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21/10/2014 Revista Afuera | Estudios de crítica Cultural

Delito y violencia en Los tigres de la memoria, de Juan Carlos Martelli

Resumen:
Los tigres de la memoria (1973), de Juan Carlos Martelli, es
uno de los íconos de la novelística policial argentina,
ubicado -según Lafforgue y Rivera- en el período “duro” y
que expresa la crisis del estado político argentino entre
dictaduras. Por estas razones, el texto reclama una lectura
pegada a sus condiciones de producción, y los ejes de delito
y violencia resultan fundamentales para dar cuenta de cómo
se presentan las relaciones sociales atravesadas por la
ficción. La visión materialista del delito como actividad
productiva nos exige trabajar en permanente referencia al
modo de producción social, es decir, a las condiciones en que
se engendra el texto. Y la violencia como subversión al
derecho y a las relaciones establecidas ofrece un punto de
vista central para comprender el aspecto creativo-productivo
de las relaciones sociales en conflicto. Así, la literatura se
abre paso gracias al género policial como producción
delictiva y subversiva, cruzada por la transgresión y
orientada hacia el futuro.

Los tigres de la memoria (1973), Juan Carlos Martelli, is one


of the argentinian police novel icons, located in the "hard"
period (according to Lafforgue-Rivera) that expresses the
argentinian political crisis among dictatorships. For these
reasons, the text demands a reading glued to their
production conditions, and the axes, crime and violence, are
essential to describe how social relations are crossed by
fiction. By retaking the Marxist view of crime as a
productive activity, it allows us to be in constant dialogue
with the social production way, to the conditions under
which the text was generated. And referring to violence as a
subversion against the law and established relationships
provides a central point of view to understand the creative-
productive aspect of relationships in conflict. This way,
literature makes its way through the police genre as a
criminal and subversive production, crossed by transgression
and future-oriented.

Introducción

En nuestros días, sospechamos que la crítica literaria nacional ya ha discurrido bastante


sobre el problema del género policial en la literatura argentina: antologías,
compilaciones, libros de teoría y suficientes artículos han sido publicados con esta
temática. Aunque en sus orígenes fue relegado por la Academia y la alta cultura, hoy el
policial está en el centro de los debates actuales sobre literatura y sociedad. Jorge Luis
Borges, Ricardo Piglia, Mempo Giardinelli, Elvio Gandolfo, Jorge Lafforgue, Jorge B. Rivera,
Josefina Ludmer, Daniel Link -y cuántos otros perdidos en el anonimato de los márgenes-

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son sólo algunos de los que le han dedicado importantes reflexiones a este género, todas
abonan la amplia red de discursos acerca de las producciones literarias relacionadas al
delito en nuestro territorio. También sabemos que estas reflexiones asumen un
conflictivo giro cuando se interponen, en el campo de la ley y el Estado, los polémicos
gobiernos de facto. Y entonces, se abre paso a un indiscutible interrogante: ¿cómo
“habla” el género de la dictadura? No es nuestra intención ahondar en este amplio
problema, que por su generalidad diluye las muchas respuestas posibles. Si bien nuestro
caso se inscribe, podríamos decir, en esta perspectiva, particularmente nos
preguntaremos sobre la relación entre la noción del delito productivo y violencia
“revolucionaria” en la novela policial Los tigres de la memoria, de Juan Carlos Martelli. La
singularidad de nuestro trabajo radica en el análisis de la materialidad del sentido, desde
nociones que provienen de los textos producidos por Karl Marx, es decir, conceptos que
han sido sustento para muchas teorías culturales materialistas, y en consecuencia,
asumimos el diálogo con éstas. Así, la idea de delito en que nos centramos –con la ayuda
de algunos conceptos solidarios como dinero, ley, producción, etc.- proviene de los textos
marxistas y la idea de violencia tal como la presentamos, revolucionaria o creadora, deriva
de Walter Benjamin. De esta manera, trabajamos en dicha línea teórica sin abandonar las
fuentes, ni las modernizaciones y los reajustes culturales de esta teoría.

Pero antes de explicar los conceptos que nos ocupan, introduciremos unas pocas palabras
sobre Juan Carlos Martelli -autor en gran parte olvidado por la crítica literaria- y sobre el
lugar de la novela en cuestión en la narrativa argentina. Es de destacar que Los tigres de
la memoria se editó en el año en que se derroca la “Revolución Argentina” y tres –
gubernamentalmente inestables- años antes de la última dictadura argentina. Quizá por
esta razón, el texto registra el ambiente político revulsivo de manera referencial, y está
profundamente atravesado por las condiciones en que es producido. De esta manera, la
temática de la violencia -como subversión de un orden establecido también
violentamente- ofrece una valiosa fórmula para retomar el problema del delito productivo
que impulsa en la novela desde una transgresión literaria y discursiva, hasta todo un
movimiento comercial-delictivo.

En principio, podemos destacar cómo en Asesinos de papel se señala la importancia de


Juan Carlos Martelli para la historia del relato policial en Argentina. El premio otorgado
en 1973 a Los tigres… -Premio Internacional Novela “América Latina”, con un jurado
compuesto por Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Augusto Roa Bastos y Rodolfo Walsh-
coloca a Martelli como uno de los grandes narradores en un momento de afianzamiento
de la tendencia “dura” (Lafforgue-Rivera, 1977: 43). Jorge Lafforgue ubica dicha novela en
el “Prólogo” a Cuentos policiales argentinos dentro de las cuatro obras trascendentales
de la narrativa policial argentina publicadas en ese año, junto con novelas de Osvaldo
Soriano, Manuel Puig y Juan Martini (Lafforgue, 2003: 20). A pesar de este reconocimiento
como autor fundamental del “Período negro”(Lafforgue, 2003: 21) en la historización del
género en Argentina, la crítica es casi nula en este punto.

La excepción la constituye Elisa Calabrese en un breve estudio incluido en la Historia


crítica de la Literatura Argentina de Noé Jitrik, donde trabaja sobre la narrativa policial
de Martelli. En dicho artículo, tanto Los tigres de la memoria como El Cabeza (1997) son
inscriptas en la serie negra, y vinculadas a una lectura de las relaciones de poder. Según
Calabrese, la conquista del enigma en los relatos de Martelli se transforma en un
interrogante abierto sobre el futuro, centrado tanto en el lugar que ocupan las redes de
corrupción que involucran sectores dominantes, como en la esperanza puesta en la
llamada “operación roja” y en el fracaso y la traición como elementos constitutivos de una
lógica del mundo marginal. Todo esto se presenta como un conflicto en que se enfrentan
dos modos de producción en el corazón del delito: la pequeña empresa nacional y las
corporaciones internacionales (Calabrese, 2000: 83).

En este sentido, lo primero que recupera Calabrese respecto a Los tigres… es la


participación de esta novela en la narrativa policial negra, que se marca desde el
“Prólogo” a la segunda edición del texto en cuestión (1997). Allí se destaca a voces la
relación con esta vertiente del género: ¿Por qué Los tigres de la memoria? Porque en la
Serie Negra se dice: Ese hombre sabe demasiado. Y lo liquidan (Martelli, 1997: 10). La
primera edición de este texto –1973-, señala la autora, habría sido secuestrada por la
censura dictatorial. Estos últimos dos hechos que mencionamos vinculan la obra a los ejes
elegidos, el delito -tematizado en una novela negra- que produce literatura trasgresora,
por un lado y la violencia que censura la transgresión, por otro. En el trabajo citado,
Calabrese vuelve sobre algunos textos de Piglia para rescatar las implicancias

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materialistas de un género cuya lógica está determinada por el dinero. Ampliaremos aquí
esta idea, sosteniendo que en este caso, la novela está determinada por la productividad
del delito como actividad principal que domina la trama y la violencia como eje que
revoluciona todas las relaciones en la obra, puesto que será el violento asalto a la
memoria de dos hombres en retiro lo que precipita la llegada de la acción delictiva en el
centro del relato. Ese acometimiento es la emboscada a la memoria de un país provocada
por los gobiernos dictatoriales, que preanuncia el más violento asedio a la libertad y el
genocidio más importante de la historia argentina.

