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Prefacio / Robert Creeley


Compilación / Donald Allen
Traducción / Pablo Gianera
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Kerouac, Jack

La filosofía de la Generación Beat y otros escritos /


Jack Kerouac; con prefacio de Robert Creeley.
1a ed. / Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Caja Negra, 2015.
224 p.; 20x14 cm.

Traducido por: Pablo Gianera

ISBN 978-987-1622-36-8

1. Literatura Estadounidense. I. Creeley, Robert, prefacio.


II. Pablo Gianera, trad. III. Título
CDD 813

Título original: Good Blonde and others

© John Sampas Literary Representative to the Estate


of Jack Kerouac, 1993, 1994
© Robert Creeley, por el Prefacio
© Caja Negra Editora, 2015

Caja Negra Editora


Buenos Aires / Argentina
cajanegra@cajanegraeditora.com.ar
www.cajanegraeditora.com.ar

Dirección editorial: Diego Esteras / Ezequiel A. Fanego

Diseño: Juan Marcos Ventura

Producción: Malena Rey

Corrección: Paola Calabretta

Impreso en Argentina / Printed in Argentina


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EN EL
CAMINO
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EN CAMINO A FLORIDA

Hice un viaje en coche a Florida con el fotógrafo suizo Robert 41


Frank para encontrarme con mi madre, los gatos, y también la
máquina de escribir y una valija enorme repleta de manuscritos;
viajamos gracias a una especie de asignación de la revista Life que
nos dio doscientos dólares para cubrir los gastos de nafta y comi-
da de ida y vuelta. Pero me sorprendió descubrir cómo trabaja un
artista de la fotografía, cómo logra capturar esas cosas de las rutas
de los Estados Unidos sobre las que escriben los escritores. Es bas-
tante sorprendente ver a un tipo que, mientras toma el volante
con una mano, levanta de repente con la otra la camarita alema-
na de trescientos dólares y dispara a algo que se mueve delante de
él, y todo eso a través de un parabrisas sucio. Pero después, tras el
revelado, las rayas de mugre no dañan en absoluto la luz ni la
composición ni el detalle de la imagen; por el contrario, parecen
volverlos más intensos. Salimos de N.Y. al mediodía de un her-
moso día de primavera y no tomamos ninguna foto hasta que hu-
bimos superado el tramo tedioso, aunque útil, de la autopista de
Nueva Jersey y bajamos a la autopista 40 en Delaware, donde pa-
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ramos a comer algo en un bar al costado de la ruta. Yo no veía


nada digno de ser fotografiado ni nada que me diera material para
“escribir algo”, pero de pronto Frank estaba ya tomando la prime-
ra foto. Desde el mostrador frente al que nos habíamos sentado,
se había dado vuelta y le había sacado una foto a un camión con
acoplado cargado de coches que entraba en un estacionamiento,
pero lo había hecho a través de la ventana y encima de una esce-
na con los restos de comida y los platos de una familia que acaba-
ba de irse, sin que la moza hubiera tenido tiempo de levantar la
mesa. La combinación de esto, más el movimiento del exterior,
los coches estacionados, los reflejos en las partes cromadas y los
vidrios y la chapa de esos coches, y los coches mismos y la ruta, la
ruta: me di cuenta entonces de que estaba viajando con un autén-
tico artista y de que se expresaba por medio de una forma de arte
no muy distinta de la mía y que, sin embargo, presentaba dificul-
tades muy diferentes de las mías. Al contrario de la idea general
42 que se tiene de la fotografía, no hace falta luz de sol intensa: las
mejores fotos, aquellas que tienen más carácter, se toman con la
luz mortecina del crepúsculo, o en los días nublados o de lluvia,
como pasaba ahora en Delaware, con la última luz de la tarde, el
cielo encapotado y los reflejos de la ruta. Ya afuera del bar, como
no vi nada especial, seguí caminando, pero Robert se paró en seco
y sacó una foto de un poste solitario coronado con un racimo de
bombitas plateadas, y un poco más atrás un Paisaje Americano tan
indecible que habría estremecido a Marcel Proust... qué hermoso
debe ser tener la pericia de mostrar una escena así, en un día gris,
y dejar al desnudo incluso el barro, las latas tiradas y los bloques
de edificios al fondo, y más lejos todavía la ruta, la ruta de siem-
pre con sus recodos, coches, postes, casas al costado, árboles, se-
ñales, encrucijadas... Un camión avanza lento por el suelo de grava,
Robert se planta delante de él y captura al camionero, borroso de-
trás del parabrisas sucio, con ojos de loco y mueca desencajada
como de indio. Sobre todo, captura el destello de los ojos...
También le saca una foto maravillosa a la puerta de un camión
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que exhibe todas las placas de matriculación posibles de Arkansas


