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INTRODUCCIÓN

El estilo de vida configurado por la sociedad de nuestro tiempo ha traído consigo el incremento espectacular en la
proporción de personas que experimentan lesiones cerebrales a consecuencia de un traumatismo craneoencefálico (TCE).
Afortunadamente, la mayor parte de estos TCE son leves, aunque un grupo significativo de las personas que los sufren
experimentan durante varios meses un patrón común de quejas somáticas, cognitivas y emocionales que les impiden
reincorporarse de forma satisfactoria a las actividades sociales y laborales que anteriormente desempeñaban.
La existencia de este síndrome ha sido reconocida desde hace varios siglos, aunque uno de los primeros trabajos que hizo
referencia específica a este problema fue la obra de Erichsen (1886) titulada On concussion of the spine, nervous shock,
and other obscure injuries to the nervous system [1]; sin embargo, fueron Strauss y Savitsky
en 1934 (en Watson et al) [2] los primeros en denominar a este conjunto de síntomas como síndrome o trastorno
posconmocional (SP). Múltiples estudios sobre el tema, especialmente en los últimos 15 años, han puesto de manifiesto
algunos de los problemas asociados a este síndrome, como la falta de una adecuada conceptualización, la naturaleza
orgánica o funcional del trastorno, la necesidad de una evaluación más objetiva de la sintomatología, etc., los cuales
vienen siendo objeto de una fuerte polémica en el seno de la comunidad científica, por lo que parece adecuado revisar el
estado actual de la investigación en esta área.