Delito y producción social

Recuperamos así, una idea de Karl Marx para pensar el delito en nuestra novela como
“productivo”, y destacamos que los estudios del policial en Argentina en relación la
noción marxista de delito tienen un importante antecedente en el libro de Josefina
Ludmer, El cuerpo del delito. Un manual. Allí se define delito como “instrumento
crítico”, anticipando este cruce de la teoría marxista con la literatura a partir del género
policial. Pero el texto de Marx revela mucho más que esto, cuando sostiene que el delito
es en realidad una actividad productiva, y puede hasta convertirse en una rama de la
producción material. Hablando de nuestra novela por ejemplo, el delito impulsa un
despliegue comercial centrado en la venta ilegal de droga. En este sentido, el delito
produce una ruptura efectiva de lo establecido: El delincuente rompe la monotonía y la
seguridad de la vida burguesa. De esta manera, le impide estancarse y engendra esa
inquieta tensión y agilidad sin las cuales hasta el acicate de la competencia se embotaría.
De tal manera estimula las fuerzas productivas (Marx, 1963: 327). En un aspecto
estrictamente económico, el delito estimula las fuerzas productivas y en un sentido social
“condimenta” el aburrimiento de la vida burguesa. Así, termina funcionando como un
contrapeso equilibrando lo social, y creando profesiones “útiles” que emergen en todos
los planos de la división del trabajo. Hasta el cuerpo policial es creado por el delito para
proteger los preceptos de la propiedad privada y el precario orden que éste amenaza.

De esta manera, la noción de delito que estamos manejando está inevitablemente


relacionada con la de producción social, y esto nos permite centrar nuestra
argumentación en la literatura producida por el delito, básicamente en la novela policial
como género que nace de la narración y tematización de la actividad delictiva: Un filósofo
produce ideas, un poeta poemas, un sacerdote sermones, un profesor compendios, etc.
Un criminal produce delitos. Si miramos más de cerca la vinculación que existe entre esta
última rama de la producción y la sociedad en su conjunto, nos liberamos de muchos
prejuicios (Id). En este caso vale aclarar que, según el marco teórico que trabajamos, la
producción es siempre social: Como punto de partida sabemos que los individuos producen
en sociedad, y por consiguiente su producción es socialmente determinada (Marx, 1970:
23). Pero necesitaremos algo más que esto para comprender cómo funciona la producción
delictiva, Marx nos aporta importantes elementos para pensar esta temática: toda
producción constituye apropiación de la naturaleza por el individuo en el seno de una
forma social dada y mediante la misma. En este sentido es una tautología afirmar que la
propiedad (apropiación) constituye una condición de producción. Sería ridículo hacer de la
misma el punto de partida para pasar de un salto a una forma determinada de la
propiedad; por ejemplo, la propiedad privada (Id: 27), según destaca Marx, aludiendo a la
producción en general, y no específicamente a la producción con sus rasgos capitalistas.
La producción delictiva no deja de ser apropiación de la naturaleza por el individuo, y en
la novela habrá una apropiación efectiva de distintas zonas del discurso para la creación
del material lingüístico en que deviene la ficción. En el esquema marxista producción-
circulación-recepción, reformulado por Verón a partir de la semiosis social (1984: 19),
agregamos que esta apropiación está atravesada por las condiciones de producción (la
propiedad, por ejemplo), que generan semiosis delictivas. En este marco se despliega el
carácter transgresor y por lo tanto delictivo de este texto, que será incluso censurado
por el poder político, como ya lo dijimos más arriba. Apartándonos ahora de la reflexión
sobre la producción discursiva, y adentrándonos en lo novelado, también se desarrolla en
la diégesis de Los tigres… un gran movimiento comercial concentrado en el dinero como
objeto de búsqueda, y en la droga como mercancía que torna ilegal esta búsqueda.

Con respecto al dinero, son varios los autores que recuperan su lugar esencial en el
género policial negro, pero fundamentalmente recuperamos aquí a Piglia que le da
importancia a esta determinación materialista del género e invoca, en último término, las
relaciones de producción dominantes: Los novelistas de la Serie Negra ejercen un tipo de
retórica que los liga –más allá de la conciencia que tengan– a un manejo de la realidad

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que yo llamaría materialista: basta pensar el papel que tiene el dinero en esos relatos
(en Lafforgue-Rivera, 1977: 64). En la novela negra el delito está motivado por el dinero, a
su vez, para Piglia, el enigma propuesto pero no resuelto jamás por estas novelas es el de
las relaciones capitalistas: El dinero que legisla la moral y sostiene la ley es la única
“razón” de estos relatos donde todo se paga. En este sentido, yo diría que son novelas
capitalistas en el sentido más literal de la palabra: deben ser leídas, pienso, ante todo
como síntomas (2001: 62). De allí el desplazamiento del enigma puro del género clásico
hasta los intersticios de lo social, que constituirán el nuevo misterio: En estos relatos el
detective (cuando existe) no descifra solamente los misterios de la trama, sino que
encuentra y descubre a cada paso la determinación de las relaciones sociales (Piglia,
1979: 78). Estas relaciones sociales, relaciones de producción en una etapa determinada
de la organización social, son las condiciones en que se despliega la actividad delictiva y
su relación con la violencia, que analizaremos en los textos. Por su parte, la exacerbada
presencia del dinero en el género negro realza su relación con el capitalismo -modo de
producción (1) que parte del desarrollo del dinero en tanto mercancía general que
origina el intercambio y crea la clase que está llamada a dominar, la burguesía-. Pero esta
vinculación se ve atravesada en la novela que nos ocupa, por la crisis del Estado
democrático y la penetración del delito en los mecanismos estatales mismos a partir de la
dictadura como forma de violencia no legítima, que desnuda las relaciones de producción
de manera denodada.

Violencia que instaura y revoluciona

Desarrollaremos entonces, cómo se desenvuelve en la novela la representación del delito


productivo vinculado a la violencia en tanto práctica que revoluciona, o amenaza con la
subversión de las relaciones sociales. Retomamos la noción de violencia que desarrolla
Walter Benjamin en “Para una crítica de la violencia”, donde se analiza este concepto
vinculado al derecho: “La tarea de una crítica de la violencia puede definirse como la ex-
posición de su relación con el derecho y con la justicia. Porque una causa eficiente se
convierte en violencia, en el sentido exacto de la palabra, sólo cuando incide sobre
relaciones morales. La esfera de tales relaciones es definida por los conceptos de
derecho y justicia” (1995: 47). Por su parte, según el autor, el derecho tiene siempre un
origen violento: “Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho”
(Id: 47). A estas alturas, resulta imprescindible tener en cuenta esto, ya que partimos en
la novela de un clima de revulsión social, en el cual hay un delincuente en búsqueda de
una utopía de libertad, que será reclamado por un convulso aparato policial, impulsado
de esa manera a contravenir el derecho fundado violentamente. En relación al delito,
diremos que éste está atravesado efectivamente por estas relaciones morales y sin dudas
por el derecho y la violencia: “El derecho considera la violencia en manos de la persona
aislada como un riesgo o una amenaza de perturbación para el ordenamiento jurídico” (Id:
31). El delito es la expresión de un crimen contra el derecho, y debe ser combatido por
las instituciones oficiales que monopolizan la violencia legítima, para extirpar la amenaza
latente a los intereses de la clase que sostiene las relaciones de producción.

