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Conferencia leída por don Bosco

en la Academia Romana de los Arcades

El que tiene el alto honor de hablar en vuestra presencia, respetables señores, no es más que
un humilde sacerdote llegado a Roma, que para su gran ventura y sin mérito alguno de su
parte, fue puesto en el número de los árcades, y está encargado de leer ahora una prosa, que
pueda servir de introducción a la arcádica reunión de este Viernes Santo.

((632)) La elegancia de la palabra y la pureza del estilo, que suelen brillar en esta aula de la
ciencia, me ponen en grave aprieto, pues yo estoy acostumbrado a hablar, leer y escribir para
el pueblo, y especialmente para la juventud ayuna en letras. Sin embargo, me he animado a
aceptar la invitación, considerando que la pulida pluma de mis colegas, permítaseme este
calificativo, suplirá con creces mi insuficiencia.

Pero es menester reducir a unos puntos concretos el tema de la Pasión del


Redentor, que he de tratar, ya que es muy amplio por sí mismo. Por lo tanto, no tocaré
la parte ascética, ni la oratoria, que corresponden al púlpito sagrado; no hablaré de la
Arqueología, que dejo a las prolijas lucubraciones de los doctos; ni tampoco de los personajes
que se nombran en el relato evangélico de la Pasión del Señor, que es materia reservada a los
comentaristas bíblicos y a los escritores de Historia Eclesiástica.
Omito también todo lo que sucedió en torno al Salvador antes de su subida al Calvario y
elegiré únicamente lo que hace diecinueve siglos, poco más o menos a la misma hora que nos
tiene reunidos aquí, tuvo lugar en aquel monte de Redención. Es decir, las siete palabras
proferidas por Jesús en la Cruz. También aquí, señores, dejo de buen grado la sublimidad de
conceptos y los arranques poéticos a la erudición de mis Colegas; y yo me ceñiré a una simple
exposición histórico literaria cual me parece conviene a los oyentes, que en este venturoso
momento me honran. Si la pequeñez de mi trabajo no os proporciona motivo para aplaudir, os
prestará, no lo dudo, ocasión para ejercitar vuestra bondad y otorgarme vuestro perdón.

Después de mil malos tratos y tormentos, sometido a una despiadada flagelación, coronado
de espinas, condenado a la ignominiosa muerte de la cruz, el amabilísimo Salvador, con gran
esfuerzo, llevó a cuestas el instrumento de su suplicio hasta el Gólgota.

Gólgota o Calvario significa monte de la Calavera; y dicen algunos que es llamado así,
porque allí eran conducidos los condenados a muerte para pagar la pena de los crímenes
cometidos. Pero Tertuliano, Orígenes, san Epifanio, san Juan Crisóstomo y Agustín opinan
que aquel monte se llama Gólgota porque allí fue sepultado Adán, y por un rasgo de la divina
Providencia, se cavó el hoyo para la Cruz donde estaba su calavera, y así el autor del primer
pecado fue también el primero en ser salvado con la sangre de quien moría por la salvación
del género humano.

San Jerónimo lo expresa así en la carta a Marcela: In hoc loco et habitasse dicitur,
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et mortuus esse Adam. Unde et locus in quo crucifixus est Dominus Noster, Calvaria
appellatur, scilicet quod ibi sit primi hominis Calvaria condita, ut secundus Adam et sanguis
de cruce stillans primi Adam et iacentis protoplasti peccata dilueret.
En los libros santos estaba anunciado que el Mesías había de ser elevado en la Cruz, como
Moisés levantó la serpiente en el desierto para liberación de las mordeduras venenosas, con
que eran heridos los Hebreos (S. Juan C. III). Sicut ((633)) Moises, dice Cristo, exultavit
serpentem in deserto, ita oportet exaltari Filium hominis.

Enarbolada, pues, la cruz, elevada sobre ella la sacratísima persona de Jesús, clavado en ella
con agudísimos clavos, los soldados, los príncipes, los ancianos de los Hebreos, en lugar de
reconocer al Salvador común en Aquél, a quien habían crucificado, se dieron a hacer burla de
El y a despreciarlo de todas las maneras.