a Washington y de Florida a Illinois, con un confuso espejo doble,
preparado para que el camionero pueda ver girar el cuerpo del aco-
plado... son esos pequeños detalles que los escritores tendemos a
olvidar. Hacia el final del día, la lluvia cae en la ruta, las luces se
encienden ya a las tres de la tarde, la niebla envuelve la autopista
40, la humedad nimba los árboles perdidos, los insectos se agol-
pan en las modernas lámparas de sulfuro, la caravana de coches
camino al peaje del Baltimore Harbor Tunnel, todo esto logra cap-
turar Robert como por casualidad mientras conduce y mantiene
un ojo en la cámara. De ahí a Maryland, las luces parpadean o
pasan como relámpagos bajo la lluvia de las cuatro de la tarde, la
mirada solitaria al semáforo rojo de un cruce, los cables del telé-
fono se funden con el horizonte, donde otro camión pugna por
alcanzar alguna meta humana, de retiro, de recreo. Y GULF, el enor-
me cartel, en el golfo del tiempo... una aparición nada infrecuen-
te y, sin embargo, siempre asombrosa en todos los puestos de hot- 43
dogs al costado de la ruta y en la blancura de un motel en un distrito
sin nombre de los Estados Unidos, donde las luces rojas de los se-
máforos parecen dar siempre la sensación de que llueve y las luces
verdes una sensación de distancia, nieve, arena...
Luego la chica de color que ríe cuando recibe al atardecer el
dólar del peaje en el Potomac River Bridge, el tablero iluminado.
Después, más allá del puente, el destello y el misterio de las luces
de los coches que pasan, que llegan y se van (esto es algo que un
escritor no podrá nunca apresar en palabras), los viejos maleco-
nes de madera, lejanos, imposibles de fotografiar, que se pudren
en el barro y los arbustos, el Potomac en Virginia, escenario de
batallas de la Guerra Civil, la vista de ese país conocido como
The Wilderness, toda la tristeza del acero a lo largo de un kilóme-
tro y medio mientras las aguas corren, indiferentes a la delirante
invención de América, a sus fotografías, a sus palabras. El brillo
de la lluvia en el pavimento del puente, el color rojo de las luces de
los frenos, los reflejos grises en los claros del cielo con el sol
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oculto hace rato por la lluvia y los cerros de Maryland. Ahora lle-
gamos al Sur.
Es algo muy deprimente conducir por la noche por Richmond,
Virginia, bajo una lluvia torrencial.
Pero a la mañana, tras un sueño breve, los Estados Unidos vuel-
ven a despertarse y ahí arriba está de nuevo el sol de la mañana y
el pasto fresco y húmedo y el tipo que viaja a dedo durmiendo de
espaldas al sol, con la bolsa de dormir y una valija de cartón, mien-
tras pasa un coche por la ruta — sabe que llegará finalmente adon-
de quiere llegar, ¿por qué no dormir un rato? América es suya. Y
más allá de su sueño, los árboles y el carguero A.C.L. que avanza
lentamente por la vía principal, y los rellenos de arena en el cés-
ped. Me siento en el coche y observo con asombro a este artista
de la fotografía que acecha a su presa como un gato o como un
oso hambriento, en la hierba y en los caminos, y que dispara a
todo lo que se mueve. ¡Cuánto me habría gustado tener yo tam-
44 bién una cámara, una cámara mental y enloquecida que registra-
ra tomas pictóricas, tomas del propio artista de la fotografía que
persigue la toma definitiva! — una epopeya en sí misma.
Llegamos hasta Rocky Mount en Carolina del Norte donde,
en una subasta de ganado en el suburbio, centenares de sureños
sin trabajo se amontonaban en un lodazal que asemejaba la este-
pa rusa mirando con atención los artículos que el mercader exhi-
be en el baúl de su coche nuevo... está sentado ahí, melancólico
en el día gris sureño, con mandíbula grande, delante de sus herra-
mientas, taladros, dentífricos, tabaco para pipa, anillos, destorni-
lladores, plumas fuente, mientras el ganado muge y se siente en
todas partes el frío de la llovizna y de la desesperación. “Aunque
nunca estuve en Rusia”, me explicó Robert Frank esa mañana cuan-
do tomábamos café, “me imagino que los Estados Unidos son
más parecidos a Rusia, en el sentimiento y en la apariencia, que a
ningún otro país del mundo... las grandes distancias, los rostros,
las familias que viajan...”. Seguimos, y cerca de Carolina del Sur
nos bajamos del coche para tomar una foto delirante de un para-
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dor de la ruta, ya en ruinas, que anunciaba todavía “La cena está


lista, aquí, bienvenido” y a través del edificio se veía el campo y
las excavadoras que hacían su trabajo de demolición.
En un pequeño poblado de Carolina del Sur, y ahora era yo
quien conducía despacio por la calle principal, Robert se asomó
por mi ventanilla y capturó la imagen de tres chicas jóvenes que
volvían a casa del colegio. Al sol. Se quejaron: “Dios mío”.
Más adelante, la chica con rulos en el asiento delantero, su
madre estacionada en doble fila delante de alguna tienda.
Y un coche aparcado al lado de un restaurante al lado de un
baldío de chatarra, y en el asiento trasero, tenso, un gatito asusta-
do... el pathos de la ruta y de la América Moderna: “¿Qué hago
entre toda esta chatarra?”.
Nos desviamos de nuestro camino para visitar Myrtel Beach,
Carolina del Sur, y vimos allí a una chica pensativa apoyada en un
pinball para espiar los resultados de su novio.
Un poco más abajo está la ruta de McClellanville, Carolina del 45
Sur, escenario de preciosas casas viejas, habitada por una paz in-
creíble, y la vieja Coastel Barber Shop, cuyo dueño, el octogena-
rio señor Bryan, decía orgulloso: “Yo fui el primer barbero blan-
co de McClellanville”. Le preguntamos dónde podíamos tomar
un café. “No hay ningún lugar, pero vayan a la tienda, compren
una bolsa de café molido y tráiganla, tengo aquí una buena cafe-
tera y tres tazas...”. El señor Bryan vivía casi sobre la autopista, a
unos pocos kilómetros, donde “lo único que me gusta hacer es
sentarme en el vestíbulo y mirar cómo pasan los coches”. Quería
hacer un negocio con Robert Frank por la “Stationwagon”, de
1952. “Tengo un hermoso Ford modelo 36 y otro coche.” “¿Es
muy viejo el otro coche?” “No es muy nuevo... pero ustedes, mu-
chachos, necesitan dos autos, ¿no es así? Se van a casar, ¿no?” Insiste
también en cortarnos el pelo. Corte y peinado en el viejo estilo de
las barberías, le hace al fotógrafo un extraño corte de pelo y se ríe
con una risita extraña y recuerda cosas del pasado. La peluquería
no cambió nada desde que el fotógrafo Frank pasó por ahí hará
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cinco años para fotografiar la tienda desde la calle, e incluso las