En este sentido, podemos recuperar la idea marxista de derecho que resulta pertinente a
este desarrollo. Para el mencionado autor, el derecho es la voluntad de clase erigida en
ley: “una voluntad cuyo contenido está determinado por las condiciones materiales de
existencia de vuestra clase” (Marx-Engels, 1998: 52). Esta noción implica también una
manera de entender el delito, pues: “Lo mismo que el derecho, tampoco el delito, es
decir, la lucha del individuo aislado contra las condiciones dominantes, brota del libre
arbitrio” (Marx, 2005: 50), el delito brota de las mismas condiciones materiales de las que
emerge el derecho. En Los tigres… esto resulta bien evidente teniendo en cuenta que el
protagonista es impulsado al delito, amenazado y perseguido, casi no tiene elección. Y si
para Benjamin la violencia puede erigirse en contra del derecho, es porque el
delincuente toma lugar como sujeto que representa esa violencia crítica: “La misma
suposición puede ser sugerida, en forma más concreta, por el recuerdo de las numerosas
ocasiones en que la figura del “gran” delincuente, por bajos que hayan podido ser sus
fines, ha conquistado la secreta admiración popular. Ello no puede deberse a sus
acciones, sino a la violencia de la cual son testimonio” (Benjamin, 1995: 47). Por este
carácter subversivo de la violencia es que desestabiliza el estado de derecho que es,
como vimos más arriba, las relaciones de dominación que representa, y las relaciones
morales en que se sustenta: “En este caso, por lo tanto, la violencia, que el derecho
actual trata de prohibir a las personas aisladas en todos los campos de la praxis, surge de
verdad amenazante y suscita, incluso en su derrota, la simpatía de la multitud contra el
derecho” (Id: 32-33).

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Tal es así que el problema de las aspiraciones revolucionarias emerge casi sin querer
entre las afirmaciones anteriores, y surge así la discusión acerca de la lucha de clases.
Para Benjamin, la clase obrera conformaría una excepción a la regla en el estado
democrático que monopoliza la violencia legítima: “La clase obrera organizada es hoy,
junto con los estados, el único sujeto jurídico que tiene derecho a la violencia” (Id). Pero
esto constituye una contradicción en sí misma dado que los intereses de la clase obrera
son opuestos a los que sostienen al estado burgués y por tanto, al derecho tal como lo
conocemos –como expresión de la voluntad de la clase dominante-. El derecho a huelga,
concedido a la clase obrera según el autor a regañadientes cuando ya no puede ser
negado, llega a su máxima expresión de peligro cuando resulta en una “huelga general
revolucionaria”. Con respecto a esto, siempre lo que interesa destacar es la capacidad de
la violencia de modificar las relaciones sobre las cuales está fundado el derecho al que se
opone. Por esta razón y no por otra es que resulta claramente subversiva cuando es
expresión de la relación conflictiva entre las clases: “Que el derecho se oponga, en
ciertas condiciones, con violencia a la violencia de los huelguistas es testimonio sólo de
una contradicción objetiva en la situación jurídica… En la huelga el estado teme más que
ninguna otra cosa aquella función de la violencia que esta investigación se propone
precisamente determinar, como único fundamento seguro para su crítica” (Id: 36). Y de
allí la alusión a la huelga “proletaria” o huelga revolucionaria, que en su diferencia con la
huelga política, se identifica como anarquista -porque plantea el objetivo de la
destrucción del poder, y la supresión del estado- (Id: 56). El delito también concierta una
amenaza contra el estado de derecho fundamentalmente porque puede instaurar uno
nuevo: “En el gran delincuente esta violencia se le aparece como la amenaza de fundar
un nuevo derecho (…) el estado le teme a esta violencia en su carácter de creadora de
derecho (Id: 38-39). Así, podemos decir que no sólo el delito es productivo, sino también
la violencia, en tanto ésta crea al derecho y crea también los medios para su destrucción.

Recordemos que en el plano referencial, el año en que se publica nuestra novela se está
saliendo de un gobierno de facto, por esta razón probablemente en el texto mismo
encontramos el delito, las prácticas revolucionarias que surgen de las relaciones sociales
impuestas y las consecuentes persecuciones policiales como anunciando un estallido
próximo. Incluso podemos pensar el llamado “Proceso de Reorganización Nacional” en
Argentina, como casi anticipado por este relato. A este respecto, no quedan dudas,
tampoco para Benjamin, cuál es la función del ejército militar: “El militarismo es la
obligación del empleo universal de la violencia como medio para los fines del estado” (Id:
39). La policía, como otra de las instituciones que tendrán lugar en la novela que
analizamos, supone en el estado moderno la posibilidad de sostener al derecho pero
también de instaurarlo: “La policía es un poder con fines jurídicos (con poder para
disponer), pero también con la posibilidad de establecer para sí misma, dentro de vastos
límites, tales fines (poder para ordenar). El aspecto ignominioso de esta autoridad (…)
consiste en que en ella se ha suprimido la división entre violencia que funda y violencia
que conserva la ley” (Id: 45). Aunque no funda leyes, sus decretos tienen fuerza de ley, y
además debe conservar el poder del derecho establecido. La complejización de tal
afirmación se extiende a Los tigres…, donde la policía sostiene redes delictivas que
refuerzan un beneficio económico ilegal. Y a su vez, esto confirma nuestra concepción de
la ley como voluntad de clase, con derecho a instaurar nuevos códigos válidos para unos
pocos cuando se trata de obtener dinero o poder.

En definitiva este análisis, la crítica de la violencia presentada por Benjamin como una
filosofía de su historia, termina en un “hamacarse dialéctico entre las formas que fundan
y las que conservan el derecho” (Id: 76). Es que hay una disputa entre las fuerzas
creadoras, productoras de la violencia y las fuerzas conservadoras de ésta: “La ley de
estas oscilaciones se funda en el hecho de que toda violencia conservadora debilita a la
larga indirectamente (…) la violencia creadora que se halla representada en ella (…) Ello
dura hasta el momento en el cual nuevas fuerzas, o aquellas antes oprimidas,
predominan sobre la violencia que hasta entonces había fundado el derecho y fundan así
un nuevo derecho destinado a una nueva decadencia” (Id: 76). ¿No es esta la expresión
marxista de la lucha de clases? A cada nueva época histórica le corresponde un nuevo
modo de producción y un estado de derecho que contiene en sí mismo la posibilidad
revolucionaria. En este contexto resulta válida, para Benjamin, sólo la violencia
insurrecta, puesto que: “Es reprobable toda violencia mítica, que funda el derecho y que
se puede llamar dominante. Y reprobable es también la violencia que conserva el
derecho, la violencia administrada, que le sirve” (Id: 76). La novela representa esta lucha
entre la violencia conservadora del derecho y la violencia revolucionaria, veremos de qué

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manera se expresa esta tensión a partir del delito.

Violencia y censura. El asedio a los tigres del retiro

Describiremos a continuación cómo se despliega en el texto la productividad del delito y


el antagonismo entre la violencia conservadora y la revolucionaria que representan un
conflicto en las relaciones sociales y económicas. En principio, decimos que la novela Los
tigres de la memoria es un texto fragmentado, donde se intercalan, como bien señala
Calabrese, los momentos de “escritura blanca” –diálogos directos, escenas-, con
monólogos interiores del personaje principal, y sectores de escritura casi vanguardista.
Desde el nombre del protagonista –Cralos- podemos advertir un juego con el lenguaje, un
extrañamiento de las palabras que resultan de esta manera fonéticamente molestas. Este
extrañamiento evoluciona hasta convertirse en un trastrocamiento de la sintaxis, un afán
por la repetición, una enunciación poética y precipitada a veces a la manera de
verborragias sin orden, y de esta forma la trasgresión se incorpora nítidamente al campo
del lenguaje. Esa consonante mal puesta en el nombre de Cralos, que vuelve dificultosa
la pronunciación e invita a ordenar de otra manera el significante, es el anticipo a la
trasgresión lingüística del resto de la novela y por qué no, de toda la narrativa de
Martelli. En Debajo de la mesa, máxima expresión de esta tendencia a la anarquía
gramatical se llega a introducir incluso una “Advertencia” respecto a esto: “Esta novela
es textual. / Los errores de imprenta no son tales, / son juegos del significante”
(Martelli, 1987: 7). Hay además, en todo esto, una estrecha relación con el psicoanálisis,
que podría ser temática de otra investigación, aunque no podemos dejar de señalar aquí.