CONCEPTO
En primer lugar, hay que reconocer que no se dispone de una definición operacional del SP universalmente aceptada,
lo que puede ser atribuido a diversos factores como la ausencia de marcadores biológicos, la falta de acuerdo
respecto a lo que constituye un TCE leve, la multiplicidad etiológica, la heterogeneidad de los síntomas y la
inespecificidad y subjetividad de la mayoría de los síntomas que lo caracterizan. Buena prueba de esta confusión
conceptual actual es su inclusión dentro del apéndice de propuestas de nuevas categorías diagnósticas del DSM-IV, o la
existencia de algunas contradicciones entre los criterios diagnósticos aportados por la CIE-10 [3] y la DSM-IV [4],
ya que mientras que los criterios de la Organización Mundial de la Salud indican que los problemas pueden no
objetivarse con las pruebas realizadas, la Asociación de Psiquiatría Americana exige que los déficit cognitivos se
objetiven a partir de pruebas neuropsicológicas.
Los criterios diagnósticos propuestos por la DSM-IV aparecen recogidos en la tabla I.
Pero junto a esta aproximación diagnóstica, diferentes autores han agrupado los síntomas en diversos grupos, en función
de la naturaleza de los mismos y del momento de su aparición. Podemos destacar, en este sentido, la diferenciación
establecida por Levin et al [5] entre síntomas somáticos, cognoscitivos y emocionales; la división establecida por
Rutherford [6] entre alteraciones iniciales y tardías y, en especial, la propuesta más reciente de Ruff et al [7] quienes
recogiendo ambos criterios establecen una clasificación multiaxial (trastornos somáticos-físicos, emocionales-
psicológicos, neuropsicológicos, psicosociales y ambientales-financieros) y donde se distingue, además, entre los
síntomas que pueden presentarse en la fase aguda y los que suelen aparecer también en la fase subaguda-crónica.
La principal queja somática de estos pacientes es la cefalea, seguida, en orden de frecuencia, por una mayor
fatigabilidad. Un grupo importante de pacientes refieren también un conjunto de síntomas relacionados con la disfunción
de los pares craneales, fundamentalmente mareos y vértigo, disminución de la audición, diplopía, visión borrosa y otros
problemas de convergencia ocular, intolerancia a la luz y al ruido y, en menor medida, la pérdida
del sentido del gusto o del tacto.
Los déficit cognitivos que se observan con más frecuencia hacen referencia a problemas de naturaleza atencional tales
como la pérdida de habilidad para procesar información rápidamente, que se acompaña de una mayor lentitud de
respuesta, la reducción de la capacidad de concentración y un pobre rendimiento en aquellas tareas que exigen alternar o
dividir la atención. Junto a estos problemas de atención es habitual que los pacientes refieran una
pérdida de memoria, en especial de la capacidad para recordar material nuevo, y una reducción de la flexibilidad mental.
Las alteraciones conductuales y emocionales también son comunes e incluyen una mayor irritabilidad, ansiedad,
depresión y cambios inespecíficos en la personalidad; en algunos casos se refieren incluso episodios de
despersonalización y desrealización [8]. No es infrecuente tampoco la aparición de trastornos del sueño en forma
de insomnio de iniciación y de sueño fragmentario. También está bien documentada la disminución del apetito y de la
libido que presentan algunos pacientes.
Pero aun cuando esta organización de los diferentes síntomas pueda tener una cierta utilidad didáctica o con vistas a la
evaluación del trastorno, no puede olvidarse que en la práctica clínica los síntomas interrelacionan entre sí (p. ej., la
intolerancia a la luz puede provocar irritabilidad, los déficit de memoria pueden producir un aumento del nivel de
ansiedad, y la reducción de la velocidad y eficacia en el procesamiento de la información generan con frecuencia un
aumento de la intensidad de la cefalea postraumática)
[9]. Como comentaremos más adelante, éste es un aspecto esencial para una adecuada comprensión del mantenimiento
del SP.
EPIDEMIOLOGÍA
Existe acuerdo en señalar que el Síndrome Postconmocional representa el trastorno neuropsiquiátrico más
frecuente dentro de la patología postraumática[10,11]. Ahora bien, cuando se revisan los diferentes estudios
epidemiológicos realizados sobre el tema se encuentran tasas de prevalencia muy dispares que varían entre el 5 y el
86% [1221].
Estas discrepancias son explicables en función de las diferencias metodológicas que dificultan la obtención de unas
conclusiones definitivas (inclusión de pacientes con TCE de diferente gravedad, diversos tamaños de las muestras
analizadas, trabajos que hacen referencia exclusiva a casos de adultos o que combinan TCE en adultos y en niños,
exclusión de aquellos individuos que no acuden a las revisiones, empleo de diferentes instrumentos de evaluación,
distintos criterios para considerar buena recuperación, tiempo transcurrido desde el momento del accidente, etc.).
Pero, en general, podemos señalar que las principales divergencias en estos estudios epidemiológicos giran en torno a
dos cuestiones fundamentales: a) el momento de la evaluación, y b) la utilización de pruebas de evaluación
neuropsicológica frente a autoinformes.
Respecto al primer aspecto, la mayoría de los estudios longitudinales [22] señalan que los síntomas característicos del SP
son muy comunes en las primeras semanas, pero que dos terceras partes de los pacientes restablecen el funcionamiento
cognitivo normal en los tres primeros meses y la mayor parte de los afectados lo hacen durante el primer año. Sin
embargo, una minoría en torno al 10-15% continúan manifestando diferentes síntomas después de haber transcurrido un
año desde el accidente; estos casos son, además, bastante refractarios al tratamiento.
La segunda cuestión cobra un gran interés no sólo investigador sino también clínico, en especial desde que los criterios
de investigación propuestos por la DSM-IV exigen que se evidencien las alteraciones de naturaleza cognitiva a partir de
pruebas neuropsicológicas. Así, en general, los trabajos que han empleado pruebas de evaluación neuropsicológica
encuentran una prevalencia del trastorno menor que aquellos que se basan exclusivamente
en la información proporcionada por el propio individuo sobre la existencia de síntomas posconmocionales [23,24].
Es bien conocido que la incidencia del SP guarda una relación inversa con la gravedad del traumatismo, y es con
frecuencia más severo en los casos de traumatismos leves. Ahora bien, es necesario tener en cuenta que este síndrome
no es exclusivo de los TCE leves y puede aparecer después de lesiones moderadas e incluso graves [25,26].
Y finalmente, en relación con la vuelta al trabajo, una reciente revisión llevada a cabo por Binder [27] sobre 17 estudios
con 2.600 personas de ocho países occidentales, señala que entre el 66 y el 86% de los pacientes con SP se
reincorporaron al trabajo en el primer año, aunque reconoce las limitaciones de estos datos pues en algunos de los
estudios incluidos no se eliminaron de la muestra a aquellos individuos que presentaban además otras limitaciones, por
ejemplo secuelas del sistema motor, que también dificultan la reincorporación a una actividad laboral.

