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Mi Línea No Cambia Es Hasta La Muerte. Jesús Farías
Mi Línea No Cambia Es Hasta La Muerte. Jesús Farías
MI LÍNEA NO CAMBIA,
ES HASTA LA MUERTE
Una vida de lucha por la liberación
de la clase obrera
© Mi linea no cambia, es hasta la muerte. 1.ª edición, 2010.
© Mi linea no cambia, es hasta la muerte. 2.ª edición, 2014.
© Fondo Editorial de la Asamblea Nacional “Willian Lara”, 2014.
Junta directiva
Dip. Diosdado Cabello Rondón
Presidente
Dip. Elvis Amoroso
Primer vicepresidente
Dip. Tania Díaz
Segunda vicepresidenta
Fidel Vásquez
Secretario
Elvis Hidrobo
Subsecretario
Cuidado de la edición
Juaníbal Reyes
Kattia Piñango Pinto
Corrección
Xoralys Alva
Diagramación
Armando Rodríguez Hernández
PRESENTACIÓN 9
PRÓLOGO 11
PREFACIO 17
CAPÍTULO I
MI INFANCIA 19
CAPÍTULO II
MIS pRIMEROS PASOS
EN LOS CAMPOS PETROLEROS 43
CAPÍTULO III
INGRESO A LOS SINDICATOS
Y AL PARTIDO COMUNISTA 83
CAPÍTULO IV
AL FRENTE DE LOS OBREROS
PETROLEROS VENEZOLANOS 121
CAPÍTULO V
GOLPES DE ESTADO, CONSTITUYENTE
Y HUELGA DE HAMBRE 167
CAPÍTULO VI
PRESO DEL IMPERIALISMO
Y LAS TRANSNACIONALES PETROLERAS 205
CAPÍTULO VII
23 DE ENERO, AUGE DE MASAS
Y LA LUCHA ARMADA 235
CAPÍTULO VIII
DEFENSA DEL PCV
FRENTE A LA CORRIENTE PEQUEÑO-BURGUESA 285
CAPÍTULO IX
EL LENINISMO Y LA LIBERACIÓN NACIONAL 325
CAPÍTULO X
SE DESCOMPONE EL RÉGIMEN PUNTOFIJISTA 347
CAPÍTULO XI
A PESAR DE TODO,
EL FUTURO DE LA HUMANIDAD ES EL SOCIALISMO 363
CAPÍTULO XII
DISCURSOS PRONUNCIADOS POR JESÚS FARÍA,
SECRETARIO GENERAL DEL PCV 375
CAPÍTULO XII
DISCURSO PRONUNCIADO POR MIGUEL OTERO SILVA
EN LA CELEBRACIÓN DE LOS
setenta AÑOS DE JESÚS FARÍA 421
ANEXOS 429
PRESENTACIÓN
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PRÓLOGO
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PREFACIO
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CAPÍTULO I
MI INFANCIA
Mis padres
Yo nací cuando el cometa, junio de 1910. Sin embargo, las noches
blancas del cometa Halley no penetraron las tinieblas que envolvían a
quienes nos movíamos donde yo me movía.
Quienes nacían en la Venezuela de 1910 se metían en una peligrosa
aventura al “pisar” tierra. De inmediato eran cercados por implacables
enemigos: hambre, paludismo, ignorancia...
Estuve a punto de nacer en el monte. Solo apretando el paso pudo la
parturienta llegar hasta la choza, cuando ya el heredero tocaba la puerta.
A los recién nacidos le “curaban” el ombligo con sebo de chivo y los faja-
ban con una tira cualquiera.
Mi madre trajo al mundo seis hijos y, además, crió dos ajenos. Me
contaron que nací robusto, pero al faltar la maravillosa leche materna
apareció el hambre y, con ella, el raquitismo.
Mi madre se llamó María Fulgencia, hija de un “coronel” de guerrillas,
Ricardo Faría, y de Isabel Faría de Faría.
Mi madre era una mulatica de suave cabellera. Conocía el alfabeto y
casi nunca se enfermaba. Tenía una ilimitada capacidad para el trabajo.
Valerosa, tierna y severa a un mismo tiempo. Era ella la mejor vestida de
la familia, porque tenía que “salir” al pueblo para vender los chinchorros
y los cueros de chivos, así como a comprar maíz, café, quinina y “dulce”
(papelón).
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Era una mujer de escondida ternura. Cuando uno caía enfermo, ella
cambiaba por completo, inclusive, usaba un lenguaje cadencioso que se
convertía en una medicina. Nos dormía con sus caricias.
Durante el día solía verse obligada a castigarnos, pero al llegar la
noche, aunque nos acostábamos “con las gallinas”, de todos modos nos
sentábamos en el suelo a rezar, momento que aprovechaba para apode-
rarme de un lado del maternal regazo. Este era un espacio que nos dispu-
tábamos, porque no cabíamos todos. ¡Nada igual a ese “laíto”!
Nos obligaba a rezar, pero en los primeros años las oraciones produ-
cen un sueño profundo y reparador. Cuando el rosario promediaba, no
quedaba un solo muchacho despierto, por lo cual recibíamos reproches.
Yo escapaba de las cuerizas maternas, corriendo por los tunales y
barranqueras. Luego daba vuelta en torno a la casa, bajo un sol inclemente.
Mamá juró no seguir pariendo hijos para que se murieran de mengua.
Esto significaba renunciar a los hombres a temprana edad, porque no
había manera de evitarlos cuando se tenía hombre. Pero María Fulgencia
era una mujer de carácter firme. No trajo más hijos al mundo.
Mamá era una trabajadora insigne y nos asignaba obligaciones a
todos. Mi padre, aunque soy hijo natural tengo padre, se llamó Reinaldo
Oberto, hombre rico e influyente. Perdía casi siempre en el juego y gana-
ba en el amor, como le ocurre a menudo a quien tiene dinero. Persona
jovial a quien tampoco le faltaban enemigos.
Era un hombre de averías. Ganaba pleitos por terrenos, aguas y pas-
teaderos. Quienes le robaban animales iban a parar a la cárcel o al servi-
cio militar, porque don Reinaldo era hombre con influencias dimanantes
de su poder económico.
Le tendieron emboscadas, pero desde lejos, porque andaba bien
armado. Buen tirador y con buena arma, era temido por quienes lo odia-
ban. En una de esas emboscadas salió sin un rasguño y puso en fuga a
quienes le habían disparado sus escopetas desde una distancia demasia-
do prudencial.
Dejó cerca de veinticinco hijos en unas diez mujeres. Sin embargo, era
soltero y vivía solo, con hijos, sobrinos y peones.
A las madres de sus hijos las dividía entre preferidas y no preferidas.
Las primeras recibían atención económica, las últimas puro amor e hijos.
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Cada uno metía la totuma en la tinaja, bebía y dejaba las cosas de ese
tamaño. Esto incluía a la abuelita, que estaba tuberculosa desahuciada.
Además del agua, la sal era también fundamental para nuestra sub-
sistencia. Había una pequeña salina, pero nadie tomaba esa sal porque
era del Gobierno.
A veces recalaban los celadores, hombres malvados con enormes fusi-
les, quienes insultaban y hasta golpeaban a las mujeres, a la vez que rom-
pían los útiles de fabricar sal.
Ante esa situación, preferían recoger salitre, filtrarlo y luego hervir
aquel líquido amarillento, del cual se obtenía una sal morena como el
azúcar moscabada.
Cuando llovía –casi nunca– había leche en los corrales y los animales
engordaban porque, además del agua, encontraban pastos. Durante esos
escasos días de lluvia solía haber carne de lechón caprino para los her-
vidos o, como le decíamos, “sancochos”. Estos eran de agua, carne y sal,
con unas hojas de cebolla, todo ello acompañado de arepa.
A veces teníamos carne sin arepa y, otras veces, arepa sin carne. Sin
embargo, la mayoría de los días no había carne ni arepa.
Pero las lluvias también traían “plaga”, mosquitos. Y estos, a su vez,
traían calenturas, fiebres palúdicas. Había fiebres diarias, con frío o sin
frío, las había tercianas y ocasionales.
Las fiebres con frío nos dejaban temblando. Quedábamos pálidos y
débiles. Enfermos de verdad. En San Pedro no se conocían los plátanos ni
la yuca ni el ñame, para no hablar del trigo, arroz, papas y otros alimen-
tos por el estilo. No sabíamos qué era el chocolate ni el azúcar.
Se hacían solo dos comidas: almuerzo y cena. Por desayuno se daba
café con leche para los adultos y guarapo para los niños. A veces no había
ni guarapo.
Para la cena había mazamorra, un atol de maíz, cuyo espesor depen-
día de la situación de abundancia o escasez reinante, con un puntico
de sal y algo de leche. Sin embargo, muchas veces nos acostábamos sin
comer nada.
Cuando amanecía y mi hermana mayor no iba a “prender candela”,
significaba que estábamos “ruche”.
Nuestra casa era una escuela de trabajo y religión. Desde temprana
edad aprendíamos a dar gracias a Dios por su infinita bondad. Vivíamos
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Mi abuelita
Mi abuelita vivía con “una mano adelante y la otra atrás”, casi desnu-
da, medio cubierta con harapos. Fue una niña rica que aprendió a leer,
cuyo tutor, después de robarle parte de la herencia, la casó con Ricardo
Faría, un coronel de la época.
Doña Isabel Faría de Faría tenía en la cabeza la historia de la Guerra
de los Cinco Años.
Recuerdo algo de sus conversaciones con las pocas visitas sobre la
Federación y libertad de imprenta, así como los nombres de Zamora,
Colina, Guzmán, Bruzual, Riera y muchos otros caudillos de la Guerra
Federal.
Era como todas las abuelas del mundo.
Cuando huía por cualquier travesura, la abuela se preocupaba y salía
a buscarme.
Me convertí en inseparable compañero en sus viajes al mar. Me decía
que los baños de mar eran medicinales para los “picados”.
Al parecer, no se sospechaba que la tuberculosis era contagiosa, por-
que yo comía las sobras de la abuela y nadie me lo reprochó nunca.
En la solitaria orilla de limpias, tibias y finas arenas de aquel mar
había miles de conchas y caracoles menuditos, de bellos colores. Corrían
cangrejos y en una laguneta saltaban peces. Durante la luna nueva apa-
recían minas de “habladores” chipichipes. Volaban garzas y, a veces, ban-
dadas de patos cucharos, de color rosado. Teníamos a la mano alimentos
marinos y casi nos moríamos de hambre.
Me llamaba la atención la imagen desnuda de la abuela con su aterra-
dora debilidad. Parecía que sería derrumbada por la brisa.
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Las visitas
Solo muy de tiempo en tiempo recalaba alguien por San Pedro. Decían
que les gustaba hablar con María Fulgencia porque “conversa sabroso”...
Además, la abuela, liberal de “uña en el rabo”, contaba y nunca terminaba
sobre la Guerra de los Cinco Años.
Cuando ladraban los perros era porque alguien se acercaba. Ense-
guida nos escondíamos, porque estábamos desnudos o con harapos las
muchachas. Los niños asomábamos la cabeza poco a poco. Una vez le
hice morisquetas a un visitante y este me denunció:
—Mire, señora María, que el parientico me está “pelando los dientes”.
A raíz de ese episodio, María Fulgencia empezó a sacarme cuando
tenía que visitar a los vecinos más cercanos.
—Debía ir aprendiendo el camino –decía.
Los de Paiguara eran ricos. Del fundador de este se decía que sabía
tanto que hasta en papeles en blanco leía.
Una tarde llegamos mientras jugaban dominó. La partida se desbara-
tó para atender a mamá.
En un descuido me robé tres piedras. No sabía de qué se trataba. Las
mantuve escondidas y solía escaparme para jugar con ellas. Cuando
vinieron los interrogatorios, tuve que enterrarlas para siempre.
Julio, mi primo, era considerado un palo de hombre en comparación
con mi inutilidad. Cuando aprendimos los caminos, nos enviaban a los
hatos vecinos para hacer los mandados.
Nuestro primer viaje fue a Santa Inés, a la casa de mi “hermana de
leche”. A punto de emprender el retorno nos dijeron:
—Esperen el almuerzo.
—No, ya nos vamos.
Entonces nos regalaron arepa embadurnada de nata. Pero como per-
manecíamos allí nos preguntaron:
—¿Por qué no se van?
—Porque vamos a esperar el almuerzo...
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del Barroso N.º 2. Ahora mamá tenía crédito y había quinina para todos.
Esto era importante, porque si las fiebres no se “cortan” oportunamente,
la gente se muere.
Desde San Pedro hasta la Rosa de Cabimas había aproximadamen-
te doscientos kilómetros, los cuales en verano se podían hacer en cinco
jornadas a pie. Mamá viajó varias veces. Allá vendía a mejor precio los
chinchorros y traía dinero que Valmore le daba para el hogar.
En la temporada de lluvias era mejor no viajar porque los ríos y que-
bradas crecidas impedían el paso durante días.
Como bastimento llevábamos unas arepas y nada más. Por equipaje,
una muda de recambio y un chinchorro en una capotera.
Tras dos o tres semanas de haber partido, regresaba con dinero; unos
cinco pesos, plátanos, panelas y café, así como algunos remedios.
Además, nos contaba las hazañas del muchacho convertido ya en un
hombre fuerte, los problemas de la gente de las minas...
Ahora había quien se atreviera a fiarle a María Fulgencia algo de café
y maíz, cuentas que no pasaban de dos pesos en varios pedidos.
En 1916 nos atrapó una peste, la cual, sumada al paludismo que nos
causaba fiebres con frío ponía en peligro mortal a la pequeña colectividad.
Escaseaba la quinina y las pocas papeletas que se nos ofrecían tenía-
mos que pagarlas en plata.
¡Qué maravillosa medicina es la quinina! Aquel polvo blanco diluido
en agua, de amargura casi intolerable, “cortaba” de un tajo las calentu-
ras. Años más tarde, la trasegamos, pero ya en cápsulas amarillentas.
Mamá y mis hermanos eran valerosos. Esos largos viajes por senderos
de cabras, por campos deshabitados, eran peligrosos. Vivir como vivían,
era un peligro grande.
Las culebras
Cuando salían para el monte mataban cuanta culebra descubrían,
grande o pequeña. Se decía que en el cielo le anotan a uno “cien días de
indulgencias” por cada culebra que se mata.
Deberían pagar más por algunos ejemplares. En todo caso, de acuer-
do con la cantidad de culebras muertas por mí, debí haber acumulado
importantes dividendos de este celestial negocio.
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Muertos y espantos
Los cuentos de muertos y espantos hacían estragos en nuestras men-
tes. La verdad es que con una carga de superstición tan pesada, no era
mucho lo que se podía esperar de nosotros.
Sin embargo, Valmore no conoció el miedo. Había hombres que se ate-
rraban de ver lo que Valmore hacía: se burlaba de los espantos, desafiaba
al diablo y hacía todo aquello que, según la leyenda, no se debería hacer.
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Esta conducta valerosa del joven minero le creó una extendida fama y le
abría el corazón –y no solo el corazón– de las damas.
En cambio, yo era miedoso y, con todo eso, tenía que hacer lo que fue-
ra menester. Si hacer tantas tareas es siempre ingrato, hacerlas con tanto
miedo lo es más todavía.
Una madrugada tuve que pasar por el “llanito”, en cuyo centro estaba
un árbol donde, según la conseja, se había ahorcado un “padre”.
Serían las tres de la mañana cuando pasé por debajo del prestigioso
árbol. En aquel momento y lugar, oí un quejido que me heló la sangre,
pero no me paralizó las piernas.
Menos mal, corrí despavorido.
De regreso, ya a pleno sol, me detuve en el lugar del espanto y obser-
vé. Cada vez que los ramos se mecían con el empuje de la brisa, se oía el
tétrico ruido.
Resultó que dos brazos del árbol, de tanto rozarse, se habían produ-
cido muescas mutuamente. Y era de aquí, de donde partían los fúnebres
“quejidos”.
Otra noche oscura oí muy cerca de la vereda un ruido fuerte y “extra-
ño”. Esta vez no corrí sino que busqué. Se trataba de un pollino.
A partir de estas experiencias seguía con miedo, pero ahora no corría
sino que me cercioraba primero.
Una tarde ocurrió algo que nos metió a todos “las cabras en el corral”.
Oíamos un ruido, cada vez más cercano.
La abuela decía que era “San Jerónimo con su trompeta” que venía a
recoger sus criaturas en víspera del “acabo e’ mundo”. Yo imploraba que
me rezaran, pero la abuela no estaba para rezos en aquel momento.
El origen de ese terror tan escalofriante resultó ser el primer tractor
que pasaba por el camino real a unos cuantos kilómetros de Las Huertas.
No lo vimos, pero escucharlo fue suficiente para llenarnos de terror.
Supongo que debido a la actividad guerrillera –Venezuela vivió un
siglo enguerrillada–, quienes las tenían, enterraban sus monedas de oro
y plata, así como otros objetos metálicos de valor.
Cuando al morir alguien dejaba tesoros enterrados, su alma en pena
retornaba a este mundo a implorar que los sacaran para poder entrar al
cielo, nos decían.
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Jesús Faría
Gente cuentera decía haber hablado con ánimas en pena. Se decía que
los muertos ponían condiciones para entregar sus morocotas. La verdad
es que alguna plata y algo de oro se recuperaba en esos entierros.
Se decía que donde había “entierros” se veía una “luz” por la noche.
O, al revés, que donde se veía una “luz” era porque había plata enterrada.
Sin embargo, en las noches tropicales uno suele ver “luces” que no son
tales. Los hombres de pelo en pecho, como mi hermano mayor, veían
algo que les parecía una luz y se les iban encima. Sin embargo, cuando se
acercaban al objeto luminoso, este desaparecía.
Viaje a la montaña
Cuando ya tenía unos once años, se me ofreció la oportunidad de
hacer un viaje a Socopo, un lugar detrás de aquel cerro azul con un cúmu-
lo de nubes en la testa.
Partimos con tres burros “vacíos”. La primera noche dormimos en El
Bozugo y la segunda en Las Baitoítas. Al tercer día por la tarde, llegamos
a nuestro destino. Socopo era la hacienda que administraba nuestro veci-
no y yo iba con el hijo de este, quien ya conocía el camino.
Un viaje fascinante. Uno ve cómo cambia el paisaje a medida que pone
tierra de por medio. Aparecen cambios paulatinos, pero sostenidos. La
brisa pierde fuerza y por fin se queda enredada en la vegetación, cada
vez más fuerte y variada. Los cardones se tornan más jugosos y las espi-
nas de estos menos secas. Hay más nubes. Empiezan las suaves colinas,
cuestecitas, “peñas”, “piedras” y cerros. Ahora no hay bisures raquíticos y
menudos, sino lagartos que parecen iguanas. Los pájaros son otros, más
robustos. Se encuentran menos culebras y son distintas. Llueve a menu-
do. El clima ahora es menos caliente y llega a ser fresco.
En Socopo molían caña y “sacaban” papelón; cosechaban cambures,
yuca, maíz, frijoles y otros frutos de la tierra. Había abundante agua
corriente, clara, dulce y fresca.
¡Aquello sí que era vivir bien!
Entre los arrieros, los había de gran fama por su forma de amarrar y
guaralear las cargas. Un tal Aregue era famoso porque nunca se le ladea-
ba una carga.
En nuestro camino había pasos malos, además de los ríos y quebra-
das: la cuesta de Bariro, la cuesta del Maíz, La Piedra; esta última era
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un paso por donde solo podía pasar un burro. Era un trecho corto, pero
peligroso.
Se pedía posada y esta era concedida. Consistía en permitir que uno
colgara su chinchorro entre dos árboles, cerca de la casa. Cada uno comía
según fuera el bastimento que le habían preparado.
En las posadas de los arrieros solían encontrarse los que subían vacíos
y los que bajaban cargados. A veces jugaban pequeñas sumas a los dados.
Por la noche cada arriero tenía bajo el chinchorro un tizón para encen-
der el tabaco o el cachimbo que a menudo se le apagaba. Alguno rompía
el silencio con un comentario fugaz. Si tenía éxito, seguían los cuentos
de mujeres y hombres, temas preferidos en todas las edades, épocas y
lugares.
Otros temas eran los “muertos”, la cacería, los gallos y las peleas entre
los hombres. En los lances personales siempre la exageración subía las
acciones del cuentero.
Por el camino de Socopo me llamó la atención la cantidad de tumbas
que lo jalonaban. Cuando un arriero moría –y morían a menudo, al pare-
cer–, nadie se ocupaba de enterrarlo, sino que se cubría el cadáver con
piedras y madera a un lado del camino.
Algunos de estos muertos “hacían milagros” y tenían clientela. Les
ponían velas y hasta les dejaban lochas en efectivo, pero como nunca
falta gente confianzuda, el primero que veía dinero por allí lo tomaba en
calidad de préstamo que nunca pagaba.
Los peones de la hacienda, por su parte, hablaban mal del “amo”. Me
asombré cuando oí decir a uno:
—Un machetazo en la nuca es lo que le hace falta a ese hijo de la
comesebo...
Los peones estaban endeudados y no podían abandonar el trabajo
hasta que no pagaran la deuda, pero nunca la pagarían, tenían que huir.
Sin embargo, eran largos los brazos del patrón.
—A don fulano se le “juyó” un peón y lo encontraron trabajando en
otra hacienda –contaban–. Allí lo amarró el comisario y se lo entregó
a su amo. Este lo arrebiató a la cola del caballo y picó espuelas. El peón
trotó hasta que le alcanzaron las fuerzas, luego fue arrastrado. Cuando el
amo vio que no resollaba, cortó la soga y siguió camino.
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Eran muy contadas las personas que sabían leer por estos “retires”.
En general, la gente se reía de los pocos que conocían las letras.
—¿Qué opina usted, que sabe leel..? –decían en tono zumbón, a otro
que no conocía ni la o por lo redonda.
Vendedor de patillas
Valmore hizo un contrato para vender patillas de Pozón Salado en
Dabajuro. Eran unas siete leguas de ida y vuelta. A veces vendíamos al
por mayor, pero otras veces bajábamos nuestra dulce carga a la sombra
de unos matapalos y luego salía yo por esas calles gritando:
—¡Patillas!
Era un trabajo duro. Las llevaba en una mochila, con el precio escrito
sobre la corteza: Cada rayita, una locha.
Eran un fruto exquisito de la alta orilla del río. Rojas y dulces. Pero
eran solo para vender. Se me hacía la boca agua cuando mis clientes las
partían delante de mí.
No solo era un peón sin salario, sino que mi hermano, siguiendo la
costumbre local, me azotaba cuando había motivo y cuando no lo había
también. Una vez me lanzó sobre un tunero. Tuve fiebre y tuyido por unos
días.
Mamá tuvo un altercado serio con mi hermano por esta agresión. Sin
embargo, nuestro hermano mayor fue buen hijo cuando más lo necesitó
mamá.
Era un joven amistoso con la gente de otras familias. Con sus her-
manos fue duro. Era muy fuerte, en contraste conmigo que era débil.
Esa razón bastaba para que, al contar mis fracasos, concluyera que no
serviría para nada.
Era evidente que como peón no le daba a mi hermano ni por los tobi-
llos. Además, yo era enfermizo y raquítico.
La abuela murió y mis dos hermanas mayores y Valmore ya eran inde-
pendientes. Con mamá quedábamos Víctor, Goyita y yo.
Era necesario acelerar mi desarrollo.
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CAPÍTULO II
MIS pRIMEROS PASOS EN LOS CAMPOS PETROLEROS
En las tinieblas del “gomecismo”
Con mi partida me iniciaba en una vida de independencia de mis seres
más queridos y cercanos. Me adentraba también en un mundo de tinie-
blas tejido por una feroz tiranía medieval, que mantenía al pueblo vene-
zolano en el más absoluto oscurantismo.
Para esa época (década de los treinta), la población de Venezuela, casi
tres millones de habitantes, vivía en su inmensa mayoría en los campos,
muy dispersada, y pasaba por una dolorosa etapa de ignorancia casi total
de los acontecimientos nacionales e internacionales, salvo reducidos gru-
pos elitescos de Caracas y otras pocas ciudades.
Los obreros industriales éramos pocos y, en lo fundamental, está-
bamos confinados en los campos petroleros, en los puertos, pequeñas
industrias (zapateros, albañiles, tranviarios, ferroviarios, panaderos,
empleados de comercios, peones de haciendas agropecuarias, entre
otros).
En las haciendas de café, cacao, caña de azúcar, maíz y de otros pro-
ductos, las condiciones de vida eran peores que en los campos petroleros.
En el campo, el analfabetismo pasaba del 90%. El pago del mísero jor-
nal se efectuaba en “fichas” que solo tenían valor en la oscura bodega del
patrón, donde se ponían a la venta ocho o diez artículos (café, papelón,
maíz, sal, alpargatas, aguardiente, liencillo y quinina) a precios abusivos.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
Primera partida
Cuando cumplí trece años partí en busca de empleo mejor remunera-
do. Me fui para El Mene de Mauroa. Allí trabajaba Valmore como obrero
en la herrería, un trabajo fuerte para hombres fuertes, pero por un sala-
rio miserable.
Mi primer empleo como muchacho concertado en una “fonda” no lo
aguanté. Eran dieciseis horas de trabajo rudo. Treinta días al mes por
veintiocho bolívares.
Pasé a otra fonda donde era más tolerable la jornada: cortar leña, aca-
rrear agua, pilar maíz y molerlo, hacer mandados y recibir regaños a toda
hora. El “sueldo” mensual era el mismo y las comidas eran los “retallo-
nes” (las sobras).
