Me gustaría compartir, con todos ustedes, una experiencia que,
quizás con otros matices, muchas personas habrán vivido alguna vez.
Procuraré ceñirme estrictamente a lo sucedido para que nadie me
señale como exagerado.
Hace poco, en un lugar público, tuve la necesidad de hacer uso de
los servicios y tras seguir las indicaciones que me dieron llegué a un lugar donde se ofrecían cuatro puertas: señoras, caballeros, minusválidos y privado.
Tras elegir la segunda y abrir la puerta, quedé totalmente
asombrado de la reluciente limpieza del lugar y, sobre todo, de las dimensiones de la estancia; unos 9-10 metros desde la puerta al inodoro, una distancia para hacer en bicicleta o patinete.
Cuando iba caminando hacia mi destino ya se apagó la luz por
segunda vez, -la primera fue mientras trataba de echar el diminuto y súper rígido pestillito-, y me di cuenta que, para rescatarla, había que pulsar un botón que se encontraba justamente al lado de la puerta, es decir a la entrada.
Al décimo viaje hacia el pulsador, sin haber logrado aún el objetivo
de mi visita, pulsé con fuerza e insistencia el “botoncito” e, inesperadamente, oí la voz de una mujer preguntando quien era pues me estaba viendo por el video-portero de su edificio y no me conocía de nada. ¿Qué me está viendo?, increpe... ¿Pero si la luz está apagada?
Total, que pienso se trata de un experimento para ver el estado
físico del personal y, sobre todo, nuestra capacidad de aguante. No solo nos vigilan, sino que no nos dejan ni tan siquiera hacer pis. 25 SEPTIEMBRE 2019