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El tríptico del poder

Book · December 2009

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Pablo José Jaramillo


Universidad EAFIT
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EL TRÍPTICO DEL PODER

P ABLO J ARAMILLO E STRADA


Jaramillo Estrada, Pablo
El tríptico del poder / Pablo Jaramillo Estrada. -- Medellín : Fondo Editorial Univer-
sidad EAFIT, 2009.
136 p. ; 24 cm. -- (Colección académica)
Incluye bibliografía.
ISBN 978-958-720-031-7
1. Poder (Ciencias sociales) 2. Poder (Filosofía) I. Tít.
II. Serie.
303.3 cd 21 ed.
A1212656

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

EL TRÍPTICO DEL PODER

Primera edición: abril de 2009


© Pablo Jaramillo Estrada
© Fondo Editorial Universidad EAFIT
Cra.49 No. 7 sur-50 Tel. 261 95 23
www.eafit.edu.co/fondoeditorial
Email: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-720-031-7
Diseño de colección: Miguel Suárez
Imagen de carátula: Libertad bajo palabra. Natalia Correa Uribe

Editado en Medellín, Colombia


ÍNDICE

PRESENTACIÓN ........................................................ 7

LO POLÍTICO NO ES LO PÚBLICO ................................. 11


LA ILUSIÓN DEL OTRO ............................................... 17
EN BUSCA DE UN ORDEN ............................................ 21
EL ORDEN MÍTICO ..................................................... 23
LA CULPA PRIMORDIAL : T ÓTEM Y TABÚ ............................ 29
S ÍMBOLO Y MITO EN F REUD ........................................ 37
E DIPO R EY : ENTRE EL DESTINO Y LA VOLUNTAD ............ 41
EL ORDEN RELIGIOSO ................................................ 47
D EL MITO AL LOGOS .................................................. 53
LA ACADEMIA DEL DESENCANTO .................................. 55
EL ORDEN DEL MÉTODO ............................................ 63
EL ORDEN SIMBÓLICO ................................................ 79
S UJETO , CULTURA , DEMANDA ...................................... 83
EL TRÍPTICO DEL PODER ............................................ 91
E XCLUSIÓN , PODER Y DOMINACIÓN .............................. 95
LA FUERZA AGLUTINANTE ........................................... 103
UN GOCE AÚN POSIBLE ............................................... 105
EL CONTRATO ........................................................... 111
LA SINGULARIDAD ..................................................... 119
LA UNIDAD PERDIDA .................................................. 125

BIBLIOGRAFÍA ........................................................... 127


PRESENTACIÓN

El poder toca el nudo del deseo


Pierre Legendre

El poder provoca inquietud en la medida de su inabarcable complejidad:


por su motivación última, su justa medida, su proporcionalidad cambiante
en toda relación, su pretensión legitimante en discursos de toda índole,
su origen y modo de ejercicio, así como por múltiples matices a menudo
1
imperceptibles o curiosamente silenciados. Todo induce a pensar que se
trata de una realidad caleidoscópica que podría ser abordada por tantas
puertas de ingreso como elementos gravitatorios contiene o implica.
La in-adaptación básica de los individuos –unos con otros y con su
entorno– provoca la posibilidad permanente del exceso (o la franca ausen-
cia) y, con ello, un campo de fuerzas en relación donde eso que llamamos
poder, encuentra su campo.
El ideal invocado, otros tantos rostros del amo, expresiones discursivas
mutables en el tiempo, serán descritas en las páginas iniciales, observando
cómo los ideales se transforman desde la fuente primigenia en el relato
mítico, hasta el rostro excesivamente humano del representante de la sobe-
ranía, pasando por guerreros, monarcas, iniciados de toda índole, incluyendo
el amo sin rostro –la razón natural– todos ellos postulantes a mostrarnos
la senda hacia la resolución de lo trágico del destino humano.
Se trata aquí de un abordaje no marcado por el determinismo de los
acontecimientos, ni por sus ideologías respectivas; tampoco se pretende
analizar este tema desde el eterno conflicto entre facciones sociales, sien-
do más bien una puesta en escena de lo trágico del deseo, con sus efectos
inmediatos en las expresiones del poder. El fundamento último de todo
lo que se diga a continuación consiste en una idea central: el sujeto no
halla la medida exacta para adaptación alguna, lo que lo convierte en un

1
A partir de la determinación de cuatro expresiones básicas de la demanda en cualquier rela-
ción subjetiva, se analizarán algunos puntos de enlace entre el poder y lo singular del deseo.

7
2
in-adaptado por definición, obligándonos a captarlo en un movimiento
fallido hacia la unidad.
Ello obliga intentar un retrato hablado de lo humano a la manera de
los investigadores en la escena del crimen, buscando capturar la huidiza
y espectral figura del implicado. En ese trazo reconstructor saldrán a
flote elementos como la fragua simbólica del lenguaje donde el sujeto se
constituye, el juego de la demanda con el otro y la relación más o menos
lograda que de allí resulta, así como la promesa fallida de unidad, telón
de fondo de una escena marcada y definida por el trágico guión de lo in-
concluso, de lo probable apenas, de lo incierto, animado, sin embargo,
por un deseo que insiste espoleado por la pulsión –emisaria de un mandato
ajeno– y el acto que de ello pudiera resultar.
De qué estaría hecha esta unidad en los sueños de la subjetividad, se
intentará deducir luego a través de la manifestación de cuatro niveles de
la relación del sujeto y el otro, en el triple escenario de la necesidad, la
demanda y el deseo. Sabemos para qué se dan cita dos o más individuos;
la dificultad comienza cuando no se encuentra rastro seguro, un guión
capaz de mostrar cómo debería funcionar la relación, hasta dónde ir por
parte de cada uno de sus integrantes, quién aportará mayor esfuerzo
o quién se sacrificará por el bien común, si las circunstancias lo exigen.
Buscamos a tientas en las entrañas de animales ritualizados o en la vasta
extensión de los cielos sin conseguir ver más allá de ciertos vestigios
de un saber presentido, reino de la plenitud anterior a la caída en la
3
incertidumbre, y consecuentemente en la historia. El sujeto, impulsado
hacia la realización imaginaria de aquella unidad, tratará de sortear todo
límite que el otro o la cultura ponga en su camino. Esa suerte de tensión,
entre impulsos encontrados y a menudo incompatibles, –tanto hacia
afuera, como hacia adentro del escenario psíquico subjetivo– que ninguna
racionalización resuelve en definitiva, como demuestra su persistencia en
todo tiempo y en todo lugar, constituye de hecho un campo de fuerzas que
reclama un nombre: pensamos que relaciones de poder es el más adecuado.
La palabra relación es importante en la medida en que pueda ayudarnos

2
In-adaptado alude a una inadaptación estructural y por tanto irremediable, a diferencia de
la palabra des-adaptado que señala lo que alguna vez formó parte de un orden adaptativo
cualquiera.
3
Emil Cioran. La caída en el tiempo. Caracas, Monte Ávila Editores, 1985.

8
a salvar la dificultad teórica implícita en la dualidad excluyente entre el
supuesto mundo interno del individuo y la radical exterioridad del entorno.
Una mirada atenta nos revela un movimiento que enlaza ambos órdenes
en una realidad psíquica que posee sus propias reglas. Lo que por cierto
produce efectos en el abordaje del juego de poder, desarrollado en un es-
cenario de dudosa objetividad y puesto de relieve en un campo de fuerzas
irreconciliables, obstinadas en la realización de lo imposible; del lado del
sujeto, el impulso trasgresor que tiende a la plenitud imaginaria, con lo
que de mortífero implica esa persistencia. Análoga pretensión expresa la
cultura, a nombre de un discurso identitario, tratando de homogenizarlo
todo al interior de un movimiento complejo que prohíbe, al tiempo que
se constituye en promesa de goce pleno, como se verá más adelante. El
poder surge de la inadaptación estructural, del desencuentro fundamental
entre un sujeto y otro, y ambos con la cultura, que espera, aconseja o im-
pone un acuerdo. El poder no debe ser confundido con el deseo, que igual
insiste, pero tamizado por la ley; lo que implica una diferencia esencial
con el goce consustancial a aquel. En ese sentido, el poder se halla más
cercano al goce que al deseo. El poder tampoco coincide en todo con la
pulsión que en sí misma no actúa bajo ninguna intencionalidad, si bien
es la que insiste en dirección a lo imposible. Más bien lo vemos como
una reacción a lo irreconciliable, a lo irresoluble presente en la puesta en
contacto de la pulsión, el deseo y la cultura. El poder nace e instala sus
dominios en la zona de sombras donde se tornan borrosos los límites de
la subjetividad, a pesar de los buenos oficios de la retórica cultural.
Decir tríptico es decir que entre el otro y el sujeto, tres serían los
caminos a elegir en la encrucijada: la fuerza excluyente, la invocación de
un tercero investido de la autoridad suficiente para dar el toque, la medida
necesaria para una relación estable, o bien la vía de la singularidad, en la
que el sujeto elabora su historia, reinventándose, transformando cualquier
modo de relación con el otro.

9
LO POLÍTICO NO ES LO PÚBLICO

La noción de individuo corresponde a un ser suficientemente dotado con


los códigos de su especie, lo que le convierte en un ser autónomamente
dispuesto para un orden necesario en el que la duda no existe, al menos
como fundamento ontológico, pudiendo el observador aventurarse sin ma-
yor riesgo en la anticipación de su conducta. El sujeto, de modo distinto,
se halla atrapado en una condición trágica, sin duda estructural, abocado
por la pulsión inscrita en él por el otro, a buscar un objeto inexistente,
paradoja absoluta, reducción al absurdo en el origen de eso que se insinuará
con la palabra ser. Ahora bien, un trazo de negatividad primera pondrá
en marcha el devenir de una subjetividad que buscará elaborarse, darse
cuerpo en el camino de su propia existencia. Y en esa andadura se topa
necesariamente con otro, con uno o con todos, para ver la reedición de
aquella escena inicial en la que se hizo la apuesta de la unidad soñada.
Sin duda no se trata de la identidad perceptiva con un ideal perdido para
siempre, pero algo vendrá a operar en su nombre: el deseo relanzado cada
vez a su tarea en representación de una pulsión incapaz de capitalizar en
términos racionales la experiencia del fracaso del incesto.
Lo anterior nos obliga a considerar un desfase siempre presente en
toda relación, en donde algo insiste en la complementariedad al tiempo
que surge una tensión en términos del reconocimiento del lugar asumi-
do por el sujeto. En esta línea de abordaje, el poder es algo más que lo
político, al tiempo que éste no se agota en lo público.
Más allá de lo que de irresoluble hay en la relación del sujeto con el
otro, está la escena pública, agobiante y seductora, omnímoda y ausente a
la vez, espejismo de múltiples promesas. Más adelante veremos el efecto
especular que tanto embelesa al sujeto en la hermandad sin rostro del
anonimato público. Los discursos de la identidad proliferan en su seno,
prometiendo heroicas reivindicaciones a un sujeto estructuralmente
alienado, proclive a sus cantos de sirena cuya tonada insiste en un goce
aún posible.
Sin embargo, por algún motivo recurrente, el factor psíquico que aquí
se intenta describir permanece obstinadamente en el olvido. Las hipótesis

