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Fermín Rodríguez: “La ficción fundó el


desierto”
De Humboldt y Darwin a Saer y Aira, “Un desierto para la nación” analiza los relatos
que hicieron del desierto argentino un patrimonio para la literatura y la política. Aquí, su
autor analiza por qué hoy esa noción puede asociarse con “una población que el Estado
abandona y excluye de la esfera de lo ciudadano”.

“La ficción fundó el desierto”

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El desierto hay que buscarlo más en el orden de lo dicho que en el de la experiencia


sensible”. Fermín Rodríguez no duda a la hora de disparar la frase, sabiendo que ella
pone en cuestión un imaginario tan vasto como el mismo territorio sobre el que se
sustenta.

Según las ideas que desarrolla en su libro Un desierto para la nación. La escritura del
vacío , aparecido recientemente, el desierto argentino es menos una geografía concreta
que un espacio capaz de alimentar por siglos las fantasías de viajeros, naturalistas,
políticos, militares y escritores.

Una hipótesis que invierte los enunciados del ya clásico texto de Tulio Halperin Donghi
Una nación para el desierto argentino –al que homenajea–, para postular que
previamente a la formulación de los planes destinados a integrarlo a un proyecto
nacional, fue necesario establecer que allí había un vacío sobre el cual era posible –e
imperioso– construir un modelo de país.

“El libro de Halperin fue inspirador e ineludible a la hora de empezar a hablar de estas
cosas y escribir sobre ellas”, sigue diciendo Rodríguez, que actualmente enseña
literatura latinoamericana en la Unversidad Estatal de San Francisco (Estados Unidos),
en la entrevista con Ñ . “Entre su libro y el mío hay una especie de círculo que es la
figura que trazan estos textos. Los discursos sobre el desierto son performativos: hacen
lo que dicen. Y provienen de los orígenes más disímiles: a él le han dedicado sus
páginas exploradores, científicos, naturalistas, viajeros, artistas, escritores. Por su parte,
la literatura no funciona como un espejo que refleja un conjunto de datos geográficos
porque es evidente que cualquier viajero explorador al dar dos pasos se daba cuenta de
que en ese espacio supuestamente vacío empezaban a aparecer una plenitud de
elementos, de datos de la experiencia sensible. Para no abundar en las poblaciones que
de inmediato alejaban la posibilidad de pensar que se trataba de un desierto. Sin
embargo, por medio del trabajo de repetición y de inscripción, los textos construyeron
laboriosamente este territorio como algo vacío que requería ser llenado. Ese lugar
pretendidamente vacante hizo surgir una proliferación inmensa de discursos que no
cesan de reafirmar la llaneza libre y vasta. Acá estaría el círculo: un espacio vaciado por
este trabajo de la lengua que inscribe reiteradamente una falta ahí donde no faltaba
nada.” Entonces, ¿cómo definiría el desierto? Básicamente, como un discurso. Es decir,
un conjunto de cosas dichas por la ciencia, la política, el discurso jurídico, la economía,
la literatura. En ese sentido traté de promover un recorrido por un conjunto de textos
muy heterogéneos, entre los que se establecen una serie de hitos o repeticiones.
Leyendo a autores muy queridos, como Juan José Saer o César Aira, encontré que cada
texto remitía a otro anterior, y éstos, a su vez a otros. En algún momento se salían de la
literatura porque iban hacia textos científicos, por ejemplo, el de un naturalista que a su
vez remitía a una teoría económica del momento. Esa heterogeneidad no se da sólo en
los libros, sino también en las huellas. El desierto es un espacio en el que se imprimen
huellas e inscripciones que pertenecen al orden de lo físico. En la tierra, hay
reparticiones y trazas, hay huellas de animales y de fenómenos físicos y geológicos, y
hay especialistas que leen esas huellas, como son los baqueanos o los rastreadores. Pero
además, la huella es la marca que una cierta cultura y una cierta sociedad dejan en los
múltiples niveles de realidad de un espacio.

¿La representación del desierto ratifica o desmiente la experiencia? Este libro es de


profundo amor por ciertos paisajes y al mismo tiempo muy antinacionalista en el
sentido en que no creo que haya una experiencia pura de lo argentino, un grado cero de
lo nacional, sobre la cual fundar una nación. Aun quienes vinieron de muy lejos a vivir
esa experiencia –los viajeros, los naturalistas–, la tuvieron mediada por las lecturas
previas. El libro empieza con Humboldt mirando un mapa de la zona cartografiada hasta
ese momento y decidiendo en su niñez visitar esos lugares incógnitos, en blanco. Hay
ahí un texto que funda un deseo. Es muy difícil encontrarse con el momento original,
siempre se encuentra un texto anterior que está mediando la experiencia.

Según entiendo, en los autores analizados –Humboldt, Darwin, Hudson, Echeverría,


Sarmiento, Mansilla, Zeballos, entre otros– hay una constante: algo que se necesita
invisibilizar para construir la imagen del desierto.