botellas de la repisa son las mismas y aparentemente ni siquiera
las cambiaron de lugar.
En la ruta de la ciudad, las casas de colores de McClellanville,
un funeral negro. Strawhat Charley con cicatriz de hoja de afeitar
mira por la ventana de su coche negro, “Sssi”... Y las tumbas, sim-
ples montículos cubiertos con caparazones de almejas, y a veces
una simbólica botella de Coca-Cola. Cosas que la palabra no puede
capturar, el triste poema de la muerte...
Dormimos un poco más, y Savannah a la mañana. Dando vuel-
tas nos encontramos con un camión de basura nuevo de la Ciudad
de Savannah con fantásticas cabezas de muñecas que guiñan los
ojos mientras el camión avanza trabajoso por las afueras del pue-
blo y las mujeres salen en batón a supervisar... las muñecas, la ban-
dera de los Estados Unidos, la herradura en el parabrisas, los em-
blemas, espejos, y las admirables lanzas, y el propio jefe de
46 conductores, hombre de color, ataviado con botas y gorra y con
el cuchillo de la “basura” en el cinturón. Dice: “Espere un mo-
mento que demos la vuelta a la esquina y le saca entonces una foto
al camión al SOL”, y Robert Frank se lo agradece... sale a cazar a
la mañana en las callecitas de Savannah con su cámara que todo
lo ve... Es el Dos Passos de los fotógrafos estadounidenses.
Investigamos estaciones de ómnibus, captamos a un mucha-
cho del sur que esperaba en la Puerta Uno de la estación y seña-
laba un mapa y decía: “No sé adónde va esta línea”. (“¡La nueva
aristocracia del sur!”, gritan mis amigos cuando ven esta foto.)
La noche, y Florida, la solitaria noche de la ruta con señales
níveas en una encrucijada desolada que muestra cuatro direccio-
nes ilegibles que llevan a ninguna parte, y los coches fantasmas
que pasan. Y las tiendas al costado de la ruta de Florida, pelícanos
de arcilla pegados al pasto, una tienda dulce, salvo cuando se les
saca una foto de noche contra los faros de los coches.
Un camping para casas rodantes... una pileta de natación...
musgo español adherido a los árboles... y mientras hacemos
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guardia y nos escondemos para fotografiar un pony blanco al


lado de la pileta vemos que cuatro ranas flotan subidas a una
rama en el agua cerúlea... miren bien y juzguen por sí mismos
si las ranas no están meditando. Una casa rodante Melody
Home, con canarios en una jaula colgada en la ventana, y al
avanzar un poco, el inevitable zoológico de Florida al costado
de la ruta y el cocodrilo que duerme un sueño de mil años y a
quien la pereza le impide sacudir el hocico recalentado y sacu-
dirse las cáscaras de maní depositadas en la nariz y los ojos...
distraído en su propia salsa. Otros campings más sombríos,
como ese de Yukon, Florida, con el bote con motor fuera de
borda montado sobre ruedas, listo para salir, y el tanque de bu-
tano, la hamaca nueva al sol, la sillita de lona del bebé, la espo-
sa, lánguida y linda, que se asoma con un cigarrillo en la boca...
y más allá de ella el pasto y los pantanos...
Ahora ya estamos en Florida, vemos a la señora del vestido flo-
reado en una tienda de Orlando, mira postales de flores, del es- 47
tante; llegó por fin a Florida y tiene que mandar postales a Newark.
Domingo, la ruta a Daytona Beach, los chicos en el Ford con
los pies descalzos encima del tablero, quieren tanto al coche que
incluso en la playa se acuestan arriba de él.
A los estadounidenses no se los puede separar de sus coches ni
siquiera en la playa más hermosa del mundo, toman sol práctica-
mente debajo de la chapa caliente de sus coches eternamente nue-
vos... Los Salvajes en las motos, con camiseta, botas, lentes oscu-
ros, pantalones de Ivy League y la delirante pintura de las motos,
y más allá, la pura confusión de coches cerca de las olas. Otro “sal-
vaje”, aunque no tan salvaje, le habla cortésmente desde la moto
a una familia joven que toma sol en la arena al lado del coche... al
fondo, otros hablan apoyados en los paragolpes de los coches.
Algunos críticos de las fotos de Frank le preguntaron más de una
vez: “¿Por qué saca tantas fotos de coches?”.
Y él levanta un poco los hombros y contesta: “Es lo único que
veo en todas partes... Eche usted también un vistazo”.
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Echen un vistazo, un día sereno en el que las olas del Atlántico