FACTORES ETIOLÓGICOS
A pesar de la abundante literatura sobre la naturaleza orgánica o psicógena del SP, la etiopatogenia de este trastorno no
ha sido claramente establecida, posiblemente porque no existe una explicación única que dé cuenta de forma satisfactoria
de todos los casos existentes. Ello es así porque el SP constituye un paradigma del modelo biopsicosocial, que no refleja
estrictamente el daño cerebral sino también el estrés percibido y las habilidades para hacerle frente, lo que obliga a tener
en cuenta la interacción entre los factores orgánicos, psicológicos y sociales de los individuos afectados, tanto previos
como posteriores al traumatismo.
La tendencia actual es considerar que los factores orgánicos desempeñan un papel esencial en la aparición de los
síntomas durante los primeros meses, mientras que los factores psicológicos ejercen un papel fundamental para explicar
el mantenimiento, e incluso, el agravamiento de los síntomas con el paso del tiempo [23,28]. Esta explicación tiene un
importante apoyo en los estudios de naturaleza longitudinal o prospectiva, que ponen de relieve la desaparición de la
sintomatología en la mayoría de los pacientes pasados los tres meses desde el traumatismo y señalan que algunos de los
síntomas tienden a cambiar con el paso del tiempo. Por otro lado, ya se ha señalado la conveniencia de distinguir entre
síntomas iniciales (p. ej., visión borrosa, vértigo, somnolencia) y síntomas tardíos (irritabilidad, fatigabilidad,
intolerancia al ruido, etc.) [29,30] lo que vendría a avalar la necesidad de considerar diferentes factores explicativos en
distintos momentos evolutivos del SP.
A continuación se revisan las principales líneas de investigación (orgánicas/funcionales) sobre la naturaleza de este
trastorno.

La ‘evidencia’ orgánica
Alteraciones fisiopatológicas
Las fuerzas de aceleración lineal y rotacional provocadas por un traumatismo craneo-encefálico provocan una serie de
anomalías en la transmisión neuronal que fueron denominadas por Strich en 1956 [31] y 1961 [32] como daño axonal
difuso. Esta disfunción neuronal se manifiesta estructuralmente en una serie de cambios microscópicos que fueron
descritos por vez primera por Ramón y Cajal [33]. Existe una amplia evidencia que procede tanto de investigaciones con
animales [34] como de estudios con humanos [35] que señala que, en muchos TCE leves se produce una disfunción
transitoria de la transmisión neuronal por un mecanismo de estiramiento axonal más que por la propia rotura de fibras, lo
que constituye la base de la fisiopatología de la conmoción cerebral.
Junto a este mecanismo fundamental, otros estudios recientes de experimentación animal destacan la vulnerabilidad de
algunas estructuras como el hipocampo [36] y diferentes áreas frontotemporales a los efectos de la hipoxia y la reacción
microglial que acompañan a este tipo de traumatismos [37,38].

Neurofisiología y neuroimagen
Estudios psicofísicos sobre la tolerancia a la luz y al ruido han indicado la existencia de un subgrupo de pacientes con SP
que muestra un umbral más bajo de tolerancia tanto para estímulos luminosos sono-acústicos en un subgrupo de estos
pacientes con un umbral más bajo para estímulos tanto luminosos como acústicos [39,40]. La existencia de disfunciones
en la latencia y en la amplitud de la señal con potenciales evocados constituye otra evidencia sobre la implicación de
factores orgánicos en la génesis de algunos síntomas del SP [41]. Sin embargo, los hallazgos más importantes en este
sentido proceden de las nuevas técnicas de neuroimagen funcional: tomografía por emisión de fotones simples (SPECT)
y
tomografía por emisión de positrones (PET), que encuentran por un lado el descenso de la perfusión regional y del
metabolismo cerebral en áreas frontales y temporales de la corteza cerebral [42-45], y, por otra parte, sostienen que la
normalidad de la SPECT en la fase aguda constituye un indicador de buen pronóstico [46]. No obstante, conviene
reconocer que la mayoría de estos trabajos están realizados con muestras pequeñas y con grupos muy seleccionados, lo
que dificulta la extrapolación de los resultados.