En efecto. El desierto como representación es una máquina que determina lo que se


puede ver y, por lo tanto, no ver, en determinado momento de una sociedad. Así habría
toda una población animalizada o naturalizada por el discurso que de alguna manera
entra quedándose afuera. En La cautiva de Esteban Echeverría, aparecen los aullidos,
los gritos, la idea de un lenguaje inarticulado que se encuentra entre lo humano y lo
animal. Esa es la manera como una cantidad de sujetos aparecen en los textos, como un
ruido de fondo contra los cuales se construye el sentido de lo nacional. También están
las mediaciones de los lenguaraces y los baqueanos, los que traducen los signos del
desierto e indican lo que es importante ver. Esas voces han sido silenciadas o apropiadas
por el discurso científico europeo, pero dejaron huellas en él, expresadas como un
conflicto entre registros diferentes. Así se perciben jerarquías fluctuantes: los
informantes nativos que también podían ser los desinformantes, calculando mal las
distancias o cambiando las coordenadas.

¿Por qué le da a la ficción preeminencia sobre otros discursos? La operación ficcional es


fundadora del desierto, porque le da entidad a cosas que existen por los efectos que
producen. Hubo efectivamente un desierto porque hubo una sociedad dispuesta a creer
que lo había, y esta organización de la creencia depende justamente de la circulación de
ficciones que parten de un orden de dominación. Pero así como la ficción es fundadora
de este espacio y produce un deseo sobre él, también se podría rastrear el discurso
contemporáneo acerca de la inseguridad en aquellos otros que cuentan cómo se miraba
el horizonte esperando la llegada del otro, del que venía de más allá de la frontera, el
malón dispuesto a atacar en cualquier momento. La literatura posee una especie de plus
a la hora de adelantarse a otros discursos haciendo ver lo que otros todavía no pueden.
Tiene la capacidad de cartografíar el espacio y al mismo tiempo poner en evidencia las
grietas o fisuras que amenazan determinados discursos sociales. Y no sólo eso: de
alguna manera la literatura modela la palabra de quienes no pertenecen al orden de lo
literario. Si analizamos la operación propia de la gauchesca, vemos que el escritor
letrado le da la palabra al gaucho para que hable en nombre de los intereses del patrón.
Hay una alianza entre la voz escrita del letrado propietario y la oralidad del gaucho.
Esto que es un procedimiento literario que funda el género gauchesco reaparece en lo
que dice, por ejemplo, el ruralista Alfredo De Angelis cuando asume la voz del hombre
de campo. No de otra manera funciona el discurso de la dominación en la Argentina.

¿De qué manera se produce la reconversión del desierto? Cuando Echeverría lo define
como “el más pingüe patrimonio”, desde una mirada romántica que encuentra allí una
reserva estética, lo que hace es tratar de inscribir una cultura nacional en un orden
mundial. Es decir, lo que tenía un signo negativo, se vuelve positivo. No muy lejos de la
escritura de La cautiva , Echeverría estaba redactando un proyecto de ley que giraba
alrededor del valor de las tierras. En este gran relato nacional, el fin del desierto estaría
marcado por la implantación del sistema capitalista y ocurre cuando en su lugar se
empieza a hablar del campo argentino. Lo que fue vaciado es ahora fertilizado para dar
importantes frutos. Las razones no son científicas, no tienen que ver con un
conocimiento que avanza, lo que se produce es una reconversión del espacio en la que el
desierto empieza a ser explotado y marca la entrada de la Argentina al orden mundial
del mercado como exportadora de materias primas. El gaucho que hasta entonces era
enemigo del Estado, se convierte en cifra de la nacionalidad y todo se articula en un
nuevo sistema. Al afirmar que “los gauchos no tienen necesidades” lo que se está
señalando es un sujeto impenetrable o refractario para la economía, con cierta libertad
de movimiento, autonomía y soberanía; un sujeto que el mercado necesita desarticular
para convertirlo en un trabajador en relación con ciertos consumos.

Usted define el desierto como una representación cambiante y fluida que escapa a una
serie de regulaciones jurídicas, económicas, políticas. Según esta concepción ¿podría
pensarse hoy, incluso dentro de las ciudades? Así como el desierto nombra menos una
localización de lo geográfico que una dimensión de la imaginación de lo social y lo
nacional, uno podría encontrar, mirando el plano de las ciudades, que los nuevos
espacios en blanco de los mapas son las villas miseria. Allí donde las zonas no están
cartografiadas, donde el tejido urbano se interrumpe, donde no hay nombres de calles,
donde no todo el mundo puede adentrarse. Sin embargo, hay una diferencia: en el siglo
XIX lo que estaba más allá de la frontera suponía una amenaza pero también encerraba
un deseo de apropiación, de incorporación, era una zona civilizable. Ahora, en cambio,
los espacios en blanco del desierto contemporáneo, lo que suele llamarse “marginal”,
son una rémora de las políticas neoliberales, señalan una franja abandonada activamente
por cierto orden de cosas que decide dejarlas a su suerte. Así los sujetos que la habitan
quedan afuera de la salud, de la educación y de otros tantos derechos.

¿El Estado neoliberal produjo una nueva desertificación? Sí, pero no en el mismo
sentido que lo hizo su pariente liberal del siglo XIX, que puso en marcha un aparato de
disciplinamiento, incorporación y formación de la clase trabajadora a través de una serie
de acciones sobre los cuerpos incorporables al capital. O bien determinó el exterminio
de aquello que estaba en la frontera de lo racional. Mientras entonces al desierto se lo
pensaba como territorio, hoy es una población que decididamente el Estado abandona y
excluye de la esfera de lo ciudadano.

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