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Encierro, vivo en un enorme palacio en el centro de Roma; es en un seminario.

Entender
el ir y venir por los pasillos me costo, al menos, un mes. La arquitectura romana es asi, no
solo la de la ciudad, tambien la de los edificion: vas y vuelves, regresas vuelves a
encontrarte siempre en el mismo lugar, aunque el mismo lugar ya nunca es el mismo y
corres el peligro de encontrarte con tu pasado o, peor, tu futuro.
Vivo en un seminario romano y es la hora de los escándalos: Maciel, Maciel,
Maciel. Pederastas. Abuso. Hay más sexo en la sección religiosa de La Stampa que en
Las Edades de Lulú. Vivir aquí tratando de entregar tu vida a Cristo exige la paciencia de
un santo. El seminario en el que he vivido tres años se está derrumbando; no físicamente
que sigue siendo bonito y fresco en agosto: emocionalmente. Por fortuna hoy me
asignaron a dos compañeros de cuarto. Uno se llama Kung y el otro Ciprien. Kung es
vietnamita pero vive en Finlandia desde que tenía nueve años. Es muy delgado, tiene
veinticuatro años y un cuerpo que habría qu desnudar para ponerlo en los Musei Vaticani
en la sección Grecia clásica aunque él tiene los ojos rasgados. Cuando Kung se desnuda
para meterse a dormir leyendo a Kempis entiendo una verdad filológica: en latín bello se
dice pulchro. Y así es su cuerpo: pulcro; sin una gota de fealdad. Es terso.
Completamente lampiño. Se quita la sotana y lo ilumina la luz azul de su lámpara; usa
calzoncillos de niño bueno y, tal vez por las artes de su sangre finlandesa, más respingada
parece su nariz vuelta sombra en la pared. Sonrío. Pienso: “mi soldado vietnamita”,
porque sé (todos en el seminario lo saben) que Kung fue soldado antes de entrar al
seminario. Marinero, creo recordar. En fin. El caso es que viene de Turkú, un pueblo de
importancia estratégica en el Báltico.
Por el lado finlandés, la familia de Kung viene de Vietnam. Escogieron su lado en
una guerra que ganaron los comunistas y ellos tuvieron que salir corriendo. No fueron a
Estados Unidos; fueron a Helsinski y luego el hijo se volvió marino. Hoy vive encerrado
en la arquitectura que va y viene y se pierde, en este palacio en el Trastévere lleno de
pasadizos, puertas que llevan de un lugar a otro y que, como mis deseos, mis recuerdos,
mis pulsiones, me sorprenden siempre porque no logro adivinar su geografía. En verdad
pienso que mi seminario en el Trastevere es extensión de la ciudad sagrada de Augusto
que, a su vez, es la extensión del pensamiento mágico y artístico que llega, por distintos
lugares, a sitios insospechados. Así sucede con Kung quien sospecha de mi. Debe haberse
dado cuenta de que no puedo dejar de esperar el momento en que se desnuda como el
Principito esperaba el atardecer; una obsesión entre inocente y perversa.

El otro día, después de una tarde calurosa, entré a mi cuarto y encontré a Kung muy
quitado de la pena leyendo mi diario. Escribo en taquigrafía, un arte que me enseñó mi
madre, pero me daba preocupación que leyera su nombre (escribir taquigráficamente
Kung es un desastre) y me preguntara: “¿qué dice aquí?” Me ofendí muchísimo y él me
pidió disculpas con un aire que, por primera vez, más que militar, resultaba honorable:
oriental. Como seguí enojado (un enojo, que sospecho, se mezclaba también con el miedo
de ser descubierto y la traición que sienten los enamorados cuando se dan cuenta de que
su secreto vergonzoso está a punto de ser revelado) esa tarde, a las seis me invitó un
kebab. Los preparan bien en el Trastévere. Hay mucho turista y mucho turco por aquí.
Fuimos a cenar, pero yo seguía enojado. Me comí el kebab sin mucho chiste y
toda la siguiente semana tratí de hacer que se me olvidara la ofensa con la única
herramienta que un marino/seminarista de veintitrés años parece tener: acosándome. En
lugar de darse cuenta de que lo que realmente me había ofendido de que tomara mi diario
era la invasión de la privacidad, él más se interesaba en invadirme, como para demostrar
que todo lo que yo hacía era importante en su pervertida mente suomi vietnamita. Estaba
a punto de pedir mi cambio cuando un día entró en mi cuarto para darme no sé qué
consejo con respecto a la piedad. Le dije:
—Mira Kung. Nunca en mi vida he compartido mi espacio con nadie. Sólo tengo una
hermana y es diez años mayor que yo. Déjame en paz.
