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Año de la fe

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Temario
1 ¿Qué es el Año de la Fe? 3
2 ¿Por qué un año de la fe? 5
3 PORTA FIDEI 6
4 Vivir, conocer y comunicar la fe 14
5 Orientaciones para el Año de la fe 16
6 Orientaciones pastorales para el trienio 2012 – 2014 - La Misión 18
Continental en el Año de la Fe
7 Aportes para la pastoral Arquidiocesana 26
8 La Iglesia se edifica sobre la fe apostólica 31
9 Credo del Pueblo de Dios 40
10 El Credo 47
11 Breve explicación del símbolo de la fe 49
12 El símbolo de la fe 53
13 Los símbolos en las catacumbas 62
14 Laicos para la Nueva Evangelización 64
15 Subsidios pastorales 66

Año de la fe
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1.- ACERCA AÑO DE LA FE
1. ¿Qué es el año de la fe?

El Año de la Fe “es una


invitación a una auténtica y
renovada conversión al Señor,
único Salvador del mundo”
(Porta Fidei, 6).

2. ¿Cuándo inicia y termina?

Inicia el 11 de octubre de 2012 y


terminará el 24 de noviembre
de 2013.

3. ¿Por qué esas fechas?

El 11 de octubre coinciden dos


aniversarios: el 50 aniversario
de la apertura del Concilio
Vaticano II y el 20 aniversario de
la promulgación del Catecismo
de la Iglesia Católica. La clausura, el 24 de noviembre, será la solemnidad de Cristo Rey

4. ¿Por qué el Papa ha convocado este año?

“Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario,


ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados
por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una
profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”. Por eso, el Papa invita a una
“auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo”. El objetivo
principal de este año es que cada cristiano “pueda redescubrir el camino de la fe para
poner a la luz siempre con mayor claridad la alegría y el renovado entusiasmo del
encuentro con Cristo”.

5. ¿Qué medios ha señalado el Santo Padre?

Como expuso en el Motu Proprio “Porta Fidei”: Intensificar la celebración de la fe en la


liturgia, especialmente en la Eucaristía; dar testimonio de la propia fe; y redescubrir los
contenidos de la propia fe, expuestos principalmente en el Catecismo.

6. ¿Dónde tendrá lugar?

Año de la fe
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Como dijo Benedicto XVI, el alcance será universal. “Tendremos la oportunidad de
confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo;
en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la
exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En
este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades
eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el
Credo”.

7. ¿Dónde encontrar indicaciones más precisas?

En una nota publicada por la Congregación para la doctrina de la fe. Ahí se propone, por
ejemplo:
x - Alentar las peregrinaciones de los fieles a la Sede de Pedro;
x - Organizar peregrinaciones, celebraciones y reuniones en los principales Santuarios.
x - Realizar simposios, congresos y reuniones que favorezcan el conocimiento de los
contenidos de la doctrina de la Iglesia Católica, y mantengan abierto el diálogo entre fe
y razón.
x - Leer o releer los principales documentos del Concilio Vaticano II.
x - Acoger con mayor atención las homilías, catequesis, discursos y otras intervenciones
del Santo Padre.
x - Promover trasmisiones televisivas o radiofónicas, películas y publicaciones, incluso a
nivel popular, accesibles a un público amplio, sobre el tema de la fe.
x - Dar a conocer los santos de cada territorio, auténticos testigos de fe.
x - Fomentar el aprecio por el patrimonio artístico religioso.
x - Preparar y divulgar material de carácter apologético para ayudar a los fieles a resolver
sus dudas.
x - Eventos catequéticos para jóvenes que transmitan la belleza de la fe.
x - Acercarse con mayor fe y frecuencia al sacramento de la Penitencia.
x - Usar en los colegios el compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.
x - Organizar grupos de lectura del Catecismo y promover su difusión y conocimiento.

Año de la fe
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2.-¿POR QUÉ UNA AÑO DE LA FE?
El derecho de Dios
¿Por qué un Año de la fe? La pregunta no es retórica y merece una respuesta, sobre todo
de cara a la gran espera que se está registrando en la Iglesia para tal evento.
Benedicto XVI dio un primer motivo cuando anunció la convocación: «La misión de la
Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, hacer memoria de su
soberanía, recodar a todos, especialmente a los cristianos que han perdido su propia
identidad, el derecho de aquello que le pertenece, es decir, nuestra vida. Precisamente
para dar un renovado impulso a la misión de toda la Iglesia de conducir a los hombres
fuera del desierto en el que a menudo se encuentran hacia el lugar de la vida, la
amistad con Cristo que nos da la vida en plenitud».
Esta es la intención principal. No hacer caer en el olvido el hecho que caracteriza
nuestra vida: creer. Salir del desierto que lleva consigo el mutismo de quien no tiene
nada que decir, para restituir la alegría de la fe y comunicarla de manera renovada.
Por tanto, este año se extiende en primer lugar a toda la Iglesia para que, de cara a la
dramática crisis de fe que afecta a muchos cristianos, sea capaz de mostrar una vez más
y con renovado entusiasmo el verdadero rostro de Cristo que llama a su seguimiento.
Es un año para todos nosotros, para que en el camino perenne de fe sintamos la
necesidad de reforzar el paso, que a veces se hace lento y cansado, y hacer que el
testimonio sea más incisivo. No pueden sentirse excluidos cuantos tienen conciencia de
su propia debilidad, que a menudo toma las formas de la indiferencia y del agnosticismo,
para encontrar de nuevo el sentido perdido y para comprender el valor de pertenecer a
una comunidad, verdadero antídoto a la esterilidad del individualismo de nuestros días.
De todas maneras, en «Porta fidei» Benedicto XVI escribió que esta «puerta de la fe está
siempre abierta». Lo que significa que ninguno puede sentirse excluido del ser
provocado positivamente sobre el sentido de la vida y sobre las grandes cuestiones que
golpean sobre todo en nuestros días por la persistencia de una crisis compleja que
aumenta los interrogantes y eclipsa la esperanza. Hacerse la pregunta sobre la fe no
equivale a alejarse del mundo; más bien, hace tomar conciencia de la responsabilidad
que se tiene hacia la humanidad en esta circunstancia histórica.
Un año durante el cual la oración y la reflexión podrán conjugarse más fácilmente con la
inteligencia de la fe de la que cada uno debe sentir la urgencia y la necesidad. De
hecho, no puede ocurrir que los creyentes sobresalgan en los diversos ámbitos de la
ciencia, para hacer más profesional su compromiso laboral, y encontrarse con un débil e
insuficiente conocimiento de los contenidos de la fe. Un desequilibrio imperdonable que
no permite crecer en la identidad personal y que impide saber dar razón de la elección
realizada.
+ Rino Cardenal Fisichella
16 de mayo de 2012

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3.-PORTA FIDEI
ARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO PORTA FIDEI

C DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO


DE LA FE

1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y
permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese
umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia
que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la
vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con
el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la
resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su
misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre,
Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el
Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación;
Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu
Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del
Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia
de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría
y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de
inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como
Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos
al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida,
y la vida en plenitud»[1]. Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan
mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo
tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De
hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es
negado[2]. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario,
ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados
por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una
profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-
16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad
de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua
viva que mana de su fuente (cf. Jn4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de
alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la
vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto,
la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el
alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn6, 27). La
pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros:
«¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la
respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,
29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a
la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de
octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y
Año de la fe
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terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013.
En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la
publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato
Papa Juan Pablo II,[3]con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de
la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo
Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis[4],
realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y
precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de
octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe
cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo
de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia
está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo
VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro
y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un
momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión
de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y
colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca»[5]. Pensaba que de
esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para
reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla»[6]. Las grandes
transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha
celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo
de Dios[7], para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen
el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos
y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en
condiciones históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y
exigencia postconciliar»[8], consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo
con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado
que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio
Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en
herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no
pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean
conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de
la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio
como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio
se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que
comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del
Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y
acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más
una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida
de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados
efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó.
Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba:
«Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado
(cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17),
la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada
de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su
peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”,
anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente
Año de la fe
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fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor
todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el
mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que
al final se manifieste a plena luz»[11].
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada
conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y
resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la
conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol
Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados
con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la
gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a
la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la
resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la
mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en
un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por
el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que
cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2;Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros
corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del
mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con
su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo,
convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre
nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en
favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a
encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes
saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La
fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se
comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el
corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el
corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su
Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen
creyendo»[12]. El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta
manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta
que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus numerosos escritos, en los que explica
la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio
de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar
el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la
certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos
de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en
Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a
que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos
ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera
digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los
creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre
todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo.
Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras
catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para
que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las
Año de la fe
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generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como
las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la
manera de profesar públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con
plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión
propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en
la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la
fuente de donde mana toda su fuerza»[14]. Al mismo tiempo, esperamos que
el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los
contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada[15], y reflexionar sobre el
mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer
propio, sobre todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de
memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso
asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo
significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice:
«El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis
recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la
fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […]
Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y
repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y
que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís
corporalmente, vigiléis con el corazón»[16].
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera
más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto
con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto,
existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que
prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta
realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10,
10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y
acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo,
mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas
mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo
que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San
Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente
si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que
permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado
es la Palabra de Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso
público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es
decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a
comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la
libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día
de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del
anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para
la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto,
el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe
el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la
Año de la fe
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salvación. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia
profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo.
“Creemos”: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más
generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia,
nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”,
“creemos”»[17].
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el
propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la
voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad
del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto
que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien
garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural,
aun no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y
la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico
«preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio
de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que
vale y permanece siempre»[19]. Esta exigencia constituye una invitación permanente,
inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a
Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido[20]. La fe nos invita y nos abre
totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden
encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es
uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución
apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario
de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo
es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial... Lo
declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y
legítimo al servicio de la comunión eclesial»[21].
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso
unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados
sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se
pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y
ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la
Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece
una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la
fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la
fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se
descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una
Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la
vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de
su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues
carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la
enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone
en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero
instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación
de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la
Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios
Año de la fe
10
competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los
creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y
apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que
provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las
certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha
tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber
conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad[22].
13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que
contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras
lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han
ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de
su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión,
con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa
nuestra fe» (Hb12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del
corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor,
la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la
muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse
hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el
poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan
plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra
historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre
de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su
canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se
encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo,
manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a
Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma
fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn19, 25-
27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los
recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en
el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en
las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su
persona (cf.Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus
enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus
discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo
entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin
temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos
fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza
de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos
sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio,
que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el
perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en
la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la
espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido
Año de la fe
11
acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido
a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-
19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de
la vida (cf.Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al
Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia,
la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les
confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús,
presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio
de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad,
estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más
fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: « ¿De qué le
sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo
esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y
alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario
para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta
por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin
las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente
a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una
permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con
amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender
y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo
de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del
Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más
pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia
que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él
cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el
que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida.
Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo,
aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3,
13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la
fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15).
Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se
vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos
siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos
de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un
signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita
hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el
corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos
al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de
la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos
la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las
palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os
alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la
autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se
Año de la fe
12
aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin
haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un
gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras
almas» (1 P1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el
sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son
probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar
su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el
misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf.Col 1, 24), son preludio
de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy
fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido
el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre
nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su
misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1,
45), este tiempo de gracia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi
Pontificado.

BENEDICTO XVI

[1] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.
[2] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010),
enL’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pág. 8-9.
[3] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
[4] Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4,
en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
[5] Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los
santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
[6] Ibíd., 198.
[7] Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la concelebración en el XIX centenario del
martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del “Año de la fe” (30 junio
1968):AAS 60 (1968), 433-445.
[8] Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.
[9] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
[10] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
[12] De utilitate credendi, 1, 2.
[13] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.
[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
[15] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.
[16] Sermo215, 1.
[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 167.
[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009;
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.
[19] Discurso en el Collège des Bernardins, París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.
[20] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.
[21] Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.
[22] Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.

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Año de la fe
13
4.- VIVIR, CONOCER Y COMUNICAR LA FE
l Santo Padre

E pone
relieve que la
fe cristiana no es un
de

puro sentimiento que


podría aislarnos de
los demás y del
mundo; antes al
contrario, es el único
camino para
encontrar y
comunicar la vida
verdadera y bella
La Carta apostólica
‘Porta fidei’ (11-X-
2011), mediante la
que se convoca
el Año de la Fe, es una invitación a vivir la fe, conocer sus contenidos y comunicarla a
otros, como puerta y camino hacia la vida en plenitud. En ese documento cabe señalar
tres pasos.
Vivir la fe: conversión y evangelización
Primero, redescubrir la fe, en todas sus dimensiones, para poder ser testigos de Cristo.
La fe es una puerta que Dios abre para introducirnos en su vida íntima, a través de la
Iglesia (n.1). Esta vida es la única vida plena para el hombre. Actualmente la «profunda
crisis de fe» pide redescubrir la fe cristiana de manera nueva, para poder dar un
testimonio coherente de Cristo. La guía segura para esa profundización es el Concilio
Vaticano II: «la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX» (Juan
Pablo II) (cf. nn. 1-5).
El testimonio cristiano pide ante todo la conversión personal, que lleva a implicarse en
la nueva evangelización, es decir, en transmitir o comunicar la fe a otros. «La fe, en
efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica
como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la
esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente
de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus
discípulos» (n. 7).
Como consecuencia, «redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y
rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que
todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año» (n. 9).
Aquí se subrayan dos aspectos de la fe: los contenidos de la fe (expresados en el Credo)
y el acto de fe. La fe personal comienza con el acto de fe (la decisión y el asentimiento
a Dios), que es movido por la gracia de Dios. No basta conocer los contenidos de la fe,
sino que se requiere “abrir el corazón” (cf. Hch 16, 14), para aceptar lo que la fe
propone.
La fe tiene consecuencias para la inteligencia y para la vida social: lleva a «comprender
las razones por las que se cree» y «exige también la responsabilidad social de lo que se
cree». No es algo puramente privado e individual: «la misma profesión de fe es un acto
personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la
Año de la fe
14
Iglesia» (n. 10). (En efecto, el cristiano que cree se incorpora al Cuerpo o la familia de
los creyentes). Esto no es obstáculo para que quien busca sinceramente la verdad,
aunque todavía no tenga la fe cristiana, posea ya un “preámbulo” de la fe.
Conocer la fe: el Catecismo de la Iglesia Católica
Segundo: por ser la Iglesia el primer “sujeto” de la fe, el Catecismo de la Iglesia
Católica es, en nuestro tiempo, una referencia esencial para conocer y hacer vida
los “contenidos” de la fe. «Subsidio precioso e indispensable», «uno de los frutos más
importantes del Concilio Vaticano II», fue entregado por Juan Pablo II a la Iglesia «como
regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio
de la comunión eclesial» (Const. ap. Fidei depositum).
En este horizonte, «el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para
redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados de modo
sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica». En él se
ofrece «una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado
sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de
fe». En las distintas partes de su estructura, íntimamente relacionadas, lo que presenta
el Catecismo «no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la
Iglesia»: Cristo (cf. n. 11).
Por tanto, Benedicto XVI espera que el Catecismo sea un apoyo para la fe en el momento
actual, que «reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y
tecnológicos», ayudando a mostrar que no hay conflicto entre la fe y la verdadera
ciencia (cf. n. 12).
Comunicar la fe: el testimonio cristiano del amor
Tercero y último, el testimonio cristiano se centra en el amor, fruto y prueba de la fe
(cf. St 2, 14-18). Repasa el Papa «la historia de nuestra fe» a partir de Jesucristo, inicio
y consumación de la fe (cf. Hb 12, 2), y de la respuesta de María, de los apóstoles y
demás discípulos, los mártires y todos aquellos llamados «a dar testimonio de su ser
cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y
ministerios que se les confiaban» (n. 13).
Señala Benedicto XVI: «La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un
sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan
mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino». La fe es lo que nos
permite distinguir en los necesitados el rostro de Cristo (Mt 25, 40). Es esta fe, arraigada
y edificada en Cristo y en su Cruz (cf. 1 P 1, 6-9), y manifestada con obras, la que se
transmite mediante el testimonio coherente de los cristianos. Es esto lo que el mundo
necesita de los cristianos: «Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el
testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del
Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la
vida verdadera, ésa que no tiene fin» (n. 15).
En definitiva, con esta carta, Benedicto XVI pone de relieve que la fe cristiana no es un
puro sentimiento que podría aislarnos de los demás y del mundo; antes al contrario, es
el único camino para encontrar y comunicar la vida verdadera y bella. La fe, que es
primero un don de Dios, transforma la propia vida, impulsa a la razón y lleva a ponerse
al servicio de todos. Porque interpela a la razón y da sentido a la vida, la fe pide
conocer (¡estudiar!) sus contenidos y ser vivida con autenticidad. La fe es vida y
conocimiento, impulso y resplandor, oferta libre y aventura de plenitud.

19 octubre 2011. Ramiro Pellitero

Año de la fe
15
5.- ORIENTACIONES PARA EL AÑO DE LA FE
En las diócesis

1. Se desea una celebración de apertura del Año de la fe y de su solemne conclusión en


el ámbito de cada Iglesia particular, para «confesar la fe en el Señor Resucitado en
nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo»28.

2. Será oportuno organizar en cada diócesis una jornada sobre el Catecismo de la Iglesia
Católica, invitando a tomar parte en ella sobre todo a sacerdotes, personas consagradas
y catequistas. 3. Cada obispo podrá dedicar una Carta pastoral al tema de la fe,
recordando la importancia del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica,
teniendo en cuenta las circunstancias específicas de la porción de fieles a él confiada.

4. Se espera que en cada Diócesis, bajo la responsabilidad del obispo, se organicen


eventos catequísticos para jóvenes y para quienes buscan encontrar el sentido de la
vida, con el fin de descubrir la belleza de la fe de la Iglesia, aprovechando la
oportunidad de reunirse con sus testigos más reconocidos.

5. Será oportuno verificar la recepción del Concilio Vaticano II y del Catecismo de la


Iglesia Católica en la vida y misión de cada Iglesia particular, especialmente en el
ámbito catequístico.

6.- La formación
permanente del clero
podrá concentrarse,
particularmente en este
Año de la fe, en los
documentos del Concilio
Vaticano II y el Catecismo
de la Iglesia Católica.

7.- Se invita a los Obispos


a organizar celebraciones
penitenciales,
particularmente durante
la cuaresma, en las cuales
se ponga un énfasis
especial en pedir perdón
a Dios por los pecados
contra la fe.

8.- Se espera la participación del mundo académico y de la cultura en un diálogo


renovado y creativo entre fe y razón, a través de simposios, congresos y jornadas de
estudio, especialmente en las universidades católicas.

9.- Será importante promover encuentros con personas que «aun no reconociendo en
ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su
existencia y del mundo»30, inspirándose también en los diálogos del Patio de los
Gentiles, iniciados bajo la guía del Consejo Pontificio de la Cultura.
Año de la fe
16
10. El Año de la fe será una ocasión para dar mayor atención a las escuelas católicas,
lugares privilegiados para ofrecer a los alumnos un testimonio vivo del Señor, y cultivar
la fe con una oportuna referencia al uso de buenos instrumentos catequísticos, como por
ejemplo el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica o el Youcat.

Parroquias, comunidades, movimientos

1.- En preparación al Año de la fe, todos los fieles están invitados a leer y meditar la
Carta apostólica Porta fidei del Santo Padre Benedicto XVI.

2. El Año de la fe «será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de


la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía».

3.- Los sacerdotes podrán dedicar mayor atención al estudio de los documentos
del Concilio Vaticano II y del Catecismo de la Iglesia Católica, recogiendo sus frutos para
la pastoral parroquial –catequesis, predicación, preparación a los sacramentos, etc.– y
proponiendo ciclos de homilías sobre la fe o algunos de sus aspectos específicos.

4.- Se espera por parte de las parroquias un renovado compromiso en la difusión y


distribución del Catecismo de la Iglesia Católica y de otros subsidios aptos para las
familias.

5.- El contexto de tal difusión podría ser, por ejemplo, las bendiciones de las casas, el
bautismo de adultos, las confirmaciones y los matrimonios.

6.- Será conveniente promover misiones populares y otras iniciativas en las parroquias y
en los lugares de trabajo, para ayudar a los fieles a redescubrir el don de la fe bautismal
y la responsabilidad de su testimonio.