Déficit neuropsicológicos
En las dos últimas décadas la investigación neuropsicológica ha puesto de manifiesto que los TCE leves, como grupo,
presentan en los meses posteriores al traumatismo alteraciones en el funcionamiento cognitivo, que afectan en
especial a los aspectos más complejos del funcionamiento atencional [47], la memoria [48] y el funcionamiento
ejecutivo [49]. Estas alteraciones afectan a la capacidad de los pacientes para procesar, almacenar y organizar la
información, y constituyen un factor muy importante para comprender la naturaleza y las características del SP.
Se puede establecer una relación entre los principales déficit neuropsicológicos del SP y las alteraciones fisiopatológicas
anteriormente mencionadas. Las alteraciones atencionales encontradas se conceptualizan como formando parte del
sistema ejecutivo, localizado en los lóbulos frontales, mientras que las dificultades de memoria están asociadas con el
daño en áreas mediales e inferiores de los lóbulos temporales. Por otra parte, los problemas relacionados con la velocidad
y eficacia para el procesamiento de la información son debidos, al menos en parte, al daño axonal difuso que afecta a la
intrincada red de conexiones corticosubcorticales. Esta relación se ve avalada, además, por los resultados de
investigaciones [50] que combinan la evaluación neuropsicológica y las más modernas técnicas de neuroimagen y que
permiten captar en tiempo real imágenes de las alteraciones fisiológicas –sobre todo orbitofrontales y frontotemporales–
en pacientes con déficit cognitivos durante la realización de diferentes tareas. En definitiva, la aparición en la última
década de nuevas técnicas de neuroimagen y el empleo de pruebas neuropsicológicas más sensibles a los efectos del
daño cerebral leve están demostrando la existencia de pequeñas alteraciones estructurales y disfunciones
cerebrales que están en la génesis del SP. Ahora bien, la revisión de la literatura sobre estudios bien controlados de TCE
leves y no complicados señala que éstos no se acompañan de déficit cognitivos prolongados. Por ello, en los casos en
que los déficit tienden a cronificarse conviene investigar otros factores no neurológicos que constituyen variables
moduladoras y predictoras de la persistencia de estos problemas puesto que,
como ya señaló Symonds hace más de cincuenta años, ‘no sólo importa el tipo de lesión que sufre la cabeza, sino
también el tipo de cabeza’ [51].

La ‘evidencia’ psicológica
Personalidad y otros factores previos al traumatismo
La pobre recuperación después de un TCE leve se ha asociado con la existencia de rasgos psicopatológicos previos al
accidente. Así, se ha señalado que una estructura neurótica o histriónica de la personalidad en individuos que evitan
abordar las obligaciones familiares y sociales, y buscan la atención y el apoyo de los demás [28,52], la existencia de una
historia personal o familiar de trastornos afectivos previos [53] o la presencia de otras enfermedades mentales [54]
constituyen factores de riesgo para la persistencia de síntomas propios del SP.
También debe prestarse atención a la existencia de antecedentes de alcoholismo o de abuso de otras sustancias
tóxicas, problema que no es infrecuente en esta población [55] y que contribuye a explicar el mantenimiento de los
síntomas en algunos pacientes.
Y en los últimos años se incluyen además en este apartado otros factores previos al traumatismo como la edad, la causa
del accidente, el tipo de trabajo desempeñado, el bajo nivel sociocultural o la existencia de problemas psicosociales
(ruptura de la pareja, dificultades laborales o económicas, etc.) que se consideran variables de pronóstico en la evolución
de la sintomatología [56,57].