La lengua está jaqueada desde los primeros momentos de la lectura, pero la escritura -
ficcionalizada en el relato- es también protagonista de esta novela. Es que Cralos es un
escritor que se debate constantemente, a la manera de los detectives del género negro,
en la tensión entre el acto y la escritura: “No puedo dejar de actuar. Piso todo en el
camino. Si me quedo sentado no puedo vivir. No puedo vivir. Agarro la máquina y escribo”
(Martelli, 1997: 51). La escritura proviene del espacio delictivo, es producida por un
delincuente, y este debate entre el hombre de acción y el hombre de letras es el que
registra Piglia en “Lectores imaginarios” respecto del género que resulta, así: “Una
historia de la figura del intelectual como hombre de acción, del intelectual que se
desconoce como tal y que está en la vida, en la aventura” (2005: 101).

A su vez, podemos decir que Cralos es también un lector, hay en la novela desde
alusiones a lecturas clásicas -“Mientras me hundía en la rutina de mi viejo oficio, parecía
los derrotados de Shakespeare (…)” (Martelli, 1997: 47)-, hasta referencias a colecciones
de literatura infanto-juvenil. En uno de los monólogos interiores de Cralos sobre su niñez,
se desliza como por casualidad una vocación lectora: “Dibuja centauros (…) Cuando se
cansa de dibujarlos, se acerca a la biblioteca y lee. Por ejemplo, lee Atila (un libro sobre)
y relee la colección Araluce” (Id: 63). Podemos rastrear allí una tensión entre la alta
cultura –Shakespeare- y la cultura de masas -la colección Araluce y Atila, o una lectura
incluso más secundaria “un libro sobre” este personaje mítico-. La misma tensión registra
Piglia en Marlowe y Dupin: “En todo caso, aparece algo que recorre la historia del género:
la tensión entre la cultura de masas y la alta cultura. El detective es el que media entre
esos dos registros” (Piglia, 2005: 100), e incluso se extiende esta función de mediación
entre las dos culturas a todo el género policial que nace como una manera de conciliar o
expresar este choque. Pero en la novela de Martelli, quien media entre estas dos
culturas es Cralos: si para Piglia la figura que funda el policial es la del detective, en las
novelas de Martelli, la figura que es centro del género y configura su sentido social y
literario es la del delincuente.

La lectura está relacionada a la transgresión sin dudas en la novela, incluso en este


segmento del texto que señalábamos arriba, la presencia de lo literario aparece en el
foco mismo de la historia, cuando el protagonista se convierte en asesino. Es que este
monólogo interior de Cralos -problemática denominación tratándose de un fragmento que
intercala la primera y la tercera persona indiscriminadamente- narra el primer crimen de
este futuro delincuente, y la víctima es una tía paralítica, olorosa y temeraria. Este
homicidio familiar e infantil está directamente relacionado al miedo, por un lado, igual
que el resto de los asesinatos de la novela: “Producir miedo es salvarse del miedo”
(Martelli, 1997: 66). Y por otro lado, como ya dijimos, se relaciona a la lectura, y a la
censura: “Ella lo descubre vestido con su ropa interior y el padre le pega y la madre le
quita los libros. Él la empuja escaleras abajo” (Id). La transgresión, la represión y el
crimen están indisolublemente ligados en el destino de este personaje y señalarán el

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conflictivo camino hacia la búsqueda utópica de un escape a este designio, la búsqueda
utópica de la libertad.

Desde el comienzo de la novela, nos encontramos con este ya maduro hombre en retiro
de sus prácticas delictivas, que ha superado un pasado transgresor y anárquico, y
emprendido la búsqueda de la paz en territorio neutral. Podemos reconstruir el pasado
ficcional del delincuente teniendo en cuenta la trilogía que conforma Los tigres… con dos
novelas anteriores: Gente del Sur (1975), y Getsemaní (1969). La primera narra las
experiencias revolucionarias de un Cralos joven en Perú, junto a grupos campesinos. La
traición, el fracaso y la clandestinidad, elementos determinantes en Los tigres…, también
están presentes en esta historia. La segunda de las novelas mencionadas es una historia
de piratas en Cartagena de Indias, donde el delito, la prostitución y la traición entran en
juego en esta narración asumida desde el espacio de lo delictivo. También en dichas
ficciones se problematiza la escritura en tanto ligada a la actividad clandestina y
transgresora, y se presenta el delito en relación con espacios revolucionarios.

Pero Cralos aparece en Los tigres… como un comerciante casi hippie, regenteando un
restaurante en las playas argentinas. En su búsqueda del retiro, fuera de la violencia y la
ilegitimidad, -retiro “imposible” tal como lo destaca Martelli en el “Prólogo” de esta obra-
está acompañado de Don Antonio, un anciano que sospechosamente maneja armas y es
extremadamente sensible a la violencia o a la memoria. Don Antonio es quien más sufrirá
las consecuencias del terror en la novela y ante los asaltos autoritarios no podrá
elegir otro camino que el de la locura. En este espacio de recogimiento irrumpirán los
grupos “parapoliciales” o “paraestatales” -sinonimia rescatada por el mismo autor también
en el “Prólogo”-, de la mano de los negocios ilegales, despertando los fantasmas del
pasado y provocando un nuevo desequilibrio en la vida del protagonista. La invasión
proviene nada menos que de un aparato policial corrupto, ligado a sectores políticos, y en
lucha contra el “desorden”. Estos grupos instauran relaciones con fuerza de ley, están
legitimados para ejercer la violencia en un país turbulento, y convocan instituciones que
“asaltan” la memoria del ex-delincuente: “La memoria, coronel, está llena de tigres.
Ustedes despertaron mi memoria, la rodearon de selva, permitieron que cada palabra
abriera un abanico de garras. Este no es el lenguaje al que usted, coronel, está
acostumbrado. A mí cada frase suya me recuerda otras frases de traidores, otras
inmundicias” (Id: 83), no olvidemos que el texto frente al que estamos parados
problematiza el lenguaje y la escritura de la ficción permanentemente. Y tampoco el
lenguaje escapa a la sagaz crítica benjamineana de la violencia: “Hay una esfera hasta tal
punto no violenta de entendimiento humano que es por completo inaccesible a la
violencia; la verdadera y propia esfera del entenderse, la lengua” (Benjamin, 1995: 52).
Esto es el revés de lo que sucede en la novela, donde hasta el lenguaje está penetrado
de violencia, porque está imbuido de las relaciones dominantes. En esta relación, y en
relación con la mentira, se abre lugar la ficción: “El engaño, por no tener nada en sí de
violento, era considerado como no punible en el derecho romano y en el germánico
antiguo” (Id), pero ahora, la ficción es una ficción transgresora, el relato policial que
resulta en estas condiciones de producción es un relato delictivo y culpable.

Otro horizonte transgresor en Cralos es la relación con sus hijos. La extorsión para entrar
al negocio policial de la venta de drogas es el ofrecimiento de protección para estos
jóvenes militantes en peligro de desaparición y tortura. Esta determinación, lo mismo que
la de la memoria y el destino, dominarán la actividad de este personaje asediado por dos
sectores del poder en pugna. Sin grandes detalles referenciales, estos sectores son
personificados por Rosasco, El Gordo, principal de la policía provincial y el coronel, que
reside en Buenos Aires y se encuentra en una etapa de decadencia e incluso amenazado
por la muerte. De esta manera, la lucha de Cralos es por la supervivencia de sus hijos
primero, y luego por recuperar la libertad perdida, aunque ya no podrá estar apartado de
la violencia y la convulsión revolucionaria nacional. Porque en este espacio donde
ubicamos el delito hay una clase organizada, una violencia revolucionaria intentando
imponerse y una violencia conservadora que defiende el Estado y el derecho. No
olvidemos que esta novela ofrece una complejización del fenómeno delictivo, que no está
al margen del Estado. Las instituciones estatales participan del delito y obligan al ex
delincuente a involucrarse en el comercio ilegal para obtener una ganancia, un dinero
sucio desde la legitimidad que les imparte la misma institución.