Ahora mi hermano tenía una mejor posición para conmigo. Me ayu-
daba a pilar el maíz y, a veces, a molerlo. Supongo que este cambio se
debía a la cercanía de la sirvienta, una morena muy sucia, pero joven y de
caderas bien fabricadas.
Aquí caí gravemente enfermo. Mamá vino a buscarme y no la recono-
cí, estaba que “volaba” de la calentura. Me preguntó algo y le respondía
sobre otro particular. Me vio por primera vez un médico. Era extranjero
y me recetó unas “píldoras” muy buenas. Me trasladé al hogar materno.
Pronto me recuperé y volví a mi trabajo.
Dejé esta patrona y fui con una familia muy buena. Aquí ganaba solo
quince bolívares por mes y las comidas, pero me trataban muy bien.
Aparte de que el trabajo era poco y suave. Me quedaba tiempo para ven-
der leña y agua y completar los treinta bolívares por mes.
Mis nuevos patronos eran un matrimonio con un hijo. Gente bonda-
dosa. Me sentía en un ambiente familiar sin amenazas, ni cuerizas. Allí
hacía todo bien y con prontitud.
Cuando terminaba mi trabajo me “redondeaba” con venta de leña y
agua. Aunque la leña se vendía poco, el agua sí era “pan caliente”, era
muy escasa. El precio de una lata de agua –unos quince litros– era una
locha. Yo tenía mis clientes fijos y otros ocasionales.
Años después, cuando ya era dirigente sindical y senador de la República,
mis viejos clientes comentaban mi pasado y expresaban su alegría por los
progresos que había logrado un muchacho del pueblo. Y a la casa de mis
antiguos patronos llegaba como a la mía propia.
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Jesús Faría
La British
No sé cuándo fue exactamente que llegó a El Mene esta encomendera
de la Corona británica. Pero debió ser después del ascenso de Gómez al
poder, en los años en los que don Reinaldo compró y vendió los terrenos
de Hombre Pintado, cerca de El Mene. Le decían así a estas tierras por-
que en una peña había pintada la figura de un hombre.
Gómez y sus latifundistas se oponían a los salarios que esos hombres
rubios, a quienes nuestros campesinos llamaban “animales coloraos”,
pagaban a los obreros petroleros.
En realidad, sin llegar a ser dignos eran un poco más altos que los
salarios que pagaban en las haciendas. A raíz de ello, Gómez llegó a fijar
el salario en cuatro bolívares sin “pira”. Se le decía pira a toda clase de
frijoles y, por extensión, a las tres comidas del peón.
La British consiguió poco petróleo, pero de una calidad muy fina.
Liviano, de un color negro verdoso. La gente lo recogía en botellas para
prender candela y para medicina contra algunos males. Las calderas tra-
bajaban con leña, la cual compraba la compañía por “tramos”, cada uno
por cuatro bolívares. Había que echar hacha durante todo un día para
entregar un “tramo”.
De todas las empresas petroleras, incluidas las contratistas, ninguna
era tan odiada como la British, no solo por los obreros sino por toda la
población.
En El Mene había tenido lugar una poblada antiimperialista en 1922,
quizás la primera que se realizó en Venezuela. Los trabajadores y la
población toda tomaron presos a los “jurungos” (ingleses) más odiados y
los encerraron en estrechos calabozos.
Por la noche querían matarlos a machete. Por fin llegó una embajada
de “jefes grandes”, quienes negociaron con los amotinados, entregaron
algunas reivindicaciones y de esta manera lograron la libertad de los
asustados súbditos británicos, quienes se evaporaron.
Esta victoria de la clase obrera contra el imperialismo inglés, cuando
casi no había prensa en Venezuela, y la que existía no registraba estos
acontecimientos, es poco conocida por nuestro pueblo.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
El Mene de Mauroa
Este lugar, que un cura bautizó como San Antonio del Mene, era un
lugar bonito. De día la temperatura rondaba los 33 ºC, pero refrescaba
por las madrugadas. Llovía bastante.
Situado entre bajas colinas y entre los ríos Matícora y Mauroa, más
cerca de Maracaibo que de Coro. Aunque pertenece a Falcón, sus rela-
ciones eran con La Estacada, a orillas del lago de Seda, ese que por su
belleza dejó sorprendido a Alonso de Ojeda en su llegada a estas tierras.
Cuando llegué a este lugar me sentí maravillado. Lo que más me
asombraba era la cantidad de gente, negocios, garitos, galleras que había.
Salía un tractor cuando entraba yo, lo cual me empujó hacia el monte más
de la cuenta, provocando una risita burlona de mi madre.
Tractores nunca había visto antes, aunque los automóviles ya los
conocía. Un día en Borojó vi el primero y estuve a punto de regresarme
corriendo, pero Brígido Matos, muchacho como yo y buen amigo, me aga-
rró a tiempo y me dijo riendo:
—No corrás, pendejo, esos bichos no hacen ná...
Pagaban los días quince y treinta de cada mes. Por las noches había
muchas grescas y hasta muertos. Yo recogía botellas vacías y las vendía.
Era una “entrada” adicional que me permitía probar cosas de ensueño,
tales como los cepillados, conservitas de leche y de coco.
Me gustaban mucho las peleas de gallos y cada vez que podía le “echa-
ba” un mediecito al gallo más bonito. Una vez me acerqué a unos hom-
bres que preparaban su gallo para la pelea y uno de ellos me dijo:
—Catire, vos debes ser jugador, como tu papa. ¿A cuál vas?
—Me gusta el otro.
—¿Por qué?
—Porque es más bonito.
—Todo lo bonito es falso –me advirtió.
Y al comenzar la pelea “mi” gallo cayó fulminado.
En El Mene había fomentado la prostitución. Había asesinatos a gra-
nel. Una vez, un mister encontró a su querida con un joven obrero. Lo
pateó. El joven se armó y mató al inglés.
Ofrecieron una recompensa gorda y apresaron al fugitivo, pero la
recompensa se la apropiaron las autoridades. Al soplón lo amenazaron
por “encubridor”.
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Jesús Faría
El chorro de petróleo
Los petroleros angloholandeses encontraron El Dorado en La Rosa,
a unos cinco kilómetros de Cabimas. El Barroso N.º 2 reventó el día 14
de diciembre de 1922 con una producción calculada en cien mil barriles
por día.
Durante diez días se inundó una enorme superficie. Se tiraron muros
de baja altura a toda prisa y se aprovecharon los desniveles del terreno.
Como por obra de magia apareció empleo para todo el que quisiera traba-
jar. A las familias que vivían por allí cerca se les alimentaba con galletas,
sardinas, quesos y otras cosas enlatadas, a la vez que se les prohibía en
forma terminante prender candela.
Cuando El Barroso N.º 2 se trancó por su propia cuenta, dejaba sobre
una extensa superficie un lago de casi un millón de barriles de petróleo.
Se abría de par en par una nueva etapa en el desarrollo del país. El nom-
bre de Venezuela sonaba ahora en las oficinas de Londres, Nueva York y
otras capitales.
Ignorábamos tales acontecimientos. Nuestro mundo era El Mene y
Borojó.
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Los precursores
El pozo Zumaque N.° 1, en Mene Grande, había dado producción
comercial. Unos 250 barriles por día en 1914. También estaba el Toldo
N.º 1, en El Cubo, el cual reventó el 27 de agosto de 1915.
Para 1924 llegaban noticias de los trabajos en La Rosa. “Allá pagan
mejor”, decían. Ahora mucha gente pasaba de largo, rumbo a La Rosa.
Algunas cosas habían cambiado. Cuando yo era muy niño, veía pasar
masas de campesinos arreados por capataces con destino a Bobures. Los
París –o Parises, como diría Cervantes–, dueños del Central Venezuela,
necesitaban mano de obra y mandaban a buscarla a Falcón.
Sin embargo, las enfermedades abundaban, sobre todo el paludismo,
que ocasionaba la muerte de muchos de estos trabajadores. A raíz de ello,
muchas veces les daban plata adelantada a los trabajadores, quienes lue-
go tomaban su capotera para nunca más volver.
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Jesús Faría
La Rosa
Por fin partimos rumbo al Zulia. Valmore era baquiano de esos cami-
nos. Yo iba por primera vez. Capotera terciada y a pie. Buenos caminan-
tes, pero como en todo, Valmore me superaba ampliamente.
Por allá lejos nos alcanzó un camión vacío y el chofer nos ofreció un
empujoncito. Subí asustado, pues nunca había viajado en automóvil.
El chofer me vio con la capotera terciada y me dijo en tono zumbón:
—Paisano, quítese la capotera que el camión se la lleva...
En La Cataneja nos bajamos. Por allí se entraba para Santa Rosa, un
hato de don Evaristo, amigo de Valmore.
Ahora yo conocía tierras zulianas y había viajado en camión.
¡Cómo iban cambiando mis horizontes!
Don Evaristo fue en sus mocedades el hombre más forzudo de nues-
tros pueblos. Había levantado en vilo al general León Faría durante una
gresca.
Sabía muchos cuentos y era un hábil jugador de palo. Nos recibió con
amabilidad y nos dio posada.
Al día siguiente, seguimos camino para La Rita, a donde llegamos al
mediodía. Pedimos agua para tomar y nos la dieron del lago, salobre. En
La Rita había aljibes, pero a unos corianos no nos iban a dar agua dulce.
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Mi nueva patrona
Fui recogido por Aurora, una joven de Punta de Iguana, quien esta-
ba encuerada con Víctor, el dueño de un “gato” denominado Club de
Amigos....
Con Aurora vivía Mariíta, una viejita maternal. Llegaron a quererme
mucho y yo correspondía con igual afecto y buena conducta, quizás mejor
de lo que Aurora hubiera querido. Ella tenía un hermano también obrero
petrolero, pelotero y jugador como Julio. Era rochelero y gustaba sacarle
buena comida a su hermana.
Mi pendenciera patrona amaba a la caña más de la cuenta. Su trago
predilecto era el anís. Cuando caía la tarde, ya tenía la lengua “pesada”.
Buena lavandera. Mientras realizaba sus labores bebía y cantaba. Subía
la voz a medida que el anís hacía rubieras en su cerebro. Morena greñuda
con rostro de cocodrilo, fumaba con la candela para adentro. Tenía senos
tentadores y caderas de concurso. Además, era joven y ponía gran dosis
de malicia en la conversación.
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La represión
La represión gomecista era implacable: trabajo forzado en las carre-
teras Tigrito, barrer las calles y multas en todo caso. Todo esto adobado
con una dosis de planazos y vergajazos. Inclusive, algunos musiúes eran
vejados. Para evitarlo, sus compatriotas se apresuraban a pagar multas
dobles.
Los jefes civiles –verdaderos azotes contra la clase obrera– premia-
ban a los policías con un fuerte por cada preso que les trajeran los días de
pago. Así, los calabozos se llenaban de obreros sin motivo alguno, como
no fuera para cobrarles una multa por escándalos imaginarios.
Otro “filón” de las autoridades lo constituían las prostitutas. Eran
explotadas en los prostíbulos, donde se prestaban para sacarles el dinero
a los clientes.
Además, recibían muebles pagaderos por cuotas con la particularidad
de que, cuando ya iban a terminar de pagarlos, las metían presas y, con
la participación del juez gomecista, eran despojadas de la cama y demás
enseres porque se habían atrasado en el pago de una cuota.
Conviene advertir que no todos estos gomecistas eran andinos, aun-
que sí lo era la mayoría. Había gomecistas de otras regiones de Venezuela:
larenses, corianos y, en número menor, de otros pueblos de nuestra
patria. En honor a la verdad histórica, es necesario decir que estos no
eran mejores, sino iguales y hasta peores que los andinos.
Los cuerpos policiales del régimen reclutaban lo peor de la sociedad.
Haber salido de una prisión por criminal era una credencial especial, un
mérito y, en cierto modo, un honor gomecista.
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Empleo y desempleo
Las petroleras abrieron miles de nuevos empleos y al margen de la
industria petrolera aparecieron nuevas fuentes de trabajo: fondas, lavan-
derías, bares, transporte, comercios, navegación lacustre, prostitución
–el más viejo de los oficios, según dicen– y muchas otras ocupaciones
que producían algún dinero a quienes las ejercían.
El comercio tomó un ritmo de galope. Todo se vendía a buen precio.
El “chorro” alcanzaba a Perijá, Santa Bárbara, Maracaibo y pueblos de
Falcón, Lara, Trujillo, Mérida y Táchira.
Sin embargo, cada día era mayor el número de personas desemplea-
das en Cabimas. Miles de hombres permanecían durante horas a las
puertas de las alambradas, en espera de un empleo que nadie les había
prometido.
El mercado de la fuerza de trabajo estaba saturado desde La Rosa
hasta La Misión.
En cambio, se ofrecían empleos bien remunerados en Lagunillas. Solo
que, por allá, el paludismo mataba hombres de la noche a la mañana.
Ofrecían salarios ciento por ciento más altos que en Cabimas, pero
la gente desempleada no picaba la carnada. Preferían vida hambrienta
por estos lados, antes que la muerte asalariada por allá. A pesar de ello,
Valmore, tres obreros parientes y yo resolvimos ir a Lagunillas.
“¿Qué puede traer que no lleve?”.
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Una noche subimos al vaporcito, pagamos dos fuertes cada uno por el
pasaje y: “A Lagunillas o al cielo...”.
Si la falta de sanidad y la especulación, los atropellos policiales y los
hacinamientos eran graves en Cabimas, lo eran peores en Lagunillas al
comienzo de los trabajos petroleros.
Todos conseguimos buenos empleos al día siguiente. Yo entré como
peón en el Departamento de Ingeniería de la LPC con trece bolívares de
salario.
Colgamos nuestras hamacas en un caney con techo de zinc junto a
otros cien trabajadores. Por el día quedaban los enfermos. Morían por la
noche y durante el día. En el trabajo morían como soldados en el frente.
Sabíamos cuando alguien iba a morir porque debajo de la hamaca o
chinchorro aparecía un pozo de sangre mezclada con excrementos.
Había una nube de moscas que volaban de los excrementos y de los
cadáveres a nuestra comida.
Una vez llegó un médico joven y a los minutos salió corriendo y gri-
tando de horror. Al parecer, enloqueció frente al cuadro que encontró
en aquel caney. Conseguimos después un cuarto del tamaño de un cajón
grande. Pese a lo precario, era un cambio importante. Dos dormían en
hamaca y los otros tres en piso de tablas.
Poco después me mudé a vivir en un caney sobre el agua, propiedad
de la LPC –después Creole, hoy Lagoven. El mismo hacinamiento, pero
teníamos gas para cocinar y, como estábamos sobre el lago, había menos
suciedad.
Muchos nos íbamos para la punta del muelle a dormir sobre las tablas
con relieves. Aquí sí que dormíamos a gusto, nada de plaga y menos calor.
Inclusive “yelitos” por la madrugada. Pero cuando llegaba la lluvia, el
gozo se iba al pozo.
Lagunillas
El pueblo de los indios sobre el lecho del lago. Muy limpio el lugar
hasta que llegaron las petroleras. Las casas estaban construidas sobre
estacas de mapora, un árbol cuya madera resiste bien los embates de las
aguas.
Las familias mantenían comunicación por medio de planchadas,
tablas o trozos de madera en forma de frágiles caminos. Al principio,
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Reencuentro
Mamá planteó la conveniencia de vivir más cerca de los recursos.
Busqué una choza en La Rosa y toda mi familia abandonó para siempre
el caserío Las Huertas. Mamá ya estaba enferma de tuberculosis. Mis
hermanas encontraron trabajo, en tanto que Víctor, un hijo adoptivo de
mamá, cortaba y vendía leña.
Yo visitaba a mi gente una vez por mes. La esposa de Valmore vivía
cerca de mamá. Una de mis hermanas fundó su propio hogar al no más
llegar.
Yo había vuelto de paseo, fugazmente, por Borojó. ¡Qué distinto
era todo! Viejos amigos y mis conocidos me trataban con gran cariño.
Parientes paternos ahora me admitían como de la familia.
Mi padre había muerto, un poco solo. Y los herederos se habían repar-
tido la herencia sin problemas.
Aquellos fueron días gratísimos, reuniones con muchachas y amigos.
El inefable cariño de las viejitas contemporáneas de mi madre. Me llama-
ban el “hijo predilecto de la comadre María”.
¡Gente noble y sencilla, cuyo sincero afecto era entrañable para mí,
porque sabía que nacía de lo más puro de sus corazones!
Ahora que mi familia estaba en Cabimas, yo deseaba el traslado, pero
como no había posibilidades a la vista, entonces busqué un “apartamen-
to” en Campo Rojo para traerlas para Lagunillas.
—¡Cómo se te ocurre! –me decían mis amigos.
Mi familia no tuvo problemas para aclimatarse en aquel medio for-
mado masivamente por varones. Quedamos ubicados entre familias muy
amistosas. Solo una vez tuve que pelear para hacer respetar el hogar,
pero no hubo sangre.
Una noche dormía profundamente cuando oí gritar:
—¡Faría, Faría, murió tu mamá!
Salté y en un momento me reuní con mi atribulada familia. Esperába-
mos este fatal desenlace, pero cuando llegó nos confundió amargamente.
Queríamos mucho a nuestra madre. Era una adoración sincera y mere-
cida. Los vecinos y compañeros de trabajo nos rodearon. Los ingenieros
enviaron el pésame y doscientos bolívares. Semanas después, cuando fui
a devolverlos, pues creía era un empréstito, se ofendieron:
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—De ninguna manera, Jesús, ese dinero fue reunido entre nosotros
para ayudarlo en los gastos del entierro.
Ese gesto era común cuando se trataba de nosotros, pero nos sorpren-
dió que los “gringos” pudieran hacerlo también.
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—¿Nosotros?
Nos reíamos de tanto optimismo.
Sin embargo, un obrero que se burlaba de la brutalidad de otro llama-
do Pascual, preguntó:
—¿Puedo lanzar para secretario al que yo quiera, sea cual sea?
—¡Sí, por supuesto! –respondió nuestro presidente.
—Entonces propongo a “Mano Ca...”.
Soltamos la risa y el guardiero “Mano Pascual” escupió su tabaco y
dijo: “¡Tu madre!”.
—¡No sean tan “inciviles”, carajo! –gritó Millán, con fingida furia y
unas ganas terribles de acompañar nuestra carcajada.
La masa de trabajadores crecía y se comentaba que montarían en La
Salina otro patio para construir pilotes.
A muchos nos atraía la idea de pasar a trabajar a otro lugar, pero al
mismo tiempo nos causaba pena dejar tantos amigos y cosas gratas que
formaban parte de nuestro pequeño mundo.
A fin de cuentas, haríamos lo que propusieran los patronos, ya que el
obrero no se gobierna.
El obrero es esclavo del salario, del cual depende su vida y el de la
familia.
Sin empleo, uno no tiene ni pan ni techo. Más aún, uno se convierte
en una carga indeseable para los amigos que le quedan. Aunque sea fallo,
uno tiene que comer y alguien tiene que ayudarlo. Esto es así, pese a que
no lo desee ninguno de los dos amigos, el desempleado y quien lo ayuda.
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Hacia el sur
Al sur de Lagunillas las concesiones se modificaban en su ubicación.
El pozo 511 de la LPC estaba marcado en la orilla.
Como no había caminos, llegábamos en lancha a las orillas. La trans-
nacional cifraba tales esperanzas en este pozo que incluso mandó por
allá al jefe del departamento y al superintendente.
Me preguntaron:
—¿Cuántos metros habrá desde donde está la lancha hasta la orilla?
Pregunta sin precedentes si atendemos a los mundos que mediaban
en el conocimiento de aquellos oficios. Pero eran hombres prácticos que
no menospreciaban ninguna opinión, si esta podía rendirles alguna uti-
lidad. A pesar de que todavía no era un “cadenero” experto como llegué
a serlo, di una opinión que estaba muy cercana de la medida exacta. Al
verificarse la medición, ellos rieron y yo los observaba…
En aquellas condiciones a las orillas del lago, nos gustaba entrar y
salir del trabajo con el agua al cuello. Así tomábamos un agradable baño.
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Caddy
No era tan buen caddy, pero de todos modos hacía el trabajo. Cuando
el superintendente de la LPC y uno de los ingenieros tenían la tarde libre,
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El Departamento de Ingeniería
Ahora el Departamento de Ingeniería era uno de los más numerosos,
tanto en Cabimas como en Lagunillas. Había varias cuadrillas y muchos
desconocidos.
Yo era un obrero “misceláneo”: hacía de todo un poco y ganaba un
salario más alto que los otros.
Una tarde nos ocurrió una terrible desgracia. Trabajábamos en una
gabarra atracada al muelle de La Salina, 18 de agosto de 1933.
Estalló la gabarra y mató a seis obreros. Los otros fueron lanzados al
lago con heridas graves. Resulté ileso por segundos y por centímetros.
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El crecimiento de la producción
En plena expansión de la industria se producía un intenso mejora-
miento del rendimiento de la fuerza de trabajo.
El obrero se familiarizaba con sus tareas, lograba un mejor dominio
del trabajo, eliminaba movimientos inútiles, desarrollaba habilidades.
La cuadrilla se hacía más homogénea, los obreros eran más parejos en
su rendimiento.
Se descubrían nuevos métodos para doblar las cabillas, para cortar-
las, para amarrarlas. Se armaban las formas con más prontitud. Los
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Los jefes
Casi nunca tuvimos problemas serios con los ingenieros. Quienes
trabajábamos de “cadeneros” o con los teodolitos, ganábamos un salario
mayor. Yo marcaba casas, pozos y líneas para la energía eléctrica en tie-
rra y en el lago.
Un ingeniero que había trabajado en la Unión Soviética, al parecer
comunista, se burlaba de mí por la exactitud en las medidas.
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—Lo que pasa, mr. Smith, es que un obrero que hace labor de ingenie-
ro debe ser exacto, porque lo que está en juego es el empleo –le decía yo.
Este hombre era gran persona, buen nadador y parrandero. Se reunía
con nosotros fuera del trabajo. A menudo nos decía:
—En ruso se dice así...
Pero no sabíamos qué era aquello de ruso, ni de Rusia. Como no logra-
ba despertar la curiosidad, pasaba a otro tema.
Un día dejó de ir al trabajo, preguntamos por él y nos dijeron:
—Mr. Smith no trabajará más para la compañía...
Solo años después caí en cuenta de la causa de aquella brusca separa-
ción de un ingeniero tan competente.
Cuando abríamos la pica para el tren Lagunillas-Tamare, teníamos
como jefe inmediato a un ingeniero yanqui que era un racista. Insultaba
sin motivo alguno a los negros.
—¿Qué hacemos con este carajo? –nos preguntamos.
Era indispensable pararle el trote. Un día decidimos que el primero
que fuera víctima de los insultos le “pondría” el machete al “musiú”. Cada
uno cargaba un machete afilado y la idea que teníamos era matarlo en
pleno monte y que el asesino se fugara.
Conocíamos muy bien aquellas montañas y como éramos veteranos
trabajadores en el monte, sabíamos cuáles bejucos tenían agua y qué fru-
tas eran comestibles. Resultaría muy difícil caer presos.
No había chocado conmigo el odioso gringo, sin embargo, después de
habernos juramentado me tocó el turno.
Mi jefe se insolentó porque quería que fuera a poner la mira, corrien-
do de un lado a otro.
—¿Por qué no corre? ¿No me oye? –me gritó delante de los otros
compañeros.
Además el hombre cerró los puños y se me vino encima. Me quedaban
dos caminos: pelear o correr. Resolví pelear.
Tiré la mira al suelo y avance al encuentro de mi enemigo con el
machete en la diestra. El gringo no escaparía sano. Pero el hombre gritó:
—¡Me va a matar!
Y, después de aquel grito, si no corre como corrió, algo grave hubiera
ocurrido.
Me botaron del trabajo, pero conseguí otro empleo.
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De nuevo en La Salina
En 1935, yo vivía de nuevo en La Salina con mi mujer, esta vez en
estado. Como sabía lo que sufren los niños pobres y por consejos de mi
hermano Artemidoro, había evitado tener hijos.
Ahora era víctima de una contrariedad: quería tener el hijo, pero
temía las calamidades que iba a sufrir la criatura. Los trabajadores éra-
mos presa de la inseguridad y este hecho repercutía negativamente en el
hogar.
Aparte de estos hechos, dimanantes de la situación que vivía la cla-
se obrera, estaba mi propia condición de hombre que, como los otros,
le gustaba tener mujeres y abandonarlas de manera irresponsable, sin
motivo ni razón.
Esto era malo, pero así era.
Los hombres nos portábamos muy mal. Baste decir que yo era de los
menos malos, porque al menos no me emborrachaba, ni aporreaba a mi
compañera.
En algunos aspectos yo había madurado como obrero durante aque-
llos diez años en la dura escuela del proletariado.
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CAPÍTULO III
INGRESO A LOS SINDICATOS Y AL PARTIDO COMUNISTA
La muerte de Gómez
Aquella tarde circulaban rumores de la muerte de Gómez, tirano de
Venezuela durante veintisiete años consecutivos. Nos fuimos para la Plaza
de Cabimas. Había millares de personas escuchando discursos. Las auto-
ridades y La Sagrada estaban acuarteladas.
Al busto de un hermano de Gómez lo habían vuelto añicos. La bandera
estaba a media asta y el pueblo luchaba por cambiarla de posición. José
Mayorga buscó inútilmente al juez que lo había enviado a las carreteras.
Para mí era una cosa nueva y sorprendente oír aquellos discursos que
no entendía.
A “El Benemérito” le decíamos ahora “gañán de la mulera”, “bagre” y
otros apodos ofensivos. Había oído decir que después que muere la gente
todos resultan venerados, pero ahora era distinto por completo.
Se decían horrores de un muerto que, cuando estuvo vivo, fue tan
elogiado.
