La expresión validez del derecho posee dos acepciones principales: una jurídico- técnica, y otra metajurídica o filosófica. El objeto de este capítulo consiste en fijar la primera de las dos significaciones aludidas. Validez, en sentido jurídico-formal. Comúnmente se dice que una ley es válida cuando ha sido debidamente promulgada, y que su validez subsiste mientras no sobreviene una causa de derogación. Las Constituciones de los diversos Estados encierran por lo general una serie de reglas sobre el modo de creación de las leyes. El conjunto de actos que los órganos correspondientes realizan en el desempeño de la función legislativa, denomínase proceso de elaboración del derecho. Cuando, en sentido jurídico-formal, se aplica el atributo de validez a un precepto cualquiera, lo que pretende expresarse es que el precepto existe. Un proyecto de ley aprobado por los órganos legislativos, y sancionado por el ejecutivo, adquiere fuerza obligatoria en el momento mismo de su publicación, o a partir de la fecha que en este acto se indica. Desde este instante, el precepto nace a la vida jurídica. Lo anterior significa que la norma entra a formar parte del orden jurídico total, y que representará en lo futuro una formulación concreta de la voluntad del Estado. La nueva norma puede ser ya imputada a éste, y la conducta que la misma exige deviene obligatoria. No importa que la ley en cuestión no sea conocida por todos los destinatarios, y su imperatividad no sufre mengua si las personas obligadas consi deran el precepto como una exigencia arbitraria. Desde el punto de vista formal, el reconocimiento o desconocimiento de una norma no destruye su validez. Ésta no se funda en el hecho real de la observancia, sino en la norma fundamental llamada Constitución. Los preceptos del derecho pretenden valer de manera absoluta; de aquí que el legislador no tome en cuenta si los destinatarios reconocen como justa y legítima la conducta que de ellos se exige. No sólo las normas j urídicas, también las convencionales, religiosas y estéticas, aspiran a la incondicional observancia, y preséntanse ante los individuos como deberes ineludibles. Por esto es falso que las normas de la moda y la etiqueta, y, en general, los convencionalismos sociales, sean simples invitaciones, cuyo cumplimiento o violación se deje al arbitrio de la gente. La absoluta pretensión de validez es atributo esencial a todo principio heterónomo. Validez y vigencia. ¿Es correcto atribuir el calificativo de validez a las leyes que fueron promulgadas de acuerdo con los procedimientos y requisitos que establece la norma fundamental? Sin duda sería más propio decir solamente que tales leyes existen, o que tienen vigencia. Estas dos últimas denominaciones expresan lo mismo. Decir que una ley debidamente promulgada tiene validez, constituye (desde el punto de vista formal) un pleonasmo. Pues lo que quiere darse a entender es que el precepto forma parte del ordenamiento jurídico, y que constituye una formulación concreta de la voluntad del Estado. El juicio que dice: "tal ley fue debidamente promulgada", y el que expresa: "tal ley existe", indican a la vez que la norma en cuestión es obligatoria, ya que la imperatividad se halla indefectiblemente unida a la existencia del precepto. El lapso que media entre el momento en que una ley entra en vigor y el de la derogación, denomínase época de la vigencia. Puede decirse, por tanto, que una ley está vigente mientras la conducta que la misma ordena constituye un deber ser jurídico. Positividad o facticidad. Ciertos autores expresan el mismo atributo diciendo que la norma es positiva, o que forma parte del derecho positivo. Por derecho positivo suele entenderse el conjunto de normas jurídicas que regula efectivamente la vida de un pueblo en un determinado momento histórico (G. del Vecchio.) Esta definición contiene un nuevo elemento, que no existe en los conceptos de validez y vigencia. El calificativo de positividad no se aplica a todo sistema jurídico, sino únicamente al conjunto de normas que regula de un modo efectivo la vida de una colectividad en determinado período de su historia. En el concepto que ahora examinamos hállase implícita una nueva nota: la de facticidad. Para que un derecho pueda ser llamado positivo, no basta que sus normas sean jurídicamente válidas (esto es, que hayan sido establecidas de acuerdo con las disposiciones de la suprema); exígese asimismo que a tales normas responda una conducta, en consonancia con