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El globo amarillo continuaba ondeando ante sus ojos, indolente. Se elevaba hacia el cielo ya
oscurecido, y era como si se hubiera convertido en un fuego fatuo que ardiera bajo las luces
anaranjadas de la ciudad.
Le pareció que le miraba, y sus movimientos oscilantes le parecieron algo casi obsceno.
Porque estaba poderosamente convencido de que haber seguido el rumbo que le marcaban
las letras negras que destacaban en la goma inflada había sido el comienzo de su derrumbe.
Si tan sólo hubiera pasado de largo, si la curiosidad no hubiera sido una maldita serpiente
enroscada en su cerebro… no habría terminado en aquel local de pesadilla, contemplando
todo lo que vio y que ahora no podía extirparse del pensamiento.
Porque una cosa era verlo en las películas, o en el telediario de las tres. Eso no dolía. Oh, sí,
podías lamentarte por la víctima o los familiares, pero era algo que pasaba de largo cuando
apagabas la televisión. La impasibilidad del ser humano medio. No se podía culpar a nadie, en
estos tiempos que corrían. Tampoco lo olías. Porque sí, los miembros mutilados que había
hallado en el local hedían como si hubieran estado pudriéndose al sol durante días. A pesar de
que no había sido así.
Eduardo intentó tragar la bola dura que se le había instalado en la garganta desde que
saliera del local, y contempló el globo como si éste pudiera ofrecerle en bandeja algún tipo de
respuesta. Pero, todo lo que obtuvo fue el mismo movimiento oscilante y casi obsceno. Como
de burla.
Naturalmente, el globo no había tenido la culpa. El único culpable era él. Por haber ido.