No pasó mucho tiempo sin que nos pusiéramos de acuerdo en que
habíamos estado viviendo bajo una oprobiosa tiranía y que había llegado
el momento de echar del poder a quienes pretendían mantener el gome-
cismo sin Gómez, con López Contreras de presidente.
Mientras una masa de obreros mantenía un muy estrecho cerco sobre
la acuartelada Sagrada, nosotros oíamos discursos en la plaza, a unos
cincuenta metros de la casa de Gobierno. Yo estaba recostado de un árbol
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una victoria completa, surtió efectos negativos entre la masa obrera, muy
nueva en estas luchas.
Sin embargo, como resultado de la creciente presión social, el Congre-
so Nacional aprobó la Ley del Trabajo el día 16 de julio de 1936. Aunque
las fuerzas patronales habían mutilado el proyecto y la mayoría de los
artículos que favorecían a los trabajadores quedaban sujetos a la regla-
mentación de la Ley –tarea que corresponde al Poder Ejecutivo, el cual
daría largas a este asunto–, de todos modos la conquista de esta ley era
un paso significativo, algo nuevo para los trabajadores.
Empezaba desde aquel día una lucha prolongada y desigual entre
explotados y explotadores por hacer cumplir la ley en sus aspectos y artí-
culos que favorecían a los trabajadores.
Teníamos en nuestras manos una bandera de lucha, pero las metas de
la victoria estaban muy lejos todavía y las iríamos alcanzando por partes,
entre avances y retrocesos, no de golpe y porrazo, como pudiera pensar-
se. El enemigo de clase estaba fuertemente atrincherado, era más fuerte
que nosotros y estaba asesorado atentamente desde el exterior.
Nosotros, en cambio, estábamos dispersos, carecíamos de experien-
cia, no habíamos tenido tiempo de establecer contactos con nuestros her-
manos de clase en otros países, lo cual, por otra parte, estaba prohibido
por las leyes y era severamente castigado por el Gobierno.
Lo más importante de la novísima ley radicaba en los términos esta-
blecidos para el ejercicio del derecho a huelga por parte de la clase obre-
ra. Con la ley en la mano, el Gobierno nombró algunas autoridades del
trabajo: oficina nacional, inspectorías.
Ya los sindicatos sabían qué reclamar y dónde hacerlo. Además, se
estableció la jornada de ocho horas y otras cosas que hacía unos meses
no eran ni siquiera sueños de los trabajadores.
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Estalla la huelga
El día 11 de diciembre –fecha deseada y temida– se acercaba. El con-
teo regresivo anunciaba la inminencia de la gran jornada.
—¿Cómo saldremos? –me preguntaban con insistencia.
—¡Bien, compañero, saldremos bien!
Yo tenía una tranquila seguridad en que los trabajadores iban a parar
totalmente la principal industria. Una de mis responsabilidades consis-
tía en que en el Departamento donde yo trabajaba, 167 obreros, no habría
rompehuelgas.
El día diez por la noche nos asignaron lugares para madrugar, evitar
que entraran obreros, persuadirlos, controlar y traer la información a eso
de las diez de la mañana.
La brigada nuestra llegó a las cinco de la mañana a las puertas de
la empresa en La Salina. Muy contados obreros recalaron por el portón
y no iban en traje de trabajo, sino como observadores y voluntarios, a
unírsenos.
El júbilo era inmenso y justificado: el paro era total.
A las diez de la mañana tendría lugar una enorme asamblea, donde se
informaría de la situación en cincuenta departamentos de tres grandes
compañías y las contratistas. También se darían instrucciones, tareas y
orientación para eludir las provocaciones y los choques con el Ejército.
Había empezado una jornada antiimperialista que habría de tener
profundas repercusiones en el futuro de luchas de clase en Venezuela.
Estábamos inmersos en esta lucha y la mayoría no comprendíamos toda
la complejidad de los combates de clase.
Fui designado para un cargo importante: mantener la solidaridad
moral de los desempleados con los huelguistas. Se temía que aquella
masa de hombres hambrientos pudieran aceptar las tentadoras ofertas
de los patronos para romper la huelga, para así continuar las actividades.
Todavía yo no había subido a la tribuna para hablar por primera vez.
En cambio, era activo entre los pequeños grupos. Sin embargo, no todo
era hablar. Se necesitaba dar dos comidas a miles de parados y a los huel-
guistas. En primer lugar, había que buscar y encontrar la comida y, luego,
prepararla y distribuirla. Busqué ayudantes, aunque la responsabilidad
principal, en uno y otro caso, era mía.
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Víctor Paiva. Dije lo que tenía que decir a la familia y me pasaron al cuar-
to de reunión. No habría durmienda.
La conferencia fue una oportunidad única para mi futuro político.
Me encontraba en medio de camaradas desconocidos, brillantes orado-
res. Cada discurso que oía era como una nueva lección. Aquella polémica
era para mí como una escuela con muchos maestros y un solo discípulo.
Entre los delegados la mayoría estaba clandestina, algunos incluidos en
el decreto de expulsión del país. Uno de estos, José Antonio Mayobre,
había participado junto a Germán Tortosa en el VII Congreso Mundial de
la Internacional Comunista (IC), realizado en Moscú el 20 de agosto de
1935. A menudo se refería a los acuerdos de este histórico evento inter-
nacional de los comunistas. Lo escuchábamos casi hechizados. En este
Congreso fue admitido oficialmente el PCV como sección de la IC.
Yo sabía poco de estas cosas. A veces entendía lo que se trataba, pero
no sabía explicarlo a otros. De todos modos me designaron delegado
por los obreros petroleros comunistas a la I Conferencia. Para aquellos
momentos ocupaba el cargo de presidente de la Unión de Sindicatos
Petroleros de Venezuela (USPV), organización unitaria y combativa de
todos los sindicatos petroleros del país. Por el Zulia participó una nume-
rosa delegación, pues se trataba del Comité Regional mejor organizado
que teníamos, con una fuerte base obrera. Entre los delegados zulianos
recuerdo a Martínez Pozo, Espartaco González y Manuel Taborda. Cada
uno de nosotros viajó por separado.
No pudieron participar Gustavo Machado, Salvador de la Plaza,
Rodolfo Quintero y muchos otros que habían caído presos y habían
sido expulsados de Venezuela por el Gobierno de López Contreras. Juan
Fuenmayor y Jorge Saldivia Gil tampoco lograron asistir debido a las
extremas condiciones de clandestinidad.
En aquella reunión me impresionaron por su jovialidad y su dialéctica
Miguel Otero Silva, Kotepa Delgado y José Antonio Mayobre.
Me hice amigo de Miguel Otero Silva. También intercambié con José
Antonio Mayobre. La amistad de Miguel la he podido comprobar en mis
años de infortunio. Mayobre, en cambio, llegó a ser mi carcelero.
Una nota curiosa de aquella reunión involucró al camarada Key Sánchez.
En aquellos tiempos la disciplina en el Partido era severa y Key, quien era
parte del equipo de apoyo de la conferencia, asistía, además, para atender
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El primer manifiesto
Otro suceso de trascendental importancia, que sirvió de anteceden-
te a la I Conferencia Nacional, fue el Manifiesto del Partido Comunista
del 1.º de mayo de 1931. Este constituyó el primer documento político
moderno en la vida social de Venezuela, en el cual se plantea la histórica
tarea de la clase obrera: tomar el poder, nacionalizar el petróleo, expro-
piar a los latifundistas y otras de igual envergadura, por las cuales se
sigue luchando todavía.
El Partido Comunista de Venezuela emerge a la luz pública con un
manifiesto de unas tres mil palabras, documento importante, profunda-
mente antiimperialista y anticaudillista, incluyendo a los caudillos que
se oponían a Gómez y trataban de sustituirlo, entre los que destacaba
Arévalo Cedeño, profundamente anticomunista, quien había dicho en
una proclama que le iban a faltar árboles en las orillas del Orinoco para
“colgar comunistas”, lo cual era una exageración a todas luces, ya que no
habían tantos comunistas.
Se proclama la lucha y se luchaba, ante todo, por la libertad, por el
derrocamiento violento de la tiranía.
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CAPÍTULO IV
AL FRENTE DE LOS OBREROS
PETROLEROS VENEZOLANOS
Con las autoridades del ministerio del trabajo
Terminada la conferencia seguí para Caracas. Era mi primer viaje a
la capital. Mis camaradas del Distrito Federal me recibieron con gran
afecto.
Me interné por entre la naciente burocracia de la Oficina Nacional del
Trabajo en busca de los documentos de legalización de la Unión Sindical
Petrolera, lo cual logré con relativa facilidad.
Un funcionario apellidado Rojas Guardia me presentó a otro de nom-
bre Rafael Caldera.
Yo no usaba corbata y mi ropa era de dril, como corresponde a quien
trabaja bajo un clima de 33º a la sombra.
Cuando terminé mis gestiones en la Oficina del Trabajo, Rojas Guardia
preguntó si me gustaría saludar al ministro del Trabajo. Acepté, sin tener
ideas preconcebidas sobre la persona del ministro, de quien solo sabía
que era un derechista de “uña en el rabo”.
Me quedé asombrado de lo lujoso del despacho y me dispuse a oír lo
que me iban a decir, pues yo no tenía ningún plan para aquella entrevista
que había sonado como trueno en una clara mañana. Solo me hizo una
pregunta el ministro del Trabajo, doctor Luis G. Pietri:
—¿Qué piensan, ustedes los obreros, del general Eleazar López
Contreras?
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Elecciones de 1937
Todavía faltaba otra sorpresa para el Gobierno que había preparado
elecciones amañadas para fines de 1937.
El Comité Central del PCV, electo en la I Conferencia, se había reuni-
do por primera vez en noviembre de 1937 y había trazado los planes para
la actividad del Partido en las elecciones que se avecinaban, así como en
otros frentes del trabajo de masas.
Realizamos un buen trabajo, como resultado del cual en el Zulia y en
otras entidades el gobierno de López perdió las elecciones, pese a que
solo permitían votar a los hombres mayores de veintiún años que supie-
ran escribir.
También las tesis derrotistas de Betancourt y sus partidarios de aque-
lla lejana etapa de nuestro desarrollo político sufrieron otro rudo golpe
con la victoria electoral de los comunistas y sus aliados.
Fuimos electos para las asambleas legislativas y a los concejos muni-
cipales. En el Zulia algunos se mandaron a hacer ropas para asistir a sus
cargos.
—¿Tú como que piensas ir al Concejo Municipal, sin saco? –me
preguntaron.
—Es que no creo que nos permitan entrar –les advertí.
Los concejales deberíamos elegir a los diputados al Congreso Nacional
y a los senadores de los estados –el Distrito Federal no elegía senadores–
los elegían los diputados a las asambleas legislativas.
El sistema electoral lopecista preveía, además, que el partido que
lograba la mayoría en el distrito, elegía sus siete candidatos al Concejo y
dos diputados a la Asamblea Legislativa.
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En el golfo nos atrapó una “calma chicha”. Menos mal que al tercer día
de espera un vendaval nos puso en La Guaira en cuestión de horas.
Calado y sin un centavo bajé en el primer puerto. Busqué y encontré
dos bolívares para subir a Caracas y aquí me puse en contacto con “Roy”,
nuestro inolvidable camarada Jorge Saldivia Gil.
Me dieron para el pasaje y pude regresar al Zulia en forma clandesti-
na. Era junio de 1938.
Este fue un año de dificultades políticas internas, pues Peralta (Eduardo
Machado), quien había sido cooptado para el Buró Político, junto con
otros, empezó una campaña tendenciosa contra dirigentes del Parti-
do. La situación llegó al extremo que el Buró Político le ordenó salir de
Venezuela. Este montó con su grupo un cuartel fraccional en Bogotá, des-
de donde informó a partidos hermanos sobre una situación irregular que
no existía en el PCV.
Algunos de los fraccionalistas recalaron por el Zulia, donde crea-
ron problemas internos, inclusive indujeron al Partido a la abstención
electoral.
Los miembros del grupo Peralta fueron llamados a Caracas y admi-
tidos en el PCV, donde escalaron posiciones en el comité regional, rein-
cidiendo en sus actividades fraccionales. Sin embargo, ante la enérgica
actitud de la Dirección Nacional del PCV se vieron obligados a arriar
velas temporalmente.
Las elecciones convocadas por el Gobierno en 1938, bajo las mismas
condiciones que en 1937 y solo para concejos y asambleas legislativas,
fueron otro fraude descarado y motivo para acentuar la represión. Esto
ocurrió particularmente en los campos petroleros, donde ejercía fun-
ciones de procónsul un sujeto de los bajos fondos gomecistas al servicio
incondicional de las compañías petroleras.
Bajo aquellas circunstancias, encontré muchas dificultades para sos-
tenerme en libertad y el Comité Regional del PCV en el Zulia me autori-
zó para salir por unas semanas. En Palmarejo contraté un barquito por
cuatro bolívares hasta Punta de Leiva y de aquí, por otros cuatro, me
trasladé en un camión hasta Los Puertos de Altagracia. Allí llegué a casa
de mi primo hermano Cirilo.
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Visita a Borojó
—Ahora que estás tan cerca, ¿por qué no vamos a Borojó? –dijeron
mis parientes.
Viajamos en un camión destartalado. Había lluvia y el camión se atas-
có. Buscamos por allí donde dormir. Al día siguiente continuamos el via-
je. En Borojó, me instalé en casa de mi hermano Artemidoro, quien tenía
un hato de chivos cerca del pueblo. Me atendió maravillosamente.
Trataba de enseñar a leer a los sobrinos de la casa. La pareja llegó a
tener hasta dieciséis hijos.
Estuve por aquí inolvidables semanas, disfrutando unas merecidas
vacaciones entre parientes y amigos.
En esos días estalló un conflicto entre los pueblos de Borojó y Dabajuro
por ejidos municipales. Mis paisanos cayeron presos en masa. Se los lle-
varon para la capital del distrito.
Nos fuimos a Capatárida, la antigua capital del Gran Estado Falcón-
Zulia, para ver qué podíamos hacer por ellos. Luego resolvimos seguir
hasta Coro. Partimos en una camioneta de uno que ni siquiera tenía
licencia para manejar. Por ventura yo sí la tenía.
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mucha gente, pero los que vivían en el centro casi todos murieron que-
mados o ahogados.
Cuando estalló el incendio, yo daba mis clases de primeras letras a
pocos metros de la orilla. Tres de mis alumnos corrieron a salvar sus
pertenencias, pero los tres desaparecieron. Eran obreros jóvenes, pode-
rosos, buenos nadadores y, sin embargo, perecieron. ¿Qué se podría
esperar para las infelices madres cargadas de niños pequeños?
Mis pertenencias: una muda de recambio y la hamaca, ni pensé en
tales cosas. Amanecía otra vez sin nada.
Se había creado una situación caótica y el sindicato se convirtió en el
centro de actividad para socorrer a los damnificados. Trabajamos día y
noche, sin tomar aliento, en especial los comunistas.
Llegaron los ministros del Gabinete. Los recibió una multitud de
obreros con el puño en alto.
El presidente Maldonado imploraba en vano:
—¡Bajen esos puños! ¿Por qué con el puño en alto?
Las autoridades prometieron fundar un pueblo para los damnifica-
dos: Ciudad Ojeda. Desde Caracas llegó Enrique Bernardo Núñez, quien
escribía la columna: “Signos en el Tiempo”.
El hombre se impresionó y empezó a escribir graves denuncias, todo
ello pese a las presiones para que se retractara. Me enviaba telegramas
que le contestaba confirmando sus denuncias.
Fue la voz valiente que denunció el crimen en un diario de la burgue-
sía, El Universal.
El fondo de la desgracia fue que la Mene Grande tenía interés en per-
forar donde estaba el pueblo, pues las consideraba parte de “sus conce-
siones”. Además, el pueblo estaba sobre un enorme depósito de petróleo,
a poca profundidad y a pocos metros de distancia del campo central de
la empresa.
Para la Mene Grande no tenía sentido esperar más tiempo para
extraer el petróleo, por lo que resolvió prenderle fuego a todo un pueblo
y quemar vivos a millares de personas que allí vivían desde siempre, y
otros llegados recientemente.
El gobierno de López le echó tierra al monstruoso crimen. Era eviden-
te que había funcionado el soborno a todos los niveles.
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Oía con atención los partes de guerra, las declaraciones del Gobierno
soviético. Eran mis fuentes de inspiración. En aquellos mensajes no se
menospreciaba al enemigo, pero no había ni sombra de duda en cuanto a
la victoria final.
El desenlace de la batalla de Moscú era de una elocuencia estimu-
lante. Lo habían sido también las batallas anteriores, donde los sovié-
ticos resistieron en condiciones de inferioridad abrumadora. En el caso
de Moscú, la amenaza de esclavización se había situado a las puertas de
la ciudad. Las tropas desfilaban en la Plaza Roja ante los dirigentes del
Partido bolchevique y el Estado soviético, encabezados por Stalin, para
dirigirse al frente. Allí, en las puertas de Moscú, detuvieron a una maqui-
naria bélica que se había apoderado de Europa sin la menor resistencia.
Ahora, el Ejército Rojo le propinaba su primera gran derrota de la guerra.
Una cosa muy particular en la historia de las guerras se presentó en
numerosas ocasiones en la defensa del territorio soviético. Pequeños gru-
pos de militares soviéticos quedaban cercados por completo y sin posibi-
lidades de recibir recursos. Se debatían ante la disyuntiva de rendición o
morir combatiendo. Pues bien, los soldados y oficiales soviéticos optaban
por continuar el combate hasta el último hombre.
Después vino la victoria de Stalingrado. A partir de ese momento casi
todos se pasaron para el bando de los optimistas. Se había producido un
viraje definitivo en la dinámica de la guerra. Los soviéticos habían some-
tido a las tropas de élites del Ejército invasor e iniciaban una ofensiva que
finalizaría en el corazón de la Alemania nazi, en Berlín.
Y en cuanto a la ruptura del cerco de Leningrado, después de más de
novecientos días de brutal bloqueo, sin víveres, combustibles ni medici-
nas, lo celebramos con infinita alegría.
La Gran Guerra Patria del pueblo soviético avanzaba a paso seguro
hacia la victoria final. Hasta que, por fin, un día llegó la noticia. ¡Los terri-
torios de la Unión Soviética han sido limpiados de invasores fascistas!
Los ejércitos soviéticos avanzaron y ayudaron sucesivamente a los
pueblos de Finlandia, Polonia, Rumania, Hungría, Bulgaria, Yugoslavia,
Checoslovaquia, Albania y lo que hoy es la República Democrática
Alemana. En estos países los patriotas, encabezados por los comunistas,
se levantaban en armas para ayudar al Ejército Rojo.
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El Tigre y Paraguaná
Entre tanto, en Venezuela los comunistas profundizaban su división.
Por cierto, en este ambiente de divisiones se presentó una situación curio-
sa. El grupo que tenía a Unión Popular fundaba el Partido Comunista de
Venezuela “Unitario”. Apareció también un semanario de este partido
denominado Unidad.
Muy característico en esta gente era presumir, precisamente, de lo
que carecían: de unidad y de un partido comunista. Es característico
alardear de lo que se carece.
Para nosotros, los del Partido Comunista de Venezuela en el frente
sindical, ahora la pelea era contra los de AD y contra los del PCVU. No
era fácil el trabajo, pero avanzábamos. Aunque no se había impartido la
legalización a los sindicatos “rojos”, estos actuaban con fuerza de masas.
En El Tigre, nuevo centro petrolero en el oriente del país, me tocó diri-
gir una huelga petrolera local. Obtuvimos una importante victoria: ¡dos
bolívares de aumento para los obreros petroleros en toda Venezuela!, así
como otras conquistas. Era un resultado mejor que el de 1937. Más aún,
era lo mejor que había logrado el movimiento sindical en sus luchas.
Terminado el conflicto huelgario de El Tigre viajé a Lagunillas, donde
ganamos otra huelga local.
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—Usted no los tendrá, pero nosotros sí. ¡Salga! –gritó uno de los
agentes.
Así, por las buenas...
En Nueva York recibimos el día 10 de octubre un telegrama inusitado:
“Ayer legalizaron al PCV”.
Después de quince años de actividad clandestina, por fin habían lega-
lizado al partido de la clase obrera.
Cómo sería eso de un partido comunista legal, me preguntaba.
En Nueva York me encontré perdido. Menos mal que Aurelio Four-
toul me esperaba. Me ayudó en todo, inclusive, a encontrar un puesto
en el Queen Elizabeth, buque grande y rápido. En pocos días llegamos a
Southampton, donde tomamos tren para Londres.
A bordo del Queen Elizabeth algunos compatriotas se alarmaron por
mi ignorancia sobre muchas cosas, inclusive de cómo comportarme en la
mesa o cómo discutir con burgueses.
Para mí lo único que servía en cada país eran los comunistas. Los
resultados de la guerra habían puesto a obreros en niveles que antes per-
tenecieron solo a los explotadores. Para algunos seríamos advenedizos,
pero habíamos aparecido para seguir jugando un rol importante en la
política mundial. Así sería.
Cuando llegamos a la embajada de Venezuela en Londres eran las tres
de la tarde, diez de la mañana del 18 de octubre de 1945 en Caracas. Una
persona, para quien llevaba una tarjeta de Miguel Otero, me dijo:
—Estalló una revuelta en Venezuela. Están peleando. ¿Qué opinas tú?
—Todo depende de lo que haga el Gobierno, si arman al pueblo, no
cae –le respondí.
Parecía tonto…
¿Cuándo se ha visto que los burgueses arman al pueblo?
¿Armar al pueblo?
¿Y quién lo desarma luego?
Razonamiento correcto.
Mejor es dejar las cosas entre burgueses.
¿Para qué incorporar a los explotados en querellas surgidas entre
explotadores? Medina y Uslar se entregaron.
Nos hospedamos en casa de familia. Se notaban los estragos de la
guerra en el desabastecimiento generalizado.
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CAPÍTULO V
GOLPES DE ESTADO, CONSTITUYENTE
Y HUELGA DE HAMBRE
18 de octubre de 1945
Desde 1908, cuando Gómez se aprovechó de un viaje al exterior de
su compadre, el dictador Castro, no se producían golpes. Los cambios de
gobernantes tenían lugar dentro del continuismo de los gomecistas en el
poder: Gómez durante veintisiete años. López durante todo el tiempo de
Gómez y su propio turno presidencial de cinco años, y Medina, militar
gomecista, ministro lopecista y ahora presidente durante casi cinco años.
Militares relativamente jóvenes junto con Betancourt y otros dirigen-
tes adecos dieron el golpe, más contra Biaggini que contra Medina, pues
ya este terminaba su turno.
Medina y su partido se negaron a conceder al pueblo el sufragio direc-
to, universal y secreto, consigna hondamente sentida por las masas; y lo
pagaron con su derrocamiento.
De haber estampado este derecho en la carta magna, cuando en 1945
se discutían reformas a la Constitución, el gobierno fácilmente habría
ganado las elecciones.
Por su parte, los planes de los militares de utilizar al partido AD para
el golpe y luego echarlos del gobierno, cuajaron tres años más tarde.
Los planes de Betancourt, aprovechar a los militares para tomar
el poder y luego “adequizarlos” o enviarlos al exilio dorado, fallaron
rotundamente.
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Rebelión en Paraguaná
Las labores en la Asamblea Constituyente no impidieron que conti-
nuara mi trabajo sindical en Paraguaná.
Una tarde realizábamos una asamblea abierta en Punta Cardón y
ondeaba la bandera roja del sindicato, cuando fuimos rodeados por una
masa agresiva dirigida por AD.
Pedían que arriáramos la bandera “comunista”. Aguantamos, pero la
agresividad aumentaba. Algunos de los nuestros vacilaron.
—¿Por qué no bajamos la bandera? –sugirió uno.
—No podemos, camaradas. Nos pelan –le indiqué.
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Gallegos presidente
URD y Copei exigían la renuncia de la candidatura de Rómulo Gallegos
porque se daba por descontado su triunfo arrollador. Alegaban estos par-
tidos, que este resultado estaría fuera de un contexto verdaderamente
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zación leninista que conducía con gran acierto la lucha de la clase obrera
venezolana.
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se dividieron para abrir amplio cauce a los partidos comunistas que for-
marían en 1919 la Internacional Comunista leninista.
Al grito: ¡Manos fuera de Rusia!, millones de trabajadores en todo el
mundo ayudaron a sujetar a los criminales intervencionistas que habían
invadido al naciente país de los sóviet.
Catorce Estados imperialistas pretendieron ahogar en su cuna al
primer gobierno obrero-campesino, tal como habían estrangulado a la
Comuna de París.
Si la victoria de obreros y soldados del 7 de noviembre de 1917 fue una
derrota de las clases explotadoras en el interior del gran país, el fracaso
militar de los catorce Estados invasores fue la primera gran derrota del
imperialismo en manos de un país gobernado por la clase obrera y sus
aliados, en manos de las milicias populares y del naciente Ejército Rojo,
creado sobre la furiosa marcha de los acontecimientos, sobre las ruinas
del viejo aparato represivo del Estado zarista.
Esta fue una victoria planetaria de la clase obrera contra el imperia-
lismo y el colonialismo. Algo nuevo en la historia de las luchas populares
y obreras contra sus opresores y explotadores.
Por primera vez el proletariado, junto con sus aliados naturales, los
campesinos y la intelectualidad revolucionaria, aplicaba su programa
liberador en un país bajo su control y dirección. Había nacido el poder
de los sóviet, poder nuevo, profundamente democrático. Un poder que
se fortaleció rápidamente mediante la aplicación de un programa revo-
lucionario, nacionalizando la tierra, los bancos y las grandes propieda-
des industriales y comerciales. Y sobre todo, un poder que devolvía la
paz a los pueblos como primer paso para demostrar que habían llegado
a gobernar hombres que cumplían sus promesas de inmediato y al pie de
la letra.