11
no faltan en el vasto escenario intelectual: la necesidad de enfrentar en
grupo las amenazantes fuerzas naturales; alianzas estratégicas en lucha por
los recursos limitados o bien los discursos sobre el carácter por naturaleza
social del hombre. Cualquiera sea la hipótesis elegida, el caso es que las
formas de convivencia se extienden en un amplio abanico fáctico, capaz
de reducir al patetismo las más elocuentes disertaciones, ocasionando
penosas dificultades a los defensores de la uniformidad, poniendo en
entredicho la convivencia anhelada por su ideal.
La historia se muestra elocuente al respecto. El deber ser no alcanza a
sostenerse en pie, abrumado por el peso de su propia idealidad. Lo natural
pareciera ser el conflicto, antes que la convivencia propuesta en el discur-
so. ¿Qué se argumenta entonces? Veamos algunas posiciones frecuentes:
cuando algún modelo social no funciona como esperan sus profetas, se
acusa a sus epígonos de incurrir en errores graves de interpretación, o bien
a sus ejecutores de caer en fallas de aplicación. Estamos en el terreno
de lo accidental, no de lo estructural, por lo que es fácil concluir que el
asunto tiene solución obviamente a través de una adecuada implantación,
a la espera de su cumplimiento cabal.
Consecuentes con su visión, atribuyen al integrante de la comunidad el
estatus de individuo. El ordenamiento no vacila en exigir la total adecuación
de aquél al modelo, privilegiando su carácter adaptativo sobre cualquier
desviación subjetiva. Así dispuestas las cosas, entramos en el terreno de la
ideología. Para ella, la convivencia será anticipable desde el ejercicio de su
rigor analítico y, por supuesto, lo más importante, políticamente controla-
ble. Sueño atractivo, pero evidentemente peligroso: el sujeto permanece
allí borrado hasta nueva orden sin acceso posible a la simbolización de una
realidad que pretende serle impuesta como absoluto ontológico, moral y
político. Se trata del orden dogmático, necesario para la ideología en su
afán de conservar lo que de hecho fluye en una complejidad a menudo
contradictoria.
En el orden dogmático, la convivencia es programada, el sentido anti-
cipado, la palabra encorsetada en una metódica que se reclama exclusiva,
el erotismo controlado sino proscrito, respondiendo al dictamen moral
–disfrazado a menudo de rigor conceptual– que le acompaña. Los errores
son sometidos a los mecanismos e instrumentos de control. De hecho,
no pueden ocultarse las diferencias de grado en las materializaciones de
estos proyectos ideológicos, que van desde los modelos totalitarios hasta

12
los más laxos en términos individuales. Sin embargo la contradicción está
expuesta al desnudo para quien quiera verla. Todo ordenamiento colectivo
provoca cierta pérdida equivalente a la reducción de lo que implica la
noción de sujeto, en términos de individualidad: esclavo, súbdito, cama-
rada o ciudadano, las diferencias nominales no son menores a la hora de
observar el desenlace.
La convivencia no es anticipable de modo absolutamente racional, ni
su sentido es susceptible de ser clausurado, pues el asunto del poder es
mucho más complejo que una simple educación adaptativa o una acción
represiva –o su denuncia, tan justa como histérica en ocasiones–. No todo
es gobernable, en el sentido de la intencionalidad manifiesta. Conviven-
cia y malestar son compañeros inseparables que provocan movimientos
pendulares entre lo fundante y la trasgresión.
El tema político no se agota en el ordenamiento jurídico, restando
aquello que moviliza estructuralmente al sujeto, quien ha sido testigo
del buen o mal funcionamiento de idéntico modelo gubernamental. Las
reformas constitucionales se esfuerzan por corregir en la letra los puntos
más visibles del desasosiego de las instituciones. Más allá del acto o la
palabra, lo significativo está en el lugar psíquico desde el que se producen
el uno o la otra. El sujeto resignifica permanentemente la realidad. Ello
equivale a desplazar, al menos, el eje de lo político de lo público a otro
lugar menos visible, menos evidente: el plano de las representaciones
simbólicas que el sujeto produce en la reinvención constante de la relación
con el otro. Aquí surge un punto crucial: el problema de la legitimidad
del gesto o, dicho de otra manera, en nombre de qué o de quién, en la
exterioridad o no, se convoca a la convivencia y se pretende ejercer poder.
¿Cómo logran las representaciones propuestas por éste posicionarse en
el plano de las representaciones de un sujeto? En este sentido, una de
las tareas del poder será hacerse creer. No hay duda sobre la pertinencia
lógica, más que moral incluso, de la pertenencia al grupo social y, en
consecuencia, de los elementos que le dan forma, más ello no autoriza
a ejercer de ilusos, ignorando que antes o después de los postulados de
toda ideología se movilizan a la manera de las placas tectónicas, las dis-
posiciones estructurales de la subjetividad.
En el terreno de lo político, confundido con lo público –lo más super-
ficial–, se suceden los intentos siempre fallidos, más no por ello menos
recurrentes, de invocar toda suerte de discursos en respaldo del gobernan-

13
te. Pero, ¿cómo explicar estas formaciones nada naturales o espontáneas?
Y más en detalle, ¿por qué el sujeto inventa un amo para que lo gobierne?
¿Es ésta una duda que resuelve el jurista? ¿Sabrá respondernos el espe-
cialista en ciencias políticas, por qué obedece un hombre y otro no, bajo
las mismas circunstancias externas y sometidos ambos a similar presión
por parte de los dispositivos de poder? ¿Podrá explicarnos los fenómenos
de masas en todas sus implicaciones? Como la pregunta sigue intacta,
habrá que buscar respuesta allí donde se encuentre.
De paso es necesario hacer alguna claridad respecto al concepto de
representación; su mención en el plano político se suele reducir a los me-
canismos electorales y a su correspondiente juego de cuotas burocráticas.
Para nosotros en cambio, la realidad –incluido lo político– es el resulta-
do del trabajo de simbolización que el sujeto hace de lo real, trabajo de
construcción de la realidad cultural que en últimas no es otra cosa que
un tejido representativo de aquello otro en definitiva innombrable. ¿La
cosa pública, qué es por fuera de aquello que le sustenta en el orden
simbólico? Lo público a lo sumo constituye un momento en el devenir del
sujeto, un modo de aparecer en la escena social, en el campo constituido
por la relación fundante de la subjetividad.
¿Qué determina este devenir? El sujeto espera hallar en el otro lo que
le hace falta. El otro hace de tapón imaginario en la representación que
de él se hace el sujeto. Aquél se convierte en promesa de certidumbre,
aval de reconocimiento, objeto de satisfacción. A partir de la constata-
ción de una carencia, que en últimas se ha de revelar en toda su crudeza
estructural, se establece la dimensión que dará un lugar a lo político en
lo psíquico, carencia que, más allá del registro imaginario de la ideología,
se revela estructural.
Paralelo al destino de aquella elaboración se establecen diferencias
concretas en la manera de asumir la falta. La estructura psíquica determina
una forma particular de relación con esa falta, marcando cierta subjetividad
en el deseo. En la escena política sobresalen dos posiciones específicas:
o bien se niega la falta, a través de la adscripción a una ideología, a un
1
discurso moral que brinda la ilusión de existir en calidad de individuo
adaptado a sus hermanos de comunidad; o bien, se reconoce la falta, en
una relación que tensa al sujeto en dirección de cierta elaboración que

1
Es indiferente si el discurso moral se reclama de izquierda o de derecha.

14
provoca la re-creación de su posición frente a esa misma falta en ser, a
condición de asumirse desde la certeza de ser un sujeto en falta. Posición
que permite huir del espejismo de la supuesta unidad entre dos. Lo sim-
bólico implica la presencia de un tercero, pero un tercero que represente
la imposibilidad de la unidad. De este modo, no tendrá que recurrir a la
violencia para preservar el modelo moral propuesto por la ideología. Así
podrá relacionarse con el sentido de manera diferente: ahora no se trata
del descubrimiento de la verdad, sino de la producción de un mundo
significante que en su enunciación misma se produce, respondiendo así a
su enunciación. Quedaría por resolver el tema del encuentro con el seme-
jante: la apuesta analítica consiste en la enunciación siempre posible de
sus paradojas. Cuando el poder, pretendiendo administrar la convivencia,
olvida esto, incurre en la pretensión fantasmática de lo imposible.
Así tiene lugar algo nefasto para la eticidad del sujeto, como es la
detención imaginaria de la realidad que no se renueva en la simboliza-
ción. El poder toma el lugar de la ley adquiriendo un rasgo perverso.
Quizás este abismo sea inevitable en el escénico intento de relacionarse
con el semejante, lo que no impide una posición ética cuyo mayor logro
será la conciencia del desencuentro estructural involucrado allí. A pesar
de la negación ideológica a enunciar lo trágico de la existencia, aún es
posible invocar una suerte de dignidad –estética al menos– capaz de
2
producir algún trazo singular en el manido asunto de la subjetividad.
En los tiempos que transcurren, aparece una posición en extremo
inconsecuente: se trata del espectro ideológico enmascarado en el discur-
so académico, para imponer desde adentro un control y una vigilancia sin
precedentes en la historia del pensamiento, simulación crítica, auténtica
exclusión enmascarada de libertad en el discurso. Una especie de moral
de la denegación, hecha para condenar al silencio lo singular del deseo.
Con el estigma de metafísico se condena el derecho del sujeto a pronun-
ciar su propia verdad estructurante, produciendo un círculo infernal, del
que no es fácil escapar, para aquel sujeto que muere de asfixia entre dos
mandatos morales aparentemente en pugna.
Esta versión académica es una nueva y tenebrosa manifestación del
poder silenciador de la ideología. Las formas de control han aprendido bien

2
Si algo alcanza a ser definido bajo la noción de subjetividad, será lo singular resultante del tra-
bajo de elaboración del deseo en el sujeto.

15
el arte del camuflaje: encarnan justamente aquello que dicen negar. El
diablo habita en los conventos, decía uno de los escritores pertenecientes
3
al movimiento francés del Grand Jeu. Señal inequívoca de la ausencia de
un trabajo que permita escapar a la repetición. Lo mejor sería intentar
para lo político un nivel por fuera de la ideología. Lo político no puede
reducirse a lo público, al código simple de las formas del dominio. Así
quedamos en manos del moralista en cualquiera de sus formas, es decir,
en el aplazamiento del imperativo ético del deseo. Lo público es un mo-
mento en el que lo político impone efectos concernientes a la colectividad.
Si lo político impide que el sujeto esté advertido del fluir del sentido,
estaremos en manos de una moral coactiva que sólo sirve a los fines de la
dominación.
Al sujeto, frente a la tragedia de lo irresoluble, tal vez le quede el
legítimo derecho a percibir –y habitar– el mundo como mejor convenga
a su propia verdad.