el deber que las mismas formulan. Sin parar mientes en las diferencias de significación que hemos señalado, innumerables tratadistas usan los términos positividad y vigencia cual si fuesen sinónimos, lo que a menudo provoca lamentables confusiones. Con frecuencia, sobre todo, confúndese el atributo formal de validez con el hecho real de la observancia. Muy difundido se halla el prejuicio de que una norma de derecho positivo, para merecer tal designación, debe ser cumplida efectivamente por sus destinatarios. Se hace así depender la validez de la norma (que es un postulado de la ciencia jurídica), de un fenómeno real sociológico, a saber: el hecho del cumplimiento. Kelsen ha formulado en sus libros enérgicas protestas contra tal confusión terminológica. La eficacia de las leyes -en cuya ausencia sería imposible atribuir el califi cativo de positividad a un orden cualquiera- no consiste en la observación universal o indefectible; pues un derecho que siempre fuese obedecido, sin excepción ninguna, perdería su carácter esencial. Las normas, sean de la especie que fueren, ordenan una conducta que debe ser en todo caso, pero que, de hecho, puede algunas veces no ser cumplida. Los preceptos jurídicos carecerían de todo sentido, si no existiese, en relación con ellos, la posibilidad de una violación. Inviolables son las leyes de la naturaleza, no las normas. La positividad (nosotros preferimos decir facticidad) sólo puede consistir en la observancia más o menos general, nunca total, del derecho. Repre senta una zona intermedia de aplicación, que nunca llega hasta el límite máximo de cumplimiento absoluto, ni puede descender tampoco gasta el ínfimo de inobservancia completa (Kelsen). Un precepto que nunca fuese observado por los particulares ni aplicado jamás por la autoridad, perdería su carácter normativo. Algunas veces, el derecho escrito es derogado por la costumbre (desuso, practica en contrario, etc.). Tal fenómeno es muy semejante al que Jorge Jellinek denominó fuerza normativa de los hechos (die normative Kraft des Faktischen). Los resultados de ambos procesos son opuestos, pero sus causas son idénticas. En el primer caso, la repetición constante de un determinado acto (costumbre), da nacimiento a un deber ser, a una norma; en el segundo, la inobservancia completa de un precepto hace de éste una simple enunciación teórica, desprovista de significación normativa. La sola falta de cumplimiento, por parte de los obligados, no destruye, sin embargo, la validez jurídico-formal de una norma. Es necesario, además, que el precepto deje de ser aplicado por las autoridades. La experiencia ofrece muchos ejemplos de leyes que fueron siempre transgredidas, pero cuya aplicación coactiva se llevó a efecto de manera constante. Y es que los imperativos del derecho no se dirigen exclusivamente a los particulares, sino también a los órganos del Estado que han de aplicarlos. Mientras una norma es aplicada, su carácter normativo subsiste, aun cuando los individuos la violen siempre. Tal circunstancia no destruye su validez formal. Claro es que la ley de que se trata puede ser injusta, y que si se la juzga desde otro punto de vista, aparecerá probablemente como una exigencia reprobable. Pero éste es un problema distinto, que con toda extensión estudiaremos en los siguientes capítulos del presente ensayo. Validez de los actos jurídicos. El término validez no se aplica exclusivamente a las normas de carácter general, sino también a los actos jurídicos concreto. En tal sentido se dice, por ejemplo, que un testamento es válido, o que tal o cual contrato puede ser invalidado. Con ello quiere indicarse que el acto fue, constituido de acuerdo o en desacuerdo con las normas del derecho vigente. De tal concordancia o discrepancia dependen la validez, las consecuencias y en ciertos casos, la nulidad absoluta o relativa del acto. Cuando faltan ciertos requisitos esenciales, cuya ausencia hace imposible el nacimiento de la figura jurídica que se quiso crear, dícese que el acto es inexistente. La palabra acto es empleada entonces en su acepción vulgar, y el calificativo inexistente significa que el acto en cuestión no existe para el derecho y, por ende, que carece de todo efecto. La distinción entre nulidades relativas y absolutas se funda en la gravedad de las causas de invalidez, y en la posibilidad o imposibilidad de corregir los defectos de que el acto adolece (vicios del consentimiento, falta de capacidad, ilicitud del objeto