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Rumbas, ceremonias y rituales

por Édgar Bolívar R. *

Colombia se mueve al compás de carnavales, fiestas y ceremonias muy diversas que


impiden hablar de una fiesta nacional. Aunque evolucionan y se adaptan a los cambios,
estas festividades sólo conservan su sentido cuando mantienen condición de espacio
cultural.

Rumbas, ceremonias y rituales


Si no fuera por las fiestas, no tendríamos una percepción del tiempo. Dicho de otro modo,
las fiestas constituyen nuestro reloj social, el armazón más profundo de cualquier noción de
calendario, la ocasión más propicia para insertarnos en un universo lleno de sentido que se
desenvuelve con una periodicidad invariable y como siguiendo un libreto del cual todos
somos a la vez autores, actores y espectadores.

La intensidad de las experiencias asociadas a la profunda alegría que desata el espíritu


festivo, el regocijo provocado por el hecho de estar juntos, el alboroto permitido que es
inherente a la celebración colectiva, y la alborozada conciencia de participar de una
situación compartida con centenares o miles de personas, en el mismo momento y en los
mismos espacios, hacen de ese aquí y ahora de lo festivo un sinónimo de la vida y un
laboratorio de creación y recreación de identidad cultural, difícilmente sustituible por otros
acontecimientos que corresponden al dominio de lo privado o de lo íntimo.

El carácter ritual y ceremonial de las fiestas incluye tanto las más elaboradas formas de las
solemnidades sacras, como las expresiones y manifestaciones más cargadas de picaresca,
erotismo e irreverencia. La fiesta, como expresión humana, despliega todas las artes de la
imaginación y de la creatividad y hace concurrir en su preparación, desarrollo y vuelta a la
realidad cotidiana, todos los recursos disponibles que le imprimen un fuerte sello local,
regional o nacional, según sea el alcance de su reconocimiento desde los puntos de vista
cultural y territorial. En todos los casos, al festejar congregamos memorias de aquí y de allá
y, al precipitarnos al torbellino del desenfreno de unas danzas carnavalescas o al
sumergirnos en la piadosa y recatada devoción a una imagen, la fiesta es algo más que ella
misma. Nos atrae y nos impulsa a desear que no se acabe, que siga siendo y que vuelva
pronto porque, a pesar de todas las contingencias que pueda deparar en lo que hay de
incontrolable o trágico de sus efectos, la fantasía, la emoción, el colorido, el brillo y el
ritmo que nos envuelve no tienen equivalente en el ámbito de la rutina de la vida diaria.

Pensar las fiestas desde la noción de patrimonio cultural inmaterial es un afortunado


recurso de valoración de un conjunto de manifestaciones que, por definición, anclan su
razón de ser en la tradición, y se conforman como depósitos o archivos vivos de la memoria
colectiva. Para cualquier colectividad humana representan el rostro que les proyecta y les
afirma ante el mundo, no importa si se trata de una pomposa graduación anual o del
jolgorio que provoca el traslado del santo patrono por las polvorientas calles de un
corregimiento, o en ataviados botes en medio de luces en un río, un lago o un borde costero.
Siempre serán una ocasión para lucir aquello que se considera más valioso, y una
oportunidad de exteriorizar destrezas, habilidades y secretos del arte de engalanar y gozar la
fiesta.

Que las fiestas son uno de los pocos lujos que nos van quedando como sociedad en medio
de la zozobra y la incertidumbre de futuro es algo que invita a pensar en la enorme
capacidad de resistencia simbólica y cultural que tenemos como nación. No sólo es verdad
que siempre tendremos un motivo para el dolor, también es cierto que el antídoto festivo
está a la mano en el abigarrado calendario de celebraciones en Colombia. Más allá de los
despistadores efectos de la Ley Emiliani sobre la liturgia católica o sobre importantes
conmemoraciones civiles o patrias, como el 12 de octubre, o el 11 de noviembre, tales
desplazamientos que debilitan la fuerza de la fecha en el calendario se han compensado en
apariencia con el regalo de un buen número de puentes en los que, a fuerza de no saber qué
conmemoramos o celebramos, se multiplican las oportunidades de acceder o desplazarse
hacia destinos que se enlazan con una inusitada extensión del ciclo festivo. Por eso nuestra
mirada hacia septiembre tiene algo de juicio implacable por ser un mes en apariencia
austero y antifestivo.

