Está en la página 1de 9

EL BIEN RELATIVO Y LA FUERZA DE LA

LIBERTAD

·El bien moral y las circunstancias


·El laberinto permisivo
·La fuerza de la libertad
·El hombre, más grande que el universo
·Meta-datos y metafísica
·La liberación radical

Antonio Orozco-Delclós
Arvo.net, 23.01.08
Revisión y actualización: 22.072009

Al preguntarnos qué es lo bueno hallábamos una cierta relatividad en el bien que no se


encuentra en la verdad. Dos más dos son cuatro para todo el mundo. Otra historia es
que no todo el mundo esté en situación y disposición de averiguarlo. En cambio el bien
es más relativo al sujeto. El bien, o lo bueno, es una perfección perfectiva respecto a
alguien. Ciertos alimentos son buenos para unos y no para otros. Y hay bienes que lo
son para todos los vivientes de nuestro planeta, como el oxígeno. Si falta el oxígeno
mueren todos aquellos que viven a expensas del oxígeno. Que el bien sea relativo a
sujetos de determinada especie no significa que perfeccione en función de la
subjetividad. Relativo no es equivalente a subjetivo en el sentido subjetivista. Un
determinado vegetal puede nutrir a un ser irracional y en cambio matar a un ser
humano. Esa relatividad no estriba en el "gusto" de cada cual sino en condiciones
objetivas, independientes de la apreciación del sujeto, identificables científicamente. Es
cierto que un manjar sano y exquisito puede sentar mal por un asco condicionado por
factores educacionales. Pero esta es otra historia.

Un bien normalmente perfecciona a un sujeto según la naturaleza del sujeto o de las


condiciones objetivas en que se halla. Hay bienes comunes a varias naturalezas y hay
un bien común universal, es decir, una perfección que perfecciona a todo existente,
origen y conservador de todo ser: el Ser subsistente. Dios, el Bien absoluto. Este Bien
no depende de ningún otro y todos los demás dependen radical y enteramente de él.

Se entiende así que a todo cuanto existe le va la vida, la existencia, en su relación


creatural a Dios. Si cabe expresarse así, en este nivel, cuanto más intensa sea esa
relación, tanto mejor, tanto más subsistirá. La autonomía de la criatura respecto a Dios
sería sin más la aniquilación.

A la criatura racional le incumbe, pues, descubrir su relación existencial con Dios, en


quien nos movemos, vivimos y somos. Actuar a conciencia y en el ejercicio de su
libertad creada en el ámbito de los bienes perfectivos que le mantengan unido, "cada
vez más", a Dios. Ese "más" es posible siempre, porque no es la misma unión la que
tiene la piedra con Dios que la que tiene un ser consciente, capaz de conocer y de
elegir, y, por tanto, de adorar y amar a su Creador. La voluntad, cuando va amando,
incrementa su capacidad de amar, se dilata, o, como dicen algunos, se retroalimenta.

¿Que es lo bueno? Lo perfectivo. ¿Qué es lo perfectivo? En la criatura racional, lo que


se encuentra en el ámbito de la unión libre con Dios. Como Dios es Amor, la libertad
ha de moverse en el amor. Este es el ámbito del bien perfectivo en el que la persona
se perfecciona en su entendimiento, voluntad y libertad. Si se actúa fuerza de ese
ámbito, la luz de la razón, la fuerza de la voluntad, la soltura de la libertad se
deterioran progresivamente, aunque uno «se sienta» más a gusto.

El bien moral y las circunstancias

Las circunstancias, en nuestra actual forma de existencia -derivada del pecado de


origen- no siempre son favorables, pueden hacer que una acción buena sea mejor, o
que una acción mala venga a ser peor. De nuevo encontramos un factor en cierto
modo relativizante del bien. En ocasiones, las circunstancias atenúan la bondad o
maldad de un acto. Sin embargo, no podrán hacer que una acción de suyo mala (por
ejemplo, matar a un inocente no agresor) se convierta en moralmente buena. El bien
moral requiere ante todo y siempre la "buena intención", es decir, la intención recta;
pero ésta no es suficiente. Se precisa además la obra objetivamente buena en sí
misma (1). Por eso son erróneas las éticas según las cuales, las circunstancias podrían
"hacer buenas" (justificar) en todo caso acciones de suyo malas (injustas).

Esos errores parecen difundirse más y más; quizá por doble motivo: el decaimiento de
la confianza en la razón y en la fe, y la expansión del ateísmo teórico o práctico. En
consecuencia, el subjetivismo y el pragmatismo éticos encuentran vía cada vez más
ancha hasta desembocar en las formas extremas de permisivismo caótico.