Los terribles problemas generados por la guerra imperialista y luego,
por la guerra civil y la intervención extranjera fueron superados en diez
años de terribles luchas, en las cuales los obreros y campesinos dieron
muestras de un heroísmo desconocido hasta entonces, porque se lucha-
ba por primera vez en defensa de la patria liberada de los opresores y
explotadores.
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Roma-Moscú
Viajando en un destartalado avión, llegamos a Roma en plena Sema-
na Santa. Por las calles de la hermosa ciudad había las bellezas italianas
de tan justo como universal renombre, así como verdaderas manadas de
ensotanados. ¡Qué enorme masa de embatolados! Hablaban distintos
idiomas y vestían hábitos diferentes. A mí, viejo creyente, no me moles-
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medios ilícitos. Estas operaciones eran muy comunes en esa época y los
camaradas ya me lo habían advertido. Era evidente que se trataba de una
enemiga de nuestra causa.
Sin embargo, como habíamos sido tan felices y ella solo había insinua-
do una operación ilegal que rechacé, guardé silencio. No sé si hice bien o
mal. Ella no sabía quién era yo. Quizás tenía otros planes. La verdad es
que todo quedó en el misterio, porque yo, sin despedirme de nadie, partí
cuando me llegó el momento.
Como nunca me había tomado unas vacaciones, resolví tomarlas
viajando en barco. Tuve que comprar boletos de primera clase, pues los
puestos en segunda se habían agotado. Esperé un par de días en Cannes
mientras zarpaba el barco. Empezaba el mes de agosto y hacía un calor
ardiente. También me fui a la playa donde, al parecer, fui confundido con
un europeo, pese a mi condición de “mulato casi blanco...”, como dijo el
novelista.
Así fue como una tardecita me encontraba sentado en un banco solita-
rio, a la orilla del mar, cuando se acercaron dos damas morenas. Jovenci-
ta, la una, y más que madura, la otra. Caminaban lentamente y hablaban
en español en alta voz. Me aguanté la curiosidad. Permanecí mirando
hacia el mar. Ya habría tiempo de entrar en contacto con aquellas damas
de habla hispana. Ellas se sentaron en el mismo banco, pero de espaldas
al mar. Veían pasar a los bañistas y hacían los comentarios más atrevidos
con relación a los hombres. La vieja hacía los chistes y la joven se los reía
a media velocidad. Yo tenía unas ganas tremendas de soltar una carca-
jada, pero preferí ausentarme en silencio. Caminé un poco por la orilla
y regresé para conocer mejor a tan desprejuiciadas veraneantes, quienes
ni siquiera estaban en traje de baño, sino con ropas muy tropicales. Por
supuesto que estas mujeres no se fijaron en mí, ni cuando se sentaron ni
cuando pasé junto a ellas.
Subimos a bordo por la noche. Al día siguiente me encontré con las
mujeres aludidas. Eran hermana e hija, respectivamente, del presidente
de la República de Panamá.
Era yo el único venezolano que viajaba en este barco. Venían muchos
españoles, portugueses e italianos, pero en segunda clase. Yo bajaba con
frecuencia para hablar con esta gente.
Un día una dama me preguntó por qué visitaba a esa plebe...
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—Es porque en este barco las damas de primera viajan en segunda –le
respondí con una sonriente grosería.
Eso fue en 1949. Hoy, lo garantizo, habría dado otra respuesta, menos
ofensiva. Los hombres –ya se ha dicho– como el vino, con los años mejo-
ran su condición.
De todos modos me vi enredado con damas que no eran propiamente
de la clase obrera. Pero durante aquellos 15 días no había escapatoria. Y,
al parecer, la infidelidad de ciertas féminas se exacerba cuando se viaja
por mar...
También viajaba una dama, no madura pero sí “pintona”, que le fue
infiel al marido hasta la misma entrada al puerto de La Guaira, donde
sudoroso la esperaba.
En cuanto a mis conocidas panameñas, se mantenían a distancia. Yo
jugaba mucho un deporte a pleno sol, en el cual me hice muy ganador.
Cuando había que jugar en parejas, la hija del presidente decía:
—...bueno, yo voy con Venezuela.
¡Pendeja la muchacha! Para el deporte escogía como compañero al
mejor jugador. En cambio, para la vida social nocturna se le veía siempre
con el segundo de a bordo.
Por cierto que, cuando ya nos acercábamos a la costa venezolana, reci-
bieron la noticia, no sé si buena o mala para ellas, de que su encopetado
pariente había muerto. Hubo misa a bordo y se pusieron furiosas porque
yo no asistí. Les dije que yo era ateo y que no me expondría a que el cura
me expulsara de su iglesia.
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Tenía dos planes para bajar del barco, pero no fueron necesarios.
Los comunistas de La Guaira hicieron un buen trabajo, ayudados por un
joven hijo de un camarada obrero petrolero que trabajaba en extranjería.
Al llegar era de noche y en seguida subimos a Caracas. Al día siguien-
te, cuando mis camaradas fueron a recoger mi equipaje, fueron arresta-
dos. Les exigían información acerca de mi paradero.
—En el Hotel Marsella –contestaron según lo acordado.
Requisaron el hotel, pero no encontraron nada, aunque mi nombre
aparecía en la lista de reservaciones. El jefe de la Policía Política, un
tal Parilli, se apropió de mi equipaje. Además, fueron despedidos die-
cisiete funcionarios policiales por supuesta negligencia al permitir mi
desembarco.
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CAPÍTULO VI
PRESO DEL IMPERIALISMO
Y LAS TRANSNACIONALES PETROLERAS
Comienzo de una larga prisión
Mi llegada a los calabozos de la Seguridad Nacional fue motivo de una
fiesta. Fui “presentado” a no menos de un centenar de agentes, todos muy
felices. Me pasaron a la oficina de “El Bachiller” Castro, quien estuvo pro-
vocándome con groseras insinuaciones de cuantiosas sumas de dinero,
tal como, según él decía, se hacía en Estados Unidos y en muchos otros
países, incluida Venezuela.
Mencionó a conocidos dirigentes obreros no comunistas. Sin duda,
se trataba de una bien preparada sesión de cohecho que estaba siendo
grabada.
Repentinamente me desaté en ataques contra el gobierno militar por
los atropellos que estaban cometiendo contra los obreros petroleros y
contra los familiares de estos.
Estando en los “interrogatorios”, “El Bachiller” recibió varias visitas
de quienes ya habían sido informados de mi captura y se desbordaban en
elogios por el “trofeo”.
A Fernando Key Sánchez no lo interrogaron. Estando en la antesala de
los calabozos, fueron sacados numerosos presos políticos para ser trasla-
dados a Maracay. Entre estos iba el doctor Renato Olavarría Celis, quien
nos saludó con una alta moral.
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Yo no supe cómo se salvó el camarada que debería llegar a buscarme a
las seis de la tarde. Supongo que lo salvaría la presencia de los vehículos
de la policía estacionados por allí.
Las personas que me vieron ese día fueron “El Chino”, un joven cama-
rada que fue por la tarde a llevarme unas informaciones escritas, y un
empleado del Aseo Urbano. Puede ser que este último, aun sin saber de
quien se trataba, haya dicho que allí estaba un elemento sospechoso. En
momentos de luchas sociales importantes los policías siempre botan la
basura con gran puntualidad en ciertas y determinadas viviendas.
Y en aquellos momentos el gobierno militar estaba “con el culo en las
dos manos”.
Cárcel Modelo
Aquella noche fuimos pasados a la Cárcel Modelo. Nos metieron en un
calabozo de enfermería rigurosamente incomunicados, pero nos dieron
camas para dormir. Estábamos silenciosos. Key, malicioso y con mayor
experiencia, escuchó mis relatos de la entrevista con “El Bachiller” y rió
de buena gana.
Por la mañana se acercó por allí una mujer de las llamadas presas
comunes. No se por qué cometí el error de preguntarle por qué la tenían
allí. Me contestó en forma aleccionadora: “Por un accidente”. Key volvió
a reír. Se daba cuenta de que aquella mujer le había enviado uno a San
Pedro.
Vino a romper la incomunicación, fugazmente, un mensajero de parte
del doctor Lander, abogado de la Creole, preso por allí cerca, quien me
ofrecía sus recursos y me enviaba un ejemplar de una revistica muy anti-
comunista, por cierto.
Por su parte, la gente del Partido supo en seguida dónde estábamos,
porque nos hizo llegar ropa y otras cosas. Preguntaban:
—¿Qué más necesitan?
—Nada, por ahora nada más –contestamos.
El día que caímos presos, el 6 de mayo, cuando estábamos en la Segu-
ranal, hablaba el ministro del Trabajo, Rojas Contreras, para anunciar la
clausura de los sindicatos de trabajadores petroleros.
Nuestra situación se tornaba oscura. El gobierno pasaba a la ofensiva
con una represión sangrienta y despiadada y un vendaval de infamias por
la prensa y la radio.
A las familias obreras se les incautaban los alimentos –hasta los más
esenciales– y se las dejaba prisioneras en sus habitaciones. Muchos loca-
les escolares fueron habilitados como retenes, donde se hacinaban milla-
res de obreros.
Todos los medios de publicidad transpiraban un odio espantoso a los
huelguistas y un servilismo cínico y estúpido a los patronos imperialistas.
Logré que un “ordenanza” me pasara un diario del día 8 de mayo por
el astronómico precio de diez bolívares. Aparecía bien destacada la noti-
cia de mi captura.
Finalmente, la huelga fracasó al no lograr su extensión en todo el país.
Los obreros petroleros y muchos otros gremios lucharon heroicamente
en el Zulia, pero el resto del país respondió muy débilmente. Esto le per-
mitió al enemigo, el imperialismo y sus lacayos de la dictadura militar,
concentrar todo su poderío contra las zonas petroleras.
Y nos derrotaron después de una intensa lucha, en la cual la clase
obrera mostró sus virtudes y recursos como clase de vanguardia en la
lucha por la liberación nacional y las libertades democráticas. A pesar de
la derrota, fue una jornada de unidad y combatividad obrera y popular.
Estos dos ingredientes serían indispensables en el futuro para combatir
exitosamente a la Junta Militar.
También ellos aprendieron la lección. Se daban cuenta de que la resis-
tencia sería fuerte y que tendrían que reprimir más para mantenerse en
el poder. La historia nos enseñaría que sacaron sus conclusiones mucho
mejor que nosotros las nuestras.
Las enseñanzas las asimilaron desde bien temprano, lo cual produjo
un reflujo del movimiento revolucionario. Nuestras estructuras queda-
ron desmanteladas. De los partidos políticos solo quedaron activos URD,
Copei y el PRP. Este último tenía alguna presencia sindical. Se había
desprendido del PCV acusándolo de reformista, pero no tuvo problemas
para convivir con la dictadura, al menos durante los primeros años.
Antes del desenlace de la huelga, el día 11 de mayo a las cinco de la
mañana, nos llamaron: “Con sus corotos...”.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
El Obispo
Me aislaron en un calabozo húmedo y sucio; oscuro como tinieblas.
Incluso un minúsculo agujero que le habían fabricado a la puerta de
madera le fue taponado con una tabla adicional. No permitieron pasar
colchoneta ni cobija. Allí empezó mi dolencia ósea, durmiendo en aquel
suelo frío, mojado y sucio.
Para realizar mis necesidades fisiológicas me sacaban a un lugar don-
de había una pequeña colina de estiércol.
El “rancho” de El Obispo era algo abominable, tanto por su calidad
como por la falta de higiene. Como tenía algunos bolívares, compraba
leche (2,50 Bs. la botella) y pan salado, con lo cual evitaba comer el funes-
to “rancho”.
En la parte de abajo se encontraba un grupo de presos políticos, diri-
gentes de AD, quienes no estaban incomunicados. Entre otros recuerdo
a Domingo Alberto Rangel, Luis Augusto Dubuc, Wenceslao Mantilla,
Candelario Salazar y Edmundo Yibirín. En otro calabozo, junto con los
hampones, tenían a Carlos Behrens, Adán Pérez Quiroz y José F. Semidey,
a quienes conocería después.
Yibirín tenía real y creo que el policía de guardia recibía algunas pro-
pinas. Un día arregló las cosas para salir del WC, cuando yo iba a entrar.
Me dejó un papel escrito con alguna información de los diarios. Luego
me dejó un libro y me ofreció dinero y, en general, se me puso a la orden.
Lo extraño del caso es que yo ni siquiera había oído mentar nunca a este
farmaceuta, hijo de “turcos”, pero venezolano oriental por nacimiento y
procedimientos. Luego me dejó otro papel, donde me daba instrucciones
para que pidiera salir al WC cuando oyera determinados golpes.
No sé cómo, pero la gente del Partido supo lo de mi traslado inmedia-
tamente, porque me enviaron pijamas y camilla, aunque esta se quedó
afuera.
Una noche abrió la puerta un policía de turno y me entregó una carta
y un dinero.
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Vida de presos
Para nosotros fue habilitada una Letra (Bloque) “P”. Deliberadamente
me fui quedando de último en entrar. Me aprovechaba de aquel sol tan
agradable. El proceso de inscripción era maravillosamente lento. Pérez
Quiroz también se quedó en la punta de la cola y allí mismo buscó mi
amistad. Él venía de una zona infernal dentro de El Obispo. Entablamos
conversación y desde allí nos hicimos amigos. Quedamos en el mismo
calabozo junto con Dubuc y Yibirín.
El director del penal, Mejías, un trujillano protegido de Dubuc duran-
te el reinado de Gallegos y el gobierno de Betancourt, no se acercó por
allí. Varios días después vino y ordenó que se nos permitiera salir al ras-
trillo de la “P”. Podríamos jugar dominó y hablar con otros presos.
Mis tres compañeros de calabozo eran excelentes personas. Nos llevá-
bamos bien. Los primeros días abundaban los chistes. Sobraba material
para conversar. Además, dormíamos sobre colchonetas y en las “parri-
llas” del penal. Para mí, el cambio era “como de la tierra al cielo...”, para
decirlo con palabras sacerdotales.
Ya en el rastrillo pude conocer a los otros presos: Trujillo, Lazo,
Villarroel, Murga, “Manuelito”... un negrazo barloventeño y un campe-
sino de Macuchachí, Paco Ortega, Romeo Córdova, Juan Rojas y otros.
Creo que éramos 36 en total. Luego fueron llegando más y más. Para
diciembre de 1950 éramos más de 700, pero para enero de 1951, solo que-
dábamos unos veinte.
¡Qué mantequilla! ¡Cómo salían presos!
En octubre de 1950, un agente de la policía política, Seguranal, visitó
a Lazo, exoficial del mismo cuerpo pero con Betancourt y Gallegos.
—Sabemos que se prepara un atentado criminal contra miembros de
la Junta Militar por parte de ustedes. En ese caso, el grupo de la “F”
pagará con su cabeza... –dijo.
Por el momento, nadie puso mucha atención en la sombría amenaza,
salvo “Lacito”, quien desarrolló la tesis del fusilamiento hasta el extremo
de pescar un tremendo dolor de cabeza, el cual pretendía calmar con agua
de colonia en forma de compresas sostenidas por un ridículo turbante.
En julio llegaron a la PGV Octavio Lepage, Rondón Lovera, Orlando
Gómez Peñalver y otros. Lepage era especialista en chistes pornográfi-
cos. Gómez Peñalver alimentaba su arsenal de cuentos en cosas de la
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periódico fue clausurado, pero no por las autoridades del penal, sino por
la directiva del partido AD en la prisión.
Se hacían chistes acerca de las dificultades de la izquierda adeca:
—Cuando no es el gobierno es la revolución... quien les clausura los
periódicos.
Yo tenía buenas relaciones amistosas con casi todos los presos, pero
en particular con aquellos que formaban la izquierda de AD. Además de
los mencionados, mantenía buenas relaciones con Antonio Ávila Barrios
–después dirigente del MIR en Guayana y fallecido en Cuba, en un cor-
te de caña, cumpliendo con sus deberes de internacionalista–, Trujillo,
etcétera.
Entre los adecos de izquierda era muy popular el Movimiento 26
de Julio y su principal dirigente, Fidel Castro. También Juan Domingo
Perón era una especie de jefe espiritual de Parrita y otros jóvenes adecos.
Por cierto, que las numerosas peleas entre adecos contrastaban con su
opinión en relación con Morales Bello. En seguida se ponían de acuerdo
para condenar la cobardía de este sujeto, que prefirió huir en lugar de
ayudar a Ruiz Pineda al momento de su asesinato.
Durante el castigo que nos impuso Maldonado, Piñerúa y yo queda-
mos en un mismo calabozo. El 24 de junio de 1953, con motivo de las
fiestas de San Juan, había mucha gente en el penal. Desde muchos cala-
bozos gritaban:
—Camarada –yo era el “camarada”– lo busca el obispo...
Yo sonreía tirado sobre la parrilla.
—La cosa como que es verdad, camarada. Asómese por aquí –me dijo
Piñerúa.
—¡Ahí es! –gritaban desde calabozos vecinos.
Por fin me levanté. En efecto, frente a mi calabozo estaba un obispo,
con la sotana enredada en las breñas del “jardín”.
—¿Qué será lo que quiere este cura? –me pregunté.
El ensotanado me identificó y luego me dio razones de mi gente de
Borojó. Era un tío de la esposa de un sobrino mío. Y esta le había dicho
que no regresara por su casa, si no le traía alguna información sobre mi
situación. Hablamos un poco a gritos y nos despedimos.
Cuando se reunió la Conferencia de la OEA en Caracas, en 1954,
podíamos leer periódicos.
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
Algunas mejoras
Un buen día –no recuerdo cuándo fue– le llegó relevo al doctor
Maldonado. Vino el doctor José Nicomedes Rivas, quien se portó bien
con nosotros. El nuevo alcalde, quien había sido empleado petrolero en
Lagunillas, afiliado al sindicato que yo dirigía, se me puso a la orden.
Logré que me dejara pasar las Obras escogidas, de Lenin, así como otros
libros marxistas. Esto me permitió estudiar lo que yo quería.
En una ocasión, por las navidades de 1955, se acercó a mi calabozo
mi antiguo “compañero”, el alcalde, y muy discretamente me entregó tre-
mendo frasco de coñac de fina calidad, el cual, como todo, compartí con
mis compañeros. A pesar de las atenciones, fue un gesto inesperado.
Por aquellos años se produjeron sucesos importantes en el mundo.
Y, como era de esperarse, las discusiones no se hacían esperar entre polí-
ticos con concepciones políticas tan diferentes.
En mí siempre prevaleció la más firme convicción en la victoria de
las luchas de los revolucionarios en el mundo. Hasta en las más adversas
circunstancias, la fe en el triunfo era inquebrantable.
Eran numerosos los temas que atrajeron nuestra atención y genera-
ron, a veces, agrias polémicas.
Ejemplo de ello fue el altercado que sostuve con José Pérez Lías, enco-
nado enemigo de los patriotas vietnamitas, quienes habían humillado al
ejército colonial francés.
Otro tema de discusiones era el resultado de la guerra en Corea.
A pesar de que teníamos muy pocas noticias, incomunicados como está-
bamos por aquellos tiempos, se producían largos y, en parte, polémicos
debates.
La muerte del camarada Stalin fue un duro golpe para mí. Me puse
sombrío, triste. Luego leí un reportaje de Miguel Otero Silva, el cual ter-
minó por conmoverme.
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DC3. Subimos todavía sin saber para dónde nos llevaban, aunque lo
suponíamos.
Al llegar al aeropuerto de Ciudad Bolívar, en la punta de la pista nos
esperaba una flotilla de camionetas de la SN comandada por el “Mocho”
Delgado, un antiguo adeco. A toda velocidad nos condujeron a la prisión
de la SN para políticos. A nuestra llegada hubo una requisa que terminó
con todos nuestros libros.
—Prepárese, porque esto no es San Juan –me susurró un civil durante
la requisa.
Pocos minutos después de llegar, se acercó a nuestra reja un adeco
para decir algunas cosas, fugazmente. Luego desapareció. Las noticias
que traía eran malas. Aquí reinaba el terror.
Con la nochecita llegó Juan Manuel Payares, acompañado de un
numeroso grupo de sus esbirros. Era el director del penal, hombre de
confianza del jefe supremo de la SN.
Estaba borracho.
—¿Usted quién es? –me preguntó.
—Soy Faría –le contesté.
—¡Buen lomo para una planazón...! –soltó antes de seguir.
Se tropezó con Salom Meza y al parecer lo confundió con Cordido
Salom, porque lo culpaba de lo que este había hecho en 1946. Provocó de
palabra a Salom. Este no se le achicó, aunque no podía responderle como
se lo merecía, porque allí mismo lo habrían molido a plan de machete.
Quedamos pensativos por un momento. Luego empezamos a preparar-
nos para el oscuro porvenir.
Poco después vinieron por mí.
—¡Vamos! –se me dijo.
Pero, antes de partir me preguntaron:
—¿Ud. es el comunista?
—Sí, soy comunista –respondí.
—¡Pues sepa que aquí se joden los comunistas! ¡Siga!
Mis compañeros quedaron preocupados. Llegué al pabellón tres, don-
de tenían a los comunistas. Había algunos que habían ingresado al PCV
en la prisión, a quienes no conocía. Había guasineros y otros. Estaban
bien organizados, como ocurre siempre en las prisiones con los comunis-
tas. En pocos minutos me pusieron al tanto de cómo eran allí las cosas.
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Como yo venía de leer la prensa, les conté muchas cosas que allá se
ignoraban. Luego me impusieron unas charlas sobre mis impresiones del
viaje por la Unión Soviética. Ingresé en la Dirección del PCV en la pri-
sión, tomé turno en la cocina, así como en el aseo del pabellón. Me ins-
cribí en los cursos que se dictaban y empecé una nueva vida en la prisión,
entre camaradas.
Lo primero que tuve que combatir fue un “comunismo de guerra” que
se había implantado. Podía haber café y cigarrillos suficientes, pero siem-
pre se mantenía un racionamiento que irritaba a los camaradas. Eso lo
echamos por tierra, así como algunas otras disciplinas extremadamente
severas.
A los otros presos se les tenía prohibido saludar a los comunistas. De
todos modos, no pocos adecos de izquierda nos saludaban desde lejos.
Entre los dirigentes adecos betancouristas y las autoridades del penal sí
había acuerdo en cuanto a persecución y delación contra comunistas e
izquierdistas. Esto resultaba verdaderamente vergonzoso. Especialmente
en esos momentos se ponía en evidencia la calaña de los betancouristas.
A nuestro pabellón eran enviados aquellos presos que enloquecían.
Este era un castigo adicional, porque tales enfermos no nos dejaban
dormir.
También nos metían siempre uno o dos soplones, presos desmoraliza-
dos, ganados por el enemigo no con halagos, sino con el terror, envene-
nados contra los comunistas por una larga prédica dentro de AD. Seres
realmente despreciables. Sabiéndose descubiertos, vivían temblando de
miedo. Se arrastraban ante los esbirros para que los llevaran a otra parte,
puesto que entre nosotros no tenían posibilidades de ser útiles dentro de
la prisión y, a veces, recibían una golpiza.
El camarada Eduardo Gallegos Mancera era llamado por los adecos
“nuestro salvador...”. Era el médico y el que proveía de medicinas a los
enfermos, de día o de noche. Este camarada recibía una enorme masa
de muestras médicas, las cuales administraba por pabellones. Tenía una
numerosa clientela y esto le permitía visitar a todos los presos, aunque
muy vigilado.
El pabellón número cuatro estaba ocupado con los militares y algunos
civiles bajo proceso militar. Aquí destacaba Martín Márquez Añez, quien
mantenía buenas relaciones con los otros presos, incluidos los comunistas.
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Enero de 1958
El 1.º de enero de 1958 los presos de los pabellones uno, dos, tres y
cuatro lograron que los reunieran durante el día para oír misa... Luego que
estuvieron reunidos, y con la presencia del obispo Bernal, reclamaron que
se tenía que abrir, por ese día al menos, el antro donde nos encontrábamos.
Hubo un prolongado forcejeo y, por fin, abrieron El Tanque. Fue un día
muy feliz para nosotros. ¡Poder hablar con tantos amigos!
Por la tarde me encontraba hablando con un grupo de jóvenes, entre
estos un economista adeco de nombre Pareles, cuando pasó junto a nosotros
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CAPÍTULO VII
23 DE ENERO, AUGE DE MASAS Y LA LUCHA ARMADA
Antecedentes del 23 de enero
La lucha de los trabajadores venezolanos contra la tiranía de Pérez
Jiménez –galardonado con la más alta condecoración de Estados Unidos
de Norteamérica– fue una etapa de tremendas dificultades, que se exten-
dió por casi diez años. Fueron años de una interminable y sangrienta
represión policial. Durante este tiempo, los partidos políticos democráti-
cos y revolucionarios fueron ferozmente acosados por un cuerpo policial
sanguinario, al servicio incondicional del imperialismo norteamericano.
Numerosos dirigentes políticos fueron asesinados y millares pasaron
largos años incomunicados en las prisiones y campos de concentración.
Durante estos años de luchas contra la tiranía militar de Pérez Jiménez
tuvieron lugar muchos grandes y pequeños combates por la libertad.
Cada uno de ellos, por sí solo, merece una historia aparte y constitu-
ye una clara muestra de la inagotable vitalidad del pueblo venezolano,
así como del coraje de los dirigentes comunistas y la justeza de su línea
política.