-Ha salvado a otros, iban diciendo, y no puede salvarse a sí mismo. Si es el Cristo


anunciado por Dios, descienda ahora de la cruz; si Dios lo ama, que lo libre en este momento.
Si tú eres su Hijo, baja de la cruz; si eres Rey de los judíos, sálvate a ti mismo, puesto que has
dicho que destruyes el templo de Dios y en tres días lo vuelves a levantar; pretendes salvar a
los otros y no te salvas a ti mismo.

Estos y otros insultos parecidos lanzaba el populacho contra Jesús pendiente de la cruz.
Todos los elementos de la naturaleza querían sin duda vengar los ultrajes del Creador. El
Salvador habría podido hacer caer muertos a todos los que lo ultrajaban, como cayeron
desmayados al principio de su pasión; hacer que se abriera la tierra para tragar a los vivos,
como sucedió a Datán y Abirón; hacer que se hundieran en las aguas, como en el Diluvio;
reducirlos a cenizas, como a los habitantes de Sodoma y Gomorra. Pero el tiempo en que
Jesús estuvo pendiente de la cruz, era tiempo de misericordia; por eso no respondió a tantos
insultos más que con la clemencia y el perdón y, en efecto, la primera palabra que profirió
desde la Cruz fue dirigida a su Padre Celestial, implorando misericordia para los que lo
ultrajaban:

-Padre mío, dijo El, perdona a éstos mis crucificadores porque no saben lo que hacen. Jesús
autem dicebat: Pater dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt (Lucas, C. XXIII).

El angélico santo Tomás hace aquí dos preguntas: (3.ª Parte, quest. XLVII): Utrum Christi
persecutores eum agnoverint, et utrum peccatum Christum crucifigentium fuerit gravissimum.

A la primera, si los crucificadores lo conocieron, contesta que la plana mayor, esto es los
Magnates, los Escribas, los Doctores de la ley tenían ciertamente claro conocimiento del
Salvador, pero no quisieron prestarle fe y dieron a todo la peor interpretación.

Por eso dice el Evangelio (S. Juan C. XV): Si non venissem et locutus eis non fuissem,
peccatum non haberent; nunc autem excusationem non habent de peccato suo. Además, los
altos dignatarios, versados como estaban en el conocimiento de los Libros Sagrados, debían
conocer las profecías, que se iban cumpliendo, los milagros que Jesús había obrado, las
virtudes heroicas que le distinguían; por consiguiente no podía disculparlos la ignorancia, que
era afectada; más aún, los hacía más culpables.

Respecto de la plana menor, esto es el vulgo, que no conocía ni entendía las Escrituras, era
mucho menos culpable por su ignorancia. En este sentido san Pedro compadecía a los
Hebreos diciendo:

-Yo sé que todo lo que hicisteis contra el Salvador, lo hicisteis por ignorancia, como lo
hicieron vuestros antepasados (Hechos Ap. C. III).
((634)) De esto se sigue la respuesta a la segunda pregunta, a saber, que el pecado de los
crucificadores fue gravísimo para los doctores de la Ley, gravísimo en los judíos
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de menor calidad, pero muy atenuado por su ignorancia. Por eso, el ruego de Jesús al Padre
Eterno no fue para los dignatarios, que se mostraban obstinados, sino para los humildes, para
los gentiles, que lo crucificaron, a los que la ignorancia hacía de alguna manera dignos de
disculpa.

El Venerable Beda se anticipa a santo Tomás en el mismo sentido diciendo: Pro illis rogat,
qui nescierunt quid facerent, zelum Dei habentes, sed non iuxta scientiam. Multo magis fuit
excusabile peccatum gentilium, per quorum manus crucifixus st.

Segunda palabra. Los hebreos, para cubrir de infamía al Salvador y, según la predicción del
Profeta, hartarlo de afrentas, quisieron que dos famosos delincuentes estuviesen crucificados a
su lado, para que, apareciendo igual a ellos en la pena, pensara la gente que también había
sido igual la culpa y la infamia.

Parece que, al principio, los dos ladrones insultaban al Salvador; pero uno de ellos, tocado
por la gracia de Dios, reprochó al compañero diciendo:

-»Ni siquiera temes a Dios, llevando como llevas la misma condena? Nosotros, después de
todo, pagamos la pena por nuestros delitos, y la merecemos; pero éste no ha hecho mal
alguno.