Pero las apariencias engañan. El almanaque no es el calendario, término que huele y sabe a
fiesta. El primero nos sitúa en un régimen común, de tipo administrativo, y como tal tiene
algo de férreo y burocrático, a pesar del colorido de ciertos dígitos ubicados en hileras
diferentes a la de los domingos. El segundo es más elástico, fluido y local, pues, por
fortuna, la fiesta no tiene otro modo de vivirse sino desde lo local, en su propio escenario y
desde el acento y el sabor de la región. Nuestras más de 3.000 fiestas anuales se triplicarían,
se septuplicarían quizá, si bajo la perspectiva de vereda, corregimiento, corporación, barrio,
gremio o etnia, intentáramos contabilizar, para luego inscribir y tal vez promover, nuestros
infinitos motivos, tiempos y lugares para celebrar. Porque en cada uno de estos referentes
territoriales o sociales, cada quien reclamaría con toda razón, la cuota de reconocimiento a
su fiesta como la más auténtica y, sin exagerar, la más patrimonial. Somos lujuriosamente
festivos.

No tenemos una fiesta nacional. Esto hay que aceptarlo sin dolor de ninguna naturaleza. La
noción de fiesta nacional hay que entenderla más a la manera de España con la fiesta
taurina, o del Brasil con el carnaval. No tenerla nos da una pista de lo diversos y dispersos
que somos.

Noventa grupos étnicos diferenciados, importantes núcleos de afrodescendientes o


afrocolombianos o negros, y millones de mestizos conforman una realidad sobre la cual el
panorama de la diversidad de nuestros modos de producir y de participar en las fiestas toma
acentos regionales muy variados. Por esta misma razón, es muy difícil trazar un perfil de
tales modos festivos que no incurra en omisiones.

La definición de la categoría patrimonio inmaterial, aplicada a lo festivo, realza uno de sus


componentes fundamentales, como es su condición de espacio cultural. Este concepto debe
ser entendido como un lugar en el que se concentran actividades populares y tradicionales,
pero también como un tiempo caracterizado generalmente por una cierta periodicidad o por
un acontecimiento. En todas las formas festivas hasta ahora mencionadas se incorporan
diversas manifestaciones artísticas y creativas indispensables para el hecho festivo, tanto
como el espacio cultural en que éste transcurre; además de la materialidad de las
gastronomías, de los instrumentos musicales, de los atuendos, de las máscaras, de los
adornos y las escenografías públicas, de las carrozas, las danzas, los juegos teatrales, las
pirotecnias, las artesanías en venta, aparecen en escena animales que son motivo central de
celebraciones como cabalgatas, carreras y torneos, como es el caso de las cuadrillas de San
Martín en Meta, una dramatización de episodios bélicos que preserva memorias que
remontan al mundo hispánico en sincretismo con el mundo indígena y el africano. Acá los
caballos, allá los burros, más allá chivos o toros y más cerca los gallos, toda una fauna se
eleva a la categoría de elemento ritual que pone un especial acento a cada fiesta. Hasta el
pavo compite hoy redefinido con el cerdo en la agitada comensalía que les sacrifica para
satisfacer los paladares en medio de la algarabía del fin de año.

De todo lo dicho hay que advertir la enorme dificultad de separar de manera tajante la
frontera entre lo sagrado y lo profano. Tratándose de una perspectiva que reconozca en las
manifestaciones patrimoniales festivas el sello más evidente de identidades locales o
regionales, por su carácter popular, incluso dentro del ámbito de la religiosidad, somos
dados a la expansión que se traduce en alboroto, sensualidad, estruendo y ebriedad. Las
salas de concierto populares son los parques, los salones de baile son los tablados, el teatro
está en la calle. Por ese mismo sesgo de la especialidad, la tendencia predominante es hacia
lo profano, sin que ello implique que episodios festivos o dramatizaciones callejeras no
provoquen verdaderos estados de contemplación y éxtasis casi religiosos, como es factible
constatar la mirada del público ante una ejecución musical o dancística cargadas de
virtuosismo y maestría, o el encantamiento que pueda provocar un políglota festival de
poesía en un junio lluvioso en el que poco importa que la grama esté húmeda o haga frío.
Lo que resulta prodigioso es cómo somos capaces de alternar en nuestro amplio repertorio
festivo tantas ganas de rumba y tantas ganas de arte y de conexión con las más sutiles
expresiones de la palabra y del gesto.

El patrimonio cultural, en cualquiera de sus dimensiones, tiene la capacidad de constituirse


en un factor de identidad, no sólo por el hecho de ser una construcción colectiva, sino
porque además representa, a través de sus manifestaciones, el modo de ser y las
pertenencias o arraigos de una sociedad cualquiera. Las especificidades y particularidades
de los repertorios festivos, de los modos de celebración, conforman patrimonios intangibles
que se transmiten básicamente a través de dispositivos inmateriales y gestuales que, a su
vez, constituyen anclajes de la memoria colectiva; son obras colectivas basadas en la
tradición, sujetas a modificaciones en el tiempo a través de procesos de recreación
igualmente colectivos.

*Antropólogo de la Universidad de Antioquia

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