No se puede decir que hubiésemos sido “veteranos” muy experimenta-
dos en el trabajo clandestino, pero conocíamos al enemigo y nos cuidába-
mos de caer en sus garras. Una de nuestras ventajas residía en que no nos
creíamos “maestros” ni superdotados. Tampoco menospreciábamos al
enemigo. Atendíamos los consejos de quienes habían actuado en la más
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Ese 23 de enero obtuvimos una gran victoria popular sobre los peores
agentes del imperialismo. Por desgracia –y en parte debido a errores pro-
pios– dejamos escapar aquellas conquistas. Subestimamos lo que había-
mos conseguido, malbaratamos un precioso tesoro: la unidad obrera y
popular, la plena libertad. Se fabricaron chistes de mediocre factura con-
tra la política de Larrazábal. Y tomamos los caminos del hundimiento.
Como veremos más adelante, esta derrota ha sido totalmente des-
virtuada por quienes años después criticaron al PCV porque no había
emprendido, sobre la marcha, la lucha armada por el poder para la clase
obrera, tentativa que se emprendió después con los resultados conoci-
dos. Aquellos “guapetones” del ¡Cambio ya!, de la guerra al “gobiernito”,
Pompeyo Márquez, Petkoff, Eduardo Machado y compañía, nunca asi-
milaron las lecciones inmediatas al 23 de enero ni los errores de la lucha
armada. ¡Ah!, eso sí, a la postre resultaron bien ubicados en el campo
enemigo.
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jornadas políticas. Pero, como suele acontecer, casi siempre que se nos
escapaba la victoria los responsables venían a ser “los comunistas”.
Esto nos ocurrió muchas veces con aliados circunstanciales. Al pare-
cer ha sido así también en otros países.
En el año 1959, de cada diez elecciones que se realizaban en el movi-
miento obrero, la oposición unida ganaba ocho. Estas derrotas en todos
los frentes las pretendía anular el gobierno de Betancourt-Copei con una
política de sangre y fuego contra el pueblo.
Las prisiones se fueron llenando de presos políticos y las torturas
contra estos se convirtieron en un sistema, que contaba con la califica-
da asesoría de “consejeros” yanquis. El pueblo empezó a poner en vigor
su propia autodefensa frente al terror desencadenado por el gobierno de
Betancourt-Copei. Así fue como empezó la lucha armada, cuyas conse-
cuencias más resaltantes analizaremos más adelante.
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La lucha armada
El período comprendido entre 1962 y 1966 se conoce en la vida del
Partido como el de la lucha armada. En estos atribulados años los comu-
nistas, conjuntamente con otros revolucionarios, tomaron las armas
para derrocar a un régimen entreguista y de represión.
En ese período el Partido contribuyó significativamente a la forma-
ción del Frente de Liberación Nacional (FLN) y de las Fuerzas Armadas
de Liberación Nacional (FALN). En el primero participaba un amplio
espectro de personalidades y organizaciones que respaldaban un progra-
ma democrático y de liberación nacional; en tanto que el segundo fue la
estructura armada unitaria donde participábamos fundamentalmente el
PCV, el MIR y militares rebelados contra los gobiernos de Betancourt y
Leoni.
A partir de este momento se crearon frentes armados en zonas rurales
y destacamentos guerrilleros en las ciudades. A pesar de las deficiencias,
la lucha armada se había extendido. Se peleaba en muchos lugares.
Sin embargo, desde el inicio se violentaron condiciones y normas
mínimas en lo político, así como en lo relacionado con la logística y segu-
ridad. Esto sentó las bases para el pronto descalabro del movimiento
armado.
En este contexto ocurren dos sucesos de gran relevancia política para
nuestro partido y el país. El primero de ellos tiene lugar el 30 de septiem-
bre de 1963, cuando se produjo el golpe contra el Poder Legislativo, don-
de la izquierda y una parte considerable de URD habíamos logrado una
mayoría. Los senadores y diputados del PCV y el MIR fuimos procesados
militarmente, a pesar de que aquello era una verdadera monstruosidad
jurídica, un atropello mondo y lirondo.
En un clima de creciente represión el PCV había adoptado medidas
tendentes a preservar la seguridad de sus principales dirigentes. Por ello,
la dirección del Partido acordó, con la excepción de Gustavo y mía, pasar
a la clandestinidad. Eso explica por qué fuimos los primeros en caer pri-
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sioneros. Otros fueron apresados en esos días por quebrantar las normas
establecidas para las nuevas formas de lucha.
El segundo fue en el contexto de las elecciones de 1963, donde el MIR
y una parte del PCV se pronunciaron por la “abstención militante”. Esto
representaba un tremendo error, ya que todos los enemigos del Gobierno
dejarían de votar, en lugar de hacerlo por Larrazábal o Burelli, los can-
didatos de oposición que tenían mayores posibilidades de victoria sobre
Leoni, candidato de AD, o Caldera, candidato de Copei, también en el
Gobierno.
Pero el llamado a la abstención no solo fue un error desde el punto de
vista de su concepción, sino de su resultado. Muy pocos siguieron el lla-
mado. Por carecer de cualquier sentido político, me opuse a esta política.
Poco antes de ser secuestrado redacté un esquema de la intervención que
haría en la próxima reunión del BP. Eran tres cuartillas en donde defen-
día la ventaja de ir a las elecciones, sin que por ello se perjudicaran otras
formas de lucha, concretamente lo decía: la lucha armada. Pero así eran
nuestros guerreros, “todo para el frente”.
La abstención electoral de 1963 fue la culminación de toda una políti-
ca equivocada en este frente, torpemente conducido por el BP. Nos creía-
mos muy hábiles y nos enredamos en una madeja de errores.
Lo del 30 de agosto en El Silencio ponía de manifiesto lo patético de
aquella conducta. Nos costó Dios y su ayuda para que URD realizara
un mitin en El Silencio. Gastamos dinero y energías para que la gente
asistiera. Y luego, junto con el Movimiento de Izquierda Revoluciona-
ria (MIR), lo saboteamos. Nos pusimos de parte de Víctor Ochoa, contra
Vidalina Bártoli, José Vicente Rangel, Ignacio Luis Arcaya y otros ami-
gos. Se resolvió romper con un importante aliado, URD, porque se daba
por descontado que las FALN impedirían las elecciones.
Como resultado de esa política, a partir de 1963 el PCV perdió sus
aliados en la legalidad, con el agravante de que los miristas, los más cer-
canos a nosotros –incluso, por haber sido declarados al margen de la
ley–, se convirtieron en nuestros enemigos y se prestaron para hacer eco
a las peores infamias contra el PCV, dentro y fuera de Venezuela.
El MIR inició en el transcurso de la lucha armada una intensa labor de
intrigas que desembocarían más adelante en una abierta confrontación.
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Por aquellos tiempos los principales dirigentes del PCV y del MIR
estaban en las prisiones, en la clandestinidad o en las guerrillas. Contra
estos partidos se tejían las peores leyendas y las mentiras más burdas.
Había orden de capturar a los dirigentes clandestinos vivos o muertos. Y
muchos de aquellos que cayeron, fueron asesinados.
En esta lucha el movimiento revolucionario derrochaba coraje y
heroísmo, pero peleábamos en abrumadora desventaja. Además, nos fal-
taba cohesión a nivel nacional, experiencia en una actividad tan peligro-
sa como la lucha armada contra un enemigo mejor preparado, superior
en armamento y en número.
Había resultado fatal la conseja, según la cual el enemigo no pelea,
“no sube a las montañas”. Esta presunción no solo era errónea sino estú-
pida, pues la historia muestra que el venezolano es un soldado nato y si
está bien armado, bien alimentado y preparado sicológicamente es capaz
de alcanzar los objetivos trazados.
En aquel escenario, el gobierno de Leoni se valía de cualquier pretexto
para arreciar la represión. En una ocasión estalló una bomba en manos
de la esposa de un diputado de AD.
En seguida se produjo una declaración de los presidentes de la
República y del Congreso Nacional, Leoni y Prieto, según la cual aquel
crimen había sido perpetrado por los comunistas. Se preparaban para
una nueva arremetida. Pero poco después se comprobó que el autor del
crimen había sido el esposo de la víctima.
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Así lo indica Lenin y nosotros decimos que así es. Nuestra táctica nos
debería permitir explotar en profundidad la inestabilidad, los bandazos
y las pugnas internas de nuestros enemigos, identificar las contradiccio-
nes fundamentales, propiciar alianzas que nos acerquen a nuestros obje-
tivos estratégicos...
Estos son principios elementales, con los cuales, en teoría, nadie
estaba en desacuerdo. No obstante, en la práctica las cosas se hicieron
de otra manera. Cuando se trataba de adoptar cambios ubicados fuera
del contexto de las realidades, como fue la decisión de declarar la vía
armada como forma de lucha de nuestro partido, se actuaba en forma
apresurada. Pero cuando las realidades exigían flexibilidad para intro-
ducir cambios que permitieran salir del estancamiento e, incluso, de los
retrocesos, esta brillaba por su ausencia, nos comportábamos como dog-
máticos incorregibles.
Si ni siquiera los minerales permanecen estáticos. ¿Por qué teníamos
que imponerles a los comunistas una actitud inflexible?
Por otra parte, se cometían errores prácticos y luego se defendían
con bellas palabras. Los hechos no se correspondían con las palabras y,
mucho menos, con los postulados de los grandes maestros de la revolu-
ción proletaria que, por cierto, eran citados al pie de la letra.
Los hechos son tercos, elocuentes. Y los comunistas estábamos obli-
gados a tomar en cuenta los hechos, no solamente la teoría.
Para colmo de calamidades, nos emperrábamos en trasladar mecá-
nicamente a nuestro medio las experiencias victoriosas de otros países,
pero sin haber tenido que vencer las grandes y pequeñas dificultades que
en su turno vencieron nuestros camaradas. El condenable empeño de
trasplantar experiencias, ¡cuánto daño nos causó! ¡Cuántas ilusiones se
alimentaron de tan torpe empeño!
A raíz de estos errores tácticos, graves distorsiones en la percepción
política, el PCV no era el partido lúcido, con sangre fría, seguro de sí
mismo, cauteloso y audaz al mismo tiempo, flexible, capaz de capitalizar
el casi universal descontento que reinaba en el ánimo popular.
A pesar del heroísmo de muchos comunistas, estábamos incapacita-
dos para influir entre los trabajadores. Las masas, sin las cuales nadie
puede hablar seriamente de hacer la revolución, estaban alejadas del
Partido.
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a nuestros hermanos de otros países. Pero eso fue lo que aprobó el Pleno
al proclamar la “guerra prolongada”, que en la práctica se tradujo en una
guerra civil –vamos a ser generosos con los “comandantes”– en una esca-
la mínima, muy estacionaria. Fuera de una parte del PCV y otra del MIR,
la gran masa de la población no tomaba parte en lo que llamaban, de
manera impropia, guerra de liberación del pueblo venezolano. Esta gue-
rra estaba en la mente de sus estrategas, pero nunca cuajó en la práctica.
Para justificar las guerrillas rojas, algunos camaradas se agarraban
del camarada Mao. Decían que haríamos las cosas tal como las hicieron
en China. Este fue otro deseo tomado por la realidad. Hacer la guerra
como la hizo Mao y los suyos es una obra maestra de realismo táctico. Por
eso es que figura como una obra cumbre y como ejemplo en la historia de
las guerras campesinas dirigidas por un partido comunista.
Comparados con los chinos, lo nuestro era una chapucería. Era mucho
lo que teníamos que aprender todavía de la profunda genialidad mostra-
da al universo entero por los conductores del pueblo chino; en sus luchas
por la victoria del socialismo Mao no forjó guerrillas rojas. Tampoco los
cubanos ni los argelinos. Lo nuestro era un ejemplo de signo contrario.
Hacíamos las cosas como no se debían hacer.
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política que tiene hoy. Ninguno de los aparentes aliados legales com-
prometerá su situación con un partido enguerrillado. Lo más que
lograremos con estos amigos serán acciones coincidentes, acuerdos
tácitos en los frentes juvenil, obrero y, posiblemente, electoral. Por
ahora, algunos piden la libertad de los presos que no estén enjuicia-
dos. ¡Cuidado con una hernia!
c) El PCV mostró una vez más su coraje. Tomó las armas. Se atrevió a
luchar. Muy bien. Pero, ¿a quiénes trajimos con nosotros? Ni siquiera
a todo el Partido. No califico nada. Constato un hecho innegable. ¿Sos-
tiene el PCV que solos podemos tumbar al Gobierno? Si no sostiene
tal cosa, ¿debemos seguir solos? Yo digo que una fuerza formada por
comunistas y otros pocos ultraizquierdistas, aunque fuera grande, no
tumba a este Gobierno. Puede crearle problemas, inclusive algunos
graves, pero no tumba a este Gobierno.
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muchas veces caían en manos del enemigo y morían por las delaciones
de los confidentes.
En relación al FLN, ya para el año 1964 se había convertido en una cosa
bastante diferente a lo que era, o pretendía ser en 1962, cuando se incluía
a los movimientos que dirigían Jorge Dáger, José Vicente Rangel, Ramos
Calles, Quintero Luzardo, así como personalidades y grupos menores,
civiles y militares. Para ese momento, aparte del PCV solo quedaban el
MIR y un grupito de Najul.
Y estos dos practicaban una campaña abierta contra el PCV que no
tenía nada frentista. Como resultado de esa campaña, se enfilaba sobre el
PCV la responsabilidad por el estancamiento de la guerrilla.
En una ocasión el doctor José Gregori habló conmigo y mostró un
gran enojo. Estaba casi indignado con los “comandantes” del PCV. Yo me
di cuenta de ello cuando le oí una palabra elogiosa para mi persona.
Así sería de grande la arrechera de ese jefe guerrillero, cuando tenía
palabras elogiosas para mí. No sé qué se le prometió a este amigo. Al
parecer muchas cosas, y ninguna habría sido cumplida, y la culpa la des-
cargaban sobre el PCV. Acompañados con gente que se muestra amarga-
da por la frustración, en el FLN estábamos peor que solos.
Desde Caracas hasta Corea difundíamos una información sobre la
fortaleza de la FALN y el FLN demasiado cargada de exageraciones. Has-
ta un camarada tan adulto como Eduardo Machado se dejó ganar por
esta tendencia. La vida mostró que nuestros cálculos no correspondían
a la verdad. Otra cosa grave era que el aparato se diseñaba de acuerdo a
esas expectativas fantasiosas, sobredimensionado desde todo punto de
vista.
Esas famosas embajadas y esos embajadores de las FALN no repre-
sentaban un movimiento tan fuerte como se pretendía. En Cuba tenía-
mos inclusive “coembajadores”.
En diciembre de 1965 discutíamos en el Cuartel San Carlos los proble-
mas del PCV Gustavo y Eduardo Machado, Pompeyo Márquez, Guillermo
García P., Teodoro Petkoff y varios más. Para mí era evidente que Douglas
Bravo y su grupo –los “consentidos”, como gustaba llamar Pompeyo a
sus guerrilleros– desarrollaban un trabajo fraccional. Así lo denuncié
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El repliegue definitivo
El Comité Central de Emergencia, bajo la Secretaría General del
camarada Alonso Ojeda, estaba sentenciado a muerte por los aparatos
represivos, atravesaba por numerosos obstáculos y sufría tremendas pri-
vaciones, pero actuaba y tenía éxitos. El primero de estos era escapar de
la feroz persecución.
El hecho mismo de reunirse en aquellas condiciones tan difíciles de
cerco policial, persecución, de desertores e infidentes, era ya un notable
éxito.
Así se llega al VIII Pleno del CCE (abril 1967), con un partido diez-
mado y una guerrilla replegada por la fuerza de los hechos que la hacían
inviable.
En este Pleno se plasmó el viraje de la táctica de la lucha guerrillera
a la lucha de masas, poniendo el acento principal en las zonas urbanas.
Se acordó restablecer los principios leninistas de organización y defi-
nir el carácter del proceso revolucionario como de liberación nacional. Se
liquidan los restos de fraccionalismo militarista y son condenados tanto
el izquierdismo como el militarismo.
El Partido pasa de la dispersión, el escepticismo y la ruptura de lazos
con las masas, al camino de la recuperación. En este sentido, se reivindi-
ca el papel de la clase obrera y del Partido. Se hace un llamado a las fuer-
zas revolucionarias para la conformación de un amplio frente de luchas
revolucionarias.
Sin embargo, el Pleno define el período de la lucha armada como
“el más rico en la historia del PCV”, lo cual es una afirmación más que
polémica.
Cuando para apuntalar la política del repliegue se justificó, una vez
más, el haber empuñado las armas, definiendo de esa manera tan espe-
cial esa etapa de nuestra vida, en algunos camaradas prendió la duda
sobre la justeza, oportunidad y exactitud del repliegue.
A juzgar por los resultados prácticos, para el movimiento revolucio-
nario venezolano en general, y para el PCV en particular, el balance de la
etapa “más rica de nuestra historia” no puede resultar muy satisfactorio.
Al someterlos a una rigurosa comparación con otras etapas de las activi-
dades de los comunistas, observamos que el Partido retrocedió en térmi-
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bien las cosas desde ahora mismo. No son indispensables las aplastantes
derrotas ahora para asegurar la victoria futura.
Por último diré palabras del gran Lenin que reflejan en buena medida
la esencia de los errores cometidos por nosotros durante esta etapa de la
vida del Partido: “Para un partido proletario no hay error más peligroso
que basar su táctica en deseos subjetivos, allí donde lo que hace falta es
organización”.
Retomando el rumbo
Uno de los grandes méritos del CCE fue realizar una serie de operacio-
nes que permitieron el rescate de numerosos presos, que fueron sacados
de las prisiones, enviados fuera del país y luego introducidos ilegalmente
a Venezuela. Entre las operaciones más espectaculares se encuentra, sin
duda, la construcción de un túnel desde una casa hasta un calabozo de
la fortaleza San Carlos, por donde fueron rescatados Pompeyo Márquez,
Guillermo García Ponce y Teodoro Petkoff, antiguos dirigentes del PCV.
Aquí tuvieron destacada participación directa, entre otros, el célebre
Simón “El Árabe” y Nelson López, acribillado posteriormente por los
esbirros de la Digepol.
Fue sensacional la fuga y más sensacional aún el hecho de que no
pudieran recapturarlos, a pesar del despliegue de más de cuatro mil poli-
cías. Este hecho viene a demostrar que el PCV, pese a las dificultades,
había logrado forjar una coraza para defender a sus dirigentes clandes-
tinos, la cual nunca fue rota, aunque sí muy golpeada por los cuerpos
policiales.
Finalmente, en agosto de 1968 nos reunimos en el Comité Central de
Emergencia quienes se mantuvieron todo el tiempo en la clandestinidad
y quienes veníamos de la cárcel y el destierro. Era la primera vez en cinco
años que nos encontrábamos reunidos, lo que pudiéramos llamar la pla-
na mayor del PCV.
Al pasar lista “faltaron” los camaradas Donato Carmona, Alberto
Lovera y Luis Emiro Arrieta, asesinados por la policía los dos primeros y
muerto en la prisión y secuestrado su cadáver el último.
A lo largo de toda la historia del PCV, los dirigentes del Partido electos
en los congresos que se encontraban en las prisiones eran ratificados en
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sus cargos por los plenos del Comité Central y al conquistar la libertad
pasaban automáticamente a ocupar sus cargos. Así ocurrió con Márquez
y García Ponce. Así ocurrió siempre con todos, salvo que alguno hubiera
cometido violaciones a la política o a la moral comunista.
Sin embargo, cuando salieron de la prisión Eduardo Machado, pri-
mero, y Gustavo Machado, después, dos libertades diferentes, la prime-
ra firmando “caución”, la última sin firma, estos camaradas no fueron
incorporados de inmediato a la dirección efectiva.
Pero cuando se produjo su definitiva reincorporación, terminaron de
salir del Buró Político los que habían subido cuando caímos los “viejos”.
Salieron cargados de rencor. Algunos perdieron importantes secretarías,
porque estas debían estar en manos de miembros del Buró Político. Por
cierto, Petkoff pretendió en vano, a punta de pistola, mantener la que
detentaba.
Se discutió mucho sobre el número de miembros que debía tener el
Buró Político, el cual pasó a ser de once. Pompeyo Márquez continuó la
lucha por un BP de diecisiete, hasta lograrlo. Pero de todos modos, no
eran personas dóciles como las que él quería.
En el Pleno de agosto de 1968 asomó el hocico el engendro antiso-
viético. Cinco miembros del CC rompieron con el internacionalismo
proletario.
Así se iniciaba una nueva etapa en la vida del Partido que, a la postre,
iba a generar importantes traumas en su unidad orgánica.
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CAPÍTULO VIII
DEFENSA DEL PCV
FRENTE A LA CORRIENTE PEQUEÑO-BURGUESA
El debate interno en el PCV
A partir del VIII Pleno del CCE (abril 1967) se comentó muchas veces,
dentro y fuera de los organismos del PCV, que el Partido no marchaba
bien porque no había discusión.
Dicho Pleno no había abierto oficialmente la discusión interna en el
Partido, pero esta tomó cuerpo y avanzó en forma desorganizada hacia
las bases del Partido. Luego de largos meses quedó evidenciado que las
cosas marchaban mal no por falta de discusión.
Se discutía dentro y fuera del Partido, pero el proceso de recuperación
orgánica, lejos de acelerar el paso, se estancaba. Entonces, en medio de la
discusión despuntaron con gran fuerza las divergencias soterradas, fue-
ron emergiendo grupos que se habían conformado en los años previos de
abandono de las normas de organización de nuestro partido.
No era, pues, la restricción de la discusión la causa de la división del
Partido, como afirmaban los grupos fraccionalistas encabezados por
Petkoff y Márquez, sino que estos estaban desarrollando una discusión
que conducía inexorablemente a la ruptura, en razón de que sus plan-
teamientos atropellaban groseramente principios elementales de nuestra
doctrina revolucionaria.
La situación no podía empeorar más. La adopción de correctivos se
hacía impostergable. La discusión tenía que marchar por los canales regu-
lares. Nuestra prensa no podía incurrir más en el error de permitir que
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del PCV, del programa leninista del Partido, en defensa del contenido
proletario de nuestro glorioso Partido. Siempre busqué la manera de for-
jar un partido comunista para y de los trabajadores, donde las personas
de otras clases sociales que entraran lo hicieran para ayudarnos, pero no
para imponernos una orientación antisoviética y divisionista en el movi-
miento internacional de los comunistas.
Defendí a los camaradas soviéticos no porque estos necesitaran que
los defendiera –los soviéticos probaron a lo largo de su historia que
sabían defenderse de sus enemigos–, sino porque eran agredidos gratui-
tamente en Tribuna Popular, periódico del Comité Central del PCV.
Toda agresión contra los comunistas de otros países y contra los paí-
ses socialistas, de donde quiera que viniera, era contestada por mí, lo
cual no podía ser considerado como la negación del derecho ajeno dentro
Partido –como alegaban los renegados. Se trataba del disfrute de mis
derechos. Cada miembro de cada célula del Partido debe exponer sus
puntos de vista sobre los problemas políticos y organizativos. Ningún
camarada debería renunciar a este derecho que, en ciertos momentos, se
convierte en un deber.
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algún dirigente era derechista. Porque para probar que hay una desvia-
ción derechista no es suficiente el hecho de que no se permitan los erro-
res oportunistas de izquierda. Lo que nuestra historia revela es que se
puede corregir una desviación –de izquierda en este caso– sin incurrir
automáticamente en una de derecha, tal como lo hicimos a partir de abril
de 1967.
Pero Petkoff iba más allá y aconsejaba asumir nuestro propio radica-
lismo. No habíamos terminado de salir del túnel de radicalismo peque-
ño-burgués que sumergió al Partido en la derrota de los sesenta, cuando
se pedía un nuevo rumbo radical.
Estos incorregibles “dirigentes” querían ser “izquierdistas”, “extre-
mistas”, “radicales” y hasta reformadores tipo Dubcek. ¡Pero el nuestro
era –y seguirá siendo– el Partido de los comunistas!
Nuestra tarea consistía en realizar bien nuestra labor revolucionaria
y dejar a todos los “istas” que jugaran con la frase revolucionaria. Ade-
más, antes de asumir nuestro propio radicalismo, Petkoff y muchos otros
“izquierdistas” tenían que entregar una autocrítica satisfactoria que ayu-
dara a educar al Partido y a la juventud. Esta, por supuesto, nunca llegó.
No se podían cometer tantos y tan graves errores y continuar, como si
nada hubiera acontecido.
En lo que a nosotros concernía, por mucho que hubiéramos gritado no
igualaríamos a Gumersindo Rodríguez y demás radicales que asumieron
su propio radicalismo. Y si estos pudieron retornar a la guardia adeca,
nosotros no podíamos movernos de nuestro lugar de combate. El PCV
“asumió su propio radicalismo”, cuando nuestra prensa aparecía cargada
de amenazas que no se cumplieron. Tan plenamente lo asumimos que
resultamos aislados de las masas, que no son radicales, sino revoluciona-
rias en el sentido que son ellas quienes hacen la revolución.
Los trabajadores como clase social no son ni radicales ni izquierdis-
tas ni extremistas. Son una clase social revolucionaria –cuando desa-
rrollan su conciencia política–, paciente, firme y aguantadora, segura de
su porvenir victorioso. Nosotros tenemos que ser justamente el partido
de vanguardia de esta clase social (y lo seremos sin duda y aunque haya
quien dude).
Petkoff afirmaba que éramos agentes reformistas y sindicaleros. ¿A
quién deseaba complacer Petkoff con esta mentira? No pocos comunistas
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Problemas internos
Esos fueron algunos de los argumentos expuestos en Respuestas
indispensables. Entre tanto, en el transcurso del debate las diferencias
existentes se fueron profundizando. Estas se manifestaban en una serie
de graves problemas, entre los cuales se encontraban: el libro de Petkoff;
las posturas desafiantes de la JC a la política del PCV; el empleo de la
prensa del PCV para difundir materiales agresivos contra otros parti-
dos comunistas; los problemas internos en los CR. de Caracas, Miranda,
Yaracuy y otros estados, etcétera.