Y, volviéndose a Jesús, decía:

-íSeñor, acuérdate de mí, cuando estés en tu reino.

Jesús respondió:

-Hoy estarás conmigo en el Paraíso.

Et dicebat ad Jesum: Domine, memento mei, cum veneris in regnum tuum. Et dixit illi
Jesus: Hodie mecum eris in Paradiso 1.

Los sagrados intérpretes preguntan si, por la palabra Paraíso, debe entenderse Paraíso
terrenal, Paraíso celeste, o Limbo. La opinión común está por Paraíso celeste. Pero, si en
aquel día el Salvador no subió al Cielo, sino que bajó al Limbo, »cómo se cumplió la
promesa: Hoy estarás conmigo en el Paraiso?

El docto Hesiquio de Jerusalén interpreta el texto evangélico, añadiendo una coma después
de hodie, de modo que el sentido sería éste:

-Hoy te digo: Tú estarás conmigo en el Paraíso. Pero más sencilla es la explicación de san
Agustín, que dice haber hablado el Salvador no como hombre, sino como Dios. De modo que
hoy, en la boca de Dios, no tiene límite de tiempo. Más claro aún lo explica Santo Tomás
diciendo: Illud Verbum Domini hodie est intelligendum non de Paradiso terrestri corporeo,
sed de Paradiso spirituali, in quo esse dicuntur quicumque divina gloria perfruuntur. Unde
latro quidem cum Christo ad infernum descendit, ut cum Christo esset, quia dictum est ei:
Mecum eris in Paradiso; sed proemio in Paradiso fuit, quia ibi divinitate Christi fruebatur
sicut et alii Sancti (Parte 3.ª, Quest. 52).

((635)) Tercera palabra. El Salvador había ya concedido el perdón y asegurado el Paraíso al


buen ladrón, cuando volvió la mirada a los presentes, y sus ojos se encontraron con los de su
amadísima Madre. Habían huido todos sus parientes y amigos, habíanse dispersado los
Apóstoles. Ella sola, como mujer fuerte, acompañada de Juan, casi insensible al dolor del
afecto materno, asistía intrépida al Hijo clavado en la cruz con su corazón verdaderamente
traspasado por una punzante espada, como está escrito en el Evangelio: Et tuam ipsius
animam pertransibit gladius.

1 Quien desee noticias particulares en torno al nombre y patria del buen Ladrón, si tiene que
ser tenido por mártir o confesor, puede leer: BENEDICTO XIV, De Canoniz. Sanct. L. IV,
Parte 2.ª, C. 12, N. 10.
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Habiendo, pues, visto Jesús a su Madre y junto a Ella al discípulo predilecto, díjole a su
Madre:

-Mujer, ahí tienes a tu Hijo.

Después dijo al Discípulo:

-Ahí tienes a tu Madre.

Y desde aquel momento Juan la recibió como Madre.

Suele preguntarse por qué la Santísima Virgen es llamada aquí Mujer y no Madre.

El Crisóstomo nos enseña que María fue llamada Mujer para que no se amargara demasiado
su corazón, llamándole con el tierno nombre de Madre. San Bernardo añade que la llama
Mujer para recordarle que Ella era la Mujer fuerte, que en aquel momento con su pie
inmaculado aplastaba la cabeza de la serpiente engañadora.

San Juan cumplió fielmente el deseo de Jesús y prodigó a María los cuidados de un
verdadero hijo. La tuvo en su casa mientras vivió en Palestina, se la llevó consigo a Efeso y,
como hijo afectuoso, la asistió hasta los últimos momentos de su vida.

En san Juan la Iglesia considera a todo el género humano, de modo que la Santísima Virgen,
al recibir a san Juan como hijo, vino a ser Madre de todos los Cristianos, como nos lo enseña
san Bernardino: Qui est discipulus Christi, est etiam Virginis Filius.