7. Las comunidades contemplativas durante el Año de la fe dedicarán una particular


atención a la oración por la renovación de la fe en el Pueblo de Dios y por un nuevo
impulso en su transmisión a las jóvenes genera

Año de la fe
17
6.- ORIENTACIONES PASTORALES PARA EL
TRIENIO 2012 – 2014 –

La Misión Continental en el Año de la Fe


I. Introducción
1. A los obispos de la Comisión Permanente del Episcopado Argentino se nos ha confiado
la atención pastoral constante sobre la realidad argentina, tanto general como regional,
procurando reconocer en ella los desafíos que presenta a la acción
evangelizadora.1 Es una grave responsabilidad, especialmente ante los complejos
desafíos que enfrenta hoy la misión de la Iglesia. Sin embargo, llevamos a cabo este
servicio con alegría y esperanza. Una certeza nos sostiene: es el Señor el que nos llama y
nos envía. Su Palabra es la verdad que nos ilumina. Él nos ha dicho: “Estaré siempre con
ustedes” (Mt 28,20). Por eso, como los apóstoles, también nosotros le decimos: “Señor,
confiando en tu Palabra, echaremos las redes”.

2. El Santo Padre Benedicto XVI ha convocado a toda la Iglesia a celebrar el Año de la


Fe, al cumplirse cincuenta años del inicio del Concilio Vaticano II y veinte de la
publicación del Catecismo de la Iglesia Católica. Sus palabras nos han conmovido y
entusiasmado. La fe en Jesucristo es el bien más precioso de la Iglesia. Ella misma existe
por la fe y para transmitir la fe. Existe para evangelizar, anunciando a Jesucristo como
Señor y Salvador, Amigo y Redentor de los hombres.
Por otra parte, hemos visto con alegría que esta iniciativa del Papa confirma el camino
que venimos transitando como Iglesia peregrina en Argentina, y cuyos hitos principales
son: Navega mar adentro, Aparecida y la Misión continental. El Año de la Fe es así un
renovado impulso a la nueva evangelización.

3. La finalidad de estas líneas es ofrecer algunas propuestas evangelizadoras que ayuden


a integrar y asimilar el impulso del Año de la Fe en el camino pastoral que venimos
recorriendo, teniendo también a la vista el desarrollo de la Misión Continental en los
próximos años. Confiamos que sean de utilidad para los Planes pastorales de nuestras
Diócesis.

4. Ante todo, queremos ofrecer el testimonio de nuestra propia fe. Los obispos somos
hombres de fe. Compartimos con todos la feliz experiencia de haber sido alcanzados por
el Señor en el camino de nuestra vida. Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en Él. Somos discípulos de Jesús, agraciados por el don de su amistad. Lo
decimos con sencillez de corazón: amamos a Jesucristo que nos amó primero y entregó
su vida por nosotros. Este es nuestro gozo más grande. El encuentro con Cristo marcó,
para siempre, nuestra existencia.
La fe que profesamos es la fe de la Iglesia católica. Si cada uno de nosotros puede decir
“creo en Jesucristo”, es porque formamos parte del Pueblo de Dios que canta las
maravillas del Señor y que, cada domingo, renueva la fe recibida de los Apóstoles.
Nuestro Amén a Jesucristo está sostenido por el “creemos” de toda la Iglesia.
Somos hijos de esta Iglesia santa, pero también necesitada de purificación.
Reconocemos que las incoherencias y pecados de sus mismos pastores y miembros han
provocado desilusión en muchos creyentes y un debilitamiento en su fe.
Año de la fe
18
Renovando nuestro compromiso de conversión al Señor, único Salvador del mundo,
rogamos por la fe de nuestro pueblo que queremos sostener, acompañar y hacer crecer.

5. Los obispos somos creyentes llamados a servir la fe de nuestros hermanos. Al igual


que los presbíteros y diáconos, y junto con ellos, buscamos cuidar y acompañar la fe del
Pueblo de Dios, cuyo testimonio nos enriquece. Esta es la misión que hemos recibido.
Hemos sido llamados a velar sobre el rebaño de Cristo por la predicación del Evangelio,
la celebración de los Misterios y el ejercicio de la caridad pastoral.
La convocatoria del Santo Padre al Año de la Fe nos ha posibilitado mirar, con ojos
nuevos, la misión que nos ha sido confiada. Nos sentimos llamados a custodiar y a
transmitir el don precioso de la fe de la Iglesia, siempre nuevo y lleno de vida. La fe no
pasa de moda, porque trae a Dios al corazón del hombre. Las orientaciones que a
continuación les presentamos quieren ser expresión de este servicio a la fe siempre
joven de la Iglesia, para que todos podamos vivir nuestra comunión con Jesucristo en las
actuales circunstancias de nuestra Patria.

II. El Año de la Fe.


6. La convocatoria del Santo Padre a celebrar el Año de la Fe unifica las tareas
evangelizadoras en estrecha vinculación con la Nueva Evangelización y la Misión
Continental. Por eso los obispos argentinos invitamos a continuar con nuestro
compromiso pastoral en el marco de la Misión Continental, tal cual lo expresamos en
nuestra Carta Pastoral del año 2009,3 como itinerario en favor de una nueva
evangelización, enriquecidos ahora, con las acentuaciones pastorales que aporta la
celebración del Año de la Fe.

7. La Misión Continental ha provocado una toma de conciencia, en toda la Iglesia de


América Latina y en Argentina, de la importancia de llegar a un estado permanente de
misión, y la convocatoria del Santo Padre a celebrar este Año centra la tarea
evangelizadora en la realidad de la Fe. Por eso es la oportunidad de renovar el fervor
por anunciar el Evangelio a partir de aportes novedosos que esta celebración ofrece,
enriqueciendo así los ámbitos del contenido y la modalidad de la Misión para la nueva
evangelización.
Proponemos algunos de estos aportes siguiendo la reflexión del Santo Padre
a. La Fe como encuentro personal con Cristo.
8. Con la promulgación de este Año el Santo Padre quiere poner en el centro de la
atención eclesial “el encuentro con Jesucristo y la belleza de la fe en Él.”
Esta fe en Jesucristo, que se muestra viva y fecunda en muchísimas expresiones
religiosas y en testimonios de vida cristiana en nuestra tierra argentina, sin embargo se
ve también, en algunas ocasiones, debilitada. Para fortalecerla hay que recordar que la
fe se alimenta y vigoriza en la celebración de la misma fe. Especialmente en la liturgia
el Espíritu Santo nos pone en comunión con Cristo para formar su cuerpo.

9. La Iglesia, es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios
dispersos. La Iglesia, en cuya fe nace y donde se fortalece la fe de cada cristiano,
alimenta y educa al discípulo en la celebración eucarística a lo largo del año litúrgico,
especialmente en la Eucaristía dominical. Por ello toda la tarea evangelizadora y
misionera se vive desde la liturgia en la que se recibe la Palabra y la Gracia que nutren
la oración y la vida de los creyentes.
El Santo Padre insiste que este Año es una ocasión propicia para que todos los fieles
comprendan con mayor profundidad que el fundamento de la fe cristiana es “el
Año de la fe
19
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida
y, con ello, una orientación decisiva”.

10. La tarea evangelizadora y misionera tendrá que tener muy en cuenta provocar ese
encuentro personal con Cristo, especialmente en la Eucaristía, la Palabra de Dios y el
testimonio de vida de los creyentes, en especial los más pobres y sufrientes.
La fe cristiana no es un sentimiento vacío, sino respuesta a una Palabra que se hace Vida
en el encuentro con Jesucristo

b. El conocimiento de los contenidos de la Fe para dar el propio asentimiento


11. Benedicto XVI nos dice también: “Existe una unidad profunda entre el acto con el
que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento”; “la fe es
decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este “estar con él” nos lleva a
comprender las razones por las que se cree”.
Como podemos ver el conocimiento de los contenidos es esencial para dar el propio
asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo
que propone la Iglesia.

12. El Año de la Fe que comenzará el 11 de octubre de 2012, fecha en la que se


conmemoran los 50 años de la apertura del Concilio Vaticano II y los 20 años de la
publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, será una oportunidad para releer los
textos conciliares y profundizar su estudio de manera apropiada para que sean conocidos
y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio dentro de la Tradición
de la Iglesia9. Hemos de preguntarnos cómo ha sido la recepción del
Concilio en nuestra Iglesia que peregrina en Argentina y si hemos sido capaces de
superar las nostalgias preconciliares y las lecturas posconciliares reductivas, dejándonos
orientar por esa “brújula segura” con ayuda de una “hermenéutica de la renovación
dentro de la continuidad”, tal como ha señalado reiteradamente el Santo Padre.
El Año de la Fe ofrecerá así a todos los creyentes una buena oportunidad para
profundizar los principales documentos del Concilio Vaticano II y el estudio del
Catecismo de la Iglesia Católica y de esa manera crecer en el conocimiento de los
contenidos de la fe para poder dar razones de lo que se cree.
13. Así la acción evangelizadora y misionera provocará, no sólo el encuentro personal
con Cristo, sino también, a través de la enseñanza y la catequesis permanente, un
conocimiento de los contenidos de la fe en Él para dar testimonio de ello con la propia
vida.

c. La profesión y comunicación de la Fe.


14. La fuerza del Espíritu en Pentecostés llevó a la primera comunidad cristiana a salir
de su aislamiento y hacer pública su fe en Cristo, con alegría y entusiasmo, aún en
situaciones adversas (cfr. Jn 20, 19-22). La profesión y comunicación de la fe forman
parte de la misma identidad cristiana. Así también lo entendieron los obispos reunidos
en Aparecida11 al presentar la vida cristiana como una única vocación de “discípulos
misioneros” de Cristo, nacida en el propio bautismo para formar parte de una gran
familia que es la Iglesia. La fe, vivida en la Iglesia, nos libera del aislamiento del yo y
nos pone en comunión con Dios y nuestros hermanos.
Creemos que el Año de la Fe es una oportunidad para acentuar la dimensión misionera
de la Iglesia en Argentina y para recordar como lo señala el Santo Padre la importancia
del testimonio público de la fe: “Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica
un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es
Año de la fe
20
un hecho privado. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también
la responsabilidad social de lo que se cree.”

III. Estilo pastoral


15. Como expresamos en la “Carta Pastoral con ocasión de la Misión Continental” el
camino evangelizador requiere de actitudes que se expresan en un estilo que ayuda a
definir una espiritualidad o mística en la tarea pastoral, que es previa a cualquier acción
programática.14 Estilo pastoral que tiene su fuente en el estilo evangelizador de Jesús.
Como pastores queremos subrayar especialmente tres actitudes prioritarias para este
tiempo: la alegría, el entusiasmo y la cercanía.

a. La alegría
16. La alegría es la puerta para el anuncio de la Buena Noticia y también la consecuencia
de vivir en la fe.
Es la expresión que abre el camino para recibir el amor de Dios que es Padre de todos.
Así lo notamos en el Anuncio del ángel a la Virgen María que antes de decirle lo que en
ella va a suceder la invita a llenarse de alegría. Y es también el mensaje de Jesús para
invitar a la confianza y al encuentro con Dios Padre: alégrense.
Esta alegría cristiana es un don de Dios que surge naturalmente del encuentro personal
con Cristo Resucitado y la fe en él.

17. Por eso es fundamental en este tiempo que los agentes de pastoral expresemos con
nuestro testimonio de vida la alegría de creer en Cristo. El anuncio de una “gran alegría”
debe marcar el estilo y la mística de la nueva evangelización para provocar un
acercamiento a la fe teniendo en cuenta que la Iglesia crece, no por proselitismo, sino
por atracción.16 Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada
generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio,
con un mandato que es siempre nuevo.

b. El entusiasmo
 /D SDODEUD HQWXVLDVPR ũťūŰŮŦŞŮŭ  WLHQH VX UDt] HQ HO JULHJR ´HQ-theos”, es decir:
“que lleva un dios adentro.” Este término indica que, cuando nos dejamos llevar por el
entusiasmo, una inspiración divina entra en nosotros y se sirve de nuestra persona para
manifestarse. El entusiasmo es la experiencia de un “Dios activo dentro de mí” para ser
guiado por su fuerza y sabiduría. Implica también la exaltación del ánimo por algo que
causa interés, alegría y admiración, provocado por una fuerte motivación interior. Se
expresa como apasionamiento, fervor, audacia y empeño. Se opone al desaliento, al
desinterés, a la apatía, a la frialdad y a la desilusión.
El “Dios activo dentro” de nosotros es el regalo que nos hizo Jesús en Pentecostés, el
Espíritu Santo: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la
ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto.” (Lc 24,49). Se
realiza así lo anunciado por los profetas, “les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes
un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón
de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes.” (Ez. 36, 26)

19. La nueva evangelización requiere de agentes evangelizadores entusiastas, que


confíen en la fuerza del Espíritu que habita en cada uno y lo impulsa desde dentro para
anunciar el Evangelio.
La misión tiene que sostenerse en la convicción de la presencia del “Espíritu que nos
anima” cuyas notas son las que hemos expresado en el primer capítulo de “Navega mar
Año de la fe
21
adentro” y que siguen estando vigentes para definir un estilo y una espiritualidad en
este tiempo misionero.
El Espíritu graba en nosotros la certeza de ser amados por Dios, nos sostiene firmes en la
esperanza, nos lleva a acercarnos al prójimo con entrañas de misericordia, nos mueve a
vincularnos cordialmente con los demás en la mística de comunión, nos impulsa para
compartir la alegría del Evangelio con un constante y renovado fervor misionero,
involucrando toda nuestra vida hacia la santidad en la entrega cotidiana.

c. La cercanía
20. El Dios de Jesús se revela como un Dios cercano y amigo del hombre. El estilo de
Jesús se distingue por la cercanía cordial. Los cristianos aprendemos ese estilo en el
encuentro personal con Jesucristo vivo, encuentro que ha de ser permanente empeño de
todo discípulo misionero. Desbordado de gozo por ese encuentro el discípulo busca
acercarse a todos para compartir su alegría.
La misión es relación20 y por eso se despliega a través de la cercanía, de la creación de
vínculos personales sostenidos en el tiempo. El amigo de Jesús se hace cercano a todos,
sale al encuentro generando relaciones interpersonales que susciten, despierten y
enciendan el interés por la verdad. De la amistad con Jesucristo surge un nuevo modo de
relación con el prójimo, a quien se ve siempre como hermano.

21. En este espíritu cobra particular relieve la liturgia del sacramento de la


Reconciliación. Ese es el ámbito privilegiado en el que los sacerdotes, secundando la
acción de la gracia, despliegan su ardor misionero y se muestran cercanos y cordiales
con el penitente, cuando el Señor comunica su misericordia en la liturgia sacramental.
La experiencia de ser perdonado y la relación personal con el sacerdote alientan y
sostienen un camino de crecimiento en la fe que es incesante conversión.

IV. Ámbitos pastorales prioritarios


22. En continuidad con “Navega mar adentro” y la “Carta Pastoral con ocasión de la
Misión Continental”, y teniendo en cuenta los aportes presentado por el Santo Padre
Benedicto XVI en su Carta Apostólica “Porta fidei”, en sus discursos y homilías, e
iluminados por la Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe con
recomendaciones pastorales para la celebración del Año de la Fe, proponemos los
siguientes ámbitos pastorales prioritarios para trabajar y desarrollar.

a. Iniciación cristiana
Catequesis
23. La acción evangelizadora, la iniciación a la vida de la fe y la perseverancia en ella
están acompañadas por una acción educativa que debe desarrollar la Iglesia y que se
concreta en la Catequesis, sea de Iniciación o Permanente.21 Por tal motivo debemos
seguir siendo creativos para que la Catequesis se adecue a los desafíos propios del
tiempo que vivimos y a los requerimientos de la nueva evangelización.
Destacamos en este aspecto el lugar preeminente que debe tener, en esta tarea la
Palabra de Dios ofrecida como alimento y sustento para todos los “discípulos de
Jesús.”
24. En particular las parroquias han de ser el lugar donde se asegure la Iniciación
Cristiana y la inserción comunitaria en la Iglesia. Para ello es necesario actualizar o
renovar la modalidad catequística desarrollada de acuerdo a los nuevos desafíos. La
vivencia eclesial de la fe necesita de una comunidad viva que sea fuente de comunión
misionera.
Año de la fe
22
25. La realización y las conclusiones del III° Congreso Catequístico Nacional (Morón,
Mayo de 2012), cuyo objetivo es el dar un impulso a la renovación catequística en torno
a la Iniciación Cristiana y al Itinerario Catequístico Permanente, ayudarán a concretar la
tarea irrenunciable de ofrecer una modalidad operativa de iniciación cristiana que,
además de marcar el qué, dé también elementos para el quién, el cómo y el dónde se
realiza.25

Catecismo argentino
26. Para confirmar esta prioridad que la Iglesia en Argentina quiere dar a la Iniciación
cristiana, la Conferencia Episcopal Argentina ha resuelto también la realización de un
Catecismo Argentino en plena conformidad con el Catecismo de la Iglesia Católica, que
sirva de referencia para la transmisión de los contenidos de la fe en nuestra Catequesis.

Congreso Eucarístico Nacional


27. También está prevista la realización del Próximo Congreso Eucarístico Nacional en
Tucumán en el año 2016, vinculado al Bicentenario de la Independencia de nuestra
patria. Será una oportunidad para centrar nuestra mirada en la presencia de Jesús en la
Eucaristía que acompaña nuestra vida.

b. Evangelización de la cultura
Evangelio y cultura
28. La ruptura entre el evangelio y la cultura, como afirmaba Pablo VI, sigue siendo un
desafío que debemos priorizar. El encuentro personal con Jesucristo tiene que llevarnos
a transformar, con la fuerza del Evangelio, los criterios de juicio, los valores
determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras
y los modelos de vida.28 La evangelización de la cultura es signo de una fe madura y
asumida.
En este ámbito adquiere su mayor relieve el tema de la educación en sus diversos
niveles, como una mediación metodológica para la evangelización de la cultura.29 Esto
nos debe llevar a ahondar el contenido de la fe por el camino de una formación integral.

Caridad y compromiso social


29. “El Año de la Fe será también una buena oportunidad para intensificar la caridad. La
fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a
merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente.” En este sentido,
confirmamos la opción realizada con motivo del Bicentenario de nuestra Patria en el
período que comprenden los años 2010 – 2016. Allí invitamos a vivir nuestro compromiso
con la construcción de la sociedad desde el Evangelio, bajo el lema “Hacia un
Bicentenario en justicia y solidaridad”, y alentamos el paso de habitantes a ciudadanos
responsables, poniendo como meta erradicar la pobreza y promover el desarrollo
integral en nuestra patria.
La Carta de Santiago nos advierte que “la fe sin obras está muerta”, y nos llama a
expresarla en obras de justicia para con los pobres. Debemos trabajar de forma tal que
los pobres se sientan en la Iglesia como en su propia casa.32

29. La realización y las conclusiones del I° Congreso Nacional de Doctrina Social de la


Iglesia, realizado en Rosario (Mayo de 2011)33 tienen que seguir animando las tareas
diocesanas y parroquiales para dar a conocer la DSI y formar a los laicos y a los políticos,
empresarios y dirigentes en general en su compromiso por la construcción de la
sociedad. A través de Caritas u otras organizaciones eclesiales se debe continuar en el
Año de la fe
23
compromiso de organizar la caridad para el bien de nuestros hermanos necesitados y
animar y hacer crecer la cultura solidaria en nuestra patria.

Familia y vida
30. La familia, como célula básica de la sociedad, y el cuidado de la vida en todas sus
expresiones, siguen siendo prioridades pastorales para este tiempo de nueva
evangelización. Hay que recuperar el respeto por la familia y por la vida en todas sus
formas.
En medio de los cambios culturales a los que asistimos, invitamos a encarar una pastoral
familiar que acompañe a las familias y las ayude a ser “lugar afectivo” y cultural en el
que se generan, se transmiten y recrean los valores comunitarios y cristianos más sólidos
y se aprende a amar y a ser amado.
El VII Encuentro Mundial de la Familia, a realizarse en Milán (29 de mayo al 3 de junio
2012) organizado por el Pontificio Consejo para la Familia, debe ser para nosotros una
motivación para renovar nuestra pastoral familiar. Invitamos a realizar eventos
diocesanos y parroquiales siguiendo las orientaciones presentadas para el Encuentro.

31. El “Año de la vida” propuesto durante el 2011 a instancias de una convocatoria de


Benedicto XVI de rezar por la vida naciente, también sigue siendo una prioridad
pastoral. En nuestro tiempo es especialmente urgente presentar el mensaje evangélico
educando a los fieles y promoviendo una legislación que transmitan una profunda
convicción moral sobre el valor de cada vida humana, desde la concepción hasta la
muerte natural, especialmente la vida de los excluidos e indefensos.

