseos de huída, recelo, sensación de impotencia.
El miedo denuncia inseguridad y temor frente al futu-
ro más o menos inmediato y con frecuencia es causa de
paralización en la entrega, merma la presencia activa y
animosa donde se está y en lo que se hace. Ya no se
habla de proyectos, y si se realizan, todos están conta-
giados de falta de lozanía y generosidad.
Si se permite que el miedo, a modo de fantasma, se
adueñe del interior, puede tomar proporciones gigantes-
cas y someter la conciencia a un sufrimiento injusto, filtran-
do todas las noticias desde una clave negativa y adversa.
El miedo puede ser por algún mal físico o por un
sufrimiento moral, pero en general, en ambos casos,
por una presunción nociva de sucesos que no han lle-

81
gado a ser historia. Sin embargo, el presentimiento, la
imaginación negativa, la prevención obsesiva, llegan a
contagiar el mismo presente y se acumulan razones
para justificar la reacción temerosa y huidiza.
El miedo quita la libertad, la alegría, la paz, la gene-
rosidad. Secuestra, atenaza, merma la capacidad de
riesgo por las imágenes que proyecta y que pueden lle-
gar a causar reacciones descontroladas de pánico y des-
esperanza. Si sobrepasara algunos límites, habría que
pensar que es causado por alguna dolencia psíquica,
que debiera tener su tratamiento.
Frente al miedo está la confianza, que produce sereni-
dad, ánimo estable, entrega generosa, alegría, abandono
providente. No es por irresponsabilidad temeraria, ni por
inconsciencia irreflexiva. Se saben valorar con realismo
las circunstancias que concurren y siempre se apuesta
por el lado positivo, apoyados por la sana memoria de
hechos anteriores resueltos favorablemente.
La referencia liberadora no puede estar sujeta a la
confrontación interna subjetiva, en la que a ratos domi-
na el optimismo y otros, el pesimismo. Desde la fe, la
confianza se funda en quien es razón última, en Dios,
que avala con su amor la vida de las personas, la exis-
tencia y la historia. En Dios, que se declara amor.
“No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto
expulsa el temor, porque el temor mira el castigo;
quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor”
(1Jn 4,18).

A lo largo de la vida cada uno puede escribir su his-


toria, en la que no faltarán acontecimientos reveladores
del acompañamiento providente de Dios, que confirma
la oración del salmista y la afirmación del Apóstol.
El secreto de la confianza no está en uno mismo, ni
en la estadística de probabilidades favorables, sino en la

82
razón creyente que cuenta con la ayuda de Aquel que
puede al mal y ha podido a todos los enemigos, inclu-
so a la muerte. El salmista llega a rezar:

“El Señor es mi roca y mi baluarte,


mi liberador, mi Dios;
la peña en que me amparo,
mi escudo y fuerza de mi salvación,
mi ciudadela y mi refugio.
Invoco al Dios de mi alabanza,
y quedo a salvo de mis enemigos” (Sal 18 [17],3-4).
“El Señor es mi pastor, nada me falta.
Aunque pase por cañadas oscuras
ningún mal temeré.
Porque Tú vas conmigo.
Tu vara y tu cayado me confortan” (Sal 23 [22],4).

83
“NO TENGAS MIEDO”

Debo reconocer que la Providencia divina acompa-


ña a través de la extensa travesía, de manera especial
con su Palabra, que se convierte en bordón para el
camino y refrigerio oportuno en el agotamiento. La
Sagrada Escritura revela la opción del Señor de acom-
pañar a su pueblo. «No tengas miedo ni te acobardes,
porque el Señor tu Dios estará contigo dondequiera
que vayas» (Jos 1,9).
Jesucristo, conociendo nuestra naturaleza, nos ha
exhortado de forma reiterada: “No tengáis miedo”
(Mt 10,26). Él se ha adelantado y con palabras since-
ras, que además tienen autoridad, ha invitado a los
suyos a arriesgarse sin temor en el seguimiento evangé-
lico (Mt 10,31).
No obstante, porque la debilidad personal es persis-
tente o las circunstancias familiares o sociales acorra-
lan, hay momentos en los que el miedo se asoma como
tentación. Y parece justificado cuando se recuentan las
razones objetivas que nos rodean. En estos momentos
es posible dirigirse al Señor con palabras como
éstas:

• Señor, si parece que se acaban los buenos, que des-


aparece la lealtad entre los hombres, ¿cómo perma-
necer en fidelidad, contracorriente y no tener miedo
de perecer?

84
– No tengas miedo, yo soy fiel (Sal 145 [144], 13).
• Señor, si los poderes sociales imponen sus crite-
rios, y parece que no hay verdad objetiva, ni valor
moral permanente, que todo es susceptible de
cambio, según convenga, ¿cómo y a qué permane-
cer fiel, cómo no tener miedo de perecer en el
ambiente?
– No tengas miedo, yo soy la Verdad (Jn 14,6). El
mal no prevalecerá contra el bien. Yo he venci-
do al mundo (Jn 16,33).
• Señor, si hay tantos que sufren por su fe y se les mar-
gina y desprecia, se los tiene en menos, ¿cómo con-
vivir en esta sociedad con serenidad, y no tener
miedo ante tanta soledad y peligro?
– No tengas miedo, valéis más que los pájaros, y
ninguno de ellos perece sin el consentimiento
de Dios, vuestro Padre. No hay comparación
entre vosotros y los gorriones. No tengáis miedo
a los que puedan matar el cuerpo (Mt 10,31).
• Señor, no te das cuenta de que aumenta la increen-
cia, se diluye la identidad cristiana, parece que toda
la fe es cuestión cultural. ¿Cómo no tener miedo?
– No tengáis miedo a los hombres (Mt 10,26.28).
• Señor, ¿no ves las dificultades de los creyentes?
– No tengáis miedo, yo estaré con vosotros todos
los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,20).
• Señor, no quiero excusarme trayendo ante ti la vida
de los demás, cuando diariamente soy consciente de
mi pobreza y hasta de mi pecado.
– No tengas miedo, no hay proporción entre el
delito y el don de la gracia. Siempre es posible

85
el perdón, por la ofrenda del nuevo Adán, Jesu-
cristo (cf. Rm 5,12-15).
• Señor, ya no es por el ambiente, ni porque me hagan
mal los otros, sino por mi propia debilidad. Recono-
ce que es normal que tenga miedo ¿Cómo poder
resistir a tanto acoso, si, además, tantas veces he
sido víctima de mí mismo?
– No tengas miedo, te basta mi gracia, para que
así se vea más mi fuerza en tu flaqueza (cf. 2
Cor 12,9).
No tengas miedo, no soy un fantasma, ni una idea,
ni fruto de la imaginación o necesidad de los hom-
bres. Yo soy tu Dios, tu Padre, tu hermano, tu
amigo, el amor más íntimo, habito en ti.
No tengas miedo. Te quiero. ¿Acaso no recuerdas
que has vivido momentos en los que todo te pare-
cía oscuro, sin salida, barrera imposible de atrave-
sar, y has podido superarlos?
¿Acaso no recuerdas las veces que te ha sorpren-
dido que los hechos no hayan coincidido con los
temores?
– No tengas miedo, te acompañaré adondequiera
que vayas (Jos 1,9). El Señor escucha a sus
pobres, no desprecia a sus cautivos (Sal 69,34).

86
LA GRACIA DE LA DEBILIDAD

Durante cuarenta años no se puede hacer demostra-


ción de fuerza. Es posible correr durante un día de
andadura, para una vida entera hay que medir el paso
y contar con la vulnerabilidad esencial de la naturaleza
humana. Sin embargo, aunque no se puede caminar
siempre con tensión –San Bruno dice que un arco
siempre tenso se hace inservible–, se puede descubrir
una extraña fuerza en la debilidad.
Constato, muchas veces, que cuando más débil, frá-
gil y menesteroso me encuentro es cuando más sensi-
ble estoy, y normalmente entonces acudo a la oración
con mayor receptividad y apertura. Son ocasiones en
que bebo la Palabra, suplico intensamente, me encuen-
tro abierto, y acojo, aun en medio del dolor, lo que
supone siempre verse tan pobre.
En cambio, cuando me parece que estoy firme, que
hago las cosas bien, me sobreviene una falsa seguridad,
que me instala en mis modos de ser y de pensar de
manera refractaria. En esos momentos, no valoro lo
que significa un poco de agua en el desierto, una som-
bra en el camino, a la hora de mayor calor, y quizá no
comprendo a los que necesitan esos auxilios.
No deseo afirmar de manera absoluta algo que no sé
si es igual para todos. Por lo que yo experimento, des-
cubro que las ocasiones de mayor receptividad de las
mociones interiores suceden cuando estoy más sensi-

87
ble, y normalmente la sensibilidad es mayor cuando me
siento menesteroso y débil.
Si son así las cosas, ¿será una gracia la pérdida de
seguridad y el despojo que te convierten en mendigo de
la mirada compasiva, de la misericordia de Dios?
Sólo sé que la oración humilde y la estancia silencio-
sa, que transcurren en la percepción de la propia
pobreza, producen en mí una apertura y acogida mayo-
res que cuando me creo seguro de mí mismo. A la hora
de hacer una evaluación, descubro que en tiempos de
debilidad soy como el campo labrado que recibe la
semilla, como la tierra húmeda que permite que el
grano germine. Me parezco a la tierra sedienta, resque-
brajada su corteza endurecida, que absorbe la gota de
agua y la lluvia de tempero.
El sentimiento de búsqueda y la atención interior que
se viven en los momentos de prueba y debilidad son
inigualables. No se pueden comparar con lo que se
experimenta cuando parece que no se necesita nada.
Lo que me resulta evidente es que cuando confluyen
debilidad y relación teologal se da la mayor posibilidad
de la experiencia luminosa. ¿Habrá que agradecer las
heridas? Quizá en tantas ocasiones son la providencia
para despertar la sensibilidad y propiciar así el reen-
cuentro con Quien desea venir siempre a nuestro lado.
Más allá de la fenomenología personal y subjetiva, lo
cierto es que Jesús se dejó reconocer por los suyos
cuando estaban abrumados por la mayor tristeza, cuan-
do, doloridos y sobrecargados, su naturaleza les llevaba
a la desesperanza, al llanto, al miedo, al retorno escép-
tico.
Al hablar de manifestaciones de debilidad, recuerdo
las lágrimas de María Magdalena, el lamento de las
mujeres que acompañaron a Jesús camino del Calvario
y lo buscaron en la mañana de Pascua, el miedo de los

88
apóstoles, la desesperanza de los dos discípulos de
Emaús, el retorno a los trabajos de la pesca de Pedro y
sus compañeros, el escepticismo de Tomás... San
Pablo confiesa:
“Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las
necesidades, en las persecuciones y las angustias sufri-
das por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es
cuando soy fuerte” (2Cor 12,5-10).

Es natural que, después de los sucesos de la Pasión,


los discípulos de Jesús estén tristes. Mas resulta sor-
prendente que la experiencia de resurrección se dé en
todos los casos en las circunstancias de mayor debili-
dad, en momentos muy dolorosos. A la luz de los rela-
tos de Pascua, descubro el sentido positivo de las situa-
ciones de desánimo, que pueden ser momentos de
gracia y convertirse en hitos de fe.
“Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escán-
dalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas
para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un
Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
Porque la necedad divina es más sabia que la sabidu-
ría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte
que la fuerza de los hombres” (1Cor 1,23-25).

– ¿En qué pones tu fuerza?


– ¿Cuáles son tus títulos más nobles?
– ¿Qué reacción tienes ante lo que te humilla?
– ¿Has aceptado tu debilidad o sientes resentimien-
to y rechazas tu historia?

89
EXIGENCIA PERSONAL

Se es de un lugar; cada uno tenemos nuestra peque-


ña tierra de origen, sentimos de manera especial el
afecto por el pueblo en que nacimos y en general siem-
pre nos evoca gratos recuerdos. El propio carácter se
configura por las condiciones naturales del entorno en
el que se ha nacido y vivido. Pero más allá de ser de un
territorio o de otro, es esencia humana la pertenencia
al polvo del suelo, a la tierra, de ahí que la experiencia
del desierto configure de alguna forma la madurez espi-
ritual. Pues si cada persona tiene que responder a la
vocación comunitaria de pertenecer al género humano,
debe responder también a la invitación individual de tra-
tar con Dios a solas, en su parcela de desierto.
Sin embargo, aunque el barro es un componente de
la identidad humana, la marcha al desierto, en su
amplio significado, responde a una llamada. Al desier-
to no se puede ir por propia iniciativa, sino conducido
por el Espíritu Santo.
Al principio, el Creador puso a Adán solo en medio
del jardín. Dios, que lo hizo todo bueno, revela al
comienzo de la historia que hemos sido hechos para Él.
Este sello nos exigirá cuidar, en cualquier forma de vida,
el fin para el que hemos sido creados.
Abraham dejó su tierra, la casa de su padre, y se
encaminó, a través del desierto, hacia la tierra que se le
iba a mostrar como nueva patria (Gn 12,1). El patriar-

90
ca subió al monte del sacrificio con su hijo Isaac sin
decir a nadie nada, acompañado por la soledad en el
secreto de su corazón, fiado de Dios (Gn 22,5).
Jacob, durante la travesía del desierto, en el retorno
hacia la tierra de la promesa, lucha a solas toda la
noche con Dios y queda herido (Gn 32,26). Dios invita
a Moisés a subir él solo a la montaña (Ex 34,3). Elías
cruzó solo el desierto hasta llegar al Horeb, después de
cuarenta días (1Re19). El intento, aparentemente soli-
dario, de querer llevar a otros hasta el lugar del encuen-
tro íntimo con Dios, se hace imposible. Una frontera
impide atravesar la nube. La experiencia creyente es
íntima y muy difícil de trasvasar
Dios lo llena todo y exige ser el Todo. Cuando Él
quiere a alguien para sí le hace todos los demás amo-
res amargos. Pero cuando el hombre está solo por
Dios, se diviniza. Vivir sólo para Él manifiesta la fe en
el único Dios, y cuando uno se atreve a quedarse a
solas con Él, permanece en comunión con todos. No
hay rostro más fascinante que el de quien permanece o
ha permanecido a solas en un trato de amistad con el
Misterio.
A los llamados a subir a lo alto del monte para estar
con Dios se les pone como atalayas y vigías de toda la
humanidad. El icono de la Transfiguración es emblemá-
tico para definir a los que han sido llamados por Jesús
a ser testigos de su semblante luminoso (Mc 9,2-10).
Cuando Dios escoge a una persona para sí la hace
sagrada e inviolable. Su soledad es señal luminosa de
que pertenece a Dios y esparce luz a todos. Los que
habitan en el desierto ofrecen sin decirlo la profecía de
lo más permanente.
Acercarse a la soledad del monte del Señor no es
signo de individualismo. Quien descubre la fascinación
de la soledad contemplativa, acrecienta la posibilidad de

91
la mayor presencia humana. Los hombres y mujeres
del desierto son testigos privilegiados de lo fundamen-
tal que les ha llevado a habitar en el silencio, al mismo
tiempo que se convierten en hospitalidad para muchos.

“¡Qué bueno eres, Señor, con el alma que te busca. Sales


a su encuentro, lo abrazas, te ofreces como Esposo, tú
que eres el Señor, es más, Dios bendito sobre todo y por
siempre!”1

Si buscas la presencia de Dios, si deseas ver su rostro,


la posibilidad más reveladora la encontrarás adentrándo-
te en la radicalidad del desierto, como Moisés en lo alto
del Sinaí, como los amigos de Jesús, Pedro, Santiago y
Juan en el monte alto (Mt 17,1-8). El Maestro nos ense-
ña que la relación más íntima con su Padre la celebraba
a solas, tantas veces de noche, a menudo en lugares que
nadie conocía (Mt 14,23; Mc 6,46; Lc 6,12).