El laberinto permisivo

¿Cómo se determina lo correcto, qué habría de significar lo bueno? El relativismo, el


pragmatismo, el materialismo, carece de fundamento para una definición coherente de
«lo que es bueno». En la vida pública, más de que "bien" y "mal" o de "bueno" y
"malo" que suena a maniqueísmo, se habla de "correcto" e "incorrecto", que es el
modo "políticamente correcto" de eludir la dimensión ética de los actos humanos. De
este modo, «lo bueno» se suele confundir con los intereses de un grupo, de una clase,
de un partido, o de una «ley» positiva. Así, por ejemplo, si consigue incrementar el
número de votos, se tiene por «bueno» la despenalización del aborto, de la eutanasia,
o el matrimonio sin mater (madre). Como, en rigor, no se conoce lo que es en verdad
el hombre, se carece de un código moral previo a la acción. Para la acción, no se
dispone de otro criterio de verdad y bondad que el resultado de la acción misma. La
praxis, tema típicamente marxista y de sus actuales herederos. Como es lógico, lo
corriente es que yerren antes de acertar; y a menudo los errores son de tal categoría
que la rectificación resulta muy penosa o punto menos que imposible.

No hemos de excluir a priori, de ese comportamiento, la vaga intención bondadosa de


procurar que los ciudadanos pasen la vida «lo mejor posible». El problema es: ¿qué es
«lo mejor» para el ciudadano si no se sabe qué es «lo bueno», puesto que tampoco se
sabe qué y quién es el ciudadano como persona? Se desea que las cosas funcionen
«bien», pero sin estudiar qué es el hombre en su integralidad, cuál es su naturaleza,
cuál es su origen y cuál es su destino último.

En tal coyuntura, las piruetas para conjugar el vicio con el orden son realmente
circenses. Parece bien, por ejemplo, que alguien, en abuso de su libertad, se
emborrache; pero disgusta que, borracho, estrangule a su cónyuge o el de su vecino.
No se lamentarían de que haya drogadictos con tal de que éstos se ganaran
honradamente los enormes dineros que cuesta cada «ración». Se exaltar la liberta
característica de una mal llevada adolescencia y se pretende a la vez que el resultado
sea una sociedad con un sentido adulto de la responsabilidad. Se quiere el acto malo
por ser libre y no se quieren las consecuencias naturales, inevitables del mal uso de la
libertad. El mal absoluto sería la «represión» (palabra odiada, si las hay) y tampoco
parecen buenas las consecuencias de las faltas de represión. Pensemos en el caos
educativo al que ha conducido el permisivismo, la carencia de autoridad, en tantos
colegios de enseñanza media.

Algo habrá que reprimir, claro es, pero subrepticiamente, sin que se note, de modo
vergonzante, con disimulado rubor. Habrá que comprender, más aún, defender, que el
hombre sea «un poco» ladrón, «un poco» asesino, «un poco» violador, tratando de
evitar que lo sea «mucho», no vaya a alterar demasiado el orden de la vía pública. En
tales laberintos sin salida se atrampa el relativismo, falto de un criterio objetivo de
bondad, que permita discernir, al menos en las cuestiones fundamentales, el bien y el
mal antes de la praxis, que por cierto, ha sido ya abundante a lo largo de la historia de
la humanidad. Como no se estudia Historia en los colegios, como se escamotean
episodios y épocas de enorme envergadura y calado, no se sabe lo que pasó, no prevé
lo que pasará. La Historia sigue siendo maestra de la vida, cuando se estudia sin
manipulación, tal como es, tal como podemos conocerla, al menos por aproximación.

La libertad resulta una libertad desmochada, mutilada por lo alto y por la base;
disminuida, reducida a la «posibilidad-de-hacer-sin-trabas-lo-que-me-venga-en-gana»,
excluyendo lo exclusivo de la libertad propiamente humana, de poder llegar a ser lo
que se debe ser, dueño y señor de sí mismo y de la propia situación, con aptitud de
disponer de sí mismo en orden a la consecución de lo que confiere a la vida en el
mundo, su verdadero y gozoso sentido: lo que está más allá de este mundo, de este
tiempo, de este espacio, de esta situación, es decir, la Verdad originaria, Bondad
fontal, Amor supremo.

