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Capítulo 1.

El globo amarillo continuaba ondeando ante sus ojos, indolente. Se elevaba hacia el cielo ya
oscurecido, y era como si se hubiera convertido en un fuego fatuo que ardiera bajo las luces
anaranjadas de la ciudad.
Le pareció que le miraba, y sus movimientos oscilantes le parecieron algo casi obsceno.
Porque estaba poderosamente convencido de que haber seguido el rumbo que le marcaban
las letras negras que destacaban en la goma inflada había sido el comienzo de su derrumbe.
Si tan sólo hubiera pasado de largo, si la curiosidad no hubiera sido una maldita serpiente
enroscada en su cerebro… no habría terminado en aquel local de pesadilla, contemplando
todo lo que vio y que ahora no podía extirparse del pensamiento.
Porque una cosa era verlo en las películas, o en el telediario de las tres. Eso no dolía. Oh, sí,
podías lamentarte por la víctima o los familiares, pero era algo que pasaba de largo cuando
apagabas la televisión. La impasibilidad del ser humano medio. No se podía culpar a nadie, en
estos tiempos que corrían. Tampoco lo olías. Porque sí, los miembros mutilados que había
hallado en el local hedían como si hubieran estado pudriéndose al sol durante días. A pesar de
que no había sido así.
Eduardo intentó tragar la bola dura que se le había instalado en la garganta desde que
saliera del local, y contempló el globo como si éste pudiera ofrecerle en bandeja algún tipo de
respuesta. Pero, todo lo que obtuvo fue el mismo movimiento oscilante y casi obsceno. Como
de burla.
Naturalmente, el globo no había tenido la culpa. El único culpable era él. Por haber ido.

No habían transcurrido más de tres horas desde que todo comenzó.


Eduardo salió temprano de trabajar, aquella tarde de diciembre en la que el viento ululaba
como si fuera una bestia salvaje. Aunque no se trataba de ninguna novedad, porque Eduardo
poseía la corona de mando en una de las empresas constructoras más solventes de la ciudad.
De modo que podía decirse que trabajaba el tiempo que le placía, y que abandonaba la lujosa
oficina cuando le venía en gana.
Todos pensaban que era un señorito. La empresa la había fundado el padre de Eduardo en
el año 1979, y al retirarse le había regalado el puesto al hijo, que ni empleando todas sus ganas
habría podido decir cuál era la diferencia entre cemento de fraguado rápido y el cemento
puzolánico. Pero se comportaba como un jefe excelente. Era puntual con los pagos, escuchaba
a sus trabajadores y era razonable con las demandas de estos. De modo que le respetaban, a
pesar de todo.

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