Pareció ofendido. Se desnudo (y esta vez no me interesó ni siquiera atisbar por arriba de
mi libro de Murakami) y ahí se estuvo, con la luz encendida, refunfuñando y mirando el
techo. Cyprian no había vuelto. Estábamos solos y tengo la impresión de que había en su
mente ideas muy sexuales, porque hizo lo que muchos religiosos hacen cuando se sienten
atacados por un impulso sexual:
—Vamos a hacer ejercicio —me dijo.
Me dio risa. Me pareció simpática (no estoy convencido de que este sea el adjetivo
correcto) la idea de ponerme a hacer ejercicio con un marinero finlandés de origen
vietnamita en el piso frío de uno de los seminarios más conservadores del mundo. Hice
unas veinte lagartijas. No pude más. Él le siguió hasta que llegó a las doscientas y cuando
terminó rendido sobre el piso, con las piernas y los brazos temblando por el esfuerzo, se
estaba riendo. ¿Qué iba a hacer yo? Me reí también. Se levantó, esta vez se quitó los
calzoncillos (una práctica que ningún seminarista que yo haya visto ha hecho tan
descaradamente jamás) y se metió bajo las sábanas blancas.
—Hace mucho calor —dijo como para justificarse y yo, pensándolo bien, le di la razón,
pero no me dieron ganas de encuerarme.
Seguimos en silencio. Ninguno de los dos estábamos leyendo. Ciprien llegaría tarde esa
noche porque había salido con su familia a cenar. Afuera de la ventana los gritos
romanachos; una campana, un cucú.
Después de algún silencio le pregunté:
—¿Toda tu familia es católica?
El dijo que sí.
—¿Desde hace cuánto?
Miró al techo. Giró la cara rumbo a la ventana. Su perfil era todavía más hermoso.
—Mi abuelo luchó contra Francia en la guerra de Vietnam —dijo.
No entendí que tenía que ver el asunto del abuelo con mi pregunta, pero no dije nada. Se
quedó callado y luego dijo que antes de que fuera obvio que Vietnam se iba a volver
comunista su familia peleó no sólo contra Francia, también contra Estados Unidos y
China. Su abuela, me dijo, era una campecina a quien su padre regaló con un soldado
francés. Imaginé a una adolescente de doce años: atardece cerca del Mekong, hay
mosquitos. Una transacción que ha dado lugar a uno de los cuerpos más hermosos que yo
haya visto.
Kung me dijo que su abuela, cuando la regalaron con el soldado francés, no tenía ni idea
de cómo se hacían los hijos. Él entraba a la recámara de ella, se desnudaba y ella sólo
cerraba los ojos. Cuatro días. Cada día.
—En aquel tiempo, dice mi abuela, ni siquiera había visto bien la cara del hombre con el
que la habían regalado.
A oscuras, con algo de vergüenza y sin mucho conocimiento de cómo las cosas estaban
pasando, la abuela tuvo doce hijos con el soldado francés que se volvió vietnamita y
peleó contra China. Un día, aquél hombre que entraba vuelto un Eros al lecho de Psique,
su mujer, le estalló una granada que lanzó un soldado chino. Sus compañeros vietnamitas
lo trajeron a la choza y la mujer regalada, la mujer que todos los días había cerrado los
ojos durante diez años para que él gentilmente subiera en ella, gritando corrió a los doce
hijos que habían tenido todo ese tiempo.
—Antes de morirte —dijo la abuela—, quiero que volvamos a hacer lo que siempre
hemos hecho con la luz apagada, como la primera vez.
El soldado francés se rio de buena gana (y eso que estaba medio roto por la mitad). Le
dijo:
—Mujer, ¿no te das cuenta de que ya no puedo? ¿No ves que mi cuerpo está roto? He
dejado de ser un hombre.
La mujer se puso a llorar desesperada y el francés que se había vuelto vietnamita por
aquel regalo inusitado, murió tratando de consolarla, acariciando su cuerpo menudo, y
besando su boca que, imagino, debe haber sabido a sal.
