Está en la página 1de 2

Gorgona.

Hace unos siglos habito las tierras de más allá del norte. A pesar del pésimo trato que aquí
recibo, sé que no podría haber vivido mejor en ningún otro lugar. La inmortalidad, característica
principal de los habitantes de este paraíso, genera un clima en el que, seres como yo,
podemos ser aceptados a pesar del miedo que impongamos y, si bien es cierto que mi
capacidad de hacer daño sobrepasa cualquier barrera de inmortalidad, esta última crea un
mágico bienestar, que sólo se ve amenazado rara vez por mi presencia. Es cosa cierta que los
inmortales somos monótonos. Por eso, el entretenimiento de aquí se basa en los extranjeros
que, lejos de poder ocultar su apuro por vivir, se pasean incómodos intentando absorber la
mayor cantidad de juventud posible durante sus cortas estadías.

Mi llegada a estas tierras fue originalmente por un “castigo”. ¿Por qué? Bueno, hay muchas
versiones, y la mía es a la que menos atención se ha prestado.Sucedió hace tiempo, no
recuerdo precisamente cuánto, pero no dudo de su infinidad. Fui abusada, por aquél
reconocido nadador, que dejó caer todas las fuerzas de los siete mares sobre mí,
demacrándome y revolviendo mis humores para la eternidad. Su brillante esposa, a quien, por
cierto, yo servía devotamente, decidió, en vez de encolerizarse contra su marido, quien
permaneció flemático, culparme por todo a mí y a la belleza de la cual luego me despojaría,
para desterrarme a este lugar, y poblarme con esta terrible y mortífera maldición. ¿El colmo?
Aquella modelito del segundo planeta, decidió enreptilar mi pelo, que tanta envidia le causaba,
como remate del castigo. Desde entonces deambulo por estas tierras, resignada a la soledad, y
rogando que a ningún imbécil se le ocurra ser el próximo en sentir curiosidad por mis ojos, que,
vaya ironía, son el último vestigio de mi belleza.

¿Por qué escribo? Hay un detalle que debería informar antes de seguir. He mencionado que
cualquier habitante de estos lares es inmortal, a excepción de que se encuentren conmigo.
Bueno, yo soy inmortal también… pero mientras nadie decida asesinarme.

Hoy, por la mañana, tuve visitas, de los únicos seres que no tienen por qué temerme: las tres
anoftálmicas del ojo ciego. Me anunciaron, en primer lugar, que estoy incubando con una
lentitud extrema al hijo del nadador, en mi vientre. Parece que estos niños tan especiales
tardan siglos y hasta milenios en gestarse, al punto de que, en ocasiones, ni su propia
incubadora se percata por largo tiempo. Resulta que la inteligentísima se enteró de esto y,
¿cómo se le ocurriría reprocharle algo a su marido? No, de ninguna manera… decidió
mandarme a matar.

Las ancianas me advirtieron sobre la llegada de mi asesino para esta noche, lo que me permite
anticiparme y por lo cual les estoy en sumo agradecida, más allá de que parece que lo
ayudaron a encontrarme. No las culpo, son famosas por no poder resistirse ni a la más
modesta suma. Me recomendaron que me quede dormida, para ni siquiera darme cuenta, y
que todo suceda en un abrir y cerrar de ojos, qué poético…
Sin embargo, no puedo dormir. Me genera ansias la llegada de mi destino, ¿qué seguirá?
¿Habré cumplido con esto mi condena? ¿Empezará una nueva vida para mí? Las ancianas no
quisieron revelármelo, según dicen, su oráculo no se los permite. Burocracia olímpica. Es
cierto, me aterra morir, mi cuello tiembla al imaginarse el frío de esa hoja rasgándolo por el
medio, y es por eso que escribo desde esta mañana. Ahora, en mi lecho, ultimo los detalles de
mi relato, finjo estar dormida y tranquilizo a mis capilares compañeras, mientras mis
agudizados y temerosos sentidos perciben aproximarse los mudos pasos de mi salvador.

Tobías Gerschman.

También podría gustarte