Neurosis de renta-simulación
La idea de que la búsqueda de una compensación económica representa un factor esencial para comprender la
cronificación de los síntomas del SP fue impulsada por el influyente trabajo de Miller [58], a partir de un conjunto de
observaciones clínicas las cuales venían a poner de manifiesto que tras estos síntomas había en la mayoría de los casos el
intento de obtener una indemnización económica u otro tipo de ganancias. Sus principales argumentos
han sido resumidos en nuestro país por Barraquer [59]: a) Existe una marcada discrepancia entre la ausencia de los
datos objetivos neurológicos y neuropsicológicos y el carácter prolijo y detallado de las quejas subjetivas del
paciente; b) El paciente nunca es un niño; c) La incidencia de este trastorno es muy escasa después de accidentes
deportivos o domésticos; d) Los síntomas aparecen después de que el paciente ha sido dado de alta; e) El
accidentado generalmente no desempeña una actividad laboral por cuenta propia, suele tratarse de trabajadores
poco especializados y es frecuente que hayan cambiado varias veces de empleo y tengan historia de reiteradas
bajas laborales; f) Los pacientes hacen continuas referencias a su incapacidad para volver al empleo anterior, y g)
Es frecuente que estas personas acudan a la consulta acompañados de un familiar o enviados por un abogado.
Otros autores han seguido insistiendo en esta misma línea argumental [60,61], pero cada vez son más los trabajos que
ponen el énfasis en el hecho de que los síntomas posconmocionales persisten muchas veces a pesar de haberse resuelto
favorablemente el
litigio administrativo [62], critican los errores metodológicos de muchos de aquellos estudios [63], documentan la
existencia del trastorno en niños [64] y ofrecen explicaciones alternativas de este problema [65]. Por tanto, la tendencia
general en los últimos años
es señalar que, aun cuando en un 5-10% de los casos la búsqueda de un beneficio económico puede llevar a la
reproducción consciente de síntomas patológicos, la incidencia de casos de simulación como explicación del SP ha sido
sobrestimada.

La reatribución de síntomas similares a los del SP


Los síntomas prototípicos del SP se caracterizan por ser muy inespecíficos; de hecho, muchos individuos que
nunca han sufrido un daño cerebral se quejan –sobre todo en períodos de mayor estrés– de problemas de cefalea,
irritabilidad, menor capacidad de
concentración, etc. [66,67]. Así, por ejemplo, un estudio realizado con una muestra de estudiantes como sujetos control
[68], mostró que la prevalencia de estas quejas y síntomas aparecía en la población general con la siguiente frecuencia:
problemas de memoria
(20%), falta de interés y motivación (36%), irritabilidad (37%) y fatiga (28%).
De modo paralelo, se ha observado que muchos pacientes con TCE leves tienden a subestimar la presencia de estos
síntomas en la etapa anterior al traumatismo, mientras que después del accidente se producen dos fenómenos
estrechamente relacionados: un
incremento de las expectativas sobre la presencia de alteraciones y un proceso de reatribución, por el que se considera
que el TCE es responsable de todos los síntomas premórbidos. Este reforzamiento circular de las expectativas puede
explicar la persistencia
de la sintomatología posconmocional después de un TCE leve y por qué la frecuencia de este síndrome es inversamente
proporcional a la gravedad de la lesión cerebral [69]. Algunos autores [70] han llegado incluso a detallar la secuencia de
las fases en este
proceso de reatribución: a) el estrés asociado al TCE provoca una respuesta psicofisiológica de hiperactivación
noradrenérgica; b) se produce una activación de los mecanismos de
atención selectiva hacia estos síntomas y los previos; c) la ansiedad y la atención selectiva producen un incremento en la
intensidad subjetiva de los síntomas; y d) como consecuencia
de todo este proceso se desencadena una nueva hiperactivación psicofisiológica produciéndose así un ‘circulo vicioso’
que facilita la perpetuación de la sintomatología.

