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EN ULISES Y LAS SIRENAS, JON ELSter, filósofo noruego, apuntó que las constituciones son ataduras
con las que el pueblo o el Parlamento previenen y conjuran posibles tendencias suyas a sacrificar la
democracia bajo el embrujo de atractivas decisiones del momento.
Así como Ulises se ató al mástil de su barco (y puso tapones en las orejas de sus compañeros) para
resistir la seducción del canto de las sirenas, también el pueblo, a pesar de su poder soberano,
debería estar protegido contra el riesgo de sucumbir ante propuestas subyugantes, cuando quiera
que éstas puedan conducir por un camino de no regreso.
En apoyo de su metáfora, Elster cita a pensadores como John Potter Stockton: “Las constituciones
son cadenas con las cuales los hombres se atan a sí mismos en sus momentos de cordura para evitar
perecer por suicidio el día que desvaríen”. A Friedrich Hayek: “La Constitución es una atadura que
el Peter sobrio le impone al Peter bebido”. Y a Cass Sunstein: “Las estrategias de precompromiso
constitucional podrían servir para salvar la miopía y la debilidad de la voluntad de parte de la
colectividad”. A tal efecto se establecen tribunales constitucionales.
Aunque Elster en obra posterior (Ulises desatado) varió su posición por encontrar que muchas
restricciones al poder mayoritario son o ineficaces o contraproducentes, las admite como
salvaguardas necesarias en ciertas circunstancias y contextos especiales. Tales elucubraciones
filosóficas no aconsejan arrebatarle a la ciudadanía su derecho a preferir una decisión o un
gobernante al que valora como bueno. Pero suscitan interrogantes: ¿los límites constitucionales al
tiempo de gobernar no son una salvaguardia indispensable de la condición de ciudadanía libre? ¿No
deberían preservarse los equilibrios de la poliarquía en contextos involutivos de excesiva
personalización del poder? Si “hasta la virtud debe tener límites” (Montesquieu), ¿no debería
tenerlos el pueblo?
Nota: Tomado del escrito de Tulio Chinchilla, EL ESPECTADOR, 26 de junio de 2019, por JLV Carvajal.