3
René Daumal. El monte análogo. Barcelona, Ediciones Atalanta, 1986.

16
LA ILUSIÓN DEL OTRO

Es un hecho que el otro hace presencia en una relación a todas luces


fundante de la noción misma de sujeto. Y ello tiene su historia: un día,
un organismo arriba a la existencia antecedido por el camino trazado por
el deseo de los padres, una huella marca cierto destino de algún modo
inevitable; la necesidad apremia al nuevo organismo, provocando el grito
que, en tanto es interpretado por el otro –en cumplimiento de la función
materna– como llamado de auxilio –entre otras significaciones que puede
aventurar la madre desde su estructura–, se convierte en demanda. ¿Qué es
eso que brinda la madre al que ha gritado? Cuatro dádivas primordiales,
que habrán de sumarse como otros tantos elementos de la estructura-
ción del sujeto del deseo, a saber, el alimento necesario para escapar a la
muerte, acto de resolución de la necesidad, pero en el cual ya se impone
la impronta de lo humano como tal, ya que jamás se producirá este acto
sin palabra explícita y en todo caso desde un deseo inconsciente, desen-
cadenando la transmisión del lenguaje, la propuesta de transformación del
grito en palabra, en invocación significante; simultáneamente el neonato
recibe un nombre, a través del cual se instala en el mundo del deseo de
los padres, perfectamente alienado, pero de todos modos inscrito en un
registro identificatorio inicial, suficiente para rescatarle del abismo del
anonimato; y, por último, como respuesta a la demanda se produce una
descarga de tensión propia del apremio de la necesidad.
Esta primera experiencia en cuatro registros inseparables para siem-
pre, dejarán una huella precisa en el sujeto que así se inaugura como tal,
consistente en percibir al otro materno como fuente paradigmática de la
vida, del saber, del reconocimiento, del placer. Sin ese otro no será posible
la supervivencia, ni la invocación del sentido, ni la identidad capaz de
respaldar una certidumbre mínima al ser que se abre camino, y tampoco
el placer aparejado a la descarga a partir de allí enteramente pulsional.
¿Pulsional en qué sentido? Cuando la madre, haciendo eco del grito del
infante, responde a la demanda no lo hace como el animal en cumplimiento
del mandato instintivo de la especie; sucede de modo diferente, pues
se producen ciertos efectos que habrán de perturbar la hipotética y plá-

17
cida adaptación a un orden natural: por un lado, la primera experiencia
recién descrita se perderá para siempre, siendo literalmente imposible
reencontrarla en la percepción, de donde se infiere a título inconsciente
que algo se ha perdido, dando al traste con la pretendida plenitud. Una
pieza ha de faltar para que la Unidad no sea posible en el futuro, inscrita
ya la existencia en los dominios de la temporalidad. Pero no se trata de
un movimiento autónomo del sujeto que añora el objeto perdido.
Del lado del otro materno se ha instalado en el niño una demanda
incomprensible, asignándole el lugar de ser precisamente ese objeto fálico
perdido en algún momento, demanda que le pone una cita en el reino de
la Unidad, incumplible además de terrorífica, pues: “A un tiempo que
satisface todas las necesidades del cuerpo del niño, la madre le ubica en
el lugar de su propia falta. Este apoyo (étayage) en la necesidad define
1
a la pulsión, indefinidamente lanzada a perseguir el Uno”. La pulsión
pretendiendo agotarse en un goce objetal, conmina al niño a identificarse
con aquel objeto de goce inexistente:”El deseo es asimismo, más allá de
todo cuanto puede alcanzarse, una nostalgia de aquello que ya habría sido:
esa Nada más grande que todo, que asediaba al deseo materno llamando
2
a un cuerpo que viniera a la luz”.
Por supuesto, identificarse con la Nada equivaldría a no existir, lo que
confiere el carácter mortífero al goce pulsional. El niño rechaza la signifi-
cación fálica con que su madre le identifica, demarcando en adelante un
adentro y un afuera, así como lo reprimido por oposición a lo susceptible
de advenir un día al plano de la conciencia. La situación es compleja: el
sujeto espera del otro la llave de los sueños, para descubrir que la llave es
justamente él mismo en la fantasía materna:

En cuanto el sujeto aprehende al Otro de manera religiosa, a


saber, como un ser parmenídeo, idéntico a sí mismo, se capta por
su parte como criatura privada de la amplitud del ser que, según
su concepción creacionista [resaltado de Pablo Jaramillo Estrada],
impuesta a ese Otro: es así que, en la medida en que carece del
ser que se le habría concedido si hubiera tenido un nombre, el
“yo” [“je”] de lo inconsciente, en suspenso de ser un “no yo”

1
Gérard Pommier. Qué es lo real. Buenos Aires, Nueva Visión, 2005, p.13.
2
Ibíd, p. 14.

18
[“pas je”], se vuelve hacia el Otro, lugar de su causalidad, en esta
pregunta-demanda: “Me pregunto qué deseas, te pregunto qué
soy”. Es así como el sujeto se embarca en el “¿Por qué me has
creado si tú, que eres poseedor del ser, no me has transmitido
ni el ser ni el nombre del ser?”, cuando, en su demanda, espera
3
una respuesta a su “¿por qué?”

Al no alcanzar una mínima certeza en su intento de resolver el acertijo que


le ha sido propuesto siempre por otro, queda el sujeto predispuesto a la
ficción del fantasma primero, de las estructuras de grupo más tarde, en las
que intentará otorgarse una cierta identidad, maquillando lo irresoluble.
La pintoresca ventaja que brinda el ingreso en el grupo es el permitir al
sujeto individualizarse a través del reconocimiento colectivo que facilita
el ideal, en tanto referente común.

3
Alain Didier Weill. Invocaciones. Buenos Aires, Nueva Visión, 1998, p. 11.

19
EN BUSCA DE UN ORDEN

El hombre, singular criatura consciente del carácter finito de su naturaleza,


de su experiencia en todo parcial, percibiendo un límite al que no consigue
tomarle la medida, pero puesto allí desde algún lugar otro, obstinado en
estrechar vínculos con la duración. La perspectiva de la muerte inquieta,
y esa inquietud moviliza en muchas direcciones.
La certidumbre sobre el término de su individualidad produce
efectos como la negación o al menos la indagación por el sentido de
la vida y su fin. El hombre entonces inaugura el pensar filosófico y así
su interrogar posee implicaciones; preguntar supone la posibilidad de
disentir. Cartesianamente la pregunta introduce la duda y con ésta el
1
pensar. Cuando se pregunta es porque algo escapa a la evidencia, porque
se ha provocado una inquietud, porque existe una duda que exhorta al
pensamiento y nada asegura una respuesta. La pregunta, sin embargo,
instaura la emergencia de una novedad, la promesa de una posible verdad
otra, y con ello una fisura en la pretendida Unidad. Lo insinuante de la
falta provoca una pregunta, el vértigo de la duda y, en últimas, el pen-
sar como efecto inmediato de esa fisura que establece aquel esbozo de
conciencia. El pensar entonces, como señal de incomodidad del sujeto
en la existencia, o lo que constituye su otra cara, la formulación de una
certidumbre mínima para el yo, la interrogación revela ella misma lo que
el hombre no podrá eludir de su condición.
Alguna logia de cismáticos posmodernos, contra todo pronóstico,
concibe al logos como significado expresándose en signos y, obviamente,
en una perspectiva semejante cualquier intento de explicar algo esencial
resulta próximo al absurdo, bien merecedor de su adjetivo preferido:
metafísico. Su pudor metodológico contrasta de todas maneras con su
pretensión de hacer ciencia; de tal modo que su aparente modestia deja
traslucir la vieja postura empirista que “quiere demostrar la vanidad del
2
objeto filosófico y reducir el deseo a necesidad”.

1
Idea fundamental del sistema cartesiano.
2
Alain Juranville. Lacan y la filosofía. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1992, p. 11.

21
Queda dicho: donde el deseo no es advertido, será imposible acceder a
la óptica según la cual el logos es concebido ya no como significado expre-
sándose en signos sino como acto significante, tiempo real, produciendo
el significado y el mundo. El pensar libre e irrestricto nutre la fuente de
la que brota luego la corriente que fertiliza los campos del conocimiento.
La ciencia es un momento del pensar más que un todo metodológico exclu-
yente. Ontológicamente, la pregunta sin condiciones revela los cimientos
de una estructura. Metodológicamente, las parcelas del conocimiento se
resienten cuando olvidan sus fuentes. El excesivo culto al método impli-
ca el riesgo de secar los afluentes del movimiento mismo del pensar. De
cuando en cuando debe tomarse el camino de retorno para recuperar las
claves de su crecimiento, en una suerte de arqueología de sus propios do-
minios. Éticamente, el hombre y la vida misma se encuentran amenazados
de extinción, y no es extraña la sospecha que endilga responsabilidades
al cientificismo actual.
Algo marcha mal, qué duda cabe, y ello legitima el derecho a reinte-
rrogar los presupuestos de la cultura que padecemos. Un motivo adicional
hallamos en Lyotard:

Y entonces se plantea la cuestión de ¿por qué desear, por qué lo


que es dos tiende a hacerse uno, y por qué lo que es uno tiene la
necesidad del otro? ¿Por qué la unidad se expande en la multipli-
cidad y porqué la multiplicidad depende de la unidad? ¿Por qué
la unidad se da siempre en la separación? ¿Por qué no existe la
unidad a secas, la unidad inmediata, sino siempre la mediación del
uno a través del otro? ¿Por qué la oposición que une y separa a la
vez es la dueña y señora de todo? Por eso la respuesta a “¿por qué
filosofar?” se halla en la pregunta insoslayable: ¿por qué desear?…
Hoy por hoy, si se nos pregunta por qué filosofar, siempre podremos
responder haciendo una nueva pregunta: ¿por qué desear? ¿Por qué
existe por doquier el movimiento de lo uno que busca lo otro? Y
siempre podremos decir, a falta de respuesta mejor: filosofamos
3
porque queremos, porque nos apetece.

Mientras el deseo de reencontrarse en la unidad persista, la filosofía se


hará escuchar.

3
Jean François Lyotard. ¿Por qué filosofar? Barcelona, Ediciones Atalaya, 1994, p. 99.

22
EL ORDEN MÍTICO

En el umbral de toda cultura hace eclosión el mito; en él se reúnen como


en un verdadero haz de proyecciones las formaciones del espíritu humano,
con un detalle que no se puede dejar pasar inadvertido: allí prácticamente
todo es posible, sin limitaciones explícitas a la representación simbólica.
Muchos han visto en él, de forma larvada, implícita, un molde para la in-
terpretación racional del mundo y un código político y moral consecuente.
Probablemente haya algo de verdad en esas afirmaciones, pero no debe
olvidarse, sino por el contrario, resaltarse que en el mundo inmerso en la
placenta mítica existe un espacio excepcionalmente indeterminado que
hacía posible una relación muy próxima entre el hombre y sus dioses;
palabra y cosa se anudaban imaginariamente, fecundándolo todo, en un
proceso simbólico de creación permanente.
Lo sagrado es el hilo que teje entonces la urdimbre de lo humano. Y
ahí radica el punto articular de la evolución posterior: pareciera ser que el
1
hombre no soporta vivir en lo sagrado, dedicándose a atemperar la incan-
descencia en todo tipo de moldes institucionales destinados a exorcizar
la incertidumbre consustancial a la existencia mítica.
En el tiempo mítico el hombre poseía una red de vasos comunicantes
–en la representación por supuesto– que le enraizaban al cosmos y a la
tierra misma. Plagaba el cielo de dioses antropomorfizados y los volvía a
encontrar brotando de la tierra misma. En cierto modo, él era el demiurgo
en última instancia, recreándose y recreando el mundo en el mismo gesto.
Arrebatado por fuertes sentimientos en estado prácticamente puro, el
hombre, guerrero y amante, melancolía encarnada, cuerpo surcado por
el goce, imantado por la muerte seductora, omnímoda, se lanza al cáliz
del sacrificio como vía de retorno a la fuente misma de la vida, donde
paradójicamente no podrá permanecer. Por ello, buscará apartarse de
allí, de la zona mítica. Buscará una mayor certeza, un marco más seguro
y un espacio más ordenado para su existencia. No le bastará con el relato