contractual, etc.) En todos estos casos, el criterio sobre anulabilidad, validez o inexistencia hay que buscarlo en la ley. Trátase, pues, de un criterio meramente formal, el mismo que permite llamar válido a un precepto expedido de acuerdo con las disposiciones de la norma suprema. Imputación normativa. La relación entre los actos jurídicos y sus consecuencias es siempre establecida por una norma que enlaza las segundas a los primeros. Tal enlace denomínase imputación normativa (Kelsen). Es una operación lógica que consiste en referir un acto a una norma, o en atribuir a un hecho cualquiera determinadas consecuencias. Los hechos jurídicos o son actos humanos, o fenómenos naturales. Las consecuencias, en cambio, únicamente pueden consistir en acciones del hombre (ya que no tendría ningún sentido dictar normas a la naturaleza). La expresión consecuencia de derecho debe ser preferida al término efectos. Efecto es el resultado de una causa; constituye un eslabón dentro de un proceso causal. Las consecuencias jurídicas, en cambio, sólo pueden ser imputadas al acto merced a una operación lógica; no son efecto necesario de un fenómeno anterior (causa), sino enunciación de un deber ser, cuya existencia se hace depender de un determinado hecho jurídico. Una norma establece, por ejemplo, "los contratos legalmente celebrados deben ser puntualmente cumplidos". El cumplimiento del contrato, mejor dicho, la obligación de cumplirlo, es una de sus consecuencias. Si he recibido una suma en préstamo, estoy obligado a devolverla, llegada la fecha del vencimiento. El deber jurídico de la devolución (consecuencia), impútase al acto contractual, porque así lo establece un determinado precepto. El que yo devuelva el dinero que me fue prestado, no es efecto natural y necesario del mutuo, sino conducta realizada en consonancia con un deber. La mejor demostración de que entre el acto y sus consecuencias no hay una relación de necesidad, está en que las últimas dejan algunas veces de realizarse. En todo caso estoy obligado a cumplir con mis deberes jurídicos; pero, de hecho, puedo dejar de cumplirlos. A esta nueva situación (la falta de cumplimiento) enlaza la ley consecuencias nuevas: si el acreedor hace valer su derecho de acción en contra del deudor, los tribunales deben dar entrada a la demanda, emplazar a las partes, dirigir la controversia y, en su caso, fallarla. La sentencia que en el litigio se pronuncie, provocará, á su vez, ulteriores consecuencias, la última de las cuales consiste eventualmente en la ejecución (a falta de cumplimiento voluntario de la sentencia). Delegación de unas normas en otras. No sólo es posible enlazar entre sí actos y consecuencias, sino relacionar de igual modo las diversas normas que integran el orden jurídico. El enlace entre los preceptos del derecho efectúase en virtud de una delegación. La Constitución de un Estado prescribe, por ejemplo, que tales o cuales materias sean reglamentadas por una ley ordinaria. En este caso, la norma fundamental delega en una norma común la facultad de regular determinadas situaciones. Otras veces, la delegación es hecha por una ley en un reglamento. Hay delegaciones de norma a norma y de autoridad a autoridad; pero las de esta clase sólo son legítimas si se apoyan en los preceptos del derecho vigente, de lo cual se sigue que toda delegación descansa, en última instancia, sobre las disposiciones de la norma suprema. Frecuentemente, un precepto remite a otro de inferior categoría, que determina la conducta que en tales o cuales circunstancias debe ser observada por los destinatarios. La norma superior hace algunas veces una delegación pura; otras, señala los límites dentro de los cuales ha de moverse la norma delegada, e indica los criterios de que el legislador debe servirse. Las de la primera especie, es decir, las que establecen una simple delegación, son llamadas por los teóricos alemanes normas en blanco (Blankettrechtuiztze). La delegación tiene efecto entre preceptos de diferente categoría. La norma delegada hállase subordinada a la delegante; ésta se encuentra supraordinada a aquélla. Las normas jurídicas pueden tener también el mismo rango; dícese entonces que se hallan coordinadas. Las constitucionales, por ejemplo, encuéntranse coordinadas entre sí, pues su rango es idéntico. Las relaciones de supra y subordinación permiten el establecimiento de una jerarquía normativa. Tal jerarquía constituye el orden jurídico, o sea el complejo total de los preceptos de un