1 SAN BERNARDO, Sermón Cant. 69,8.

92
EL DESIERTO DEL CORAZÓN

Con la imagen del desierto se iluminan muchas cir-


cunstancias de la vida y, con esta luz, toman un sentido
diferente, a pesar del posible sufrimiento o adversidad
que supongan.
Una de las experiencias más existenciales, en
muchos momentos dolorosa, en la historia de cada per-
sona, es la que afecta a los sentimientos, todo lo que
toca el corazón, que a lo largo de la vida acontece de
manera fascinante o se impone de forma dramática,
como el amor o el despojo de los seres queridos. Tam-
bién se viven momentos intensos por motivo de la
opción voluntaria, en razón de una llamada, cuando se
decide circuncidar el corazón, trabajar la unificación
interior y el dominio de los afectos, como testimonio de
los valores del Reino y para un servicio abierto y dispo-
nible en favor de todos.
Es un proceso de maduración que impone y exige el
desarrollo personal, pues no siempre es posible hacer lo
que se desea, ni estar con los que se ama, y por una u
otra razón sobreviene la exigencia del desprendimiento.
La amistad es un don (Si 6,15); las relaciones huma-
nas positivas, una necesidad; la familia, una gracia, tra-
bajar en lo que a uno le gusta, un privilegio, y sin
embargo, en el desierto se pone a prueba si el corazón
es o no de Dios. Él lo exige todo, para darlo todo. A
Abraham se le pidió su propio hijo (Gn 22,2). Ismael e

93
Isaac, Esaú y Jacob, hermanos, se tuvieron que separar
(Gn 21,10; 27,43). A José lo vendieron sus propios
hermanos en pleno desierto, y a su padre Jacob le fue
insufrible la pérdida de su hijo pequeño (Gn 37,28). A
Job se le despojó de su hacienda, ganados, familia
(Jb 1,13-16). Es emblemática su respuesta: “El Señor
me lo dio. El Señor me lo quitó, bendito sea el nom-
bre del Señor” (Jb 1,21). Después se vio bendecido
con la abundancia de bienes y de familia (Jb 42,12).
El desierto ayuda a vivir a cada uno el espacio de la
soledad esencial, la individualidad sagrada, la esencia
personal de ser un sujeto único, creado por amor y
para amar, con la vocación profunda de ser de Dios, a
quien se debe amar sobre todas las cosas. Sólo Dios es
Dios. Cuando este principio no se cumple y se intenta
paliar el despojo con otros auxilios o razonamientos
que no sean de Dios, aunque sea de manera incons-
ciente, se sufre la ansiedad y cabe que asalte el sinsen-
tido, o la rebeldía.
El matrimonio exige dejar a los propios padres (Gn
2,24). Los padres deben permitir que se vayan los
hijos, aunque sea para hacer algo que no es de prove-
cho (Lc 15,12-13). La llamada de Jesús implica renun-
cia: “El que ama a su padre y a su madre más que a
mí, no es digno de mí” (Mt 10,37). El trabajo en la
viña implica esfuerzo y obediencia (Mt 21,28-31).
Cuando no se entiende esta ley, se sufre injustamente.
No obstante, es legítimo el dolor de una separación.
Jesús lloró la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11,35).
El desierto es el precio de la libertad. El pueblo de
Israel salió de la esclavitud de Egipto y tuvo que atrave-
sar el desierto del Sinaí, de Arabia, el Negueb, los terri-
torios de Edom, las estepas de Moab, durante cuarenta
años, hasta alcanzar el oasis de Jericó y entrar en la tie-
rra de la promesa.

94
Cada una de las etapas tiene una experiencia de des-
pojo y otra de ayuda. Siempre hay elementos que pue-
den confortar en la prueba (Hch 7,23.30.36). En la
referencia al Éxodo, destaca la relación permanente
con Dios, bien a través de signos extraordinarios, con
los que el Señor dejaba sentir su acompañamiento, bien
con la presencia divina junto al campamento en la
Tienda del Encuentro, donde reposaba la nube y donde
acudían los israelitas a rezar y consultar con el Señor
(Ex 33,7).
Hay quienes se someten a disciplina para dominar el
cuerpo y otros se inician en diversos métodos para con-
trolar la mente. Los padres del desierto son aquellos
que han dominado su corazón. “Está claro que ayunar
es bueno para el bienestar físico, pero para los creyen-
tes es, en primer lugar, una «terapia» para curar todo lo
que les impide conformarse a la voluntad de Dios”1.
Prueba a dar gracias y a bendecir a Dios en los
momentos en los que sientes que se te quita de algo, y
verás crecer dentro de ti la libertad, el gozo y la fecun-
didad de tu trabajo y de tu vida. Es la ocasión de alabar-
lo con todo el corazón (cf. Sal 9,2).
Intenta hacer como el Señor: “Nadie me quita la
vida; yo la doy voluntariamente” (Jn 10,18). Si te
atreves a adelantarte en la entrega, en vez de sufrir el
despojo, gustarás la alegría de la bienaventuranza (Mt
5,12). “Tú has dado a mi corazón más alegría que si
abundara en trigo y en vino” (Sal 4,8).
Prueba a adorar a Dios cuando sufres una contrarie-
dad o pierdes a un ser querido, y recibirás el gozo de
una presencia favorable y permanente.
La unificación del corazón es una tarea y un don,
gozar de un corazón unificado y libre es una gracia y

1 BENEDICTO XVI, Mensaje de Cuaresma 2009.

95
fuente de felicidad constante. Padecer la división del
corazón por un amor imposible es un sufrimiento terri-
ble. La dualidad del corazón conduce a la ruptura de la
persona. La unidad del corazón capacita para las mayo-
res empresas y da una disponibilidad alegre y generosa.
Bendice a Dios, si te ha concedido la libertad de
corazón. Bendícelo, porque es el mayor don que se te
puede otorgar. El salmista reza: “Por eso se me alegra
el corazón, mis entrañas retozan, y mi carne descan-
sa serena” (Sal 16 [15],9).

96
LA BELLEZA DE LO COTIDIANO

En principio, un paisaje desértico parece que es un


lugar sin expresividad, donde no cabe la exclamación
admirativa, porque todo es igual. Esta idea, que no coin-
cide con la realidad, ya que paradójicamente el paisaje
del desierto es fascinante, me ha dado luz para iluminar
la vida ordinaria, la cotidianidad, la existencia aparente-
mente monótona, que transcurre en el diario vivir y que
puede ser motivo de decaimiento y de tristeza.
¿Dónde se encuentra la belleza del páramo? ¿Dónde
el atractivo del yermo? ¿Qué realidad puede producir la
fascinación suficiente para permanecer de por vida en
el desierto? Encontrar la clave será una herramienta
muy útil para prestar la mayor posibilidad a la creativi-
dad en la vida ordinaria, en el cada día, sin perecer en
la costumbre estéril y gris de la rutina.
Para dar novedad a lo cotidiano, puede ayudar el
carácter personal, la iniciativa que interrumpe la iner-
cia, pero siendo importante el propio comportamiento,
el día a día puede conducir al cansancio. El secreto lo
descubro en el interior, como ocurre en el desierto,
cuando se descubre una bolsa de agua en el subsuelo.
Desde la actitud creyente, la Palabra de Dios brinda
constantemente apoyos para mantener una disposición
renovadora a lo largo de los días. Si al amanecer se
siente el tedio, fatiga para emprender de nuevo la tarea,
y el recurso a la disciplina, al ejercicio de la voluntad, al

97
qué dirán, a la obligación laboral no es suficiente para
levantarse con ilusión, al recordar en ese momento el
motivo para madrugar que reconoce el salmista, se reci-
be una energía diferente: “Oh Dios, tú eres mi Dios,
por ti madrugo” (Sal 63 [62],2).
Es muy distinto afrontar la jornada con una referen-
cia personal, positiva y amorosa, que sentir sólo la obli-
gación del esfuerzo y el compromiso profesional. En
muchas religiones la hora primera del día tiene una
connotación cultual. En el salterio se reza:
“Por la mañana escucharás mi voz” (Sal 5, 4).
“Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está
firme. Voy a cantar y a tocar: despierta, gloria mía;
despertad cítara y arpa; despertaré a la aurora” (Sal
57[56], 9).

Ayuda mucho acompañarse cada día con la lectura


de la Palabra que propone la liturgia. Es como si se
recibiera el mejor noticiario, por el que se renuevan las
ganas de vivir y de poner los propios dones sobre la
mesa común de la sociedad. A la luz de la Palabra se
ilumina la historia y se reciben las mociones del Espíri-
tu para actuar según Dios quiere.
Los hombres y mujeres del desierto hacen de una sola
palabra, o de una pequeña frase bíblica jaculatoria y la lle-
van en los labios y en la mente, con lo que prolongan el
vivir en la presencia de Dios. Así, a lo largo del día, se
puede ir recordando la Palabra escuchada y rezada para
atravesar la jornada de manera distinta. Por ejemplo:
“Adán, ¿dónde estás?” (Gn 3,9).
“¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4,9).
“¿Qué haces aquí?” (1 Re 19,13).
“Poneos en camino” (Ex 12,31).
“¿Qué buscáis?” (Jn 1,38).

98
“¿A quién buscas?” (Jn 20,15).
“Sígueme” (Mt 9,9).
“Venid conmigo” (Mt 19,4).

Los monjes han descubierto el ritmo del ora et labo-


ra. La Sagrada Escritura señala: “Siete veces te alabo
Señor” (Sal 118 [119],164). Jalonar el tiempo con la
invocación trascendente es una forma de introducir
algún refrigerio para la fatiga.
Ante el riesgo de la costumbre, de la inercia, de con-
vivir con la mediocridad, que hace irrespirable el ambien-
te y produce tedio, es muy importante saber introducir
con pequeños detalles alguna novedad por la que se des-
pierte constantemente la sensibilidad y no se decaiga en
la misión, por monótona que sea. Ayuda mucho colocar
una flor en la mesa, cuidar el orden, mantener el respe-
to a los útiles de la casa. Aún tengo presente la imagen
de la película “El gran silencio”, donde el monje cartujo,
después de cortar la leña para la estufa, ordenaba los tro-
zos de madera como si fueran libros de la biblioteca. Es
muy importante que el lugar donde se habita sea acoge-
dor. La austeridad no está reñida con la belleza.
Saber mirar con ojos nuevos la realidad depende de
la referencia interior que se tenga. Una clave para
gozar de lozanía y espontaneidad es no sumar las
pequeñas dificultades ni las diferencias en las relaciones
domésticas. En vez de pensar que siempre te toca
sobrellevar la carga, encontrar el sentido de que es un
privilegio servir. Si algo te irrita, o alguien te ofende, la
memoria de que a ti te han disculpado en muchas oca-
siones, y siguen haciéndolo, te capacita para el perdón
y para relativizar los posibles descuidos o faltas de sen-
sibilidad de los otros.
Un ejercicio mental importante consiste en no permi-
tir que se filtren pensamientos negativos sobre la realidad

99
o sobre las personas, y en caso de descubrir que en ver-
dad acontece algo negativo, tener la generosidad de la
disculpa, y la higiene necesaria para no acumular moti-
vos de disgusto y desafección. Una madre del desierto
afirmaba que es mejor quitar todos los días la hierba del
jardín y no esperar a que crezca. Jesús apela a otra figu-
ra cuando aconseja paciencia y no proceder a arrancar
la mala hierba antes de que madure la mies, no sea que
se arranque todo a la vez. En este sentido, importa
mucho cuidar la expresividad verbal, porque una palabra
a deshora puede bloquear las relaciones. Un principio
acreditado es “hablar por amor y callar por amor”. Jesús,
en la oración del Padrenuestro, nos ha enseñado a per-
donar como actitud diaria.
San Benito aconseja a los monjes tratar los útiles del
monasterio como vasos sagrados del altar. Quien habita
en el desierto es austero, discreto, paciente, pacífico,
generoso, hospitalario, vive al ritmo de las horas, encaja
los acontecimientos sin perecer en ellos, sabe tratar las
cosas con respeto. El gozo del que mora en la soledad
guarda el secreto de la oración continua; se sabe necesi-
tado constantemente del perdón, y esto le concede mise-
ricordia hacia los demás, que practica orando por todos.
La jornada concluye de otra forma si se acude a la
acción de gracias por lo vivido en ella, si se reposa en
las manos de la Madre de Dios. La Iglesia y la piedad
cristiana tienen oraciones colmadas de ternura y de
confianza para dirigirse a la Virgen María al concluir la
tarea. En muchas abadías cistercienses, ya desde los
tiempos de San Bernardo, a esta hora se vive uno de
los momentos más reconciliadores. Al tiempo que se
enciende una candela ante la imagen de Nuestra Seño-
ra y se escucha el último toque de oración, en silencio,
se recibe la mirada entrañable de la Madre de Dios,
como beso que serena el corazón.

100
MEDIACIONES

Debo reconocer que durante la cuarentena de años


que ya llevo de ministerio y de estancia en Buenafuen-
te, han sido muchas las circunstancias y personas que
se han convertido en mediaciones providentes. Gracias
a ellas no me ha faltado el auxilio necesario, el “pan de
cada día”, y aunque, en principio, la vida se pueda
interpretar a la luz del desierto, donde la soledad, el
silencio, lo recio del despojo configuran tantas veces la
existencia, en la travesía se dan ayudas providenciales,
que acompañan de manera especial en la hora más
dura de la prueba. En las Sagradas Escrituras se narran
intervenciones humanas y espirituales que han supues-
to una ayuda para el Pueblo de Dios y para los elegidos
del Señor. La referencia a la ley, a los profetas, al ejer-
cicio de la voluntad en obediencia, se convierten en tres
pilares que estabilizan la respuesta fiel a lo largo del
camino.
Si nos fijamos en los textos sagrados, se observa que
Dios acompaña tanto comunitaria como individualmen-
te. “De muchas formas habló Dios a nuestros padres
desde antiguo por los profetas” (Hb 1,1). También
habló al corazón de los elegidos. Dios llamó a Abram:

“El Señor dijo a Abram: «Vete de tu tierra, y de tu


patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te
mostraré»” (Gn 12,1).

101
Llamó a Moisés:
“El ángel de Yahveh se le apareció en forma de llama
de fuego, en medio de una zarza” (Ex 3,2).

Llamó a Samuel:
“Vino Yahveh, se paró y llamó como las veces anterio-
res: «¡Samuel, Samuel!» Respondió Samuel: «¡Habla,
que tu siervo escucha»” (1 Sam 3,10).

Una constante permanente de la revelación es la


intervención divina en la historia y en la vida de los
hombres. El creyente vive de la fe, de dar crédito a la
presencia de Dios a través de mediaciones más o
menos veladas.
De manera emblemática, Moisés se convirtió en
referente del acompañamiento de Dios a su pueblo, de
la voluntad divina, indicación de la dirección del cami-
no. Tanto Moisés como los patriarcas tuvieron expe-
riencia de la ayuda que les prestaba el Señor a lo largo
de su itinerancia por el desierto. La zarza ardiente, la
nube luminosa, el agua de la roca, el pan del cielo, el
bastón sagrado, el ángel del Señor, los signos providen-
tes jalonan los relatos bíblicos para revelar la presencia
atenta de Dios junto a sus escogidos, junto a su pueblo.
Elías, al igual que Moisés, fue testigo privilegiado del
desierto. La sequía, el ángel consolador, la voz del
Señor, el pan de la viuda…, fueron experiencias que
concedieron al profeta la certeza de no estar solo. Elías
y Moisés se nos presentan como referentes de la ley y
de la profecía. Se ha querido ver en ellos tanto el acom-
pañamiento de la Ley, como el apoyo de las mociones
interiores, la atención a los mandatos del Señor y el
don personal, la insinuación del Espíritu en lo íntimo de
la conciencia y la objetividad de la revelación divina por
el mismo y único Espíritu.