En líneas generales, la unidad se encontraba amenazada por los cua-
tro costados. Se notaban síntomas de un malestar que llevó a ciertos
organismos y muchos camaradas a no trabajar eficientemente para que
los dirigentes, con quienes se tenían desacuerdos, no pudieran presentar
un balance exitoso. Eran los camaradas que jugaban al fracaso del Parti-
do debido a que no podían controlar su dirección, bien a escala regional o
nacional. Inclusive, en la difusión de la propaganda del Partido se notaba
con asombrosa nitidez este funesto proceder.
A todo esto, la autocrítica no aparecía por ninguna parte. Se afinca-
ban, eso sí, en una crítica despiadada.
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El caso Petkoff
Uno de los puntos álgidos de mi propuesta era la sanción a Petkoff.
Estábamos en las puertas del IV Congreso del PCV y teníamos que resol-
ver si Petkoff permanecía en el nuevo Comité Central o si debía ser dejado
fuera de este organismo de dirección por espacio de un año.
El cargo de dirigente del PCV se le asigna a camaradas que lo merecen
por aplicar y defender la línea política y los principios del marxismo-
leninismo del Partido, por combatir a los enemigos y defender a nuestros
camaradas de las calumnias de los enemigos.
En fin, un dirigente del PCV tiene que poner todo su talento, sus
energías, su audacia y su coraje al servicio incondicional de la causa del
comunismo.
Si esto es así, quien hubiera escrito libros como los que escribió
Petkoff, quien hubiera dicho cuanto afirmaba Petkoff, no podía ser diri-
gente de un partido comunista. Ningún partido, ni comunista ni antico-
munista, elige para que lo dirija a quien ultraja su propia causa.
Resultaba asombroso que hubiera dirigentes que elevaran a la cate-
goría de principios revolucionarios la presencia de personas en el Comité
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Central, que barrían el suelo con las banderas del internacionalismo pro-
letario y con otras banderas igualmente sagradas para los comunistas.
Además de esto, no podíamos olvidar su actividad fraccional y, más
grave aún, su trabajo fraudulento en Caracas y Miranda durante el pro-
ceso de recenso de cara al IV Congreso, con el propósito de controlar la
mayoría del futuro CC, tal como lo informó el propio Petkoff en el Buró
Político.
Los problemas que surgieron con otros miembros del CC siempre
fueron resueltos. El Partido los enfrentó siempre con drásticas medidas
disciplinarias: casos de “Rolito” Martínez, Fuenmayor, Bravo, Espinoza,
Núñez Tenorio, Jiménez, Sánchez, Araujo, Arrietti, Fuentes, Ramírez y
otros. En el caso de Bravo, reconozco el coraje y la firmeza demostrados
por el BP de aquella oportunidad, encabezado por el camarada Zamora
(Alonso Ojeda O.). Tan pronto aparecieron las pruebas de las actividades
antipartido desarrolladas por Bravo, este fue sancionado.
¿Quién impedía al Partido actuar como debía hacerlo en este caso?
Dirigentes tan influyentes como Pompeyo Márquez, Germán Lairet,
Freddy Muñoz, Eloy Torres, Urbina y otros con quienes hacíamos esfuer-
zos para no romper, pero que no estaban de acuerdo con excluir a Petkoff
del futuro Comité Central del PCV.
“El cachorro”, como poéticamente le decían Leandro Mora y demás
propietarios de revistas burguesas a Teodoro Petkoff, había hecho y
dicho cuanto había que decir y hacer para no ser nunca más dirigente de
un partido comunista. Además, había aprovechado y derrochado impor-
tantes recursos financieros del Partido.
En la oportunidad de informar al XIX Pleno del CC acerca de las labo-
res antipartido y anticomunistas de Petkoff, argumentaba lo siguiente:
—Si todo cuanto he informado, lo cual es solo una parte de la “obra”
petkoffiana en contra de nuestra causa, no es suficiente para excluir a
Petkoff del futuro Comité Central, este Partido nuestro se hunde, porque
otros se van a sentir autorizados para hacer cuanto les dé la gana contra
el PCV. Mientras no se sancione a Petkoff, no tendremos autoridad para
sancionar a ningún otro dirigente que se insubordine.
Y agregaba:
—No amenazo con dividir al PCV si Petkoff resulta reelecto para el
CC, pero en este caso no formaré parte de la nueva dirección, porque
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Petkoff busca cosas distintas y opuestas a las que busco yo. Petkoff tiene
un camino particular y yo tengo el camino de los partidos comunistas.
Un hecho elocuente y revelador de la situación política en que se encuen-
tra Petkoff consiste en que este dirigente comunista tiene más de un año
que no dice una sola palabra de crítica contra AD ni contra Copei ni con-
tra el Gobierno, pero, en cambio, ha escrito libros, artículos de prensa
y pronunciado centenares de discursos contra los miembros del CC del
PCV y contra los partidos hermanos.
Finalicé mis apreciaciones de esta manera:
—Petkoff nos ha retado una y otra vez. Algún día teníamos que res-
ponder a tanta jaquetonería. El momento llegó. Y si fuera Petkoff quien
tuviera la posibilidad de echarnos “ejecutivamente” del Partido, lo habría
hecho puesto que, a juzgar por sus palabras y escritos, Petkoff busca lo
que desea obtener “así salten en añicos los Estatutos del Partido”. Uste-
des, camaradas del CC, tienen en las manos la posibilidad de aplicar la
disciplina del Partido a quien sanción moral y política merece. Tal como
estamos no podemos seguir. Es indispensable introducir algún vira-
je, buscar y encontrar la manera de seguir juntos quienes creemos que
este partido puede ser un instrumento idóneo para realizar la revolución
proletaria, quienes creemos en el internacionalismo socialista. Yo había
anunciado hace dos años y medio que me opondría a su reelección para el
CC, porque estoy convencido de que Petkoff no quiere dirigir al PCV, sino
destruirlo y cambiarlo por otra cosa, tal como lo afirmó en un discurso
ante un Pleno del CC.
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eran mayoría, ¿por qué no esperaron unos pocos días para demostrarlo,
por la vía de la instrumentación de un acuerdo que ellos mismos habían
apoyado? La respuesta estaba a la vista: su posición minoritaria, también
entre los delegados al IV Congreso, iba a quedar en evidencia.
Al XX Pleno del Comité Central asistimos diez de los quince miem-
bros del Buró Político, 34 de los 51 miembros principales del CC y doce de
los diecisiete miembros suplentes. Se trataba de una sólida mayoría de la
DN a favor del carácter leninista e internacionalista de nuestro partido.
Allí se adoptaron medidas importantes para restablecer el orden en el
Partido y continuar los trabajos de cara al IV Congreso del Partido.
Se trataba de una importante mayoría en la DN, pero la ruptura había
sido traumática. El daño fundamental se lo infringieron al Partido en el
sector de los intelectuales y profesionales y, especialmente, en la JC. Aquí
la pérdida fue grande. Casi toda la Dirección Nacional de la Juventud,
así como la inmensa mayoría de los regionales de la JC acompañaron a
los fraccionalistas. Esta fue la consecuencia lógica, irreversible, de una
realidad que se había hecho insostenible en el seno de nuestra organiza-
ción, pues la JC actuaba de hecho como un partido dentro del Partido. No
solo operaban autónomamente desde el punto de vista político, sino que
sus posiciones se encontraban abiertamente enfrentadas a las del PCV.
Ideológicamente estaban ya muy distantes del marxismo-leninismo. Una
situación de esta naturaleza no se podía seguir tolerando. Era un cáncer
que había que extirpar o, de lo contrario, iba a liquidar al Partido.
Además, los conjurados ocupaban importantes posiciones en la más
alta dirección del PCV: Secretaría Nacional de Organización, Secretaría
Sindical Nacional, Secretaría Nacional de la Juventud Comunista, así
como las secretarías políticas del Partido en Aragua, Apure, Bolívar, La
Guaira, UCV, Sucre, Miranda, Táchira, Trujillo, Monagas, Lara, Zulia,
entre otras, así como otros puestos de relevancia.
A nombre de personas de este grupo se encontraban registrados
importantes bienes del PCV: compañías, terrenos, vehículos, casas, un
yate, cuentas bancarias, una imprenta, el periódico Deslinde y la revis-
ta del Partido, los archivos de la organización, valiosos instrumentos de
trabajo, todo lo cual había adquirido el Partido a costa de grandes sacri-
ficios económicos. El daño material que se le causó al Partido Comunista
tuvo proporciones significativas.
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El nuevo partido
Los voceros del MAS anunciaron, en sus orígenes, que surgía una
“nueva fuerza comunista”, no dogmática, cuya ideología era el marxis-
mo-leninismo, de carácter internacionalista y con un programa de lucha
por la liberación nacional y el socialismo. Asimismo, se autoproclamaban
alternativa a AD y Copei.
En sus documentos constitutivos decían que seguirían siendo comu-
nistas, pero tal cosa era una verdadera fanfarronada. Fuera del PCV y
enfrentados a este, esa gente era como una nube sin agua, una pobre
esperanza que jamás cuajaría en realidad. Podrían haber llegado al
poder, pero no habrían podido hacer la revolución que las masas explo-
tadas y oprimidas buscan.
En cuanto a su carácter internacionalista, eso escapaba de toda posi-
bilidad real. Con Petkoff de ideólogo, a ese partido se le iba a imprimir,
como de hecho ocurrió, un claro sello nacionalista de enfrentamiento con
el movimiento comunista internacional, el movimiento revolucionario
internacional más importante del mundo.
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CAPÍTULO IX
EL LENINISMO Y LA LIBERACIÓN NACIONAL
Las ideas leninistas son indestructibles
Durante la crisis interna que vivió el Partido como resultado del tra-
bajo fraccional del grupo Petkoff-Márquez, tuvimos que librar un intenso
debate ideológico que se resumía en la defensa del contenido leninista de
nuestro partido. Los ataques en contra de Lenin y sus aportes al desarro-
llo del socialismo científico no eran fortuitos.
La política antipartido de los fraccionalistas apuntaba en contra
del carácter internacionalista y proletario de nuestro partido, así como
contra sus principios organizativos. Atacaban, precisamente, los funda-
mentos leninistas que nos habían permitido desarrollar una línea polí-
tica acertada, verdaderamente revolucionaria, que nos había permitido
impulsar nuestro crecimiento en el seno de las masas…
Para mí, en particular, Lenin fue y es, sin duda, uno de los héroes
revolucionarios más populares y extraordinarios de la historia.
Su legado es colosal: continuador de la causa de Marx y Engels, revo-
lucionario genial, guía y organizador del movimiento revolucionario de la
Rusia zarista, fundador del primer Estado socialista del mundo y líder del
movimiento comunista internacional desde la Internacional Comunista.
Como obrero y dirigente comunista fui cautivado por la claridad de la
obra y la firmeza de la ejecutoría de Lenin.
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esta guerra, que Estados Unidos nunca declaró, ¡este volumen de bombas
era varias veces superior a todas las bombas caídas en Europa durante la
Segunda Guerra Mundial!
Además, emplearon masivamente armas químicas como el napalm y
millones de litros de herbicida naranja, dejando daños incalculables en
la salud del pueblo y el medio ambiente, una huella asesina imposible de
borrar.
Por la saña con que actuaron, no exageramos al afirmar que lo único
que los detuvo en emplear bombas atómicas fue el mero hecho de que,
para ese momento, la Unión Soviética también poseía ese tipo de armas.
A la abrumadora superioridad militar y terror sistemático del agresor,
los patriotas vietnamitas le oponían resistencia a través de una estra-
tegia de guerra popular que los llevó a gestar gloriosos actos de heroís-
mo. Se trataba de todo un pueblo en la retaguardia del enemigo y en la
resistencia antiimperialista, conjugado con más de cien mil guerrilleros
dirigidos por el FLN y alrededor de quinientos mil soldados del Ejército
Popular vietnamita.
La resistencia heroica sin límites del pueblo vietnamita fue, sin lugar
a dudas, el factor determinante de la derrota del imperialismo en tie-
rras indochinas. Sin embargo, esta no hubiera sido posible de no haber
contado los hijos de Hô Chi Mihn con el masivo e incondicional apoyo
moral, político-diplomático y ayuda material de los pueblos del mundo,
del movimiento comunista y progresista del mundo, del campo socialista
y, muy especialmente, de la Unión Soviética. Se creó un verdadero frente
universal de respaldo a la gloriosa gesta vietnamita.
En Estados Unidos se abrió un segundo frente. Un poderoso movi-
miento antiguerrerista, sensibilizado por las crecientes bajas esta-
dounidenses, se oponía por diversos medios también a los crímenes
perpetrados por el imperialismo yanqui en Indochina.
Con la ayuda militar soviética en forma de pertrechos y asistencia
técnica, los patriotas vietnamitas llegaron a derribar un total de 4.200
aviones estadounidenses.
Lamentablemente, en oportunidades, esta ayuda llegaba con retrasos
debido a las posiciones antisoviéticas de los dirigentes chinos, que tam-
bién apoyaban activamente la guerra de liberación, pero ponían obstácu-
los a la entrega de las armas y municiones soviéticas.
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c) Pleno empleo y
d) Control del comercio exterior, así como las otras aspiraciones del
pueblo trabajador chileno de aquel momento ya lejano en la accidentada
historia de los países de América Latina. Aquella República fue vencida,
pero con ella fue sembrada la semilla de la revolución para el futuro de
Chile.
Allende había sido diputado y senador varias veces, inclusive presi-
dente del Senado, ministro con el gobierno popular de Aguirre Cerda y
un infatigable organizador de la futura victoria popular, que por fin cuajó
en los comicios del día 4 de septiembre de 1970, día de gloria y alegría
revolucionaria para los trabajadores de Chile y de toda América Latina.
Con la victoria de la Unidad Popular en Chile, abanderada por Salvador
Allende, había triunfado en un país progresista y culto la causa de todos
los pueblos de América Latina, que durante siglos vienen luchando en
abrumadora desventaja por hacer realidad los sueños de los libertadores.
La Unidad Popular, formada por socialistas, comunistas, radicales,
socialdemócratas, MAPU y Acción Popular Independiente, no fue tarea
fácil. Y solo la tenacidad y maestría de Allende, su consideración y tacto
político para con los aliados, así como la existencia de un poderoso PC
con una línea política consecuentemente unitaria, produjeron la Unidad
Popular.
Este era el sueño de la clase obrera en sus luchas seculares por romper
el yugo de la opresión nacional y por liberarse de la abominable explota-
ción capitalista.
Los trabajadores chilenos le brindaban a los pueblos del mundo el
logro ejemplar de una victoria sobre la burguesía y el imperialismo por
la vía del voto popular, pese a las ventajas de la Democracia Cristiana
apoyada por Estados Unidos y el Vaticano, por la burguesía nacional y
por las Fuerzas Armadas, así como por toda la estructura de especulado-
res, aprovechadores de las piltrafas que el gran capital deja caer desde el
poder para sus asquerosos esbirros.
La victoria de la Unidad Popular fue como un estallido de euforia
popular en toda la América del Sur y más allá de nuestro continente.
El 5 de noviembre de 1970 asume Salvador Allende el poder para
orientar a su país hacia una sociedad humana y progresista, cuya meta
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que los partidos amigos de Chile conquistaran la victoria con una mayo-
ría relativa del 36% de los votos.
Más adelante, en las elecciones municipales, la Unidad Popular obtu-
vo una clamorosa victoria con el 44% de los votos, lo cual produjo un
frenesí de odio y despecho de los fascistas y demás enemigos del pueblo,
reclamando y obteniendo más y mayores esfuerzos y ayudas del gobierno
imperialista de Estados Unidos para echar del poder a este popular y
progresista presidente.
Siempre tuve deseos de conocer Chile. Tenía –y tengo– una deuda de
agradecimiento con las fuerzas progresistas de aquel país hermano, tan
ligado por la historia con el nuestro y donde tanto se nos estima como
pueblo que contribuyó en la historia a todo el movimiento independen-
tista de América Latina.
Por fin en enero de 1972, habiendo completado lo suficiente para
pagarnos los pasajes, partimos Elizabeth y yo hacia el Sur, donde fuimos
recibidos con muestras de sincero afecto. Nos hospedaron los camaradas
en una casa familiar, que era para nosotros como la nuestra. Visitamos
las fundiciones de cobre, las minas, los puertos y muchos otros lugares
interesantes.
Ya con el pie en el estribo para retornar a la patria nos recibió el can-
ciller Clodomiro Almeida, gran personalidad de la sociedad chilena y pri-
sionero de la dictadura por largos años.
Por último, nos recibieron en La Moneda, Palacio Presidencial,
Salvador Allende y su digna y valerosa esposa, doña Hortensia, popu-
larmente llamada doña Tencha. El diálogo fue amistoso y franco, como
entre viejos amigos. Nosotros le informamos de los retrocesos en Vene-
zuela y ellos de sus progresos en la aplicación del programa político de la
Unidad Popular.
Y por fin, tocamos el asunto de la política interna de Chile, donde le
expusimos nuestra preocupación por la furiosa ofensiva fascista de las
bandas de Patria y Libertad, así como por los desmanes de la ultraiz-
quierda que, sin quererlo, ayudaba a la reacción dándole argumentos a
las fuerzas antipatriotas que conspiraban abiertamente contra el gobier-
no de Salvador Allende.
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de los recursos petroleros. Cuando subieron los precios del petróleo has-
ta niveles impensables y Venezuela recibió bajo los gobiernos de Pérez y
Herrera enormes sumas en divisas, se contrajeron pesadas deudas con
cientos de bancos extranjeros, a intereses flotantes.
Fueron empréstitos, a todas luces, innecesarios. La mayoría de aquel
dinero ni siquiera llegó a Venezuela, sino que fue colocado en bancos
extranjeros a nombre de los superhombres ubicados en los respectivos
gobiernos de AD y Copei.
Otro episodio interesante de la era posnacionalización se produjo con
la instrumentación de la estrategia de los siete grandes consumidores de
petróleo en contra de la OPEP. Gran Bretaña empezó a vender el crudo
a menores precios para, según la poética frase de Reagan; “Ponerla de
rodillas”. Bajo esas circunstancias el ministro Hernández, ya electo pre-
sidente de la OPEP, amenazó con una extraña “guerra de precios”.
Se trataba de una estrategia demencial que en nada beneficiaba a los
países exportadores del crudo, entre ellos Venezuela.
Y, por último, la compra de acciones en el negocio de refinerías obsole-
tas en Alemania Federal, Suecia, Estados Unidos y en otros países, como
parte de una política denominada internacionalización y con el pretexto
de asegurarse mercados, resultó altamente perjudicial por todos los flan-
cos: allá los sueldos y salarios son más altos que acá; se crean puestos
de trabajo fuera del país; se tiene que pagar altos impuestos al Gobierno
de allá; el control y contabilidad de esas empresas mixtas no estará en
manos venezolanas; tampoco estará bajo nuestro control la posibilidad
de saber cuándo dicen la verdad o cuándo mienten para quedarse con
la parte del león; se debe contribuir, año tras año, con dinero para las
reparaciones, aparte de los seguros y otros gastos que vienen a ser para
aquellas empresas como correas del mismo cuero.
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CAPÍTULO X
SE DESCOMPONE EL RÉGIMEN PUNTO FIJISTA
Promesas incumplidas
En los umbrales del treinta aniversario de la victoria política que puso
en fuga al último dictador en aquel radiante 23 de enero de 1958, conven-
dría ensayar un somero balance de lo que hemos soportado los venezola-
nos como resultado de las políticas aplicadas por los diferentes gobiernos
que se han repartido el poder en este período.
Esto es indispensable para poder comprender el profundo proceso de
descomposición que atraviesa el sistema puntofijista.
En estos últimos treinta años los presidentes de la República, desde
Betancourt hasta Pérez II, pasando por Leoni, Caldera, Pérez I, Herrera
y Lusinchi, juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución.
Este documento lleva también la firma de senadores y diputados elec-
tos por el PCV y contiene importantes conquistas sociales y políticas de
obligatoria aplicación.
Sin embargo, lo fundamental para los trabajadores no se cumplió ni
se cumple. Cada día se niega en la práctica, pese a los juramentos “por
dios y por la patria”.
No se protege ni enaltece el trabajo, se denigra; no se ampara la dig-
nidad humana, se pisotea; no se promueve el bienestar general y la segu-
ridad social, se deteriora; no se mejora la participación de las mayorías
en el disfrute de la riqueza, se restringe; no se fomenta el desarrollo de la
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crimen tan monstruoso como este se le echó tierra, como si con toda la
tierra de Venezuela se pudiera borrar aquel feroz e innecesario genocidio.
No obstante, el sacrificio popular no fue del todo inútil, como no lo ha
sido ningún sacrificio a lo largo de la accidentada historia de Venezuela.
Se consiguió un aumento de salarios para compensar en parte los
efectos de la liberación de precios.
Los deudores de la banca con sus viviendas hipotecadas lograron
echar por el suelo las pretensiones de Tinoco: aplicación con efecto
retroactivo de las nuevas cargas impositivas, imposibles de cumplir por
los arrendatarios.
Otros factores de la sociedad han reclamado con firmeza y han obliga-
do al gobierno a echar para atrás algunas medidas.
Se revocaron impuestos y obligaciones que no podían cumplir agri-
cultores y otros de la pequeña y mediana industria y comercio.
El gobierno retrocedió en lo de las cartas de crédito hasta el 50%.
Tuvieron que mejorar parcialmente los sueldos de los funcionarios públi-
cos, incluidas las Fuerzas Armadas, lo cual al parecer no había entrado
en los alegres planes del gabinete económico.
El presidente CAP fue a Estados Unidos después de la matanza y fue
recibido casi como un héroe por las autoridades de aquel país tan celoso
de los derechos humanos.
Allá se hizo acompañar por el expresidente Caldera y otros que, con
su presencia, pretendieron borrar la imagen del presidente latinoameri-
cano que en menor tiempo ha hecho matar con sus fuerzas represivas a
mayor número de sus compatriotas.
Al retorno de aquel “exitoso” viaje no se dice nada con relación a que
las promesas de ayudar en problemas de la deuda está sujeto a lo que
resuelvan en una reunión los jerarcas del FMI, del BM, de Estados Unidos
y el resto de las potencias imperialistas. Dicen que de esta reunión saldrá
“dinero fresco” para Venezuela, seis mil millones de dólares, así como el
perdón del 50% de la deuda externa de nuestro país.
Sin embargo, tales sueños jamás han tenido un feliz despertar. Esas
potencias e instituciones no se han hecho fuertes ayudando a los peque-
ños países no desarrollados, sino todo lo contrario. Aparte de ello tene-
mos que, ante algunos gobernantes de turno en el mundo capitalista, la
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CAPÍTULO XI
A PESAR DE TODO,
EL FUTURO DE LA HUMANIDAD ES EL SOCIALISMO
La perestroika y el fracaso del experimento socialista en Europa
Gorbachov inicia un proceso de reestructuración y apertura que es
bautizado con los nombres de Perestroika y Glasnost. Aprovechando las
experiencias –positivas y negativas– después de setenta años de cons-
trucción del socialismo bajo las condiciones más adversas, se abría esta
nueva etapa en la vida de la Unión Soviética, que tantas expectativas des-
pertaría en la opinión pública mundial.
En marzo de aquel año Gorbachov pronuncia un discurso-programa
en el cual retoma la orientación táctica y estratégica leninista actualiza-
da, traza los lineamientos generales para la preparación del XXVII Con-
greso del PCUS y llama la atención sobre la grave situación internacional,
donde los militaristas amenazan con la guerra de las galaxias.
En lo interno, pasa revista a los éxitos en la industria y el agro, en
donde se han alcanzado importantes avances, pero también se exhibían
significativas deficiencias. La Unión Soviética lucía como una potencia,
pero se veía afectada por considerables problemas.
A pesar de su desarrollo, la ciencia y la tecnología evidenciaban un
atraso significativo en relación con Occidente. Se constataba que la pro-
ducción de bienes de consumo marchaba detrás de las crecientes necesi-
dades de la población.
Se trataba de problemas a cual más complejo, cuya solución no se iba
a lograr totalmente en el corto plazo.
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Esta dura lección debe servirnos para que nos aboquemos a realizar
un serio estudio sobre las características del socialismo en Venezuela,
partiendo de las peculiaridades de nuestro país, su realidad nacional y
antecedentes históricos.
Asimismo, es necesario recordar que en medio de aquella crisis nun-
ca dudamos en ratificar nuestro apoyo a los comunistas y otras fuerzas
empeñadas en vencer las dificultades y en encontrar las formas para res-
taurar el socialismo en aquellos países.
A raíz del colapso del socialismo europeo se desató –y sigue activada–
una intensa guerra psicológica que busca desilusionar y desanimar a los
pueblos en relación con el socialismo y desmotivar la lucha por el progre-
so social. Se trata de una campaña anticomunista que pregona la muerte
del ideal socialista y presenta la esclavitud salarial como un paraíso.
Sin embargo, ni la más despiadada campaña de desprestigio podrá
ocultar que el capitalismo, por todos sus vicios, males y contradicciones
sigue condenado a desaparecer, a dar paso a la liberación nacional, al
progreso social, al socialismo como resultado del despertar revoluciona-
rio de los pueblos.
