EXTRACTO TOMADO DEL LIBRO: El Secreto Del Éxito Es Saber
Escuchar- CalaLa gente y yo
Mi amiga Laura está en la consulta de maternidad. Es su sexto mes de embarazo y todo transcurre con total normalidad. Una vez más, su doctor le dará la oportunidad de ver a su bebé a través de la ecografía. Es madre primeriza y, aunque con 36 años se siente preparada para un gran cambio, sabe que el futuro que ha imaginado como madre soltera es solo una película. En unos pocos meses, su vida tendrá un propósito diferente y muy real: ser madre. Como casi todas las niñas, había soñado con llegar al altar vestida de blanco, casarse para toda la vida con un príncipe azul y criar con él una linda familia. Era la historia que había escuchado en los cuentos de hadas y la reprodujo en su propio discurso mental durante muchos años. Sobrellevó la frustración de llegar a los 30 sin casarse, de que su boda a los 32 no fuera de blanco —y ni siquiera fuera una gran boda, ya que el novio se había divorciado dos veces y no quería tener hijos. Sin embargo, el tema no surgió hasta más tarde, cuando ya había invertido demasiado en la relación. Por supuesto, el matrimonio no funcionó, y Laura — según me cuenta— le hizo caso al corazón y decidió aceptar el reto de ser madre. A pesar de que ella y Arturo —el hombre del que se enamoró, luego de llevar divorciada unos años— se habían protegido para no concebir, milagrosamente quedó en estado. Cuenta que lo primero que sintió fue una dicha inmensa, como si algo maravilloso e inexplicable se hubiera apoderado de su cuerpo. Quizás, más que vivir un cuento de hadas, Laura siempre había querido ser madre. Con sus 36 años estaba planteándose salir de Cuba. Decía que una razón para no haber sido madre todavía era que quería establecerse en otro lugar del mundo donde hubiera más libertad. Un día en que nos reunimos, me contó lo que le había sucedido: una tarde, sentada sola en su casa, escuchó una voz infantil, tierna y lejana, que le susurró: “Mamá, ya estoy contigo”. Primero creyó que era real, llegada del mundo físico que le rodeaba. Pero sabía que aquello era imposible: en las casas vecinas no había niños. Fue una sensación sumamente rara, inquietante, pero intentó dejarla ir como quien ve correr el agua de un río. Recuerdo muy bien esa historia, porque en esos años estábamos muy conectados espiritual y físicamente. La magia seductora de la ciudad donde coincidieron nuestras vidas, La Habana, permitía una unión mucho más profunda. Me contó la historia tres días después, sentados en el legendario Malecón habanero, mientras nos confesábamos sueños y aspiraciones compartidas con un futuro incierto. Había escuchado voces antes, pero esta vez era diferente. Se trataba de la voz de un niño y con un mensaje dirigido precisamente a ella: “Mamá, ya estoy contigo”. Al cabo de 15 o 20 días, cuando nos encontramos de nuevo, me preguntó: –Ismael, ¿recuerdas la voz del niño? –Claro, cómo olvidarla, con toda esa fuerza y emoción con que me lo contaste… ¿Qué pasó? –Pues nada… que estoy embarazada. Comencé a sentir extraño el cuerpo y fui al médico. Me quedé tiesa de pies a cabeza cuando el doctor me dijo que estoy esperando un niño. Entonces comenzó a llorar, pero sin emitir sonido alguno. Fue como un manantial de agua fresca que le brotaba de los ojos. Lloraba plena de felicidad. Nunca vi a nadie llorar así. A partir de ahí, entendí que hay propósitos en la vida que Dios y el universo guardan para quienes de verdad piden y necesitan. Este era un bebé-milagro. No nacería en el seno de una familia tradicional, pero el amor le sobraría por todos lados. Seis meses después, ahí estaba yo junto a ella, en la consulta de su obstetra. Laura cuidaba cada detalle del embarazo, y de vez en cuando decía: “Quiero ser una madre madura, muy saludable, para este angelito que Dios me ha mandado”. El doctor le dijo: –Veamos cómo va todo… Le untó gel en el abdomen, frotó levemente y fue buscando con el mando de la máquina ecográfica hasta encontrar el ángulo perfecto para captar una imagen. Laura estaba feliz, su rostro irradiaba un gozo divino. –Ahora tratemos de escucharlo –dijo el médico. Laura añadió: –Sí, doctor, lo oiré de nuevo. Ya me habló, fue él quien me dio la noticia con un susurro al oído. El doctor contestó con una discreta sonrisa: –Pues bien, ahora vas a escuchar los latidos de su corazón. Le puso el estetoscopio y comenzó a buscar los latidos, con esa sensación de paz y armonía que irradia un bebé aún en el vientre de su madre. Laura cerró los ojos y las lágrimas volvieron a brotar, en una experiencia conmovedora y absolutamente íntima. Desde afuera, parecía que su cuerpo se había transformado en una fuente de luz. Su rostro reflejaba una serenidad que no era terrenal. –¿Qué te ha conmovido más, la imagen de la ecografía o los latidos de su corazoncito? –le preguntó el doctor. –Verlo fue una experiencia sublime, pero escuchar su corazón es algo fuera de lo real… No sabría