El papel de las estrategias de afrontamiento


La mayor parte de la literatura clásica que ha tratado el tema de la naturaleza orgánica frente a la funcional del trastorno
posconmocional se ha centrado exclusivamente en una o dos de las variables comentadas. Sin embargo, en los últimos
años existe un interés creciente por el estudio de la relación entre los diferentes factores y por la consideración de otras
variables que predicen y modulan la aparición del SP. Una aproximación integradora a este problema es considerar la
importancia de los mecanismos de afrontamiento [71-75] sobre el funcionamiento del individuo después de un TCE leve
o moderado, partiendo de la idea de que este trastorno no refleja estrictamente el daño neuronal, sino más bien la
interacción entre el funcionamiento cerebral, el estrés percibido y las habilidades para hacerle frente. Desde esta
perspectiva se propone que gran parte de los síntomas somáticos como la cefalea, la fatiga, los mareos, la
intolerancia al ruido, y de las alteraciones emocionales como el estrés, la irritabilidad o el descenso de la
autoestima, son consecuencia del sobresfuerzo compensatorio y del proceso de adaptación del sujeto ante la
reducción de la capacidad de procesamiento de información.
Por otra parte, se señala que los individuos que consiguen una mejor recuperación psicosocial son aquellos que se
reincorporan progresivamente a sus actividades previas y emplean estrategias de afrontamiento activas, destinadas al
reconocimiento de la existencia
de problemas y al desarrollo de modos alternativos de resolverlos; mientras que la persistencia de síntomas
posconmocionales es mucho mas frecuente en los pacientes que afrontan los primeros meses tras el TCE con un
comportamiento que tiende a evitar las situaciones problemáticas y a reducir las emociones negativas antes que a
resolver las dificultades [76].
En la figura 1 se presenta una adaptación del modelo planteado desde este marco teórico por Kendall y Terry [77], y que
consideramos que puede ser de gran utilidad por diferentes razones, que podemos resumir en las siguientes:
– Permite considerar las variables orgánicas y psicológicas desde una perspectiva no excluyente;
– Facilita la inclusión de nuevas variables (variables psicosociales) y el estudio de las relaciones entre los distintos
factores analizados;
– Ayuda a comprender las diferencias individuales y a predecir el pronóstico,
– Pero, sobre todo, proporciona elementos esenciales de cara al establecimiento de programas de rehabilitación más
eficaces y adaptados al caso individual.