bañan la arena color perla, para donde uno mire coches, siempre
coches, Cadillacs con aletas de pez, una mujer joven toma aire con
su bebé entre diez coches, o familias enteras acampan debajo de tol-
dos tendidos de coche a coche en las entradas a moteles tristísimos.
La gran foto, la definitiva, Mrs. Jones de Dubuque, Iowa, reco-
rrió dos mil quinientos kilómetros para darle la espalda al océano
y sentarse detrás del baúl abierto del coche de su marido (vende-
dor de coches), aburrida entre mantas y ruedas de auxilio.
Una lección para todo escritor... seguir a un fotógrafo y mirar
aquello que decide fotografiar... hablo de un gran fotógrafo, de un
artista... y cómo lo hace. Resultado: sea lo que sea, son los Estados
Unidos. Es la ruta americana y obliga todo el tiempo a que uno
abra los ojos.

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SOBRE LOS
BEATS
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CONSECUENCIAS: LA FILOSOFÍA DE LA
GENERACIÓN BEAT

La Generación Beat fue una visión que tuvimos John Clellon Holmes 67
y yo, y Allen Ginsberg más salvajemente todavía, hacia fines de los
años cuarenta, de una generación de hipsters locos e iluminados, que
aparecieron de pronto y empezaron a errar por los caminos de
América, graves, indiscretos, haciendo dedo, harapientos, beatíficos,
hermosos, de una fea belleza beat — fue una visión que tuvimos cuan-
do oímos la palabra beat en las esquinas de Times Square y en el
Village, y en los centros de otras ciudades en las noches de la América
de la posguerra — beat quería decir derrotado y marginado pero a la
vez colmado de una convicción muy intensa. Llegamos incluso a es-
cuchar a los viejos Padres Hipsters de 1910 usar la palabra en ese
mismo sentido, con una entonación melancólica. Nunca aludió a la
delincuencia juvenil; nombraba personajes de una espiritualidad sin-
gular que, en lugar de andar en grupo, eran Bartlebies solitarios que
contemplan el mundo desde el otro lado de la vidriera muerta de
nuestra civilización. Los héroes subterráneos que se salieron de la ma-
quinaria de la “libertad” de Occidente y empezaron a tomar drogas,
descubrieron el bop, tuvieron iluminaciones interiores, experimen-
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taron el “desajuste de todos los sentidos”, hablaban en una lengua ex-


traña, eran pobres y alegres, fueron profetas de un nuevo estilo de la
cultura estadounidense, un estilo nuevo (creíamos) completamente
libre de influencias europeas (a diferencia de la Generación Perdida),
un reencantamiento del mundo. Algo parecido pasaba casi al mismo
tiempo en la Francia de posguerra de Sartre y Genet, algo sabíamos
de eso. Pero en cuanto a la existencia de la Generación Beat, no fue
verdaderamente más que una idea que se nos ocurrió. Nos quedába-
mos despiertos todo el día, las veinticuatro horas, y poníamos discos
de Wardell Gray, Lester Young, Dexter Gordon, Willis Jackson, Lennie
Tristano y los demás, un disco tras otro, y hablábamos incansable-
mente de ese aire nuevo que sentíamos en la calle. Escribíamos rela-
tos sobre los santos negros del jazz que hacían dedo por Iowa con sus
instrumentos y grabaciones y llevaban el mensaje secreto del hálito,
de la respiración a otras costas, otras ciudades, a semejanza de un au-
téntico Walter el Indigente que liderara una invisible Primera Cruzada.
68 Teníamos nuestros propios héroes, nuestros propios místicos, escri-
bíamos novelas sobre ellos, las cantábamos, y componíamos larguísi-
mas odas a los “ángeles” nuevos de la América subterránea. Quedaban
en realidad un puñado de esos hips, de esos tipos con verdadero swing,
y lo que hubo antes se extinguió velozmente en la Guerra de Corea
(y después) cuando emergió en los Estados Unidos una especie no-
vedosa de eficiencia; puede haber sido la consecuencia de la univer-
salización de la televisión y nada más (la Política del Control Policial
Total de los oficiales de la “paz” de Dragnet), pero después de 1950
los fantasmas beat decayeron y se desvanecieron en cárceles y mani-
comios o quedaron confinados en la vergüenza de un conformismo
silencioso; la generación misma fue efímera y muy pequeña.
Pero no tendría ningún sentido escribir todo esto si no fuera
igualmente cierto que, por un raro milagro de la metamorfosis, la ju-
ventud de la posguerra se reveló también beat y adoptó sus gestos;
pronto se lo vio en todas partes, el nuevo estilo, el desaliño y la acti-
tud indiferentes; por fin llegó al cine (James Dean) y a la televisión;
los arreglos de bop que había sido el éxtasis musical secreto del ánimo
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contemplativo beat empezaron a escucharse en los fosos de todas las