La fuerza de la libertad

Se acierta al afirmar que la libertad se halla condicionada por la circunstancia. Se


yerra en cambio cuando se considera la situación como más fuerte que la libertad.
Como si la persona debiera ceder a la situación la primacía sobre las leyes universales
del orden moral. Como si el hombre, en ocasiones, «no tuviera más remedio» que
saltarse esas leyes, no pudiera confesar la verdad y ser consecuente en la conducta.
Que, por ejemplo, no pudiera ser siempre justo, casto o fiel al cónyuge. A mi juicio, el
que así piensa ostenta una grave ignorancia sobre el poder de su propia libertad. No
ha percibido la fuerza impresionante que podemos llamar libertad interior, profunda,
personal, mostrada incesantemente a lo largo de la historias por mártires cristianos y
no cristianos, conocidos o desconocidos por los medios.

Como indicaba Juan Pablo II, un «hombre puede estar condicionado, apremiado,
empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto
también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos
casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado,
su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe,
confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre.
No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas --las
estructuras, los sistemas, los demás-- el pecado de los individuos. Después de todo,
esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan --
aunque sea de modo tan negativo y desastroso-- también en esta responsabilidad por
el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible
como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa» (2).

Un ilustre científico afirmaba hace poco: «Estoy convencido de que incluso dentro del
ser manipulado hay suficiente remanente de este factor llamado libertad que existe en
la conducta humana. Mientras se da un estado de conciencia es muy difícil asegurar
que está anulada la libertad. Incluso cuando está muy disminuida o casi anulada,
siempre hay suficiente remanente de libertad y de responsabilidad para amar a Dios,
que es el principio de la santidad. Por eso estoy seguro que tanto un depresivo como
un neurótico pueden aspirar a ser santos, a pesar de su neurosis o depresión». De otra
parte, «por lo que se refiere a la libertad interna, a lo que uno quiere dentro de sí
mismo, pienso que es casi imposible que el dolor llegue a anular completamente la
libertad de un individuo, aunque puede afectar mucho su personalidad: cuando se
trata, sobre todo, de dolores crónicos puede llegar incluso a un cambio de
personalidad, pero sin que esto signifique pérdida de la libertad» (3).

Se puede torturar y matar al hombre, pero no su libertad. Puede ser anulada su


capacidad de decisión, con procedimientos psicológicos o farmacológicos, pero si
conserva la consciencia de sí, permanece la aptitud de trascender la situación y darle
un sentido cara a lo eterno.

El hombre, más grande que el universo

El mundo puede aplastar al hombre, pero --decía Pascal--, aún entonces el hombre lo
trasciende, porque sabe que está siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora.
Por eso incluso en situaciones degradantes, el hombre sigue siendo dueño de sus actos
más íntimos y puede optar por abandonarse a la abyección o por afirmarse en su
humanidad. Los campos de concentración --nazis y comunistas-- lo han puesto de
relieve innumerables veces.

Los materialismos son incapaces de comprender esa libertad interior, profunda, de


cada ser humano. Los más coherentes la han negado de modo explícito. Marx, por
ejemplo, negaba la libertad al decir: «la libertad es la conciencia de la necesidad».
Cierto que la consciencia de la necesidad es un signo de libertad. Cuando me siento
coaccionado, sé que tengo libertad. Pero la libertad es más que consciencia, es
domiinio y, por tanto, capacidad de decidir sobre mis actos, al menos en cuanto a su
sentido.

Con una mayor dosis de vigor intelectual (meta-físico), Marx hubiera podido concluir,
de sus propias palabras, una gran afirmación de libertad, porque si el hombre es
«consciente de la necesidad» sólo puede serlo por no estar del todo inmerso en la
necesidad. Está en ella y también más allá. El que duerme no puede distinguir entre la
realidad y el sueño. En cambio, el que está despierto juzga y distingue entre lo real y
lo soñado. Nos hallamos a la vez «situados» y más allá de nuestra situación. Nos
podemos ver como desde arriba o desde fuera y, hasta cierto punto --punto muy
importante—dominar nuestra situación dándole un sentido. Así, el hombre puede, por
ejemplo, sentir una pasión fortísima que le impele a matar, a robar, a adulterar, etc.
Pero si conserva su consciencia de sí, es capaz de resistir el impulso, negarse a
cometer el robo o el crimen. Pensar que la situación o circunstancia --la pasión-- puede
resultar más fuerte que la libertad, es la negación práctica de la libertad, de la
trascendencia del hombre respecto al cosmos, de su dignidad radical.