1
Lo sagrado, en una primera acepción, entendido como el plano cuya naturaleza es idéntica al
acto creativo.

23
mítico sobre su origen, querrá regulación para todo lo vivo; él fundaba el
mito, ahora corrige y deseará ser fundado él por un principio rector que
dé mayor consistencia y estabilidad al mundo.
El hombre ha tomado la suficiente conciencia de su ser para la muerte
y, entonces, la creación le pesará demasiado sobre sus hombros de Atlas
pagano; no se siente digno de reinar sobre las criaturas y, retirándose del
trono, piensa que se debe a un Dios que le reclama la renuncia a la potencia
creativa, a cambio de la eventual conservación de su alma en el más allá
de la muerte corporal. Hemos dicho que piensa, articulado a la fractura de
su goce. El pensar inaugura el paso del hombre a la morada del logos, de
donde al parecer no saldrá nunca más. El logos será en adelante el bastón
del hombre que se ha sacado los ojos para no tener que contemplar la
presencia devoradora de las fuentes primordiales que le hacen partícipe
de los avatares fenoménicos de la naturaleza; no desea ser cómplice de la
hecatombe permanente de los ciclos naturales, y huye a la morada del logos
a guarecerse de la atracción mortífera de la divinidad.
En adelante, será una criatura que sintiéndose culpable de su mor-
tal condición camina errante, arrastrando su ala rota de ángel caído, de
halcón extraviado, sobre la faz de la tierra, mirando en ocasiones con aire
de nostalgia, sintiéndose ajeno a la tierra pero incapaz de reencontrarse
con lo sagrado. El hombre acaba de abdicar de su voluntad de poder para
ponerse a la voluntad del poder. En su nueva fase –la del logos– el hombre
se pone en la tarea de construirse una mansión segura.
Allí comienza en realidad, la cultura puesta en escena, como pura
representación, donde el esfuerzo supremo consiste en la simbolización
de todo lo existente.
2
Ahora nos ceñiremos al punto nodal del libro de Furio Jesi, Mito, a su
problema central, es decir, el asunto de la sustancia del mito. El autor nos
alerta desde el principio sobre la imposibilidad de saber a ciencia cierta,
con la suficiente objetividad que una verdadera ciencia del mito exigiría,
lo que el mito es.
El mito es algo que hoy no podemos presuponer como inmediatamen-
te dado por la representación. Inmediatamente dada por la representación,
lo es, más bien, la mitología. Sin embargo, a pesar de tal restricción inicial

2
Furio Jesi. Mito. Barcelona, Editorial Labor, 1976.

24
–¿o quizás justamente por ello?– el abordaje del tema se quiebra de entra-
da en dos grandes vías de aproximación: quienes sostienen la existencia
del mito en tanto sustancia de orden metafísico o lógico-formal –como a
lo largo de la obra de Lévi-Strauss– y quienes la niegan ubicando las for-
maciones míticas en un registro concretamente humano que va desde la
“deficiencia mental” en autores como Max Muller, hasta una gran fuerza
figurativa de la imaginación.
Veamos en primer lugar qué caracteriza el discurso de los partidarios
de la sustancialidad del mito; ya se oyen ecos de lo que Jesi llama la “de-
recha tradicional”, siguiendo al parecer las críticas de Walter Benjamin a
las posiciones de Bachofen.
Para estos autores, la mencionada sustancia misteriosa y preciosa
subyace a la forma que presenta el mito. Por ejemplo las emociones del primi-
tivo llegaron a ser tan fuertes que se convirtieron en matriz de imágenes
divinas, primero al natural y más adelante como elemento fundacional de
la simbología iniciática de carácter clerical.
También se ha manifestado una visión o percepción instantánea: en
un instante que bien puede tener origen en las fuerzas de la naturaleza
–el trueno, el relámpago, la tormenta, etc.– aflora la idea del símbolo y se
impone como una suerte de dictado de las profundidades del ser, un ser
que piensa poseído por una intensa emoción. Otros han puesto el acento
en el símbolo nuevamente, al que envuelve el mito, dado que las formas
lingüísticas de expresión minimizan la sustancia misma del mito, atrapán-
dolo, por decirlo de algún modo en las fronteras de lo finito.
Pero esa es la virtud del símbolo: provocar el presentimiento de lo
infinito. Como puede verse para estos autores el símbolo sería la mé-
dula de una realidad objetiva que da cuenta de sí en sí misma, sin ser
referente de algo a ella externo; es una esencia propia de una especie
de significante puro, que se remite a sí mismo, o bien recurre al mito
como medio de presentación.
Por su parte, el autor neokantiano Ernst Cassirer, se toma en serio la
eventual formulación de una ciencia del mito, que si bien está inmersa
en la pura meditación filosófica, ya no es una mera exaltación de lo que
Jesi llama la “experiencia del mito”. Sin embargo, el tono sustancial se
escucha entre líneas: el mito se basa en un auto despliegue del espíritu,
a la par de otras formas simbólicas como el arte, el lenguaje y el conoci-

25
miento; demostrando el espíritu en el caso particular del mito una gran
fuerza figurativa e imaginativa. Se anticipa Cassirer a cualquier crítica de
cuño empírico, subrayando que lo que el mito ve en las estrellas no es lo
mismo que ve nuestra percepción.
Hay que recordar que, por la misma época, era frecuente ver en el
mito la prueba de una debilidad del pensar surgida de su inadecuación al
lenguaje, o contradiciendo a Cassirer, una debilidad a nivel de la percep-
ción. Mircea Eliade es quizás uno de los más aventajados por el camino
de la sustancia mítica. El mito es para él una sustancia metafísica anterior
a la mitología, simple expresión de algo que per se resiste a la pura per-
cepción. Esa sustancia metafísica posee una potencia ejemplar, reflejada o
manifestada de cualquier modo mitológico, no carentes de la objetividad
que la veracidad reclama. Sus desarrollos no carecen de belleza poética;
exalta la figura del Salvador, gracias a la cual el hombre consigue, identifi-
cándose con ella, soportar el sufrimiento que acarrea la caída en la historia,
la expulsión del paraíso de los arquetipos, la caída en la temporalidad y la
finitud desgarradora, sin que el dolor le paralice o esterilice demasiado
en el terreno de la vitalidad espiritual. Es ésta, justamente, la que nos
brinda el mito de modo generoso si nos abrimos a lo otro por excelencia;
y sólo quien lo haga será reconducido a sí mismo.
A nadie escapa, a propósito de los tiempos de Eliade, la fácil asimilación
del tiempo histórico a la vida, y del tiempo mítico a la muerte, o al menos,
a la ausencia de vida. Pero he ahí su pensamiento en sus consecuencias
más extremas: el tiempo del mito, la hora de muerte, es paradójicamente
aquella fuente de lo primordial en la que, abrevando el espíritu consigue
cruzar el puente arquetípico que uniría lo subjetivo con lo objetivo. Por la
3
misma vía transitará Carl Gustav Jung.
Ahora bien: lo que preocupa a Jesi cuando se habla de sustancia, son
ni más ni menos sus consecuencias políticas. Quien cree en ella se siente
con el derecho sagrado a ser su exegeta, decidiendo de paso qué es justo
y qué no, quién debe vivir y quién tiene que morir.
En la otra orilla, nos muestra Jesi, como alternativa a la aceptación
de la sustancialidad del mito, las tesis de aquellos que prefieren intentar
una vía explicativa. Kerényi niega que exista una sustancia extrahumana
(el mito de la derecha tradicional) que determine al hombre y su histo-

3
Se volverá sobre él más adelante.

26
ria. Ve en la producción mitológica el ejercicio de una facultad en todo
comparable a la musical y que ayuda a una ampliación de conciencia que,
de paso, considera asequible a todos, y ya no privilegio de visionarios,
exegetas o iniciados. La mitología genuina no tiene intereses políticos e
ideológicos, más allá de permitirle al hombre representarse a sí mismo a
través suyo. Ella se justifica como valiosa producción cultural, no así la
mitología sustancial que bloquea y oprime al hombre ante fuerzas sobre-
humanas que en nada le ayudan a ampliar su conciencia.
Por su parte Lévi-Strauss busca un común denominador universal
de los mitos, como objetivo central de una ciencia mitológica estructu-
ralista. Tal denominador deberá poner de relieve una zona autónoma en
existencia y significación, estructurada por normas de expresión propias
de la mitología y traducibles al lenguaje de las operaciones algebraicas.
Para Carl Gustav Jung en el inconsciente colectivo no se encuentran
contenidos específicos, sino un vacío, una oquedad, que paradójicamente
es fuente de las imágenes arquetípicas que se convierten en las guías o
normas para que el ser y lo fenoménico se organicen. En ese sentido po-
seen el carácter de lo primordial. Son modelos de lo que es engendrado
por lo que no es. Por esta vía de pensamiento, abierta por Jung, transita
el análisis del mito realizado por Joseph Campbell. Para él también el
inconsciente es un receptáculo que, a la manera del umbral, comunica
con la fuente de la sabiduría cósmica.
El héroe, figura iniciática, atraviesa por las tres fases obligatorias que
constituyen la unidad nuclear del monomito: separación, iniciación y
retorno. En la separación del mundo, el héroe se desprende de su comodi-
dad habitual, de su consciencia estrecha, de su domesticidad siguiendo una
suerte de llamado interior que le lanza a la riesgosa aventura de penetrar
en alguna fuente de poder (capaz de dañarle) para ir al encuentro de la
figura paterna, tan ambivalente, tan amenazante como digna de amor; allí
le tenemos en la fase segunda –la iniciación–, dispuesto a identificarse con
el padre justamente cuando ha demostrado su fuerza por la abdicación de
su omnipotencia. El Buda encuentra La Buena Ley, Moisés El Decálogo,
Cristo la muerte como redención, y el niño la ley de todos.
Al fin, en la última fase del monomito vemos al héroe en el instante
del retorno, del regreso a la vida para vivirla con más sentido y ayudar a
que circule la energía espiritual dentro del mundo. En su aventura, el
héroe, debe pasar por la dura prueba que le conduce a entender que él, lo

27
sagrado y lo que en principio aparecía como lo opuesto, están hechos de
idéntica sustancia. También deberá superar los resentimientos infantiles
del bien y el mal unidos a las sensaciones de bienestar y desesperación,
hasta alcanzar la “ecuanimidad del ser,” que no es otra cosa que el reflejo
en el alma del iniciado de la fuerza cósmica, que armonizando los contrarios
da cuenta de la totalidad del universo. Puede verse cómo el recorrido del
héroe tiene marcadas afinidades con la aventura del analizante. Transita
una profundidad tras otra de aquello que ignora de sí mismo, con el ana-
lista representando el papel del ayudante, del sacerdote iniciador.
Ahora bien, toda la aventura del héroe en las fases del monomito se
explica por lo siguiente: el Uno se convierte en multiplicidad por efecto
de la caída; el tiempo desgarra la eternidad y desde entonces, la tarea del
hombre es regresar al recuerdo de la forma divina. Queda claro que para
Campbell, en las figuras míticas puede apreciarse algo más que síntomas
del inconsciente; también son para él una especie particular de expresión,
en ningún caso patológicas de principios espirituales. El mito ayuda así
a escapar de la ilusión del mundo fenoménico, tan angustioso, infantil y
apasionado, a fin de poder acceder a la toma de conciencia del sustrato
del ser, de la fuente de la energía. Los dioses son simplemente símbolos
para despertar la mente y conducirla a su propia fuente.
4
Para finalizar esta breve reseña del libro de Campbell, hay que señalar
tres puntos claves de su posición:
1. Los símbolos míticos son metáforas explícitas del destino humano.
2. En el ceremonial de todas las religiones verdaderas (a diferencia de la
magia negra) de lo que en realidad se trata es reactualizar la sumisión
a lo inevitable del destino.
3. No existe al presente un sistema final para la interpretación de los
mitos, del contenido íntegro de su sabiduría.
El mito es una metáfora en la que el hombre se proyecta y se ve rea-
lizando un sueño de plenitud en lo no manifestado, en el objeto divino
que le reabsorbe, resolviendo la fatalidad de la caída, mas no como quien
huye, sino previamente declarando la sumisión a lo inevitable del destino
y atravesando sus pruebas, en particular la reconciliación con la muerte;
y por último, el mito responde a la altura de la pregunta.