derecho positivo. El orden jerárquico de las normas. El problema del orden jerárquico normativo fue planteado por vez primera en la Edad Media, siendo poco después relegado al olvido. En los tiempos modernos, Bierling resucitó la vieja cuestión. El mencionado jurista analiza la posibilidad de establecer una jerarquización de los preceptos del derecho, y considera ya, como partes constitutivas del orden jurídico, no solamente la totalidad de las normas en vigor, sino la individualización de éstas en actos como los testamentos, las resoluciones administrativas y las sentencias judiciales. El desarrollo de las ideas de Bierling y la creación de una teoría jerárquica de las normas, débese al profesor Vienés Adolph Merkl. Hans Kelsen ha incorporado a su sistema la teoría de su colega, y el profesor Verdross, otro de los representantes famosos de la misma escuela, ha llevado a cabo interesantes trabajos sobre el propio tema. En los renglones que siguen expondremos las ideas de Merkl. La "Stufentheorie" es de interés para nuestro estudio, ya que, como veremos más tarde, indica en qué forma deben ser resueltos los problemas relativos a la validez jurídica de actos y normas. Teoría jerárquica de las normas. Es un error muy difundido entre legos y doctos -dice Merkl- el que consiste en creer que el orden jurídico se agota o resume en un conjunto más o menos numeroso de preceptos de general observancia. Al lado de las leyes, mejor dicho, subordinados a ellas y por ellas condicionados, aparecen los actos jurídicos en su infinita variedad y multiplicidad. Tales actos no son otra cosa que individualización de preceptos generales, como decía Bierling. Merkl da a dichos actos la designación de normas especiales o individualizadas, para distinguirlos de las leyes, a las que llama normas generales o abstractas. Unas y otras forman el orden jurídico total. El precepto que establece: "en tales circunstancias, el arrendatario de una finca urbana está obligado a ejecutar X obras, o a indemnizar al arrendador por los deterioros que sufra el inmueble", es una norma general. Es también un principio abstracto que cabe aplicar a un número ilimitado de situaciones concretas. En cambio, la sentencia que resuelve: "el inquilino Fulano está obligado a ejecutar, en un plazo de un mes, estas o aquellas obras en la casa Y, o a pagar al propietario Mengano tantos pesos, a título de indemnización por tales o cuales deterioros que la finca presenta", es norma individualizada. La sentencia de nuestro ejemplo no se refiere ya a un contrato de arrendamiento in abstracto, sino a un negocio jurídico concreto, del cual derivan ciertas consecuencias. Es exacto hablar de individualización o personificación de preceptos generales, ya que éstos se refieren a conceptos de clase (propietario, arrendador, aparcero, etc.), en tanto que los actos jurídicos crean relaciones de derecho entre personas realmente existentes (la sociedad X, el comprador Z, el acreedor hipotecario Y, etcétera). El proceso merced al cual una situación jurídica abstracta transfórmase en concreta y una norma general se individualiza, denomínase aplicación. Si examinamos el derecho a la luz de su aplicación, descubriremos -dice Merkl- el criterio que permite establecer una ordenación jerárquica entre las diversas normas de aquél; y entre éstas y los actos jurídicos. La concepción del derecho como conjunto de preceptos generales es una concepción estática; la que ve en él un proceso incesante de creación y apli cación, tiene carácter dinámico. Sólo la última es capaz de brindarnos una imagen fiel de la vida jurídica, y es la única que explica cómo las reglas abstractas que los códigos formulan trascienden a la práctica, haciendo posible la actualización del derecho. (Echando mano de expresiones aristotélicas, cabría afirmar que toda disposición abstracta encierra en potencia una serie infinita de normas concre tas ,y que todo acto jurídico es actualización de un precepto general.) El proceso de aplicación es una larga serie de situaciones jurídicas, que se escalonan en orden de generalidad decreciente. Toda situación jurídica concreta hállase condicionada por una norma abstracta. Las normas de general observancia, que en relación con los actos jurídicos son condicionantes, hállanse a su vez condicionadas por otros preceptos de mayor rango. Una norma es condicionante de otra cuando la existencia de ésta depende de la de aquélla. Los actos jurídicos son condicionados por las normas del