Cuarta palabra. La cuarta vez que habló Cristo en la Cruz está expresada de esta manera en
san Mateo (Cap. XXVII): Et circa horam nonam clamavit Jesus voce magna dicens: Eli, Eli,
Lamma sabachtani? Estas palabras, las interpreta así el mismo Evangelio: Deus meus, Deus
meus, ut quid dereliquisti me? Dios mío, Dios mío, »por qué me has abandonado?
Estas voces son siríacas, lengua mezcla de caldeo y hebreo, que era muy hablada por los
hebreos después de su regreso de la esclavitud de Babilonia. Pero parece que no fueron
comprendidas, pues los circunstantes creyeron que llamaba a Elías pidiéndole socorro. No se
sabe con certeza quiénes eran estos circunstantes. Algunos piensan que eran romanos, los
cuales ignoraban la lengua hebrea, creían que había llamado a Elías en su auxilio. Pero es de
observar que, si los romanos ignoraban el hebreo, tampoco tenían conocimiento de Elías.
Otros son del parecer de que fueran helenistas, esto es, hebreos que vivían en Egipto, donde
estaba muy difundida la lengua griega. Estos ignoraban el hebreo ((636)) pero conocían a
Elías. Parece, sin embargo, preferible la opinión de que eran hebreos, que entendían
perfectamente el hebreo, pero fingían no entenderlo para burlarse así de Jesucristo.

En torno a esta palabra es muy oportuno notar la impía interpretación, que dan de ella
Calvino y los incrédulos modernos.

En aquel momento, dicen ellos, Cristo experimentó todas las penas de los condenados y
aquellas palabras expresan un acto de desesperación. íHorrenda blasfemia! Benedicto XIV
dice: «Si Cristo se desesperó en la cruz, »cómo pudo aplacar la ira divina, que era el fin de su
celeste misión? »Cómo pudo entonces añadir las otras afectuosas palabras al Padre Celeste,
Pater, in manus tuas commendo spiritum meum, las cuales demuestran su plena conformidad
y confianza con la voluntad del Cielo?».

De donde se concluye que las palabras del Salvador no fueron efecto de la impaciencia, ni
de la desconfianza, ni quisieron significar la humanidad abandonada por la divinidad, porque,
dice el Nacianceno: quod semel assumpsit, nunquam dimisit; tampoco indican que le faltó la
benevolencia del Eterno Padre. Aquellas palabras, por tanto, fueron dichas para indicar la
atrocidad de los dolores que padecía, en expiación de las culpas de la humanidad de las que
habíase hecho reo. íGran Dios, exclama san León, qué terribles son los efectos de tu justicia!
Si se castigan con tanto
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rigor las iniquidades en los inocentes »que será del hombre que las ha cometido y torna a
cometerlas muchas veces? (Serm. De Passione D.)

Quinta palabra. Como la primera culpa fue pecado de gula, el Divino Salvador quiso
borrarlo con el sensibilísimo sufrimiento de la sed. Y he aquí la quinta palabra de Jesucristo
en la cruz.

El Redentor, sumido en dolores, colgaba todavía de la cruz, y la sangre derramada, las


fatigas de todo género sostenidas, habían postrado su adorabilísimo cuerpo hasta experimentar
una ardorosísima sed. -Postea, dice san Juan (Cap. XIX), sciens Jesus quia omnia
consummata sunt, ut consummaretur Scriptura, dixit: Sitio. Vas ergo erat positum aceto
plenum. Illi autem spongiam plenam aceto, hyssopo circumponentes, obtulerunt ori eius.
Nicolás de Lira, hablando de esta sed, dice: Tantum laboraverat et sanguinem emiserat, quod
corpus eius erat dessiccatum et adustum, et propter hoc sitiebat supra modum.

San Agustín reconoce un misterio en la sed de Cristo. Jesús tiene sed, dice él, pero sed de
nuestra felicidad, de nuestra salvación, de nuestra bienaventuranza: Sitit gaudium vestrum. El
Nacianceno dice que Jesús tiene sed de invitarnos a nosotros a tener sed de El y a decidirnos a
amarlo: Sitit sitiri Deus. Tiene sed de nuestras almas, y querría padecer más a fin de
facilitarnos el camino de la salvación. Sitio; sitit maiora tormenta 1.
((637)) Sexta palabra. San Juan describe así la sexta vez que Jesús habló desde la Cruz:
(Cap. XIX) Cum ergo accepisset Jesus acetum, dixit: Consummatum est. Habiendo Jesús
probado el vinagre que se le ofrecía, dijo: Se ha consumado. Se ha consumado la sangre que
debía derramar para la salvación de los hombres. Se han consumado, se han cumplido las
profecías, que anunciaron mis sufrimientos. Completae sunt Scripturae, escribe san León, non
est amplius quod insaniam populi furentis expectem; nihil minus pertuli quam me passurum
esse praedixi (Serm. de Passione).