Como parte del movimiento comunista, el cual no desaparece mien-
tras exista la explotación del hombre por el hombre, y a partir de la apli-
cación del principio del internacionalismo proletario, se debe ampliar
nuestra esfera unitaria de acción con las fuerzas del progreso. Estamos
en la obligación de demostrar que el capitalismo no ha cambiado su
naturaleza opresiva, que se ha profundizado la explotación y la injusticia
social.
Por lo tanto, para nosotros marxistas-leninistas lo que está planteado
es una aguda confrontación de ideas y tendremos éxito en la medida en
que nos insertemos en las masas, que nos sientan parte efectiva de ellas
para ganar su confianza y credibilidad, para conquistar juntos reclamos
de nuestros derechos pisoteados por el imperialismo.
Los comunistas venezolanos nunca abandonaremos nuestro puesto
de combate. Estamos claros del papel que debemos jugar para liberar a
nuestro pueblo de tanta miseria y necesidad. Nuestro partido, que nació
bajo la amenaza del inciso VI del artículo 32 de la Constitución Nacional,
que con su acción revolucionaria reta al sistema de opresión, que ha actua-
do en diversas formas de lucha teniendo siempre como meta la liberación
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CAPÍTULO XII
DISCURSOS PRONUNCIADOS POR JESÚS FARÍA,
SECRETARIO GENERAL DEL PCV
Discurso pronunciado por Jesús Faría, el 21 de abril de 1969, en
la Cámara de diputados del Congreso Nacional
Ciudadano Presidente, ciudadanos diputados. Cuando intervenía en
esta Cámara el diputado Morales Bello, pedí como cuestión de orden que
se leyera por Secretaría de manera completa un artículo que el diputado
Morales citaba de manera mutilada. El diputado Morales Bello nos metió
un contrabando constitucional... (no, no, contrabando de oro no, contra-
bando constitucional)..., al leer solo la parte de un artículo que a él le con-
venía para tratar de impresionar a la Asamblea. Si la presidencia me lo
permite, voy a leer completo el artículo, a pesar de que va en detrimento
de mi tiempo para intervenir en esta Cámara. (Asentimiento) Se trata del
artículo 143 de la Constitución Nacional. Es un artículo que tiene unas
veinticuatro líneas y el diputado Morales leyó solamente diez. Nos quedó
debiendo catorce líneas, que son como catorce municiones contra la tesis
del propio Morales Bello.
Dice así: “Artículo 143. Los Senadores y Diputados gozarán de inmu-
nidad desde la fecha de su proclamación hasta veinte días después de
concluido su mandato o de la renuncia del mismo; y, en consecuencia,
no podrán ser arrestados, detenidos, confinados, ni sometidos a juicio
penal, a registro personal o domiciliario, ni coartados en el ejercicio de
sus funciones. En caso de delito flagrante de carácter grave, cometido
por un Senador o un Diputado, la autoridad competente lo pondrá bajo
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gresantes, para que sepan lo que eso significa porque siempre he estado a
merced de esa circunstancia. En el caso concreto, por ejemplo, nosotros
fuimos electos en 1937 diputados a la Asamblea Legislativa del Zulia y a
los concejos municipales. Ganamos las elecciones. El 31 de diciembre de
1937 López Contreras las anuló y en lugar de ir nosotros el 1.º de enero
a los concejos municipales y a las asambleas legislativas, fuimos para la
cárcel. Posteriormente, el año 1948, cuando se produjo el golpe de Estado
contra Rómulo Gallegos, yo estaba sometido a una Comisión de la Cáma-
ra del Senado. Según ellos, yo había sido el caudillo de una rebelión en
Cabimas y debía ser enviado a prisión. Vino el golpe de Estado y acabó
con ese invento. El golpe de Estado que yo había intentado, según se decía
en aquella época, consistía en que el Jefe Civil prohibía que pusiéramos
los magnavoces hacia la calle y yo puse los magnavoces hacia la calle y
le hablé al pueblo. Esa era la tentativa de rebelión por la cual yo iba a ser
desalojado de la Cámara. Más adelante, el general Pérez Jiménez y otros
generales se encargaron de enviarnos, no solo a mí, sino a muchos otros
parlamentarios, a la prisión. De allí regresé después de ocho años de pri-
sión, de incomunicación, donde tuve oportunidad de conocer mucha gen-
te, muchos presos, la inmensa mayoría de ellos de Acción Democrática,
con quienes hice muy buena amistad. Allí tuve oportunidad de conocer
a Luis Augusto Dubuc, con quien estuve cincuenta y nueve meses en un
mismo calabozo, Salom Meza Espinoza y muchos otros. Por cierto que
yo estaba sometido a una especie de castigo: no me dejaban reunir con
los otros camaradas presos, sino que me tenían siempre con los adecos
(Risas), y ahí se hablaba muy mal del doctor Morales Bello, por lo que
sucedió cuando el asesinato de Ruiz Pineda. Los adecos son personas
simpáticas. En la prisión son gentes que, en su mayoría, resisten bien
la prisión en general, pero tienen esa dificultad muy venezolana de que
discuten mucho y no se ponen nunca de acuerdo entre sí. Por lo menos en
dos bandos se dividen. Pues bien, el único tema que los unificaba desde
Luis Augusto Dubuc hasta el último obrero y campesino, era cuando se
ponían a hablar mal del doctor Morales Bello (Risas). Yo no conocía al
doctor Morales Bello de vista, pero ¡oye!... ¡qué historias!... No las voy a
contar aquí, que las cuenten ellos, porque mi trabajo no está en contar
esas historias. Evidentemente, si el doctor Morales hubiera ayudado un
poco a Segundo Espinoza, agarran el criminal y no muere Ruiz Pineda.
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y se deja ganar, con fraude o sin fraude, es porque son unos chapuceros
de espanto! (Aplausos).
Acción Democrática fue un gran partido popular en 1946. Ustedes
recuerdan que Acción Democrática, cuando la Asamblea Constituyente
de 1946 (¡qué bancada tenía!) sacó más del 80% de los votos. En 1968
solo sacó el 25% de votos pequeños. Este pueblo es un mollejón, y ahí se
va desgastando el partido que traiciona a las aspiraciones legítimas del
pueblo, de la clase obrera, del campesino y de la juventud.
El diputado Humberto Celli nos acusó del grave delito de haber des-
orientado a la juventud. No la hemos “desorientado” del todo, pero esta-
mos por ahí. En nueve liceos del Distrito Federal hemos “desorientado”
a más del 50% que ha votado en las planchas de la Juventud Comunista
de Venezuela y Acción Democrática no llega a 350 votos en esos nueve
liceos. Todavía le quedan trescientos y pico de jóvenes que lo apoyan,
diputado Humberto Celli, que lo apoyan en su política de entregar la
soberanía, las riquezas de nuestra patria al imperialismo, que apoyan la
política de represión contra la juventud, que apoyan la política de repre-
sión contra los campesinos. Eso es lo que les queda. No es la insurrección
lo que separó de AD a la juventud, es la política traidora de un partido, de
su camarilla dirigente, la que aleja a la juventud de ese partido. No es el
fraude la causa de la derrota adeca, porque el 75% del pueblo venezolano
votó contra Acción Democrática, votó por otras listas; es la traición al
pueblo la causa de la muerte de lo que fue un gran partido de masas. Eso
no ocurriría antes.
Lo que ocurre colegas diputados, es lo siguiente. Ustedes, los adecos,
todavía están creyendo, al parecer, que lo determinante es la composi-
ción general de un partido político: una enorme masa de obreros y de
campesinos, y eso los convierte en intocables, en demócratas que siempre
tienen el derecho de insultar a los demás. Eso no es lo determinante. Más
importante que eso es la obra que realiza ese partido. Un partido puede
tener millones de obreros, como el Partido Laborista inglés, y no son los
obreros quienes determinan el rumbo de ese partido, sino la camarilla
dirigente que realiza una política reaccionaria contraria a los intereses
del pueblo trabajador inglés. El Partido Socialista de Francia tiene millo-
nes de obreros y tuvo muchos más antes y, sin embargo, la política trai-
dora de la camarilla dirigente de ese partido ha reducido a la nada a esa
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ver con Pérez Jiménez. Pérez Jiménez tiene cuentas pendientes conmigo,
que no me las va a pagar nunca, porque él forma parte de ese sindicato
protegido por Dios, de los que son mayoría y están mejor armados toda-
vía. Pero a mí sí que me interesan esos 168.000 caraqueños que votaron
por Pérez Jiménez, porque son parte de mi pueblo, al cual se le engaña
diciendo que puede votar por quien quieran y después se le arrebata la
victoria. ¡La victoria del pueblo de Caracas es Pérez Jiménez, le guste
o no le guste a Acción Democrática! (Aplausos). Por eso es que es una
farsa la democracia. Ustedes tenían que haber dicho: “No pueden votar
por Pérez Jiménez, y la tarjeta del indio no se las entrego porque no hay
democracia”. No estar con la farsa, tratando de ser demócratas frente a
un pueblo que está en minoría y, cuando el pueblo se pone en mayoría,
recurren a cuatro funcionarios adecos para que anulen las elecciones.
Esa es una estafa vulgar.
Nosotros siempre hemos dicho que los partidos comunistas solo son
tolerados cuando no tienen fuerza, y así es. La democracia tolera ciertas
fuerzas a condición de que sean débiles, de que no sean una amenaza.
Hablemos claro. Yo, por ejemplo, hablando francamente, no habría per-
mitido la participación de la Cruzada Cívica. ¡Ah...!, pero ellos tenían sus
cálculos: “Vamos a darle a la Cruzada Cívica la posibilidad de que lancen
al general Pérez Jiménez de candidato a la Presidencia de la República
para que le quite votos a Caldera”. Pero, resulta que el tiro les salió por
la culata, como dijo nuestro querido camarada caroreño, Héctor Mujica,
y los perezjimenistas le zumbaron los votos en masa a Rafael Caldera.
(Aplausos).
El Presidente. –(Interrumpiendo): Honorable colega: Ha vencido la
hora reglamentaria, pero para no interrumpir su discurso, la Presidencia
va a prorrogar por media hora más la sesión. (Aplausos).
El orador –Muchas gracias, camarada presidente. (Risas). Por lo vis-
to, me queda menos tiempo del que yo pensaba. Voy a renunciar a una
serie de cosas que me hubiera gustado decir, pero cuando vuelva a haber
elecciones las voy a decir, porque yo me pienso retirar pronto de acá.
Quiero referirme a un problema muy interesante, colegas. El proble-
ma de la pena de muerte y el artículo 250 de la carta magna. Con la venia
de la presidencia voy a dar lectura a este artículo. (Asentimiento). Dice
así: “Capítulo III. Derechos Individuales. Artículo 58 .–El Derecho a la
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García Ponce, para nosotros es una gran victoria popular porque eso va
contra la política reaccionaria de Rómulo Betancourt, seguida por Raúl
Leoni, que mantenía a nuestros camaradas en una situación desventajosa
frente al resto de la población. Ustedes no tienen por qué sentir esa emo-
ción. Y nosotros tenemos que tomar en cuenta –como dije al principio– no
solo la composición de clases de un partido determinado, sino los hechos
objetivos, juzgados objetivamente. Y asimismo es con el Ejército. No niego
el papel importante que ha desempeñado el Ejército en Venezuela, empe-
zando porque aquí no había un partido de vanguardia que luchara por
la independencia. Fue el Ejército venezolano, fundándose y marchando,
el que conquistó nuestra libertad. He ahí su gran victoria histórica y de
allí parte toda su trayectoria. Luego, el Ejército se va acomodando a la
clase social que disfruta el poder y por eso es que cada vez que tenemos
una huelga petrolera (como la de 1936-1937 o la de 1950), el Ejército, en
lugar de ser neutral (no lo es, ni puede serlo, ni ha sido nunca neutral),
en lugar de ponerse de nuestra parte, se pone del lado del imperialismo y
nos arruina nuestra victoria.
¿Ustedes se acuerdan lo que se publicaba aquí de nosotros en mayo de
1950, con motivo de la gloriosa, de la inmortal jornada de los trabajado-
res petroleros de Venezuela contra el imperialismo y contra la dictadura?
¡Miren! ¡A mí me decían traidor a la patria en todas las páginas de todos
los periódicos! Y ¿yo soy traidor a la patria? ¡Ay, caray! ¡Qué poco me
conocen! Lo que no soy es traidor a mi clase. Nací en la clase obrera, nací
en medio del hambre y me mantengo en un clima de austeridad, expro-
feso, hasta la muerte. ¿La violencia? ¡Qué más violencia que quitarle el
pan a los trabajadores y botarlos a la calle, al ejército de los desemplea-
dos! (Aplausos). La violencia de unos combatientes que asaltan un ban-
co no vale nada frente a la violencia del farmaceuta que le pide más de
cien bolívares a una madre desesperada que tiene su hija muriéndose y
necesita de una ampolleta para salvarle la vida. Esa es la violencia de las
clases dominantes, a quienes les importa poco que mueran los niños, que
el pueblo muera de miseria, con tal de aumentar sus riquezas y sus divi-
dendos. ¡Vamos a hablar claro! ¡Violencia! ¡Cuarenta guerrilleros contra
cuarenta mil soldados! Y ¿la violencia de la clase burguesa, que explota
inmisericordemente a la clase obrera y que no le importa que esta muera
de hambre? ¿De qué valen los acuerdos floridos de las cámaras con motivo
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del 1.º de mayo, Día Internacional de la Clase Obrera? ¡Eso es basura, eso
es espuma en los quinientos mil hogares sin pan, en los miles de niños
enfermos que no encuentran cómo inyectarse una gammaglobulina! Al
doctor Jorge Dáger tuve que pedirle una ampolleta de gammaglobulina,
para que una mujer desesperada salvara la vida de su hija. Yo no tenía un
centavo con qué comprársela. Fui allí y en presencia de un grupo de per-
sonas, le rogué que la atendieran y el doctor Dáger dio la orden de que se
le atendiera. Pero esa es una mujer que tuvo la suerte de hablar conmigo
y fui con ella hasta donde el doctor Dáger.
Por eso, aquí no se puede hablar de la violencia guerrillera, de la vio-
lencia armada y de las UTC, si no se tiene la autoridad moral que le da
a las personas su preocupación constante por salvar al pueblo venezola-
no de las enfermedades y de la miseria, en un país inmensamente rico,
donde se permite, con el apoyo de instituciones como el Ejército y como
el Gobierno, que se roben más de dos mil millones de bolívares por año.
¿De qué violencia vamos a hablar?
El doctor Grisanti viene ahora aquí a pedir la palabra para plantear
el problema petrolero. ¿Van a tomar acaso banderas limpias con manos
manchadas? Nosotros estamos dispuestos a luchar con todos los que
quieran luchar por la libertad y la independencia económica de Vene-
zuela. Pero no será un partido dirigido por Betancourt y Carlos Andrés
Pérez el que pueda realizar una obra fecunda en beneficio de la economía
venezolana, porque ellos han traicionado los intereses del pueblo y de
aquellos que votaron para llevarlos al poder. Señor Presidente, muchas
gracias (Aplausos).
***
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I
Estimados amigos invitados:
Camaradas:
Yo conocí a Bolívar en 1930, un poco antes que Neruda lo conociera en
las bocas del Quinto Regimiento.
Se cumplían cien años de la muerte del héroe. Y Venezuela había paga-
do sus deudas a los acreedores extranjeros.
Aquello sonaba a rendido homenaje.
Los trabajadores de Lagunillas resolvimos, por nuestra parte, levan-
tar una estatua al Libertador, ya que la inmensa mayoría no habíamos
visto nunca a Bolívar en el bronce.
Se llegó al acuerdo de que se nos descontara un salario a cada uno
para llevar a la práctica la patriótica idea.
Éramos miles de asalariados.
Una compañía petrolera, nos dijeron, vendería el terreno –cien
metros cuadrados– para la futura “plaza” Bolívar en la costa oriental del
fabuloso lago de “seda”, pero en despoblado. Ignoro todavía por qué no
podía ser en el pueblo o en un caserío.
La estatua, un busto asombrosamente minúsculo, quedó prisionera
en un corral, entre alambradas tendidas por la empresa dueña de vidas,
yacimientos y espacios, con una salida al camino desierto.
Aunque analfabetos, nos dábamos cuenta de que nos habían robado
aquellas autoridades formadas por “coroneles” sanguinarios.
Deseo dar excusas por empezar con un relato anecdótico un acto
solemne. Sin embargo, la historia está sembrada en gran parte por anéc-
dotas y en este caso lo hice para dar una idea de cómo eran las condicio-
nes sociopolíticas de Venezuela a cien años de la muerte del Libertador.
Y de cómo serían en 1810 cuando Bolívar y los otros patriotas empeza-
ron la lucha que culminó con la independencia de los pueblos de América
Latina, desde el Caribe hasta las fronteras con la Argentina, un territorio
más grande que el de Europa.
Pienso asimismo que para comprender a Bolívar en toda su grandeza
–su obra colosal– debemos colocarnos imaginariamente en los tormen-
393
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
II
Como sabemos, Simón Bolívar nació nadando en oro y esclavos. Sin
embargo, ni su infancia ni su juventud fueron felices. Quedó huérfano de
padre y madre muy niño todavía. Luego se casó y antes de cumplir vein-
te años de edad ya era viudo. En aquella sociedad ni siquiera un joven
potentado podía asistir a la universidad.
Sin embargo, tuvo maestros de justo renombre: Simón Rodríguez y
Andrés Bello, cuyos conocimientos se complementaban.
Bolívar completa sus conocimientos con viajes por México, Estados
Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia y Austria. Estos viajes y los con-
tactos con personalidades, cuando en Estados Unidos había triunfado la
causa de la independencia y en Francia coronaban a su emperador, que
había derribado monarquías absolutistas con asombrosa pericia militar.
Europa era un enorme caldero en ebullición. A monarca caído, monar-
ca puesto por el emperador, desde España hasta Italia o Egipto y hacia el
norte tendrían lugar acontecimientos tan significativos como la derrota
de Napoleón en Rusia, donde la guerra de guerrillas mostró su enorme
poder en 1812.
Bolívar, que admira al guerrero Bonaparte, no entiende la política de
este. Lo observa tanto en Europa como desde América.
En América, Bolívar conoció a Humboldt y Bonpland, entre otras
personalidades de nombradía. Ellos presentían el traslado de las luchas
desde Europa a Suramérica, pero no veían caudillos y lo decían en pre-
sencia de quien sería el más genial de los caudillos libertadores. Bolívar
los escuchaba y les recordaba que por ahí estaba Francisco de Miranda,
394
Jesús Faría
III
La situación política en América se sentía explosiva, no podía escapar
a los cambios que tenían lugar en toda Europa.
Observando una tormenta sobre el cerro Bolívar, aterradora maravilla,
uno llega a pensar en los días precursores de la Guerra de Independencia.
395
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
IV
Cuando triunfa la Primera República en las colonias de habla hispana
–Venezuela en 1811– este era un país con mucho territorio despoblado.
Como en todas las colonias, una insaciable tropa de clérigos y alguaciles
cobraban impuestos y otros tributos sagrados u oficiales, por puertas,
ventanas, bautizos, entierros, matrimonios, mudanzas, viajes, por fiestas
y velorios. Había que pagar por la vida y por la muerte.
Una lluvia de sanguijuelas había caído sobre América y succionaba
hasta dejar sin vida a los americanos.
Bolívar se había traído a Miranda desde Londres.
396
Jesús Faría
La toma del poder resultó fácil, pues se encontró una fórmula, aprove-
chando la captura de los reyes católicos por las tropas de Napoleón. Sin
embargo, en América no mandaba Napoleón, sino los españoles, mejor
armados que los patriotas, con experiencia militar, duchos en la perfidia
y el halago.
A los realistas, que arrancaron desde Coro, les resultó un paseo derro-
tar a los patriotas minados por traidores en Puerto Cabello y por la falta
de cohesión entre Miranda y sus tropas en el frente central. Bolívar inició
su carrera militar con una seria derrota para los patriotas en un fuerte
importante, como lo era la fortaleza de Puerto Cabello.
Luego, una precipitada capitulación de Miranda, quien confió en los
términos firmados por Monteverde, quien nunca pensaba en cumplir
su palabra, terminaron con la Primera República, cuyo pueblo estaba
atemorizado por un terremoto que destruyó la capital y que los curas
aseguraban a los fieles que era un castigo divino por haber declarado la
independencia. Esta actitud de la Iglesia, que capitalizaba la ignorancia
con fines políticos y militares a favor del rey, había arrancado al genio lo
que se consideró como una “blasfemia” que sería implacablemente casti-
gada por “dios”. Bolívar había dicho sobre los escombros de la capital: “Si
la naturaleza se opone a nuestra independencia, lucharemos contra ella y
haremos que nos obedezca”.
De nuevo las tinieblas, se inicia la implacable venganza contra quienes
habían incursionado de primeros por el mundo de la libertad. A Bolívar se
le permite partir para el destierro gracias a la intervención de un amigo
influyente en las filas realistas.
V
Bolívar toca en Curazao, donde las autoridades lo despojan de dinero
y lo colman de vejaciones para congraciarse con las autoridades espa-
ñolas de Venezuela. En la primera oportunidad Bolívar pone rumbo a
Cartagena, donde es recibido de distintas maneras por las autoridades de
Nueva Granada. Bolívar pide recursos para retornar a la patria, a seguir
la lucha por la independencia. Algo le es entregado, pero se le confina a
Barrancas, bajo la condición de no emprender combates, sin el consenti-
miento de las autoridades militares de Cartagena.
397
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
398
Jesús Faría
VI
¡Cómo había cambiado el mapa político-militar en dos años!
Bolívar es proclamado Libertador. La capital desborda alegría. Sue-
nan fanfarrias y las flores cubren a los libertadores. Y no era para menos,
pero ¿cómo había sido posible empezar, desde tan lejos con tan pocas
tropas y avanzar sin derrotas hasta Caracas?
Bolívar había aprendido, sobre la marcha, el arte militar. Tomó en
cuenta las tácticas de Monteverde en 1812; avanzar con audacia sobre un
rival que espera, que no sale al encuentro. Aquello había perdido a los
patriotas, ahora perdía a los realistas.
Sin embargo, la independencia no estaba sellada y Bolívar lo sabía.
Por los Llanos campeaba un Ejército mandado por Boves, del cual se ha
dicho que era un Ejército realista de clase, algo desconocido en la historia
de las guerras por aquellos tiempos.
Por Oriente habían sido derrotados los realistas, pero entre los vence-
dores de Oriente y los de Occidente faltaba la necesaria unidad, el enten-
dimiento. Los jefes militares de Oriente no reconocían al Libertador
como jefe supremo.
A Bolívar lo consideraban como uno más entre sus iguales, por no
decir uno menos que ellos.
Cuando Boves y su caballería avanzan con salvaje impetuosidad hacia
los valles de Aragua, Bolívar les sale al encuentro, pero es derrotado en
La Puerta.
Caracas pide a los jefes orientales ayuda militar para salvar la patria
amenazada, pero Mariño, Bermúdez, Piar y otros no atienden el llamado
de la patria grande y prefieren permanecer fuertes en la patria chica.
Muy pronto los libertadores tienen que abandonar la capital y ponen
rumbo a Barcelona, por tierra. Una gran masa de civiles lo sigue, pues lo
de guerra a muerte no es cuento, sino una terrible amenaza, tanto para
soldados como para civiles.
399
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
VII
Bolívar vuelve a Cartagena, esta vez con fama ganada en los campos
de batalla, pero derrotado al fin y al cabo, aunque la derrota era tempo-
ral, como lo comprenden los congresantes de Nueva Granada, quienes le
brindan nuevamente apoyo militar.
Sin embargo, los militares de Cartagena, sus viejos rivales, Castillo,
Labatú y otros, se niegan a unir sus fuerzas con aquellas que le han sido
concedidas al Libertador.
De nuevo los enfrentamientos, las rivalidades y los celos políticos
impedían la unidad para enfrentar al enemigo común. Lo de Cartagena
era como una copia al carbón de lo ocurrido en el oriente de Venezuela,
aunque esta vez Bolívar disponía de fuerzas, pero no quiso utilizarlas
en una guerra civil entre colombianos. El Libertador cede nuevamente.
Rechaza el combate fratricida. Prefiere abandonar Nueva Granada y se
va a Jamaica, donde lo espera un exilio de amarga austeridad forzada.
Nadie quiere atender sus planteamientos para reemprender la lucha por
la independencia de su patria.
Bolívar escribe, dialoga y espera hasta desesperar; hasta que, por fin,
el gobierno de Haití, país liberado por los negros esclavos, quienes pelea-
ron valerosamente hasta derrotar a las tropas de Napoleón, le brinda
suficiente apoyo logístico para poner proa a las costas venezolanas. Ya en
tierra firme, El Libertador choca con el enemigo en camino a Caracas, vía
Barcelona, y es rechazado con pérdidas considerables.
De nuevo se enciende la crítica injusta y desproporcionada contra
Bolívar por parte de Mariño, Piar, Bermúdez y otros, quienes lo acusan
400
Jesús Faría
VIII
Bolívar se toma solo el tiempo indispensable para abrir campaña,
esta vez por los llanos de Nueva Granada, donde se une a Santander y se
ponen en marcha. Caen por sorpresa sobre la guarnición de Pantano de
401
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
IX
Consolidadas las posiciones conquistadas en Nueva Granada, El
Libertador retorna a Venezuela y traza los planes para un gran
enfrentamiento.
Mueve sus ejércitos desde Oriente y desde los Llanos hacia el centro
del país, donde por fin concentra una poderosa fuerza.
El enemigo también tenía sus planes y concentró sus efectivos para
un choque, que sería prácticamente decisivo. La llanura de Carabobo se
convirtió en teatro y testigo de dos estrategias militares, dos escuelas.
Aquí, en este lugar ahora sagrado para los venezolanos, Bolívar resultó
superior a sus veteranos enemigos.