Cuando se percibe la propia libertad interior, se entiende que el hombre, estando en el


mundo, situado y condicionado por el mundo, es más grande que el mundo entero. Se
comprende lo que decía Juan Pablo II en Segovia, con palabras de San Juan de la
Cruz: «un sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo» (4). Esta
sabiduría brota de la percepción de la dimensión espiritual de la propia naturaleza,
esclarecida por un estudio distinto del físico, el meta-físico, de la persona, y funda una
consciencia profunda de la libertad profunda. Una consciencia que aferra y asume, en
virtud de la libertad, la propia libertad.

Meta-datos y Meta-física

Los que manejamos un poco Internet y las páginas web, como ésta, sin ir más lejos,
sabemos que además de los datos que el lector, usted, por ejemplo, ve en la pantalla,
el constructor de la página web ha introducido otros datos que usted no ve. Se llaman
«meta-datos». Están ocultos, pero a poco que averigüemos cómo es posible que los
buscadores encuentren nuestra página web, incluso quizá antes que otras parecidas,
sabremos que se debe al acierto de los «meta-datos». No es un misterio. No es difícil
conocerlos. Están ahí. Se pueden ver, haciendo clik en alguna pestaña del navegador.
Si usted no se molesta en averiguarlo, nunca lo sabrá. Le hablarán de meta-datos y no
entenderá nada, es más, es posible que no quiera saber nada de ellos. Puede ser que
se pase la vida navegando por Internet y se muera sin saber que ha sido posible en
parte gracias a los meta-datos. Sin embargo, saberlo, le ilustraría sobre muchas cosas
de cómo funciona la Red. Le abriría muchos interrogantes que usted libremente podría
continuar desentrañando o no. Los que desprecian la Metafísica, y me refiero a la gran
Metafísica que arranca de los clásicos griegos como Aristóteles, son sencillamente
ignorantes de lo que las cosas «son». Se pueden quedar en la ignorancia del «ser» de
las cosas y de lo que es absolutamente indispensable para explicar ese «ser» de las
cosas, el «Ser Absoluto» , es decir, Dios. ¿Es difícil conocer que Dios existe? ¡No! Pero
no debemos empeñarnos en buscarlo con métodos físicos, matemáticos o biológicos,
sino «meta-físicos». La «meta-física» no es difícil, al menos en sus elementos básicos.
Los niños tienen mente metafísica. No sólo se preguntan el cómo de las cosas, sino
también el «por qué son» y «como se explica que sean». Son pocos los principios que
deben conocerse y no es difícil conocer que el todo es mayor que la parte, que una
cosa no puede ser y no al mismo tiempo y bajo el mismo respecto, que todo lo que
llega a ser es causado, etc. Eso sí, hay que utilizar los principios de suyo evidentes y
las experiencias inmediatas con rigor lógico. Sin precipitación y a ser posible con
buenos maestros. Sólo sobre la base de una sencilla «meta-física», podemos iniciar
una antropología sólida y desde ahí una ética racional. Todos somos metafísicos aún
sin pretenderlo. También los que niegan la posibilidad de la metafísica. Los que
cultivan la ciencia positiva, los fenomenólogos, los relativistas, los subjetivistas, todos.
Lo que les sucede es que no se dan cuenta del momento en que se deslizan en el
terreno metafísico y entonces incurren en contradicciones que un niño podría
desbaratar con la «meta-física natural» que posee naturalmente la mente humana.
A la luz de lo que llamo metafísica natural, algo así como el sentido común no
ingenuo, los materialismos y subjetivismo en general aparecen con sus puntos débiles
al desnudo. Surge un verdadero sentido ético de la vida, fundado en el natural señorío
para el que ha sido creado el ser humano. Se comprende en su pleno sentido lo que se
lee en la Sagrada Escritura: «Dijo Dios: Hagamos el hombre a imagen nuestra, según
nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo, en los
ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra» (5).
Nace la formidable pasión por la libertad íntegra, ancha y trascendente, con nervio
teleológico, es decir, con sentido de larguísimo alcance, con un por qué y para qué
divinos. La libertad aparece en su justo valor. Valor de medio para realizar la verdad,
la bondad, la belleza, el amor, la justicia, en toda circunstancia, en cualquier situación,
aunque para ello sea preciso empeñar la vida. Los mártires han sido --y siguen siendo-
- no sólo los grandes testigos de la fe, también los grandes testigos de la libertad y de
la razón.