Cuando vino la paz con China, La abuela de Kung tuvo que sacar adelante a trece niños
(porque cuando le mataron al francés, ya estaba embarazada de uno nuevo). No era fácil,
entre otras cosas, porque era mujer. Pero entonces, dice Kung, vino una vietnamita que
desde los tiempos de la colonia siempre había estado con los franceses. Le enseñó una
imagen y le dijo: rézale a él como le rezan los occidentales.
—¿Quién es él? —preguntó la abuela.
—Es San Antonio. Y es bueno para conseguir hombres.
La abuela rezó y rezó. Lo hizo durante muchos años con mucho fervor. Y aunque no
consiguió a ningún hombre, de pronto descubrió que algo había sucedido en ella: quería
realmente saber quién era ese hombre a quien con tanto fervor había rezado todo ese
tiempo.
Un día, consolada ya fue con las mujeres católicas de Saigón. Llevó la imagen de San
Antonio y a una de las monjas vietnamitas preguntó:
—¿Quién es este hombre a quien tanto he rezado? No me ha concedido a un hombre.
Pero su cara me da cierta paz.
Las mujeres de Saigón le eseñaron a la abuela de Kung a rezar, le enseñaron el ave y el
gloria y le dijeron que seguramente el santo había hecho que Cristo escuchara su plegaria.
—¿Pero cómo es que ese Dios que dices que se hizo hombre no escuchó tantos
rezos?
—Cristo siempre escucha —dijo la monja.
—Pero no me respondió.
—¡Ah! Dijo la monja: Cirsto siempre responde. Y son muy simples sus
respuestas. Cristo responde a cada rezo con una de estas tres inspiraciones: si, no o no
todavía.
Aunque al principio a la abuela le pareció más que estúpido, poco a poco
comenzó a parecerle que algo de cierto debía haber en ello. Y siguió rezando y siguió
teniendo siempre alguna de estas tres respuestas: si, no, no todavía. Fue con las católicas
de Saigón y se sintió dignificada en su calidad de viuda y pensó que después quien su
padre la había regalado, no necesitaba nada más.
—Con solo tres rezos al día: un ave, un pater y un gloria, mi abuela sacó adelante
a todos sus hijos —dijo Kung y cuando el mayor creció consiguió un trabajo que nos
llevó a Finlandia.
—¿Y tú? —le pregunté a Kung— ¿Tú siempre creíste en Dios?
—En realidad no. Pensaba que eran necedades de mi abuela, pero en Turku, como
migrante vietnamita, la vida no es fácil ¿sabes?
Los niños finlandeses se reían de Kung porque no entendía nada, porque tenía los
ojos azules pero rasgados y el pelo rubio pero ralo. Cuando se enteraron que entre los
vietnamitas no hay peor acto de humillación que tocar la cabeza de un muchacho con
desdén, todos se dedicaron a tocársela y él cada vez se sentía más desesperado. Una
noche Kung se metió a su cama en sus calzoncillos blancos. Imagino que habrá hecho
doscientas lagartijas. Decidió que al día siguiente pelearía. Vino un niño finlandés, le
tocó la cabeza, Kung lo golpeó, vinieron otros, se le echaron encima, lo patearon, le
sacaron sangre de la nariz y él quedó aún más humillado que antes.
—Es fue mi conversión —dijo Kung—. Ese día comencé a creer en Dios aunque,
claro, primero creí en La Virgen.
—No entiendo.
Dice Kung que cuando los niños se fueron y lo dejaron ahí tirado junto a un lago,
vio a una mujer muy hermosa que bajaba y lo tomaba en sus brazos. No tuvieron que
decir nada, pero Kung se sintió protegido y amado incondicionalmente.
—Era la virgen, ¿me entiendes?
La más cínica de mis voces se rio a carcajadas, pero se rio por dentro. Otra parte
de mí, la que siempre ha deseado tener el fervor de los más amados murmuró:
—Realmente te admiro Kung.
Kung espetó un:
—¡Bah!
Y se metió en sus sábanas blancas. Yo me tardé en dormirme un rato, pero
recuerdo que soñé con el seminario, con el encierro, con las puertas, los pasillos, las
escaleras que llevan a lugares insospechados y son, en fin, un laberinto de deseos que se
contradicen solo en apariencia porque, lo escuché en mi sueño, a los ojos de Dios, no hay
laberinto: todos nuestros deseos son congruentes y tienen un solo fin.

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