EVALUACIÓN Y DIAGNÓSTICO
La naturaleza inespecífica y subjetiva de los síntomas del SP ha favorecido la dispersión en cuanto al empleo de medidas
de evaluación. La selección de las técnicas y las pruebas ha de venir determinada por dos factores capitales: la
sensibilidad a los efectos del daño cerebral leve y el valor pronóstico de las mismas en relación con el proceso de
recuperación.
Respecto a las técnicas neurofisiológicas y de neuroimagen hay que reconocer, en primer lugar, que la utilidad del
electroencefalograma es muy limitada por su baja sensibilidad y especificidad ante este tipo de trastornos [10].
Diferentes investigaciones han mostrado la presencia de disfunciones en el registro con potenciales evocados, pero a
pesar de los optimistas resultados ofrecidos por algunos autores [78], otros trabajos señalan que su valor
predictivo es muy pequeño para predecir tanto los déficit neuropsicológicos un mes después del accidente como otros
síntomas posconmocionales a los 6-12 meses desde el traumatismo [79].
Entre las técnicas de neuroimagen, la resonancia magnética (RM) ha demostrado tener una mayor sensibilidad que la
tomografía computarizada (TC) para objetivar la existencia de lesiones cerebrales meses después de un TCE de leve-
moderada intensidad, salvo en los casos en que existen hemorragias iniciales [80,81]. Por ejemplo, Levin et al [82], en
una serie de 50 casos de TCE con una puntuación inicial en la escala de coma de Glasgow de 9-15, comprobaron que la
RM detectó la presencia de lesiones en el 80% de estos pacientes, mientras que la TC sólo objetivó alteraciones en el
20% de los casos. Este mismo estudio sugiere que la resolución de estas lesiones evoluciona paralelamente con la
recuperación
neuropsicológica. Incluso se ha señalado que los pacientes cuyas lesiones habían desaparecido en las imágenes de
resonancia mostraban en las pruebas neuropsicológicas un rendimiento inferior al de los individuos que no habían
mostrado nunca evidencia
de lesión.
A pesar de las alteraciones encontradas con las nuevas técnicas de neuroimagen funcional (SPECT y PET), tanto la
Academia de Neurología Americana [83] como la Sociedad Británica de Medicina Nuclear [84] han señalado (1996) que
el empleo de estos procedimientos en la evaluación del SP en el ámbito clínico no está justificado y que su uso debe
restringirse a estudios de investigación bien controlados.
Las pruebas de evaluación neuropsicológica son un elemento esencial en la valoración de los efectos del SP, dada la
propia naturaleza del trastorno y porque estos déficit son responsables, en gran medida, de las limitaciones para volver a
realizar con éxito
las actividades que anteriormente se realizaban sin dificultad [85,86]. Sin embargo, es preciso reconocer también que la
exploración neuropsicológica de estos pacientes es compleja, pues los déficit cognitivos pueden pasar desapercibidos
cuando se emplean
baterías de evaluación neuropsicológica estandarizadas (falsos negativos), y existen también datos que señalan que el
retorno a puntuaciones normales en algunos test no implica necesariamente la recuperación completa de los pacientes.
Se han empleado múltiples tareas, pero los resultados más consistentes se han obtenido con pruebas que evalúan la
velocidad de procesamiento de la información y la atención alternante y dividida como son la forma B del Trail
Making Test, la prueba de Stroop y, sobre todo, el Paced Auditory Serial Addition Task (PASAT) [87-90]. En relación
con el test de Stroop, los resultados ponen de manifiesto que los pacientes con SP tienden a realizar las tres tareas más
lentamente que los sujetos utilizados como controles,
pero no se observa un marcado efecto de interferencia [91]. Recientemente, Bohnen et al [92] han modificado la prueba
original incluyendo una condición adicional que hace más compleja la tarea, y encuentran que esta condición incrementa
la sensibilidad de la prueba para el estudio de los pacientes con síntomas postraumáticos. El PASAT [93] constituye el
procedimiento más utilizado en la evaluación neuropsicológica de los TCE leves y del
SP, tal y como se ha puesto de manifiesto en una reciente revisión [94], ya que esta prueba ha mostrado una gran
sensibilidad para valorar los déficit atencionales y la velocidad de procesamiento de información en estos pacientes.
Conviene incluir también algunas pruebas que valoren el aprendizaje y la memoria de material nuevo, la flexibilidad
mental y el razonamiento abstracto. Se puede recomendar el test auditivo verbal de Rey, el test de aprendizaje
verbal de California (CVLT), así como la figura compleja de Rey para la evaluación de la memoria visual,
pruebas todas ellas que se han mostrado sensibles a los efectos del daño cerebral leve y de las que existen
abundantes datos normativos de referencia [95]. Por último, citaremos otras pruebas, como el test de clasificación
de cartas de Wisconsin (WCST) y el test de categorías, que pueden contribuir a ofrecer una imagen global de los
