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Fermin Rodríguez Desierto
Fermin Rodríguez Desierto
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de Clarín
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una interna familiar
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Kirchner le otorgó a Nicolás Maduro
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Jorgelina Nuñez
Según las ideas que desarrolla en su libro Un desierto para la nación. La escritura del
vacío , aparecido recientemente, el desierto argentino es menos una geografía concreta
que un espacio capaz de alimentar por siglos las fantasías de viajeros, naturalistas,
políticos, militares y escritores.
Una hipótesis que invierte los enunciados del ya clásico texto de Tulio Halperin Donghi
Una nación para el desierto argentino –al que homenajea–, para postular que
previamente a la formulación de los planes destinados a integrarlo a un proyecto
nacional, fue necesario establecer que allí había un vacío sobre el cual era posible –e
imperioso– construir un modelo de país.
“El libro de Halperin fue inspirador e ineludible a la hora de empezar a hablar de estas
cosas y escribir sobre ellas”, sigue diciendo Rodríguez, que actualmente enseña
literatura latinoamericana en la Unversidad Estatal de San Francisco (Estados Unidos),
en la entrevista con Ñ . “Entre su libro y el mío hay una especie de círculo que es la
figura que trazan estos textos. Los discursos sobre el desierto son performativos: hacen
lo que dicen. Y provienen de los orígenes más disímiles: a él le han dedicado sus
páginas exploradores, científicos, naturalistas, viajeros, artistas, escritores. Por su parte,
la literatura no funciona como un espejo que refleja un conjunto de datos geográficos
porque es evidente que cualquier viajero explorador al dar dos pasos se daba cuenta de
que en ese espacio supuestamente vacío empezaban a aparecer una plenitud de
elementos, de datos de la experiencia sensible. Para no abundar en las poblaciones que
de inmediato alejaban la posibilidad de pensar que se trataba de un desierto. Sin
embargo, por medio del trabajo de repetición y de inscripción, los textos construyeron
laboriosamente este territorio como algo vacío que requería ser llenado. Ese lugar
pretendidamente vacante hizo surgir una proliferación inmensa de discursos que no
cesan de reafirmar la llaneza libre y vasta. Acá estaría el círculo: un espacio vaciado por
este trabajo de la lengua que inscribe reiteradamente una falta ahí donde no faltaba
nada.” Entonces, ¿cómo definiría el desierto? Básicamente, como un discurso. Es decir,
un conjunto de cosas dichas por la ciencia, la política, el discurso jurídico, la economía,
la literatura. En ese sentido traté de promover un recorrido por un conjunto de textos
muy heterogéneos, entre los que se establecen una serie de hitos o repeticiones.
Leyendo a autores muy queridos, como Juan José Saer o César Aira, encontré que cada
texto remitía a otro anterior, y éstos, a su vez a otros. En algún momento se salían de la
literatura porque iban hacia textos científicos, por ejemplo, el de un naturalista que a su
vez remitía a una teoría económica del momento. Esa heterogeneidad no se da sólo en
los libros, sino también en las huellas. El desierto es un espacio en el que se imprimen
huellas e inscripciones que pertenecen al orden de lo físico. En la tierra, hay
reparticiones y trazas, hay huellas de animales y de fenómenos físicos y geológicos, y
hay especialistas que leen esas huellas, como son los baqueanos o los rastreadores. Pero
además, la huella es la marca que una cierta cultura y una cierta sociedad dejan en los
múltiples niveles de realidad de un espacio.
¿De qué manera se produce la reconversión del desierto? Cuando Echeverría lo define
como “el más pingüe patrimonio”, desde una mirada romántica que encuentra allí una
reserva estética, lo que hace es tratar de inscribir una cultura nacional en un orden
mundial. Es decir, lo que tenía un signo negativo, se vuelve positivo. No muy lejos de la
escritura de La cautiva , Echeverría estaba redactando un proyecto de ley que giraba
alrededor del valor de las tierras. En este gran relato nacional, el fin del desierto estaría
marcado por la implantación del sistema capitalista y ocurre cuando en su lugar se
empieza a hablar del campo argentino. Lo que fue vaciado es ahora fertilizado para dar
importantes frutos. Las razones no son científicas, no tienen que ver con un
conocimiento que avanza, lo que se produce es una reconversión del espacio en la que el
desierto empieza a ser explotado y marca la entrada de la Argentina al orden mundial
del mercado como exportadora de materias primas. El gaucho que hasta entonces era
enemigo del Estado, se convierte en cifra de la nacionalidad y todo se articula en un
nuevo sistema. Al afirmar que “los gauchos no tienen necesidades” lo que se está
señalando es un sujeto impenetrable o refractario para la economía, con cierta libertad
de movimiento, autonomía y soberanía; un sujeto que el mercado necesita desarticular
para convertirlo en un trabajador en relación con ciertos consumos.
Usted define el desierto como una representación cambiante y fluida que escapa a una
serie de regulaciones jurídicas, económicas, políticas. Según esta concepción ¿podría
pensarse hoy, incluso dentro de las ciudades? Así como el desierto nombra menos una
localización de lo geográfico que una dimensión de la imaginación de lo social y lo
nacional, uno podría encontrar, mirando el plano de las ciudades, que los nuevos
espacios en blanco de los mapas son las villas miseria. Allí donde las zonas no están
cartografiadas, donde el tejido urbano se interrumpe, donde no hay nombres de calles,
donde no todo el mundo puede adentrarse. Sin embargo, hay una diferencia: en el siglo
XIX lo que estaba más allá de la frontera suponía una amenaza pero también encerraba
un deseo de apropiación, de incorporación, era una zona civilizable. Ahora, en cambio,
los espacios en blanco del desierto contemporáneo, lo que suele llamarse “marginal”,
son una rémora de las políticas neoliberales, señalan una franja abandonada activamente
por cierto orden de cosas que decide dejarlas a su suerte. Así los sujetos que la habitan
quedan afuera de la salud, de la educación y de otros tantos derechos.
¿El Estado neoliberal produjo una nueva desertificación? Sí, pero no en el mismo
sentido que lo hizo su pariente liberal del siglo XIX, que puso en marcha un aparato de
disciplinamiento, incorporación y formación de la clase trabajadora a través de una serie
de acciones sobre los cuerpos incorporables al capital. O bien determinó el exterminio
de aquello que estaba en la frontera de lo racional. Mientras entonces al desierto se lo
pensaba como territorio, hoy es una población que decididamente el Estado abandona y
excluye de la esfera de lo ciudadano.