102
Si se caminara por las latitudes del desierto sin tener
en cuenta los mandatos de Dios y sus mociones, se
correría el riesgo de perderse, de dar pasos inútiles o
muy costosos. Es necesario el ejercicio de la escucha y
de la fidelidad. En los momentos oscuros, a pesar de no
ver ni sentir, es necesaria la permanencia, que se expre-
sa por la obediencia a lo que se sabe que es bueno.
Es emblemático el libro de Tobías, en el que se nos
narra el viaje de Tobit, acompañado por el ángel
Rafael, que le va orientando en sus decisiones más
importantes, mostrándole el camino, presentándole a
la mujer que llegaría a ser su esposa, enseñándole el
secreto medicinal que curaría la ceguera de su padre.
Juan Bautista se une a la generación de profetas, es
prototipo de la ascesis. Nada es fácil en el desierto. La
obediencia a la voluntad divina, objetivada en los man-
datos del Señor, a la vez que a las propias mociones
interiores, exige la renuncia a la propia voluntad de la
propia voluntad, respuesta que es posible con la gracia
del Espíritu Santo.
Yo suelo llamar a estas intervenciones providenciales
“florecillas” del camino. ¡Cómo alegra saber ver en
todo la mano de Dios, reinterpretar los acontecimien-
tos en clave teologal, encontrar por doquier la sacra-
mentalidad divina, la presencia del ángel del Señor!
Acabábamos de celebrar la Navidad de 1982. El 10
de enero del año 1983, a las ocho de la noche, a ocho
grados bajo cero, me sucedió un hecho que se grabó en
mi memoria para siempre.
En esas fechas, y por esos años, nadie llegaba a Bue-
nafuente. Aquella noche heladora, la madre Abadesa me
llamó por el teléfono interior porque al ir a cerrar el
zaguán del monasterio se encontraron con un muchacho
que se estaba disponiendo en un rincón un lugar para dor-
mir. Al dar acogida al joven desconocido, al que miraba

103
con cierta sospecha a la vez que recordaba el mandato de
San Benito: “Recíbase al huésped como al mismo Cristo
en persona”, después de acompañarlo al lugar que tenía-
mos para acoger, le pregunté cómo se llamaba y no me
respondió. Yo me dije para mis adentros que me estaba
bien, pues por la fe sabía que era el Señor. Le repetí la
pregunta de otra manera: “Perdón, para decirte buenas
noches, ¿cómo quieres que te llame?”. El joven, de forma
serena y suave, me contestó: “Mi madre me puso por
nombre Jesús”. En aquella ocasión sentí algo indescripti-
ble, y no sé si le llegué a decir “buenas noches” o no.
En el verano de 2008, el día 25 de julio, a las tres
de la tarde, en lo más recio del calor, iba de Buenafuen-
te hacia Madrid para celebrar la boda de unos amigos.
En el trayecto vi cómo avanzaba un hombre con un
bulto al hombro, en dirección al Monasterio. Enseguida
me dije: “Seguro que, de nuevo, tenemos otro caso de
alguien que quiere que lo acojamos”. Sentí malestar y
violencia, porque hacía muy pocos días habíamos teni-
do que intervenir con un huésped por causa de su com-
portamiento incorrecto.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, estando a la
mesa con los compañeros, les pregunté si habían visto
o recibido a alguien. Ellos me respondieron que sí, que
lo habían acogido, y que estaba en una de las habitacio-
nes reservadas para los huéspedes de confianza. Yo me
sentí contrariado y les recordé lo que había sucedido
recientemente.
Cuando estaba hablando, apareció el nuevo visitante.
En ese momento, por educación, cambié el tono de voz
y el tema de conversación. Me puse a atenderle con pala-
bras amables, y comprobé que era la misma persona que
yo había visto el día anterior a pleno sol. Me contó que
se había puesto en camino desde Alcolea del Pinar, que
está a 44 Km., porque buscaba un lugar de paz.

104
Al hilo de la conversación, sin que lo tenga por cos-
tumbre, pues generalmente por respeto no investigo la
identidad de las personas, le pregunté cómo se llama-
ba. El hombre me respondió: “Me llamo Jesús”. En ese
momento sentí de nuevo un escalofrío y la derrota de
todas mis defensas. Reaccioné enseguida y le ofrecí
hospedaje en la Casa de Acogida por un tiempo de dos
semanas; después consideraríamos su permanencia.
Pasado el tiempo, íbamos evaluando su estancia, y
cada vez se sentía mejor, a la vez que se prestaba a
todos los trabajos, sin tenerle que pedir nada. Después
de seis meses, Jesús se ha convertido en un gran apoyo
en el servicio de la Casa de Acogida.
El Señor siempre sorprende. Él sale a nuestro paso.
Pero, ¡tantas veces nos quedamos sin reconocerlo por
motivo de nuestros prejuicios y prevenciones! El que
creí un huésped inoportuno, ha llegado a ser estabiliza-
dor para la acogida a otros muchos.
Seguro que tú tienes en tu historia hechos sorpren-
dentes difíciles de explicar si no se entiende la interven-
ción providente. No es demostrable, podrías decirme
que ha sido casualidad, coincidencia, azar. Yo te reco-
nozco que siento una gran fuerza cuando todo lo inter-
preto por la opción divina de caminar a nuestro lado.

105
DESIERTO INTERIOR

A la hora de ir describiendo las latitudes del desierto,


vienen a mi memoria las imágenes más bellas que un
peregrino puede recordar del recorrido por la Tierra
Santa, cuando se ha atravesado el Negueb y se llega, a
través de la península del Sinaí, al monte de Moisés, o
cuando se ha celebrado la Eucaristía en los roquedales
del desierto de Judea. Nunca se imagina uno que pueda
ser tan fascinante el paisaje del desierto bíblico. Allí he
oído el gemido de la paloma, he contemplado a la gace-
la, he comprendido el verso del Cantar de los Cantares:
“Paloma mía, en las grietas de las peñas, en escarpa-
dos escondrijos, muéstrame tu rostro, déjame oír tu
voz...” (Ct 2,14). He gustado el zumo de granadas, los
dátiles de En Gedí, el palmeral de Jericó. “Jesús se reti-
ró otra vez al monte, Él solo” (Jn 6,15).
Cuando se visita Tierra Santa, que según Juan Pablo II
es el quinto evangelio, ¡cómo se comprenden los relatos
que transcurren junto al pozo de Berseva, en el pozo de
Jacob, en Samaría, las alusiones a los torrentes del
Negueb, o a las fuentes que afloran en el desierto!
Sin embargo, según ya he señalado, no me refiero a
la latitud geográfica del desierto, aunque siempre será
una referencia simbólica y una ayuda para explicar el
sentimiento. ¡Cuánta luz se recibe al ver cómo en pleno
yermo, horadando la tierra, se alcanza el manantial y lo
que parece estéril muestra la mayor fecundidad! ¡Cómo

106
se saborea la relación esencial con la tierra, como si se
descubriera que uno es parte de ese polvo y de pronto
percibiera el enamoramiento, al adentrarse en la sole-
dad más indescriptible!
Interpretamos la imagen del desierto como el lugar
privilegiado de la escucha interior, de la percepción
sorpresiva de la insinuación del Espíritu, de la moción
consoladora que afecta por dentro a la persona y la
conduce a un cambio con “determinada determina-
ción”1. La fuerza duradera es la que se recibe interior-
mente, y por ella cabe la fidelidad. Es necesario oír con
el oído del corazón. Los propósitos inventados tienen
un final amargo, decepcionante, que conduce al escep-
ticismo.
El desierto interior puede describirse de manera muy
diferente, según resuenen por dentro la angustia o la
consolación. Hay que bajar a lo profundo. Han tenido
que suceder la noche más oscura y la angustia más
insoportable, sentir el abismo debajo de los pies. Se ha
tenido que gustar el poso amargo, encontrarse ante el
callejón sin salida, experimentar el límite de las fuerzas.
Se ha tenido que sentir el hielo del vacío, palpar el des-
encanto compañero, consumir todas las expectativas.
En estas posibles circunstancias se reconoce de dónde
viene la ayuda: “El auxilio me viene del Señor” (Sal
121 [120],2). Y se calma la sed con el grito: “¡Dios
mío, ven en mi auxilio!” (Sal 38 [37],22).
Prueba a permanecer un tiempo en soledad y silen-
cio, a acallar las voces que te oprimen por causa de
acontecimientos adversos, domina sin violencia el esta-
do de ansiedad acompasando tu respiración y echando
la mirada al horizonte abierto, déjate saludar por la
brisa, escucha el canto de la naturaleza, permite que te

1 SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección 21, 2.

107
envuelva el clima suave, cálido o frío, que te trae el
viento y escucha:
“Paloma mía, en las grietas de la roca,
en escarpados escondrijos,
muéstrame tu semblante,
déjame oír tu voz;
porque tu voz es dulce,
y gracioso tu semblante» (Ct 2,14).

Me podrás responder que tú no has tenido estas


experiencias, ni has oído declaraciones tan íntimas, ni
consolaciones tan afectivas. Sin embargo, lo más cier-
to es lo que sucede en el interior del ser, la presencia
divina que lo habita, la relación trinitaria que acontece,
el santuario en que nos convertimos cuando recibimos
la Eucaristía y permitimos que el Espíritu Santo ame en
nosotros y a través nuestro.
Lo más real no es el sentimiento, que se parecería
más a un paisaje henchido de fragancia, sino lo que se
esconde en el subsuelo, el manantial profundo, inago-
table. San Agustín describe muy bien esta experiencia.
“Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva. Tarde
te amé. Tú estabas dentro y yo de fuera, y allí te buscaba,
y yo feo, íbame tras esta hermosura visible que hiciste.
Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuvie-
ran en ti, no existirían.
Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; bri-
llaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu
perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo. Gusté de ti, y
ahora siento hambre y sed de ti. Me tocaste, y deseé con
ansia la paz que procede de ti”2.

2 SAN AGUSTÍN, Confesiones X, 27.

108
LLÉVAME AL DESIERTO

La experiencia se describe muchas veces en este


orden: desierto, tentación, Espíritu. Pero el orden que
marca el texto evangélico es el contrario: Espíritu, desier-
to, tentación. Sólo desde la obediencia al Espíritu Santo
es posible la travesía del desierto sin perecer.
Ir al desierto por propia iniciativa es imprudente,
hacerlo por curiosidad, es arriesgado, creerse experto y
adentrarse en la extensión vacía, es pretencioso. Sólo
se puede ir al desierto empujado por el Espíritu o acom-
pañado por Él.
Jesús fue al desierto conducido por el Espíritu, se
dejó tentar por el Diablo, sufrió el acoso del Tentador,
mas ungido por el Espíritu, venció el cerco.
Jesús sintió el halago del poder, del tener y del placer.
Pero nos enseñó a adorar al único Dios en espíritu y verdad.
Jesús, durante su estancia en el desierto, padeció la
propuesta del falso mesianismo. Pero obedeció al Espí-
ritu Santo y se entregó en la cruz.
Quizás has conocido el desierto, la soledad del pára-
mo, el tedio de lo cotidiano como paisaje inexpresivo:
la tentación. ¿Conoces al Espíritu Santo?
Quizá has buscado, por tentación, el acompaña-
miento de lo que no aprovecha, has sentido las llama-
das tentadoras, evasivas, a la extroversión. ¿Te has sen-
tido acompañado por el Espíritu? ¿Has descubierto la
riqueza inagotable interior, donde Él habita?

109
Quizá conoces la aridez del yermo, has probado el
sabor amargo de vacío, lo recio del silencio físico. ¿Has
gustado la novedad consoladora del Espíritu de Dios?
¿Has percibido con el oído interior su surruro amoroso?
Clama: ¡Ven, Espíritu Santo!
Quizá ahora comprenderás que es un privilegio la
experiencia del desierto y por qué han sido conducidos
a él los amigos de Dios, su pueblo, y el mismo Jesús. El
desierto se convertirá en el lugar de la teofanía, de la
victoria sobre las tentaciones, de la experiencia cons-
tante de la misericordia.
Quizá ahora descubras que el desierto no es exilio,
ni destierro, sino travesía, andadura esperanzadora,
camino con meta fascinante, secuencias que confirman
la verdad de la fidelidad de Dios.
Quizá ahora te atrevas a solicitar lo que en principio
te podía parecer imposible, superior a tus fuerzas, o si
lo estabas viviendo, te podría parecer desgracia, mala
suerte:

– Señor, llévame al desierto, al espacio interior, a la


celda del corazón, a lo más escondido de mi intimi-
dad, donde tu hablas y escuchas.
– Señor, condúceme al seno de tu relación más identi-
ficativa, donde Tú mismo experimentaste el amor de
tu Padre, donde dejaste entrar al discípulo amado, el
lugar donde no cabe el disimulo.
– Señor, Tú has bendecido el corazón limpio y el sem-
blante de niño. Purifica mis entrañas, para que
pueda habitar en el espacio sagrado donde Tú te
dejas sentir y enamoras.
– No es momento de quedar bien, ni de aparentar el
despojo y a la intemperie; sólo es posible dejarse
mirar por ti, gracias a tu misericordia.

110
– “Señor enséñame tus caminos, instrúyeme en tus
sendas: haz que camine con lealtad” (Sal 24).
– Señor, Tú me sondeas y me conoces. Sé que no me
veré defraudado si emprendo la andadura en obe-
diencia a tu invitación, sino que me desvelarás tu
misericordia. “Aquí estoy, mándame”.
Ahora se comprende mejor todo el código cristiano,
que se concentra, como en una célula, en el Misterio
Pascual.
Ahora se comprende mejor que sólo desde la luz hay
posibilidad de abrazar la cruz amorosamente. Por la
vivencia de amor, se asume el despojo sin desesperan-
za. Gracias al sentimiento de filiación, surge la paz por
saberse en las manos del Padre. La percepción conso-
ladora revela el discernimiento positivo en la prueba.
La certeza de la Resurrección quita el temor a la muer-
te como abismo. Después de la experiencia de amistad
con Jesús, se graban en la memoria sus palabras ilumi-
nadoras y proféticas de abandono confiado para los
tiempos de soledad.

111
EL DON DEL DESIERTO

Sólo una vez pasadas las duras etapas del desierto es


posible comprender que su travesía ha sido un don, aun-
que en la memoria queden las señales de las mordedu-
ras de las serpientes, los efectos de tantas idolatrías y
movimientos de separación por haber caminado de
manera independiente, al margen de la voluntad divina.
A los padres y madres del desierto se los conoce por
su sabiduría. Gracias a su enseñanza podemos prever
los accidentes del camino y estar avisados. Aunque
nadie puede hacer el viaje por otro, se suele aconsejar
tener en cuenta a quienes conocen ya la andadura. Pue-
den informar de algunos peligros y recomendar los
equipamientos necesarios.
En el Evangelio se nos advierte que no es sensato
edificar sobre arena (Mt 7,26). En el desierto no se
puede estar sin preparación. Sabemos que edifica sobre
roca quien lo hace sobre Cristo (1Cor 3,11). Abando-
narse a los designios del Creador es un principio de
estabilidad, además de conducir a un conocimiento
amoroso de Dios.
El desierto hace posible vivir en contacto con la tie-
rra y esta proximidad se convierte en recordatorio del
propio origen. Olvidarse de que hemos sido hechos de
barro es prepotencia. Nadie se ha dado la vida a sí
mismo. Estamos en el desierto porque estamos vivos, y
la vida es un don que concede el Creador de todo.

112
Dios no quiere que nos rompamos, ni que estropee-
mos la vasija que contiene el tesoro. El creyente confia-
do, que conoce su frágil condición y que la vasija de
barro está expuesta constantemente a romperse, espe-
ra a que, en caso de fractura, las manos del Alfarero la
rehagan, y el amor del Espíritu Santo la fragüe. Mas si
romperse es propio de la fragilidad, traer a la memora
la historia de las quiebras perdonadas suscita gratitud,
comprensión y sabiduría. El consejo es no separarse
de la mirada de Dios. Cuando te acudan los recuerdos
de las veces que te has roto, trae también a tu memo-
ria los relatos de la artesanía restauradora de Dios para
contigo.
Desde la fidelidad divina, ante los posibles fallos o en
la sensación de impotencia, deprimirse por saberse
débil es orgullo. Si se conoce a quien nos llamó a hacer
la travesía de la existencia, si se sabe que nos acompa-
ña, resignarse con la propia fragilidad es desesperanza.
Lo correcto y creyente es dejarse restaurar en caso de
rotura. Ponerse en las manos de Dios es la actitud más
prudente y la máxima posibilidad de comenzar de
nuevo.
Como eco de quienes ya han recorrido mucho tre-
cho del camino de la existencia, quedan algunos princi-
pios que se convierten, a la espera del encuentro con el
Señor, en aceite para la propia lámpara y en óleo
samaritano para socorrer a otros compañeros de viaje.
En cualquier caso, pactar con la fragilidad es falta de fe,
porque se absolutiza la debilidad cuando sólo Dios es
Dios. No hay accidente que sea irreparable, si se acude
a la misericordia divina.
¡Cuántas veces lo que juzgamos debilidad es ocasión
para recibir misericordia y capacitación para ser mise-
ricordiosos! Comprender la debilidad de los otros es
una obra de misericordia. Ayudar a restaurar las arpa-

113
duras de sus vasijas es ejercicio entrañable. El recuerdo
de las propias heridas curadas aviva la conciencia de
participar en la luz pascual y adelanta la entrada en la
tierra de la promesa. En el Evangelio se narra cómo la
fe de los que transportaban al paralítico logró de Jesús
no sólo la curación, sino el perdón de los pecados (Mc
2,1-12).
Si, por el contrario, te crees fuerte, invulnerable y
seguro, corres un grave riesgo de agotarte por pasar
como quien se siente superior y se atreve a juzgar la
debilidad de los demás. Esta actitud, además de ser
atrevimiento injusto, en muchos casos puede llegar a
ser comportamiento incoherente. Jesús llama la aten-
ción sobre aquellos que echan fardos pesados sobre los
hombros de los otros, y exigen a los demás lo que ellos
no hacen.
“En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y
los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os
digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no
hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas
de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren mover-
las” (Mt 23,2-4).