derecho, porque tanto la formación, cuanto la validez y consecuencias de los mismos derivan de dichas normas, y en ellas encuentran su fundamento. La existencia de un contrato, por ejemplo, está condicionada por ciertas dispo siciones de carácter general, que establecen las formas de contratación, las reglas de capacidad, los requisitos de validez y las consecuencias jurídicas de los diversos negocios. Un negocio jurídico concreto, que en relación con tales normas se halla en un plano de subordinación, constituye, sin embargo, en relación con las partes, y por lo que toca a las consecuencias de la operación, una norma o conjunto de normas determinantes. En este sentido se dice que los contratos son ley para las partes (lex inter partes). Dicha ley (norma individualizada, según la terminología de los juristas vieneses) es condicionante de las consecuencias del negocio, las cuales, a su vez, se hallan condicionadas por ella. Toda norma condicionada constituye, relativamente a la condicionante de que deriva, un acto de aplicación. El orden jurídico es una larga jerarquía de preceptos, cada uno de los cuales desempeña un papel doble: en relación con los que le están subordinados, tiene carácter normativo; en relación con los supra-ordinados, es acto de aplicación. Todas las normas (generales o individualizadas, abstractas o concretas) poseen dos caras, como la testa de Jano: si se las examina desde arriba, aparecen ante nosotros como actos de aplicación; si desde abajo, como normas. Pero ni todas las normas ni todos los actos ofrecen tal duplicidad de aspecto. El ordenamiento jurídico no es una sucesión interminable de pre ceptos determinantes y actos determinados, algo así como una cadena compuesta por un número infinito de eslabones; sino que tiene un límite superior y otro inferior. El primero denomínase norma fundamental; el segundo está integrado por los actos finales de ejecución, que ya no son susceptibles de provocar ulteriores consecuencias. La norma suprema no es un acto, pues, como su nombre lo indica, es un principio límite, es decir, norma sobre la que no existe ningún precepto de superior categoría. Por su parte, los actos postreros de aplicación carecen de significación normativa, ya que representan la definitiva realización de un deber jurídico (un ser, por consiguiente). La aplicación puede consumarse voluntaria o coactivamente. La actualiza ción voluntaria denomínase cumplimiento; la coactiva, que los órganos del poder efectúan, se llama ejecución o castigo , según los casos. La ejecución y el castigo son las dos formas principales de sanción. Cuando el deber ser enunciado por un precepto se actualiza, el precepto pierde, frente al acto, su carácter de norma. La aplicación normativa constituye un puente tendido entre dos mun dos: el axiológico del deber ser y el de las realidades. Todo deber, al ser cumplido, penetra en la esfera del ser. En el acto de la aplicación consúmase dicho tránsito. Aclaremos con un ejemplo las anteriores afirmaciones. El precepto según el cual quien ha recibido una suma en préstamo debe devolverla al llegar el día del vencimiento, representa, en relación con el mutuatario, un deber de índole jurídica. Si he recibido veinte pesos prestados, obligado estoy a la devolución. El deber que el precepto establece, vale para todos los casos posibles, y su validez no sufre mengua si no cumplo con el contrato. Pero sí lo cumplo, la norma pierde, en relación con mi conducta, toda fuerza normativa, ya que no tendría sentido afirmar que debo hacer lo que ya hice, o que estoy obligado a devolver una suma que ya he devuelto. Las normas valen frente a los casos futuros, no frente a los consumados. Claro es que una norma puede servir como criterio para juzgar sobre la legitimidad o ilicitud de una acción pasada; con gran frecuencia se dice, por ejemplo, que tal o cual acción fue ilegal, o que determinado proceder fue injusto. En tales ocasiones, el precepto úsase simplemente como regla de apreciación o estimación de una conducta. Si ésta concuerda con la norma, dícese que es legítima; si se opone a ella, háblase de ilicitud o ilegitimidad. Pero no es a esta forma de aplicación a la que antes hacíamos referencia. En nuestro concepto, una norma es aplicable a un caso concreto, solamente mientras subsiste su capacidad normativa. Pero como la capacidad o virtua lidad normativa desaparece automáticamente con el cumplimiento del deber que el precepto formula, dicho precepto no vale ya como norma