4
Ibíd, pp. 101-102.

28
LA CULPA PRIMORDIAL: TÓTEM Y TABÚ

No es extraño hallar el tema de la caída en las explicaciones de orden


mítico, cosmogónico, religioso, filosófico, etc. En Occidente estamos
familiarizados con el mito cristiano de la caída de Adán y Eva, queriendo
igualar a Dios, tomando el fruto del árbol prohibido. En diversas culturas
son frecuentes los relatos mitológicos, dando cuenta de alguna falta come-
tida por sus antepasados primordiales, contrariando un dios, cayendo en
un imperdonable olvido, entreteniéndose en el camino, perdiéndose en
1
la tentación, etc. Anaximandro, citado por Freud en Tótem y tabú, encarna
esta posición prácticamente universal. La supuesta unidad primordial fue
rota por un crimen, debiendo la humanidad soportar sus consecuencias
desde entonces. El hombre intenta desesperadamente mantener esa
unidad del mundo, sueña con la adecuación perfecta entre el ser y la
representación; que su palabra produzca efectos inmediatos y directos
sobre la naturaleza; inventa la magia, y en consecuencia el animismo como
correlato de aquélla, proyectando sus pasiones, sueños y deseos en lo
inanimado –el cielo y la tierra, incluyendo a la muerte misteriosa–. Como
un verdadero Poseidón en los mares de la incertidumbre, lanza sus redes
en aguas muy profundas, que advierte primordiales en su representación
de lo que supone el origen.
La muerte ha puesto su impronta en la conciencia del hombre (según
Freud, no existe representación inconsciente de ella; según Hugo Bleis-
2
chmar en la conciencia pueden invertirse las relaciones causa-efecto. Al
hilo del único instrumento a su alcance, el lenguaje, el hombre teje ex-
plicaciones coherentes sobre una certeza que pone límite a su existencia,
sin más, resistiendo a la nominación. El hombre parece tentado a asociar
su carácter finito con una suerte de castigo por un acto cometido en los
3
umbrales del tiempo.

1
Sigmund Freud. Tótem y tabú, en: Obras completas, t. XIII. Buenos Aires, Amorrortu editores,
1980, p.155.
2
Hugo Bleischmar. La depresión: un estudio psicoanalítico. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión,
1987.
3
Paul Ricoeur. Culpa y finitud. Madrid, Editorial Taurus, 1980.

29
En la misma línea, Freud menciona en Tótem y tabú el caso de Jesu-
cristo, entregando su vida para redimir al hombre del pecado original,
restableciendo la vía de salvación, es decir, abriendo las puertas a la vida
eterna.
Allí se indaga el origen del pecado original, camino de Eleusis, hasta
el mito griego en el que los Titanes, antepasados de los hombres, dieron
muerte a Dionisos –Zagreus–. Pero, ¿contra qué puede contrastarse la
asociación de culpa y muerte? ¿Sobre qué referente se establece tal liga-
zón? La vía filosófica-religiosa daría una explicación como sigue: cuando
el hombre se descubre mortal, postula como causa de su finitud una falta
cometida, dando lugar al deseo de inmortalidad que posibilitaría el lenguaje
mismo.
Ahora bien: aquí no se resuelve la pregunta por la culpa. A lo sumo,
estamos frente al rechazo a la muerte –a su imposible representación– y el
anhelo de omnipotencia inmortal. El enrostramiento de la muerte inexo-
rable produce un corte, extrañeza, incertidumbre en los umbrales de lo
simbólico; pero, ¿por qué incluir la culpa allí como elemento clave? Para
acceder a una comprensión más profunda es necesario dar un paso más;
Freud intenta dar ese paso en Tótem y tabú, asociar la culpa a una acción
criminal que sería la responsable de que el hombre efectúe la ligazón
muerte, luego culpa y castigo. Se remonta al primer vestigio de justicia,
practicada en nombre de la llamada Ley del Talión. ¿Qué se expiaría con
la muerte sufrida sino la acción misma de dar muerte? Si se interpreta
la muerte como castigo no basta el deseo de duración para descifrar la
culpa; hace falta la correspondencia con el acto contrario, o sea el haber
dado muerte a alguien, para que la justicia del “ojo por ojo” funcione en
toda su crudeza.
En ese punto Freud percibe ecos lejanos en la palabra de sus pa-
cientes, de fantasías inconscientes para las que no encuentra origen en la
experiencia, recurriendo a la transmisión por vía filogenética. Estas fanta-
sías primordiales, con el poder de sobreponerse a las vivencias efectivas
del sujeto, son cinco: el regreso al vientre materno, la escena primaria, la
seducción por un adulto, la amenaza de castración y la novela familiar.
En el mismo texto se afirma que en el niño opera un saber difícil de
determinar, una especie de preparación para entender. Es decir, el niño
captaría los fenómenos y los acontecimientos de su experiencia a través del
cristal de estos esquemas, que operarían análogamente al saber instintivo

30
de los animales. Estos esquemas corresponderían a la herencia arcaica del
ser humano, conteniendo no sólo tendencias sino contenidos que enri-
quecerían el acopio de huellas mnémicas de lo vivido por generaciones
pasadas.
A propósito, cuando Freud estudia la participación del superyó en el
aparato psíquico –y de paso su génesis– le atribuye en principio una fuerza
que captaría de la moción pulsional rechazada, proveniente del Ello, lo
cual daría cuenta de su carácter cruel y severo, así como del estado incons-
ciente en el que ejerce su censura sobre las fantasías yoicas, igualmente
4
inconscientes. Pero más adelante, en algunos pasajes de El yo y el ello y
5
en El malestar en la cultura, habla del superyó como la “reencarnación” de
anteriores formaciones yoicas que han dejado sus sedimentos en el ello.
Y agrega que en lo más profundo del ello habitarían los ideales más altos
de la cultura.
La fuerza hiperintensa y a menudo desproporcionada del superyó
se debería a su ligazón genética con la fuerza pulsional del ello, así como
su saber sobre las fantasías originarias o esquemas atrás comentados y a
la memoria de las formaciones yoicas, ya mencionadas hace pocas líneas.
6
Un superyó que prohíbe, exhorta y protege a la vez. Esto ayudaría a
comprender el porqué de dos fenómenos corrientes del psiquismo
humano: la desproporción entre el ser real y la representación culposa
que se hace el sujeto de sí mismo; y el carácter fundante de una culpa
imaginaria sin antecedente temporal en la experiencia (caso de la relación
7
culpa-agresión).
Con estos elementos como punto de partida, se dedica Freud a buscar
en la literatura antropológica rastros de aquel crimen primordial llevado a
cabo en los umbrales de la cultura –tales acontecimientos son el embrión
mismo de la cultura, no sólo histórica sino estructuralmente–. Lee a Frazer,
Wundt, Atkinson, Darwin entre otros, re-construyendo un mito –todo

4
Sigmund Freud. El yo y el ello. en: Obras completas, t. XIX, Buenos Aires, Amorrortu editores,
1979.
5
Sigmund Freud. El malestar en la cultura, en: Obras completas, t. XXI. Buenos Aires, Amorrortu
editores, 1996.
6
Juan David Nasio. Enseñanza de siete conceptos cruciales del psicoanálisis. Buenos Aires, Editorial
Gedisa, 1993.
7
Hugo Bleischmar. La depresión: un estudio psicoanalítico. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión,
1987.

31
origen es mítico– como el que se narra a continuación: En el “principio”,
los hombres estarían agrupados en hordas primitivas. El llamado “padre”
de esa horda tribal se habría gozado a viva fuerza de las mujeres del grupo,
despertando en los llamados “hermanos” un sentimiento ambivalente
respecto de aquel padre terrible, omnipotente, ilimitado en su goce. Por
un lado, sienten amor y admiración por su figura y condición de extrema
fortaleza, capaz de brindar protección a la comunidad. (Subrayemos la
ligazón existente entre amor y protección que jugará importante papel
a la hora de resolver el complejo de Edipo, así como elemento clave en
la irrupción de la conciencia ética).
Por el otro lado, en esos hermanos surge un odio visceral por aquel
amo que les impide el acceso al placer que brindarían las mujeres, expul-
sando de la horda o castrando a aquellos que cedan a la tentación. Este
odio se convierte en la motivación suficiente para el paso a la acción letal:
el parricidio. Los hermanos se unen (gesto social) para lograr lo que por
separado no podrían: dar muerte al padre, descargando el odio con ello,
al tiempo que se librarían del yugo paterno.
Pero ocurre que la agresión y el acto fracasan en su objetivo final, un
tanto velado en principio. Esta hazaña, memorable y criminal, no conduce
a ninguno de los hermanos a ocupar el lugar del padre. Ya se observa la
dificultad que va a permanecer allí donde la comunidad humana exista:
el grupo, la cultura, plantean unos ideales de unidad que se consiguen
siempre y cuando el sujeto renuncie a su sueño de gozosa omnipotencia.
El fracaso, entonces, fue seguido del arrepentimiento, el anhelo de
reparación de la falta. El afecto experimentado hacia el padre, por lo
que de admirable y protector poseía, revive una vez descargado el odio
parricida, dando lugar a la nostalgia de su figura. El fracaso del objetivo
del parricidio provoca el arrepentimiento, añoranza del padre muerto,
admirado y protector. La acción letal se revela en toda su inutilidad. Le
sigue una reacción que toma forma de conciencia moral, presta a facturar
al yo con la dimensión culposa que ya nunca podrá ser superada; y que una
vez puesta en acto impulsa la fundación del totemismo y, su correlato, el
tabú, como medio de inhibir los impulsos del incesto y del parricidio.
Naturalmente, su violación traerá consigo un intenso sentimiento
de culpa, consciente en este caso. Al arrepentimiento sigue un intento de
reconciliación, que comienza con la instauración del tótem puesto allí en
nombre del padre muerto como símbolo de las dos prohibiciones funda-