Piedad popular
32. Uno de los medios providenciales y adecuados para la transmisión de la fe en
Argentina es la “piedad popular”. Por tal motivo especialmente la vida pastoral de los
Santuarios debe estar vinculada estrechamente a las celebraciones del Año de la Fe. En
particular los santuarios marianos, alentando toda iniciativa que ayude a los fieles a
reconocer el papel especial de María en el misterio de la salvación, a amarla filialmente
y a imitar su fe y virtud.36
Para ello será muy conveniente a través de peregrinaciones, celebraciones y reuniones
en los Santuarios y en las parroquias, acompañar al pueblo cristiano para que, a través
de la liturgia y de la catequesis, afiance su fe en el encuentro personal con Cristo y
pueda dar razones de ella con sus palabras y testimonio de vida.

c. Pastoral vocacional
33. La fe recibida en el bautismo y el desafío de la nueva evangelización reclaman de
cada cristiano y de cada comunidad una generosa disposición al servicio de la Misión. De
manera especial reclaman de los jóvenes un corazón abierto a la llamada, que también
hoy el Señor les está haciendo, para dar a sus vidas un sentido y orientación definitivos.
Por este motivo la pastoral juvenil deberá tener una definida dimensión vocacional.
La pastoral vocacional deberá estar presente en toda la vida eclesial: las familias, las
escuelas, las comunidades juveniles, las parroquias y movimientos han de ser ámbitos
propicios para que los jóvenes puedan descubrir y responder al llamado del Señor. La
nueva evangelización necesita de agentes pastorales, presbíteros, diáconos consagrados
y consagradas, que reconociendo la mirada tierna y comprometedora de Jesús estén
dispuestos a consagrarles totalmente sus vidas.

d. Gestos misioneros con ocasión del “Año de la Fe”


Año de la fe
24
34. La celebración del Año de la Fe invita a todo creyente a confesar su fe con plenitud
y renovada convicción, con confianza y esperanza.37
Por tal motivo cada diócesis, parroquia, escuela católica y todas las comunidades
apostólicas deben responder a esta convocatoria del Santo Padre con una celebración de
apertura y solemne conclusión confesando la fe en el Señor Resucitado en nuestras
catedrales e iglesias de todo el mundo. Al mismo tiempo se espera que en cada Diócesis,
bajo la responsabilidad del obispo, se organicen eventos catequísticos para jóvenes y
para quienes buscan encontrar el sentido de la vida, con el fin de descubrir la belleza de
la fe de la Iglesia, aprovechando la oportunidad de reunirse con sus testigos más
reconocidos.
35. Destacamos también que será conveniente promover misiones populares y
otras iniciativas en las parroquias y en los lugares de trabajo, para ayudar a los fieles a
redescubrir el don de la fe bautismal y la responsabilidad de su testimonio, conscientes
de que la vocación cristiana por su misma naturaleza, es también vocación al
apostolado.

VI. Conclusión
36. La convocatoria del Santo Padre a celebrar el Año de la Fe es una oportunidad para
orientar la tarea evangelizadora en un mismo sentido y, en continuidad y novedad, con
la pastoral ordinaria y las opciones pastorales actuales.
La Misión Continental iniciada en América Latina y el Caribe es el cauce que concreta el
llamado a una “nueva evangelización” con los aportes que la celebración de este Año de
la Fe ofrece.
37. Invocando la intercesión de nuestra madre la Virgen de Luján, Patrona de La
Argentina, e invitando a todos a dejarse guiar por el impulso del Espíritu Santo,
ofrecemos estas orientaciones pastorales para caminar en comunión como Iglesia en la
Argentina en este tiempo de gracia.

Obispos miembros de la Comisión Permanente


de la Conferencia Episcopal Argentina.
7 de marzo de 2012.

Referencias
CPMC “Carta Pastoral de los Obispos Argentinos con ocasión de la Misión Continental”,
ComisiónPermanente de la CEA, agosto 2009
DA Documento Conclusivo de Aparecida. V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano.2007
EN “Evangelii nuntiandi”. Pablo VI.
HBJS “Hacia un Bicentenario en justicia y solidaridad”, Asamblea Plenaria, CEA, nov 2008
Lineamenta “La Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. Lineamenta. Sínodo
de lo Obispos. XIII Asamblea General Ordinaria.
LPNE “Líneas Pastorales para la nueva evangelización”. CEA, 1989.
NMA “Navega mar adentro”. CEA, 2003.
Nota Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe con indicaciones pastorales para el Año de
la Fe. Enero 2012.
PF Carta Apostólica en forma motu proprio “Porta Fidei”, Benedicto XVI.
SD Documento de Santo Domingo. IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. 1992
VD Verbum Domini

Año de la fe
25
7.- APORTES PARA LA PASTORAL ARQUIDIOCESANA
a puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios

L y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza


ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por
la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura
toda la vida. PORTA FIDEI 1.
Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios,
transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos
los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). PORTA FIDEI 3
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada
conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y
resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la
conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol
Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados
con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la
gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a
la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la
resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la
mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en
un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por
el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que
cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2;Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
PORTA FIDEI 6
La misma profesión de fe es un acto personal y
al mismo tiempo comunitario. En efecto, el
primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de
la comunidad cristiana cada uno recibe el
bautismo, signo eficaz de la entrada en el
pueblo de los creyentes para alcanzar la
salvación. Como afirma el Catecismo de la
Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia
profesada personalmente por cada creyente,
principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es
la fe de la Iglesia confesada por los obispos
reunidos en Concilio o, más generalmente, por
la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”,
es también la Iglesia, nuestra Madre, que
responde a Dios por su fe y que nos enseña a
decir: “creo”, “creemos”» PORTA FIDEI 10 .

Teniendo en cuenta:

1.- Las 40 propuestas pastorales para el Año de la Fe 2012-2013. En lo referente a las


diócesis se pone el acento en las acciones tendientes a promover un redescubrimiento
de la fe tomando como base el Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica.

Año de la fe
26
En lo concerniente a las parroquias, movimientos y distintos ámbitos de la pastoral se
sugiere:

x La invitación a los fieles a meditar la Carta apostólica Porta fidei del Santo
Padre Benedicto XVI.
x Intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la
Eucaristía.
x El estudio de los documentos del Concilio Vaticano II y del Catecismo de la Iglesia
Católica, recogiendo sus frutos para la pastoral parroquial
x Un renovado compromiso en la difusión y distribución del Catecismo de la Iglesia
Católica y de otros subsidios aptos para las familias en el contexto de las
bendiciones de las casas, el bautismo de adultos, las confirmaciones y los
matrimonios.
x Promover misiones populares y otras iniciativas en las parroquias y en los lugares
de trabajo, para ayudar a los fieles a redescubrir el don de la fe bautismal y la
responsabilidad de su testimonio.

2.- Las Orientaciones Pastorales de la Conferencia Episcopal Argentina, sobre todo lo


que hace referencia al estilo pastoral: la alegría, el entusiasmo, la cercanía; y los
ámbitos donde poner el acento

3.- El camino pastoral de nuestra Arquidiócesis en Estado de Misión que ha buscado


asumir la Misión continental propuesta por Aparecida:

x desde el aspecto paradigmático tratando que el sentido misionero anime todas


las programaciones pastorales y acciones de la pastoral ordinaria (Misión
bautismal)
x desde los distintos gestos misioneros (misiones barriales, carpas misioneras,
salidas a la calle, reflexión sobre la pastoral urbana y acciones a partir de la
misma) intentar seriamente llegar a todos en sus propios lugares y en su estilo de
vida.

Estos elementos nos llevan a proponer el año de la fe como tiempo de Gracia y de


preparación que nos lleve a finalizar el mismo con el inicio de una Misión
Arquidiocesana.
(La convocatoria del Santo Padre a celebrar el Año de la Fe unifica las tareas
evangelizadoras en estrecha vinculación con la Nueva Evangelización y la Misión
Continental. Por eso los obispos argentinos invitamos a continuar con nuestro
compromiso pastoral en el marco de la Misión Continental, tal cual lo expresamos en
nuestra Carta Pastoral del año 2009 como itinerario en favor de una nueva
evangelización, enriquecidos ahora, con las acentuaciones pastorales que aporta la
celebración del Año de la Fe. OPCEA 6)
Creemos que el Año de la Fe es una oportunidad para acentuar la dimensión misionera
de la Iglesia en Argentina y para recordar como lo señala el Santo Padre la importancia
del testimonio público de la fe: “Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica
un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es
Año de la fe
27
un hecho privado. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también
la responsabilidad social de lo que se cree.” OPCEA14)

Esto implica:

1.- Carta del Arzobispo a los sacerdotes, religiosas/os y agentes de Pastoral. Mensaje
sencillo al pueblo de Dios.
(Será oportuno organizar en cada diócesis una jornada sobre el Catecismo de la Iglesia
Católica, invitando a tomar parte en ella sobre todo a sacerdotes, personas consagradas
y catequistas. 3. Cada obispo podrá dedicar una Carta pastoral al tema de la fe,
recordando la importancia del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica,
teniendo en cuenta las circunstancias específicas de la porción de fieles a él confiada.
PPAño de la fe 2)

2.- Organización de Cursos- talleres abordando los ejes de nuestra fe y su trasmisión.


(Benedicto XVI nos dice también: “Existe una unidad profunda entre el acto con el que
se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento”; “la fe es decidirse
a estar con el Señor para vivir con él. Y este “estar con él” nos lleva a comprender las
razones por las que se cree”.
Como podemos ver el conocimiento de los contenidos es esencial para dar el propio
asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo
que propone la Iglesia. OPCEA 11)

3.- Intensificar la experiencia de Iglesia desde encuentros programados de reflexión


y oración vicariales y por decanato.
(Para fortalecerla hay que recordar que la fe se alimenta y vigoriza en la celebración de
la misma fe. Especialmente en la liturgia el
Espíritu Santo nos pone en comunión con Cristo
para formar su cuerpo.

4.- Gestos comunes, celebrativos para los que


se hallan en proceso catecumenal para
reforzar la experiencia de pertenencia
eclesial.
(La misión es relación y por eso se despliega a
través de la cercanía, de la creación de vínculos
personales sostenidos en el tiempo. El amigo de
Jesús se hace cercano a todos, sale al
encuentro generando relaciones interpersonales
que susciten, despierten y enciendan el interés
por la verdad. De la amistad con Jesucristo
surge un nuevo modo de relación con el
prójimo, a quien se ve siempre como hermano.
OPCEA 20)

5.- Intensificar la pastoral bautismal desde un


camino post bautismal.
(La acción evangelizadora, la iniciación a la
vida de la fe y la perseverancia en ella están acompañadas por una acción educativa que
debe desarrollar la Iglesia y que se concreta en la Catequesis, sea de Iniciación o
Año de la fe
28
Permanente. Por tal motivo debemos seguir siendo creativos para que la Catequesis se
adecue a los desafíos propios del tiempo que vivimos y a los requerimientos de la nueva
evangelización. OPCEA 23)

6.- Generar espacio de comunión y participación revitalización el trabajo orgánico


arquidiocesano desde los COPAPAS, COPADECA, COPAVICA en orden a la elaboración
de las propuestas para la realización de la misión arquidiocesana.

(El entusiasmo es la
experiencia de un “Dios
activo dentro de mí”
para ser guiado por su
fuerza y sabiduría.
Implica también la
exaltación del ánimo por
algo que causa interés,
alegría y admiración,
provocado por una
fuerte motivación
interior. Se expresa
como apasionamiento,
fervor, audacia y
empeño. Se opone al
desaliento, al desin-
terés, a la apatía, a la
frialdad y a la desilusión
OPCEA 18).

7.- Entrega de subsidios mensuales a los fieles para la reflexión y para mantener vivo
el espíritu de este año de la fe desde la comunión eclesial.
(La profesión y comunicación de la fe forman parte de la misma identidad cristiana. Así
también lo entendieron los obispos reunidos en Aparecida al presentar la vida cristiana
como una única vocación de “discípulos misioneros” de Cristo, nacida en el propio
bautismo para formar parte de una gran familia que es la Iglesia. La fe, vivida en la
Iglesia, nos libera del aislamiento del yo y nos pone en comunión con Dios y nuestros
hermanos. OPCEA 14)

8.- Elaboración un itinerario con pautas comunes para la predicación dominical para
ser adaptadas a cada lugar.
(La Iglesia, es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios
dispersos. La Iglesia, en cuya fe nace y donde se fortalece la fe de cada cristiano,
alimenta y educa al discípulo en la celebración eucarística a lo largo del año litúrgico,
especialmente en la Eucaristía dominical. Por ello toda la tarea evangelizadora y
misionera se vive desde la liturgia en la que se recibe la Palabra y la Gracia que nutren
la oración y la vida de los creyentes OPCEA 9)

Año de la fe
29
Síntesis de las propuestas para el Año de la Fe
Decanatos y Consejo Pastoral

A nivel arquidiocesano:

x Confirmaciones masivas (o por Decanato o Vicaría).


x Poner una gran puerta en un lugar muy transitado y que sea lugar permanente de
Evangelización.
x Gran fiesta de la fe. Podría ser regional, invitando músicos.
x Campaña gráfica (siguiendo una línea como se había propuesto para la Navidad
con los aportes de los publicistas).
x Entregar una estampa con una semilla que recuerde que la fe está siempre
latente y que basta ponerla en buena tierra para que de frutos.
x Hacer un pedido de perdón público por las veces que no mostramos el rostro de
Dios.

A nivel parroquial y de decanatos, hacia “adentro”:

x Hostiarios o ministerio de la Bienvenida en las parroquias.


x Revisar la catequesis para que no sean clases sino encuentros.
x Abrir grupos de perseverancia para los chicos que toman la Primera Comunión.
x Preparar homilías y catequesis escritas acerca de la fe.
x Organizar visitas entre paerroquias.
x Crear o renovar los Co.Pa.Pas.
x Organizar charlas y encuentros sobre el CV II y sobre la fe.
x Rezar los domingos el credo Niceno Constantinopolitano.
x Hacer talleres y cursos que puedan “subirse” a Youtube y otros.
x Aprovechar los tiempos litúrgicos para celebrar las grandes verdades de la fe.
x Hacer una celebración de apertura del año de la fe en las parroquias el 14/10.

A nivel parroquial y de decanatos, hacia “afuera”:

x Misiones barriales.
x Anuncios en la calle, “carteles humanos” en los semáforos.
x Estar en distintos lugares del barrio con imágenes y tomar intenciones.
x Hacer algún gesto especial en la Peregrinación a Luján.
x Hacer un diploma en la Catedral para quienes quieran ir a renovar la fe.

En líneas generales se sugiere acentuar, en un primer momento, lo que tiene que ver
con los agentes y las comunidades para (más hacia “adentro”) para después “salir”,
especialmente en la Misión del 2014.

Año de la fe
30
8.- LA IGLESIA SE EDIFICA SOBRE LA FE APOSTÓLICA
l Credo, que hoy recitamos en la Iglesia está en sintonía con los dos venerados

E Símbolos de la Iglesia antigua: el Símbolo de los Concilios de Nicea y


Constantinopla y el Símbolo Apostólico. En él resuena la palabra viva de la
Escritura en el eco o testimonio de la Tradición viviente de la Iglesia.
Los Credos, como símbolos de la fe cristiana, son documentos de la Iglesia, anteriores
incluso al mismo Nuevo Testamento. En sus breves fórmulas, procedentes de contextos
litúrgicos, catequéticos o misionales recogen la síntesis de la fe. Son, pues, expresión de
la vida de la comunidad, antes incluso de la formulación escrita de sus artículos1.
La salvación, que Dios Padre ofrece en la Iglesia a los hombres por su Hijo Jesucristo en
el Espíritu Santo, es el misterio primordial que, como hilo conductor, unifica la profesión
de fe de los cristianos de todos los tiempos y lugares.
La Iglesia no puede atestiguar y
confesar una fe distinta de la que le
ha sido transmitida de una vez para
siempre. En la tradición de la fe de
los Apóstoles, fundamento de la vida
cristiana, nada se puede cambiar; es
preciso «combatir por la fe que ha
sido transmitida a los santos de una
vez para siempre» (Cfr. Jds 3.5.20;
1Cor 11,2; 2 Tes 2,15; 1 Tim 6,20).
Así la Iglesia se mantiene «edificada
sobre el cimiento de los Apóstoles y
profetas, siendo la piedra angular
Cristo mismo» (Ef 2,20).
Como escriben varios padres de la
Iglesia, -recogiendo la leyenda que
dice que los apóstoles, antes de
separarse para evangelizar a todo el
mundo, redactaron el «breviario de
la fe» como «pauta de su
predicación», proclamando cada uno un artículo-, el Credo es la «fórmula sucinta de la
fe cristiana»2, «un inagotable tesoro en breves palabras» (Teodoro de M.), «la breve
pero grande norma de nuestra fe» (S. Agustín) o «la síntesis de la fe católica»3. Pues los
apóstoles, «recogiendo testimonios de todas las Escrituras Sagradas, formaron este único
y breve edificio de la fe», de modo que «en el Símbolo está consignada para los fieles la
fe católica» (S. Ildefonso)4.
En el siglo IV nos encontramos ya con un texto seguido, sin el esquema de preguntas y
respuestas. Hacia el siglo V, y quizá ya en el IV, nace la leyenda sobre el origen
apostólico del texto y pronto se concretiza esta leyenda diciendo que los doce artículos,
en los que se divide el Credo, proceden de cada uno de los doce apóstoles. Esta leyenda
responde a una verdad, pues el Credo apostólico representa el auténtico eco de la fe de
la Iglesia primitiva que, por su parte, es fiel reflejo del Nuevo Testamento.
Los apóstoles son los primeros testigos del Evangelio; lo recibieron directamente de
Cristo y fueron enviados por El a todo el mundo. Por eso, la Iglesia se edifica sobre el
fundamento de la fe apostólica. El Vaticano II ha resaltado la actualidad vivificante de la
tradición:
Año de la fe
31
La predicación apostólica se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin del
tiempo. Por eso, los apóstoles, al transmitir lo que recibieron, avisan a los fieles que
conserven las tradiciones aprendidas de palabra o por carta (2 Tes 2,15) y que combatan
por la fe ya recibida (Jds 3)... Así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva
y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree.
Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo, es
decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles
las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (Lc 2,19.51)... La Iglesia, de este
modo, camina a través de los siglos, hacia la plenitud de la verdad, hasta que se
cumplan en ella plenamente las palabras de Dios... Así, Dios, que habló en otros
tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así, el Espíritu
Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo
entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos
intensamente la palabra de Cristo5.
Ante la confusión y aturdimiento de tantas ideologías y teologías, es preciso volver a las
fuentes de la fe, donde la verdad nace limpia, como fundamento de la identidad del
cristiano en el mundo y origen perenne de la comunidad eclesial. Volver a los
fundamentos de nuestra fe, al Símbolo apostólico, dejándolo resonar en nuestro interior,
iluminará nuestra vida; interiorizándolo, haciéndolo nuestro, hará que nosotros y a
través de nosotros siga hablando y salvando a nuestra generación y pase a la siguiente
generación.