orquestas y de todas las partituras (cf. las obras de Neal Hefti, para no
hablar de las piezas de Basie), esas visiones del bop pasaron a ser
propiedad común del mundo de la cultura popular y comercial; el uso
de nuestras palabras (palabras como “crazy”, “hungup” o “go”) se vol-
vieron familiares y entraron en el uso común; el consumo de drogas
ganó una legitimación oficial (sedantes y todo lo demás); e incluso el
vestuario de los hipsters beat se abrió paso en la nueva juventud del
rock ‘n’ roll por vía de Montgomery Clift (la campera de cuero), Marlon
Brando (la camiseta) y Elvis Presley (las patillas), y entonces la Generación
Beat, aunque ya muerta, resucitaba y se veía de pronto justificada.
Lo que pasa, y lo que es realmente triste, es que mientras se me
pide que explique qué es la Generación Beat ya no queda nada de
la Generación Beat original.
Y en cuanto al análisis de lo que significa… ¿cómo saberlo?
Aun en esta etapa tardía de la civilización en la que lo único que
le importa a todos es el dinero, creo que es tal vez la “segunda re- 69
ligiosidad” que profetizó Oswald Spengler para Occidente (en los
Estados Unidos, el hogar definitivo de Fausto) porque existen ele-
mentos de significación religiosa oculta en el modo, por ejemplo,
en que un tipo como Stan Getz, el genio mayor de su generación
“beat”, cuando lo metieron en la cárcel por intentar robar un al-
macén, tuvo una súbita visión de Dios y se arrepintió. Muchas
veces escuchamos entre los hipsters tempranos raras conversacio-
nes sobre “el fin del mundo” en la “segunda venida”, “visiones” e
incluso visitaciones, todos ellos creyentes, todos fervorosos, inspi-
rados y libres de cualquier materialismo bohemio-burgués.
Un tipo tuvo visiones de un Armagedón tecnológico (la expe-
riencia fue en Sing Sing); otro, visiones de una reencarnación según
la voluntad de Dios. Un tercero, inusitadas visiones de un Apocalipsis
en Texas (antes y después de la explosión en la ciudad de Texas).
Luego estuvo también el intento desesperado de otro tipo que buscó
asilo en una iglesia (los policías lo echaron y le rompieron un brazo)
y la visión que tuvo un chico en Times Square: la televisación de la
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Segunda Venida (todo esto envuelto en la niebla de la vida contem-


poránea, en las cabezas de los miembros típicos de mi generación y
a quienes conocí; el regreso del sentimiento de una temprana pri-
mavera gótica, mucho antes de que la civilización racional de
Occidente desarrollara la relatividad, los jets y las superbombas y
tuviera estructuras supercolosales, burocráticas, benevolentes y to-
talitarias semejantes al Gran Hermano). Entonces, según dijo
Spengler, cuando llega la decadencia de nuestra cultura (cumplida
ahora de acuerdo a sus gráficos morfológicos) y sedimenta el polvo
de nuestras pugnas civilizadas, la clara luz del fin del día revela una
vez más las aflicciones originarias, revela una indiferencia beatífica
hacia las cosas que son del César, por decirlo así, un cansancio de
todo eso, y arrepentimiento, y el anhelo de un valor trascendente,
o “Dios”, el “Paraíso”, la penitencia espiritual por el Amor Infinito
que terminará verificándose con nuestra teoría de la gravitación elec-
tromagnética, nuestra conquista del espacio, y en lugar de las meras
70 técnicas de la eficiencia no habrá ya nada, como un pueblo extingui-
do por un terremoto, solo pervivirán las Últimas Cosas... de nuevo.
Todos estamos al tanto del Renacimiento Religioso, Billy Graham
y todo lo demás, pero la Generación Beat, e incluso los existencialistas
con sus dobleces intelectuales y su pretensión de indiferencia, repre-
sentan una religiosidad más profunda, el deseo de desaparecer, de estar
fuera de este mundo (que no es nuestro reino), de “elevarse”, de con-
quistar el éxtasis, de ser redimido, como si las visiones de los santos de
los monasterios de Chartres y Clairvaux estuvieran otra vez entre nos-
otros y crecieran como el pasto que crece entre el cemento, en las ace-
ras de esta civilización endurecida y agitada por sus últimos estertores.
O quizá la Generación Beat, vástago de la Generación Perdida,
no es más que un paso hacia esa generación pálida y definitiva que
tampoco tendrá las respuestas.
Como sea, todo indica que su efecto tiene raíces en la cultura
estadounidense.
Tal vez.
Y si no, ¿qué importa?
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SOBRE LA
ESCRITURA
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FUNDAMENTOS DE LA PROSA ESPONTÁNEA

ESQUEMA. Se pone el objeto ante la mente, o en la realidad, como 87


si fuera un boceto (un paisaje, una taza de té o el rostro de un an-
ciano), o se lo pone en la memoria, donde se convierte en un bo-
ceto que procede del recuerdo de una imagen-objeto definida.

PROCEDIMIENTO. Estando el Tiempo asociado a la esencia en la


pureza del discurso, el lenguaje bocetado es un flujo imperturba-
ble que emerge de la mente de ideas-palabras personales y secre-
tas, una respiración (como el fraseo de un músico de jazz) que se
ocupa del objeto de las imágenes.