El asedio comienza claramente por el restaurante de la playa, el hogar de Don Antonio y


de Cralos, a un mismo tiempo que su negocio, trabajo y modo de vida. Las primeras
presencias son al menos misteriosas y se advierten intrusivas, signadas por la enemistad y

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la violencia: “El primero que vino, Serafín, preguntó por el depósito (…) Como las putas,
que mienten su nombre, no se llamaba Serafín. Tampoco su olor ni su color ni su ropa
eran verdaderos” (Id: 13). Lo que se busca es el depósito, el lugar de almacenamiento y
de ocultamiento, las razones aún se ignoran pero se sospechan, y la impotencia por la
intrusión comienza a sugerir el conflicto, aparece en principio el antagonismo con el
poder que engendra la violencia: “Nosotros, don Antonio y yo, teníamos la concesión de
un quiosco con vivienda sobre la playa, una casilla de madera, ocho mesas, dos piecitas,
un baño, cuatro perros, en media de la arena, frente al mar. Serafín, sólo una voz agria y
poder” (Id). Esta presencia efímera, que dura tres días y reduce la comunicación a
órdenes, estrategias y contraseñas, no puede ser más despreciada por Cralos que lo ha
vivido todo: “Ya todo se había convertido en un malentendido. Era evidente para los dos,
para Serafín y para mí, que éramos enemigos” (Id: 15).

El núcleo de los grupos parapoliciales que, cuando esta novela es editada ya cuentan con
historia relacionada a la represión en el país, es representado por Serafín, tres
muchachos que suscitarán una de las escenas más violentas de la novela y los dos
hombres que desatan el final en el relato. De esta manera, están ubicados
estratégicamente en la estructura narrativa de la novela, al principio, en el centro del
conflicto y en la resolución de éste, y estas apariciones se van alternando con la
abrumadoramente poderosa participación de la policía y los militares. Es que estos
personajes son portadores de un poder habilitado por los mismos representantes de la
ley del Estado, y encarnan la violencia contrarrevolucionaria. Es decir, están siempre en
relación directa con las instituciones del Estado y del derecho, en las antípodas del ex-
delicuente y su compañía, aspirantes a la marginalidad: “ustedes son como pescadores
que no pescan, como fugitivos que no se fugan, como hombres que son cangrejos, como
pobres diablos, como escoria, como ratas del norte en el sur, y yo soy amigo del
intendente de Madariaga” (Id: 14). Tan cerca están del poder político estos para-policías
que lo primero que negocia Serafín es un “permiso municipal” para el restaurante a
cambio del uso del depósito, donde “unos muchachos” dejarán paquetes que los dueños
del restaurante no podrán ver bajo ninguna condición. Y ya están dadas las condiciones
para el desarrollo de la violencia y la producción delictiva en la novela. En esta rivalidad
se cimientan los primeros crímenes del relato, fogoneados por la violencia impuesta sobre
los pescadores y la exigencia de una alianza aborrecida, económicamente beneficiosa y
sucia: “para qué le iba a preguntar el uso del depósito si sabía que un destino es un
destino y que mi destino era la violencia, y la muerte y el crimen” (Id). Así se comienza a
reconfigurar la identidad criminal de este personaje, doblemente marginal en la novela,
primero por su retiro, y luego por el retorno a su destino criminal: “Este pequeño
ejercicio de humillación me hace temblar y sentir que no estoy muerto que los bestiales
seres humanos nos me rodean. Que odio a ese hombre. Que algún día, si puedo, lo voy a
matar” (Id: 18-19).

Pero esta violencia de parte de la institución defensora del derecho es lo que saca a
Cralos del síndrome anestésico en que se encontraba, y lo vuelve contra el Estado mismo.
Si la vida en las playas y en el restaurante con Don Antonio lo mantenía ajeno a su mujer,
Beatriz, sus hijos, sus actividades revolucionarias, el pasado, las noticias de los personajes
que luchaban y morían; ahora en cambio, a partir ese juego de la muerte que lo
identifica se comenzará a subvertir toda esta pasividad: “Yo sabía lo que pensaban (…) yo
era, para ellos, un aventurero, un buen tipo erróneo, un marginado que había sabido usar
las armas contra el sistema, sin ideología; un violento frío, un personaje de la serie negra,
un asesino rescatable (subrayado mío)” (Id: 20). La fuerza de un pasado que retorna
doliendo revuelve el presente de Cralos, y lo moviliza profundamente hacia aquel lugar
donde el delito y la escritura dominaron. Aunque ahora en lugar de un violento
delincuente anarquista será una suerte de funcionario a su pesar del Estado violento,
obligado a delinquir para el poder: “Yo, Cralos; yo el que derrotó a Juan de Orzón, yo el
que fui esclavo y amo de los Dueños de la droga (…) Yo el que vi arder las casonas en
Perú, antes de que nadie las viera arder, antes de que nadie presintiera la muerte y la
victoria. Yo, el que escribí oscuramente mi vida” (Id: 23). El destino de violencia y muerte
se encarna al principio en la venganza contra Serafín, y desde allí se articula la lucha por
volver a encontrar la libertad perdida.

La violencia y la venganza de Cralos contra el sistema económico y político irá tomando


forma en el contacto con sus hijos -las generaciones del futuro- aunque al principio sólo
cometerá asesinatos-represalia, y luego se involucrará intensamente con los propósitos
revolucionarios. Los primeros inmolados son tres jóvenes que llegan a romper un precario
momento de paz, y guiados por la inexperiencia harán enardecer a un Cralos gastado y

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madurado en el juego del poder, que en el crimen se reencuentra con la recuperación
alegre y orgiástica de su pasado heroico: “Y el pasado ya no era para mí una maldición,
sino un juego brillante, toda la alegría” (Id: 28). Así se transita el camino hacia alianzas
más peligrosas y cada vez más ligadas al poder armado de un Estado en combate. El
asesinato de los tres jóvenes convoca en el corazón de la cartografía delictiva al
mismísimo jefe policial, Rosasco, que por supuesto regentea el comercio de la droga. A
partir de allí surge la conexión con una importante red “oficial” (ilegal pero policial) de
tráfico y armas: “Como regreso era, de todas maneras, excesivo. Sentí que mi vida estaba
signada por la presencia permanente de un gordo, llamárese como se llamare; esos seres
poderosos y traidores” (Id: 29).

El Gordo Rosasco, nominado de esta manera no sin desprecio, se valdrá a lo largo de todo
el relato del engaño y la violencia como modo de dominación. En principio, por ejemplo,
organiza un falso operativo armado para lograr la alianza con Cralos: “Son lugares amables
para el retiro, las Playas del Sur. A nadie le gusta la policía (…) Los vi venir desde lejos,
cargando con la peculiar torpeza del uniforme planchado, entre las dunas, esos pájaros
ridículos y odiosos. Me hizo gracia el despliegue: dos rifles FAL, pistolas, ocho hombres y
un oficial” (Id: 32). En este contexto de amenaza, de obscena demostración de poder, se
lleva a cabo la asociación con El Gordo. A su más profundo pesar, Cralos se ve envuelto en
una maraña de subterfugios que lo conducen una y otra vez hacia el delito, y eso está en
su modo de ser, cuestión que el policía no puede menos que advertir: “Creí que eras un
literato, un pequeño ser, un payasito. Pero hay movimientos que no me engañan. Hay,
por ejemplo, una manera de aguantar las bofetadas (…); una de no preguntar; una de
esperar” (Id: 34). Es allí donde el peligro que se instala en esta alianza entre un violento
policía corrupto en pugna por el máximo poder económico y social y un delincuente-
literato peligroso para el estado de derecho y el modo de producción dominante (a partir
de la alianza ideológica con la generación de sus hijos). La estrategia del poder es la
deglución del peligro a partir de esta asociación obligada, Cralos se ve, en principio,
anulado en su potencialidad rebelde por el acaparamiento de sus fuerzas revulsivas por
parte del poder: “Yo sé todo sobre usted, Cralos (…) Sé de Beatriz y de sus tres chicos
que, de paso, se están metiendo donde no deben (…) Sé de sus aventuras por el Norte.
Sé que trabajó políticamente en Perú y que estuvo en el negocio de la prostitución y la
droga en Colombia (…) Usted es un traidor típico y un aventurero. Yo soy un hombre de
orden (…) Pero ahora me es útil” (Id: 35). Lo que lo vuelve apto para el trabajo impuesto
es lo que lo hace oscuro para el poder, y esta contradicción no puede tener otra salida
que no sea un conflicto, una traición, una respuesta violenta.