2. EL CREDO: SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA


El Credo, compendio de la fe cristiana, es la espina dorsal del cristiano. Y, como Símbolo
de la fe, el Credo permite al cristiano sentirse miembro de la comunidad creyente.
Símbolo (del griego symbállein = juntar, unir) es lo que une y crea la comunión; es justo
lo contrario de diablo (del griego diabállein = separar, dividir) que es el que separa y
rompe la comunión.
El Credo es la confesión singular de la fe eclesial en el misterio de Dios Padre, revelado
por Jesucristo, y testimoniada al creyente por el Espíritu Santo en la Iglesia. El Credo es
confesado en primera persona del singular. Pero esta primera persona del singular
presupone una comunidad, como atestiguan las expresiones «nuestro Señor», «santa
Iglesia católica», «comunión de los santos». El cristiano, en su profesión de fe, no
confiesa su propia fe o sus ideas, sino la fe de la Iglesia: fe que ha recibido de la
comunidad que se la transmitió (la redditio supone la traditio), fe que le une a la
comunidad y que profesa ante y con la comunidad eclesial. Lo personal y lo comunitario
quedan inseparablemente vinculados.
Cada cristiano recita en singular el Credo incluso dentro de la asamblea litúrgica; pues
ninguna acción es tan personal como ésta. Pero el creyente lo recita en la Iglesia y a
través de ella; su fe participa de la fe de la Iglesia, que le permite -por muy grande que
sea su miseria- confesar la fe total de la Iglesia, pues él es hombre de la comunidad
católica.
La fe, pues, sin dejar de ser personal, existe sólo en cuanto diálogo, audición,
respuesta; es decir, nunca como algo tan original que nazca del puro interior del
hombre, ni tan individual que no provenga de una participación en la misma Palabra,
aceptada en el seno de la comunidad. La fe de la Iglesia es el fruto de la acción del
Espíritu, desde la fe de María y de los Doce, hasta la profesión de fe que un cristiano
hace hoy.
La unidad de la Iglesia en la fe es una exigencia constante en el Nuevo Testamento:

Año de la fe
32
Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y
un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido
convocados. Un Señor, una fe, un bautismo, un Dios, Padre de todo, que lo transciende
todo (Ef 4,3-6).
Al no ser la fe fruto de mis pensamientos, viniéndome de fuera, no es algo de que
dispongo y cambio a mi gusto. La fidelidad a lo recibido y a la Iglesia, que lo trasmite, es
esencial a la fe. «La confesión de fe en la recitación del Símbolo, dirá H. de Lubac,
significa y realiza el vínculo de comunión personal y público con todos los creyentes»6.
Si se ha podido decir que «una teología sin Iglesia no pasa de ser ciencia-ficción», mucho
más vale esto para la profesión de la fe.
Cuando se afirma que el hombre es bautizado en la fe de la Iglesia, lo que se quiere
significar es que el sentido del gesto bautismal no se inventa en aquel momento, sino
que su significación es la que le ha dado Cristo, como ha sido recibido y es aceptado por
la Iglesia.
El cristiano, por tanto, no puede profesar el Credo si no se reconoce unido a todos los
que con él confiesan la fe de la Iglesia. Esto significa que no se puede creer sin amar7.

3. FE Y CONVERSION
Las fórmulas del Credo son un resumen de las principales verdades de la fe de la Iglesia.
Pero no se trata de conocimiento abstracto, sino de la experiencia del misterio de Dios
revelado en la creación del cielo y de la tierra, manifestado en la salvación histórica de
Jesucristo y comunicado -actualizado e interiorizado- por el Espíritu Santo en la Iglesia.
En el acto de fe, el creyente no se adhiere con su inteligencia a una fórmula conceptual,
sino que se adhiere con toda su persona a la realidad misma de lo creído. Sólo así el
Credo es confessio fidei, manifestación del propio ser cristiano ante sí mismo y ante los
demás, y reconocimiento agradecido ante Dios por esa fe. Se trata de «entrar en ese yo
del Credo y transformar el yo esquemático de la fórmula en carne y hueso del yo
personal»8.
Creer es aceptar, mediante la conversión, el evangelio de la salvación de Dios,
proclamado y realizado en Jesucristo. Para los Hechos, al describirnos la primera
comunidad, los cristianos son los creyentes (He 2,44; 4,32; 5,14). Ser creyente es
sinónimo de cristiano. Aunque suponga la aceptación de las verdades creídas, ser
creyente es mucho más que eso; significa aceptar una forma de vida, o mejor, entrar en
una nueva forma de ser. Por eso, la fe supone la conversión, un nuevo nacimiento, una
recreación o regeneración. La fe es, pues, principio de vida. No se cree con la mente o
con el corazón, se cree con todo el ser.
Israel expresó su fe en Credos históricos (Dt 6,20-24; 26,5 9; Jos 24,2-13) y sálmicos (Sal
78; 105; 136...), confesando entre las naciones y ante todas las gentes al Dios que ha
creado el cielo y la tierra, libró a su Pueblo de Egipto y lo condujo a la Tierra prometida.
Esta confesión de fe en el Dios uno, y único digno de ser amado con toda la mente, con
todo el corazón y con todas las fuerzas, es la oración del Shemá, recitado por la mañana
y por la tarde.
Jesús, fiel israelita, proclamó esa misma confesión de fe en el único Dios (Mc 12,28-29p;
Mt 6,24; Jn 17,3), pero revelándonos que 'el Señor del cielo y de la tierra' es el Padre (Mt
11,25p). Pedro -y con él los doce añadirán, por revelación del Padre, la confesión de fe
en «Jesús como Mesías e Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). La comunidad cristiana hará suya
esta profesión de fe, completándola con la confesión de fe en el Espíritu Santo, que ha
recibido y experimentado en su mismo nacer como Iglesia y en la misión de su vida9.
La fe presta al hombre unos ojos nuevos, que le permiten ver lo invisible y penetrar en
lo inefable. La iluminación de la fe permite a la mirada del creyente ver símbolos donde
Año de la fe
33
el hombre natural sólo ve fenómenos; para el creyente las cosas creadas reflejan la
realidad invisible de Dios Creador y la historia se hace resplandor de su presencia
salvadora (Heb 11).
La fe cristiana está íntimamente ligada a la fe de Israel; las confesiones de fe del Nuevo
Testamento hunden sus raíces en los Credos del Antiguo Testamento. «Yavé es nuestro
Dios», es la síntesis de todas las profesiones de fe del pueblo de Dios. Dios es uno y no
hay otro y El es nuestro Dios: el reconocimiento de Dios supone entrar en alianza con El.
No cabe una confesión de fe sin implicar en ella la propia existencia.
La confesión de fe en Dios es adoración y alabanza en respuesta a su acción salvadora.
Por eso, al confesar y ensalzar a Yavé como Dios, se proclaman siempre sus hechos
salvíficos realizados en la historia y, entre ellos, el haber sacado a su pueblo de Egipto,
como fundamento mismo de la existencia del pueblo. La fórmula: «Dios, el que te sacó
de Egipto» nos sale a cada paso en el Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento nos
encontraremos con la fórmula correspondiente, igualmente repetida continuamente:
«Dios, el que resucitó a Jesucristo». Ambas fórmulas son expresión de la fe como
fundamento en Dios de la existencia del pueblo de Dios y de la Iglesia10.
A esta confesión fundamental sigue la proclamación de los demás hechos salvíficos. El
Credo no es ideológico, sino histórico; sus artículos de fe están formados por la cadena
de actos salvíficos desde Abraham hasta el don de la Tierra:
Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y vivió allí como forastero siendo
pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos
maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos a
Yavé, Dios de nuestros padres, y Yavé escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras
penalidades y nuestra opresión, y Yavé nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo
en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra
que mana leche y miel. (Dt 26,5-9).
Este Credo histórico es proclamado por el israelita en toda acción de gracias por los
frutos de la Tierra. Y es la profesión de fe de la comunidad en la asamblea litúrgica (Sal
106; 136), ampliado en forma de letanía, que recorre los hechos salvíficos de la historia.
Estos Credos orales y litúrgicos son más antiguos que todas las tradiciones escritas de la
Escritura.
Y en la oración de la mañana y de la tarde, el Shemá Israel es la confesión de fe en Yavé
como el único Dios y como nuestro Dios. Profesión de fe, liturgia y oración van unidas y
llenan la vida del verdadero creyente.
En Heb 11 tenemos el elogio de «una nube de testigos», alabados por su fe en Dios, es
decir, por haber `caminado con Dios' (Gen 6,9) en «la obediencia de la fe» (Gen 22,3;
Rom 1,5; 6,17s; 10,16; 16,26...). Así Israel es «la Esposa que sube del desierto apoyada
en su amado» (Cant 8,5).
Este testimonio de la fe se prolonga y culmina en el Nuevo Testamento en el 'Israel de
Dios' (Rom 9,6-8), en los «hijos de Abraham el creyente, que viven de la fe» (Gál 3,7-
9.29). Entre estos sobresale María, «la creyente» (Lc 1,45). María es la primera
creyente, tipo de todo creyente cristiano, figura de la Iglesia, (LG, n. 63), comunidad de
los creyentes. María acoge la Palabra, que se encarna en su seno; conserva y medita en
su corazón las cosas y acontecimientos con que Dios la habla, figura del creyente que
escucha la palabra, conservándola en un corazón bueno, haciéndola fructificar con
abundancia (Cfr. Lc 2,19.51; 8,15). «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1,45)11.

4. EL CREDO ESTA VINCULADO AL BAUTISMO


Por su origen y por su uso, el Credo está estrechamente vinculado con la liturgia.
Concretamente, con la celebración del bautismo. Los catecúmenos, en formas diversas,
Año de la fe
34
hacían la profesión de fe al recibir el bautismo. Estas fórmulas de fe bautismales tenían
una estructura trinitaria. En su diversidad, los distintos Credos -apostólico o niceno-
contantinopolitano- tienen en común esta estructura trinitaria. El Credo apostólico se
elaboró en el transcurso de los siglos II y III, en conexión con el rito bautismal, fiel a las
palabras del Resucitado: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). El bautismo vincula con la
persona de Jesucristo; ahora bien, toda su obra de salvación procede del amor del Padre
y culmina con la efusión del Espíritu Santo12.
Por ello al bautizando se le hacían tres preguntas: «¿Crees en Dios, Padre, todopoderoso?
¿Crees en Jesucristo...? ¿Crees en el Espíritu Santo? A cada una de las preguntas el
catecúmeno contestaba con credo y se le sumergía en el agua, por tres veces13.
La triple pregunta, con su triple respuesta, se opone a la triple renuncia que la precede:
«renuncio a Satanás, a su servicio, a sus obras» (Hipólito, 46). La profesión de la fe es,
pues, la expresión de la conversión, del cambio del ser esclavo de Satanás a la libertad
de hijo de Dios. En la triple renuncia y en la triple afirmación, unida al triple símbolo de
la muerte mediante la inmersión y al triple símbolo de la resurrección a una vida nueva,
se revela lo que es la fe: conversión, cambio de la existencia, cambio del ser14.
La fe es el «escudo» del cristiano en su lucha diaria contra el maligno (Ef 6,11-18). Por
ello, dirán los santos Padres, que el Credo «es una gran defensa contra la tentación del
adversario» (S. Ambrosio), «escudo contra el maligno» (S. Agustín), «remedio contra el
veneno de la serpiente» (Quodvuldeus).
La triple confesión de fe bautismal está en contraposición a la triple renuncia a Satanás,
a sus obras y a sus seducciones. La ruptura total con Satanás, a quien antes estuvo ligada
la vida, con la confesión de fe se hace entrega total al único Dios, reconocido como
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Al renunciar al diablo y a sus ángeles, con sus pompas y vanidades, debéis olvidar lo
pasado y, abandonando la vida vieja, emprender una nueva de santas costumbres. (S.
Agustín)
El Credo se entrega a los catecúmenos para que «resistan al diablo, firmes en la fe» (1
Pe 5,9). Así el Credo se hace «el viático para todo el tiempo de la vida» (S. Cirilo).
«¡Que nadie se olvide del Símbolo!», dirá S. Pedro Crisólogo. Para ello, S. Agustín
exhortará a «recitarlo diariamente, al levantarse y al acostarse», protegiéndose con el
«Símbolo antes de dormir y antes de comenzar la jornada», «guardando siempre en el
corazón lo que se ha aprendido y recitado: rumiándolo en el lecho y meditándolo por las
plazas públicas, no olvidándolo al comer y hasta soñando con él»15.
La confesión de fe culmina en el martirio, el testimonio supremo de la fe. A los primeros
cristianos les bastaba cambiar la profesión de fe «Kyrios Christós» por «Kyrios Kaisar»
para salvar su vida". La referencia al testimonio de Jesús ante Poncio Pilato suena en la
persecución de los cristianos «como una arenga» para permanecer fieles a la profesión
de fe (O. Cullmann).
El martirio o «la efusión de la sangre por Cristo es un don concedido a pocos, sin
embargo todos deben estar dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a
seguirle por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones, que nunca faltan a la
Iglesia» (LG, n. 42). La profesión de fe en la propia historia es parte del testimonio
cristiano17.
Cristo, el Mártir por excelencia (Ap 1,5), y los mártires cristianos «sufrieron el destierro
y la muerte a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús, pues despreciaron
su vida ante la muerte» (He 22,20; Ap 1,9; 2,13; 6,9; 12,11).
El bautismo, al unir al neófito con Cristo, le vincula igualmente con la comunidad de los
creyentes. El Credo, como Símbolo, es el signo de esta comunión. El Credo, transmitido
Año de la fe
35
a los catecúmenos por los fieles, es devuelto en la profesión bautismal del catecúmeno
como signo o credencial de una fe común: distintivo eclesial de unidad y comunión. Es el
sello impreso en el corazón de los neófitos como distintivo de su pertenencia a la Iglesia.
«En quien lo profesa se reconoce a un fiel cristiano»18, «que se diferencia de los que
«naufragaron en la fe» o «se desviaron de ella» (1 Tim 1,19 y 6,10), quedando
«descalificados en la fe» (2 Tim 3,8), que «justifica y salva» (Rom 3, 28).

5. LA FE VIENE DE LA AUDICIÓN
La profesión de la fe de la Iglesia comienza con la breve palabra creo.
La fe no es nunca una cavilación en la que el yo llega al convencimiento racional de una
verdad. Es más bien el resultado de un diálogo, expresión de la audición, de la recepción
y de la respuesta a la palabra oída: «La fe viene de la predicación, y la predicación por
la Palabra de Cristo» (Rom 10,17). Luego, se puede pensar la fe como re-flexión sobre lo
que antes se ha oído y recibido. La fe, al contrario, de la idea, entra en el hombre desde
fuera; desde fuera me es anunciada, me interpela, me implica y exige una respuesta.
«Es esencial para la fe la doble estructura del `¿crees?'-`creo', la del ser llamado desde
fuera y responder a esa llamada»19.
Primeramente, como queda dicho,
el catecúmeno hacía su profesión
de fe en forma de preguntas y
respuestas; a las tres inmersiones
correspondían las tres preguntas
sobre la fe en el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo. Más tarde, el
Símbolo era explicado al
catecúmeno y éste le recitaba al
momento de ser bautizado.
En forma indicativa y declaratoria
el Credo era transmitido al
catecúmeno por la comunidad
cristiana (traditio symboli) y luego,
después de un tiempo, el
catecúmeno le restituía (redditio
symboli) proclamándole ante la asamblea litúrgica, como nos lo describe, por ejemplo,
San Agustín en las Confesiones (c.2).
El mismo Pablo, que ha recibido el Evangelio directamente del Señor, sin embargo
confiesa que la profesión de fe le ha sido transmitida por la comunidad cristiana. Esa fe,
que es Símbolo de la unidad, es la que él a su vez transmite. La recepción y transmisión
de esta profesión de fe crea la comunidad y la comunión eclesial (1 Cor 15,3ss). La
profesión de fe nace claramente desde el interior del ser de la Iglesia. Es la respuesta de
la fe a la predicación aceptada. Por eso la confesión de la fe está tan íntimamente
vinculada al bautismo y al culto litúrgico de la asamblea cristiana.
La fidelidad de Dios lleva al cristiano a la fidelidad de la fe. Los creyentes son llamados
los fieles20. Son fieles porque han cimentado su vida sobre el fundamento sólido del
amor de Dios Padre, sobre la roca inconmovible del Señor resucitado, vencedor de la
muerte y del pecado, amor y victoria actualizadas e interiorizadas en sus corazones por
el testimonio del Espíritu Santo presente en la Iglesia.
La fidelidad a la fe de la Iglesia es, por tanto, un don del Espíritu de Jesús al verdadero
creyente. El cristianismo es, fundamentalmente, una realidad dada en el doble sentido

Año de la fe
36
de la palabra: existente con anterioridad a cada uno de nosotros y donada
gratuitamente; sólo cabe el rechazo o la acogida agradecida y custodiada en fidelidad.

6. DE LA TRADITIO A LA REDDITIO SYMBOLI


El Credo, consignado en la traditio Symboli es «el tesoro de la vida», que el catecúmeno
debe «aprender de memoria, sin escribirlo en pergaminos, sino esculpiéndolo en el
corazón para no olvidarlo y, también, para que este sacramento de la fe no sea
divulgado públicamente ni llegue al infiel el arcano de la fe»21.
El Credo, como profesión pública de la fe, engendra la salvación: «Si confiesas con la
boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los
muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la
boca se confiesa para conseguir la salvación» (Rom 10,9-10):
El Símbolo levanta en vosotros el edificio de la fe, necesaria para salvaros. Se os ofrece
en pocas palabras para que lo aprendáis de memoria y lo confeséis con la boca... El
Símbolo es la carta de fundación de nuestra comunidad, y en quien lo profesa se
reconoce a un fiel cristiano21.
Si un hombre llega a la fe mediante la predicación del Evangelio, esta fe no puede
quedarse encerrada en el corazón (Jn 12, 42ss), sino que se debe manifestar en una
confesión pública ante Dios, ante la comunidad y ante los hombres (1 Tim 6,12-14). Por
ello, como repetirá el Evangelio: «Por todo el que se declare por mí ante los hombres,
yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Pero a quien me
niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos» Mt
10,32-33; Lc 12,8-9; 9,26; Mc 8,38):
La fe percibida por el oído debe ser creída en el corazón y confesada con la boca para
obtener la salvación 21.
El Credo es la fe que predica la Iglesia a todos los hombres, para que «invocando el
nombre del Señor se salven». «Pues, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído?
¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rom
10,13ss).
El creyente no puede olvidar la memoria de Jesús ni callar su fe en Dios. El recuerdo
agradecido en el amor se manifiesta en testimonio para el mundo, en esperanza viva de
salvación para todos los hombres. «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Cor,
9,16), grita Pablo. Y S. Agustín, en oración al Padre, dirá: «¡Ay de los que callan sobre
Ti» (Confesiones I, 4,4). Quien ama necesita comprender y hablar de aquel a quien ama;
hacer memoria y cantar al amado.
No basta, pues, creer; es necesario confesar la fe. No basta la fe interior del corazón; es
necesaria la confesión pública con la boca. La fe suscitada «en el corazón» del creyente,
mediante la audición de la Palabra predicada por el «enviado» o recibida en la «traditio»
de la Iglesia, debe traducirse en la confesión exterior por la palabra de la «redditio»,
haciéndose así testigo y mensajero de la fe ante los hombres. El creyente se hace
confesor de la fe: «¡Creemos, por eso hablamos!» (2 Cor 4,13).

7. CATEQUESIS SOBRE EL CREDO


La primera y la última palabra del Credo -creo y amén- abrazan todo el contenido que
encierran entre ellas: expresan la entrega del creyente al fundamento que le sostiene y
le permite permanecer firme y confiadamente en Dios Padre, gracias a Jesucristo,
mediante el Espíritu Santo, presente en la Iglesia, que le ha gestado a la fe, que ha
recibido y confiesa fielmente.
Pero hoy, para «conservar la fe» (1 Tim 1,19), es preciso una fe adulta, «cristianos
firmes en lo esencial y humildemente felices en su fe»24. Estos cristianos, «alimentados
Año de la fe
37
con las palabras de la fe» (1Tim 4,6), «sólidamente cimentados en ella» (Col 1,23), se
«mantendrán firmes en la fe profesada» (Heb 4,14), y «combatiendo el buen combate de
la fe, conquistarán la vida eterna a la que han sido llamados y de la que hicieron
solemne profesión delante de muchos testigos» (1 Tim 6, 12), como el mismo Cristo ante
Poncio Pilato (v. 13).
En nuestro mundo secularizado, pluralista y técnico «el ateísmo es uno de los fenómenos
más graves». Y, como reconoce el Concilio, «en la génesis del ateísmo pueden tener
parte no pequeña los mismos creyentes, en cuanto que, con el descuido de la formación
religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su
vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de
Dios» (GS, n. 20).
Por ello, conocer la fe que profesamos y vivir en conformidad con la fe profesada es la
respuesta necesaria para una nueva evangelización de nuestro mundo:
El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la
integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y
como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y
purificación propias, bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el
testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las
dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de
esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida de los creyentes
(GS,n.21).
La confesión de la fe ofrece, hoy
como ayer, sentido y esperanza a
la vida; la memoria proclamada de
la fidelidad de Dios es la garantía
de la vida eterna esperada. Vivir
en concordancia de corazón y de
vida con la fe creída y proclamada
es ya un anticipo de esa vida. «Si
no creéis -si no os apoyáis en mí-
,leemos en el profeta Isaías, no
tendréis apoyo» (Is 7,9), no
subsistiréis. La raíz 'mn (amén)
expresa la idea de solidez,
firmeza, fundamento; de aquí su
significado de confiar, fiarse,
abandonarse a alguien, creer en
él. La fe es un agarrarse a Dios, en
quien el hombre halla un firme
apoyo para toda su vida presente y
futura. La fe es un permanecer en
pie confiadamente sobre la roca de la palabra de Dios.
La fe no es un «interrogante», sino una certeza y seguridad; no es «un salto en el vacío»
o «en el abismo infinito», sino el apoyo firme en la fidelidad salvadora de Dios, que es
fiel, roca firme; quien ha experimentado su amor eterno y fiel puede darle crédito con
su amén. La palabra hemunáh (fe) proviene de la raíz verbal amán (ser firme, seguro,
fiable). El creyente en Dios es quien se apoya totalmente en él, confiando plenamente
en su fidelidad (émeth). Dios es fiel, es la roca, su fidelidad dura por siempre (Dt, 32,4;
Is 26,4; Sal 100,5; 89,2-3.25.34; 98,3; 117...).