MÉTODO. Ningún punto y aparte separa las frases-estructuras ya


quebradas arbitrariamente por dos puntos falsos y comas pusiláni-
mes y por lo general innecesarias — salvo los vigorosos guiones es-
paciales que escanden la respiración retórica (como el músico de
jazz respira entre frase y frase) — “las pausas medidas que son lo
esencial de nuestro discurso” — “divisiones de los sonidos que escu-
chamos” — “el tiempo y cómo anotarlo” (William Carlos Williams).
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ALCANCE. Ninguna selectividad de la expresión sino abandonar-


se a la libre deriva (asociación) de las ideas hacia mares de pensa-
mientos ilimitados, respiraciones sin fin, nadar en el océano del
inglés sin otra disciplina que los ritmos de la exhalación retórica,
¡bang! (el guión espacial) — respirar tan profundamente como se
quiera — hay que escribir profundamente, pescar tan profundo
como se quiera, lograr que la satisfacción tenga prioridad, después
el lector no podrá dejar de recibir el shock telepático y la excita-
ción de sentido que opera a través de las mismas leyes que funcio-
nan en su propia inteligencia humana.

TIEMPOS DEL PROCEDIMIENTO. Ninguna pausa para pensar la pa-


labra precisa: solo acumulación infantil de palabras escatológicas
básicas hasta sentirse satisfecho. Eso desembocará en un grandio-
so ritmo de adición al pensamiento de acuerdo con la Gran Ley
de la ocasión, el timing.
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TIMING. Nada puede detenerse si fluye en el tiempo y según las leyes
del tiempo — el énfasis shakesperiano de la necesidad dramática
de hablar en el momento, de manera inalterable y con una lengua
acuñada para siempre — nada de correcciones (excepto obvios erro-
res racionales, tales como nombres o inserciones calculadas, es
decir, no actos de escritura sino inclusiones).

CENTRO DE INTERÉS. No empezar con una idea preconcebida de


lo que se dirá sobre la imagen, sino con un centro de interés, la
joya, tema de la imagen en el momento de la escritura, y hay que
escribir hacia delante, nadar en el mar de la lengua hasta ganar la
costa de la liberación periférica y la extenuación — nada se pien-
sa dos veces, salvo por una razón estrictamente poética o si se agre-
ga un post scriptum. Nunca hay que volver a pensar algo para “me-
jorarlo” o solventar una impresión, la mejor escritura es siempre
la más dolorosamente personal, aquella que fue arrancada por la
fuerza de los cuidados de la cuna — hay que cantar por uno mismo
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la canción de uno mismo — ¡sopla!, ¡ahora! — la manera propia


es la única manera posible — “buena” o “mala” — siempre ho-
nesta (“cómica”), espontánea, “confesional”, interesante porque
no está mediada por el “oficio”. El oficio es el oficio.

ESTRUCTURA DEL TRABAJO. Las extravagantes modernas estructu-


ras (ciencia ficción, etc.) proceden de un lenguaje muerto, los
temas “diferentes” dan la ilusión de una “nueva” vida. Hay que se-
guir crudamente los contornos del movimiento alrededor del tema,
como la roca en el río, para que la mente fluya sobre la joya del
centro (que el espíritu ruede, aunque sea una vez) hasta ganar un
pivote, donde lo que era un “comienzo” muy vago se convierta en
una necesidad aguda de “conclusión” y el lenguaje se acorte en una
carrera contra el tiempo en el curso mismo del tiempo — una ca-
rrera que siga las leyes de la Forma Profunda, hasta la conclusión,
las últimas palabras, la última gota — la Noche es el Final.
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ESTADO MENTAL. Cuando resulte posible, hay que escribir “sin
conciencia” en un semi-trance (como la “escritura en trance” de
Yeats) y permitir que el inconsciente admita en sí mismo un len-
guaje desinhibido, de un interés necesario, “moderno” hasta un
punto que el arte consciente preferiría censurar, y hay también
que escribir con excitación, velozmente, con calambres por tipear,
según acuerdos mínimos (como desde el centro hacia la periferia)
con las leyes del orgasmo, la “ofuscación de la conciencia” de
Reich. Acabar desde adentro — irse a lo distendido y lo dicho.
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SOBRE LOS
DEPORTES
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EN EL RING