Se han cumplido las figuras, los símbolos y lo que David vaticinó respecto a mi sed y a la
amarga bebida, que se me ofrecería: Dederunt in escam meam fel et in siti mea potaverunt me
aceto.

Consummatum est. Se ha consumado la barbarie de mis perseguidores; el misterio de la


Redención del mundo se ha cumplido. Consummatum est.

Séptima palabra. Jesús Salvador, después de haber perdonado a sus enemigos, después de su
acto de misericordia con el buen ladrón, después de constituir a su augustísima Madre como
madre nuestra, después de experimentar ardorosísima sed, consumado el Misterio de la
Redención, al fin, lanzando un fuerte grito, encomendó su espíritu al Padre celeste y exclamó:
Padre mío, en tus manos entrego mi espíritu. Et clamans voce magna Jesus ait: Pater, in
manus tuas commendo Spiritum meum.Et haec dicens, expiravit (Lucas, XXVII).

Los sagrados comentaristas observan que un hombre tan exhausto de sangre, tan agotado de
fuerzas, y a punto de exhalar el último respiro, no podía, por sus facultades naturales, emitir
un grito tan fuerte; por lo cual Cornelio Alápide piensa que gritó gracias a una fuerza
sobrenatural, que le proporcionaba la Divinidad. Otros, con santo

1 Monseñor Rocca en su tratado De solemni communione Summi Pontíficis (Tom. 1) dice


que los Romanos Pontífices, cuando celebran solemnemente con su Diácono y Subdiácono,
absorben la Sangre de Jesucristo con la cánula, para representar la caña en cuyo extremo fue
colocada la esponja de vinagre ofrecido a Jesucristo mientras pendía de la Cruz.
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Tomás, afirman que Jesucristo, para demostrar que la Pasión no le quitaba violentamente el
alma, conservó la naturaleza humana en su fuerza, que por esto moría voluntariamente, como
dijo el Profeta: Oblatus est, quia ipse voluit. Pero todos convienen en que es un verdadero
milagro que un hombre agonizante haya podido gritar con voz tan fuerte.

San Buenaventura enseña que este grito es aquel del que habla san Pablo a los Hebreos:
Cum clamore magno et lacrimis offerens. Con las lágrimas demostró su humanidad, con la
fuerza de la voz demostró su divinidad. Lo mismo afirma el cardenal Ugone: Veritas
humanitatis et virtus divinitatis, ostenditur.

Por último, san Atanasio enseña que Jesús, con aquel fuerte grito, nos encomendó a todos al
Eterno Padre y nos llamó a todos para seguirle en los padecimientos, a fin de que todos
podamos algún día ir a unirnos a El en su gloria. In eo clamore omnes apud Patrem deponit. A
este propósito el angélico santo Tomás se pregunta: Si los padecimientos ((638)) que Jesús
sostuvo en su Pasión y Muerte fueron mayores que todos los padecimientos: Utrum dolor
Passionis Christi fuerit maior omnibus doloribus. Y contesta que los dolores, a los que fue
sometida la humanidad de Cristo, fueron gravísimos por todos los conceptos. Padeció mucho
por culpa de las mujeres, porque las criadas acusaron a Pedro, que después lo negó; por parte
de los hombres, los príncipes, los sacerdotes, los ancianos, el pueblo; por parte de sus mismos
familiares y amigos, pues fue traicionado por Judas, negado por Pedro, abandonado por todos
sus apóstoles; padeció en la fama por las horrendas blasfemias lanzadas contra El, en el honor
y en la gloria por las burlas y ultrajes; padeció en el cuerpo por las heridas y azotes, en la
cabeza por las espinas, en las manos y en los pies taladrados por punzantes clavos, en la cara
por las bofetadas y salivazos, hasta el punto de que no había parte de su sacratísimo cuerpo,
que no sufriese un dolor especial, como fue profetizado acerca de El: A planta pedis usque ad
verticem capitis non est in eo sanitas.