A la luz de la fe

Para comprender lo dicho hasta aquí no es menester la luz de la fe, pero


indudablemente esa luz permite ver las cosas con mayor claridad y certeza. Si se
consideran cada uno de los actos humanos en particular, toda persona puede y debe
vencer el mal, cualquiera que sea su situación. Sin embargo, es cierto que el hombre,
sin la gracia divina actual, no puede moralmente cumplir durante largo tiempo toda la
ley natural (6). «El hombre se siente incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los
ataques del mal, hasta el punto de sentirse aherrojado entre cadenas» (7). El libre
albedrío «está viciado en todos» (8); «quien comete pecado es siervo del pecado» (9),
y «quien comete pecado es del demonio» (10). El asunto es serio. Tales afirmaciones
parecen remitirnos de nuevo a alguna ética de la impotencia, que nos consuele ante la
imposibilidad de obrar el bien por largo tiempo, diciéndonos que si en algunas
situaciones no podemos hacer otra cosa que pecar, Dios no nos lo tendrá en cuenta.
Se ha predicado incluso: pecca fortiter!, pecad mucho, porque al fin y al cabo estáis
tan corrompidos que no podéis hacer otra cosa; vuestra libertad es esclava y ancha es
Castilla...

Sin embargo una ética semejante no puede «consolar» ni a Dios ni al hombre que
ama a Dios. Quien ama no se satisface diciendo: «no puedo dejar de ofenderte, no me
lo tengas en cuenta». Quien ama a Dios aspira a la justicia en sentido bíblico, es decir,
a la santidad. Y Dios en su infinita misericordia ha querido que podamos satisfacer
toda justicia (11). Se ha hecho hombre para redimirnos, rescatarnos del poder del
demonio y del pecado, y conquistarnos con su Sangre la gracia salvífica, que aniquila
las culpas y nos confiere vida y fuerza divinas, aptas para vencer todo mal, no sólo por
largo tiempo, sino durante la vida entera. Cristo, con su vida, pasión, muerte y
resurrección nos redime, nos libera tan profunda y radicalmente que nos libra también
de toda ética de situación, y de la hiriente humillación que supondría la salvación por
seudomisericordia, es decir, dejando al hombre en la injusticia, corriendo un tupido
velo sobre su miseria y "haciendo la vista gorda".

La liberación radical

Cristo nos ofrece la liberación radical. Si nos «in-corporamos» a El por el Bautismo y


los demás sacramentos, por El, con El y en El somos capaces de cumplir siempre no
sólo la ley natural, sino también la evangélica (que incluye la natural), con todas sus
exigencias, porque al revelarnos lo que somos y estamos llamados a ser, nos ofrece al
mismo tiempo la gracia --fuerza sobrenatural sanante y elevante-- para cumplir los
Mandamientos. Por eso, la Ley de Cristo, como dice el Apóstol Santiago, es la Ley
perfecta de la libertad (12), la ética que emana de un real señorío --real y regio-- del
hombre sobre sí mismo y sobre toda circunstancia y situación. Debemos felicitarnos
porque las derrotas morales sean inexcusables. «Comprender» al hombre en su
circunstancia, es comprenderle «libre», con «la libertad que Cristo nos ha ganado»
(13) para toda situación.

Bien claro lo dice San Pablo: «no habéis sufrido tentación superior a la medida
humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes
bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (14). Es la Ley
perfecta de la libertad. No estamos condenados a obrar el mal: «la vida que está en
Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era
imposible para la Ley (antigua), al estar debilitada a causa de la carne, (lo hizo) Dios
enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora, y por causa del
pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley (nueva) se
cumpliese en nosotros, que no caminamos según la carne sino según el Espíritu» (15).

La Misericordia y la Justicia se funden en Cristo. El, con su misericordia, nos conquista


la justicia, nos da con la gracia el poder de llegar a ser "santos y sin mancha en su
presencia, por el amor" (16).

La verdadera ética cristiana, la Ley de Cristo, se encuentra pues a muchas leguas de


cualquier ética de situación. Es la ética del señorío y de la justicia, la ética de la
libertad y del amor, capaz de vivir libre, esforzada y plenamente la amabilísima Ley del
Amor, que es el Amor mismo de Dios reflejado en su imagen, el hombre.