Delito y producción social

Así, con este fondo político, en probable referencia constante al poder militar, y estas
relaciones morales revulsivas, transformadas en intrusiones y asedios, teñidas de
ilegalidad y crímenes, comienza a desplegarse en la novela la productividad del delito. En
el centro comercial en que se transforma el restaurante florece la circulación de gente
que llega y se va trasladando portafolios, dinero y drogas. La organización de este
comercio, que Cralos administra, está siempre plagado de reminiscencias a lo ficcional, es
decir, en este marco de delito en producción no se excluye a la ficción, y la droga como
mercancía ilegal preside el intercambio: “Yo había dicho: no era un administrativo. Veía
venir las caras ansiosas; no de nada tan simple como la droga; de nada tan simple como la
droga en la ficción o en los diarios y sus historietas cotidianas” (Id: 45). Y el fragmento
siguiente es el que representa más claramente el desarrollo del delito en tanto actividad
productiva motivada por el dinero como valor de cambio: “Veía venir las caras ansiosas de
poder; los pequeños comerciantes disfrazados de hippies, los pequeños comerciantes
disfrazados de gangsters, sus graciosos gestos, sus palabritas; ese constante desfile de
hombría y ambición, y no había violencia ni heroísmo ni belleza sino un delicado comercio
al por menor con teatro adjunto” (Id) (subrayado mío). La representación, lo teatral, lo
artístico y por tanto, lo ficcional encabezan el intercambio económico. Ni en el sector más
productivo del texto, más ligado a la dura economía se deja de reflexionar sobre la
literatura en tanto representación artística.

Pero la asociación con un delincuente de tendencia anárquica implica para el poder un


riesgo que sólo podemos comprender cuando éste comienza a moverse con familiaridad
dentro la red. La organización de la actividad productiva coloca a Cralos en un relativo
lugar de mando, donde ostenta alguna capacidad de dominio o de negociación, y desde
allí se dibuja la posibilidad de la trampa: “Era El Gordo el que mentía sus piezas y
planteaba el ajedrez. Yo no era un peón, no. Un alfil, por ejemplo. Yo tenía el poder

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sobre parte del tablero y, con determinadas señales, podía moverme, con una cierta
autonomía. Así somos los malos cuando llegamos a la madurez; hombres del sistema,
profesionales a pesar de todo. Sin embargo yo no era así” (Id: 39). Ésta es la tensión que
constituye la contradicción más importante del relato, la disputa del delincuente
anarquista por salir del lugar de administrativo delictivo de un negocio oficial, y la salida
vendrá de la mano de la participación revolucionaria. El foco de esta disputa es la
apropiación diferenciada del dinero que resulta del intercambio ilegal: “Sacó
cuatrocientos mil, el cinco por ciento, aclaró (…) Un buen trabajo. Una paga miserable. Y
El Gordo lo sabía” (Id: 57).

Aunque la última intención de Cralos es siempre recuperar la libertad lograda por ese
retiro indiferente y luego violada por el asedio de la violencia política y policial, el dinero
atraviesa muchas de sus decisiones: “Yo de hecho, de todas maneras, era un jubilado (…)
Yo podía llegar a ser un cómplice inútil y nunca había sido un cómplice inútil. Si podíamos
ganar dinero –don Antonio y yo- mejor. Pero mejor para qué (…) Yo no podía hacer nada
con la plata y don Antonio huía quedándose y la plata no le servía para nada” (Id: 17). Es
que aquí el movimiento comercial productivo-delictivo, que parte de la circulación de la
droga en condiciones por fuera de lo legal, produce efectivamente el valor de cambio en
estado puro, el dinero. Diremos primero, respecto a este punto, que según Marx, el
dinero es el lazo que une a la vida humana, porque a partir de él se pueden poseer todas
las capacidades humanas: “¿No es el dinero el lazo de todos los lazos? ¿No puede desatar
y atar todos los lazos? (…) Es la verdadera moneda fraccionaria, como el verdadero
medio de unión, la fuerza galvano-química de la sociedad” (2004: 182). Por un lado, el
dinero es, entonces, el lazo de lazos, crea comunidades de las más diversas condiciones
unificando policías con delincuentes anarquistas y líderes revolucionarios, con el objetivo
de montar una operación en pos de obtener capital.

Por otro lado, el dinero también se relaciona con el lenguaje, porque funciona como un
signo. Ya lo explica Marx con respecto a los orígenes del papel moneda: éste funciona
como un signo áureo, dinerario o del valor, en tanto representa cantidades de valor: “El
signo del dinero exige una validez social objetiva propia, esta validez se la da, al símbolo
del papel moneda, el curso forzoso” (1973: 94). Y hasta Roland Barthes nos habla, en S/Z,
del carácter representativo del dinero, separando las nociones de signo y de índice: “En
otra época (…) el dinero “delataba”: era un índice, revelaba con seguridad un hecho, una
causa, una naturaleza; hoy en día representa (todo): es un equivalente, una moneda, una
representación, un signo” (1970: 47). La inscripción, la escritura, es lo que tienen en
común estas nociones. No olvidemos que el dinero como tal existe en virtud a una serie
de procesos sociales en que la representación es central. Podemos confirmar en la teoría
materialista, principalmente en los primeros capítulos de El capital, que el origen de la
relación dineraria es la noción de valor basada en el intercambio de mercancías, y que el
dinero es una mercancía más, sea éste representado por oro o cualquier otra mercancía
que cumpla el rol de medida general de los valores (también que esta fijación es social):
“El dinero, como medida de valores, es la forma o manifestación necesaria de la medida
inmanente de valor de las mercancías: el tiempo de trabajo” (Marx, 1973: 60). El dinero
puede funcionar, en virtud de esto, como medida de valor, esta relación entre dinero y
mercancía aparece a la manera de una operación demiúrgica repleta de construcciones
ideales y operaciones veladas, respecto a esto, recuperamos a Piglia: “Entre los ricos y los
pobres están los estafadores, los inventores, los falsificadores, los soñadores, los
alquimistas que tratan de hacer dinero de la nada: son los hombres de la magia
capitalista, trabajan para sacar dinero de la imaginación” (2001: 21). El dinero es el
propósito, aquello con lo que todo se puede conseguir, es el impulsor de la ficción desde
su inicio, y la forma de conseguirlo es ilegítima, los escritores aparecen en este escenario
como alquimistas cuya función falsificadora es crear dinero de la nada, calificados como
hombres de la magia capitalista, que trabajan para sacar dinero de la imaginación.

Y si el dinero es la concreción de lo imposible, porque posibilita el intercambio de la


propiedad y el objeto que son contrarios, es porque puede funcionar como la contraparte
de las necesidades, convirtiendo los deseos desde el ámbito de lo pensado e imaginado a
la existencia sensorial y real; de la representación a la vida (Marx, 1932: 180). Recordemos
la relación entre dinero y ficción que revela Piglia en sus textos críticos: “El dinero crea
de la nada, al igual que la ficción: a través del lenguaje podemos tener todo el dinero
que queremos, pero por medio del dinero podemos realmente tener lo que perseguimos”
(Piglia, 2001: 26). El dinero tiene, sin embargo, esta propiedad de convertir lo imaginario
en real; en virtud de esto, es que Marx nos aclara: “Como tal mediación es el [dinero] la
fuerza verdaderamente creadora” (Marx, 1932: 180). En Piglia la ficción es fuerza creadora

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en la medida que crea dinero, dado que el escritor profesionalizado gana dinero por
escribir, y el dinero también es fuerza verdaderamente creadora porque convierte las
necesidades en su contrario. Justamente el carácter representativo, sígnico, del dinero
es lo que nos revela su relación con la invención y, por tanto, con la ficción. El dinero, el
delito y la violencia producen el relato en esta instancia transgresora. Y el género policial
funciona como un operador de lectura privilegiado que permite a un mismo tiempo leer lo
social y la producción literaria en el marco del capitalismo que atraviesa sus modos de
producir sentido.