El objeto privilegiado de mi interés cuando pienso en el deporte 159


tal como el deporte es, o como decimos en los círculos académi-
cos, per se, que quiere decir “por sí mismo” en latín, es esa imagen
que tuve una vez, la imagen de un boxeador casi adolescente que
corre apurado por la calle con un bolsito azul en el que lleva sus
cosas imprescindibles: suspensores creo (en realidad estoy seguro),
pantalones cortos, ungüento, cepillo de dientes, dinero, quizás vi-
taminas, camisetas, musculosas, protector bucal, todo eso me pa-
rece, mientras camina rápido iluminado por la luz cenicienta de
las lámparas de Nueva Inglaterra, una noche de invierno, va a
Lewiston Maine, digamos, para una pelea semifinal de pesos li-
vianos con una bolsa de 10 dólares o (¡peor!) a Worcester,
Massachusetts, o a Portland, Maine, o a Laconia N.H., a tomar
un autobús Greyhound o un tranvía, y nunca sabré dónde vivía
su padre, o su madre, acaso en alguna pensión o departamento
gris, o sus hermanos y hermanas, perdidos en alguna guerra, en
algún bar — no le rompieron todavía la nariz, tiene luz en los ojos
y observa con una mirada cargada de intención y de sentido a esa
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acera, a los costados de esa calle por la que camina hacia su des-
tino, y sea cual sea no lo visitará nunca un ángel caído del cielo
— Quiero decir: ¿qué sentido tiene dejar KO el cerebro por un pu-
ñado de dólares? — Vi a este chico en el minúsculo gimnasio que
mi padre administraba en Centerville, Lowell, Mass., hacia 1930,
más o menos en la misma época en la que me inició en los depor-
tes obligándome a prestar atención a los tipos que golpeaban pun-
ching-balls y enormes bolsas de arena, y luego de haber visto a un
peso pesado entrenar y golpear la bolsa y hacer temblar el gimna-
sio entero, se entiende enseguida por qué no conviene empezar
una pelea con ningún tipo con el que uno se tope en ningún bar,
de Portland Maine a Portland Oregon — Y es probable que el
nombre de ese chico que caminaba por la calle fuera Bobby Sweet.
Yo tenía ocho años entonces y no mucho después mi padre (im-
prentero de oficio y gran fumador de cigarros) había convertido el
lugar en un club de lucha, pugilismo, gimnasio, promoción, llá-
160 menlo como quieran, pero la verdad es que los mismos que eran
boxeadores un año se pasaban a la lucha en el siguiente; sobre todo
Roland Boutheiler, que era el chofer extraoficial de mi padre, pues-
to que mi padre no podía conducir el Ford modelo 1929 porque
tenía las piernas demasiado cortas, y hablaban mucho mientras él
conducía, y Roland era también un amigo muy joven de la fami-
lia (alrededor de veintidós años) y trabajaba también en su impren-
ta — Ahora Roland se dedicaba a la lucha y Nin, mi hermana (diez
años), y yo le suplicábamos que nos mostrara los músculos cuan-
do venía a comer a casa y siempre venía a comer en verano y siem-
pre hacía que Nin se colgara de uno de sus bíceps y yo del otro,
guau… ¡Qué imagen! Como Mister America. Una vez en Salisbury
Beach se mordió la lengua y estuvo a punto de atragantarse. Tenía
algo así como epilepsia. Durante toda su infancia allí, mi padre
hizo el papel de amigo, de empleador y de protector. No era una
relación capitalista, no podría haberlo sido nunca entre un promo-
tor de luchas y un imprentero en una ciudad de 100.000 habitan-
tes, en la que las dos personas eran además honestas.
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Entonces recuerdo ahora la época, alrededor de 1931, cuan-


do oí a Roland dar sinceras recomendaciones en un vestuario
que olía a sudor y ungüento y a todos esos olores que salen de
las duchas y las ventanas abiertas, “Salgan ahí afuera, etc.”, y
ahí vamos mi papá y yo y nos sentamos a la derecha del ring; él
prende su cigarro de siempre, el 7-20-4 o Dexter, empieza la
primera pelea, la primera que él promociona, Roland Bouthelier
contra Mad Turk McGoo de Lower Highlands, y salen al ring
y se ven las caras y chocan los guantes y empiezan a moverse y
uno golpea y el otro cae blandamente en la lona, “Ay, OO”, ahora
el otro se abraza al cuello de Roland con esos brazos peludos,
veo que la cara de Roland (mi ídolo) se congestiona, lucha, pero
el otro aprieta y aprieta. ¿Esto fue antes de que los combates de
lucha fueran reglamentados? ¿Están seguros? Bien, Roland había
recibido la orden de perder la pelea en el primer minuto, o en
el round siguiente, para que quedara tiempo para las peleas de
semifondo y de fondo. Pero vi que su cara se congestionaba y 161
se enrojecía con esa ira típicamente franco-canadiense y de golpe
logra estirar las piernas y hace un movimiento acrobático, y da
una voltereta, y se pone al turco en los hombros y lo tira con-
tra las cuerdas, y cuando el turco rebota él lo espera para gol-
pearlo con la cabeza y devuelve al tipo con tanta fuerza contra
las cuerdas que sigue de largo y aterriza en suelo, entre cigarros
apagados, los ojos en blanco, la mirada vacía. El réferi empieza
la cuenta, lo más lentamente que puede, pero el tipo parece vol-
ver en sí, escala las cuerdas, y en ese momento Roland lo revo-
lea de nuevo sobre los hombros y lo pone de espaldas, y se le
tira encima, Roland, los dos hombros en la lona. Le hace en-
tonces la full Nelson (que consiste en ponerse detrás del rival y
pasar sus brazos por debajo de los propios brazos, juntando las
manos en el cuello), lo que provoca dolor en las articulaciones,
y provoca llantos y gritos. Aun después lo vuelve a tirar de es-
paldas (con sus bíceps) y acaba de malograr el combate que esta
previsto que perdiera.
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Estoy también en las duchas después de oír cómo mi padre y