También fueron grandísimos los dolores de su alma. Sufrió una tristeza mortal que lo llevó
a sudar sangre, sufrió además por los pecados de todo el género humano: por los de los
hebreos y de los otros que, siendo el cuerpo del Salvador de forma perfectísima, también el
tacto era en El igualmente sensibilísimo y, por consiguiente, atrocísimo el dolor.

Finalmente, habiéndose sometido Jesucristo voluntariamente a aquella dolorosa Pasión para


liberar a los hombres del pecado, asumió toda su gravedad; por lo cual la pena debía ser
proporcionada al fruto, que de ella tenía que venir; por consiguiente, sus dolores no podían ser
más graves: Non est dolor sicut dolor meus.

Cuando Jesús exhaló el último suspiro, todos los elementos se estremecieron y quedaron
atónitos, como si ellos, en cierto modo, tomaran también parte en los padecimientos de su
Creador. Desapareció la clara luz del día y las tinieblas cubrieron la faz de la tierra desde el
mediodía hasta las tres de la tarde. Oscurecido el sol de esta manera, aparecieron las estrellas
como en plena noche. Et facta hora sexta, escribe san Marcos (Cap. XV), tenebrae factae sunt
per totam terram. Et obscuratus est sol (Cap. XXIII), añade san Lucas. A sexta autem hora,
dice san Mateo (Cap. XXVII) tenebrae factae sunt super universam terram usque ad horam
nonam.

Este oscurecimiento del sol ocurrió en tiempo de plenilunio; por consiguiente no podía
suceder sin un gran milagro. Pero se pregunta si aquellas tinieblas cubrieron sólo las tierras de
Judea o si rodearon y oscurecieron también todo el globo. Es opinión común que las tinieblas
cubrieran todo el globo. Tal es el sentido literal del Evangelio: Et tenebrae factae sunt in
universam terram (san Lucas).

Confirma esto san Dionisio Areopagita en su carta a san Policarpo, en la que habla
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difusamente de este oscurecimiento y dice haber ocurrido ((639)) de una manera sobrenatural,
cuando él vivía en Heliópolis, ciudad de Egipto. Es más, el mismo san Dionisio, viendo un
eclipse en un momento, en que no podía tener lugar según las leyes naturales, hubo de
exclamar: Aut Deus naturae patitur aut mundi machina dissolvitur (Brev. 9 oct.)

Más claras aún resultan las palabras de Flegontes, liberto del emperador Adriano, que habla
así en su historia: Quarto anno Olympiadis centesimae secundae, que corresponde al año de la
muerte del Redentor, magna et excelsa inter omnes, quae ante eam acciderunt, detectio solis
facta. Dies hora sexta ita in tenebrosam noctem versus, ut stellae in coelo visae sint terraeque
motus in Bithinia Niceae urbis multas aedes subvertit.
Léese también en la Historia de China que en aquel tiempo un eclipse extraordinario
obscureció el sol en aquellas lejanas tierras, de tal modo que el emperador Quamvuzio quedó
gravemente turbado (Historia de China por Adrián Gresfonio).

Estas autoridades de la Historia profana constribuyen a confirmar la afirmación de los libros


santos, que el eclipse ocurrido a la muerte del Salvador se extendió efectivamente por toda la
superficie de la tierra. Tenebrae factae sunt super universam terram (S. Mat. XXVII).

Otro prodigio público sucedió al morir Jesús con la ruptura del velo del Templo que, sin
haber sido tocado por mano de hombre alguno, se rasgó instantáneamente en dos partes de
arriba abajo. Et ecce velum templi scissum est in duas partes a summo usque deorsum (Mat.
XXVII-51).

Dos eran los velos, esto es, las grandes cortinas del templo: uno separaba el Santuario del
Santo de los Santos, que era el lugar reservado sólo para el Sumo Sacerdote que entraba en él
una sola vez al año. El otro velo separaba el Santuario, donde estaban los sacerdotes, del atrio
donde se reunía el pueblo.

El evangelio no dice si se rasgaron los dos velos o uno solo y, si fue uno sólo, cuál de ellos.
Cornelio a Lápide (Cap. 27 de san Mateo), Alejandro Natale y Calmet califican de opinión
común la de que se rasgara uno sólo y que éste fue el velo del Santo de los Santos, que solía
llamarse el velo por excelencia.