32
cionales, materializadas ahora en la renuncia a comer el animal totémico,
además de evitar el tráfico sexual con las mujeres del mismo clan, punto
de partida de la exogamia como factor de regulación de las relaciones de
parentesco. El muerto, por su parte, se volvió más fuerte de lo que era en
vida. Lo acaparado en vida –y que condujo a su asesinato– los hermanos
se lo prohíben ahora, dando lugar a una obediencia con efecto retardado.
Con el tótem se intentaba la reconciliación con el muerto, para recuperar
su indulgencia y amparo aparte de apaciguar el fuerte sentimiento de
culpa, surgido entre los hermanos.
El sistema totémico era una especie de contrato con el padre, honrar
su vida, no dar muerte al animal totémico –no repetir la hazaña– a cambio
de su amparo y protección. Así se busca apaciguar las furias del padre,
siempre latentes en su posible regreso. El arrepentimiento con base en
el desamparo y la pérdida amorosa busca sistemas de reconciliación sim-
bolizados por el tótem y el tabú, realizar la ligazón entre conciencia de
culpa y evocación reparadora de la figura del padre muerto, así como la
obediencia a posteriori que allí nace. Pero ahí no termina el asunto. Vimos
que el parricidio no brindó los resultados esperados; ninguno consiguió
ocupar el lugar del padre. Aparte de ello, el hombre efectúa en ese instante
su primera operación teórica: la creación de los espíritus, fundamento
del animismo, a través de la contemplación del cadáver, el padre podía
retornar en espíritu ávido de venganza.
Desde estos cimientos se sigue la imposibilidad de ocupar el lugar del
padre y la potencial fuerza retaliativa de éste. En relación con el regreso
del espíritu del padre ancestral, se crea una fiesta sacrificial, en la que los
hermanos se unían para entregarse a un exceso permitido a todos por igual,
a la violación solemne de una prohibición. Para Freud, el contenido de este
ceremonial tiene varias caras: se repite la muerte del padre asegurándose
su no regreso; se incorpora en comunidad su “carne” (símbolo de sus dotes
y cualidades) ingiriendo lo mejor de su fuerza, la que, en tanto compartida
en la cena ritual estrecha los vínculos de la comunidad y permite a los in-
dividuos elevarse sobre sus intereses particulares, destacando la afinidad
entre ellos y la divinidad.
Se habla de divinidad en este pasaje; el padre ha retornado huma-
nizado de su tránsito por la figura animal del totemismo primitivo. Un
Dios es una especie de padre sacralizado, por la sensación de fracaso de
los parricidas, que a su vez lo añoran.

33
Por esta vía, arribamos a la religión, solución propuesta a la conciencia
de culpa por el acto que funda la cultura y que, lejos de repararse, se em-
peña en el cobro de su deuda simbólica, causando pena a todo lo surgido
desde allí. El padre ha sido comido en su aspecto animal y divinizado en
su forma humana. Esto se refuerza y complementa en el otro obstáculo
–la imposibilidad de ocupar el lugar del padre, tras el crimen–, veamos
qué desenlace provoca.
Los hermanos tratan a través del contrato totémico, en sus dos caras
–tótem y exogamia– de resolver sus diferencias potenciales, naciendo un
nuevo precepto, más social que religioso: “no matar al hermano”, convertir
la rivalidad en colaboración y convivencia; pero ese, el espejismo demo-
crático, no pudo sostenerse; ciertos individuos de nuevo se destacaron en
algún aspecto y fueron idealizados por el grupo, que los ubicaba de alguna
manera en el lugar ideal del padre muerto. En estos pasajes se insinúan
desarrollos freudianos que acuerdan con el pensamiento hobbesiano, una
visión del hombre, centrada en el egoísmo, en el imperativo básico de su
irrestricta satisfacción.
Si la sociedad y la conciencia de culpa empezaran con una acción cri-
minal, consciente y premeditada, nada nos autoriza a pensar que la rivalidad
originaria cesaría. De nuevo se destacaron individuos que se convirtieron
en reyes similares a dioses –sus representantes legítimos– que transfieren
al Estado el sistema patriarcal.
La autoridad más vertical permanece como venganza por el asesinato
del padre. Dioses y reyes son en consecuencia formaciones substitutivas
del padre, que encontrarán su fuerza y ascendencia sobre la comunidad
en la necesidad de reparar la conciencia de culpa, a la cual colaborarían
en nombre del padre. Sobre ellos recae una gran fuerza invocativa, en
particular en la figura del rey catalizador de las fuerzas de la naturaleza,
de los dioses (el padre) y de su propio pueblo. El padre retorna como
figura humana divinizada para poner el sello sagrado a la constitución
de las religiones; y como catalizador humano de las fuerzas en principio
incontrolables, en la persona del rey, complementando el lazo social con
su presencia invocante.
Esta figura del rey reforzará la estructura social basada en las pro-
hibiciones máximas de toda cultura: la ley de prohibición del incesto y
la de matar al otro (padre, hermano). La conciencia de culpa, entonces,
es fuente más o menos directa de las religiones, los sistemas morales, la

34
ética, las jerarquías de autoridad y los sistemas de gobierno, de los hilos
que concretan el tejido social, en una palabra, de la cultura. La culpa pri-
mordial seguirá siendo expiada por la humanidad, en el carácter displacen-
tero consecuencia de la renuncia obligada en recuerdo ejemplar de aquel
suceso fundacional de la cultura.

35
SÍMBOLO Y MITO EN FREUD

En relación con el símbolo se aprecian posturas que van de un extremo a


otro, tanto en la literatura psicoanalítica como en la misma obra freudiana.
La relación significante-significado aparece más o menos equívoca en di-
versos pasajes. Freud en algún momento enfatiza una relación unívoca, en
una trascripción literal, que permitiría una especie de traducción constante,
conocida como relación simbólica. Y se sabe que el asunto no es tan sencillo;
el lenguaje simbólico no denota algo concreto y no remite a un referente
único que le agote y explique totalmente.
Autores como Anna Freud contribuyen al malentendido: “Los símbo-
los son relaciones constantes y universalmente válidas entre determinados
contenidos del ello y particulares representaciones conscientes de palabras
1
o cosas”. También Ernest Jones se vio sobrepasado por la imposible tarea
de hacer coincidir miles de símbolos con un puñado de contenidos, por
lo general de tipo sexual.
Ahora bien, en psicoanálisis –esto es lo más determinante– para que
un elemento del contenido manifiesto sea considerado como símbolo, es
necesario que lo simbolizado esté reprimido, es decir, sea inconsciente.
Y esto abre una idea del símbolo mucho menos literalizante. Si revisamos
2
el esquema del Proyecto de una psicología científica, vemos que Freud hace
depender el nacimiento de la comunicación humana, en buena medida,
de las satisfacciones o descargas obligadas de la necesidad.
El llanto –por ejemplo– produce una alteración interna generadora de
una acción que, a su vez, convoca una respuesta exterior, originando una
nueva relación con el entorno. Pero no toda esa tensión o energía interna
se muestra en el exterior; parte de la misma sigue en los circuitos internos
creando conexiones que, aun sin ser reconocidas por el individuo, van a
influir incluso después de mucho tiempo. De esta naturaleza son, por
ejemplo, las relaciones existentes entre ciertas experiencias o impresiones

1
Anna Freud. El yo y los mecanismos de defensa. Buenos Aires, Paidós, 1983, p. 25.
2
Freud, Sigmund. Proyecto de una psicología científica, en: Obras completas, t. III. Buenos Aires,
Amorrortu editores, 1980.

37
originales vividas –real o fantasmáticamente– por el niño y los recuerdos
modificados que quedan de ellas, llamados “recuerdos encubridores”. Su
relación es, en palabras de Freud, simbólica, cuando aquí no hay ninguna
ligazón unívoca, sino que el proceso de simbolización aparece, más bien,
cercano a un proceso de elaboración primaria de ciertas experiencias
emotivas.
Igual puede verse, en el caso de la neurosis obsesiva, cuando Freud
habla de la oculta relación entre el elemento auténtico, generador de la
obsesión y el sustituto que aparece en el síntoma. Tal relación también
es explicitada como simbólica, aun obedeciendo a un desplazamiento
que podría haber enlazado infinidad de términos diferentes. Se aprecia
pues, que en Freud, existe la intención de tratar el símbolo como una
determinada elaboración muy próxima al proceso primario y diferenciar-
la de cualquier modificación consciente. Así se salva del reduccionismo
del símbolo a la dudosa existencia universal de un código inconsciente,
compuesto por unas pocas representaciones sexuales reprimidas. La idea
consiste en que el símbolo se presta evidentemente a la asociación pero
3
nunca a la traducción literal.
También merece una mirada, si bien breve por ahora, Paul Ricoeur,
quien igualmente se ocupa del símbolo considerándolo fundacional de la
conciencia del yo, la cual, antes de tener un lenguaje abstracto, se forma a
base de simbolismo. Lo simbólico es una forma de elaborar, más primitiva
que el lenguaje, que está en la base no sólo de los mitos, sino de otras
muchas realidades humanas culturales. No hay traducción constante para
lo simbólico o, lo que es lo mismo, el símbolo nos transmite el sentido en
la transparencia opaca del enigma y no por vía de traducción.
Para Ricoeur, en el símbolo confluyen dos funciones contrapuestas
que generan su radical ambivalencia: por un lado, se trata de descubrir y,
por otro, de ocultar los objetivos de nuestras pulsiones. De esta transacción
nace el símbolo que, por lo mismo, aparece realmente cercano al concepto
de sublimación y al trabajo del sueño y la cultura. Hecha esta somera in-
troducción al carácter del símbolo y, si aceptamos la definición del “mito
como un símbolo en forma de relato”, podemos ahora circunscribirnos un
poco más de cerca a lo que el mito expresa y su modo de funcionar.

3
Ver la teoría estructuralista del signo lingüístico en De Saussure, en primera instancia. Tam-
bién la idea lacaniana del inconsciente estructurado como un lenguaje.

38
Tras las primeras interpretaciones dadas al mito por el evolucionismo
cultural, muchas de ellas bastante ingenuas, es el psicoanálisis el método
que va a aportar mayor horizonte en la comprensión de lo mítico. Visio-
nes anteriores consideraban el mito como un modo de razonar primitivo,
imperfecto, propio de los orígenes de la humanidad.
Según Freud, en el mito se expresan colectivamente contenidos si-
milares a los que el individuo expresa en el sueño. Son contenidos, en
este caso, no plenamente conscientes, aunque tampoco absolutamente
inconscientes. De alguna manera develan y, al mismo tiempo, ocultan
nuestros deseos más íntimos. Esta asociación sueño-mito influirá en el tipo
de interpretaciones que se ofrecen de ambos fenómenos. Es así como el
contenido manifiesto onírico vendría a ser el relato del mito, y el contenido
latente, el trasfondo pulsional que hay que descubrir y que permite que
sea aceptado socialmente ese discurso como interesante. Entre ambos
contenidos se encuentran los procesos inconscientes descubiertos por
Freud: condensación, desplazamiento, elaboración secundaria o cuidado
de la representatividad, transformación en lo contrario.
Para interpretar el mito habrá que seguir los procesos indicados. En
el caso del sueño se pueden rastrear con base en la asociación libre del
soñante; en el caso del mito, de hecho, esa asociación se ve sustituida
por el análisis de las variantes de ese mito o de otros, la asociación libre
de quien lo relata, la etimología de las palabras, las asociaciones entre los
significantes, etc.
La relación entre mito y verdad histórica es también importante;
el mito como deformación de la verdad histórica, o como un núcleo de
ella, que es posible reconstruir con la técnica y la teoría psicoanalítica,
como un sueño, un acto fallido, un recuerdo encubridor, una fantasía o
un síntoma. Puede leerse al respecto en Jean Laplanche: “[…] de todos
modos, se trata para Freud de una historia objetiva: la de la humanidad;
historia enmascarada, especialmente por los procedimientos que del
mismo modo operan en el sueño; en particular, está a menudo invertida.
Pero existiría, además, un proceso distinto a estas modificaciones de la
historia en el mito; habría superposición [y es allí donde interviene el
segundo elemento], sobre este núcleo histórico del mito, de elementos
llamados simbólicos o simbólico- fantasmáticos. El simbolismo sería, en
suma, segundo […] según Freud, este simbolismo, por evidente que sea,
vendrá más bien a enmascarar el núcleo histórico original, haciendo apare-

39
cer la conquista del fuego como una conquista libidinal, en tanto ella sería,
4
históricamente, una conquista en detrimento mismo de la pulsión”.