los demás insultan a Roland por hacerles perder todo ese dinero,
y Roland dice simplemente: “OK, pero él me escupió en la cara, y
yo no tolero eso de nadie”.
Una semana después, Roland nos lleva en coche a mí, a mi
padre y a mi madre y a mi hermana a Montreal, Canadá, para
pasar el fin de semana del 4 de julio, lugar y momento en el que
Roland espera conocer en la ciudad algunas francesitas, las hijas
de mi prima. Cuando pasamos Lake Champlain se da vuelta hacia
el asiento trasero, donde yo viajo, y me grita en francés: “¿Estás
ahí, Ti Pousse?”.
Por esa época, tanto mi padre como mi madre me llevaban a
ver todos los combates (no me pregunten por qué, tal vez Lowell
fuera una gran ciudad para la lucha) entre los dos mayores cam-
peones del mundo: Gus Sonneberg, de Topsfield (o cerca de
Massachusetts, y de origen alemán) y el gran Henri DeGlane, el
162 campeón mundial francés — Era una época en la que se luchaba
por pan — En el primer round, Gus Sonnenberg arremete hacia
las cuerdas con un salto y hace su famoso golpe de cabeza en el es-
tómago, que castiga a DeGlane y lo tira definitivamente afuera
del ring, casi a la falda de mi madre… Se siente avergonzado, y
dice, “Discúlpeme, Madame”, y ella le contesta: “No hay proble-
ma; usted es un francés hecho y derecho”. En el siguiente turno,
voltea a Sonnenberg con su célebre llave de piernas y gana el pri-
mer combate. Mucho después, en un aire viciado por el humo de
los cigarros que siempre hizo que me preguntara cómo esos tipos
podían, ya no digamos luchar, sino respirar (esto era en el Crescent
Rink de Lowell) alguien aplicó una llave de piernas tan terrorífi-
ca que la gente huyó despavorida a su casa, y alguien, ese alguien
u otro alguien, ganó, pero no recuerdo quién fue.
Fue poco después de eso que la lucha empezó a tener sus reglas.
Mientras tanto, en Crescent había también combates de box
y lo que a mí me gustaba, aparte de la acción misma, y dado que
yo no podía apostar porque tenía diez años y ni entonces ni ahora
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me interesaban las apuestas por dinero, eran ciertos maravillosos


matices estéticos propios de los deportes de lucha puertas aden-
tro: escuchar los sonidos, oler el humo del tabaco, el eco en el vacío
de los gritos, la poesía de todo eso… (que no reproduciré ahora).
Porque ahora no hay tiempo para la poesía. La única manera
de organizar lo que uno va a decir sobre el tema que sea es hacer-
lo a gran escala, una escala emocional fundada en lo que uno sin-
tió a lo largo de la vida. Solo ahora, a los cuarenta y cinco años,
juro que vi al boxeador de ojos celestes y tristes, que corría con
su bolsito a la estación de ómnibus de Massachusetts, camino a
Maine, a otra gris pelea de semifondo, ya sin esperanza aunque
acaso con 50 dólares, y acaso también con la nariz rota, pero por
qué un hombre joven hace estas cosas, para qué quiere terminar
en las últimas páginas de los periódicos pueblerinos, donde pu-
blican los cables de UPI y AP sobre las peleas: “Manila, Filipinas,
José Ortega, 123, de San Juan de Puerto Rico, le ganó por pun-
tos a Sam Vreska, 121, de Kearney, Nebraska, en una pelea a diez 163
asaltos… Hungry Nelly, 168, de Omaha, Nebraska, noqueó a
Ross Raymond, 169, de Ottawa, Canadá, en el segundo round”.
Uno lee cosas así y se pregunta por qué insisten en sentarse inde-
fensos en el rincón, esos segundos en los que les pasan la espon-
ja con agua en la nariz enrojecida. Bueno, ¡no esperen jamás de
mí que me suba a un ring! ¡Me da miedo! ¿Podría decirse en la
enciclopedia que publica estas historias que Grass William le ganó
por puntos o que noqueó a Gray Grass en el quinto? ¿En la ciu-
dad de Beelzabur? Mejor diré solamente: que Dios bendiga a
los boxeadores jóvenes. Yo voy a descansar un rato y a esperar
la botella de mi entrenador, y, por si no lo sabían, el nombre de
mi entrenador es Johnny Walker.
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ÍNDICE

7 Pensando en Jack: un prefacio, por Robert Creeley

EN EL CAMINO
19 Una linda rubia
35 Presentación a The Americans: fotografías de Robert Frank
41 En camino a Florida
49 El gran viaje en autobús al Oeste
59 El lamento laberíntico del blues

SOBRE LOS BEATS


67 Consecuencias: la filosofía de la Generación Beat
71 Corderos, no leones
75 Orígenes de la Generación Beat

SOBRE LA ESCRITURA
87 Fundamentos de la prosa espontánea
91 Credo y técnica de la prosa moderna
93 Sobre poetas y poéticas
97 ¿Los escritores nacen o se hacen?
101 Petición a un juez italiano
105 Shakespeare y el extraño
111 Sobre Céline
113 Notas biográficas
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OBSERVACIONES
119 “Uno de los chistes más maravillosos...”
123 Hasta hace no mucho había alegría en Navidad
127 Navidad en casa
135 El nacimiento del bop
141 Nosferatu (Drácula)

SOBRE LOS DEPORTES


147 Ronnie en el montículo
155 Tres textos para el Independent de St. Petersburg
159 En el ring

ÚLTIMAS PALABRAS
167 La última palabra
199 La primera palabra
203 Mi gato Tyke
207 “¿En qué pienso estos días?”

217 FUENTES

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