114
LOS PADRES Y MADRES
DEL DESIERTO

Suele ser habitual encontrar los emplazamientos


monásticos en lugares atractivos, hermosos y de gran
riqueza paisajística, y comentar: “¡Qué bien sabían los
monjes escoger los lugares!”. En realidad, lo que ocurre
es que por la vida e historia del asentamiento monásti-
co, muchas veces el lugar silvestre, en ocasiones salva-
je, yermo, árido, desolador, se convirtió en un espacio
atractivo, colmado de armonía y de belleza.
Si se da el cambio del desierto en vergel (Is 32,15),
si quienes habitan en el desierto convierten la tierra
inhóspita en espacio acogedor, podría replantearse el
comportamiento, el uso de los bienes, la forma de vivir,
a la luz de los testigos y padres del desierto, para acre-
centar la extensión de tierra habitable. Los padres y
madres del desierto son un testimonio vivo de otra
forma de vivir y de relacionarse con la creación.
Los que habitan en el desierto por opción de vida,
buscan, sedientos, el manantial, y lo descubren inago-
table dentro de sí mismos. Son personas esenciales.
Dan valor a la mayor realidad. Parecen insensibles
cuando en realidad cada cosa la estiman trascendente.
A los llamados padres y madres del desierto les gusta
la austeridad porque conocen la ley de lo que esclaviza
y de lo que hace libre. Prefieren el orden porque saben
que es una forma de atravesar el páramo sin angustia.
Saben poner hitos en el sendero borrado, en la llanura

115
sin horizonte porque guardan memoria de la providen-
cia divina.
Los que viven en el desierto son diestros en el pro-
pio barro, se dejan moldear en las manos del Alfarero.
Son misericordiosos, gracias a su propia experiencia de
perdón. Guardan sentimientos de ternura y permane-
cen todo el día en la vigilia de quienes tienen el oficio
de orar por sus hermanos.
Aman el silencio, pues saben que en él puede venir
el anuncio del Amor más grande. Gustan, después del
silencio, la verdad de la Palabra. Les atrae la oración y
en ella celebran su relación amorosa. Viven como soli-
tarios, porque han escuchado la invitación a unos des-
posorios y por ellos son capaces de entregar entera-
mente su vida.
Los padres y madres del desierto guardan la ternura
secreta del amor de Dios y la muestran en sus rostros.
Miran de frente con ojos de niño, porque se saben hijos
de Dios.
A los que habitan el desierto, les llegan las voces de
los hombres en los sentimientos de sus propias entra-
ñas y sienten en su carne lo que acontece en el
mundo.
Son famosos los apotegmas de los padres y madres
del desierto, aforismos llenos de sabiduría que en muy
pocas palabras concentran una gran experiencia de
vida. Son principios axiomáticos, máximas que en
muchos casos han pasado al acervo cultural de genera-
ción en generación. Recuerdo, por ejemplo, uno de
ellos: “Si quieres que suceda lo que quieres, quiere lo
que sucede y sucederá lo que quieres”.
A manera de los testigos del desierto, y por propia
experiencia, comparto contigo algunas de las ense-
ñanzas que me ha dejado la historia del camino reco-
rrido.

116
EN EL DESIERTO,

– o se muere o se renace. Se enloquece o se adquie-


re la sabiduría.
– uno puede hundirse en su fragilidad o alcanzar el
heroísmo de los mártires.
– cabe hacerse como roca áspera o como la arena
suave, obediente al viento del Espíritu.
– en poco tiempo se recorren los extremos más
contrarios; se puede pasar de la llamada al abismo
y a la desesperanza, al éxtasis inenarrable del beso
de Dios.
– es posible experimentar la soledad más terrible o
llegar a confesar, sin inventarlo, que la vida está
en las manos paternales de Dios.
– el tiempo puede ser violento o pasar como un
soplo.

La causa de tanta contradicción va unida al misterio


de la libertad, a la fe y a la experiencia de la llamada.
La paradoja la marca la paz del corazón o su carencia,
y es fuente de sabiduría. A lo largo de la historia ha
habido quienes nos han demostrado que el desierto es
un lugar habitable y transformador.

117
TESTIGOS DEL DESIERTO

Hemos evocado la imagen del desierto como icono


para iluminar la travesía de la vida, sabiduría para con-
trastar el proceso de maduración espiritual, ayuda para
discernir la fenomenología interior y testimonio que
avala una forma sabia de vivir. En las distintas dimen-
siones, desde el desierto bíblico, se iluminan los diver-
sos acontecimientos históricos –sociales o íntimos– en
clave providente. Pero quienes son en verdad portado-
res de la riqueza y sabiduría del desierto son sus testigos
Para entender las latitudes de la inmensidad desérti-
ca, de lo que significa la vida allí y de los auxilios nece-
sarios para que sea una experiencia liberadora, lo más
plena posible, acudimos a quienes han sido y son los
patriarcas de la historia, que por su santidad de vida se
han convertido en referencias luminosas del camino.
Son los testigos y padres espirituales, que nos adelan-
tan el ofrecimiento de algunas mediaciones necesarias
para no perecer en la travesía o para que sea más lle-
vadero lo áspero de la ruta.
Al desierto, como a la vida, no se debe ir como turis-
tas que desean conocer paisajes exóticos, ni como
curiosos exploradores, por afán de encontrar alguna
novedad, para presumir de su hallazgo en alguna tertu-
lia. El itinerario de los patriarcas, profetas, padres y
madres del desierto implica un realismo a veces dramá-
tico por la extrema necesidad de encontrar sentido a la

118
vida. Afincarse en el desierto, o lo que es lo mismo,
tomar la vida como tarea acrecentadora del bien son
actitudes que no permiten especular, sino que exigen la
respuesta de la obediencia a la misión confiada por el
Espíritu, la adoración silenciosa, en esperanza y con el
auxilio de la misericordia y de la mutua solidaridad.
El interior de las personas es sagrado, es el santua-
rio que merece el máximo respeto y no se debe mani-
pular. Ante él hay que descalzarse, como ante la zarza
ardiente, pues allí se escucha la voz de Dios, la revela-
ción de su nombre y la vocación con la que Él llama a
cada uno y le confía su misión.
Quienes se han acercado así al desierto y lo han
atravesado, se convierten en testigos, en guías para
acompañar a otros, para evitar que sucumban ante los
efectos de la imaginación, anticipadora de etapas impo-
sibles, o ante las encrucijadas más difíciles.
Los testigos del desierto saben librarse de la acedía y
de la melancolía poniendo sus manos en la tarea. Dis-
frutan de corazón unificado, por las veces que lo han
circuncidado. Permanecen siempre atentos a las
mociones interiores y las obedecen. Son testigos, por la
experiencia de la perdonanza, de la paz en el corazón.
Los testigos del desierto, porque han vivido en su
propia carne los extremos de la intemperie, saben
mirar con ternura el proceso de los demás. Son pacien-
tes e infunden serenidad, sabiendo que incluso donde
parece que no hay salida, puede abrirse la mayor espe-
ranza.
Los testigos del desierto caminan sin prisa y sin
pausa, al ritmo de la luz y de la noche, porque se saben
conducidos por quien ha comprometido su palabra de
acompañar en todas las latitudes. Saben reaccionar con
paz ante las noticias más extremas y adversas, porque
han averiguado que la prueba no supera la capacidad.

119
Los testigos del desierto, aunque habitan en el silen-
cio y en la soledad, se saben pertenecientes a una
comunidad itinerante y reciben la fuerza de los que han
vivido y viven como ellos, haciendo del páramo lugar
habitable.
Los testigos del desierto guardan el secreto de la
experiencia trascendente, del paso del Señor, de lo que
permanece como mayor certeza dentro de ellos mis-
mos, porque han llegado a gustar el amor de Dios en
medio del despojo, cuando nada ni nadie era razón sufi-
ciente de consolación. Se atreven a caminar a través de
latitudes inmensas, porque han descubierto el pozo de
agua en el propio interior, y ofrecen a quienes se cruzan
en su camino la noticia más sorprendente: que a pesar
de toda adversidad, siempre es posible la confianza.
Los testigos del desierto son padres y madres entra-
ñables que comparten su sabiduría, la de iluminar de
manera trascendente todo acontecimiento, saboreando
en cada momento la presencia providente de Dios.

120
A EJEMPLO DE LOS PADRES
DEL DESIERTO

En tiempos de inclemencia y quiebra económica,


cuando se siente la amenaza de la pérdida de la llama-
da sociedad del bienestar, los que viven en el desierto
nos demuestran que es posible la alegría en la austeri-
dad, permanecer sensibles a la belleza y mantener la
armonía del corazón, a pesar de la pobreza. Muchos de
los bienes que nos parecen imprescindibles no los nece-
sitan. Con ello testifican lo que es esencial y lo que les
es suficiente.
Quienes viven en el desierto nos enseñan que es
mejor la paciencia que el nerviosismo, mejor la libertad
frente a las intrigas sociales que la sumisión politizada,
y se nos muestran dueños de sí mismos, más allá de
toda ideología. Celebran el transcurso del tiempo en
clave de alabanza.
Los habitantes del desierto no pierden la sensibilidad
de la acogida, ni los gestos entrañables. Más aún, son
buscados como referencias humanizadoras, auténticas.
La hospitalidad ha sido siempre distintivo de los mora-
dores en el desierto.
A los que han hecho del desierto su hábitat les dis-
tingue la serenidad y la capacidad de espera. Saben que
muchas dificultades se resuelven por sí solas con el
tiempo, sin hacer nada violento.
Con estas premisas, la andadura por las latitudes
esteparias a la luz de la vida de los que las han habita-

121
do, nos debiera ofrecer la grata experiencia transfigura-
dora de reconvertir toda circunstancia áspera en lugar
habitable, y todo recinto solitario en testigo del diálogo
secreto con Dios, del que nace la capacidad más asom-
brosa de vivir confiados mientras dura la travesía.
Las distintas etapas de la vida o la estancia en cada
acontecimiento, aun en los más inesperados y doloro-
sos, iluminados por la Palabra que relata el Éxodo y la
relectura que han hecho los padres, deberían darnos la
seguridad de que no estamos solos. La historia de los
que se han fiado de Dios demuestra que es cierto que
nos asiste la Providencia.
La permanencia en una forma estable de vida, la
cuarentena que identifica a las personas desde la espi-
ritualidad del desierto, no se experimentan agotadoras
si se descubre en la hondura del corazón el gozo de la
entrega generosa y gratuita, como ocurre en la vida de
los padres y madres del desierto.
Si el desierto significa libertad, dominio de sí, propio
conocimiento, experiencia de las palabras esenciales,
contacto con la fuente de la vida, sensibilidad, aprecio
de la belleza, sosiego, esperanza, conocimiento secreto
e íntimo del acompañamiento permanente, certeza de
ser conducidos por Dios, vivir en el desierto es una ben-
dición.
Las circunstancias que nos puedan recordar la geo-
grafía y la fenomenología del desierto son, entonces,
unas llamadas de atención para que seamos más cons-
cientes de que nos conduce y acompaña quien ha com-
prometido su palabra de venir con nosotros personal-
mente, el Dios invisible, Jesucristo. Sólo hará falta
saber reconocer cada destello y vestigio de la presencia
divina.

122
EL COMPAÑERO DE CAMINO

Hemos considerado el testimonio y la sabiduría de la


experiencia de los padres y madres del desierto, las
mediaciones providenciales que Dios provee durante la
travesía, pero ninguna es como la que ha prometido
Jesús a los suyos a la hora de despedirse:

“Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que


esté con vosotros para siempre. El Espíritu de la ver-
dad” (Jn 14,16).
“No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros” (Jn 14,18).
“Comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros
en mí y yo en vosotros” (Jn 14,20).
“El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le
amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21).

Si se escuchan estas expresiones u otras muchas de


la Sagrada Escritura y se meditan, dándoles vueltas,
como lo hacen los que practican la lectio divina, poco
a poco se llega a gustar un sentimiento suave, sereno,
confiado. Sólo con la resonancia amorosa, que surge
en el fondo del corazón que ha saboreado la Palabra
dada por Jesús, cabe estar dispuestos con prontitud
para recorrer el camino de la vocación personal.
El Espíritu Santo, que está siempre con nosotros
(Jn 14,16) y es el que ungió a Jesús y lo resucitó de
entre los muertos (1Pe 3,18), al que, según los relatos

123
de las primeras comunidades cristianas, oraban para
recibirlo (Hch 8,15), es quien nos infundirá la certeza
del acompañamiento divino, todos los días, hasta el fin
del mundo.
Una invocación constante de la Iglesia y de aquellos
que desean contar en sus vidas con el Abogado defensor
es: “¡Ven, Espíritu Santo!” No hacen falta efectos extraor-
dinarios, ni acontecimientos que llamen la atención; sin
embargo, el que cree encuentra signos permanentes del
acompañamiento del Consolador y Amigo del alma.

Si en las dificultades de la convivencia humana


doméstica o pública prevalece la apelación al per-
dón, es por el Espíritu Santo.
Él es dador de paz.
Si a la obstinación de la mala memoria, que suma
hechos suficientes para tomar decisiones violentas,
se sobrepone el silenciamiento de los afectos negati-
vos, es por gracia del Espíritu Santo.
Él es el Amor de Dios.
Si en el cúmulo de razones para decidir la ruptura de
una relación gana el diálogo y se mantiene la comu-
nión, es por el Espíritu Santo.
Él es el vínculo de la caridad.
Si en la percepción más violenta, por los imperati-
vos naturales del odio, del amor propio, de la ven-
ganza, se adueña del interior el deseo de paz, es por
el Espíritu Santo.
Él concede el don de la templanza.
Si ante la quiebra de la confianza en las relaciones
interpersonales se da paso a la posibilidad de
comenzar de nuevo, es por gracia del Espíritu Santo.
Él renueva todas las cosas.

124
Si ante los razonamientos lógicos, que dictan deci-
siones determinantes contrarias a la convivencia, se
permanece en oración hasta dar lugar a la sereni-
dad, es por el Espíritu Santo.
Él concede la coincidencia de los ánimos.
Si en circunstancias violentas, en la vorágine de afec-
tos encontrados, se mantiene la conciencia de saber-
se amado por Dios, es por el Espíritu Santo.
Él es el amigo del alma.
Si ante el impulso del desahogo verbal descontrola-
do, domina la ofrenda del silencio y se evita todo jui-
cio inmisericorde, es por el Espíritu Santo.
Él concede el don de discernimiento.
Si en circunstancias difíciles, sea en el trato interper-
sonal, sea en el propio proceso de maduración, se
llega a rezar por los que se siente contrarios y por
uno mismo, es por la fuerza del Espíritu Santo.
Él es el que reza dentro de nosotros.
Si ante el cerco de circunstancias adversas, en vez de
reaccionar violentamente, se llega a adorar el miste-
rio insondable de Dios en todo, hasta en lo más
incomprensible de la historia, es por gracia del Espí-
ritu Santo.
Él es la relación más íntima en el seno de Dios y en
el corazón del creyente.
Si en medio del combate con la imaginación y el
tumulto de pensamientos extraños, no se deja de
escuchar el susurro interior que invita a la pacifica-
ción interior y se da paso al deseo reconciliador, es
por el Espíritu Santo.
Él es la brisa de Dios.