En esa novela, el delito funciona como una actividad productiva en tanto genera, con el
narcotráfico, un movimiento permanente de dinero, actividades ilícitas y personajes que
transitan por el restaurante de la playa revelando algunas condiciones en que se
desarrolla esta producción económica, como en el caso del padre amenazado que es uno
de los que lleva valijas al restaurante: “En un allanamiento descubrieron papeles escritos
con mi propia máquina, señor, pero no por mí y salió el nombre del pibe. El pibe
desapareció seis meses, pero como no pasó nada, volvió a casa” (Martelli, 1997: 42). Y es
así que en última instancia, siempre esta actividad termina conectando a Cralos con una
atmósfera olvidada, indiferente: “Mientras me hundía en la rutina de mi viejo oficio (…)
por las noches se me venían encima las caras ensangrentadas, las lágrimas (…): se me
aparecían los nombres, los pequeños momentos que uno guarda antes de la muerte o de
la tortura de tus seres queridos (…) Desde que llegó El Gordo, estoy solo y vuelven mis
amigos, los fantasmas” (Id: 47).

Mientras, a través del despertar de Cralos y de los crímenes y delitos que pululan
alrededor del centro comercial en que se convierte el restaurante de la playa, vamos
asistiendo a las pistas sobre el accionar de grupos armados que van configurando el clima
de violencia social que domina la producción en Argentina por esas épocas: “He tenido
demasiados amigos presos, demasiados amigos torturados, demasiados amigos muertos. Ya
eran demasiados en enero del 73. Excesivos y demasiados” (Id: 47). El nivel de violencia
en el relato va incrementándose en representación de un movimiento paralelo
referencial, mientras en la novela el depósito es asaltado una y otra vez, y don Antonio
mil veces golpeado se refugia en la locura. Así se va conformando la médula de nuestra
novela, donde el crimen con un Estado –probablemente ilegítimo en los códigos
democráticos- se vuelve crimen contra el Estado y la traición se unifica a la lucha
revolucionaria, la acción persecutoria contra Cralos se proyecta en la respuesta violenta
contra el poder, un poder sostenido con violencia. En todo caso, también hay, en medio
del delito, producción literaria, la escritura siempre está asumida desde este lugar
doblemente transgresor, pero también desde el miedo, la represión y la censura: “Agarro
la máquina y escribo (…) Yo conocí, cuando era joven, a los escritores que ahora detienen.
Yo viví en sus casas” (Id: 52).

Es a partir de este costado ideológico que Cralos se conecta con el futuro, con los hijos
que son la promesa hacia una utopía que ya no es la propia. Es que en el afán de la
huída, tanto Cralos como don Antonio se mantuvieron al margen del margen, al margen
de las circunstancias que dominaban la escena social de un país y conectaban al dolor, y
ahora se regresa a través del mismo dolor, gracias al violento asedio del poder: “Ignoraba
sin embargo (creo que don Antonio también) cómo era de frágil nuestro refugio. Los tigres
de la memoria permanecen al acecho, esperando que cualquier cosa los despierte” (Id:
53). Este es también un aviso, una advertencia a esta altura donde ya no caben refugios
porque no cabe esconderse, sino salir al encuentro de los tigres. En medio del retiro
imposible, última utopía de las novelas de Martelli, los tigres de la memoria lo vuelven
frágil nuevamente a partir de la amenaza, pero esta violencia es la que lo regresa al
espacio de lo vivencial-real: “Ahora todo existe, todo duele el presente el pasado el
futuro mis hijos el país sangriento el Jorge el Caballero el viejo Custer el Albino los
muertos y los lejanos yo mismo las culpas bastardas Beatriz lo que puede suceder mañana
las ciudades de las que había escapado estar vivo, morir” (Id: 53). Ése es el impulso
necesario para la traición y para la mirada hacia el porvenir.

Literatura y delito. La traición y la revolución

Si el dinero es como analizamos en el apartado anterior, el lazo de lazos, que unifica y


crea comunidades, ahora diremos que también el dinero tiende a desatar los lazos
ligados, no podemos olvidar que dentro de estas sociedades conviven intereses tan
opuestos que facilitan el complot y la traición. Recuperamos el análisis de Oscar Masotta -
quien estudió con Martelli y posee una filiación semejante a la de éste con el

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psicoanálisis- respecto a las sociedades arltianas, integradas por personajes de los más
diversos tipos que tienen como fin conseguir dinero de manera ilegal. El dinero es el
único lazo que unifica las comunidades anarco-delictivas, en resguardo de su legalidad
propia y sus principios, en estas comunidades imposibles aparece el reverso de la moral
dominante; son contra-sociedades donde se gesta el complot y la estafa; y son, por tanto,
la imagen invertida de la sociedad. Los personajes de Arlt, al igual que Cralos, cometen
crímenes sin sentir ninguna culpa, porque los culpables son más bien quienes violentan
sus lugares sociales, colocándolos en un lugar de “derrotados”, o dominados. Esta
sociedad de “verdugos escalonados” se presenta mediante la traición en una jerarquía de
males, cada escalón social es verdugo del que le sigue (Masotta, 1982:46): “El mal
entonces, no es más que la verdad de clase, y el momento del anarquismo al revés es la
exteriorización de las repugnancias incrustadas en su sensibilidad profunda” (Id: 74).

Y será Rosasco el verdugo que coloca a Cralos en el lugar de derrotado, de donde sólo
podrá salir mediante la traición. Así el protagonista es conducido desde los márgenes
hacia el centro del conflicto nacional, pronto el retiro en las playas del sur -“Estoy lejos
de la ciudad en donde estallan las bombas. Lejos del país en donde se toman cuarteles”
(Martelli, 1997: 52)-, se convierte en el regreso a la ciudad en llamas, plagada de
contagiosa violencia instaurador y violencia revolucionaria. El Gordo logra trasladarlo a la
ciudad de Buenos Aires que arde en enfrentamientos, donde están los hijos, y también
donde está el coronel. El coronel representa el poder militar y económico en problemas,
la violencia defensora del derecho impuesto por una clase dominante, y se relaciona
fuertemente con las historias de persecución: “El coronel tiene una organización de
seguridad, en la superficie, claramente legal. Cuida empresas, rompe huelgas, provoca
desórdenes o el orden, depende del punto de vista” -Subrayado mío- (Id: 58). No quedan
dudas ya en esta cita de quién representa qué sectores y contra qué se está enfrentando
Cralos en esta lucha inconmensurable y heroica. Todas las relaciones son confusas en esta
instancia aguerrida y caótica en que sólo valen los intereses individuales de estos
personajes, si El Gordo era aliado del coronel, será también su mayor oponente en
momentos de decadencia y a consecuencia de esto se pondrá en juego la ruptura de la
asociación con un Cralos fiel al militar: “Tengo plata, mujeres, todo lo que quiero: Y algo
mucho más importante: poder. Vos no sabes lo que es el poder. Sos un imaginativo, ya te
lo dije, un romántico. Al que vamos a dar poder” (Id: 68). Pero no olvidemos que detrás
de los intereses individuales, se conjugan todas las relaciones sociales y las conciencias
históricas. Y quizá el punto más fuertemente referencial de la historia es el
involucramiento del coronel en la desaparición del cadáver de Evita.