ante el 'caso concreto, aun cuando se le emplee como medida de valor del propio caso. Hay que distinguir, pues, con todo ciudado, la virtualidad normativa de un precepto, del uso de éste como criterio de legalidad. Reglas sobre validez. Veamos ahora si la "Stufentheorie" de Merkl y Kelsen permite resolver los problemas que se suscitan en relación con la validez formal de actos y normas. Hemos dicho que los preceptos del derecho se enlazan entre sí de modo jerárquico, y que la existencia de cada uno de ellos está condicionada por la de otro superior. Tales relaciones de condicionalidad o determinación son precisamente las que hacen posible el establecimiento de una jerarquía. De ellas deriva, asimismo, el criterio de validez. Un acto de ejecución es jurídicamente válido cuando se funda en una norma válida (el auto o mandato de ejecución). Dicho mandato revélase como una consecuencia jurídica, dentro de un juicio (en relación con la falta de cumplimiento voluntario), y hállase condicionado por la sentencia respectiva. La sentencia descansa sobre una serie de normas generales, y la validez de éstas deriva de la norma fundamental. Síguese de aquí que todo acto de aplicación se apoya de modo mediato o inmediato en la Constitu - ción. Las leyes constitucionales son los cimientos sobre los cuales se eleva el edificio del orden jurídico. De todo lo anteriormente expuesto es posible desprender los siguientes principios, que valen para cualquier caso: I. Un acto jurídico es válido si representa la aplicación de una norma válida. II. Una norma individualizada es válida, si es aplicación de una norma general válida. III. Una norma general es válida, si constituye una aplicación de la norma suprema. IV. La validez de la norma fundamental no depende de ninguna norma jurídica superior. Positivismo ingenuo y positivismo critico. Pero, se preguntará: ¿cuál es el fun- damento de la norma limite? ¿De qué principio deriva la validez del orden jurídico total? Los interrogantes anteriores han sido contestados en muy diversas for mas. Analizaremos en primer término la solución del jurista Bergbohm. El citado autor intenta solucionar la cuestión recurriendo al factum de la positividad. Un derecho vale dice Bergbohm- si se halla efectivamente en vigor. He aquí un brevísimo resumen de esta tesis, a la que Verdross llama pantivismo ingenuo, para distinguirla del positivismo crítico de Kelsen: El derecho es un fenómeno histórico, un suceder real. Este suceder con viértese en fenómeno jurídico cuando aparece bajo la forma del derecho. Hay un criterio formal, que permite distinguir el derecho histórico o positivo del ideal o deseado. Tal criterio nos lo brinda el concepto de competencia. Toda norma estatuida por un poder competente es jurídica; todo derecho establecido por un poder legítimo es derecho positivo. Al hacer las precedentes afirmaciones, incurre Bergbohm en contradic ción, destruyendo de modo automático su tesis originaria; pues si el derecho sólo vale cuando es impuesto por un poder competente, síguese de aquí que su validez no descansa en el hecho material del poder, o en la vigencia efectiva del orden jurídico, sino en la norma o conjunto de normas que establecen la competencia del gobernante. Luego no es el factum de la positividad el que legitima los mandatos de aquél, sino el principio que hace del mismo un poder legítimo. Ahora bien: todo quicio sobre competencia o incompetencia presupone la existencia de una norma. La competencia no es un hecho natural, sino una creación normativa. En la esfera de lo natural no hay poderes competentes o incompetentes; por esto es paradójica la sentencia de Spinoza: "en el estado de naturaleza, el derecho de cada uno se extiende hasta donde alcanza su poder." Para justificar un derecho cualquiera, no basta decir que es eficaz; hay que demostrar que es legítimo. Pero hablar de legitimidad equivale a suponer la preexistencia de un orden normativo. Y si tal orden existe, hay que descubrir el fundamento de su validez. En otros términos: hace falta. saber qué principio permite considerar como válida la norma fundamental. La norma fundamental hipotética de la teoría kelseniana. Algunas veces es posible referir una constitución vigente a otra u otras anteriores, y encontrar en las últimas el fundamento de la primera. El derecho positivo establece las reglas de su propia creación, y éstas no se refieren exclusivamente a las leyes ordinarias, sino también al establecimiento de normas