125
Si frente a todos los mensajes destructores, se acude
a la referencia iluminadora de la Palabra de Dios, es
por gracia y don del Espíritu Santo.
Él es el inspirador de la Sagrada Escritura.
Si en la tentación de huida como reacción de protes-
ta o de impotencia, se permanece paciente, es por
el Espíritu Santo.
Él concede el don de fortaleza.
Si en el dolor del despojo de bienes y en el sufrimien-
to por la pérdida de personas queridas se llega a
bendecir a Dios, es por el Espíritu Santo.
Él es el Consolador.
Si en el seísmo interior, ante la conmoción emocio-
nal por acontecimientos inesperados, adversos o no
deseados, se plantea la posibilidad de un sentido
mayor y providente, es por el Espíritu Santo.
Él concede el don de sabiduría.

Gracias a la efusión del Espíritu, “el cuerpo es para


el Señor”. “Vuestros cuerpos son miembros de Cris-
to”. “El que se une al Señor es un espíritu con Él”.
“Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo”. “El
Espíritu Santo habita en vosotros”. “No os poseéis en
propiedad”. “Glorificad a Dios con vuestros cuerpos”.
Nuestra vocación ha sido consumada. Hemos sido
hechos por amor, para amar y estamos necesitados de
amor. Nuestra vida, cobijada en las entrañas de Dios,
goza del techo, de la mesa y del hogar más afirmativos
y personalizadores, “estamos escondidos con Cristo
en Dios” (Col 3,3). No es posible una relación mayor.
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”
(Rm 5,5). No sólo hemos sido llevados al desierto, sino
al seno de Dios, somos habitados por su amor. El Espí-

126
ritu que ungió al Hijo Amado, es el mismo Espíritu que
nos habita, a la vez que nos entraña en Dios. Es difícil
comprender hasta qué extremo somos envueltos, abra-
zados, sostenidos, habitados por el Amor de Dios. La
Palabra nos lo asegura, más allá de nuestro sentimien-
to. El salmista llega a describir: “Tú me sondeas y me
conoces. Me envuelves por detrás y por delante...”
(Sal 139 [138],1.5).
Si dejamos que las expresiones bíblicas resuenen en
nuestro corazón, comenzaremos a respirar al ritmo del
latido del corazón de Dios, por impulso del Espíritu
Santo. Jesucristo, por esta conciencia de saberse
amado, llegó a la donación total de sí mismo, sabiendo
que no quedaría confundido (Is 50,7). “Amor saca
amor”1, dirá Santa Teresa. Al sentirnos amados, segu-
ro que desbordaremos el distintivo cristiano: “¡Mirad
cómo se aman!” Y seremos, en esta hora de tanta vio-
lencia, una teofanía, manifestación del don del Espíritu
Santo, del Amigo del alma, del Compañero permanen-
te de camino. Créelo y verás que es verdad.

1 SANTA TERESA DE JESÚS, Vida 22, 14.

127
EL DESIERTO, LUGAR DE ORACIÓN

Si hemos hecho algún bosquejo del paisaje fascinan-


te del desierto, no es menos atractivo el conocimiento
de quienes habitan en el desierto. Los auténticos mora-
dores son los que han sentido la llamada a la conver-
sión, los que han necesitado la purificación y experi-
mentado la misericordia, los movidos por el Espíritu,
razones que los vuelve personas obedientes y entraña-
bles. En el desierto habitan los orantes, los que descu-
bren que estar con el universo y con la humanidad es
estar enteramente con Dios. No se puede permanecer
expuesto a la intemperie por ejercicio estrictamente
ascético o voluntarista. La penitencia, el ayuno, la aus-
teridad se comprenden por la relación enamorada.
En contacto con lo más profundo del ser, si somos
conscientes de haber sido creados y queridos por Dios,
nacen cuantas actitudes trascendentes son posibles,
desde la alabanza a la súplica, desde la adoración a la
ofrenda, desde el trato de amistad a la espera paciente.
Jesús se deja observar por sus discípulos, hasta que
éstos, deseosos de emularle, le piden que les enseñe a
rezar. La revelación más sorprendente que nos hace
Jesús es la de poder llamar a Dios “Padre nuestro” (Mt
6,9). El que ha creado el mundo, el autor del universo,
el Omnipotente, el que es amor por esencia es nues-
tro Padre. En el desierto se vive esta relación filial.
Relación por la que se rompe el cerco de la soledad,

128
se vence el miedo, se celebra el privilegio de estar a
solas con Dios.
El Maestro recomienda retirarse a una estancia ínti-
ma, discreta, dentro de la habitación, con la puerta
cerrada: “Cuando ores, entra en tu habitación y,
habiendo cerrado la puerta, ora a tu Padre, que ve
en lo secreto” (Mt 6,6). Él iba a orar a lugares descam-
pados y nos muestra su necesidad de relacionarse con
su Padre a solas, en la noche, en un sitio que incluso los
discípulos desconocen. A pesar de tener delante de la
puerta una multitud de enfermos esperando que los
cure, Él se marcha a un lugar solitario. Jesús, entera-
mente humano, como nosotros, nos enseña la práctica
de la oración personal, apoyada por un clima de sole-
dad y silencio, discreción que puede asemejarse a los
parámetros del desierto.
Jesús nos aconseja la manera de orar, sin muchas
palabras (Mt 6,7-15). No hay forma más coherente que
orar con la misma Palabra revelada, como sucede cuan-
do se rezan los salmos y la oración de Jesús; en este
caso se habla con Dios en su propia lengua.
Los contemplativos se convierten en testigos de la
oración de Jesús en el monte1. Ellos, de manera emble-
mática y por llamada especial, siguen siendo los hom-
bres y mujeres del desierto, que al mismo tiempo, ejer-
cen constantemente la hospitalidad. Sin embargo, todos
estamos llamados desde nuestro propio origen a la bús-
queda constante del rostro del Señor, de su mirada. El
desierto es un tiempo propicio para acoger y sentir la
presencia del que lo llena todo; allí, favorecida por el res-
peto y el amor, brotará en muchos casos la adoración.
Al tiempo de orar surge la duda de si en verdad se
está o no en relación con Dios. Más tarde se experi-

1 JUAN PABLO II, Exhortación Vita Consecrata 8. 14.

129
menta la certeza. Mientras se reza, no se sabe del todo
si se está tratando con Dios o cumpliendo una práctica
piadosa, para propia justificación. Después emergen
dones que no se explican sino como respuesta a la
estancia gratuita que se ha ofrecido en la oración.
Jesús invita a orar en todo tiempo. La llamada a la
oración es permanente. ¡Qué distinto es perder el tiem-
po, aparentemente, como gesto creyente, en presencia
de Dios, de vivir apurando de manera ensimismada la
existencia, empleando las horas en lo que más agrada
o en tareas útiles por afanes económicos o por relacio-
nes sociales agradables!
En la experiencia de desierto se averigua que, si te
atreves a dejar todo por estar con el Señor, después, sin
que hagas nada, recibirás la paz interior, el equilibrio del
corazón, la fuerza en la prueba, la templanza en la ten-
tación, la sabiduría en las palabras, el regalo de la amis-
tad, el reconocimiento de muchos.
Si apuestas por el Señor, no le ganarás en generosi-
dad. La alabanza, la gratuidad, el reconocimiento, la
adoración, la ofrenda del tiempo en su honor te deja-
rán en la hondura del ser el sabor indecible de la quie-
tud del alma, del gozo profundo, la alegría serena, más
allá de acontecimientos externos.
La oración es tiempo dedicado al Señor por amor.
Es tiempo ungido por el Espíritu Santo, estancia habi-
tada por una presencia cierta, donde se experimenta el
beso en el alma. Es el camino seguro, la patria perma-
nente, la tierra propia donde puedes permanecer sin
necesidad de identificarte y donde es posible entablar la
relación más estable y experimentar el amor correspon-
dido.
En la oración adquieres la señal de pertenencia, te
conviertes al Señor, eres de Él. Allí, Él hace que le
conozcas, te remece y te alimenta la esperanza. Al orar,

130
a veces se llega a sentir el abrazo de Dios y la profecía
cumplida.
La oración es el tesoro escondido, el secreto por el
que puedes caminar de un lado a otro siempre acom-
pañado, con la alegría de no sentirte nunca extraño,
porque gozas de la mirada de quien te da conciencia de
amigo, de hijo. Gracias a la oración eres testigo de que
el Señor te acompaña en cada instante, adondequiera
que vayas, pues Él está atento siempre que lo invocas.
Lo que más desestabiliza a una persona es vivir sin
tierra, sin pertenencia. La oración te permite recorrer
los caminos y permanecer sobre la tierra firme que es
el Señor. Gracias a la oración nunca eres vagabundo ni
pereces en el intimismo solitario y egoísta, ni en la tris-
teza desoladora del aislamiento, ni en la inestabilidad
del anonimato.
Si oras con humildad, aunque no percibas consuelos
especiales, ni sentimientos desbordantes, siempre te
reencontrarás con la misericordia.
La oración es solidaria con la creación, acoge su
aliento y lo vuelve alabanza. Por la oración respiras el
ambiente del cielo, atraviesas las fronteras invisibles y
entras en el sintiempo de Dios. Ora siempre, sin desfa-
llecer, y te sentirás acompañado en el camino.
La oración que se hace en la propia habitación,
tiene la garantía de hacerse sólo por Dios, porque se
cree en su presencia, que lo invade todo, lo envuelve
todo, lo penetra todo. Orar de manera discreta conlle-
va la certeza de la gratuidad, pues está libre de la posi-
ble vanidad o compromiso social; es la oración contem-
plativa, la que se hace en la celda del corazón, que sólo
Dios ve.
Aunque se rece en la intimidad, la oración tiene
poder para atravesar los muros y hacerse solidaria de
las necesidades que percibimos en las relaciones socia-

131
les; también de hacerse eco de los acontecimientos de
la humanidad, convertida en súplica, alabanza, acción
de gracias, o únicamente en estancia de reconocimien-
to de la presencia divina.

132
MÁXIMAS SOBRE LA ORACIÓN

Sé que en este tiempo hay cansancio de palabras


vanas, vacías, de discursos aprendidos, ideológicos.
Cabría considerar que el mundo espiritual es para gentes
ociosas, para quienes tienen tiempo de sobra, hasta para
dedicarlo a prácticas de piedad o cursos de meditación o
de iniciación religiosa; para los mejores. Sin embargo, se
ha demostrado que hay tantos o más jóvenes interesados
por la oración, como los que asisten a algún acto de culto
público. De ahí la fascinación que suscitan los testimo-
nios de quienes comparten su relación con Dios.
En el desierto se descubre que orar es una necesi-
dad. No es una expresión justificativa, para alcanzar el
cumplimiento de un proyecto ascético, sino una nece-
sidad para saberse con vida1. Es la exigencia de la fe
consciente, como respuesta al regalo de haber conoci-
do el Amor de Dios, manifestado en su Hijo. Es nece-
sidad de corresponder al Amor.
Tener la oración como relación diaria, referencia
teologal con Dios, hace posible retornar a Él humilde o
agradecido, creyente, en cualquier circunstancia, sea
adversa o favorable.
Por la Palabra de Dios orada, se vive la historia
personal relacionada siempre con el Tú divino, a

1 J. MARTÍN VELASCO, Orar para vivir, PPC, Madrid 2008.

133
quien no es necesario presentarse, porque Él te cono-
ce y ama.
Por la oración cristiana la existencia se siente como
alteridad, se supera todo ensimismamiento destructivo
y todo narcisismo destructor. Se progresa en la supera-
ción del estado de ánimo como referencia absoluta y se
deja entrar la presencia de quien consuela, anima, ali-
via, perdona, escucha... Necesidad de toda persona.
Por la oración se superan las etapas idolátricas del
desierto y se gusta anticipadamente la posibilidad de la
tierra de la promesa, del oasis, por experimentar la
misericordia.
En la prueba o en la encrucijada del camino, que en
tantos momentos se presenta a lo largo de la travesía del
desierto, gracias a la oración, no se toma una decisión
errónea de huída, desesperanza, hundimiento o polari-
zación negativa, sino que, al escuchar la voz interior -lo
que es posible gracias a la relación orante-, se acoge el
ofrecimiento de la bondad divina y surge la súplica
humilde, el grito de socorro, la llamada de auxilio...
Por la oración diaria, se impide la independencia
vanidosa, la afirmación emancipada, el orgullo narcisis-
ta, la inconsciencia evasiva. Por ella se rompe el ence-
rramiento en la realidad intrascendente, se invoca la
presencia divina, que deja sentir la coherencia de la vida
cuando se recorre con Dios.
En la oración cabe celebrar diariamente la propia
identidad de criatura hecha por amor, de hijo adoptivo
de Dios llamado a la amistad con Él, enviado a ser signo
y testigo por los dones recibidos y conscientemente
aceptados.
En la oración se conoce que el fruto de la tarea no
corresponde al esfuerzo personal como causa absoluta,
sino a la gracia y generosidad de Dios, providencia que
atraviesa la mediación humana.

134
En la oración se siente consuelo si se comprueba la
coincidencia con la voluntad divina. Se ensancha el
corazón en la celebración de la misericordia, al contar
siempre con un Tú que escucha, a quien abrir el alma, y
al recibir siempre el estímulo positivo de la Palabra fiel.
Y cuando Dios quiera, si Él lo quiere, el orante gus-
tará los efectos consoladores del trato amoroso. Mien-
tras tanto, sabe que necesita permanecer en vela, a la
espera de cuando pueda venir el Señor. Durante la vigi-
lia cabe siempre orar sin desfallecer.
Como el leproso del Evangelio, como el ciego de
Jericó, como el paralítico de la piscina de Betesda,
como el sordomudo de Gerasa, como el centurión de
Cafarnaúm, como la mujer sirofenicia, como el padre
de la niña enferma:

SEÑOR, SI TÚ QUIERES, PUEDES:

– limpiarme.
– extender tu mano sobre mí para que me cure de
todas mis dolencias.
– perdonar toda mi historia emancipada de tu amor,
todos mis pecados.
– dejar en mí la necesidad constante de buscarte.
– hacer que pase del concepto al amor, de decir
bonitas palabras a ser enteramente tuyo.
– enamorarme y así hacer que no tenga otro moti-
vo de trabajar y de vivir que tu persona.
– limpiar mi mente de toda imagen extraña a la
bondad, verdad y belleza que no seas Tú.
– hacer que mi corazón no anhele otra relación que
la tuya.
– acrecentar en mí la fe en ti y conducirme para que
camine siempre a tu luz.

135
– purificar mis sentimientos, mis intenciones, la
razón de todos mis actos, el motivo profundo de
mis pisadas.
– hacer que vea siempre el lado bueno de las cosas
y las cualidades de las personas.
– hacer que toda mi actividad sea siempre por amor
a ti y para gloria de tu nombre.

Y sobrecogido, sin manipular el texto evangélico, leo


con mis ojos y escucho con el oído interior:

– “Quiero, queda limpio” (Mt 8,3).


– “Perdonados te son tus pecados” (Mt 9,4).
– “Vete, y no peques más” (Jn 5,14).
– “Levántate y anda” (Mt 9,5).
– “Vete, tu hija está curada” (Mc 5,34).
– “Sígueme” (Mt 9,9).
– “Venid conmigo” (Mc 1,17) .
– “Vamos a un lugar tranquilo” (Mc 6,31).
– “Ve a anunciar que el Reino de Dios está cerca:
los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen,
los muertos resucitan, los leprosos quedan lim-
pios, a los pobres se les anuncia la buena noti-
cia” (Mt 11,5).

136
MEMORIA DE LA TEOFANÍA

El desierto, si no se desea perecer de agotamiento,


debe ser un lugar de obediencia más que de elección.
Abraham, Jacob, José, Moisés, Elías, la Sagrada Fami-
lia y también Jesús fueron al desierto; unos, llevados y
otros, llamados a estar en él, obligados.
En la Sagrada Escritura no aparece que se vaya al
desierto por propia voluntad, resultaría pretencioso. Al
desierto se va conducido (Dt 8,15) o expulsado. Israel
caminó durante cuarenta años por él y allí le llamó Dios
para hablarle al corazón. Israel sufrió la pena del exilio
culpable y sufrió el destierro en Babilonia.
Los que van a ser probados y acrisolados, aunque
no sin la ayuda del ángel de Dios, son llevados al espa-
cio del combate y del amor, que es el desierto (1Re
19,4; Os 2). Jesús, que ha asumido enteramente nues-
tra naturaleza, fue empujado por el Espíritu al desierto
por una cuarentena de días (Mc 1,12). Extraña la
expresión un tanto violenta con la que San Marcos
describe el motivo de la marcha al lugar de la tenta-
ción. San Mateo narra el mismo hecho de forma más
suave: Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para
ser tentado por el diablo (Mt 4,1) y San Lucas: Jesús
era conducido por el Espíritu en el desierto, durante
cuarenta días, tentado por el diablo (Lc 4,1-2). Mas en
todos los casos aparece la intervención del Espíritu
Santo.

