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16/8/2019 Página/12 :: El país :: Lección de antihistoria

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El país | Lunes, 11 de julio de 2016

Opinión

Lección de antihistoria
Por Horacio González

En este escueto 9 de Julio, como conmemoración abollada y escuálida, hemos


visto sorprendentes publicidades, repletas de simulados bucolismos, de mansos
folklorismos y un ignorante acervo oficial de opiniones que demuestran un
preocupante desprecio por la historia. Sin embargo, el desprecio garantiza la
proliferación de lugares comunes que finalmente tienen usos múltiples. Trivializan
el paisaje, desdeñan genealogías políticas, excluyen las primicias artísticas y no
perciben ningún drama en la naturaleza. Pero la expresión desarticulada de
ideas, no obsta para que la historia despojada de matices, retorne brutalmente al
presente, con un proyecto no declarado de maniatar toda vitalidad social con una
soterrada reivindicación de los momentos más oscuros de la historia
contemporánea. Esta efeméride les ha servido para ofrecer la visión de un
mundo plano y uniforme. La tierra plana siempre fue una creencia de espíritus
menores, pues en todas las épocas, la gran filosofía, la metafísica y la teología
eligió la forma esférica para representar el planeta.

Más allá de lo que bruscamente se le endilga, una abaratada idea de globalización, ellos son la esfera destruida por el
plano. Aquí lo que llamamos “globalización” es una forma empecinada e imprecisa de aplanar, extenuar y abatir las
asincronías históricas. Todo lo que tiene la historia de “desigual y combinado” es desmantelado por escenografías chatas y
desapasionadas, donde solo subsisten los ritos nostálgicos en lejanos patios escolares, por la vía de un virulento retroceso
pedagógico de la conciencia ciudadana. Pasar por alto las singularidades, los desvíos y excepcionalidades del mundo
histórico, es propio de los poderes tecno-gerenciales, que con sus tegumentos jurídicos emiten continuamente imágenes de
arrasamiento de las incertidumbres y destinos cruzados que hay en toda existencia colectiva. Las honras oficiales prefirieron
dejar en pie a Favaloro y al Jaguareté. Son escasas efigies, cada una en lo suyo, que nada tienen de objetables. Pero en su
exigüidad nos permiten apenas la benevolente invocación de una agraciada fiera de sugestivo nombre guaranítico, y por
otro el recuerdo del médico angustiado y suicida, parvo en definiciones más ambiciosas, pero lector de Martínez Estrada. Ni
el admirable felino ni el extraño facultativo pueden resolver la penuria iconográfica y la sequedad de imágenes, filtradas por
espíritus olvidadizos y lacónicamente informados.

Todos los dichos por los actuales gobernantes sobre esta conmemoración son penosas interpretaciones de un pasado fijo,
pegado con chinches en el telgopor, que sin embargo tiene de vigorosamente actual un repertorio de amenazas y
sorprendentes y rendiciones del sinuoso avatar nacional ante las plantas elefantinas del Borbón. Han racionalizado
linealmente los sucesos de julio de 1816, como si se tratara de los dibujos de un mundo raso, sin las ondulaciones y
quiebres que determinan toda asociación humana. La publicidad oficial y el propio presidente han insistido en una extraña
idea de independencia. Lo que habitualmente se refiere a las relaciones de dominación y sujeción entre países, lo remiten a
la “independencia personal”, a “estar cada día un poquito mejor”, a “tomar tus propias decisiones”. Confunden los procesos
de autonomía nacional con la ideología del “emprendedor”, del “self made man” o del beatífico empleado al que le obligan a
poner cara radiante frente al yugo cotidiano, prohibiéndole además el último, pobre y maltrecho recurso de la “viveza criolla”.
Macri parece considerar a un evento complejo como éste como una reunión más, un poquito más problemática que otras, de
concesionarios de supermercados ante nuevos métodos de comercialización. Su fraseología llena de atroces primitivismos
desconoce las profundas significaciones que encierran los congresos del siglo XIX en cuanto al malogrado
constitucionalismo, la imperfecta forja de derechos colectivos y las magras utopías sociales amortiguadas en sangre.

Se sorprenderían los predicadores de la felicidad futura si dijéramos que los eventos que conmemoramos tienen también la
oscura atracción de constituirse en proyectos fallidos. Son señeros en sus esfuerzos inconclusos, ricos en sus alarmantes
desvíos, y poderosos en sus ensoñaciones desmanteladas. En parte, se correspondían con la cruda realidad de estilos
políticos sospechosamente parecidos a los que hoy elaboran la complaciente pedagogía sobre el 9 de Julio del 16 en la
remota Tucumán, y en parte era lo que palpitaba en esa tragedia parca, que tocaba cuerdas cuya hondura no atinaba a
comprender cuando proponía un Monarca Inca o cuando atinaba a redactar la declaración independentista con los idiomas
subyacentes pero mayoritarios.