En Carabobo triunfó la patria. Aquí fue sepultado un imperio que
había campeado por sus fueros durante más de 300 años.
402
Jesús Faría
X
Por aquellos tiempos Morillo, el “pacificador”, de los vencedores con-
tra Napoleón, escribía al “rey, su señor”, entre otras cosas, las siguientes:
“Nada es comparable a la incansable actividad de este caudillo (se
refería a Bolívar), su arrojo y su talento son títulos para mantenerse a la
cabeza de la revolución y de la guerra”.
“Él es la revolución”.
Así era. A partir de 1810 Bolívar se había convertido en un revolu-
cionario profesional, en funcionario a tiempo completo de la causa de la
independencia. Para él no había otra vida como no fuera el combate por
la libertad.
XI
Liquidado el problema militar en Venezuela, Bolívar vuelve a Nueva
Granada, donde elabora planes para limpiar de godos a Popayán y Pasto.
Limpiada Nueva Granada de enemigos realistas, pasa al Ecuador, por
donde anda su fiel discípulo, guerrero de talento y valor, el joven Antonio
José de Sucre. Aquí los problemas principales quedan resueltos con la
victoria patriótica lograda por Sucre y sus oficiales en Pichincha, 24 de
mayo de 1822.
XII
Ahora Bolívar se detiene para tomar aliento y preparar nuevos planes,
no solo militares, sino fundamentalmente políticos y diplomáticos. Se
produce el histórico encuentro entre Bolívar y San Martín en Guayaquil,
a orillas del Pacífico, 1822.
Aquí se logra el entendimiento, según el cual Bolívar con sus ejérci-
tos avanzarían hasta libertar al Perú, donde los realistas habían reunido
grandes fuerzas y disponían de enormes recursos bien guardados en las
montañas.
403
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
XIII
Ya en el Perú, Bolívar y Sucre se reparten las tareas. Mientras el
Libertador bajaría para liberar Lima y El Callao, Sucre mantendría en
jaque permanente a los realistas, atrayéndolos a una lejana altiplanicie
denominada “Rincón de los Muertos” o Ayacucho. En este lugar chocaron
grandes fuerzas de lado y lado. Y de nuevo, como en Carabobo, la pericia
militar de los americanos compensó la superioridad que le llevaba en
hombres y pertrechos el enemigo.
Con esta victoria patriótica quedaba libre el fabuloso imperio de los
incas, país grande y rico, país de oro y esclavos.
Cuando estaba por terminar la liberación del Perú, Bolívar recibe la
información oficial de que el Congreso de Nueva Granada lo ha destitui-
do del cargo de presidente, argumentando, al parecer, que Bolívar, victo-
rioso en el Perú, se convertiría en un jefe todopoderoso.
Bolívar comenta este hecho con palabras breves y llenas de contenido:
“Felices los que mueren para no ver el final de este sangriento drama.
Y, por triste que sea nuestra muerte, será con seguridad más alegre que
nuestra vida”.
XIV
Con la victoria de Ayacucho, los sueños de independencia y libertad
se convirtieron en realidad. América había roto para siempre las cadenas
de la esclavitud.
Bolívar, El Libertador, emergía ante el mundo como uno de los gran-
des visionarios de la historia.
XV
El día 7 de febrero de 1825, cuando Sucre entró en La Paz, ya la plaza
había sido liberada por los guerrilleros. Y unos días después todo el Alto
Perú quedaría libre por completo.
¡Qué jornada, señores!
¡Desde Cumaná hasta La Paz, combatiendo en terrenos desconocidos,
tomando fortalezas y liberando plazas fuertes!
Liberado el Alto Perú, Bolívar comprende que vendrán problemas
relacionados con la pertenencia de este territorio, asignado al Perú hasta
1778 y, a partir de esta fecha, al Reino de la Plata, es decir, a la Argentina.
404
Jesús Faría
Sin embargo, este problema fue resuelto por los propios habitantes
de este territorio, quienes sobre la marcha convocan un congreso que se
reúne en Chuquisaca y crean la República Bolívar.
Poco tiempo después una delegación del gobierno argentino se reúne
con Bolívar y reconoce la independencia del nuevo país.
En abril de 1825 los tribunales peruanos condenaron a muerte a unos
militares traidores. Hubo peticiones de clemencia ante el Libertador,
pero este se negó a concederla.
Bolívar no olvida los sufrimientos que padecen Puerto Rico y Cuba,
pero los mandos que se han hecho fuertes en Bogotá, Quito y Caracas,
después de quince años de guerras, no respaldan, por los momentos,
tales planes. Habría que esperar.
XVI
Ahora Bolívar prepara el Congreso Anfictiónico de Panamá, sin la
presencia de Estados Unidos.
El Libertador tiene sus planes, pero sus lugartenientes también tie-
nen los suyos.
Bolívar tiene todos los poderes militares y civiles, pero se va despo-
jando de ellos uno por uno.
Preocupan al Libertador otros asuntos: “Observe, usted, atentamen-
te, le dice a su Secretario, en el norte tenemos a Estados Unidos, nuestro
poderoso vecino, cuya amistad con nosotros se basa en la pura aritméti-
ca: ‘Te doy tanto a cambio de que me des el doble’. Estados Unidos ocupa-
ron la Florida. Santander me escribe que apuntan a Cuba y Puerto Rico.
Si los mexicanos se dejan, se tragan Texas y tal vez a México entero. Los
españoles no son ya un peligro para nosotros; el peligro principal son los
anglosajones, que son poderosos, implacables e insaciables”.
Más adelante habla de la mezquindad de los hombres de Gobierno.
Santander se ocupa solo de Nueva Granada, Páez no quiere someterse a
Bogotá, el Ecuador trata de separarse y la situación en el Perú tampoco
es brillante.
Admitía asimismo que “para todos esos Riva Agüero y Torre Tagle,
mantuanos del Perú, nosotros los colombianos, no somos más que unos
despreciables ‘mulatos’ y ‘zambos’, promotores de la igualdad universal”.
405
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
XVII
Ahora bien, ¿cómo están nuestras cuentas con el legado de Simón
Bolívar? Cada clase social tiene su propia óptica de cómo se deben hacer
las cosas para merecer el honor de llamarse bolivariano. Páez y los suyos
se volvieron latifundistas.
Los otros del siglo XIX ya sabemos cómo aprovecharon el poder para
fines personalistas.
En todo caso, no hay un solo gobierno republicano que no haya robado
y permitido el robo, a pesar del Decreto de Pena de Muerte para los ladro-
nes del Tesoro público firmados por Bolívar el día 12 de enero de 1824 y
que todavía está en vigor.
Ahora mismo en esta etapa de gobiernos “democráticos” ha florecido
como nunca el peculado. Los robos y fraudes de los gobernantes suman
miles de millones en cada período constitucional.
Y los ladrones son condecorados. A la sombra de los gobiernos se
cometen los peores abusos contra los intereses nacionales.
Cada cinco años aparecen nuevas colonias, nuevos barrios de lujosas
residencias de venezolanos en Estados Unidos y en otros países. El nom-
bre de Bolívar es usado para fines innobles por políticos corruptos tanto
en Venezuela como en los otros países bolivarianos.
Y los comunistas, ¿cómo se han comportado?
Las personas que organizaron el Partido Comunista de Venezuela,
marzo de 1931, bajo el terror de la tiranía gomecista, tienen un cierto
parecido al Libertador, cuando este se enfrentó al terror de los reyes
católicos y abrazó para siempre la causa de la libertad. Porque Bolívar
en las derrotas no fue comprendido. Aquellos que le retiraron su amis-
tad y su confianza cuando fue designado dictador de Perú, porque sería
demasiado poderoso, fueron los mismos que le negaron ayuda cuando
era demasiado débil.
Bolívar remontó una y otra vez, partiendo de cero, hasta la cumbre de
la victoria. Y cuando murió estaba de nuevo en cero.
Aquel personaje sin recursos de diciembre de 1830 fue y es la más
terrible acusación contra sus enemigos.
406
Jesús Faría
Si Bolívar hubiera sido lo que dicen las historias que quiso ser, nadie
lo habría podido evitar. Y en todo caso, no habría muerto en la pobre-
za, casi solo, sin poder retornar a su patria de nacimiento porque se lo
habían prohibido los gobernantes de turno.
Los comunistas hemos tomado de Bolívar la austeridad, la firmeza
frente al imperialismo, la renuncia de algunos de nuestros dirigentes a la
buena vida por la otra cargada de peligros. También hemos aprendido de
Bolívar el rechazo a las tiranías, con las cuales jamás nos hemos codeado
en paz.
Sabemos que no es fácil ser bolivariano de verdad, porque esto no
es cualquier cosa. De todos modos, sin pronunciar grandes discursos ni
escribir voluminosos tomos, somos uno de los pocos partidos que sigue
con fidelidad los legados del Libertador, en aquellos principios funda-
mentales, sin pretender, claro está, igualar a nuestros mártires con el
genio de América.
En cambio, no pocos hombres de talento metidos a políticos medio-
cres, sí han pretendido asociar a “sus” dictadores con Simón Bolívar.
Tales personajes pertenecen a las clases dominantes. El pueblo trabaja-
dor siempre ha sido y será respetuoso con la memoria de sus héroes.
XVIII
Por último, habría que preguntar, si Bolívar viviera, ¿cuál sería su
conducta hoy?
Por supuesto, no estoy autorizado para responder esta pregunta,
nadie lo está. Sin embargo, después de haber leído historias y biografías,
que es tanto como conocer al Libertador juzgado por amigos y enemigos,
y sabiendo que él rechazaba la lisonja y aconsejaba ser como el personaje
lisonjeado, sí podríamos decir algunas palabras que no comprometen el
respeto que todos estamos obligados a guardar por nuestros héroes.
Si Bolívar viviera, estamos seguros de que combatiría indignado los
robos y fraudes al Tesoro público.
Si Bolívar viviera no habría estado de acuerdo en hipotecar al país con
una enorme deuda externa, sin ninguna necesidad, pues tales compromi-
sos se contrajeron cuando fueron mayores los ingresos al tesoro nacional.
Si Bolívar viviera, por haber sido un guerrero y conocer los sufrimientos
que la guerra trae, sería partidario de la paz entre los pueblos.
407
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
XIX
En cuanto a nosotros, comunistas, que siempre –y no solo hoy–
hemos rendido culto a la doctrina bolivariana en el más puro sentido de
la expresión, que hoy hemos venido a este acto inspirados en una valo-
ración objetiva del rol de los hombres en la historia, hombres y mujeres
que formamos un partido de nuevo tipo por su disciplina y objetivos fina-
les de liberación de los oprimidos y explotados, podemos prometer con
tranquila seguridad que cada año con mayores fuerzas, estudiaremos y
asimilaremos las enseñanzas que se encuentran en las ejecutorias de un
hombre tan ilustre por su desprendimiento y patriotismo como lo fue
Simón Bolívar, El Libertador, guía, visionario y conductor de los pueblos
de América Latina, tanto ayer como hoy y mañana.
Los comunistas, hombres y mujeres de probada abnegación, en nues-
tra lucha permanente también nos guiaremos siempre por la estela lumi-
nosa de nuestro héroe nacional, por su moral cristalina, por su firmeza
ejemplar, por su valor personal en los combates.
408
Jesús Faría
***
I
Queridos amigos y camaradas:
Tuve mis primeras noticias de Gustavo Machado inmediatamente
después del victorioso asalto a Curazao y desembarco y combate en La
Vela de Coro, ambos con un día de por medio, en junio de 1929. En esta
última plaza militar, se decía, y era verdad, había caído muerto en com-
bate el “general” gomecista Laclé.
Los insurrectos encabezados por Gustavo fueron dispersados por la
superioridad militar del enemigo.
Yo era obrero petrolero en Lagunillas, justo 19 años de edad y analfa-
beto como casi todos los de mi generación.
La noticia de los asaltos a Curazao y La Vela nos llegó en forma de una
recluta, no selectiva como en otros años, sino como una redada masiva.
Además, se hablaba de prepararnos para entrar en combate contra los
“traidores a la patria” que pretendían derrocar al “benemérito” fondeado
en el gobierno desde hacía más de veinte años.
Nos retenían dentro de las alambradas de las compañías petroleras a
la espera de suboficiales y armas para partir al frente de guerra.
Sin embargo, el pánico en las filas civiles y militares del gomecismo
cedió paso a una especie de jaquetonería cuando se conoció la escasa
cuantía de hombres y armas de los insurrectos, ya dispersados después
del combate en el puerto veleño.
Este hecho, unido a la actitud de las petroleras que reclamaban el per-
sonal ausente, pues aquella recluta se convirtió, en cierto sentido, en un
paro general, porque los no reclutados andaban huyendo, produjeron la
desmovilización.
409
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Jesús Faría
411
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
era una dicha muy grande, un privilegio para un obrero petrolero, por-
que palpaba en el trato personal que recibía, inclusive cuando se hacía
alguna crítica, el deseo de ellos, el propósito de estimular a los nuevos en
las filas del Partido Comunista.
Con este camarada en la Dirección del Partido y/o en la prisión apren-
dí a no ser rencoroso, a tolerar la crítica con tranquilidad, a no guardar
silencio ante lo que uno considera que no anda bien, a decir a tiempo lo
que uno tenga que decir.
II
Fue solo en 1943, cuando, por fin, se le permite regresar a la patria,
–para entonces había vivido decenios en el destierro– a una persona-
lidad que amó tan profundamente a su Caracas natal, su cerro Ávila, a
los callejones, plazas y parques deportivos y haciendas de sus juveniles
correrías. Esto era así y puedo asegurar que durante los años que estu-
vo en la Cueva del Humo, fortaleza del San Carlos, lo único que llegó
a lamentar fue que desde aquella tumba para hombres vivientes no se
podía mirar esa portentosa belleza natural que es el Ávila.
Por aquellos años juveniles –y durante mucho más– Gustavo era un
hombre físicamente entero, deportivo y fuerte, muy admirado por las
damas. Aquellos años hasta 1950, cuando de nuevo cayó preso y volvió a
ser lanzado al exilio por otros ocho años, disfrutó plenamente la dulzu-
ra del solar patrio, las conexiones con sus grandes amigos. Era algo así
como un desquite bien merecido.
Como se recuerda, el liceísta Gustavo fue el orador de orden en La
Victoria con motivo del primer centenario de la batalla comandada por
José Félix Ribas al frente de las juventudes para detener la furia criminal
de Boves. Esta oportunidad la aprovechó Gustavo para censurar dura-
mente a la tiranía de Gómez, hecho este que le costó –a los dieciseis años
de edad– su primer carcelazo en La Rotunda, con grillos durante año y
medio. Luego vendría el destierro, que sería largo y tormentoso.
Como se deduce de este relato, Gustavo no había podido participar de
la preparación clandestina de la I Conferencia ni en los plenos de dirigen-
tes que precedieron este primer encuentro nacional de los comunistas.
Sin embargo, recuerdo que los delegados a esta Conferencia se referían
412
Jesús Faría
III
Durante su larga vida, Gustavo participó en conflictos como el de
Nicaragua y luego en Curazao y Venezuela, empujado por su gran amor
a la libertad y por su odio a los tiranos. Era una personalidad de acción.
Una noche en Caracas iba al frente de una manifestación, les tiraron
bombas lacrimógenas –creo que fue en 1961 o 1962–, pues bien Gustavo
atrapó una en el aire, como buen pelotero que fue en su juventud, y con
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MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
414
Jesús Faría
IV
Así como a la muerte del tirano Gómez aparecieron comunistas mili-
tando en partidos progresistas, hasta la I Conferencia Nacional, agosto
de 1937, durante el gobierno de Medina Angarita –1941-1945– los comu-
nistas organizaron partidos donde hacían trabajo legal, en defensa de
los trabajadores y en activa lucha contra el fascismo. Estos partidos
marchaban de la mano con el PCV, ilegal hasta octubre de 1945, cuan-
do, reformada la Constitución Nacional, fue eliminada la prohibición del
comunismo.
En la práctica, tanto en Venezuela como en otros países, las históricas
victorias de los Ejércitos soviéticos contra los invasores fascistas habían
creado condiciones para la actividad semilegal de los PC. Y los comunis-
tas, solos o acompañados, habían fundado periódicos como Aquí Está,
Últimas Noticias, El Morrocoy Azul y otros en el interior del país.
Después vendría la Guerra Fría, que se aprovechó para desalojarnos
de importantes posiciones en los medios de comunicación social.
Cuando Gustavo, por fin, puede actuar legalmente en Venezuela, tie-
nen lugar en el PCV indeseables reacomodos y, de repente, nos encontra-
mos en bandos enfrentados.
En estas condiciones se produce el golpe de Estado de octubre de 1945
y, con este, una masiva represión contra los comunistas. Sin embargo,
una parte importante de AD, encabezada por Gallegos y Andrés Eloy,
logran sujetar a Betancourt y a sus militares. Y la legalidad del PCV es
respetada.
Al convocarse a elecciones para Constituyente, voto directo y secreto
para todos por primera vez en lo que va de siglo XX, un grupo encabezado
415
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
416
Jesús Faría
V
Gustavo Machado fue guerrillero, parlamentario ingenioso y siempre
organizador. Tuvo otras actividades en su vida política de setenta años,
pero el trabajo que lo apasionaba de verdad era el de periodista.
Dondequiera que anclaba empezaba a circular alguna publicación
que difundía el marxismo-leninismo, fijando rumbos al pueblo trabaja-
dor, tanto entre los venezolanos como fuera de nuestro país.
En esta larga y fecunda actividad publicitaria, de permanente conde-
na a todo lo podrido, dirigió el periódico El Libertador y otros en México
y, desde su fundación en febrero de 1948, el periódico Tribuna Popular,
órgano del PCV. Por aquellos tiempos era TP una publicación de modes-
tos formatos y circulación, hecha por Gustavo y ayudado por dos o tres
personas más, pues el PCV apenas si tenía una media docena de funcio-
narios a tiempo completo.
¿Recursos monetarios?
Los sueldos de los cuatro congresantes a razón de tres mil bolívares
por mes cada uno.
Este periódico fue el mejor logro del publicista Gustavo Machado,
unas veces clandestino otras veces legal; unas veces como semanario y
durante años como diario de gran circulación. Siempre jugó un rol de
certero orientador revolucionario, como lo demostró muchas veces, en
particular en su edición del 24 de septiembre de 1948, cuando denunció
el “golpe frío” hasta en sus detalles, así como a los golpistas encabezados
por Marcos Pérez Jiménez. Y a los dos meses exactamente se produjo el
derrocamiento del presidente Gallegos, un golpe frío, pues los preparati-
vos del partido de gobierno para contrarrestarlo no funcionaron.
VI
Preso de nuevo en 1950, Gustavo fue expulsado en 1951. Y de inmedia-
to empezó en Ciudad de México la publicación de Noticias de Venezuela,
quincenario cargado de informaciones de las prisiones y de la resistencia
interna, en cuyas páginas tomó forma práctica la idea de la unidad de
las fuerzas democráticas para derrocar la tiranía de Pérez Jiménez. Este
mismo rol lo jugaba Tribuna Popular en el interior, en la más rigurosa
clandestinidad, donde se reproducían materiales escritos por Gustavo
desde el exterior.
417
MI LÍNEA NO CAMBIA, ES HASTA LA MUERTE
VII
En los calabozos para castigados de la fortaleza San Carlos, llama-
dos Cueva del Humo, fue cuando conviví con Gustavo y lo conocí mejor.
Preso valeroso, alegre, optimista como ninguno, por encima de cuantos
conocí, que no son pocos.
Siempre jovial en el trato con los otros presos, atento a la salud de los
compañeros. Generoso. Sus encomiendas eran para todos. Cinco años
estuvo Gustavo en esta prisión. Y nunca se le oyó un reclamo ni una queja
418
Jesús Faría
VIII
La conocida y extrema honestidad de Gustavo en cuestiones de dinero
fue demostrada a lo largo de toda su vida, inclusive en Curazao, donde
se negó a tomar el dinero indispensable para alimentar a sus soldados.
Aunque circuló una leyenda según la cual el dirigente comunista era
multimillonario.
Nada más falso. Gustavo seguramente en su remota juventud tuvo
dinero, pero aquella herencia desapareció muy pronto, en parte consumida
por planes revolucionarios que, a lo largo de la historia, siempre necesitan
algunos recursos para movilizarse y alimentarse. Pero el Gustavo funcio-
nario político a tiempo completo fue austero, un hombre que sabía llevar
la estrechez económica en silencio. Me consta que entre los miembros del
BP del CC, Gustavo era el que siempre carecía hasta de un fuerte. Y sufría
cuando algunas personas le pedían ayuda y se veía en la necesidad de
confesarles que no tenía dinero. Y, por supuesto, en muchos casos creían
que no decía la verdad. Ahora los funcionarios del PCV reciben un sala-
rio, pequeño, es cierto, pero algo se recibe.
En cambio, Gustavo durante decenios fue un funcionario sin salario
ni ración. ¿Cómo podía vivir así? Sus parientes y amigos lo ayudaban con
ropa y algo para el techo y el pan.
Automóvil le fue asignado a Gustavo muy tarde.
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IX
Resulta interesante saber que la victoria de los sandinistas llegó el 19
de julio, día del nacimiento de Gustavo, lo cual nos permite asociar ambos
acontecimientos hoy cuando el imperialismo yanqui mantiene un criminal
acoso, una guerra no declarada contra los patriotas de Nicaragua, pues
Gustavo vivió pendiente de los acontecimientos en este país agredido una
y otra vez por Estados Unidos.
El escritor y poeta laureado Miguel Otero Silva, amigo y compañero
de armas de Gustavo, cuando recibió el Premio Lenin de la Paz, destinó
el dinero que acompaña a este honor para la construcción de un monu-
mento a Sandino en Caracas. Y se fijó el día 19 de julio de 1983 para la
inauguración. Deberían hablar en el acto varias personalidades, incluido
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nes luchan por la libertad, por la paz entre los pueblos y por el progreso
social.
¡Así era Gustavo! Y así queremos que sea nuestro partido comunista
y nuestra juventud comunista, fieles seguidores del inolvidable patriota
que fue Gustavo Machado.
Caracas, 22 de julio de 1984
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CAPÍTULO XII
DISCURSO PRONUNCIADO
POR MIGUEL OTERO SILVA EN LA CELEBRACIÓN
DE LOS setenta AÑOS DE JESÚS FARÍA
Amigos y amigas:
El 27 de junio de 1910 nació en un caserío del estado Falcón que no
menciona mapa alguno, un niño que habría de llamarse Jesús Faría. Tal
como pauta la estrella determinista de casi todos los hijos del pueblo
venezolano, el héroe primordial de esta historia fue la madre. La madre
de Jesús Faría era una campesina que tuvo seis hijos y abrazó como
misión sobre la tierra la de no dejarse arrebatar esas seis vidas por una
muerte que como sombra les seguía los pasos.
La naturaleza circundante eran arenales estériles, eriales amarillen-
tos y quebradas resecas. El único verdor se agazapaba en la hostilidad
espinosa de los cardones y cujíes. La infancia de Jesús Faría y sus herma-
nos fue una lucha a brazo partido contra las niguas y los piojos, contra el
paludismo sin quinina y el hambre sin casabe. Se perdían descalzos entre
los tunales a cazar iguanas, vagaban desnudos por los médanos en ras-
treo de peces muertos que arrojaba el mar, pilaban las raíces de los cujíes
para alimentarse, la madre caminaba solitaria leguas enteras en busca de
una medicina o de una totuma de maíz. En esa lucha desigual contra la
miseria, las enfermedades y el hambre se mantuvo de pie aquella mujer
durante más de diez años. Al cabo de ellos había salvado cinco de las seis
vidas que los dioses le habían confiado, ya que el otro hijo se le murió de
tantas privaciones.
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Amigos y amigas:
En el transcurso de la biografía de este país nuestro que tanto ama-
mos han sucedido a cada paso hechos y situaciones capaces de deprimir
el ánimo y empañar la esperanza: brotes de iniquidades y corrupciones,
estallidos de resentimientos y traiciones, atropellos de tiranos y poten-
tados. No falta quien afirme que las generaciones posteriores a la de los
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ANEXOS
En la década de los cuarenta, como dirigente máximo de los obreros petroleros
del país.
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En las oficinas del Ministerio del Trabajo, defendiendo los intereses de los obreros
petroleros. Lo acompañan los camaradas Max García, Manuel Taborda, Millán y
Pedro Ortega Díaz (de izquierda a derecha).
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Junto a Gustavo Machado y Luis Emiro Arrieta, durante un pleno del Comité
Central del PCV (1958).
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A su llagada a Moscú, después de ser expulsado del país por el gobierno de Raúl
Leoni en marzo de 1966.
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En amena charla con Luis Moreno, cuñado y leal amigo de toda la vida, y Héctor
Mujica, candidato del PCV durante la campaña presidencial de 1978.
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“Cheché” Cortez, Pedro Ortega Díaz, un dirigente del PCUS de visita en Caracas,
Jesús, Eduardo Gallegos Mancera, Radamés Larrazábal y Héctor Mujica (de
izquierda a derecha), miembros del BP en los años ochenta.
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Jesús acompañado de sus hijos Gelasio, Jesús Germán, Carlos Rafael y Euro (de
izquierda a derecha).
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Bolivariano y leninista.
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Su principal pasatiempo,
después de la lectura, era el
ajedrez. Aprendió en la cárcel a
mover las piezas y llegó a jugarlo
muy bien.
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Representando a su partido en
una Conferencia Internacional de
partidos comunistas.
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En los talleres de la xxxx
se terminó de imprimir
esta obra en diciembre de 2014
CA RA C A S- VE N E ZUE L A
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