137
En el desierto estaba la zarza ardiente, se dio el tem-
blor del monte, el relámpago y la tormenta, la manifes-
tación de la Ley que el Señor entregó a Moisés en el
Sinaí, hechos que anunciaban la presencia de Dios,
quien mandó instalar la tienda del encuentro fuera del
campamento; en ella, dentro del arca, se guardaba la
ley y algo de maná, como especial memorial del acom-
pañamiento de Dios y de la pertenencia a Él. Allí se
acudía para encontrarse con la presencia divina. La
tienda, a veces, se hallaba cubierta por una densa nube
o humareda, signo de que Dios estaba en medio de su
pueblo.
La unión entre desierto, teofanía, tienda del encuen-
tro, arca de la alianza, veneración de la ley del Señor,
nos hace posible, en las actuales circunstancias, escu-
char en los lugares sagrados la Palabra de Dios, adorar
la presencia sacramental eucarística, y retirarnos a
solas, alejados de la actividad, para tratar con Dios.
Dios está en todas partes, y nos ha revelado de
manera especial su presencia en algunas circunstan-
cias, entre las que destacan el desierto y las condiciones
que implica su travesía. En el desierto se comunica de
muchas maneras posibles a través de mediaciones.
Cuando todo parece un callejón sin salida, una penosi-
dad irremediable, la Palabra se ofrece liberadora, llega
a convertir el páramo en vergel, la maldición en expe-
riencia de perdón, la soledad en tiempo de intimidad.
El paisaje del desierto es fuerte y árido, a la vez que
fascinante por su anchura, claridad, formas, horizonte.
Lugar de silencio y soledad donde se percibe con sor-
presa la voz en las entrañas, un sentimiento desconoci-
do en el bullicio de los acontecimientos, sobre todo por-
que, al no haber relaciones exteriores, es posible
descubrir otra belleza más honda y escuchar otra
moción más profunda, que anida donde no entra ni

138
puede entrar nadie y regala el embeleso del manantial
inagotable.
Es el tiempo de reconocer los sentimientos más
nobles del corazón, de descubrir el campo del tesoro, la
teofanía interior. En un primer momento la soledad
asusta, desazona, se puede presentar áspera y violenta.
Mas si se resiste al primer impulso de huida, se llega a
descubrir un fenómeno semejante al paisaje que se con-
templa en los arenales del desierto, que es semejante al
que se describe en el ser de la persona que atempera
sus aristas de carácter, su violencia descontrolada, sus
movimientos primarios. Transformación personal del
temperamento de hosco en dulce. La misma materia, a
la vez enhiesta y humilde.
La memoria de las intervenciones divinas en la vida
de cada uno es sabiduría que nos enseñan los que han
permanecido fieles en el desierto. De forma impetuosa
o suavemente, como experiencia de gracia inesperada
o presentida, a lo largo de la historia se pueden datar
hechos en los que Dios se deja sentir. Son los momen-
tos luminosos que de manera especial se deberán recor-
dar cuando todo se presenta oscuro, gris, desvalido, sin
salida.

139
LA ADORACIÓN

Llegamos a las etapas finales, altura desde la que se


puede leer en parte el sentido del camino andado.
Podría instalarse en la conciencia el orgullo por haber
recorrido tanta distancia. Sin embargo, lo que emerge
es una necesidad de rendir la cabeza, porque nada ha
resultado como fruto del esfuerzo, sino como abrazo a
la Providencia.
Jesús, al final de su estancia en el desierto, después de
haber ayunado durante cuarenta días, es tentado por el
Diablo con el halago de la vanidad y del poder. La res-
puesta al Tentador es axiomática: “Al Señor tu Dios ado-
rarás, a Él sólo servirás” (Mt 4,10). Cuando no se tiene
nada porque se ha obedecido al Espíritu Santo, y por gra-
cia se ha gustado la libertad interior frente a las tentacio-
nes, se oyen las máximas de sabiduría que nos ofrecen los
que han sido probados en el desierto y han salido ungi-
dos por la experiencia teologal del amor purificado.
El amor mueve a la adoración, que no es un someti-
miento esclavo, humillante, que anula la personalidad,
resultado de una pérdida de dignidad. Por el contrario,
desde el significado filológico de las palabras en griego y
en latín, el Papa Benedicto XVI ha ofrecido la interpre-
tación más atractiva, al comprender que la adoración es
un sometimiento enamorado, rendirse por amor1. Con
1 Cf. BENEDICTO XVI, Homilía en la misa de la Jornada Mundial de la

Juventud en Colonia, 2005, “Ecclesia” 3272-73 (2005) 1332-1334.

140
esta luz, se puede comprender una forma paradigmáti-
ca de vivir en el desierto.
El desierto se identifica con lo árido. En la experien-
cia del trato de intimidad con Dios, esa circunstancia
espiritual les sirve a los orantes que viven en la soledad
y el silencio para no quedarse meramente en la ora-
ción afectiva, consoladora, ni en la súplica interesada
que se manifiesta en peticiones de auxilio. Saben que
aunque parezca un tiempo perdido, nunca se le gana-
rá al Señor en generosidad, e introducen en su forma
de orar la adoración como amistad en el trato con
Dios.
Si en la travesía se experimenta el cansancio, asalta
la depresión y el desánimo porque, a pesar del esfuer-
zo, no han resultado las cosas como se quiere, y ronda
la tentación de la tristeza, por no ver salida. La adora-
ción detiene el pensamiento de abandonar la misión o
la tarea y da lugar a la esperanza.
Cuando se desea avanzar según Dios y cumplir su
voluntad, si no se llega a discernir qué es lo que Él quie-
re, qué es lo que pide, si en ese momento se opta por
la adoración, se aprende a aplazar el proceso hasta que
nace la intuición luminosa o acontecen circunstancias
providentes que muestran el camino.
Sorprendentemente, quienes viven en el desierto se
hacen con frecuencia solidarios de los sufrimientos y
esperanzas de sus hermanos. Se les solicita que oren
por los demás, son confidentes y depositarios de preo-
cupaciones, anhelos y súplicas de los que se confían a
ellos. Sin embargo, no se sobrecargan con la angustia
de la impotencia, pensando que así serán más solida-
rios, sino que lo ponen todo ante la presencia de Señor,
a quien adoran, y creen que de la forma que quizá no
sepan nunca, Dios responderá a su oración en favor de
los demás.

141
Los santos han vivido, y quienes lo son entre nos-
otros viven también, la relación con Jesucristo como
con una persona viva, real, presente, se saben ante Él
y de Él, se sienten mirados permanentemente por sus
ojos, y sin tener visiones extraordinarias, se mantienen
en su presencia fascinados, y lo adoran. Les sustenta la
certeza del acompañamiento del Hijo de Dios, que con
su vida inspira permanentemente el comportamiento
de sus amigos. Muchos días, la Iglesia, al iniciar su ora-
ción, invita a la misma actitud de reconocimiento.
Se han publicado las cartas de la Madre Teresa de
Calcuta, fundadora de las Hijas de la Caridad, la mujer
que gastó su vida en amar a los pobres más pobres, los
que, echados en el suelo, esperan la muerte. Esta mujer
nos enseña algo sobrecogedor: cómo es posible gastar-
se por caridad. Cómo el amor se acrisola en la noche
más oscura. Cómo su experiencia de entrega total a
Cristo fue en medio de una intensa noche de sentimien-
tos consoladores.
Sabemos que la Congregación fundada por la Madre
Teresa encuentra su fuerza en la adoración silenciosa de
la Eucaristía. Otras muchas personas nos testimonian
esta misma experiencia de recobrar el sentido y el valor
para estar en medio de todos los sufrimientos e intem-
peries gracias al tiempo gastado en adoración. El Padre
Carlos de Foucauld tuvo una experiencia semejante.

“Entrad, postrémonos por tierra,


bendiciendo al Señor, creador nuestro” (Sal 95 [94],6).
“Familias de los pueblos, aclamad al Señor,
aclamad la gloria y el poder del Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
entrad en su presencia trayéndole ofrendas.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado” (Sal 96
[95],7-9).

142
De los cuarenta años vividos en Buenafuente, más
de treinta los he acompañado con el ministerio de dar
Ejercicios Espirituales, y en el desarrollo del acompaña-
miento a tantas personas que se han acercado hasta el
Sistal, la adoración ha sido la propuesta permanente.
Tengo la certeza de que el tiempo gastado delante del
Sacramento, por amor, es el más fecundo y el que más
transforma interiormente.
Puedo testificar que el tiempo de adoración es un
verdadero privilegio, más aún si transcurre en un lugar
silencioso, donde la soledad, la belleza, fruto de una his-
toria de fe se hacen acompañamiento.
Es un privilegio tener tiempo para estar con Dios,
para adorarlo y para sentir que esa actitud no es algo
extraño, al ver al lado a otros que permanecen de la
misma manera.
Es un privilegio también saber que permanecer en
silencio ante la Eucaristía no es estar mudos, sino con-
templativos. No es un movimiento de extraños solita-
rios, sino de quienes se saben permanentemente acom-
pañados. La oración en silencio no es la de aquellos
que no tienen imaginación, sino la de quienes se sien-
ten en comunión con el universo en la profundidad del
que es más que el silencio, aunque no se le vea ni se le
oiga.
Orar en silencio es un signo solidario con los que
sufren la violencia, las catástrofes, las invasiones más
terribles a los ámbitos más sagrados del ser. Cuando
hay mucho dolor, toda palabra parece frívola; adorar
acompaña.
Si la ofrenda silenciosa es posible en cualquier
parte, adorar la Eucaristía en la iglesia románica de
Buenafuente en una tarde de verano, posibilita una
experiencia extraordinaria, al no tener que imaginar lo
que significan las palabras de Jesús, cuando dice: “Yo

143
soy el agua viva, el que tenga sed que beba” (cf. Jn
4,10).
Colmar los ojos del resplandor del Sacramento, ilu-
minado con la luz del óculo abierto en el muro occiden-
tal, que baña con los colores de la tarde el ostensorio,
al mismo tiempo que no deja de oírse el rumor conti-
nuo del manantial de la Buena Fuente, que nace bajo
los muros del templo románico, produce una impresión
más allá de lo novedoso de que brote una fuente den-
tro de una iglesia.
Los impactos acústicos y visuales son circunstancias
externas que, sin mitificarlas, ayudan, como testigos de
los momentos solemnes, a celebrar de una forma más
viva la Eucaristía.
Si se permanece en adoración, con tan sólo hacer
silencio, se va adueñando del interior el susurro armo-
nioso, cálido, a la vez que refrescante del venero que
lleva manando cerca de un milenio, si es que contamos
desde los orígenes del lugar monástico, pero puede que
el agua manara desde “el principio”.
La fuente, como una recitación cadenciosa, ayuda a
poner en los labios la súplica, la bendición, la alabanza,
la expresión extasiada del silencio que se hace acogida,
escucha, recepción interior, en el que se comienzan a
sentir insinuaciones profundas de paz, consuelo, reite-
ración de pensamientos ocultos que, como el agua que
mana y corre, llegan a hacerse conscientes y a grabar-
se como llamadas en el corazón.
Al dejar fluir, al ritmo del cántico armonioso del
manantial, el sentimiento de las entrañas, también
sucede que se convierte en plegaria, que a la hora de la
brisa se serena y se ilumina con la mirada que se reci-
be del Sacramento.
Es una experiencia indecible, al mismo tiempo que
muchos son testigos de ella, por ser histórica, en la que

144
se permanece envueltos con la templaza del ambiente
orante, potenciado por la presencia de los que al
mismo tiempo adoran.
Si has caminado lleno de salud y de fuerza, con el
entusiasmo de quien hace bien las cosas y hasta con
resultados satisfactorios, detente un momento y en vez
de ir tan erguido y hacendoso, reconoce a quien te da
los dones, rinde tu cabeza y adora. Déjate mirar por
quien es la razón de tu fuerza, de tu vigor y evitarás
sucumbir en la prepotencia vanidosa o en el protago-
nismo narcisista.
Si, por el contrario, caminas un tanto deprimido y
desanimado, porque a pesar de tu esfuerzo no te salen
las cosas como tú quieres y estás tentado de tristeza y
casi decidido a abandonar el empeño, detente un
momento y adora a quien dentro de ti es testigo privi-
legiado de tu agotamiento y cansancio y evitarás la
resolución desesperanzada y la decisión dramática.
Si deseas avanzar según Dios quiere, cumplir su
voluntad y no llegas a discernir qué es lo que quiere
Dios para ti, qué es lo que te pide, no des pasos en
falso, detente por un tiempo en adoración y pronto te
nacerá la intuición luminosa o acontecerán circunstan-
cias providentes que te mostrarán el camino.
Si te encomiendan orar por los demás o, sin una
petición explícita, eres depositario de los sufrimientos,
preocupaciones, anhelos de los que se te confían. No
te sobrecargues con la angustia de la impotencia, pen-
sando que así eres más solidario, detente ante la pre-
sencia de Señor, adóralo, pon en sus manos tus preo-
cupaciones, las que te han encomendado o conoces, y
confía. De la forma que quizá tú no sepas nunca, Dios
responderá a tu oración en favor de los demás.
Si deseas progresar en el trato con Dios y no que-
darte en la oración interesada que se manifiesta en

145
súplica o petición de auxilio, introduce en tu forma de
orar la adoración y te quedará en la conciencia la expe-
riencia del trato de amistad con Dios y aunque te parez-
ca que es un tiempo perdido, nunca le ganarás en gene-
rosidad.
Si estás enamorado de Dios, si tu vida no tiene sen-
tido sin Él, si has recibido la gracia de escuchar su lla-
mada a ser de los suyos y estás cerca de Él, recuerda
que el discípulo amado se recostó en el pecho de su
Maestro y llegó a conocer los sentimientos más íntimos
de su corazón.
Si te apesadumbran tus faltas, si aunque quieres ser
fiel al Señor, la pobreza y la debilidad te invaden la con-
ciencia, no dudes en volver tu mirada al Señor, deján-
dote mirar por Él. El apóstol Pedro, que sintió la amar-
gura de sus negaciones, por haberse dejado mirar por
Jesucristo, escuchó las preguntas más restauradoras
que puede recibir un corazón: “¿Me amas?, ¿me quie-
res?”
Si no estás en ninguna circunstancia de las descritas
y tu vida transcurre con normalidad, si no quieres caer
en la monotonía plana, en la insensibilidad que puede
producir la tarea diaria, celebra un tiempo de adoración
ante el Señor, y todo permanecerá siempre ilusionado
por la luz de su mirada.
Seas quien seas y estés como estés, el secreto de
caminar por el sendero justo lo encontrarás introdu-
ciendo en tu vida la búsqueda constante del rostro del
Señor, de su mirada. La adoración es un tiempo de
acogerla en silencio y de sentirla con respeto y amor.

146
DIOS ES AMOR

Estamos llegando al final del recorrido. Han sido


muchos los tropiezos y claroscuros en la andadura,
pero por encima de todo sobresale la experiencia de la
misericordia divina, la fidelidad y paciencia de Dios.
Sobrecoge la magnanimidad de quien espera siempre
el retorno de los que toman caminos errados.
Si hay apotegmas colmados de sabiduría de los
padres y testigos del desierto, aún contienen mayor ver-
dad los que contemplamos en la Palabra de Dios, el ali-
mento que Jesús invocó cuando fue tentado en el des-
ierto.
Las Sagradas Escrituras afirman sin tregua: “Dios es
amor” (1Jn 4,8). Sólo el Amor conoce al Amor. “En
esto consiste el Amor, en que Dios nos ama” (cf. 1Jn
4,10). Y nos lo ha manifestado enviando a su Hijo al
mundo, que entregó su vida en favor nuestro. “El que
no ama, no conoce a Dios” (1Jn 4,8). Y nadie puede
desnaturalizar al Creador: Dios siempre es amor.
No deseo imponerte lo que por distintos motivos
quizá no experimentas. Te recuerdo lo que dice el sal-
mista: “Espera en el Señor, ten ánimo, espera, que
volverás a alabarlo” (Sal 26).
Si te parece que a ti no te ama porque vives una
experiencia de debilidad, deja entrar su declaración de
amor a tus entrañas y sentirás cómo se conmueve todo
tu ser.