explicarlo. Me transporta a una dimensión divina, más allá de lo físico. –Te entiendo perfectamente –le dijo el doctor–. Siempre hago esa pregunta a las madres. La mayoría asegura tener una conexión emocional más profunda cuando cierran los ojos, como hiciste tú, y escuchan los latidos del corazoncito de su bebé. Laura es un ser muy espiritual. Al escuchar los latidos del corazón, ese vínculo con su hijo se estrechó todavía más. Para ella, escucharlo, tanto en el plano espiritual como físico, fue su primera experiencia como madre y el inicio de una etapa superior de desarrollo humano. Quizás por haber percibido tan profundamente el valor de escuchar, siempre repetía: –Ismael, si alguna vez tuviera que ceder unos de mis sentidos para salvar la vida de un ser querido, donaría cualquier cosa menos el oído. Nunca antes me había puesto a pensar en eso. Sería el único sentido que no estaría dispuesta a ceder. Afortunadamente, a mí no me tomó mucho tiempo llegar a la misma conclusión. Laura tuvo un niño hermoso. De vez en cuando nos vemos, y hablamos sobre cómo nos va la vida. Escuchar: Una necesidad íntima De todos los sentidos, el de la audición es mi favorito. La capacidad de escuchar correctamente, la verdadera audición, es venerable. Uno de los umbrales mágicos de la realidad humana es el que se produce entre el sonido y el silencio. “No puedes enseñar nada a nadie. Solo haz que se den cuenta que las respuestas están ya dentro de ellos, en su interior”. Esta frase, del famoso astrónomo italiano Galileo Galilei, es una premisa fundamental en mi vida. Porque muchas de las respuestas que he buscado desesperadamente las encontré en mi propio camino. Descubrí, con asombro, que todo aquello que quería aprender, o que otros querían enseñarme, ya estaba dentro de mí. A ti también te sucede, aunque quizás no te hayas dado cuenta. Descubrir esas respuestas es un acto de autoiluminación. El misterio de escuchar se manifiesta así: cuando nos damos cuenta de que ya somos portadores del mensaje y la sabiduría. Saber escuchar debería elevarse a la categoría de las bellas artes. Es una habilidad rara, pues desde siempre el ser humano ha sentido la necesidad de comunicarse, de transmitir sus emociones e inquietudes, y de ser escuchado. Es parte esencial de nuestras necesidades básicas, al igual que sentirnos importantes y reconocidos por los demás. Esto nos permite reafirmarnos como personas. Consciente o inconscientemente, sentimos la necesidad de que nos tengan en cuenta. La opinión de los demás nos influye, nos valida y nos hace sentir importantes. Delante del espejo de nuestra propia existencia, no podemos negar que estamos aquí porque valemos, importamos, significamos algo. Muchas personas pierden la brújula cuando este reconocimiento se desvanece. Recuerdo el triste caso de una compañera de estudios que saltó desde un puente porque su novio la había dejado por otra. ¡Descansa en paz, Roxana! Todos hemos escuchado trágicas historias pasionales como ésta. Todos sentimos la necesidad de vivir con un propósito. Y de ahí que cada ser humano anhele ser escuchado, para corroborar que es un ser único, sin igual, una pieza irrepetible del rompecabezas universal. Por eso, ser escuchados va más allá del deseo superficial de ser tenidos en cuenta o apreciados. Que nos escuchen es una necesidad íntima, genuina y humana. La mayoría llegamos a este mundo programados para expresar, reclamar, quejarnos —la lista de verbos podría incluir algunos bastante negativos. Somos una sociedad de estatuas parlantes. Pensamos en lo que tenemos, debemos o queremos decir. Invertimos una enorme cantidad de tiempo pensando lo que no nos conviene decir, lo que podemos expresar para lograr algo de otra persona, cómo hacerlo, qué palabras emplear para seducir. ¿Cuánto tiempo dedicamos a la concentración mientras escuchamos al que habla? Invertimos tanto hablando, ¡que estar callados es apenas un receso para volver a la carga! De ahí que la escucha interactiva sea todo lo contrario: abierta, generosa e inquisitiva. Con ella, dedicamos energía a sumergirnos en el mundo de quien nos habla, a sabiendas de que es la única forma real de aprender. Es una especie de “juego” muy sofisticado e interesante: escuchando de forma activa- participativa, trabajamos cada segundo de la conversación para adaptar y alinear el diálogo a las perspectivas del interlocutor. No es una confrontación en busca de un ganador, sino un encuentro de mentes y espíritus. Durante una de mis temporadas en Atlanta iba a misa cada domingo. Quería, de manera consciente, sentarme a oír la palabra de Dios, escuchar al sacerdote y, al mismo tiempo, disfrutar de ese espacio de paz y serenidad que brindan los templos. Una vez, al terminar el servicio, pregunté a una señora con la que había hecho cierta amistad: –Bueno, ¿y qué tal el sermón de hoy? El padre ha mezclado la palabra del Evangelio con sucesos de actualidad. Es un paralelo bastante interesante, ¿no cree?