Jesucristo, dice Calmet en el comentario a la carta a los Hebreos, nos abrió en su calidad de
Sumo y gran Sacerdote el camino del Santuario a través del velo, es decir con su Pasión,
mostrando que el camino del Cielo quedó abierto por la muerte de Cristo, que las sombras de
la ley desaparecieron y que el verdadero y gran sacerdote según el orden de Melquisedec
había entrado en el interior del Templo para librar a todos los hombres de la esclavitud del
pecado (A los Hebreos, C. 10).

Al oscurecimiento del sol y al rasgarse del velo siguióse un tercer prodigio, por el que
temblaron los montes, se quebraron las ppeñas, se abrieron las tumbas y diversos muertos,
vueltos a la vida, aparecieron a muchos en la ciudad misma de Jesusalén. Et terra mota est et
petrae scissae sunt et monumenta aperta sunt; et multa corpora sanctorum qui dormierunt,
((640)) surrexerunt. Et exeuntes de monumentis post resurrectionem eius venerunt in sanctam
civitatem et apparuerunt multis (Mateo XXVII).

Se pregunta si el milagro de la resurrección de muchos se realizó sólo en Judea o también en


otras partes del mundo.

Orígenes opina que sólo en Jerusalén o cuando más en la región de Judea sucedió este
milagro; pero Baronio, Calmet y otros muchos admiten que este prodigio ocurrió también
fuera de Judea. En efecto, puesto que el Evangelio no pone límite alguno de lugar, débese
entender que tal prodigio fue general, manifestándose más ampliamente la omnipotencia de
Dios. Convalida esta afirmación el hecho de Flegontes, que vivía
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en Bitinia, y fue testigo del eclipse y del terremoto, que destruyó algunos edificios en la
ciudad de Nicea.
El grande y erudito Benedicto XIV hace alusión a un cuarto prodigio, no registrado en el
Evangelio, pero sí en la Historia profana.

Creo que no os desagradará oírlo tal como lo escribe Plutarco en el libro de la Cesación de
los Milagros. Un tal Tamos, dice él, viajaba de Egipto a Italia en una nave cargada de
mercancías y viajeros. Llegado a corta distancia de las islas Curzolares, al anochecer, se
levantó un viento impetuoso, que lanzaba la nave de acá para allá y ponía a todos en gran
peligro. De pronto se calmaron los vientos, amainó el temporal y, en medio de un profundo
silencio, se oyó una voz desconocida, que llamó dos veces a Tamos. Este no se atrevía a
dejarse ver, pero a la tercera llamada salió de entre el grupo; y entonces siguió diciendo la
voz:

-Tamos, cuando llegues al puerto de Pélade, anuncia a voz en grito que ha muerto el Gran
Pan.

Al llegar a Pélade, los vientos se calmaron de nuevo y Tamos pudo anunciar a grandes
voces la muerte del Gran Pan, es decir del Padre de todos los hombres, el autor de toda la
naturaleza. Apenas había acabado de hablar, cuando se oyeron gritos y suspiros de muchos
que lloraban aquella muerte.

Cuando llegó la noticia a Roma, el emperador Tiberio quiso oírla contar al mismo Tamos.

El susodicho Benedicto XIV cree que aquellos llantos eran gemidos de los espíritus
malignos, que veían aniquilado su poder con la muerte del Salvador.

Tillemont (nota trigésimo séptima sobre la vida de Jesucristo), el cardenal Baronio (año
trigésimo cuarto de las Crónicas), Alejandro Natale (I siglo, Cap. 1); Eusebio de Cesarea y el
cardenal Goti admiten este milagro y añaden que hechos parecidos, recogidos por la Historia
profana, tienen mucha autoridad para confirmar las verdades y los hechos de los Libros
Santos.

Así expuestos los hechos sucedidos mientras Jesús pendía de la Cruz en el Calvario, es
menester llegar a una conclusión oportuna para nosotros como cristianos y como católicos.