147
Si te parece que malversas el amor de Dios, porque
aun teniendo noticia de Él, buscas por fuera lo que lle-
vas dentro, no dudes nunca en volver a casa, a tu pro-
pio interior, donde Dios te aguarda siempre para abra-
zarte.
Si crees que es de cínicos vivir de manera egoísta y
volver después al Amor de Dios, ten por seguro que ésta
es una de las peores tentaciones, porque se muestra con
capas de sinceridad y honradez, para mantenerte en el
alejamiento de la misericordia amorosa de Dios.
Si llegas a aceptar estas verdades en tu mente, pero
te sientes solo, sin la experiencia consoladora del amor
divino, contempla la verdad histórica de la manifesta-
ción amorosa de Dios, que se nos mostró en el naci-
miento de Jesucristo, su Hijo, nacido en nuestra carne,
para que nunca dudemos de que nos ama.
Lo mismo que cuando un pensamiento se instala en
tu mente y te convence de algo que no aprovecha y lle-
gas a aceptar sus insinuaciones hasta que haces incluso
lo que no es bueno, deja que tu mente albergue el susu-
rro de la declaración amorosa divina, no la rechaces
por creerte indigno o porque te parezca excesivo que a
ti te pueda querer Dios de una manera tan real.
Si das crédito a la revelación, si acoges en tu mente
la Palabra de Dios, si dejas que vaya envolviéndote la
repercusión de la opción de Dios por ti, nunca habrás
sentido nada semejante, ni más liberador, a pesar de
que se asomen a tu memoria pensamientos negativos.
Tu naturaleza está hecha para el AMOR, y cuando
respira, oye, gusta, siente la relación con quien es el
AMOR, por leve que sea, se despierta en ella un senti-
miento único de anchura, libertad, acompañamiento,
luz, serenidad, esperanza, bondad, alegría…, signos de
la presencia de Aquel que te ha hecho, te acompaña,
te habita y te espera, siempre con AMOR.

148
Tú eres amado de Dios a pesar tuyo, porque Dios es
siempre fiel, aunque no te lo dejará gustar sin tu con-
curso. De ti depende creerlo, celebrarlo, agradecerlo,
acogerlo y difundirlo.
No deseo que pienses que te hablo de memoria. A
pesar de que siempre tengo una deuda con la genero-
sidad de Dios, manifestada en su opción de hacerse
hombre, de acompañarnos durante toda la vida, te
puedo asegurar que:

JESÚS
– es capaz de iluminar tu oscuridad. Él es la luz.
– tiene poder para perdonar tu pecado. Él es el hijo
de Dios.
– te ofrece curar tus heridas. Él ha venido a curar, a
perdonar, a salvar.
– puede reconciliar tu historia. El Crucificado es el
Amado de Dios.
– reconvierte todo en motivo de salvación. Escucha
las Bienaventuranzas.
– alarga su mano y purifica todas tus debilidades. El
es Buen Pastor.
– se solidariza con todas tus pobrezas. “Venid, ben-
ditos de mi Padre”.
– te devuelve la alegría a pesar de aquello que te
avergüenza. Un día dijo a la mujer pecadora: “Yo
tampoco te condeno”.
– se compadece de tu postración. Contempla su
relación con el publicano.
– siente ternura ante tu menesterosidad. Recuerda
las parábolas llamadas “autorretratos de Jesús”: la
del hijo pródigo, la del buen samaritano, la del
buen pastor.

149
– te llama a ser del grupo de sus amigos. No impor-
ta tu fragilidad, Él puede más.
– apuesta por ti. “Nadie tiene amor más grande
que el que da la vida por sus amigos: Vosotros
sois mis amigos”.

Si aceptas el ofrecimiento de Jesús, no sólo gustarás


el amor de Dios, sino que te puedes convertir en pro-
longador de su bondad.

150
MEMORIA DEL AMOR

Hay verdades que uno no desea alimentar subjetiva-


mente, sino que busca el fundamento más objetivo,
para no equivocarse ni por proyección del deseo, ni
por interpretación errónea de los efectos consoladores,
que se instalan en el alma cuando ésta deja entrar la
noticia del amor de Dios.
Es difícil quedarse indiferente cuando se trae a la
memoria la declaración de amor que Dios hace a su
pueblo a través de los profetas. Al final de la andadura,
como repaso de las imágenes contempladas, a la mane-
ra del combatiente que cuenta sus batallas, el corazón
se remece de paz, al contemplar, una vez más, el pasa-
je de la locura divina.
Dios está enamorado de su pueblo. Dios está ena-
morado de su criatura. Dios está enamorado de ti.

“Por eso, yo cercaré su camino con espinos, la cercaré


con seto y no encontrará más sus senderos; perseguirá
a sus amantes y no los alcanzará, los buscará y no los
hallará. Entonces dirá: «Voy a volver a mi primer mari-
do, que entonces me iba mejor que ahora».
No había conocido ella que era yo quien le daba el
trigo, el mosto y el aceite virgen, ¡la plata yo se la mul-
tiplicaba, y el oro lo empleaban en Baal!
La visitaré por los días de los Baales, cuando les que-
maba incienso, cuando se adornaba con su anillo y su

151
collar y se iba detrás de sus amantes, olvidándose de
mí, oráculo del Señor.
Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y
hablaré a su corazón.
Allí le daré sus viñas, el valle de Akor lo haré puerta
de esperanza; y ella responderá allí como en los días
de su juventud, como el día en que subía del país de
Egipto.
Y sucederá aquel día –oráculo del Señor– que ella
me llamará: «Marido mío», y no me llamará más:
«Baal mío». La llevaré al desierto y le hablaré al cora-
zón” (Os 2,8-18).

La infidelidad del pueblo se describe como prostitu-


ción, el amor divino, como fidelidad permanente. Dios
no sólo acompañó a Israel por el desierto, sino que le
fue desvelando su amor en clave esponsal.

“Serás corona de adorno en la mano del Señor, y tiara


real en la palma de tu Dios.
No se dirá de ti jamás «Abandonada», ni de tu tierra se
dirá jamás «Desolada», sino que a ti se te llamará «Mi
Complacencia», y a tu tierra, «Desposada». Porque el
Señor se complacerá en ti, y tu tierra será desposada.
Porque como se casa joven con doncella, se casará con-
tigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia se
gozará por ti tu Dios” (Is 62,3-5).

En el desierto, Dios restaura el corazón del hombre


y le devuelve la virginidad por la unificación del ser y la
memoria del amor primero. Aquí se descubre el amor
de ágape, el amor gratuito, el abandono confiado. Es
donde se puede proclamar: “El Señor es mi heredad,
mi copa, mi suerte, mi lote”. Aquí se experimenta que
el ser humano está hecho para Dios. Se es testigo de
que sólo Dios basta, y se le adora “en espíritu y en ver-

152
dad” (Jn 4,23). “Sólo Dios, sólo Dios”, se repetía el
Beato Rafael en la Trapa de Venta de Baños.
En el desierto se forjan los testigos del amor divino,
los que confiesan con sus vidas la absolutidad de Dios.
Participar del espíritu del yermo es gustar el sabor de la
pertenencia amorosa al Creador.

En clave de enamoramiento

No es mi propósito ahondar en los posibles senti-


mientos afectivos del corazón humano en relación con
otro semejante, pero he comprendido que el segui-
miento creyente a través de las estepas o de los oasis
sólo se puede vivir en la clave del enamoramiento. Los
discípulos y los mejores seguidores del Evangelio se han
encontrado con Jesucristo y desde su mirada luminosa
ya no existe otra relación más significativa, todas las
demás se entablan desde este amor mayor.
Enamorarse es sentir a otra persona en el corazón,
quedar permanentemente con su recuerdo, en la
memoria de su rostro. Es no tener otra razón por la que
emprender las tareas. Significa salir de casa y volver a
ella, caminar y trabajar con un acompañamiento ínti-
mo. Todo adquiere desde ese momento otra luz.
Enamorarse es perder el ensimismamiento. El tú
desplaza al yo, otro ser llama constantemente a la puer-
ta, más aún, se está al atisbo permanente, en la escu-
cha interior, con la mirada atenta por si llama. Compro-
bar que lo hace es el mayor regalo. El conocimiento de
su voluntad, de lo que le agrada es una alegría liberado-
ra y saca de todo encerramiento y egoísmo.
El enamorado se confiesa pertenencia total del que
ama. Así sucede en la relación con Dios, y si el creyen-
te camina lleno de salud y de fuerza, con el entusiasmo

153
de quien hace bien las cosas y hasta con resultados satis-
factorios, en vez de ir erguido y saberse hacendoso,
reconoce a Aquel que le da los dones y rinde su cabeza
y adora, actitudes que confiesan a quien es la razón de
la fuerza, del vigor, y evitan que se sucumba en la pre-
potencia vanidosa o en el protagonismo narcisista.
La vida cambia de sentido. Las horas se cuentan de
otra manera. Los acontecimientos se filtran desde la
relación enamorada, luminosa, que se ha instalado en
las entrañas y no cesa de proyectar posibles encuentros
con la persona amada.

Enamorados de Jesucristo

Es verdad que Dios se ha manifestado en la historia


a través de muchos testigos y profetas. Pero sólo Jesu-
cristo se ha revelado como Hijo de Dios. Él te ofrece la
cercanía del Amor de Dios, la proximidad de lo invisi-
ble, y desvela el Misterio.
El amor a Jesús, cuando ha quedado herido el cora-
zón por la belleza y la hermosura del ser más fascinan-
te, no es un sentimiento ficticio ni una autosugestión.
No es una proyección de la necesidad, ni una creación
imaginativa. El corazón percibe la verdad de la rela-
ción. Él existe, es la mayor realidad, la mayor certeza.
Todo evoca su rostro, pues todo ha sido hecho por Él
y para Él.
Si la persona de Jesús se cruza en tu vida y te deja
sentir su existencia fascinante, su semblante glorioso,
su tú concreto ante el que transcurrirá toda tu jornada,
todo quedará polarizado en Él e iluminado por Él. Todo
tendrá la claridad de su mirada transfiguradora. Cristo
se habrá convertido en el Señor de tu vida, en el amor
de tu alma.

154
Después del recorrido por el desierto, al final es posi-
ble que hayas escuchado la voz interior y lo que Jesús
te dice en clave de amistad. El ciego de Jericó oyó de
labios de Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?”
Cada uno debe responder por sí mismo. El ciego le
pidió: “Señor, que vea”.
Es muy posible que dentro de la experiencia de des-
ierto, te haya asaltado la pesadumbre por tus pecados,
aunque hayas querido ser fiel al Señor. La pobreza y la
debilidad se imponen muchas veces en la conciencia.
En esos momentos, el secreto nos lo enseñan los que
en las mismas circunstancias no dudaron en volver sus
ojos a Jesús y se dejaron mirar por Él. El apóstol Pedro,
que sintió la amargura de sus negaciones, por haberse
dejado mirar por Jesucristo, escuchó también las pre-
guntas más restauradoras que puede recibir un cora-
zón.
Cuando pasa tiempo sin oír ni ver a quien más
amas, ¡cómo gozas al percibir junto a ti su voz y su pre-
sencia! El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre
nosotros. Quédate con esta certeza y no habrá circuns-
tancia insuperable.

155
EXPERIENCIA DE AMOR

El final del camino es la tierra de la promesa. Sabe-


mos que la existencia humana termina en las manos de
su Hacedor, quien cumplirá su palabra. Jesús, cuando se
despidió de los suyos, les auguró un lugar en las mora-
das celestes. No podemos adelantar lo que no hemos
visto, pero sí podemos celebrar el anticipo que Dios
concede a los que lo aman. Mejor, a los que Él ama.
En la vida del creyente enamorado de Dios todo
sucede en relación con la presencia de otro Ser que le
ama. Nada le lleva a encerrarse en sí mismo y nada
tiene para propia satisfacción. Todo posee una dimen-
sión de alteridad: vivir en la mirada del Señor.
Dios es en mí no por lo que yo soy en Él, sino por
lo que Él es en Sí mismo. Tan sólo hace falta que le deje
ser.
La oración como experiencia de AMOR no es buscar
el éxtasis. Por el contrario, puede llegar a los límites de
sufrir hasta repugnancia en las cosas de Dios, pero pre-
valece siempre la fidelidad.
Se te concede, por gracia, conocer que es Dios
quien ama dentro ti. El Espíritu Santo es quien reza en
el interior del creyente. Desde la fe se celebra la seme-
janza divina del ser humano, quien lleva un cuerpo
semejante al cuerpo de Jesús. Toda esta realidad rega-
la a la conciencia la sabiduría de dejar que Dios se afir-
me a costa del propio yo. San Pablo llega a decir: “Ya

156
no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” No significa
suplantación de personalidad. Dios no invade, ni colo-
niza, sino que introduce a su misma vida y todo se con-
vierte en ocasión propicia para celebrar la comunión
con el misterio divino, comunidad de amor.
Cuando la vida se centra en el amor de Dios, todo lo
pequeño recupera la importancia de un primer plano y
todo es ocasión de manifestar una relación amorosa y
cuidada. No hay cosas pequeñas para el que ama, ni el
amor se agota en el tiempo ordinario ni en lo cotidia-
no. La alabanza a Dios pasa, incluso, por recoger con
veneración la lágrima de un anciano, el regalo de un
amigo, abrirse a la mayor posibilidad de cada cosa, a su
parte de misterio.
Sólo la trascendencia y la contemplación hacen
posible no agotarse en los primeros planos permanen-
tes. Lo oscuro y lo pardo, lo gris y lo opaco de la vida
ordinaria son fuente de amor gratuito. Si aciertas a
introducir en los trabajos diarios el espacio verde de la
contemplación, te librarás en tu tarea de la violencia
que significa dominar y de la inquietud por ganarte el
pan.
Si no deseas imponer nada, nadie se defenderá de ti
con violencia. Pero vive siempre la certeza de que eres
amado y quizá esto suscite en los demás la pregunta
más radical, mayor que si la provocases con palabras.
Confesar la fe y la experiencia de amor de Dios no es
ir por la calle levantando un estandarte y dogmatizando
la propia creencia, pero sí puede serlo tener el atrevi-
miento de compartir la oración con los hermanos.
La contemplación que te adentra en la relación con
Dios produce el fruto de la misericordia para con los
demás. Si experimento que soy amado y perdonado,
¿cómo no voy a perdonar y amar? “A solas, con Dios
solo, en soledad del todo” no quiere decir ser ajeno a la

157
vida, sino sensible y consciente de ella, entregado en
cada momento al proyecto de una creación nueva y
sabiendo de Quién procede el sentido de todo.
Si has vivido fuera de tu país, si la travesía ha sido
con experiencia de exilio porque has permanecido
tiempo lejos de la relación creyente, sin oír tu lengua
materna, sabrás cómo se alegra el corazón con las pala-
bras entrañables, las que Dios ha pronunciado para
decirte que te ama, pues la Palabra se ha hecho carne,
para que la carne se divinice.
Estamos destinados a vivir en Dios. Nuestra humani-
dad ya está en Él. Jesucristo, el hijo de María, la ha ele-
vado a lo más alto del cielo, y la ha introducido en el
diálogo trinitario, está sentada a la derecha del Padre.
Sabemos que donde está nuestra cabeza debe estar el
cuerpo, y Jesús nos ha declarado cuerpo suyo.
En el crédito que merece la Palabra de Dios, que
siempre hace lo que dice, acoge la declaración amoro-
sa que Jesucristo dirige a los suyos: “Ya no sois siervos,
sois ¡amigos míos!” Ya no eres esclavo, sino hijo. Ya
no eres extranjero, sino ciudadano del cielo. Ya no eres
desconocido, tienes un nombre propio que Dios te ha
puesto antes de nacer. Tú eres propiedad de Dios. Lle-
vas su imagen grabada como contraseña. Estas verda-
des son más ciertas que los posibles sentimientos afec-
tivos que uno pueda tener, por especial gracia de Dios.
Sin afán pretencioso, sino por pura gracia, a quienes
acogen la Palabra de Dios se les da poder para ser hijos
de Dios, y les es posible escuchar, con sobrecogimien-
to, en el fondo del corazón:

“Yo, el Señor, te he llamado con justicia. Te he forma-


do en el seno materno. Te he cogido de la mano. Te he
hecho alianza. Te hecho luz. Te he llamado. Te ungido
con el Espíritu. Te he colmado de dones.

