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5 NOVIEMBRE 2009PUEBLO MÁRTIR

En lejanos tiempos, cuando las inmensidades de la meseta del Bombón lucían un pródigo verde de abundante pasto, un
pueblo pujante se levantó en sus predios: RANCAS. Entre los pioneros que habitaron este pueblo estaban un hombre y
su esposa que tenían tres hijos. Muy buenos pastores criaban los animales para poder mantener a la familia, pero él, no
se contentaba con lo que poseía; quería más.

Apesadumbrado y meditabundo iba a sentarse diariamente a la orilla del manantial ubicado en el paraje de
Machaycancha en donde, cerca del anochecer, se devanaba los sesos tratando de encontrar manera de conseguir más
dinero. Soñaba con ser dueño de aquellas inmensidades, aunque para ello tuviera que pagar el precio que fuera. Esto no
le importaba. Sólo aspiraba a poseer más tierras y más animales para ser rico y poderoso.

Cuentan que una tarde, cuando se hallaba sumido en estas cavilaciones, alcanzó a ver a un opulento jinete que llegaba a
su vera montado sobre un hermoso caballo negro de largas y brillantes crines, lujosísimo apero con guarniciones de
plata e incrustaciones de piedras preciosas, pomposamente vestido con alón sombrero de paja toquilla, saco de fina
badana, recios pantalones de “diablo fuerte”, botas aperilladas y cantarinas espuelas argentinas; rostro, rubicundo y
agudo, terminado en barbilla fina y puntiaguda, se detuvo más cerca de nuestro hombre, y fijando sus ojos de mirada
penetrante en el rostro del campesino, con voz sonora y firme, inició el diálogo:
– ¡Soy un caminante que hace muchos días recorre esta zona tratando de conocer sus límites y sus gentes!.
– ¡¿De dónde viene, señor?! –Preguntó admirado el campesino.
– Vengo de un lugar muy lejano, donde es muy fácil hacer dinero y enriquecerse…
– Hmmm… Y allá, de donde viene, ¿No necesitarán hombres para trabajar?.
– ¡Claro que sí!… ¡Precisamente estoy en busca de hombres para que trabajen en mis propiedades!…
– ¿Paga usted bien, señor?.
– ¡Así es cholito, así es!… Con decirte que con los ahorros de un año podrás regresar rico a este lugar y podrás comprarte
todas las tierras y los animales que quieras.
– ¿Tanto paga a sus operarios?.
– ¡Pero, claro!. El dinero que ganan es cuantioso; suficiente para ahorrar.
– ¡Mire señor!. Yo estoy muy interesado en sumarme a su personal ¿Podría admitirme entre ellos?.
– ¡Lo haré! ¡Lo haré!, pero… con una condición.
– ¿Cuál?.
– Debemos partir inmediatamente. ¡¡En este momento!!.
– Pero… yo quisiera avisarle a mis familiares.
– ¡Tiene que ser ahora!. No hay tiempo para avisar a nadie. Total, un año transcurre en un abrir y cerrar de ojos. Cuando
vuelvas ya serás inmensamente rico y, explicándole la razón de tu ausencia a tu mujer, todo quedará en paz… ¿Qué te
parece, ah?. ¿Estás de acuerdo?.
– ¡De acuerdo, señor!… ¡Pero por un año nada más!.
– ¡Por supuesto!… ¡Nada más que un año!… ¿De acuerdo…?.
– ¡Sí, señor!
– Entonces, súbete al anca de mi caballo para irnos y, el próximo año, un día como hoy, estarás de vuelta muy rico y
poderoso.
Como se lo había ordenado el ostentoso jinete el campesino subió al anca del hermoso animal y, en unos momentos,
inexplicablemente, se quedó dormido; al despertar quedó mudo de asombro. Se encontraba en una extraña ciudad
donde todos los utensilios eran de oro y plata. Las calles muy bien delineadas, empedradas regiamente con bloques de
pulquérrima plata blanca. Los habitantes lujosamente ataviados con exquisitos ropajes. El cielo de aquella singular urbe
era de un encendido bermellón que se reflejaba en el ambiente. Hacía un calor infernal.