Año de la fe
38
Dios, al revelarse en Cristo encarnado, proyecta una luz que clarifica el misterio del
hombre. Conocer y profesar la fe en Dios da, por ello, certeza y seguridad al hombre,
desvelándole el sentido último de su existencia: la «vida eterna», como concluye el
Credo.
Trasmitir la fe a las nuevas generaciones y testimoniar su identidad creyente en una
sociedad, que ha borrado de ella las huellas de Dios, es la misión del cristiano.
«La catequesis ha sido considerada siempre por la Iglesia como una de sus tareas más
importantes». Y hoy, como repite constantemente Juan Pablo II, es necesaria una
«catequesis permanente» de los adultos, pues han de «ser reiniciados a una fe adulta
quienes, por diversas circunstancias, fueron insuficientemente o nunca educados en la fe
y, en cuanto tales, son verdaderos catecúmenos»15.
Es la misión encomendada por el Señor Resucitado: «Id y haced discípulos de todos los
pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y
enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20).
La Iglesia cumple el encargo del Señor en la evangelización, por la que los hombres son
llevados a la fe, y en la catequesis, por la que la fe incipiente se fortalece y madura,
conduciendo a los creyentes a profundizar en el conocimiento y en la vivencia del
misterio de Jesucristo, para que vivan como cristianos en el mundo.
Con estas páginas quisiera ayudar a penetrar en el sentido de esa confesión original de la
fe, que es el Credo apostólico, para que los creyentes de hoy, «iluminados los ojos del
corazón, descubran la esperanza a que han sido llamados, la gloria que les está
reservada como herencia, la soberana grandeza de su poder, eficazmente desplegada
por Dios en Cristo, al resucitarlo de entre los muertos y sentarlo a su derecha en los
cielos, constituyéndolo Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo» Cfr. Ef 1,1523). La fe,
como experiencia de amor, lleva en su entraña el deseo de comprensión: «Porque
cuando digo Credo, razón me parece será que entienda y sepa lo que creo»26.
Como dice San Juan de la Cruz: «Desde el mismo instante en que Dios nos envió a su
Hijo, que es su única palabra, nos lo ha revelado todo». No se puede añadir o quitar
nada. Pero la profesión de fe «no dibuja una línea sino un círculo; las frases se siguen
unas a otras y la última integra de nuevo en la primera a todos los miembros
intermedios: mediante su acción creadora, que se continúa en Cristo como redención y
en el Espíritu como santificación, lleva el Padre a su seno a aquellos que El quiere hacer
sus hijos en Jesús y en el Espíritu» (Garrone). Una línea puede prolongarse siempre; un
círculo no. A un círculo no se le puede añadir nada sin romperlo o sin deformar su
estructura perfecta. En el conocimiento del Credo se avanza por profundización y no por
adición. El Espíritu, por quien es la única palabra del Padre en su seno y en la
encarnación, puede producir siempre nuevos frutos. No sólo asegura su duración eterna,
sino que además la hace fértil y la da actualidad perenne.
Pero, sabiendo que la fe es don de Dios, ruego, con Pablo, al Padre «para que nos
conceda, según la riqueza de su gloria, que seamos fortalecidos por la acción de su
Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en nuestros corazones, para
que, arraigados y cimentados en el amor, podamos comprender con todos los santos cuál
es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que
excede a todo conocimiento, para que nos vayamos llenando hasta la total plenitud de
Dios» (Ef 3,14-19).
EMILIANO JIMÉNEZ
EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
Ediciones EGA, Bilbao 1992, págs. 11-25

Año de la fe
39
9.- CREDO DEL PUEBLO DE DIOS
PABLO VI

olemne Profesión de fe que

S Pablo VI pronunció el 30
de junio de 1968,
al concluir el Año de la fe
proclamado con motivo del XlX
centenario del martirio de los
apóstoles Pedro y Pablo en
Roma

Venerables hermanos y queridos


hijos:
1. Clausuramos con esta liturgia
solemne tanto la conmemoración
del XIX centenario del martirio de
los santos apóstoles Pedro y
Pablo como el año que hemos
llamado de la fe. Pues hemos
dedicado este año a conmemorar
a los santos apóstoles, no sólo
con la intención de testimoniar
nuestra inquebrantable
voluntad de conservar
íntegramente el depósito de la
fe (cf. 1Tim 6,20), que ellos nos transmitieron, sino también con la de robustecer
nuestro propósito de llevar la misma fe a la vida en este tiempo en que la Iglesia tiene
que peregrinar era este mundo.
2. Pensamos que es ahora nuestro deber manifestar públicamente nuestra gratitud a
aquellos fieles cristianos que, respondiendo a nuestras invitaciones, hicieron que el año
llamado de la fe obtuviera suma abundancia de frutos, sea dando una adhesión más
profunda a la palabra de Dios, sea renovando en muchas comunidades la profesión de fe,
sea confirmando la fe misma con claros testimonios de vida cristiana. Por ello, a la vez
que expresamos nuestro reconocimiento, sobre todo a nuestros hermanos en el
episcopado y a todos los hijos de la Iglesia católica, les otorgamos nuestra bendición
apostólica.
3. Juzgamos además que debemos cumplir el mandato confiado por Cristo a Pedro, de
quien, aunque muy inferior en méritos, somos sucesor; a saber: que confirmemos en la
fe a los hermanos (cf. Lc 22,32). Por lo cual, aunque somos conscientes de nuestra
pequeñez, con aquella inmensa fuerza de ánimo que tomamos del mandato que nos ha
sido entregado, vamos a hacer una profesión de fe y a pronunciar una fórmula que
comienza con la palabra creo, la cual, aunque no haya que llamarla verdadera y
propiamente definición dogmática, sin embargo repite sustancialmente, con algunas
explicaciones postuladas por las condiciones espirituales de esta nuestra época, la
fórmula nicena: es decir, la fórmula de la tradición inmortal de la santa Iglesia de Dios.
4. Bien sabemos, al hacer esto, por qué perturbaciones están hoy agitados, en lo tocante
a la fe, algunos grupos de hombres. Los cuales no escaparon al influjo de un mundo que
Año de la fe
40
se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son o completamente
negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos incluso a algunos católicos como
cautivos de cierto deseo de cambiar o de innovar. La Iglesia juzga que es obligación suya
no interrumpir los esfuerzos para penetrar más y más en los misterios profundos de Dios,
de los que tantos frutos de salvación manan para todos, y, a la vez, proponerlos a los
hombres de las épocas sucesivas cada día de un modo más apto. Pero, al mismo tiempo,
hay que tener sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de
investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana. Si esto sucediera —y
vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad—, ello llevaría la perturbación y la
duda a los fieles ánimos de muchos.
5. A este propósito, es de suma importancia advertir que, además de lo que es
observable y de lo descubierto por medio de las ciencias, la inteligencia, que nos ha sido
dada por Dios, puede llegar a lo que es, no sólo a significaciones subjetivas de lo que
llaman estructuras, o de la evolución de la conciencia humana. Por lo demás, hay que
recordar que pertenece a la interpretación o hermenéutica el que, atendiendo a la
palabra que ha sido pronunciada, nos esforcemos por entender y discernir el sentido
contenido en tal texto, pero no innovar, en cierto modo, este sentido, según la
arbitrariedad de una conjetura.
6. Sin embargo, ante todo, confiarnos firmísimamente en el Espíritu Santo, que es
el alma de la Iglesia, y en la fe teologal, en la que se apoya la vida del Cuerpo místico.
No ignorando, ciertamente, que los hombres esperan las palabras del Vicario de Cristo,
satisfacemos por ello esa su expectación con discursos y homilías, que nos agrada tener
muy frecuentemente. Pero hoy se nos ofrece la oportunidad de proferir una palabra más
solemne.
7. Así, pues, este día, elegido por Nos para clausurar el año llamado de la fe, y en esta
celebración de los santos apóstoles Pedro y Pablo, queremos prestar a Dios, sumo y vivo,
el obsequio de la profesión de fe. Y como en otro tiempo, en Cesárea de Filipo, Simón
Pedro, fuera de las opiniones de los hombres, confesó verdaderamente, en nombre de
los doce apóstoles, a Cristo, Hijo del Dios vivo, así hoy su humilde Sucesor y Pastor de la
Iglesia universal, en nombre de todo el pueblo de Dios, alza su voz para dar un
testimonio firmísimo a la Verdad divina, que ha sido confiada a la Iglesia para que la
anuncie a todas las gentes.
Queremos que esta nuestra profesión de fe sea lo bastante completa y explícita para
satisfacer, de modo apto, a la necesidad de luz que oprime a tantos fieles y a todos
aquellos que en el mundo —sea cual fuere el grupo espiritual a que pertenezcan— buscan
la Verdad.
Por tanto, para gloria de Dios omnipotente y de nuestro Señor Jesucristo, poniendo al
confianza en el auxilio de la Santísima Virgen María y de los bienaventurados apóstoles
Pedro y Pablo, para utilidad espiritual y progreso de la Iglesia, en nombre de todos los
sagrados pastores y fieles cristianos, y en plena comunión con vosotros, hermanos e hijos
queridísimos, pronunciamos ahora esta profesión de fe.
Unidad y Trinidad de Dios
8. Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles —
como es este mundo en que pasamos nuestra breve vida— y de las cosas invisibles —
como son los espíritus puros, que llamamos también ángeles[1]— y también Creador, en
cada hombre, del alma espiritual e inmortal[2].
9. Creemos que este Dios único es tan absolutamente uno en su santísima esencia como
en todas sus demás perfecciones: en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su
providencia, en su voluntad y caridad. Él es el que es, como él mismo reveló a Moisés
(cf. Ex 3,14), él es Amor, como nos enseñó el apóstol Juan (cf. 1Jn 4,8) de tal manera
Año de la fe
41
que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de
aquel que quiso manifestarse a sí mismo a nosotros y que, habitando la luz
inaccesible (cf. 1Tim 6,16), está en sí mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas
e inteligencias creadas. Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de sí
mismo, revelándose a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna
estamos llamados por la gracia a participar, aquí, en la tierra, en la oscuridad de la fe, y
después de la muerte, en la luz sempiterna. Los vínculos mutuos que constituyen a las
tres personas desde toda la eternidad, cada una de las cuales es el único y mismo Ser
divino, son la vida íntima y dichosa del Dios santísimo, la cual supera infinitamente todo
aquello que nosotros podemos entender de modo humano[3].
Sin embargo, damos gracias a la divina bondad de que tantísimos creyentes puedan
testificar con nosotros ante los hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan el
misterio de la Santísima Trinidad.
10. Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el
Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu
Santo, persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de
ellos. Así, en las tres personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre sí [4], la
vida y la felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se consuman con
excelencia suma y gloria propia de la esencia increada; y siempre hay que venerar la
unidad en la trinidad y la trinidad en la unidad [5].
Cristología
11. Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido
del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to Patri; por
quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María
la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el
Padre según la humanidad[6], completamente uno, no por confusión (que no puede
hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona [7].
12. El mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el reino
de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que
nos amáramos los unos a los otros como él nos amó. Nos enseñó el camino de las
bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar los
dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón,
pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato; Cordero de
Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la cruz,
trayéndonos la salvación con la sangre de la redención. Fue sepultado, y resucitó por su
propio poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la participación de la vida
divina, que es la gracia. Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con
gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los
que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que
los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará.
Y su reino no tendrá fin.
El Espíritu Santo
13. Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificador que, con el Padre y el Hijo, es
juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado por Cristo
después de su resurrección y ascensión al Padre; ilumina, vivifica, protege y rige la
Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la gracia. Su acción, que
penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de responder a aquel precepto de
Cristo: Sed perfectos como también es perfecto vuestro Padre celeste (cf Mt 5,48).
Mariología

Año de la fe
42
14. Creemos que la Bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre
del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo [8] y que ella, por su singular
elección, en atención a los méritos de su Hijo redimida de modo más sublime [9], fue
preservada inmune de toda mancha de culpa original [10] y que supera ampliamente en
don de gracia eximia a todas las demás criaturas [11].
15. Ligada por un vínculo estrecho e indisoluble al misterio de la encarnación y de la
redención[12], la Beatísima Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida
terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste [13], y hecha semejante a su
Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la suerte de todos los justos;
creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia [14], continúa
en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el
que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los
hombres redimidos [15].
Pecado original
16. Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida
por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el
que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que
la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que
estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal
y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del
don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales
y sometidas al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este
sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de
Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, por
propagación, no por imitación, y que se halla como propio en cada uno[16].
17. Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del
pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros,
de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia(cf. Rom 5,20).
18. Confesamos creyendo un solo bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para
el perdón de los pecados. Que el bautismo hay que conferirlo también a los niños, que
todavía no han podido cometer por sí mismos ningún pecado, de modo que, privados de
la gracia sobrenatural en el nacimiento nazcan de nuevo, del agua y del Espíritu Santo, a
la vida divina en Cristo Jesús[17].
La Iglesia
19. Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, edificada por Jesucristo
sobre la piedra, que es Pedro. Ella es el Cuerpo místico de Cristo,
sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la vez, comunidad espiritual;
Iglesia terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia enriquecida por
bienes celestes, germen y comienzo del reino de Dios, por el que la obra y los
sufrimientos de la redención se continúan a través de la historia humana, y que con
todas las fuerzas anhela la consumación perfecta, que ha de ser conseguida después del
fin de los tiempos en la gloria celeste [18]. Durante el transcurso de los tiempos el Señor
Jesús forma a su Iglesia por medio de los sacramentos, que manan de su plenitud [19].
Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros participen del misterio de la muerte y
la resurrección de Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la vivifica y la
mueve [20]. Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores, porque ella no goza
de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de
esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma que
impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace
Año de la fe
43
penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la
sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo.
20. Heredera de las divinas promesas e hija de Abrahán según el Espíritu, por medio de
aquel Israel, cuyos libros sagrados conserva con amor y cuyos patriarcas y profetas
venera con piedad; edificada sobre el fundamento de los apóstoles, cuya palabra
siempre viva y cuyos propios poderes de pastores transmite fielmente a través de los
siglos en el Sucesor de Pedro y en los obispos que guardan comunión con él; gozando
finalmente de la perpetua asistencia del Espíritu Santo, compete a la Iglesia la misión de
conservar, enseñar, explicar y difundir aquella verdad que, bosquejada hasta cierto
punto por los profetas, Dios reveló a los hombres plenamente por el Señor
Jesús. Nosotros creemos todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios
escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia, o con juicio solemne, o con
magisterio ordinario y universal, para ser creídas como divinamente reveladas[21].
Nosotros creemos en aquella infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando
habla ex cathedra [22] y que reside también en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce
con el mismo el supremo magisterio [23].
21. Nosotros creemos que la Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una
por la fe, y el culto, y el vínculo de la comunión jerárquica [24]. La abundantísima
variedad de ritos litúrgicos en el seno de esta Iglesia o la diferencia legítima de
patrimonio teológico y espiritual y de disciplina peculiares no sólo no dañan a la
unidad de la misma, sino que más bien la manifiestan [25].
22. Nosotros también, reconociendo por una parte que fuera de la estructura de la
Iglesia de Cristo se encuentran muchos elementos de santificación y verdad, que como
dones propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica[26], y creyendo, por otra
parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos de Cristo el
deseo de esta unidad [27], esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la plena
comunión de la única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño con un solo Pastor.
23. Nosotros creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es
el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace
presente [28]. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y
aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, sin
embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por
cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, ellos
también, en un número ciertamente que sólo Dios conoce, pueden conseguir la salvación
eterna [29].
Eucaristía
24. Nosotros creemos que la misa que es celebrada por el sacerdote representando la
persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que
es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es
realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros
altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la
última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos
por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se
convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y
creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que
continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera,
real y sustancial[30].
25. En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la
conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia
del vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del
Año de la fe
44
vino, que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por
la Santa Iglesia conveniente y propiamente transustanciación. Cualquier interpretación
de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe
católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas,
independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han
dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella,
están verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales
del pan y del vino[31], como el mismo Señor quiso, para dársenos en alimento y unirnos
en la unidad de su Cuerpo místico [32].
26. La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en los cielos, no se
multiplica, pero por el sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la
tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de
celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el
tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos
obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa
que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin
embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos.
Escatología
27. Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus
comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo (cf. Jn 18,36), cuya figura
pasa (cf. 1Cor7,31), y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse
idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes
técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas
insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en
los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios;
finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente
entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse
continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. Porque,
mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad
permanente (cf. Heb 13,14), los estimula también, a cada uno según su condición de
vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana,
promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda
a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran
solicitud con que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los
hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el
deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la
voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en
aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la
Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se resfriase el ardor con que ella
espera a su Señor y el reino eterno.
28. Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en
la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del
purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan
del cuerpo, como el Buen Ladrón— constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte,
la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se
unirán con sus cuerpos.
29. Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el
paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna,
ven a Dios, como Él es[33] y participan también, ciertamente en grado y modo diverso,
juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo
Año de la fe
45
glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan
grandemente nuestra flaqueza [34].
30. Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que
peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan
de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos
igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de
Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones, como nos
aseguró Jesús: Pedid y recibiréis (cf. Lc 10,9-10; Jn 16,24). Profesando esta fe y
apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo
venidero.
Bendito sea Dios, santo, santo, santo. Amén.

Notas
[1] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius: Denz.-Schön. 3002.
[2] Cf. enc. Humani generis: AAS 42 (1950) 575; Con. Lateran. V: Denz.-Schön. 1440-1441.
[3] Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius: Denz.-Schön. 3016.
[4] Símbolo Quicumque: Denz.-Schön. 75.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd., n. 76.
[7] Ibíd.
[8] Cf. Conc. Efes.: Denz.-Schön. 251-252.
[9] Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 53.
[10] Cf. Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: Acta p. 1 vol. 1 p. 616.
[11] Cf. Lumen gentium, 53.
[12] Cf. Ibíd., n. 53.58.61..
[13] Cf. Const. apost. Munificentissimus Deus: AAS 42 (1950) 770.
[14] Lumen gentium, 53.56.61.63; cf. Pablo Vl, Al. en el cierre de la III sesión del concilio Vat. II:
AAS 56 (1964), 1016; exhort. apost. Signum magnum: AAS 59 (1967) 465 y 467.
[15] Lumen gentium, 62; cf. Pablo Vl, exhort. apost. Signum magnum: AAS 59 (1967) 468.
[16] Cf. Conc. Trid., ses.5: Decr. De pecc. orig.: Denz-Schön. 1513
[17] Cf. Conc. Trid., ibíd.,: Denz-Schön. 1514.
[18] Cf. Lumen gentium, 8 y 50.
[19] Cf. Ibíd., n.7.11..
[20] Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium n. 5.6; Lumen gentium n.7.12.50.
[21] Cf. Conc. Vat. I, Const. Dei Filius: Denz-Schön. 3011.
[22] Cf. Ibíd., Const. Pastor aeternus: Denz-Schön. 3074..
[23] Cf. Lumen gentium, n. 25.
[24] Ibíd., n. 8.18-23; decret. Unitatis redintegratio, n. 2.
[25] Cf. Lumen gentium, n. 23; decret. Orientalium Ecclesiarum, n. 2.3.5.6..
[26] Cf. Lumen gentium, n. 8.
[27] Cf. Ibíd., n. 15.
[28] Cf. Ibíd., n. 14..
[29] Cf. Ibíd., n. 16.
[30] Cf. Conc. Trid., ses. 13: Decr. De Eucharistia: Denz-Schön. 1651..
[31] Cf. Ibíd.: Denz-Schön. 1642; Pablo Vl, Enc. Mysterium fidei: AAS 57 (1965) 766..
[32] Cf. Santo Tomás, Summa Theologica III, q.73 a.3
[33] 1Jn 3, 2; Benedicto XII, Const. Benedictus Deus: Denz-Schön. 1000.
[34] Lumen gentium, n. 49.

