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Existe un momento muy particular en la vida de quienes enseñamos.

No sólo me
refiero a los que tenemos como oficio la docencia sino a todos los que son padres y como tales
transmisores de enseñanza, cultura, historia, hábitos. Ese momento especial ante el que nos
maravillamos y emocionamos es aquel en el que un niño “aprende”: comienza a hablar, a
caminar, a vestirse solo, a escribir, a comprender lo que lee.

Todos estos aprendizajes tienen en común el logro de autonomía, pero también


existen entre ellos muchas diferencias. En algunos casos el niño comienza a desempeñarse de
manera autónoma porque va imitando a los mayores, porque su cuerpo está preparado para
hacerlo, o por ambas cosas a la vez; en otros casos, desarrolla una capacidad innata y logra
armar frases que nos sorprenden; en otros, y me refiero al caso particular de la escritura y de
la lectura, necesita y va a necesitar durante mucho tiempo herramientas que le permitan ser
autosuficientes.

“ Es innegable que el niño es el actor principal en su adquisición de la lectura y la


escritura. Sin embargo, el sentido común puede alcanzar para alertarnos sobre la insuficiencia
de esa construcción individual del niño solo. (…) Para llegar a ser un lector estratégico, que
verdaderamente pueda crear significados a través de una comprensión activa, el niño debe ser
capaz de automotivarse y de monitorear su propia comprensión, recapitulando, revisando,
cuestionándose, corrigiéndose. Un lector competente tiene un plan para comprender. Y para
eso, entre otras cosas, dice Josette Jolibert (1992), los docentes debemos ‘ayudar a los niños a
dilucidar sus propias estrategias de lectura’” Berta Braslavsky 2005.

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