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El error histórico de Podemos

Podemos nació de la ilusión del 15-M y la frustración


por la mayoría absoluta obtenida por el PP en 2011.
Pero tras las elecciones del 20-D, el partido de Pablo
Iglesias prefirió desalojar al PSOE de la oposición
antes que al PP del Gobierno
José Ignacio Torreblanca
21 OCT 2016 - 00:00 CEST
Tras los cinco escaños obtenidos por Podemos en las elecciones europeas de mayo de
2014, un Pablo Iglesias eufórico afirmó ante los simpatizantes que le aclamaban que el
éxito logrado por su formación “se estudiaría en todas las facultades de Ciencia
Política”. Algo más de dos años después, en un artículo publicado en este diario (Somos
la alternativa), insistía en la relevancia histórica de lo logrado por Podemos.

Sin duda que es pronto para abrir los libros de historia, pero no para preguntarse qué ha
logrado Podemos. Porque si volvemos la vista atrás y nos situamos en la Puerta del Sol
en mayo de 2011, recordaremos que el primer encuentro con las urnas del movimiento
de los que se decían no representados se saldó con una mayoría absoluta del Partido
Popular que dejó a muchos en estado de shock. Si el PSOE (según el relato establecido)
había perdido 4,3 millones de votos por girar a la derecha y abandonar a los más
débiles, ¿cómo era posible que Izquierda Unida, que solo recibió 700.000 más sufragios
que en 2008, quedándose en un 6,92% del voto, no capitalizara el descontento social
que el 15-M había proclamado urbi et orbi?

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De esa desolación ante la incapacidad de la izquierda tradicional para traducir la


frustración social en resultados electorales nació Podemos. Y sin duda que en las
primeras elecciones generales a las que concurrió, logró un éxito espectacular, muy por
encima de los mejores resultados del PCE (23 escaños en 1979) o de Izquierda Unida
(21 en 1996). Los 69 escaños logrados el 20-D con los 5.189.333 votos recibidos (un
20,6%) fueron, pese al retroceso sufrido al confluir con Izquierda Unida el 26 de junio,
asegurados, al lograr 71 escaños y mantenerse por encima de los cinco millones de
sufragios y el 20% de los votos.

Sin embargo, si el guion de la investidura a finales de este mes se desarrolla conforme a


lo previsto y Mariano Rajoy acaba otra vez en La Moncloa y el Partido Popular en el
Gobierno, nos encontraremos otra vez con una reedición de la frustración del 15-M,
pero esta vez aumentada porque el instrumento construido para representar aquel
movimiento, aunque pasara de la calle al Parlamento, no solo se quedará en la oposición
sino, a pesar de las pretensiones de Pablo Iglesias de ser la única, verdadera y
contundente oposición, en una oposición irrelevante.

¿Por qué irrelevante? En política, aunque los votos se traduzcan en escaños, si estos no
se traducen en influencia, tampoco lo hacen en políticas y por tanto no cambian la vida
de la gente. Y con la correlación actual de fuerzas en el Parlamento, el no de Podemos a
las propuestas del Partido Popular estará siempre garantizado de antemano, así que ni el
PSOE ni Ciudadanos tendrán que negociar nada con la formación morada. Cada
propuesta que el Gobierno quiera sacar adelante tendrá, a priori, 137 votos favorables
(los escaños del PP) y 90 contrarios (Unidos Podemos, ERC, CDC y EH-Bildu), lo que
convertirá a Ciudadanos, PSOE y PNV, que sumarán 122 escaños, en los partidos
decisivos a la hora de condicionar la agenda legislativa del Gobierno.

Podemos, ya lo ha anunciado Iglesias, será durante la próxima legislatura el partido del


no. Si no se disgrega orgánica o territorialmente (algo que, observando las pugnas entre
errejonistas y pablistas y entre estos y Ada Colau, Compromís y las Mareas, ya está
ocurriendo), y si el PSOE no logra recomponerse, seguirá teniendo alguna posibilidad
de superar a los socialistas como primera fuerza de la izquierda en unas próximas
elecciones generales, pero entonces sus dilemas estratégicos seguirán siendo los mismos
que los que ha tenido hasta ahora.

Entre los socialistas y la formación morada no hubo suficiente confianza para pactar una
tregua

¿Qué explica el fracaso de Podemos a la hora de lograr un cambio político en este país,
tal y como queda enunciado en la permanencia del Partido Popular en el Gobierno,
incluso reforzado tras las elecciones del 26 de junio? La sociología de las
organizaciones nos describe con bastante exactitud una patología como la sufrida por
Podemos: “La inversión de objetivos”. Organizaciones que nacen con un fin, pero que
por el camino se desvían del objetivo primigenio. En el caso de Podemos, ese desvío se
produjo en la corta y fallida legislatura posterior al 20-D, cuando sus dirigentes
apostaron por un objetivo táctico (el sorpasso al PSOE), frente a un objetivo
estratégico: contribuir a desalojar al PP del Gobierno.

Que Podemos cayera en la tentación no solo fue producto de la debilidad humana


(“puedo resistir todo menos la tentación”, afirmó con agudeza Oscar Wilde) sino del
cálculo: como tantas empresas que pugnan por abrirse un hueco en el mercado,
Podemos cayó en la tentación de eliminar a su competidor más cercano antes que al
competidor principal.

Entre Podemos y el PSOE no hubo la suficiente confianza como para poder pactar una
tregua en su lucha por la hegemonía de la izquierda y anteponer el desalojo del PP del
poder, para el que era necesario el acuerdo con Ciudadanos. Las cosas, sin embargo,
hubieran podido ser diferentes. Como muestra lo ocurrido en muchos Ayuntamientos y
comunidades autónomas tras las elecciones de mayo de 2015, las geometrías variables
eran posibles si lo que se pretendía era abrir un tiempo de cambio político. El caso del
Ayuntamiento de Madrid es paradigmático: el PSOE, al quedar tercero, tuvo claro que
su objetivo principal era desalojar al PP del Consistorio e impedir que regresara
Esperanza Aguirre, que había quedado primera en votos. Pero aunque esta llegó a
ofrecer gratis su apoyo para que gobernara el PSOE, los socialistas prefirieron dejar
gobernar a Manuela Carmena.

Si Podemos se convierte en el partido del 'no', será irrelevante para sus votantes

Algo parecido hubiera podido ocurrir en el ámbito nacional si el 4 de marzo pasado,


Podemos, en lugar de votar no a la investidura de Pedro Sánchez junto con el Partido
Popular, la hubiera apoyado. El contrafáctico no es tan difícil de esbozar: Rajoy, con 63
escaños menos que en 2011, habría salido de La Moncloa y un PP con 123 escaños
(Joaquín Almunia dimitió con 125) estaría sumido en una crisis de liderazgo importante,
además de un calvario judicial a costa de los casos de corrupción. Podemos, por su
parte, habría construido su imagen como partido de cambio y tendría la llave para
articularse como oposición responsable capaz de, cuando lo estimara oportuno, dejar
caer al Gobierno de Sánchez y forzar unas terceras elecciones si estimaba que un
Gobierno de izquierdas o incluso un sorpasso era más viable. ¿Fantasías? En absoluto.
Esa posibilidad, ha confesado Pablo Iglesias, se discutió en el seno de Podemos, pero no
prosperó, pues se impuso la línea de Iglesias, que exigía algo para lo que ni el PSOE ni
Podemos estaban preparados todavía: un Gobierno de coalición. El resultado es
conocido. El 15-M acabó en una mayoría absoluta del Partido Popular; hoy el error
histórico de Podemos termina en otro Gobierno del PP.

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