Año de la fe
46
10.- El Credo
l símbolo al principio fue esencialmente un elemento de la liturgia bautismal; la

E iniciativa de recitarlo en la misa partió del Oriente. Macedonio, dispuso por el año
515 que al acabar la plegaria eucarística y antes de la oración dominical (Padre
nuestro) recitasen todos el símbolo, llamado después nicenoconstantinopolitano. La
novedad encontró buena acogida en todo el Oriente y el emperador Justiniano II la
sanción con ley en el 568.

De Oriente pasó en seguida


la nueva práctica a España.
Los visigodos, arríanos, que
ocupaban el país, al
convertirse con su rey
Recaredo a la fe romana,
quisieron, en el gran
concilio nacional de Toledo
del año 589, sellar su
propia conversión con un
acto público y duradero,
para lo cual se decretó
que, en adelante, en todas
las iglesias de España y
Galicia fuera recitado el
Credo secundum formam
orientalium Ecclesiarum.
Mientras el pueblo hacía,
antes del Pater noster, la
solemne profesión de fe,
unanimiter, clara voce, el
sacerdote tenía en la mano
sobre el cáliz la hostia consagrada y la elevaba delante de todos. La fórmula del símbolo
prescrita por el concilio debía ser exactamente conforme con el texto utilizado en las
iglesias de Oriente; pero, en la práctica, a la frase Qui ex Paire procedit se añadió
pronto, no sabemos por obra de quién, la palabra Filioque. La añadidura fue arbitraria y
errónea, provocando efectivamente la protesta del papa y, más tarde, discusiones
ásperas que por parte de los griegos.
De España, o quizás del norte de Italia, la recitación del Credo pasó a las Galias en
tiempo de Carlomagno por obra principalmente de San Paulino de Aquileya (780802),
uno de los obispos más cultos y apreciados de su tiempo. El demostró en el sínodo de
Francfort del 749 que la fórmula era apta para combatir el adopcionismo; y en el 796, en
el sínodo por el celebrado en Cividale del Friuli, insistió para que sus sacerdotes
aprendieran de memoria el texto del símbolo nicenoconstantinopolitano, que él mismo
preparó, juntamente con un comentario, suyo también. En las actas sinodales fueron
insertas tanto la traducción del símbolo como el comentario, aquél con la partícula
Filioque, que él expresamente defendió. Dos años después (798), asistiendo al concilio
de Aquisgrán, tuvo que reafirmar la oportunidad de hacer popular el símbolo para
contraponer a la herejía adopcionista de Félix de Urgel la expresión genuina de la
verdadera fe.
Año de la fe
47
Fue ciertamente en aquella circunstancia cuando el símbolo se introdujo en la misa en la
capilla palatina después del evangelio. El papa había consentido en ello, pero sin saber
que se añadía el Filioque. Se deduce fácilmente de las discusiones habidas en Roma el
año 810 entre León III y los enviados de Carlomagno a propósito del Filioque.

Con todo, a pesar de las protestas del papa,


el Filioque permaneció en la fórmula litúrgica
(en el Occidente), y el canto del símbolo en
la misa propagóse rápidamente en Francia y
Alemania, como escribe Wilfredo Estrabón
(845): Apud Gallos et Germanos, post
deiectionem Felicis haeretici, ídem
symbolum latius et crebius in missarum
coepit officiis iteran. Hallamos confirmado
esto en la rúbrica del II OR (s. x), compilado
para uso de las iglesias del norte europeo:
Post lee tum evangelium, candelae in loco
suo exstinguuntur, et ab episcopo “Credo in
unum Deum” cantatur.

Se habrá notado el puesto diverso asignado en la Galia al símbolo, es decir, después de


la lectura evangélica, puesto que altera sensiblemente la antigua línea ascensional de la
misa didáctica, que culminaba con el canto del evangelio. No sabemos cuáles fueron los
motivos extrínsecos para este cambio, pero probablemente el principal fue la imitación
de una costumbre litúrgica análoga preexistente en el norte de Italia. Por los recientes
estudios de Hesbert en torno al rito antiguo de Benevento, parece demostrado que a
fines del siglo VIII, si no antes, en Benevento se cantaba el símbolo después del
evangelio, cuyo texto era el mismo que difundiera y más tarde propugnara Paulino de
Aquileya, y cuyo atuendo melódico nada tenía de común con las formas musicales de la
tradición romanofranca. ¿Cómo surgió o de dónde había venido esta tradición italiana
acerca del símbolo? o Del Oriente bizantino a través de las colonias griegas del sur o de
España? Y en cuanto a Paulino de Aquileya, ¿aprendió de Benevento su propaganda en
favor del símbolo, como antídoto contra la herejía? Por ahora resulta imposible
responder satisfactoriamente a estas preguntas.

Righetti, Historia de la Liturgia

Año de la fe
48
11.- BREVE EXPLICACIÓN DEL SÍMBOLO DE LA FE

El Credo en la Santa Misa

ada domingo, recitamos en la Santa Misa después de haber oído el Santo

C Evangelio el Credo. El sentido de recitar el Credo es tras escuchar la Palabra de


Dios, y la explicación de esta Palabra por el sacerdote, como respuesta a esta
Palabra, hacemos una declaración de nuestra fe. Esto es porque la fe nace de la escucha
de la Palabra de Dios, es nuestra respuesta personal a esta Palabra, la “obediencia de la
fe”, como la llama san Pablo. Solamente una persona que ha escuchado a Jesús puede
después creer en Él.
El Credo, llamado también “Símbolo de la fe”, no nació en la liturgia eucarística, sino en
la liturgia bautismal. Cuando una persona quería ser bautizada antes debía recitar el
Credo, es decir, hacer una declaración pública de su fe. Sólo en el siglo V se introdujo
en la liturgia eucarística, en el Oriente cristiano, de lengua griega. El primer lugar del
Occidente cristiano donde se recitó el Credo en la Misa fue en España, por mandato del
rey Recaredo (siglo VI). De ahí pasó a las demás liturgias occidentales, hasta implantarse
en Roma, en el año 1014.
Los dos “Credos” más conocidos son el apostólico usado en Roma ya en el siglo III, y el
niceno-constantinopolitano, que recoge la fe de los Concilios de Nicea (año 325) y
Constantinopla (año 381) Hasta 1983 sólo se podía usar en la Misa el Credo niceno-
constantinopolitano a partir de ese año coexisten los dos.

La Oración que tiene toda nuestra fe

El Credo, no es solo una oración más de la Santa Misa, es una oración de nuestra vida
diaria, aunque no la recitemos, atesorémosla en el corazón, y cuando debamos recitarla
digámosla con fuerza, que salga de nuestro corazón.
También resulta extremadamente interesante recitarla mostrando una gran convicción,
sobre todo cuando estamos en una celebración en la cual participan hermanos que no
practican la fe, especialmente si para ellos el ir al templo es solo para ocasiones o
eventos especiales como el asistir a un servicio religioso tales como, funerales,
bautismos o bodas. En efecto para alguien que no es devoto, el oír el credo, le invita a
la reflexión.
Recitar con fe el Credo es recordar nuestro Bautismo y entrar en comunión con Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo, es también entrar en comunión con toda la Iglesia que nos
transmite la fe y en el seno de la cual creemos.

Credo de los Apóstoles

El Credo de los Apóstoles o Símbolo de los Apóstoles, también conocido como el credo
corto, es llamado de los apóstoles porque es considerado con justicia como el resumen
fiel de la fe de los apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia Romana. Su
gran autoridad proviene del hecho de que es el símbolo que guarda la Iglesia Romana, la
que fue sede de Pedro, el primero de los apóstoles, y a la cual él llevó a la doctrina
común.

Año de la fe
49
C
reo en Dios, Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo,
Nuestro Señor, que fue concebido
por obra y gracia del Espíritu Santo,
nació de Santa María Virgen;
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de entre los muertos,
subió a los cielos y está sentado
a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.
Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos
y a los muertos.
Creo en el Espíritu Santo,
la santa Iglesia católica, la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne y la vida eterna.
Amén.

Frase a frase

"Creo en Dios, Padre todopoderoso,


Manifestamos, tenemos la convicción, ponemos nuestra fe, Dios existe, no tenemos
dudas, no necesitamos pruebas
Creador del cielo y de la tierra."
Dios es el principio de todo; y el fin de todas las cosas, son para él y su mayor gloria por
lo que es Dueño y Señor de todas las cosas, Infinitamente sabio, conoce y sabe todo es
Omnisciente, Dios lo puede todo es Omnipotente
"Creo en Jesucristo, su Único hijo, Nuestro Señor..."
Jesús: Significa "Dios salva". Cristo: "Mesías” Hijo de Dios, filiación intima con Dios,
Señor: Es el nombre con el cual Dios se reveló a Moisés
“...que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María
Virgen..."
Esta parte es muy importante El Espíritu Santo hizo la obra porque es bondad y amor. En
el momento de la concepción ya existía antes sólo como Dios, en la concepción Jesús es
engendrado, no creado, para ser también humano y estamos además ratificando que la
madre es la Santísima Virgen María y no ponemos en duda fue siempre virgen (antes,
durante y después del parto).
"...padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado..."
Esto es que Cristo no redimió y entonces tuvo que sufrir mucho, y lo hizo por amor, y
esto no podemos ignorarlo, esto es tener plena conciencia del sufrimiento de Jesús, de
cada uno de sus azotes, de cada una sus caídas camino al calvario, de haber sido clavado
y roto sus huesos, y de haber muerto en la cruz, todo esto durante el gobierno de
Pilatos.
"...descendió a los infiernos, al tercer día resucito de entre los muertos..."
No se refiere al infierno sino al limbo de los justos, este era el lugar a donde, hasta
nuestra redención, iban las almas de los que morían en gracia de Dios.
"...subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso."

Año de la fe
50
Subió a los cielos en la ascensión y está a la derecha porque tiene la misma gloria.,
además Jesús como naturaleza humana está en el cielo y en la eucaristía, y con
naturaleza divina en todas partes, porque es Dios
"Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y muertos."
En esta parte, tenemos conciencia que el Juicio es inmediatamente después de la
muerte, importante advertencia, porque se nos va a juzgar según nuestras obras. El
sentido de los vivos y muertos, es decir los buenos y los malos.
"Creo en el Espíritu Santo,..."
Estamos concientes que los dones no dependen del hombre, aunque éste debe pedirlos y
una vez recibidos usarlos, entonces los dones dependen del espíritu Santo que los
infunde en nosotros para aumentar nuestras virtudes.
"... la Santa Iglesia Catolica,..."
Creo en la Iglesia Católica , santa porque fue fundada por Cristo y es la iglesia verdadera
“...la comunión de los santos,..."
Estamos todos unidos y debemos rezar por todos y por nosotros, en la tierra, en el
purgatorio o en el cielo, y aquí nos acordamos de los ya partieron y rezamos por ellos,
para que intercedan por nosotros ante Dios
"...el perdón de los pecados,..."
No somos perfectos, algo malo habremos hecho, pero lo que importa es si estamos
realmente arrepentidos y nos acercamos a Dios para servirle en adelante todo nos
perdonará porque su misericordia es infinita.
"... la resurrección de la carne y la vida eterna."
Cristo vendrá a juzgar a los vivos y muertos y quienes merecieron el cielo, y el
purgatorio ya que este es un paso previo para purificar al alma, resucitaran y tendrán un
cuerpo glorioso como el de Jesucristo luego de su resurrección.

Credo de Nicea-Constantinopla

El Credo de Nicea-Constantinopla, es más largo por ser más explícito. Debe su gran
autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros Concilios ecuménicos, como su
nombre lo indica respectivamente Concilio de Nicea año 325 y el Concilio de
Constantinopla año 381. Sigue siendo hoy el símbolo común de todas las Iglesias de
Oriente y Occidente.

Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso,


Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos
los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no
creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros,
los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en
tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las
Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá
con gloria para juzgar a, vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Creo-en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que
con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.
Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección
de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.

Año de la fe
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El Credo de San Atanasio

También se conoce por sus primeras palabras de la versión latina: "Quicumque".


Se le llama de San Atanasio no porque el lo escribiera sino porque recoge sus expresiones
e ideas. Algunos piensan que fue escrito por San Ambrosio.

Texto del Credo Atanasiano:

"Todo el que quiera salvarse, ante todo es menester que mantenga la fe Católica; el que
no la guarde íntegra e inviolada, sin duda perecerá para siempre.
Ahora bien, la fe católica es que veneremos a un solo Dios en la Trinidad, y a la
Trinidad en la unidad; sin confundir las personas ni separar las sustancias. Porque una
es la persona del Padre y el Hijo y otra (también) la del Espíritu Santo; pero el Padre y
el Hijo y el Espíritu Santo tienen una sola divinidad, gloria igual y coeterna majestad.
Cual el Padre, tal el Hijo, increado (también) el Espíritu Santo; increado el Padre,
increado el Hijo, increado (también) el Espíritu Santo; inmenso el Padre, inmenso el
Hijo, inmenso (también) el Espíritu Santo; eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno
(también) el Espíritu Santo. Y, sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno,
como no son tres increados ni tres inmensos, sino un solo increado y un solo inmenso.
Igualmente, omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente (también) el
Espíritu Santo; y, sin embargo no son tres omnipotentes, sino un solo omnipotente. Así
Dios es el Padre, Dios es el Hijo, Dios es (también) el Espíritu Santo; y, sin embargo, no
son tres dioses, sino un solo Dios; Así, Señores el Padre, Señor es el Hijo, Señor
(también) el Espíritu Santo; y, sin embargo, no son tres Señores, sino un solo Señor;
porque así como por la cristiana verdad somos compelidos a confesar como Dios y Señor
a cada persona en particular; así la religión católica nos prohíbe decir tres dioses y
señores. El Padre, por nadie fue hecho ni creado ni engendrado. El Hijo fue por solo el
Padre, no hecho ni creado, sino engendrado. El Espíritu Santo, del Padre y del Hijo, no
fue hecho ni creado, sino que procede.
Hay, consiguientemente, un solo Padre, no tres padres; un solo Hijo, no tres hijos; un
solo Espíritu Santo, no tres espíritus santos; y en esta Trinidad, nada es antes ni
después, nada mayor o menor, sino que las tres personas son entre sí coeternas y
coiguales, de suerte que, como antes se ha dicho, en todo hay que venerar lo mismo la
unidad de la Trinidad que la Trinidad en la unidad. El que quiera, pues, salvarse, así ha
sentir de la Trinidad.
Pero es necesario para la eterna salvación creer también fielmente en la encarnación de
nuestro Señor Jesucristo. Es, pues, la fe recta que creemos y confesamos que nuestro
Señor Jesucristo, hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios engendrado de la sustancia del
Padre antes de los siglos, y es hombre nacido de la madre en el siglo: perfecto Dios,
perfecto hombre, subsistente de alma racional y de carne humana; igual al Padre según
la divinidad, menor que el Padre según la humanidad. Más aun cuando sea Dios y
hombre, no son dos, sino un solo Cristo, y uno solo no por la conversión de la divinidad
en la carne, sino por la asunción de la humanidad en Dios; uno absolutamente, no por
confusión de la sustancia, sino por la unidad de la persona. Porque a la manera que el
alma racional y la carne es un solo hombre; así Dios y el hombre son un solo Cristo. El
cual padeció por nuestra salvación, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de
entre los muertos, subió a los cielos, está sentado al adiestra de Dios Padre
omnipotente, desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos, y a su venida
todos los hombres han de resucitar con sus cuerpos y dar cuenta de sus propios actos, y
los que obraron bien, irán a la vida eterna; los que mal, al fuego eterno.”
Año de la fe
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12.- EL SÍMBOLO DE LA FE
I. Terminología
a Iglesia fue consecuente desde los comienzos con aquel directo consejo del

L apóstol Pedro: « [Estad] dispuestos siempre a contestar a todo el que os pida razón
de vuestra esperanza» (1Pe 3,15). Y lo hizo de distintas formas, entre ellas las
formulaciones más o menos precisas de la fe cristiana.
Aunque no son exclusivos del cristianismo (en otras religiones se utilizan también
compendios esenciales de su fe), podemos decir que los credos o símbolos de la fe son
muy característicos de la Iglesia, pues con ellos resume y expresa en fórmulas breves,
fijas y claras, sus creencias y vivencias religiosas.
La tradición y el uso de las Iglesias han acuñado diversos
términos para referirse a esos resúmenes cualificados de los
contenidos de la fe. Tres se han impuesto sobre todo: 1)
Símbolo (del griego symbolon: signo, sello, señal de
reconocimiento) es una expresión que aparece por primera vez
en una carta de san Cipriano de Cartago (256), afirmando que
los herejes novacianos «bautizan con el mismo símbolo que
nosotros»; en la Iglesia de Oriente el término no figura hasta
el concilio de Laodicea (363). Vendría a ser la identificación de
la fe cristiana. 2) Credo (del verbo latino credo, credere:
creer) no significa tan sólo «yo creo», sino sustantivamente «lo
que yo creo», los contenidos de una fe aceptada, vivida y
profesada; y eso con sentido eclesial. 3) Confesión (del latín
confescio-confessionis: confesión, declaración) alude
expresamente al acto de confesar la fe cristiana en sus
contenidos fundamentales, no sólo como comprobación de una
creencia auténtica, sino también como testimonio público de
la misma.
Estos términos más usuales presentan semejanzas con otras
fórmulas de contenido también doctrinal, como son la regula
fidei y la regula veritalis. Pero no se puede decir que estas
tengan el mismo uso que los símbolos y credos ni que puedan
intercambiarse con ellos, pese a las relaciones mutuas entre
unos y otras.

II. Base neotestamentaria


Las fórmulas de fe de carácter confesional, usadas
especialmente a partir de las controversias arrianas, hunden sus raíces en el uso de las
primeras comunidades cristianas, como testimonian numerosos textos del Nuevo
Testamento. Aunque son creencias eclesiales entroncan directamente con la fe bíblica.
En primer lugar, el Nuevo Testamento recoge ciertas fórmulas breves que parecen
expresar la fe en Jesús en forma de aclamaciones: Jesús es el Señor (I Cor 12,3); incluso
más explícitamente: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu
corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rom 10,9). Hijo de Dios.
Así Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), o Juan: «Si uno confiesa
que Jesús es el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios» (IJn 4,15), o la ingenua
confesión del eunuco de la reina Candaces: «Creo que Jesucristo es el hijo de Dios» (He
Año de la fe
53
8,37). Cristo, el Mesías (Mc 8,29), con ecos muy precisos: «Dios ha constituido Señor y
Mesías a este Jesús» (He 2,36), «El que cree que Jesús es el mesías, ha nacido de Dios»
(1Jn 5,1).
Se encuentran también en el Nuevo Testamento algunos himnos cristológicos, especie de
fórmulas de fe usadas probablemente en celebraciones litúrgicas como expresión
comunitaria de la fe de los cristianos: «Es grande el misterio de nuestra religión: que
(Cristo] se ha manifestado como hombre, ha sido acreditado por el Espíritu, se ha
mostrado a los ángeles, ha sido anunciado a las naciones, creído en el mundo, elevado a
la gloria» (ITim 3,16; cf Flp 2,6-11).
Aparecen asimismo en el Nuevo Testamento fórmulas de fe conjunta en el Padre y en el
Hijo, especialmente lCor 8,6: «Para nosotros hay un solo Dios, el Padre, del que
proceden todas las cosas y por el que hemos sido creados; y un solo Señor, Jesucristo,
por quien existen todas las cosas y por quien también nosotros existimos» (cf lTim 2,5;
2Tim 4,1).
Aunque con menos abundancia, se encuentran también fórmulas triádicas o trinitarias
que expresan la fe de finales del siglo I, como la fórmula bautismal puesta en boca de
Cristo resucitado: «Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo» (Mt 28,19; cf lCor 6,11; 12,4-5; 2Cor 13,13).