constitucionales. Si imaginamos una serie de constituciones sucesivas (cada una de las cuales hubiese sido establecida de acuerdo con los preceptos de otra anterior), podemos remontarnos hasta una constitución originaria, en la que hallarían su apoyo todas las ulteriores. Kelsen llama a esta primera constituci ón norma fundamental originaria. La experiencia nos enseña, sin embargo, que en la historia de los Estados no existe un orden jurídico uniforme, una sucesión regular de constitucio nes. Por regla general, la historia política de cada Estado registra revolu ciones numerosas, muchas de las cuales provocaron la ruptura violenta del orden jurídico. No obstante, la unidad del Estado puede sostenerse, pese a los cambios de régimen producidos por los movimientos revolucionarios, cuando se admite la existencia de un orden jurídico supraestatal. Si se acepta el primado del orden jurídico internacional, queda a salvo el principio de la unidad del Estado. De acuerdo con una norma tácita de derecho internacional público, la revolución victoriosa es considerada cromo procedimiento extraordinario de reformas al orden existente. Cuando una revolución triunfa, y substituye un orden jurídico por otro distinto, los demás Estados suelen manifestar si reconocen o no al nuevo gobierno. Tal reconocimiento constituye en última instancia la aplicación de la norma tácita a que alude el jefe de la Escuela Vienesa. Dicha norma explica jurídicamente los movimientos revolucionarios, y permite al mismo tiempo darles justificación. Pero la ingeniosa doctrina de Kelsen desplaza simplemente el problema de la validez del derecho. Ya sea que se afirme la supremacía del orden internacional o que se acepte el primado del orden jurídico nacional, la antigua dificultad subsiste, pues en ambas hipótesis se trata de normas originarias que es imposible justificar de modo jurídico. No queda otro remedio que suponer su validez, como lo hace el profesor austríaco. Pero ello equivale a renunciar a la solución del problema. Kelsen nos dice que la norma fundamental es una hipótesis. Examine mos hasta qué punto tal denominación es correcta. El procedimiento hipótético desempeña un importantísimo papel en las ciencias físicas y matemáticas. Desde el punto de vista científico, la hipótesis puede ser definida como anticipación a una ley natural. A fin de explicar los fenómenos de la naturaleza, el investigador imagina una relación hipotética, es decir, supone que los fenómenos en cuestión se relacionan en determinada forma. Esta relación adquiere el carácter de principio científico cuando la experiencia de muestra que las relaciones reales del mundo físico coinciden con ella. Sí guese de aquí que toda hipótesis, para ser válida, debe ser confirmada por la realidad. La expresión kelseniana: norma fundamental hipotética, no puede ser interpretada del mismo modo. Tal norma es, por definición, un mandato o imperativo. Pero un imperativo no puede ser comprobado o destruido por la experiencia, como Kant lo demostró. La hipótesis jurídica de Kelsen no es, pues, una hipótesis científica. El jefe de la Escuela Vienesa emplea el término en su acepción vulgar (como suposición o, mejor dicho, como postulado de su construcción normativa). Ahora bien: la teoría del derecho positivo puede partir de la admisión de esa norma hipotética fundamental; pero una filosofía del derecho debe ir aún más lejos, y descubrir cuál es el principio metajurídico en que se apoya o descansa la validez de las leyes. Kelsen establece con diáfana claridad la distinción entre validez y eficacia, y demuestra la imposibilidad de fundar aquélla en ésta. En el fondo de la doctrina kelseniana late el anhelo de justificación del derecho positivo como derecho positivo; esto es, independientemente de toda consideración valorativa sobre el contenido de sus normas. Nosotros creemos, sin embargo, que la construcción del ilustre jurista no se halla exenta de intenciones de valor. Tras la afirmación teórica hipotética de la norma suprema, existe una voluntad valorizadora, a saber, el deseo de afirmar la necesidad de un orden positivo. Kelsen parte del factum de la positividad, y afirma sin reparo el carácter obligatorio del derecho. Suprimir el problema más trascendental de la filosofía jurídica (el de la validez), o pretender resolverlo gracias a la suposición de una norma hipotética es, en último término, realizar la apoteosis del derecho vigente, y equivale a colocar una aureola sobre la cabeza del legislador.