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Llegado a la propiedad de su señor, el ranqueño recibió la orden de trabajar en la confección de zapatos de todas las
tallas y en recolección de abundante leña.

Tratando de cumplir su contrato, laboró de sol a sol en tiempos que a él le parecieron eternidades. Cortaba la leña de los
inmensos bosques de aquel lugar y confeccionaba zapatos en una producción cada vez más creciente. Cuando se hallaba
ya sin fuerzas, enjuto, canoso y decrépito, se cumplió el año de su contrato. Esperanzado, pidió a su jefe el pago del
convenio y que lo condujera de vuelta su tierra. El hombre le pagó una gran bolsa de monedas de oro y lo subió a las
grupas de su corcel. Luego del sueño mágico lo dejó a orillas del manantial.

Ya en este lugar, desorientado y triste, con su bolsa gigantesca en mano, miraba a uno y otro lado. En ese momento
avistó a un fraile franciscano, rubio y afable, que se le acercó:
– ¿Qué ocurre hijo mío? –Preguntó amable el religioso.
– Padre, hace un año que partí de este lugar contratado por un elegante caballero, fui trabajar a un pueblo extraño y muy
lejano; como el contrato se ha cumplido aquí estoy de vuelta para reintegrarme a mi familia.
– Hijo mío –dijo apenado el fraile- has sido víctima del mismísimo demonio.
– ¿Del demonio, padre?. – Interrogó a su vez el campesino.
– Así es hijo. Aquel caballero elegante no era sino el diablo que tomando apariencia humana, se presentó para
engañarte…
– ¿Engañarme?… pero… ¿Por qué padre, por qué ?.
– Él descubre fácilmente a los ambiciosos y mezquinos y, a sabiendas que son capaces de vender su alma por conseguir
sus apetencias…
– ¡¡¡Pero él ha cumplido con el trato –interrumpió el campesino-… ¡he trabajado un año al final del cual me ha
regresado como convinimos!….
– En el infierno, que es donde has estado, un año equivale a doce años aquí en la tierra. Lo que quiere decir que has
estado ausente de tu casa por ese tiempo.
– ¡Pero me ha pagado por mi trabajo de hacer zapatos y cortar leña!…
– Cada zapato que tú hacías, hijo, equivalía a un ataúd para los infelices que iban al averno; la leña era para alimentar el
fuego de la morada de Satán… ¡Ahora mira la bolsa para que veas lo que te han pagado!.

El hombre abrió la bolsa y quedó mudo. En lugar del oro que pensaba encontrar, sólo halló abundante excremento
humano.
– ¡¡¡¿Qué hago, padre?!!! –Preguntó desesperado el ranqueño.
– Mira hijo, todo lo dejo a tu criterio. Sólo debo decirte que cuando desapareciste hace doce años, tu esposa e hijos
anduvieron buscándote por todas partes por mucho tiempo; al no hallarte, te pusieron una tumba en el cementerio y
cada año han venido haciéndote una misa solemne. Tus hijos han crecido y no te reconocerían; tu mujer casó con otro
hombre y es muy feliz. ¿Crees que es justo que todo cambie de la noche a la mañana?. Ya los afligiste demasiado, hijo
mío; no lo vuelvas a hacer.

El ranqueño quedó conmovido y de rodillas recibió la bendición del rubio fraile –que no era otro que San Antonio de
Padua, patrono de Rancas-. Se arrepintió de sus desmedidas ambiciones y esperó los designios de Dios.

Al día siguiente, los lugareños encontraron un muerto a la puerta de la iglesia. Era un hombre viejo y desmedrado que
nadie conocía. Cumpliendo con el mandato de la iglesia, le dieron cristiana sepultura en el campo santo local

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