III. Símbolos de la fe en la historia de la Iglesia


Numerosos credos y símbolos de fe se han formado a lo largo de los tiempos en
comunidades, Iglesias locales y aun en la Iglesia universal. Pero eso no puede hacer
olvidar su origen fundamentalmente litúrgico ni su Sitz im Leben en la época patrística.
Hoy es posible reconstruir la larga historia de las confesiones de fe desde los más
antiguos testimonios documentales. Por eso, una colección de definiciones y
declaraciones como la de Denzinger-Schónmetzer (DS) recoge más de cuarenta símbolos
elaborados entre los siglos II y IX. Desde los más antiguos, como la Epístola Apostolorum
y los contenidos en el papiro de Dér-Balyzeh o en las constituciones de la Iglesia egipcia
(DS 1-6), pasando por los occidentales de estructura trinitaria, como el símbolo
apostólico y las fórmulas interrogativas (DS 10-36), hasta los símbolos orientales
trinitarios (DS 40-64) o bipartitos (una confesión de fe trinitaria y otra específicamente
cristológica), como los conocidos Fides Damasi, Clemens Trinitas y el pseudoatanasiano
Quicumque (DS 71-76).
Los primeros credos evidencian un uso catecumenal, como expresiones declarativas de
los interrogatorios bautismales acerca del Dios trinitario y las verdades de la fe: así, el
de la Traditio apostolica de Hipólito, c. 215 (DS 10). Posiblemente a partir del llamado
Credo de los apóstoles (DS 30) comienzan a expresar el núcleo de la revelación acerca
de Dios y su obra salvadora en Cristo. Un símbolo tan famoso como el Quicumque (DS 75-
76) probablemente expresa la fe episcopal de su tiempo con mutuas implicaciones
trinitarias y cristológicas. Pero, sobre todo a partir de los concilios, los credos fueron
expresiones de fe ortodoxa que permitían distinguir a los obispos fieles de los herejes:
así, el credo de Nicea (DS 125) excluye ciertas afirmaciones de Arrio, estableciéndose
una regla de comunión entre los obispos e Iglesias que creían/expresaban correctamente
su fe, y servirá de referencia para ulteriores precisiones dogmáticas. Se llegó luego a
importantes formulaciones de este tipo, como el Símbolo nicenoconstantinopolitano, del
año 381 (DS 150).
Digamos que todas eran confesiones de fe más o menos comunes, a veces diferenciadas
por su origen o perspectiva de elaboración, pero siempre convergentes. Expresaban de
forma plural la fe de la Iglesia en diversas épocas en que esta era una.
Desgraciadamente, después de las grandes rupturas de los siglos XI y XVI, los símbolos se
Año de la fe
54
han seguido emitiendo desde distintas tradiciones cristianas, convirtiéndose en
identificaciones doctrinales de las Iglesias separadas y precisando cuidadosamente sus
términos, afinando expresiones, marcando diferencias.
Inevitablemente se pasó luego a enfrentadas formulaciones dogmáticas, algunas muy
persistentes: caso del Filioque introducido en el símbolo de Constantinopla para precisar
la naturaleza del Espíritu Santo, posteriormente convertido en fuente de polémicas
entre Oriente y Occidente, impidiendo finalmente expresar una fe común. Otro tanto
ocurrió con las confesiones de fe de los concilios II de Lyon (1274) y Florencia (1439-45),
celebrados para confirmar la unión de las Iglesias Orientales con la de Roma: la
profesión de fe de Miguel Paleólogo, además del credo trinitario, incluía otros temas —
siete sacramentos, primado romano, suerte de los difuntos... (DS 851-861); y del mismo
tono eran los textos del concilio de Florencia en sus decretos Pro Graecis, Armeniis et
lacobitis (DS 1300-1308, 1310-1328 y 1330-1353). Además de marcar después
fuertemente las diferencias entre las Iglesias orientales y la de Roma, estos concilios
aportaron una tremenda lección negativa: la unidad cristiana no puede ser fruto de
decisiones políticas, de pactos entre las Iglesias provocados por una necesidad
imperiosa.
Después de las grandes rupturas de la cristiandad, las confesiones de fe se han seguido
produciendo, de una u otra forma, por las distintas Iglesias. Recordemos, entre los
católicos, los símbolos de los concilios generales, el juramento antimodernista de Pío X y
el credo de Pablo VI (1968); entre los protestantes, la declaración del sínodo de
Dordrecht (1619), donde triunfó la ortodoxia calvinista, y, entre los ortodoxos, sus
conocidas listas de diferencias dogmáticas con los católicos, como la del patriarca
Antimio VII al papa León XIII.
A nivel menos oficial, la elaboración de confesiones de fe se ha continuado por parte de
personas y comunidades, para expresar no tanto el contenido formulado cuanto el vivido
y testimoniado, aportando nuevas dimensiones a esas fórmulas de fe. Piénsese, por
ejemplo, en la colección publicada durante años por Desclée «El credo que da sentido a
mi vida», testimonio personal de conocidos cristianos, o el credo de Solentiname,
expresando la fe de unas comunidades americanas a través de su letra y música. Estos y
otros muchos casos expresan un tipo de credos en línea testimonial: un creyente o una
comunidad tiene a veces el derecho y hasta la obligación de confesar la fe con sus
propias palabras, desde sus propios sentimientos y su forma de creer. Lo cual no es
novedad, ya que se ha hecho a lo largo de toda la historia; se trata ahora de aplicar un
cambio de método para cumplir con ese imperativo de contestar a todo el que nos pida
razón de nuestra esperanza y confesar nuestra fe.

IV. El credo: expresión de la fe y sus contenidos


Una de las cuestiones más debatidas por las teologías protestante y católica, la
antropología de la fe cristiana, nos sirve como prólogo de este apartado. Por una parte,
cuando se acentúa que la fe es un don de Dios, ¿se quiere decir que «solamente es un
puro don de Dios»? Y por la otra, cuando se considera la fe más como una actuación del
hombre, que mediante sus obras «se sube a puños hasta Dios», ¿no se reproduce la
oración del fariseo: «Dios mío, te doy gracias, porque no soy como el resto de los
hombres...; yo ayuno... pago los diezmos...» (Lc 18,11-12). Estas dos formas opuestas de
poner el acento en una cuestión tan relevante expresan incompletamente la
antropología de la fe.
Cierto que en la vida cristiana todo es un don de Dios –como decía Pablo al final de su
existencia: «Todo es ya pura gracia»–, y lo es porque Dios nos amó primero. Pero el don

Año de la fe
55
de Dios no se nos ha impuesto, es el producto de una propuesta que se ha aceptado. Una
gracia no es gracia, en último término, mientras no haya sido aceptada y respondida.
Dios es una propuesta permanente y universal, pues «quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (lTim 2,4). De ahí resulta que la fe sea la
necesaria respuesta a un don inmerecido, gratuito y total ofertado por Dios. Pero sin
respuesta humana, una fe solamente dada podría ser un sombrero para el hombre.
Cierto que la gracia —como Dios mismo— no es el producto de nuestra decisión, pero su
actuación en nosotros en cierto modo sí: sin la respuesta personal la gracia no será
operativa en nosotros.
Sí, la fe es una gracia, un don de Dios. Pero, como dice Bonhbffer, es una gracia cara: un
don que se ha de desear, que se ha de querer aceptar, una propuesta a la que se debe
responder. Porque si no, se corre el riesgo de considerar la fe tan solo como un saber,
una ética, un cumplimiento. No es que esto no forme parte de la fe cristiana, pero esta
es globalmente mucho más. Viene a ser, en definitiva, todo un sentido de la vida, un
estilo de existencia, una opción por determinadas dimensiones del ser humano. Desde
ahí habrá unas perspectivas dentro de las que la fe se moverá: esas que llamamos sus
dimensiones antropológicas. Una de ellas es la propuesta por Pedro: «Dar razón de
nuestra esperanza», porque la fe tiene todo que ver con nuestro futuro. Otra es el
seguimiento personal: «Me llamaste, Señor, y no me pude resistir», producto de una
llamada directa a la que se ha respondido: «Aquí estoy». De todo ello podemos y
debemos dar razón, testimoniar por qué uno se ha dejado arrastrar: «Porque creo que
Jesús es el Señor».
Podríamos hablar también de otras dimensiones de la fe cristiana: la alabanza, la acción
de gracias, el compromiso, la praxis militante... Porque la fe, como la vida (al fin y al
cabo aquella se define en las zonas más hondas de la decisión humana), precisa del
concurso de todas sus dimensiones para poder ser vivida plenamente. Por ello, aun a
riesgo de simplificar demasiado, diremos que la fe cristiana tiene una triple dimensión:
noética, ética y estética. La primera corresponde a la expresión doctrinal y teológica. La
segunda se desarrolla por la vía moral, que es más que un hacer o no hacer: es un saber
vivir como exigencia de la fe que rebosa de toda la vida del discípulo de Cristo. La
tercera dimensión es la estética, mediante la cual el cristiano expresa/celebra su fe
personal y comunitariamente.
Las confesiones de fe se han movido preferentemente en la dimensión noética: credos,
catecismos, teología, se han preocupado de fijar contenidos, pero dejando fuera otras
dimensiones también fundamentales. Es verdad que los mandamientos, códigos y leyes
han organizado en cierto modo la dimensión ética de la fe. Pero unos y otros no han
recogido la impresionante dimensión de la vida de los testigos, confesores, mártires...
Esos credos y códigos han olvidado casi por completo que la vida –la forma de existencia
y su celebración–nos define o no como cristianos, expresa lo que creemos y cómo
creemos: «La práctica religiosa pura y si.n mancha delante de Dios, nuestro Padre,
consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y guardarse de los
vicios del mundo» (Sant 1,27). Es cierto que los credos, nacidos de la liturgia de la
iniciación cristiana, tienen su origen en la dimensión estética de la fe. Pero,
especialmente a partir de las primeras herejías y concilios, se hicieron respuesta de fe
ortodoxa, test de autenticidad eclesial. Con todo, siempre se ha tenido claro que no se
puede creer sin amar y que la confesión de fe pasa por la formulación doctrinal, la
praxis de la vida y la celebración. Quizás algunas de las actuales y vitalistas confesiones
de fe a que antes aludíamos no son sino el eco de otras de cualificados testigos: Félix,
Gotescalco, Berengario, san Bruno.

Año de la fe
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Esto nos lleva de la mano a definir los credos como algo complejo, que intentan formular
la fe contenida en la Escritura, pero no son instrumentos o reglas fijas que se deben
aplicar sin más. Son auténticas creaciones de la Iglesia, a partir de dos polos
indisociables: Jesucristo y la Iglesia. En el fondo van a suponer al cristiano una toma de
posición respecto al mundo: el hombre es un ser que se va haciendo en la historia.
Por otra parte, los credos nacen también para ayudar a creer rectamente, para guardar
de una fe aberrante, para evitar incorrectas formulaciones, vivencias y expresiones de la
fe verdadera. Por eso su contenido ha de ser sustancial, a menudo cargado de ideología;
pero su función es variable según las circunstancias. En ocasiones los símbolos dejaron de
ser vivencia, expresión y confesión de fe, llegando a convertirse —caso límite—en puerta
de la excomunión. Con todo, hay que decir que ningún credo es definitivo, inamovible,
irreversible: todos están elaborados con palabras humanas, siempre perceptibles y
capaces de expresar mejor la fe en un Dios que es absolutamente Otro.
A partir de la estructura ternaria que predomina en todo símbolo de fe, se han querido
dividir sus contenidos según una clave trinitaria. Sin negar esa realidad, hay que decir
que no se trata de un reparto del contenido conceptual de la fe cristiana entre las tres
personas divinas. La verdad es que un credo está formado por palabras humanas acerca
de Dios y acerca del hombre, como algo inseparablemente unido; aunque su núcleo
central es cristológico, y eso jerarquiza todos sus contenidos, lo cierto es que la fe en
Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) sitúa al cristiano en el mundo y en el seno de una
comunidad. El yo creo es, en realidad y siempre, un nosotros creemos en medio de la
historia.

V. Sentido y validez actuales


Pudiera parecer que un instrumento de la dimensión noética y confesante de la fe
cristiana como son los credos, después del uso tan prolongado que han tenido, estuviese
ya demasiado erosionado para poder seguir usándose; pero no es así. Algunas muestras
recientes de su utilización y aun revalorización por parte de las Iglesias, expresan su
vigencia. Tal es el caso del Credo del pueblo de Dios, promulgado por Pablo VI en la
clausura del Año de la fe (1968); del prolongado trabajo de la Comisión Fe y
constitución, del Consejo mundial de las Iglesias, para lograr una explicación ecuménica
de la fe apostólica expresada en el símbolo de Constantinopla, acordada en su V
Conferencia general (Santiago de Compostela, agosto de 1993); o del espacio dedicado
al Credo en el Catecismo de la Iglesia católica (1992), que supera un tercio de su
contenido total. Por eso vamos a fijarnos de forma sucinta en la validez de contenidos
que mantienen actualmente su uso en tres direcciones.
a) Teológica. La estructura trinitaria del credo expresa, al mismo tiempo, la referencia
al misterio de Dios uno-trino y al misterio de la salvación humana: protología y
escatología cierran el círculo de ese misterio que ilumina la fe cristiana. En realidad
expresa un camino creyente hacia Dios, que se lleva adelante por medio de Jesucristo en
el Espíritu, presente en la Iglesia. Lo doctrinal está subordinado al dinamismo de la fe;
por eso el credo no supone tanto creer en Dios sino, en el sentido agustiniano, ir hacia
Dios creyendo, un itinerario dinámico, al tiempo personal y comunitario.
El credo no trata de demostrar que Dios existe; lo supone existiendo al margen del
hombre, de su historia y del mundo, pero dándoles todo su sentido. La confesión de fe
sitúa a Dios en el vértice supremo de toda realidad y al hombre creyente en el camino
que, a través de Jesucristo, va realizando al encuentro de ese Dios. El credo concreta la
fe del creyente, lo define como cristiano y lo sitúa –en el Espíritu– dentro de la comunión
eclesial en su marcha hacia la vida eterna.

Año de la fe
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b) Pastoral. El credo es creación eclesial, no pertenece al iniciado en la fe. Deriva del
ministerio de la predicación y enseñanza apostólicas, de las que dimana toda la tarea
pastoral de la Iglesia. Por eso el «yo creo» es de la comunidad a la que se incorpora el
nuevo creyente que lo profesa, para tener acceso a la vida nueva en Dios, lo cual le
comportará, sin duda, consecuencias morales y compromisos apostólicos concretos.
El credo profesado abre al cristiano a nuevas dimensiones de su existencia en el mundo.
Situado en el corazón de la Iglesia, él participa de su ministerio apostólico hacia dentro
y de su compromiso evangelizador hacia fuera. Esto debería obligar a las instancias
pastorales de la Iglesia, tanto en los procesos de iniciación cristiana como en los de
formación permanente, a potenciar la coherencia que el creyente adulto debe tener en
ambas direcciones, a integrar armónicamente las tres dimensiones de la fe (noética,
ética, estética) en la unidad de una existencia vivida según el evangelio. Si el credo
«resume los dones que Dios hace al hombre» (CCE 14), la vida de un cristiano de acuerdo
con él será la respuesta que dé en la Iglesia y en el mundo.
c) Ecuménica. Sin negar el servicio que las confesiones de fe prestan dentro de cada
Iglesia y ante las otras Iglesias; sin discutir el valor de un credo comúnmente admitido
por todas como el de Constantinopla, anterior a las grandes divisiones cristianas..., lo
cierto es que, no su letra, sino las explicaciones diversas acerca de sus contenidos,
hacen de él actualmente un instrumento muy limitado de ecumenismo oficial.
Posiblemente para propiciar su valor ecuménico, se debería intentar recomponer los
instrumentos de confesión de la fe cristiana con imaginación creativa. Por una parte, y
eso parece necesario, las Iglesias deberán seguir haciendo confesiones de fe noéticas.
Pero hay otra serie de elementos que deberían formar parte de ellas si se quiere que
sirvan ecuménicamente a la causa de la unidad cristiana. Partiendo de un hecho tan
central como es el bautismo, que introduce en la Iglesia, y que los cristianos de todas las
denominaciones reciben válidamente, ¿habrá ruptura o separación más fuerte que la
unidad aportada por este sacramento? Debería ser posible, cuando se ha llegado a un
ecumenismo tan desarrollado como el actual —respetando las diferencias doctrinales que
nos separan y que los credos ponen de relieve–, que las confesiones de fe pudieran
integrar otras realidades que ya nos unen realmente: miembros de distintas Iglesias,
hermanados por el mismo bautismo, orando y celebrando juntos; actuaciones y
compromisos por encima de las divisiones; testimonio común que se aporta ya
(recuérdense los mártires de Uganda, católicos y anglicanos, confesando juntos la fe
hasta la muerte).
Respetando el uso de las viejas formulaciones de fe, habrá que buscar en este tiempo
otras nuevas que expresen el pluralismo de las tradiciones cristianas diversas, que no
oculten nuestras diferencias, pero que no impidan buscar la convergencia. Hoy ya
debiera ser posible formular confesiones de fe ecuménica, expresando lo que nos une
realmente, posibles modelos de una fe cristiana creída, practicada, celebrada... por
cristianos de Iglesias distintas. Desde la koinonía efectiva entre las personas y grupos,
comunidades y quizás Iglesias, debiéramos estar dispuestos a «contestar a todo el que
nos pida razón de nuestra esperanza», a aportar el testimonio de nuestro común destino
en Cristo.
Concluyendo, el servicio histórico prestado por los símbolos de fe a la Iglesia parece que
debe mantenerse en activo, ahondando en los contenidos de una fe transmitida por el
ministerio apostólico y potenciando su dimensión celebrativa, para ser mejor vivido el
misterio de la existencia cristiana en el mundo. Además, la causa de la unidad cristiana
debe urgir a las Iglesias a acelerar el servicio ecuménico que estos símbolos deben
prestar en el inmediato futuro.

Año de la fe
58
VI. Claves catequéticas del credo
1. EL CREDO EN LA POSMODERNIDAD. Hablar de un credo hoy resulta difícil. La
posmodernidad es la cultura de la estética, de la imagen, de lo superficial, de lo
inmediato. Es la cultura que valora por encima de todo lo subjetivo y lo pequeño, y por
lo tanto no gusta de lo objetivo, de los grandes ideales. En la posmodernidad todo vale y
todo tiene su sitio. Así, el posmoderno se siente sometido a una avalancha de
informaciones y estímulos difíciles de estructurar, hace de la necesidad virtud y opta por
un vagabundear incierto de unas ideas a otras. No se aferra a nada, no tiene certezas
absolutas, nada le sorprende y sus opciones son susceptibles de modificaciones rápidas.
En las relaciones personales renuncia a los compromisos profundos, su meta es ser
independiente afectivamente, no sentirse vulnerable.
Así pues, la posmodernidad no admite fácilmente el monoteísmo (un Dios, una fe, un
bautismo), porque profesar este es tomar en serio la gravedad de lo real, admitir que las
cosas tienen peso ontológico, comprometerse con la existencia, convertir el mensaje
evangélico en militancia. Por tanto, resulta difícil para la sociedad actual aceptar un
mismo credo para todos, con todo lo que ello significa. Bien es cierto que no existe una
actitud de rechazo, pero no siempre es acogido en toda su profundidad.
2. EL CREDO, TAREA DE LA CATEQUESIS. Sin embargo esta es la tarea fundamental de la
catequesis. La catequesis arranca de la vivencia de la propia fe, y de esa vivencia surge
la necesidad de transmitirla a otros, que harán el recorrido hasta confesar vitalmente la
fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; es decir, la catequesis debe ayudarnos a
«conocer, celebrar, vivir y contemplar el misterio de Cristo» (DGC 85). Así pues, «la
catequesis es esa forma particular del ministerio de la Palabra que hace madurar la
conversión inicial hasta hacer de ella una viva, explícita y operativa confesión de fe: la
catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe» (DGC
82).
Por lo tanto, toda catequesis ha de tener claro que la confesión de fe en Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo es el punto hacia el que siempre tiene que apuntar, y no sólo desde
la mera teoría, sino desde la vida. El catecúmeno debe llegar a confesar como san Pablo
«ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí» (Gál 2,20). Habrá que tener en cuenta
que esta confesión de la fe, si bien ha de ser
proclamada de modo singular y personal, no es menos cierto que ese «creo» se hace en
el seno y en relación con toda la Iglesia, nos une a toda la Iglesia. Por tanto, el «creo» y
el «creemos» no se excluyen, sino que se implican (DGC 83). La confesión personal de la
fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos hace vivir en comunidad, como Dios mismo es
comunidad.
3. CRITERIOS ORIENTADORES. La catequesis no debe utilizar la confesión de la fe, el
credo, como algo marginal, ni como algo que aparece como un meteorito, sino como
expresión de la propia vida. La catequesis ayudará a descubrir el sentido profundo del
credo y todo lo que este implica. La catequesis debe ayudar a tomar conciencia de que
el credo no es algo privado, como no lo es la fe, sino algo comunitario; es al mismo
tiempo una realidad personal y eclesial. La vivencia del Credo es todo un proceso que
inicia «el que, por el primer anuncio, se convierte a Jesucristo y le reconoce como
Señor... ayudado por la catequesis» y «que desemboca necesariamente en la confesión
explícita de la Trinidad» (DGC 82).
En el credo están las verdades más relevantes de la fe católica, pero ello no significa
que este agote todo el mensaje cristiano. La confesión de la fe no es sólo algo teórico,
sino que implica una vivencia de la fe de forma integral, en todas las dimensiones de la
vida. La confesión de la fe debe llevar a una vida nueva, en relación con el Padre, el
Año de la fe
59
Hijo y el Espíritu Santo, así como a un compromiso con el reino de Dios. Para ello serán
necesarios catequistas que tengan claro que lo suyo no es hacer sólo una pandilla de
amigos, ni transmitir sus ideas, sino el mensaje cristiano, de forma completa e integral,
que se nos transmite a través de la Iglesia, de quien recibe la misión; una misión que
implica también un testimonio y una vivencia de la fe, para poder ser un auténtico
instrumento al servicio del encuentro del hombre con Dios. La confesión de fe es algo
que se va haciendo progresivamente, por lo que se debe celebrar de forma litúrgico-
catequética con algún signo o símbolo que exprese el crecimiento de la fe.