158
He derramado sobre ti la gracia. He pronunciado tu
nombre. Tú eres mi hijo. Tú eres mío.
Te envío para que anuncies a todos los pueblos la sal-
vación. Para que los pueblos vean la luz, los cautivos
encuentren la libertad, los pobres se sientan amados,
para que los que andan en tinieblas descubran el hori-
zonte de sus vidas, para anunciar el año de gracia del
Señor. Y todos los pueblos reconozcan que Dios ha
visitado a la humanidad.”

159
EPÍLOGO

A lo largo de los días de toda historia, si se ha esta-


do atento, se deberán reconocer acontecimientos
extraordinarios o hechos domésticos que han ilumina-
do lo cotidiano y lo han convertido en revelación de la
presencia invisible, del acompañamiento permanente
de Dios. Sin pretender ser exhaustivo, deseo que cons-
te, como reconocimiento explícito, la presencia de
quienes de una forma más próxima han sido mediacio-
nes alentadoras en la travesía de mis cuarentas años de
ministerio en Buenafuente.

La Mujer del desierto

No puedo silenciar la mirada discreta de la Virgen


María. Todos los monasterios del Císter llevan un nom-
bre de Nuestra Señora; el de Buenafuente se llama de
la Madre de Dios. Los hombres y mujeres del desierto
tienen en la Madre de Jesús la referencia intercesora
en toda necesidad. Ella es la Mujer del desierto. Aquí,
en la ermita enclavada en lo más agreste, solitario y
fascinante del barranco, donde anidan las aves y sobre-
vuela el águila, se la venera también como la Virgen de
los Santos.
Si la travesía del desierto cuenta con el acompaña-
miento de Dios, en razón de su promesa de venir con

160
nosotros, Jesucristo ha querido dejarnos la compañía
entrañable de su madre. María, liberada por gracia de
todo pecado, ha quedado como abogada nuestra mien-
tras dure la travesía que la humanidad debe realizar por
el desierto de la historia. Los mil doscientos sesenta días
que durará la estancia de la mujer en el desierto simbo-
lizan un largo tramo de tiempo, todo el que dure, según
el proyecto de Dios, la representación de este mundo.
La soledad del desierto, en tantos casos, la han vivi-
do los que se han sentido llamados por Dios a ser ente-
ramente de Él, pero a su vez en su estancia solitaria han
sufrido el zarpazo de la tentación, del abandono, de la
sensación dolorosa de no saber dónde estaba Dios.
Cuando arrecia el combate y el acoso del Malo, como
describe el vidente del Apocalipsis que le sucedió a la
mujer a punto de dar a luz, se agradece la mano tendi-
da que libera de caer víctima del dragón. Quien sufrió
la prueba puede ayudar a otros.
En referencia a la mujer del desierto, son muchos los
signos providenciales que debiera dejar como constan-
cia de lo que Dios ha hecho conmigo a lo largo de cua-
renta años de ministerio sacerdotal y de estancia en
Buenafuente. Reconozco que mi vida hubiera sido dis-
tinta sin la ayuda entrañable de mi madre, que me
acompañó durante treinta años. Ella fue verdaderamen-
te la ermitaña del Sistal, ella no tuvo el alivio de las sali-
das, de los viajes. Permaneció como ofrenda silenciosa
y creyente, para hacer del desierto tierra habitada, casa
abierta, calor de hogar. La mediación humanizadora se
extiende a la comunidad de monjas, de mujeres fuertes
y creyentes, que han sido y son el suelo estable, la tie-
rra firme, la referencia constante, la oración segura, el
espacio celebrativo creyente y fraterno.
La Virgen María, mi madre, la comunidad de mon-
jas cistercienses, junto con las Hermanas de la Caridad

161
de Santa Ana, y tantos amigos, han reflejado el rostro
materno de Dios durante la cuarentena de años recorri-
da. La sabiduría del discípulo consistió en la obediencia
al Maestro de llevarse a casa a la mujer, madre de la
Palabra. Los cristianos han heredado esta sabiduría, al
extremo de ser el sensus fidei del pueblo de Dios. La
permanencia en el yermo tantas veces tiene el secreto
de la compañía silenciosa de la Madre de Jesús.
La mujer que da a luz en Belén, casa del pan, que
interviene en la boda de Caná de Galilea, que está al pie
de la Cruz, que reúne a los discípulos en el Cenáculo,
se convierte en madre del pan del desierto, la Eucaris-
tía. La madre de Cristo, la madre de todos los hombres,
la mujer que recibe como herencia el cuidar de la huma-
nidad, sigue siendo la artesa repleta de hogazas, la casa
del pan.
En el desierto de la peregrinación cristiana, la Euca-
ristía es la posibilidad de subsistir. En medio de las cir-
cunstancias más esteparias, el sacramento de la Euca-
ristía ha sido y es el acompañamiento permanente.
Recuerdo de manera muy viva lo que significaba en los
primeros años de mi ministerio un rato de oración ante
el sagrario, solo, en la iglesia vacía y heladora. Era la
posibilidad de sentirme acompañado y de percibir que
Otro me escuchaba y me miraba. No creo que fuera
sólo precisión psicológica. No sentí que fuera terapia de
solitario, sino necesidad humana y creyente, experien-
cia de relación.
Doy fe de lo que significa la presencia real, viva de
Jesús, el Tú amigo que responde a la necesidad más
sentida. ¡Qué difícil es vivir y pasar las jornadas por
empeño, por disciplina, para no deteriorar la propia
imagen, por coherencia con el ministerio, por coinci-
dencia con el papel que se debe asumir! ¡Qué distinto
es sentirse relacionado, querido, estimulado por un tú

162
amigo! Para mí, en esos momentos tuvo especial rea-
lismo el sacramento de Jesucristo en la Eucaristía.
Como el ángel en el desierto del Negueb, que salió
en auxilio del profeta en la hora del cansancio y de la
desesperanza, la Eucaristía, sacramento del Señor en el
tabernáculo, se ha convertido en alivio en medio de la
debilidad, en acompañamiento íntimo, como peregrino
amigo a través de los páramos solitarios. Esta relación
con la presencia viva y favorable de Alguien que, fuera
de mí mismo, me hacía sentirme persona, fue para mí el
Tú esencial, necesario para poder atravesar mis desier-
tos, externos e internos.
Como signo, comparto uno de los destellos del
acompañamiento que Jesús asegura durante la travesía
de la existencia.
Un amigo quiso que bendijéramos su casa antes de
comenzar a vivir en ella. Acompañado de sus padres,
hermanos y del párroco, tuvimos una oración domésti-
ca, en la que leímos y comentamos el texto del Evange-
lio de San Lucas, en el que Jesús manifiesta su deseo
de hospedarse en casa de Zaqueo, el publicano.
Después, cuando nos quedamos solos, yo le repetía
a mi amigo la expresión evangélica: “Zaqueo, quiero
hospedarme en tu casa”, con la intención de que se le
quedara grabada la escena y su vivienda fuera siempre
un lugar abierto al paso del Señor, tanto en su tiempo
de soledad como en el de acogida a visitas amigas.
A los dos días emprendí viaje a Puerto Rico, para
acompañar a un monasterio de carmelitas en sus Ejer-
cicios Espirituales. Y ¡cuál fue mi sorpresa cuando la
Priora, después de saludarme, me ofreció la posibilidad
de llevarme el sacramento de la Eucaristía a mi vivien-
da, en la que había un pequeño oratorio. En ese
momento recordé las palabras del Evangelio: “Zaqueo,
quiero hospedarme en tu casa”.

163
Nunca había sentido tanto gozo, ni tanto regalo, al
poder vivir junto a la Eucaristía en un lugar en el que
estaba totalmente solo, lejos de mi ambiente y relacio-
nes. Cuando entraba en la vivienda sentía que estaba
habitada y saludaba al Señor, que fue testigo de largos
ratos de estancia y conversación con Él.
Se me hace muy difícil describir la experiencia de
intimidad vivida en adoración ante la presencia real de
Cristo. Estaba físicamente solo, lejos de mi tierra, en un
país donde todo debe estar bien cerrado, con rejas y
seguridad vigilada; sin embargo, en el interior de la casa
había un espacio anchísimo, lleno de amor, de mirada
amable, en el que la compañía del Señor desplazaba
toda otra sensación de ausencia.
No tenía a nadie, ninguna compañía, ni medio de
comunicación, pero era suficiente la presencia de Jesu-
cristo, saberme con Él, envuelto en su abrazo, dejándo-
me sondear el alma por Él y que Él fuera llenando mi
corazón menesteroso. Con sinceros sentimientos le
decía al Señor:
“Señor, gracias por haberte querido hospedar en mi casa.
Por el ofrecimiento providente de tenerte conmigo en
tiempo de soledad. Gracias por ser mi compañero, el Tú
amigo más íntimo.
Tu mirada, la certeza de tu presencia me han mantenido
con una fuerza increíble, hasta para madrugar cada día
a las cuatro y media de la mañana, para estar a solas
contigo.
Gracias porque tu misericordia ha superado mi debilidad
y ha sobrepasado mi mala memoria.
Tú estás aquí, conmigo. Tú has querido hospedarte en mi
casa, que has llenado de luz, paz, armonía, serenidad,
presencia.
Gracias por la intercesión de tantos que me quieren, que
han conseguido este regalo de tu amor en este viaje, que

164
me imponía respeto por tener que pasar tantos días en
soledad real y lejanía”.

Y el desierto se convirtió en vergel, la soledad en


compañía, el silencio en palabra, el vacío se remeció de
presencia. Sólo hace falta esperar, atravesar la frontera
que parece imposible, y gustar la fidelidad de Dios.
¡Ojalá que tú, lector, que has llegado hasta el final en
esta andadura, puedas contar también hitos luminosos
que jalonan tu historia, colmada de luz y de esperanza!
Te lo deseo.

165
COLECCIÓN “ESPIRITUALIDAD”
libros publicados

ALBAR, L.: Descenso a las profundida- - Nuestro Dios cercano.


des de Dios. - Si aceptas perdonarte, perdonarás.
ANGELINI, G.: Los frutos del Espíritu. - Su amor sobre nosotros.
ASI, E.: El rostro humano de Dios. La - Una espiritualidad desde abajo.
espiritualidad de Nazaret.
AVENDAÑO. J. M.ª.: La Hermosura de HANNAN, P.: Tú me sondeas.
lo pequeño. JÄGER, W.: En busca del sentido de la
- Dios viene a nuestro encuentro. vida.
BALLESTER, M.: Hijos del viento. JOHN DE TAIZÉ: El Padrenuestro... un
BARBERÁ, C.F.: La fuente que mana y itinerario bíblico.
corre. Cincuenta testigos fascinantes. JOSSUA, J. P.: La condición del testigo.
BEESING, M.ª y otros: El eneagrama. LAFRANCE, J.: Cuando oréis decid:
Un camino hacia el autodescubri- Padre...
miento.
- El poder de la oración.
BEHRENS, J. S.: Meditaciones diarias
- El Rosario. Un camino hacia la ora-
para cristianos ocupados.
ción incesante.
BIANCHI, G.: Otra forma de vivir.
- En oración con María, la Madre de
BOADA, J.: Fijos los ojos en Jesús.
Jesús.
- Mi única nostalgia.
- Peregrino del silencio. - La oración del corazón.
BOHIGUES, R.: Una forma de estar en - Ora a tu Padre.
el mundo: Contemplación. LOEW, J.: En la escuela de los grandes
BOSCIONE, F.: Los gestos de Jesús. La orantes.
comunicación no verbal en los LÓPEZ VILLANUEVA, M.: La voz, el
Evangelios. amigo y el fuego.
BOYER, M. G.: Mi casa, el primer LOUF, A.: El espíritu ora en nosotros.
lugar de oración. - A merced de su gracia.
- Mi vida en tus manos.
CLÉMENT, O.: Taizé, un sentido a la - Escuela de contemplación. Vivir según
vida. el “sentir” de Cristo.
LUTHE, H. y HICKEY, M.: Dios nos
ESTRADE, M.: Shalom Miriam. quiere alegres.
FERDER, F.: Palabras hechas amistad. MARTÍN, F.: Rezar hoy.
FERNÁNDEZ-PANIAGUA, J.: Las MARTÍN VELASCO, J.: Testigos de la
Bienaventuranzas, una brújula para experiencia de la fe.
encontrar el norte.
MARTINEZ LOZANO, E.: El gozo de
- El lenguaje del amor.
ser persona.
GALILEA, S.: Fascinados por su fulgor. - Donde están las raíces.
- Tentación y discernimiento. - Nuestra cara oculta. Integración de
GÓMEZ MOLLEDA, D.: Pedro Pove- la sombra y unificación personal.
da, hombre de Dios. MARTÍNEZ OCAÑA, E.: Cuando la
- Cristianos en una sociedad laica. Palabra se hace cuerpo... en cuerpo
GRÜN, A.: Buscar a Jesús en lo cotidiano. de mujer.
- Evangelio y psicología profunda. - Cuerpo espiritual.
- La mitad de la vida como tarea espiri- MARTINI C.M.: La llamada de Jesús.
tual. - Cambiar el corazón.
- La oración como encuentro. MAURIN, D.: Un camino hacia Dios.
- La salud como tarea espiritual. MERLOTTI, G.: El aroma de Dios.
- Nuestras propias sombras. Meditaciones sobre la creación.

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MORENO DE BUENAFUENTE, Á.: SAMMARTANO, N.: Nosotros somos
Palabras entrañables. testigos.
- Voz arrodillada. Relación esencial. SEQUERI, P.: Sacramentos, signos de
- Voy contigo. Acompañamiento. gracia.
- A la mesa del Maestro. SION, V.: Realismo espiritual.
- Habitados por la Palabra.
- Desiertos. Travesía de la existencia. TEPEDINO, A. M.ª: Las discípulas de
Jesús.
OSORO, C.: Cartas desde la fe. TOLIN, A.: De la montaña al llano.
- Siguiendo las huellas de Pedro Poveda. Claves para en encuentro con Jesús.
TRIVIÑO, M.ª V.: La oración de inter-
PACOT, S.: Evangelizar lo profundo del cesión.
corazón.
PÉREZ PRIETO, V.: Con cuerdas de URBIETA, J.R.: Treinta gotas de Evan-
ternura. gelio.
POVEDA, P.: Amigos fuertes de Dios.
- Vivir como los primeros cristianos. VAL, M.ª T.: Orantes desde el amanecer.
VEGA, M.: Contemplación y Psicología.
RÉROLLE, B.: Orar en cuerpo y alma.
RUPP, J.: Dios compañero en la danza ZUERCHER, S.: La espiritualidad del
de la vida. eneagrama.

COLECCIÓN “ICONO”
libros publicados

CLÉMENT, Oliver: Unidos en la ora- SIMONOS PETRAS, E. de: Luz en la


ción. Padrenuestro. Oración al Espí- noche.
ritu Santo. Oración de San Efrén. SORA, Nilo de: Memoria de Dios. Guía
DONADEO, María: El icono. Imagen para orar siempre.
de lo invisible. STANILOAE, D.: Oración de Jesús y
GRANADO, Carmelo: Los mil nombres experiencia del Espíritu Santo.
de Jesús. Textos espirituales de los UN MONJE DE LA IGLESIA DE
primeros siglos. ORIENTE: Amor sin límites.
MATTA EL MESKIN: Consejos para la UN CARTUJO: Ver a Dios con el cora-
oración. Introducción de Jaume zón. La práctica de la oración del
Boada. corazón.
NOUWEN, H. J. M.: La belleza del UN MONJE COMTEMPLATIVO:
Señor. Rezar con los iconos. Dios amor nos deifica.
PENNINGTON, B.: y BOLSHAKOFF, WARE, Kallistos: El Dios del misterio y
S.: En busca de la verdadera sabiduría. la oración.

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