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Diluido, destruido el Congreso por una Constitución desafortunada, en 1819, no por eso deja de demostrarse que las
leyendas nacionales tienen una rara selectividad para rescatar muy sumariamente, y obtener lo que importa, de estos
eventos múltiples, rodeados como un inesperado cometa de toda clase de detritus y polvillos que ennegrecen la atmósfera.
Un agraciado concepto del acervo de Bolívar lo encontramos en la idea de Congreso Anfictiónico, como se sabe, su gran
fracaso de 1826, diez años después de las justamente festejadas jornadas del Tucumán en la casita de Francisca Bazán de
Laguna, que pasó a la historia por la efectiva insistencia de nuestras maestras de segundo grado, y donde Laprida presidió
la sesión fundamental, cuya presencia se cuela siempre en nuestros recuerdos por los cuadernos escolares que llevaban su
nombre y el tremendo alegato de Borges en el “Poema conjetural”.

Consultemos la edición de La Gazeta de Buenos Ayres en su largo editorial anónimo del 6 de diciembre de 1810, para
considerar como debería ser una lección de historia. Leemos allí un raro artículo del cual vacilaríamos hoy en decir en qué
reside su revulsivo interés. Su adicional atractivo estriba en que no sabemos quién lo ha escrito, usando una vigorosa
primera persona. No podemos rebajar su importancia en virtud de las atormentadas acciones que luego se desarrollarían
por el mismo asunto, a saber: se trata, eminentemente, de la cuestión del federalismo o cuestión anfictiónica (semejante a la
construcción federativa). El articulista cita a Jefferson, quien había trazado un idílico panorama de las formas de resolución
de conflictos entre las tribus indígenas de Norte de América, con una mezcla de federalismo y patriarcalismo. Lo compara
también a los cantones suizos con una “dieta general” que respetaba que cada cantón eventualmente se atuviese a formas
democráticas, o bien aristocráticas.

El autor (¿Moreno?) condena el espíritu anfictiónico, dando ejemplos provocativos de una imposibilidad, adelantándose
muchos años con esta condena al Congreso que luego citará Bolívar en 1826 (en Panamá, su istmo de Corinto) admitiendo
la suave y entusiasta comparación entre el istmo de Paraná y el que une la Hélade con el Peloponeso. (El canal de Corinto
antecede en algunos años al Canal de Panamá). Se trataría de las imposibilidades geográficas que harían inútil al
federalismo sin que eso suponga volver al Rey. Fijarse en la grave razón de las distancias geográficas lleva a preguntarse:
¿qué hacer con Filipinas, o quién “conciliaría nuestros movimientos si no tenemos con México más relaciones que con Rusia
y Tartaria”? Los congresos anfictiónicos de la Antigüedad, prosigue el ignoto escritor de la Gazeta, únicamente se referían al
ordenamiento del culto de Delfos, a fin de unirse solo en términos del ejercicio de lo sagrado.

El severo articulista no parece entonces ver otra salida que una mínima fraternidad entre las provincias que están
imbricadas en el proceso de emancipación, y que al mismo tiempo evite la disensión interior. ¿Quién escribió estos extraños
párrafos, que motivarán luego guerras civiles y estruendosos fracasos políticos? Al leerlos, se tiene el mismo sentimiento de
provisoriedad reflexiva y frágil autoría que alberga el lector futuro. Sentimientos no diferentes que tendría el ignoto espectro
del pasado que los ha escrito. Son tiempos cuya sabiduría está esparcida en lecturas que no parecen más que chispas de
raciocinios apenas insinuados.

El Congreso de Tucumán declaró la independencia de un país que ya es otro, que ni territorialmente, ni lingüísticamente, ni
socialmente, ni económicamente, pertenece a nuestra esfera contemporánea. Pensarlo desde nuestro presente requiere
despojar la historia de malezas pero respetando toda hojarasca. El articulista de 1810, al decir la palabra griega
“anfictiónico”, que significa “fundación conjunta”, pronuncia ya la sentencia que devela la fragilidad del Congreso del 16 –
marcha con la Independencia hacia el Pacífico, hazaña que hasta Carlyle saludara–, pero como bien notó Alberdi, dejó
desprotegido al Alto Perú. Y también clava una espina al Congreso panameño bolivariano citado dieciséis años después.
¿Pero importa decirlo hoy, desbarata la felicidad de nuestros escolares y la cabalgata ritual de las personas que
honrosamente se visten ahora de gauchos? Al menos en un caso sí importa, pues estas rendijas de la historia son una
lección que repite sus oscuros cánticos. Es como si Moreno le hubiera advertido a Laprida y luego al propio Bolívar sobre los
riesgos del ambicioso pero ingenuo proyecto de hacer el Congreso constituyente de “fundación conjunta” en Panamá,
incluyendo a Estados Unidos, el país de Jefferson. ¡Pero Macri qué sabe de esto! En su abstinente antihistoria, puede
prestar atención, pero solo si oye la palabra Panamá.

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