Como cristianos, respetables señores, no debemos olvidar nunca que Cristo Salvador
alcanzó el sublime trono de gloria a la diestra del Padre Celeste y un Nombre que está por
encima de todo nombre: ((641)) pero esto lo alcanzó con su larga, dolorosa pasión y muerte.
Si deseamos ir al Cielo a la posesión de la eterna gloria, que nos compró a tan gran precio y
que tiene preparado para todos los redimidos, debemos imitarlo en los sufrimientos de esta
tierra. Qui vult gaudere cum Christo, oportet pati cum Christo.

Y como católicos, tengamos grabado en la mente que hay un solo Dios, una sola fe, un solo
bautismo, un solo Jesucristo muerto por todos. Todos nosotros debemos, pues, poner en El
nuestra confianza, creer en El, esperar en El, pues sólo El con su pasión y muerte nos ha
hecho hijos de Dios, hermanos suyos, miembros de su mismo cuerpo, herederos de los tesoros
mismos del cielo.

Concedednos, Señor, pide la Santa Iglesia, que participando de los méritos del cuerpo y
sangre sacrificado en la Cruz, merezcamos ser contados en el número de vuestros miembros:
Ut inter eius membra numeremur, cuius corpori communicamus et sanguini (Sab. 3.ª sem. de
Cuar.).

Convertidos en miembros del Sagrado Corazón de Jesús, debemos mantenernos


estrechamente unidos a El, no en abstracto, sino en concreto, en el creer y en el obrar. Sigue
pidiendo la Iglesia que sea una sola la fe de todos los creyentes, y esta fe reine
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en nuestra mente, y sea único el espíritu de piedad, que guíe nuestros actos. Ut una sit fides
mentium et pietas actionum (Feria 5.ª post. P.).

La unidad de fe, que es el fundamento del catolicismo, la unidad en obrar el bien tan
recomedada en los Libros Sagrados, predicada por Jesucristo y por los Apóstoles, inculcada
en todos los tiempos por aquellos que el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios, es la
que en este momento me recomiendo a mí mismo y os recomiendo a vosotros, venerados
señores. Siguiendo el ejemplo de los fieles de la Iglesia primitiva, formemos también nosotros
un solo corazón, una sola alma para apartar los graves peligros, que nos rodean. Pero, así
como en tiempo de la vida mortal del Salvador, los Apóstoles se reunían a su alrededor como
centro seguro y maestro infalible; así como después de él los verdaderos creyentes para no
errar se mantuvieron estrechamente unidos a Pedro y a sus sucesores en el gobierno de la
Iglesia; así todos nosotros cerremos filas alrededor del digno sucesor de Pedro, alrededor del
grande y esforzado Vicario de Jesucristo, el fuerte e incomparable Pío IX. En toda duda, en
todo peligro acudamos a El, como al áncora de salvación, como al oráculo infalible, y nunca
olvide nadie que en este portentoso Pontífice está el fundamento, el centro de toda verdad, la
salvación del mundo. Quien recoge con El edifica para el Cielo; quien no edifica con El,
desparrama y destruye hasta dar consigo en el abismo. Qui mecum non colligit, disperdit.

Si por ventura en este momento pudiese llegar mi voz hasta ese Angel Consolador, querría
decirle: Beatísimo Padre, escuchad y acoged con agrado las palabras de un hijo pobre, pero
afectísimo a Vos. Nosotros ((642)) queremos asegurarnos el camino que nos conduzca a la
posesión de la verdadera felicidad; por eso todos nos reunimos en torno a Vos, cual Padre
amoroso y Maestro infalible.

Vuestras palabras serán la guía de nuestros pasos, la norma de nuestras acciones. Vuestros
pensamientos, vuestros escritos serán recogidos con la máxima veneración y con viva
solicitud difundidos en nuestras familias, entre nuestros parientes, entre nuestros amigos y, si
fuera posible, por todo el mundo.

Vuestras alegrías serán también las de vuestros hijos y vuestras penas y vuestras espinas
serán igualmente compartidas por nosotros. Y, así como redunda en gloria del soldado morir
en el campo de batalla por su Soberano, así será nuestro más glorioso día aquel en que
podamos dar por Vos, Beatísimo Padre, haberes y vida, porque muriendo por Vos, tenemos
una prenda segura de morir por aquel Dios, que corona los momentáneos sufrimientos de la
tierra con los eternos goces del Cielo.

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