En la novela hay un claro interés por borrar esta presencia monopolizadora de la ley y las
armas, que representa quizás el declive del poder militar –la Revolución Argentina que
cae en 1973- veremos el final de Rosasco, pero también la aparición del coronel está
simbólicamente signada por una enfermedad que amenaza permanentemente su
existencia. Este nuevo personaje de grandísimo poder, plantea una misión paradójica para
Cralos, deshacer la red armada por Rosasco, y el mensaje entre líneas es quizás el
asesinato de este agente, que, aunque soldado leal, implica un riesgo para el militar
enfermo. Asimismo, es el encuentro con los hijos el que planta en Cralos la necesidad de
ejecutar el plan de traición cada vez más complicado por las solicitudes del coronel; aún
con la certeza de que tanto éste como El Gordo necesitaban a Cralos para la concreción
de sus planes. El encuentro con los hijos es el tropiezo con la política y con la búsqueda
de la verdad, y por tanto con el sector más frágil del ex delincuente: “Después de todo,
era la esperanza de toda mi vida; saber de qué lado estaba la verdad. Y estaba de un
lado. No había términos medios. Y yo, fatigado, enfermo, les creí. Y ellos me creyeron”
(Id: 79). Y es también el contacto con el futuro, si la esperanza en El cabeza según
Calabrese está puesta en la llamada “operación roja”, aquí está puesta en la militancia
encabezada por estos grupos de jóvenes representados por los hijos de Cralos: “Me sentí
tan viejo, rodeado de muchachos que inventaban las series futuras” (Id: 80).

De regreso a la playa, nada podrá ya volver a su orden originario, don Antonio tejiendo
redes ha sucumbido a los tigres de la memoria, y ya inconsciente, será recluido en el
depósito. El terror domina, por eso Cralos alza en el restaurante un clima de fiesta que
recuerda las actividades del prostíbulo en Getsemaní, para protegerse de la persecución
y el asedio de los grupos parapoliciales y se restablece luego el comercio. Mientras,
Carolina, una sospechosa enviada del coronel controla la ejecución efectiva del pedido de
éste, y termina de precipitar el desenlace y la traición de Cralos: “Me manda el coronel.
Dice que estás tardando mucho. Dice que no lo llames. Dice que si hubieras hecho lo que
te ordenó, ya lo habría sabido por las reacciones de Rosasco” (Id: 96). En este ámbito

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aparecen Los Otros, una suerte de violento grupo para-policial: hombres con trajes y
portafolios que quieren adueñarse del negocio en declive. Uno de estos personajes es
cruelmente asesinado y se ejecuta luego de esto la desintegración efectiva de la red de
comercio. Se convierte así, Cralos en el “hombre del coronel”, hasta que la llegada de un
Rosasco desesperado y perseguido configura un nuevo juego de traiciones y pertenencias:
“Rosasco ya estaba loco. Siempre había estado loco, pero estaba del lado en donde la
locura era permitida; le habían dejado matar, torturar, perseguir” (Id: 111). Con la
reciente muerte del coronel, varios sectores disputan un poder aparentemente
traspasado a El Gordo, a quien el miedo a la muerte lo asedia hasta la desesperación. La
extorsión de este personaje ya venido a menos no puede tener efecto, y la valija con
papeles que inculpan a sus hijos y salvan a Rosasco es quemada, el último asesinado y
Cralos preso y torturado durante tres meses. Casi casualmente, la resolución del conflicto
ha deshecho las redes de poder en el argumento.

Conclusiones

Efectivamente el delito ha funcionado aquí como rama de la producción en tanto fomenta


el intercambio y la producción de un valor de cambio en disputa: el dinero. Pero también
es en última instancia lo que sitúa en la superficie el conflicto político de un poder en
peligro, de un Estado en crisis lo que produce el delito en sí. Y produce el relato de
estas condiciones, es decir produce literatura, pone en funcionamiento los mecanismos de
la escritura, y engendra la narración policial que leemos, escrita por un delincuente y un
perseguido: “No sólo produce compendios sobre Legislación en lo Criminal, no sólo códigos
penales, y junto con ellos legisladores en este terreno, sino también artes, bellas letras,
novelas e inclusive tragedias” (Marx, 1963: 327). La escritura existe a condición de que
haya delito, puesto que todas las novelas que tienen a este personaje como protagonista
lo ligan a actividades delictivas y transgresoras, en este sentido, si no hay delito no hay
escritura, no hay representación que no sea la representación de de lo alternativo y de
lo ilegal. Sólo siendo delincuente puede tener lugar en la ficción, no un retirado,
tampoco solamente un marginado. Por eso decimos que el género proporciona un lugar
privilegiado para pensar la literatura, ciertamente para pensar la escritura de esta novela
en particular, censurada por el poder político como ya lo marcamos, pero también la
escritura de la ficción en general.

En el centro de la actividad delictiva aparece la disputa entre los sectores dominantes y


una clase organizada, portadora de una violencia a medias “autorizada”. La función
conservadora de la violencia choca con una función revolucionaria, que quiere destruir
para crear sobre otras bases que discuten la posibilidad de dominación. Cralos ha sido un
violento en contra de las condiciones de producción y reproducción de las relaciones
sociales, y por tanto, un delincuente ubicado fuera del derecho, fuera de la violencia
oficial. Y se ha retirado hacia el espacio utópico de la paz en medio de un país en llamas,
hasta allí lo siguió el conflicto, para devolverle su lugar en la ficción. La delincuencia se
unifica a la actividad revolucionaria para retomar el sentido transgresor y productor,
productor de literatura pero también productor de un posible nuevo orden.

Es que el final de la novela es el regreso del delincuente al lugar revolucionario, pues el


depósito donde antes se organizaba el comercio esconde ahora el mayor símbolo de la
violencia contra el estado y el derecho, las armas para las actividades militantes de sus
hijos: “Una vez por mes vienen los muchachos, abren paquetes o dejan paquetes en el
galpón. Yo espero que se vayan y hago lo prohibido; miro qué han dejado: fajos de
billetes, armas, uniformes, cédulas de identidad y tapo todo” (Martelli, 1997: 122). Así, la
escritura sólo posible desde el espacio alternativo de lo delictivo toma la forma de una
novela policial en que claramente el delito productivo termina ligándose al futuro (los
hijos de Cralos) y a la actividad político-revolucionaria: “Tomo conciencia, recién
entonces: soy un viejo cocinero, lo único que me falta es maquillarme y representar estos
viejos papeles que me reservaba la vida. Encubridor, bolichero, viejo, dueño de tres gatos
y dos perros” (Id).

La ficción es delictiva, en todos los aspectos posibles en esta instancia, y está sin dudas
ligada a la lectura de lo que viene: La escritura de la ficción se instala siempre en el
futuro, trabaja con lo que todavía no es (Piglia, 2001: 14). Hemos intentado a lo largo de
este trabajo de leer la ficción a partir de lo social-real, no las posibles correspondencias
de la novela con lo real y objetivo. Y también hemos considerado la producción literaria
desde el género como operador de lectura, a partir de la presencia ficcionalizada de la
escritura en la novela, en una metalectura, leer la literatura desde los códigos literarios

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mismos. Finalmente, confirmamos que el de la ficción es el espacio de la utopía, y por
tanto, el espacio revolucionario que se desprende de las búsquedas delictivas: No se
trata de ver la presencia de la realidad en la ficción (realismo), sino de ver la presencia
de la ficción en la realidad (utopía) (Id: 123), y para disipar posibles dudas respecto al
significado del término, el mismo Piglia aclara: Cuando yo digo utopía pienso en la
revolución (Id: 94). Los tigres… es entonces un texto profético, utópico y transgresor, que
termina con una cruda anticipación del futuro: “Los bichos negros, unos cascarudos que
relucen, se acercan, tarde a tarde, al ciegos, al borde del mar y mueren” (Martelli, 1997:
122).

Notas

(1) Entendemos el concepto de modo de producción a la manera de Frederic Jameson, como un


conjunto definido por la interacción entre superestructura e infraestructura. Según esto, no sería la
superestructura lo que determina a la infraestructura, sino el modo de producción (que incluye en este
autor lo económico, lo político, lo jurídico, lo ideológico y cultural) lo que aparece en la base de los
análisis culturales (Jameson, 1989:12-28). (Volver)

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Fuente

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Por: Feuillet, Lucía para www.revistaafuera.com | Año VII Número 12 | Junio 2012

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