Ahora bien, es obvio que la libertad perfecta en estado puro no es cosa que se consiga
en este mundo. Es una tarea conjunta de la gracia de Dios y de la libertad de la
criatura en esforzada ascensión perfectiva. Dios que te ha creado sin ti, no te salvará
sin ti, dice san Agustín. La libertad perfecta en la ética perfecta de la libertad la
poseemos en esperanza: Spe salvi, es el título de la segunda Encíclica de Benedicto
XVI: «Spe salvi facti sumus» – en esperanza fuimos salvados, dice san Pablo a los
Romanos y a nosotros (Rm 8,24).» Así comienza la Encíclica. Y continúa: «el
Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una
comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del
futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le
ha dado una vida nueva.» (n.2) Por «la fe, de manera incipiente, podríamos decir « en
germen » –por tanto según la «sustancia»– ya están presentes en nosotros las
realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera.» (n.7) y con ella la libertad
verdadera; no ciertamente en plenitud, pero parcialmente, de un modo compatible con
defectos y miserias, de las que va liberándose el que anda el camino de la santificación
hasta llegar a lo que Juan evangelista afirma con rotundidad desde la altura del amor
en el que vive: «Todo el que ha nacido de Dios no peca, porque el germen divino
permanece en él; no puede pecar porque ha nacido de Dios» (1 Jn 3,9). Tan poderoso
es el "germen divino", la divinización de aquel que ha permitido a Dios el desarrollo de
la semilla de la Palabra (Verbo, Logos) sembrada en su campo interior.

Ahora bien, el mismo Juan dice: «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos
y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él
para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia. Si decimos: “No hemos
pecado”, le hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros.» (1 Jn 1, 8-10). Por
lo tanto el "no peca" es compatible en la tierra con el "tener pecado". Sucede que
estamos salvados en esperanza, es decir, poseemos ya, pero no total sino
parcialmente lo que esperamos. Lo suficiente para estar ciertos y crecer en señorío y
libertad. Lo bastante para poder decir: estamos salvados, ha acontecido nuestra
liberación, nos hallamos más cerca de la perfecta libertad, el Amor llena más nuestro
corazón. Un amor omnipotente, con poder sapiente, belleza suma, sabiduría amorosa,
amor eternamente fiel. «La fe otorga a la vida una base nueva, dice Benedicto XVI, un
nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que
precisamente el fundamento habitual, la confianza en la renta material, queda
relativizado. Se crea una nueva libertad ante este fundamento de la vida que sólo
aparentemente es capaz de sustentarla, aunque con ello no se niega ciertamente su
sentido normal. Esta nueva libertad, la conciencia de la nueva «sustancia» que se nos
ha dado, se ha puesto de manifiesto no sólo en el martirio, en el cual las personas se
han opuesto a la prepotencia de la ideología y de sus órganos políticos, renovando el
mundo con su muerte...». Se manifiesta también en las situaciones más ordinarias,
cuando decidimos libremente abandonarnos a nuestra comodidad o prestar atención a
los detalles materiales que hacen más agradable la vida a los demás o incluso a
aquellos que sin ser vistos contribuyen justamente a mantener enhiesto el sentido de
la propia dignidad personal: un modo de sentarse, de comer, de vestir, de hablar, de
trabajar, de relacionarse con las personas y las cosas. Pequeñas cosas de valor y
trascendencia incalculable. En éstas se perfecciona la libertad y se prepara para las
grandes decisiones que conducen a su plenitud en la vida eterna. ♦

ARTÍCULOS RELACIONADOS:
SABER LO QUE ES BUENO

____________________

Notas

(1) Cfr. Escritos Arvo, Salamanca, n° 44, p. 3;

(2) Juan Pablo II, Ex. Ap. RyP, 2/12/84, n. 16

(3) Jordi Cervós Navarro (Catedrático y Director del Instituto de Neuropatología de la


Universidad Libre de Berlín, presidente de la Sociedad alemana de Neuropatología y
Neuroanatomía, autor de más de 200 publicaciones científicas), en «PALABRA», 200,
IV-1982, pp. 182-184;

(4) JUAN PABLO II, Alocución, en Segovia, 4-XI-1982;

(5) Gen 1, 2;

(6) Cfr., p.e., Conc. Trid., ses.VI, can. 23;

(7) Conc. Vat. 11, GS, 10, 13;

(8) Conc. Orange, Dz 181;

(9) Jn 8, 34;
(10) 1 Jn 3, 8; cfr. 2 Ped 2, 19; Ef 2, 2;

(11) Cfr. Mt 3, 15;

(12) Sant 1, 25;

(13) Cfr. Gal 5, 1:

(14) 1 Cor 10, 13;

(15) Rom 8, 1-4;

También podría gustarte