Está en la página 1de 1

Tornado

“Ningún hombre pondría palabra por escrito, si tuviera el valor de vivir lo que cree”. San Carlos es
un pequeño Chile, una sinécdoque, así como la película de Philiph Seymour Hoffman, se repetía a
menudo, después aprobar los primeros cursos de literatura contemporánea, y acercarse un poco, sólo
un poco a ese nicho de snobs, que solía reunirse a fumar marihuana y tomar cerveza barata, viendo
partidos de baby fútbol. Ese nicho, ese guetto de freaks, con la cuica de pelo verde, que estudió en el
particular pagado, que pronunciaba las eses de manera perfecta, y que había entrado a la carrera con
el mejor puntaje en los 60 años de la escuela de pedagogía. Emilia le había advertido –te mira con
cara rara- en un tono todavía inocente, pueril. Pero Emilia, tenía buena vista, observaba muy bien e
intuía casi siempre con certeza lo que las palabras nunca dicen, lo que se dice con la mirada.
No eran cartas, sino panfletos. Burdos intentos. Esboces de un romanticismo Wertheriano,
tremedista.
La última vez que se vieron, fue por casualidad, y digamos casualidad, porque a pesar de que había
estado intentando convencerla los últimos dos años de que viajaran juntos en micro a la Universidad,
de que pasaran acompañándose el uno al otro, incluso, los minutos más ínfimos y sin importancia del
día. Aquella mañana, se había levantado tarde, había faltado a la clase de las 8 y la de las 10:40 y el
viento de Abril había volado algunos techos, y eso le había hecho quedarse acostado hasta tarde. En
realidad, la noche anterior se había quedado despierto hasta tarde, chateando por Messenger con
Carolina, una pelirroja de segundo año que escuchaba Sui Generis y Charly García y por sobre todo,
sacaba fotografías con cierto tino artístico, cuando sacar fotografías con cierto tino artístico todavía
era algo novedoso, algo, digamos, espontáneo. Para él, todavía no era snob, todavía, no era una chica
desesperada por llamar la atención de pseudo artistas treintones, que pululaban por redes sociales
publicando su intimidad, frasesitas robadas, consignas de vida, que al parecer, cautivaban, no sólo a
Carolina, sino también a todo su club de seguidores, porque Carolina tenía todo un club de seguidores,
y eso para suerte de Emilia, despertó inmediatamente ciertas sospechas que tardarían por supuesto,
mucho más temprano que tarde, en dejar de ser sospechas y convertirse, por cierto, en realidad.
Aquella mañana, salió de su casa faltando poco menos de una hora para el medio día, se encontraron
a pocos pasos del terminal y aunque duró menos de la mitad de un segundo, aunque inmediatamente
casi más por costumbre que por sentido, sonrió, pero sonrío después de ese medio segundo de
honestidad, y eso bastó para que Emilia se enterara incluso, antes que él, que se había acabado.
Aquella mañana se encontraron por casualidad, después de que él había pasado casi dos años
intentando convencerla de que tomaran la micro, juntos, en esa cuadra. Aquella mañana, viajaron
juntos, por primera vez. Aquella mañana viajaron también juntos por última vez.
Aquella mañana el profesor de Literatura Contemporánea II, terminó la clase escribiendo en la pizarra
una frase de Henry Miller que cambiaría su vida para siempre: “Para ser un buen escritor primero
tienes que destruir todo lo que te rodea”.

También podría gustarte