VII. Proyecto de una catequesis sobre el credo


Para elaborar un proyecto de catequesis sobre el credo, es necesario tener en cuenta los
siguientes elementos:
a) Objetivos generales: Ofertar un proceso en el cual los niños, jóvenes y adultos vayan
haciendo un camino, al final del cual sean capaces, en la medida de sus posibilidades,
de vivir, entender y proclamar la fe en el Dios de Jesús. Profundizar en la propia fe,
descubriendo la grandeza de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ayudar a tomar
conciencia de la hondura que tiene el decir que creemos, y lo que ello supone de
compromiso para nuestra vida personal y comunitaria.
b) Aspectos metodológicos: Los objetivos que acabamos de presentar son para todos:
niños, jóvenes y adultos. Sin embargo, queda claro que no a todos se les pedirá igual
profundidad. En los niños se buscará la sencillez y la concreción en los temas a
desarrollar, y en los jóvenes se tendrán en cuenta sus inquietudes e interrogantes, como
también en los adultos, para los que se prestará especial atención a la religiosidad
popular. En todos ellos destacamos la importancia de la propia vida. Queremos plantear
una catequesis del credo que arranque de la propia vida del catecúmeno. Por ello
presentamos tres propuestas distintas, según edades y situaciones.
1. EN LA INFANCIA. Presentamos una propuesta en tres etapas bien diferenciadas: de 3 a
7 años «Creo en Dios Padre; de 7 a 9 «Creo en Jesucristo»; de 9 a 11 «Creo en el Espíritu
y la Iglesia». La etapa de la preadolescencia, o sea, de 11 a 14 años, es una etapa
compleja que debe ser menos catequética y más de educación en valores y por eso no la
incluimos aquí.
a) De los 3 a los 7 años es la etapa de lo que llamamos el despertar religioso, en el cual
el niño va captando a Dios a través de la grandeza y de la belleza de la creación o del
amor que percibe en las personas más cercanas. Sin embargo, en esta edad, el niño sólo
puede vislumbrar lo que es Dios. En esta etapa se deberá enseñar al niño que Dios en un
Padre bueno que nos quiere mucho, así como a descubrir que todo es un regalo
maravilloso de Dios, que él lo hizo todo y que también nos hizo a nosotros. Será
importante en esta edad iniciar al niño en el mundo de los símbolos, de los gestos y de
los signos que expresan ese cariño de Dios Padre.
b) De los 7 a los 9 años es la etapa destinada a la iniciación en la fe en la que el niño
empieza a razonar las intenciones de Dios, su fe se va haciendo más consciente y con
más conocimientos sobre Dios, del cual destaca los atributos de grande, fuerte, bueno...
La memorización de oraciones o del mismo credo le resulta relativamente fácil. Sin
embargo, es bueno que esa memorización vaya acompañada de catequesis a través de
los aspectos concretos, porque el credo no es algo abstracto y por tanto ininteligible. En
esta etapa se hará especial hincapié en descubrir a Jesús como ese amigo que nunca
falla, que siempre está a nuestro lado, que nació de la Virgen María y que siempre hizo
el bien a todos, sobre todo a los más necesitados, que dio su vida por amor a nosotros y
que resucitó y está junto a su Padre Dios, que también es nuestro Padre.

Año de la fe
60
c) De los 9 a los 11 años es la etapa llamada de la infancia adulta, apropiada para hacer
la primera síntesis de fe, donde el niño es capaz de interiorizar y personalizar el ser de
Dios. Tiene ya capacidad para abstraer y relacionar, así como para hablar con Dios, y
sobre todo con Jesús, de una forma más personal. A esta edad ya es capaz de hacer
pequeñas opciones y gusta del grupo. Será importante en esta etapa ayudar al niño a
tomar conciencia de que Dios le ama y siempre le perdona, y de que nunca le abandona,
sino que está siempre a su lado a través de su Espíritu, alentándole y dándole fuerza
para seguir adelante, y de que todos los que formamos la Iglesia somos el grupo de los
amigos de Jesús, con quien un día viviremos todos.
2. A LOS ADOLESCENTES Y JÓVENES. La cultura posmoderna marca en gran medida al
joven de hoy con su afluencia de informaciones y su invitación a los cambios rápidos.
Esto dificulta en gran medida la vivencia de la fe en profundidad y para siempre. No
cabe duda de que el joven de hoy conecta con muchos de los valores del evangelio,
como la libertad, la fraternidad, el amor, la justicia... Pero raras veces se siente con
fuerza para hacerlos realidad en su vida en todo momento; más bien es capaz de
compaginar estos valores con otros totalmente opuestos. En este sentido una catequesis
que tenga como base el credo deberá tener en cuenta los valores de los jóvenes de hoy,
y al mismo tiempo es necesario ayudarles a que sean capaces de ir haciendo pequeñas
confesiones de fe, pequeñas opciones en la vida, que le vayan capacitando para confesar
la fe de forma madura. Será importante que el grupo vaya expresando su fe a través de
sus pequeñas síntesis que expresen lo que es su vida.
Entre los contenidos debemos destacar la figura de Dios, que nos lo ha dado todo, que se
hace hombre en Jesús, que vive libre ante toda atadura, que anuncia el Reino, que es un
Reino de amor, de justicia, de fraternidad, de perdón. Jesús, que da su vida por amor a
nosotros y que resucita. Ese mismo amor se manifiesta hoy en la Iglesia a través de su
Espíritu, en espera del encuentro definitivo con Dios.
3. A LOS ADULTOS. Los adultos son los destinatarios fundamentales de toda catequesis,
debido a que pueden vivir la fe de una forma madura, y al mismo tiempo tienen mucha
responsabilidad en la educación de las futuras generaciones en esta fe. Sin embargo,
esta fe se tambalea ante la escasa formación religiosa, los interrogantes que plantea la
sociedad actual o la misma comodidad, que invita a no comprometerse de forma
definitiva. A ello hay que unir el crecimiento del ateísmo y sobre todo la indiferencia y
la proliferación de las sectas.
Todo ello hace cada vez más difícil la formación en la fe de la Iglesia que proclamamos
en el credo. En este sentido, una catequesis de adultos desde el credo debe servir para
descubrir a Dios como el autor de la vida, que da sentido a nuestra existencia y camina
siempre a nuestro lado. Nuestra fe en él es una fe que implica una actitud nueva ante
Dios y ante la vida y un compromiso en la Iglesia por la construcción del reino de Dios,
que ya está aquí entre nosotros y que un día será definitivo.
Los contenidos podrían ser: Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra. Creo en
Jesucristo, su único Hijo, que nació de María, que pasó haciendo el bien, acercándose
sobre todo a los más necesitados, que murió, resucitó y está a la derecha del Padre, y
que vendrá a juzgar al fin de los tiempos. Creo en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia
católica, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

Carlos García Cortés


Luis Otero Outes y
Jesús Andrés López Calvo

Año de la fe
61
13.- LOS SÍMBOLOS EN LAS CATACUMBAS
os primeros cristianos vivían en

L medio de una sociedad


mayoritariamente pagana y hostil.
Desde la persecución de Nerón (64
después de Cristo) se consideraba que su
religión era "una superstición extraña e
ilegal". Los paganos desconfiaban de los
cristianos y se mantenían a distancia,
sospechaban de ellos y los acusaban de
los peores delitos. Los perseguían, los
encarcelaban y los condenaban al
destierro o a la muerte.

Como no podían profesar abiertamente


su fe, los cristianos se valían de
símbolos que pintaban en los muros de
las catacumbas y, con mayor frecuencia,
grababan en las lápidas de mármol que
cerraban las tumbas.

Como a todos los antiguos, a los


cristianos les agradaba mucho el simbolismo. Los símbolos expresaban visiblemente
su fe. El término "símbolo" se aplica a un signo concreto o a una figura que, de acuerdo
con la intención del autor, evoca una idea o una realidad espiritual. Los símbolos más
importantes son el Buen Pastor, el "orante", el monograma de Cristo y el pez.

El Buen Pastor con la oveja sobre los hombros representa a Cristo salvador y al alma que
ha salvado. Este símbolo se encuentra con frecuencia en los frescos, en los relieves de
los sarcófagos, en las estatuas, así como grabado sobre las tumbas.

El orante: esta figura, representada con los brazos abiertos, es símbolo del alma que
vive ya en la paz divina.

El monograma de Cristo está formado por dos letras del alfabeto griego: la X (ji) y la P
(ro) superpuestas. Son las dos primeras letras de la palabra griega "Christòs" (Jristós), es
decir, Cristo. Este monograma, puesto en una tumba, indicaba que el difunto era
cristiano.

Año de la fe
62
El pez. En griego se
dice "IXTHYS" (Ijzýs).
Puestas en vertical,
estas letras forman un
acróstico: "Iesús
Jristós, Zeú Yiós,
Sotér" = Jesucristo,
Hijo de Dios,
Salvador. Acróstico es
una palabra griega
IXTHYS que significa la
primera letra de cada
línea o párrafo. Es un símbolo muy difundido de Cristo, emblema y compendio de la fe
cristiana.

Otros símbolos son la paloma, el Alfa y la Omega, el ancla, el ave fénix, etc.

La paloma con el
ramo de olivo en el
pico es símbolo del
alma en la paz divina.

El Alfa y la Omega
son la primera y la
última letra del
alfabeto griego.
Significan que Cristo
es el principio y el fin
de todas las cosas.

El ancla es el símbolo Trium Puerorum


de la salvación,
símbolo del alma que
ha alcanzado
felizmente el puerto
de la eternidad.

El ave fénix, ave mítica de Arabia que, según creían los antiguos, renace de sus cenizas
después de un determinado número de siglos, es el símbolo de la resurrección.

Los símbolos y los frescos son como un Evangelio en miniatura, una síntesis de la fe
cristiana.

Año de la fe
63
14.- LAICOS PARA LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
as leyes fundamentales que guían el proceso de evangelización según Joseph

L Ratzinger
«La Iglesia tiene que dar hoy un gran paso adelante en su evangelización; debe
entrar en una nueva etapa histórica de su dinamismo misionero» [1]. Esta afirmación de
la Christifideles Laici sigue siendo muy actual y continúa siendo insustituible el papel
que juegan los laicos católicos en este proceso. La invitación de Cristo: «Id también
vosotros a mi viña» (Mt 20, 3-4) ha de ser entendida por un número cada vez mayor de
fieles laicos —hombres y mujeres— como un llamamiento claro de asumir la propia parte
de responsabilidad en la vida y la misión de la Iglesia, es decir en la vida y en la misión
de todas las comunidades cristianas (diócesis y parroquias, asociaciones y movimientos
eclesiales). El compromiso evangelizador de los laicos, de hecho, ya está cambiando la
vida eclesial[2], y esto representa
un gran signo de esperanza para la
Iglesia.
La vastedad de la mies evangélica
de hoy le da un carácter de urgencia
al mandato misionero del Divino
Maestro: «Id al mundo entero y
proclamad el Evangelio a toda la
creación» (Mc 16, 15).
Lamentablemente hoy, también
entre los cristianos, se impone y
difunde una mentalidad relativista
que genera no poca confusión con
respecto a la misión. Veamos algún
ejemplo: la propensión a
reemplazar la misión con un diálogo
en el que todas las posiciones son
equivalentes; la tendencia a reducir
la evangelización a una simple obra de promoción humana, con la convicción de que es
suficiente ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; un
falso concepto del respeto de la libertad del otro hace que se renuncie a cualquier
llamamiento a la necesidad de conversión. A estos y otros errores doctrinales han
contestado primero la encíclica Redemptoris Missio (1990), después la
declaración Dominus Iesus (2000) y sucesivamente la Nota doctrinal sobre algunos
aspectos de la evangelización (2007) de la Congregación para la Doctrina de la Fe —todos
documentos que merecen ser objeto de un estudio más profundo. Como un explícito
mandato del Señor, la evangelización no es una actividad accesoria, sino la misma razón
de ser de la Iglesia sacramento de salvación. La evangelización, asegura la Redemptoris
Missio, es una cuestión de fe, «es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor
por nosotros»[3]. Como dice san Pablo «el amor de Cristo nos apremia» (2Cor 5, 14). Por
ello, no está fuera de lugar subrayar que «no puede haber auténtica evangelización sin
la proclamación explícita de que Jesús es el Señor»[4] mediante la palabra y el
testimonio de vida, porque «el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los
maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en
las teorías»[5]. Quien conoce a Cristo tiene el deber de anunciarlo y quien no le conoce
tiene el derecho de recibir tal anuncio. Esto lo ha entendido muy bien san Pablo cuando
escribía: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio
Año de la fe
64
y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9, 16). A un bautizado siempre tiene que
acompañarle tal inquietud misionera.
El futuro Papa Benedicto XVI, en una conferencia pronunciada en el año 2000, nos ha
dejado en relación a esto indicaciones muy valiosas que nos invitan a retornar a lo
esencial. Hablando de la evangelización, el cardenal Joseph Ratzinger partía de una
premisa fundamental: El «verdadero problema de nuestro tiempo es “la crisis de Dios”,
la ausencia de Dios, disfrazada de religiosidad vacía […]. Todo cambia dependiendo de si
Dios existe o no existe. Por desgracia, también nosotros, los cristianos, vivimos a
menudo como si Dios no existiera (‘si Deus non daretur’). Vivimos según el eslogan: Dios
no existe y, si existe, no influye. Por eso, la evangelización ante todo debe hablar de
Dios, anunciar al único Dios verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez
(cf. Catecismo de la Iglesia Católica)»[6]. E insistía una vez más: «Hablar de Dios y
hablar con Dios deben ir siempre juntos»[7]. De aquí parte el papel insustituible de la
oración como seno de donde nace toda iniciativa misionera verdadera y auténtica.
Entonces el tema de Dios se concreta en el tema de Jesucristo: «Sólo en Cristo y por
Cristo el tema de Dios se hace realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios con
nosotros, la concretización del “Yo soy”, la respuesta al deísmo»[8]. Partiendo de esta
premisa-base, el cardenal Ratzinger formuló tres leyes que guían el proceso de
evangelización en la Iglesia que vale la pena recordar. La primera es la que llama ley de
expropiación. Nosotros los cristianos no somos dueños, sino humildes siervos de la gran
causa de Dios en el mundo. San Pablo escribe: «Porque no nos predicamos a nosotros
mismos, sino a Jesucristo como Señor y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2
Cor 4, 5). Por ello, el cardenal Ratzinger subrayaba con fuerza que «evangelizar no es
tanto una forma de hablar; es más bien una forma de vivir: vivir escuchando y ser
portavoz del Padre. “No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga” (Jn 16, 13)
[…] dice el Señor sobre el Espíritu Santo. […] El Señor, y el Espíritu construyen la Iglesia,
se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del reino de Dios, supone la
escucha de su voz en la voz de la Iglesia. “No hablar en nombre propio” significa hablar
en la misión de la Iglesia»[9]. Por ello, la nueva evangelización jamás es un asunto
privado, porque detrás siempre está Dios y siempre está la Iglesia. El cardenal Ratzinger
añadió: «No podemos ganar nosotros a los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para
Dios. Todos los métodos son ineficaces si no están fundados en la oración. La palabra del
anuncio siempre ha de estar impregnada de una intensa vida de oración»[10]. Esta
certeza es para nosotros un gran sostén y nos da la fuerza y el valor necesarios para
asumir los desafíos que el mundo presenta a la misión de la Iglesia.
La segunda ley de la evangelización es la que surge de la parábola del grano de
mostaza, «al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de
sembrarla crece, se hace más alta que las demás hortalizas» (Mc 4, 31-32). «Las grandes
realidades tienen inicios humildes»[11], subrayaba el entonces cardenal Ratzinger. Es
más, Dios tiene una especial predilección por lo pequeño: el “pequeño resto de Israel”,
portador de la esperanza para todo el pueblo elegido; el “pequeño rebaño” de los
discípulos a que el Señor exhorta a no temer porque el Padre ha tenido precisamente a
bien darles el reino (cf.Lc 12, 32). La parábola del grano de mostaza dice que quien
anuncia el Evangelio tiene que ser humilde, no tiene que pretender de obtener
resultados inmediatos —ni cualitativos ni cuantitativos. Pues la ley de los grandes
números no es la ley de la Iglesia. Porque el dueño de la mies es Dios y es él quien
decide los ritmos, los tiempos y las modalidades de crecimiento de la siembra. Esta ley
nos protege del dejarnos llevar por el desánimo en nuestro compromiso misionero, sin
por ello dejar de eximirnos de hacer todo lo posible en nuestro esfuerzo, tal como nos lo

Año de la fe
65
recuerda el Apóstol de las gentes, «quien siembra tacañamente, tacañamente
cosechará; el que siembra abundantemente, abundantemente cosechará» (2 Cor 9, 6).
La tercera ley de la evangelización es, por último, la ley del grano de trigo que
muere para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24). En la evangelización siempre está presente
la lógica de la Cruz. Decía el cardenal Ratzinger: «Jesús no redimió el mundo con
palabras hermosas, sino con su sufrimiento y su muerte. Su pasión es la fuente
inagotable de vida para el mundo; la pasión da fuerza a su palabra»[12]. Aquí vemos el
peso que el testimonio de los mártires de la fe tiene en la obra de evangelización. Con
razón escribe Tertuliano: «Segando nos sembráis: más somos cuanto derramáis más
sangre; que la sangre de los cristianos es semilla»[13]. Frase más conocida en la
versión: “La sangre de los mártires es semilla de los confesores”. El testimonio de la fe
sellada con la sangre de tantos mártires es el gran patrimonio espiritual de la Iglesia y un
signo luminoso de esperanza para su futuro. Con el apóstol Pablo los cristianos pueden
decir: «Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados;
perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados; llevando siempre y
en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se
manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 8-10).
El alcance de las tareas que la Iglesia tiene que enfrentar al inicio del tercer milenio de
la era cristiana hace que a menudo nos sintamos ineptos e incapaces. La gran causa de
Dios y el Evangelio en el mundo es constantemente obstaculizada y contrarrestada por
fuerzas hostiles de diferentes signos. Pero nos alientan una vez más las palabras de
esperanza de Benedicto XVI. En una homilía sobre los “fracasos de Dios”, que pronunció
ante los obispos suizos en visita ad limina, decía: «Al inicio Dios fracasa siempre, deja
actuar la libertad del hombre, y esta dice continuamente “no”. Pero la creatividad de
Dios, la fuerza creadora de su amor, es más grande que el “no” humano. […] ¿Qué
significa todo eso para nosotros? Ante todo tenemos una certeza: Dios no fracasa.
“Fracasa” continuamente, pero en realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas
oportunidades de misericordia mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque
siempre encuentra modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su gran casa»[14].
Esta es la razón por la que nunca debemos perder la esperanza. El Sucesor de Pedro nos
asegura que Dios «también hoy encontrará nuevos caminos para llamar a los hombres y
quiere contar con nosotros como sus mensajeros y sus servidores»[15].

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[1] JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles Laici, núm. 35.
[2] Cf. JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris Missio, núm. 2.
[3] Ibídem, núm. 11.
[4] JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Ecclesia in Asia, núm. 19.
[5] JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris Missio, núm. 42.
[6] J. RATZINGER, La nueva evangelización, L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de
enero de 2001, p. 8.
[7] Ibídem.
[8] Ibídem.
[9] J. RATZINGER, La nueva evangelización, p. 7.
[10] Ibídem.
[11] Ibídem.
[12] Ibídem.
[13] TERTULIANO, Liber apologeticus 50, 13.
[14] BENEDICTO XVI, Homilía durante la misa concelebrada con los obispos de Suiza, en L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 7 de noviembre de 2006, p. 3.
[15] Ibídem
Año de la fe
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