4
Jean Laplanche. Sublimación. Problemáticas III. Buenos Aires, Amorrortu editores, 1987.

40
EDIPO REY: ENTRE EL DESTINO
Y LA VOLUNTAD

En la tragedia Edipo Rey de Sófocles, es posible observar como, más allá


del relato de unos acontecimientos que dan a la obra un carácter literario,
se sugiere una suerte de paradigma visionario sobre aquellos elementos
partícipes en la estructuración de eso que denominamos lo humano. La for-
ma en que son representados allí –en el escenario trágico–, este pequeño
número de personajes, revela más luz sobre la naturaleza del sujeto que
toda la agitación posterior de la búsqueda contemporánea por explicarse
a sí mismo.
Algunos elementos estructurales que sugiere la tragedia son los si-
guientes: como punto de partida Layo desea escapar a su destino. Destino
que en una primera acepción consistirá en el diseño de un camino, de un
devenir del ser donde es irremediable que el sujeto se pregunte por su
origen, en un intento por darse ser en el hilo de su interrogación.
Ahora bien, no es claro en principio el grado de participación que se
tiene en ese trazado. Ya con Layo aparece el dilema de querer escapar a
él. Su destino no es él quien lo ha elegido; es el oráculo, una voz que se
pronuncia, quien traza aquello qué será su vida. Layo se resiste, no desea
recibir la muerte de manos de su propio hijo; no quiere dar lugar a la puesta
en escena de otro elemento importante, la renuncia a la omnipotencia del
yo personal, de espaldas al otro, al semejante quien, en tanto en relación con
él, le daría la ocasión de emerger como sujeto, como parlêtre (ser hablante)
justamente. Layo viola esta ley fundamental por la implicación de muerte
que en ella existe; se ubica él mismo en el lugar de la ley simbólica que, en
esencia, si bien por momentos se encarna en el sujeto que la agencia, es
propia de la cultura, del lenguaje, de lo simbólico y no de los individuos.
Layo pretende afianzarse en una postura que reta los designios de su cul-
tura, que allí se expresa simbólicamente a través del oráculo del dios de
Delfos. Y al tratar de escapar, paradójicamente se ubica imaginariamente
en el lugar de la ley. Busca evadir las reglas de juego, cayendo en la doble
fatalidad de la trasgresión y de la realización ineludible de aquello tan
temido.

41
En síntesis, podríamos afirmar que el destino posee aquí una doble
faz: una simbólica, trazada por la cultura con su designio ineludible y otra
cara, la imaginaria, que sería aquello que el individuo desea hacer con su
existencia; Layo se destina imaginariamente a escapar al otro destino, el
que le asigna el oráculo. Esa es su falta, su engaño, la que marca el camino
de Edipo. Con la resistencia a la pérdida por su muerte a manos del hijo
–símbolo no gratuitamente utilizado allí– sin saberlo, arroja fuera de sí lo
que más teme, para que allí, en su exterioridad, tome cuerpo y se realice
inexorablemente.
En suma, el personaje quiere cimentar otro destino que imagina menos
gravoso pero inevitablemente realiza –sin saberlo– de manera equívoca, el
destino que la voz vertical del dios le ha asignado. No desea aceptar una
pérdida que de todos modos se le impone, siendo despojado del trono y de
la vida por quien estaba señalado para el efecto. Y en este punto conecta-
mos con elementos como la verdad y el ser. En Grecia, en particular en el
mundo presocrático, se insinúa una idea de la verdad bastante particular
y, en nuestro caso, bastante cercana a la visión psicoanalítica: la verdad
es el ser que en su propia búsqueda se constituye; lejos de la concepción
moderna (cartesiana) según la cual aquélla deberá hacer coincidir al máxi-
mo su enunciado con la realidad de las cosas que pretende representar.
En Grecia, ser es buscar la verdad de sí, por un camino que avanza hacia
el origen realizando el destino fundamental: encuéntrate allí donde ya
no estés.
Este extraño equívoco da cuenta de otro elemento clave: la verdad
del ser surge paradójicamente a través de repetidos errores, como lo de-
muestra Edipo con todos sus actos y acusaciones que finalizan convirtién-
dole en un vidente allí donde ya no ve. Recuérdese la expresión de Freud,
siguiendo a Janet, según la cual cuando se está ciego en la conciencia, se
ve en lo inconsciente. Como Tiresias, el vidente, no coincidencialmente
ciego. Es dramático, azaroso, trágico en verdad, ver cómo el camino, es-
cogido imaginariamente para escapar de la fatalidad de la carencia de ser,
se encuentra literalmente plagado de equívocos que obedientes preparan
–como puntos de purísima inflexión– el advenimiento de la puesta en
escena de la verdad articulante del ser. Que una verdad sea el resultado
de una cadena de errores, será algo ahora menos contradictorio. El sentido
de una verdad concebida en estos términos, poco tiene que ver con la
idea posterior de la verdad como correspondencia de la representación

42
y la realidad en Aristóteles, o de la res-pensante con la res-extensa en
Descartes.
En los autores presocráticos, la verdad se halla situada en una indiso-
luble e indivisible relación de inmediatez con el ser, en tanto una misma
búsqueda de realización los anuda en un mutuo destinarse. El ser y el
pensar aún no han dividido sus territorios, pero están a punto de hacerlo
como señala Jesi, a causa del ingreso del logos como “director de la es-
cena” del pensar. El problema humano no es aún el conocimiento de la
naturaleza fenoménica, permaneciendo como asunto central la pregunta
por la esencia de una existencia no exenta de la incertidumbre que suscita
la sensación de no saber en verdad quién soy.
La pregunta por la verdad o por el ser en la Grecia presocrática, indi-
caba la pregunta fundamental por el origen mismo de todo lo existente,
una visión con raíces profundas en el mito. Se buscaba develar los secretos
de lo existente mediante una actividad que justamente realizaba el ser en
su devenir pensante e intuitivo a la vez, creador en suma de un universo
en expansión, acompasada por los ritmos del ser así puesto en acto. No
se trataba –como ocurrirá más adelante– de precisar las leyes particulares
de relación entre los fenómenos en un intento, si bien impotente ante la
esencia en sí –que devendrá asunto de la metafísica–, fecundo sin embargo
en la vía del dominio que el hombre siempre quiso consolidar sobre la
naturaleza, en esa especie de revancha –por decirlo así– contra aquello
que, como la tragedia toda lo indica, escapaba a su control consciente: el
destinarse de su propio ser.
Retornando a Edipo Rey, es conveniente analizar otros elementos. Por
ejemplo, la relación de Edipo con su verdad. La presencia de la peste,
del mal podría decirse, el desmoronamiento de toda ley, son el germen
de una inquietud, de una búsqueda de soluciones que inician un cami-
no que conduce invariablemente a lo mismo: la culpabilidad sin tacha,
completamente involuntaria en el hilo textual de la narración –principal
argumento que como lectores hermanados por la tragedia de vivir, usamos
como cómplices en la defensa del personaje central–.
Esa inquietud, esa duda, esa remoción de escombros, posee otra
característica: Edipo niega, casi de manera sistemática, cada revelación
de la verdad que le es enunciada. Se irrita y maldice acusando a quien
advierte –de cierta manera con fundamento– como conspirador –si no de
su trono, como imagina– sí del presunto poder sobre su destino. Su verdad

43
sólo es re-conocida en la medida en que él mismo re-construye la historia
de su destinarse trayendo de nuevo a escena los personajes que antaño
supieron –antes que él– qué ocurría con su vida. Y sólo en la medida en
que ese re-conocimiento y esa re-construcción es llevada a término por el
propio Edipo, cuando él mismo une las piezas del rompecabezas, la verdad
de su origen adquiere poder efectivo sobre la trama: ahí sobrevienen las
muertes de Yocasta, los ojos que pierden la luz justo ahora que sabe de
sí, el abandono del trono paralelo a la resistencia a dejarlo –como Layo lo
hiciera un día– y así sucesivamente.
Un elemento como éste, ¿qué repercusiones tendrá, por ejemplo, en
disciplinas como la psicología o la pedagogía? ¿Qué consecuencias episte-
mológicas tiene frente al acto presumible de la transmisión de la verdad?
Es patético el mito de Edipo cuando no se trabaja en la elaboración de la
falta de ser, se procura taponar la falta con un acto exterior: Layo manda
a matar, Edipo acusa, Yocasta ruega por el silencio encubridor, por el fin
de la duda y la indagación. Sin embargo, una verdad dolorosa pero firme
se perfila: una idea particular de libertad trata de afirmarse; Edipo, en el
centro de su realización trágica sabe de sí, despojándose de toda ilusión.
El devenir consciente de sí, paradójicamente, libera, restando terre-
nos a la estereotipia, ganándolos en nombre de la voluntad de elección.
El griego llamado presocrático vivía sorprendido en medio de su acto; de
su actuación podría decirse. ¿Qué actuación? La puesta en escena de un
acontecer que, buscando descifrar el enigma de su existencia, se encontraba
realizándose. La búsqueda aparece aquí como encuentro y realización, más
allá del aparente contrasentido de los términos.
La historia trágica era la historia de una inmanencia que, a fuerza
de frisarse a sí misma, proyectaba en su cielo una constelación de dio-
ses inconcebibles fuera de su imbricación en lo más específicamente
humano. Para ellos la existencia era una presencia que acuciaba, que se
imponía desde el pozo sin fondo de sus orígenes. El mito era la voz que
daba forma a aquel pronunciamiento emergente de la hondura abisal: el
lugar indeterminable del origen. Lo verdadero radicaba en los dictados
reveladores de aquellas voces míticas. La indagación permanecía intacta,
preservando toda su fuerza creativa, su poder de asombro. Y en esa re-
lación de inmediatez, veían aflorar aquellas dolorosas coordenadas de lo
humano. El hombre se mueve, actúa, se interroga por lo existente, porque
se encuentra apartado de la verdad, de la unidad perdida. No sabe lo