posibles déficit cognitivos presentes en el SP [86].
Debido al carácter subjetivo de gran parte de la sintomatología resulta útil el empleo de algunas escalas que permiten
sistematizar y cuantificar la información obtenida, y que constituyen instrumentos de interés tanto para valorar la
evolución de los pacientes como para la realización de estudios de seguimiento. En este sentido podemos destacar el
cuestionario de síntomas posconmocionales, adaptado a partir de la entrevista semiestructurada elaborada por Levin et al
para el estudio de los TCE leves [5,86], que recoge en 17 ítems los síntomas sensoriales, somáticos, cognitivos y
afectivos más referidos por estos pacientes. La escala consta de una gradación desde 0 (no presente)
hasta 4 (grave o muy intenso), estableciendo siempre una comparación con el estado previo a la aparición del TCE. Otra
escala con una estructura y contenido similar es el cuestionario de síntomas posconmocionales de Rivermead [96],
que consta de 16 elementos y también ha ofrecido una adecuada fiabilidad interjueces.
Cuando sea precisa una evaluación más exhaustiva de los factores emocionales o psicopatológicos puede emplearse el
cuestionario de estrategias de afrontamiento Wais of Coping [76] o el conocido cuestionario multifásico de personalidad
de Minnesota
(MMPI). Así, por ej., un estudio reciente con el MMPI en 53 pacientes con SP ha constatado una relación inversa entre
las puntuaciones en las escalas de hipocondría, depresión e histeria y la gravedad inicial del traumatismo [97].
Aunque se ha insistido en que la simulación no es tan importante como se pensaba hace una o dos décadas, la referencia
de quejas con el objeto de obtener una compensación constituye una realidad que no ha de ser ignorada. En la tabla III
se presentan los
principales datos que pueden hacer sospechar la presencia de una simulación.
Asimismo, y teniendo en cuenta algunos de estos principios, se han elaborado instrumentos neuropsicológicos
específicos para la detección de posibles simuladores. Las más conocidas son las pruebas de Rey (test de los 15 ítems
y el Dot Counting Test)
[98,99] basadas en la sobrestimación de la dificultad de las tareas que hacen los simuladores y que les lleva a un
rendimiento inferior al de personas con una disfunción cerebral más grave. Otra prueba ampliamente utilizada
en este sentido es el test de reconocimiento de dígitos de Portland (PDRT), que es una prueba de elección forzada
entre alternativas de la que existen diferentes versiones [100,101] aunque en todas ellas el principio que subyace es
el mismo. Se espera que el individuo responda correctamente al azar un determinado porcentaje de ensayos; si el
número de errores supera este porcentaje cabe pensar que el paciente puede estar escogiendo de forma deliberada
una opción errónea. Otros autores han elaborado perfiles de respuesta que caracterizarían a los simuladores en la
ejecución de algunas pruebas. Cabe destacar los trabajos realizados con las escalas revisadas de inteligencia [102] y
memoria de Wechsler [103], con el test de aprendizaje verbal de California [104], con la prueba de Stroop [105] y con las
versiones 1 y 2 del MMPI [106]
Finalmente hay que recordar que, aunque se han revisado las principales pruebas para una evaluación más objetiva del
SP, los resultados han de interpretarse de manera individualizada y en el contexto de todos los datos clínicos disponibles.
Así, hay que
insistir, por ejemplo, en que la ausencia de hallazgos patológicos en las pruebas de neuroimagen no implica
necesariamente la ausencia de lesiones cerebrales, y reconocer que no disponemos hoy por hoy de técnicas
absolutamente fiables para determinar con
certeza si un individuo está fingiendo sus síntomas.

Tabla III. Aspectos que hacen sospechar la existencia de una simulación


(basada y modificada de Pelegrín et al [9] y de Muñoz Céspedes et al [98]).
Contexto médico-legal de la evaluación y posibilidad de obtener beneficios
del mantenimiento de las secuelas (indemnización económica, determinación
de incapacidad laboral)
Demora entre el momento del traumatismo y el comienzo de los síntomas
Discrepancia marcada entre el malestar referido por la persona y
los hallazgos objetivos (gravedad inicial del traumatismo, técnicas
de neuroimagen, pruebas neuropsicológicas, funcionamiento en la vida
diaria)
Inconsistencia en las respuestas ofrecidas o en la ejecución
de diferentes pruebas que exploran las mismas habilidades
Muy bajo rendimiento en pruebas neuropsicológicas que la mayor parte
de personas con lesiones cerebrales más graves realizan bien
Mínima disposición a cooperar en la evaluación, actitud evasiva e incluso
negativa hacia las sugerencias del tratamiento
Antecedentes personales que sugieren dificultades para enfrentarse a
dificultades vitales o la presencia de rasgos antisociales de personalidad

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