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Hildegarda precede a las demás en casi un siglo, ¿cómo establecer entonces un nexo que
las una? Esto es lo que trata de resolver Zum Brunn en la introducción. Hildegarda de
Bingen es una abadesa benedictina de la alta Edad Media, mientras que las otras autoras
mencionadas son beguinas del siglo XIII y principios del XIV. El primer punto de unión
entre todas ellas es que se trata de voces femeninas capacitadas para comprender y
expresar realidades espirituales (“mejor que hombres dotados e instruidos en las cosas
del espíritu”, según expresa Lamberto de Ratisbona en La Hija de Sión, 1250). Estas
cinco mujeres dejaron constancia de poseer una densa cultura teológica y metafísica.
Sin embargo, la originalidad de sus obras reside en la integración de la doctrina en su
propia experiencia espiritual. Otro rasgo en común es la labor de reconstrucción de la
institución eclesiástica, de la Iglesia corroída por cismas y simonías, que llevan a cabo a
través de sus obras literarias, consiguiendo instaurar nuevas formas de vida cristiana.
Mientras que Hildegarda escribe aún en la lengua de la Iglesia (latín), las beguinas
toman las lenguas vulgares (flamenca, alemana y francesa) para dar voz a sus textos.
Por este motivo, las beguinas desempeñan un papel indiscutible en cuanto al acceso de
los laicos a los textos sagrados. Asimismo, junto a los trovadores y autores de canciones
de gesta, Zum Brunn afirma que se sitúan en el origen de nuestras grandes literaturas.
Tras este prolegómeno, cuya finalidad es contextualizar las cinco autoras en un marco
global, así como esbozar las características generales de la mística en la que se
adscriben Hildegarda y sus sucesoras, el texto se estructura en diez capítulos (escritos en
alternancia por Epiney-Burgard y Zum Brunn), unidos de dos en dos: el primero de
ellos se dedica a una de las autoras, entrando en los matices más específicos de su
literatura, y el siguiente comprende una breve selección de fragmentos representativos
de sus obras.
Beatriz de Nazaret (1200-1268) fue monja cisterciense. Solo dejó escrito un breve texto,
aunque ejemplar, titulado Siete maneras de amor. Durante su juventud practicó
penitencias muy duras, tratando de llevar a cabo una emulación espiritual. El deseo es el
motor de su actitud, lindando con la locura; esto no exime de la reflexión de ese deseo
amoroso, donde la razón desempeña una actitud primordial. La meta del proceso de
Beatriz es reformar la naturaleza perturbada por el pecado y recobrar la pureza de la
creación divina, esto es, un “despojamiento de todo lo que no es Dios”. La culminación
es la paz interior, que se obtiene mediante la unión de su voluntad con la voluntad
divina. En todas sus visiones están presentes los sentidos: las sensaciones táctiles, la
audición y el gusto. Su obra conforma una síntesis de su vivencia; está escrita en prosa y
el eje estructural es el amor (con un movimiento neoplatónico).
En cuanto a Hadewijch de Amberes (hacia 1240), los detalles biográficos son escasos.
Su obra estuvo olvidada hasta el siglo XIX, y en ella se da muestra de su amplia cultura.
Se mueve en un universo espiritual muy cercano al de Beatriz. Escribió poemas,
visiones y cartas. Las poesías podrían englobarse en un único poema, con variaciones
sin fin: el amor es tratado bajo aspectos diversos, presentado como una persona cuyos
atributos se alaban. Se observan muchos paralelismos con la literatura trovadoresca del
fine amour. Las visiones se remontan a su juventud y carecen de originalidad; la
conclusión que se extrae de ellas es que el amor en la fruición solo puede poseerse en el
centro de la vida en la tierra, en el exilio y la miseria. La doctrina de Hadewijch es
ejemplarista y se centra en una cuestión central: de dónde viene y adónde va el alma,
suponiendo que está en Dios desde toda la eternidad. Hay en toda su obra una
“pedagogía del tiempo”, ligada al concepto de crecimiento. Como en Beatriz, éste
también pasa por el camino del sufrimiento.
Para finalizar, Zum Brunn y Epiney-Burgard exponen una conclusión en la que se ponen
de manifiesto dos temas: “la historia perdida de la cristiandad femenina” y la
transposición, por mano de las beguinas, del amor cortés en el Amor eterno. En relación
a la primera cuestión, se habla de la ocultación (consciente) de gran parte de estas obras
femeninas debido a la extendida misoginia del período medieval, y se hace especial
hincapié en el hecho de qué es ahora, en la actualidad, cuando se debe redescubrir
aquello que quedó marginado o reprimido: “un retorno a estos valores femeninos
esenciales parece indispensable para nuestra supervivencia”. En cuanto al segundo
aspecto, es en donde cabe hablar de las místicas renano-flamencas como las mujeres
trovadoras de Dios.