44
que le espera tras el velo de la muerte. No sabe de qué están hechas las
cosas que le circundan ni su propio cuerpo. No sabe qué sentido posee
su existencia –y si posee alguno– ni a qué designios de qué enigmática
inteligencia obedece el acontecer del universo.
A todo eso, el hombre le asigna un nombre. Pero la palabra no es eso,
no es la cosa en sí. Es posible pensar una época en que el lenguaje era más
libre en el sentido del hombre antiguo –presocrático– que se permitía
ser arrastrado por el torrente precipitado de la palabra. Luego la palabra
fue codificada, convertida en concepto, fiel a un método calculado de
exploración-construcción de la realidad.
¿Por qué este giro al fin del cual adviene la ciencia como método,
como vía específica de aproximación al mundo? No podemos responder-
lo tan de prisa; podríamos por ejemplo lanzar una hipótesis: el hombre
teme la presencia implacable de la indeterminación y la incertidumbre,
inherente a su relación con lo existente, incluyendo la destinación de su
propia vida. Cuando hablamos de Edipo, vimos un hombre descarnado, a
merced del lenguaje (oráculo), determinación exterior que, de retorno,
por oposición, lo sume en la indeterminación y la incertidumbre. Le es
propuesto por el lenguaje un juego que vimos paradójico: dejarse ir, de-
jarse arrastrar, perderse en el fluir azaroso del lenguaje, de la palabra más
precisamente, como condición sine quan non de acceso a la verdad de sí.
Se trata de un juego paradojal, que escinde al sujeto antes de restituirle
la libre conciencia de sí. Y este juego, a causa del componente de renun-
cia sobre el dominio de la palabra y su presentación de lo existente, es
terrorífico para un sujeto que se sueña amo de la palabra.
Retornando al punto de la relación de inmediatez con el mundo
presente en los griegos trágicos, advertimos allí un doble movimiento. El
mito era una creación del hombre con base en su presentimiento intuitivo
de los orígenes, y como tal, entre ambos existía una línea de continuidad
que les nutría mutuamente. El mito echaba raíces en lo por esencia in-
nombrable –la cosa, lo real–. Al menos eso pensaba el hombre de entonces,
lo que para aquel tiempo, era lo único real. Entre la cosa y el hombre se
tendía la tela de araña tejida al hilo de la palabra, con su doble juego de
presencia y ocultamiento. No se esperaba el veredicto de un tercero en
posesión de la clave lógica, experimental, ni mucho menos matemática.
En el descampado del asombro, el pensamiento se bastaba a sí mismo.

45
Ahora bien: ese juego del pensar mítico y poético, aparte de la propues-
ta de arriesgar la carta de la renuncia al dominio de la palabra, produce un
riesgo adicional: en tanto experiencia límite, donde todo el ser se compro-
mete, suele bordear temerariamente un umbral en cierto modo peligroso.
El ser que busca relacionarse con lo real de la cosa, en ocasiones se topa
con la propia muerte, en su deseo mismo de penetrar, más allá del borde,
del umbral de lo simbólico, en el corazón mismo de lo inefable; como el
poeta que hace de su muerte –sin posibilidad de resistirse, ni dar marcha
atrás– el poema perfecto.
Que en el viaje por lo profundo, no encuentre nunca más el camino de
retorno, a diferencia del héroe retratado antes por Campbell, cuyo regreso
iniciático está garantizado por la pureza de sus nobles intenciones. Aquí
nada es seguro. La suma exaltación creativa y la rutina propia de la super-
vivencia no siempre van de la mano. De todos modos, un punto de unión
persiste a través del tiempo: a priori del acto creativo será la ineludible
muerte simbólica para un mundo que ha de ser relevado sin duda por ese
mismo acto de simbolización nueva. El hombre en general, preferirá dar
lugar a una nueva realidad, controlable según su deseo de dominio, exenta
del riesgo asumido por el espíritu creador.
Y la palabra es puesta a marcar el paso que las milicias del método le
ordenarán.

46
EL ORDEN RELIGIOSO

Este orden discursivo asume al hombre dotado de cierta naturaleza des-


tinada a la trascendencia, cuyo deber es compenetrarse con lo divino y
así realizar, consumando el sentido, su tránsito por la existencia. Se trata
de deshacer los pasos de la creación y re-ligar al fin con el Uno. Plotino
en el trance de morir espera fundir lo divino que hay en él con lo divino
universal. En esta dirección, las relaciones del hombre con lo sagrado, las
vías para acceder a la trascendencia, la manera de superar el carácter finito
de su naturaleza, son el objeto de indagación por su alma. Es conocida
la visión que ubica en el inicio de los tiempos al demiurgo gestando su
gran obra.
Existen versiones tan poéticas como pensar que fue la gozosa e insu-
frible plenitud de aquel Dios solitario la que, explotando sin remedio creó
todo lo existente, incluyendo el mal, explicable por el distanciamiento
del centro de lo sagrado, juego singular del extravío divino. Inquietan-
tes deben haber sido los motivos que llevaron al Dios pleno y abatido a
estallar, que desencadenan la escena de la creación, esperando resolver
su tedio. Un dios extraño que se desdobla, consiste su juego en perderse
en la vastedad de su obra creadora para reencontrarse en una suerte de
autoconciencia particular. Vendrá, entonces el tiempo de la perversidad
generalizada cuando todo se verá forzado a involucionar en repliegue res-
taurador sobre su núcleo originario, para, quizás, reiniciar el ciclo. Llama
la atención la inquietud divina que transforma la insoportable plenitud en
un acto singular: la Creación. El Génesis cristiano habla de los seis días
de la Creación, coronada por el hombre, hecho a imagen y semejanza
del Creador, puesto allí para reinar –al darles nombre– sobre las demás
criaturas.
Una concepción del hombre aparece implícita en este mito donde
sobresale un elemento inquietante: se entrevé un Dios que no se soporta,
ensimismado en su naturaleza plena, sintiéndose fatalmente impulsado
a la acción; un Dios fuera de sí expresándose en un acto creador. De las
tinieblas sin tiempo brota un misterioso fiat lux, (hágase la luz) que
sugiere al menos una consecuencia bastante humana: ni el buen Dios

47
soporta el ensimismamiento absoluto, el gozoso aislamiento en una om-
nipotencia insufrible, viéndose forzado a dejar su rastro en la inmensidad
de los cielos.
En lugar de transformar la nada en todo, la creación hindú desintegra
lo que ya existe, en un mundo de patética imperfección. Eso ya existente
desde siempre es el punto de mira del iniciado. Los ciclos de nacimiento
y muerte han de cesar a través de la fuerza y el ejercicio que conducen
a la iluminación. “Mientras que el objetivo del devoto cristiano sería la
‘vida eterna’, el objetivo del hindú era no ser creado. El yoga, o ‘unión’,
era el esfuerzo disciplinado para deshacer la creación y retornar a la Uni-
1
dad perfecta a partir de la cual el mundo había sido fragmentado”. Los
dioses hindúes no parecen tener prisa, pues a través de una larga cadena
de encarnaciones sucesivas el hombre no tiene otra opción que el retorno
a la Unidad. Las implicaciones éticas saltan a la vista; la dificultad en la
proposición de una condenación eterna, la espera como virtud obvia de su
cosmogonía, el mal como punto de inflexión irremediablemente orientado
al Uno.
Por su parte, en la China

[...] la imaginación poética taoísta, con su creencia en “lo uno” y


el “no ser” se interesaba más por la unidad de la experiencia que
por cualquier poder concebible de un creador para producir lo
nuevo [… ] El taoísmo niega la existencia de la “nada”. Hablan de
“no ser” […] Todo se crea a sí mismo, espontáneamente, sin que
ningún creador dirija ese proceso. Puesto que las cosas se crean a
sí mismas, no están condicionadas por nada. Esta es la norma del
universo. No existía creador exhausto al crear el mundo de una vez
y en consecuencia no era necesario interrumpir el proceso con un
2
día de reposo.

A pesar de su indiferencia confesa por el problema del origen, no dejaban


de hallar en el otro extremo una perspectiva inquietante:

El taoísmo se desarrolló a dos niveles: como una filosofía de la


espontaneidad y el naturalismo y como una religión popular que

1
Daniel J. Boorstin. Los creadores. Barcelona, Editorial Grijalbo Mondadori, 1997, p. 19.
2
Ibíd, p. 23-24.

48
buscaba el medio de conseguir (y esto era completamente anti-
natural) la inmortalidad en sus propios rituales y técnicas. Estos
incluían una dieta que no alimentara a los “tres gusanos” –la en-
fermedad, la vejez y la muerte– pero que nutriera el cuerpo. No
obstante, existían vínculos entre esos dos niveles. El control de
la respiración producía un ápice de inmortalidad y alimentaba a
un misterioso “cuerpo embrionario” en el interior. Y la disciplina
sexual que evitaba la eyaculación preservaba el semen para que se
mezclara con el aliento y alimentara al cuerpo y al cerebro. También
la alquimia taoísta trataba de conseguir un elixir de la inmortalidad,
mientras que la meditación permitía vislumbrar los innumerables
3
espíritus existentes en el cuerpo y en el universo.

El hombre no está necesariamente abocado a la creación ni transformación


de nada, ni a la reinvención de su ser. El espectáculo expuesto a la mirada
ya es suficiente en su abrumadora realidad.

Si Occidente justificaba los poderes creativos del hombre en el


hecho de que compartía los poderes de un creador original, los
chinos pretendían actuar en armonía con el orden de la naturaleza.
Después de Confucio, una técnica de “pensamiento correlativo”
halló una correspondencia entre la conducta humana y el conjunto
del cosmos […] A diferencia de lo que ocurría en el mundo occi-
dental de la creación sorprendente, del hombre en guerra con la
naturaleza, el mundo de Confucio, transformado por las corrientes
taoísta y budista, veía al hombre inmerso en una serie de transfor-
maciones, procreaciones y recreaciones […] En Occidente, sólo
con los pintores holandeses y flamencos del siglo XII –Rembrandt,
Jacob van Ruisdael, Meindert Hobbema– el paisaje se convierte
en el tema central del cuadro. Finalmente, en el siglo XIX el paisaje
es el gran laboratorio de los pintores. Pero en China el paisaje era
ya en el siglo IV un tema de gran fertilidad. Aquí la naturaleza no
es un mero escenario en el que se desarrolla el drama humano.
En Occidente, el hombre ocupa el primer plano. En cambio, el
paisaje chino es una escena de armonía y de vida en movimiento
en el que el hombre ocupa un lugar secundario, apenas visible. En
los paisajes chinos es necesario buscar la presencia del hombre; y
cuando lo encontramos no es más que una partícula minúscula, ya

3
Ibíd, p. 24-25.

49
se trate de un pescador, un eremita o un sabio en actitud de con-
templación. Aun el espacio “vacío” no es ese vacío que con tanta
fuerza se rechaza en Occidente, sino un recurso no utilizado del
ch’i universal, un espacio con montañas y arroyos, porque existe un
4
principio de organización que conecta todas las cosas.

Detrás de pensar la creación, magnificándola o no, se advierten conse-


cuencias no exentas de un interés específico: escapar a la incertidumbre,
descifrando un plan divino, un orden trascendente, un camino cierto para
el hombre y el mundo. Se trata de transitar con fervor ascético las vías
iluminativas para, dotados de un alma tan digna como real, ver reflejada
en ella la verdad que así se revela. Lo demás será ajustar nuestros actos al
plan ordenado por Dios, lo profano a lo sagrado, para que el Bien triunfe
finalmente.
En el campo político, esta visión de las cosas, servirá de base legítima
a diversas formas de gobierno, que se reclaman representantes del orden
5
sagrado. Es necesario preguntar por la suerte de esta relación entre el
poder y lo sagrado, quizás no tan superada como pretenden los discursos
seculares.
El sujeto en sus demandas primeras se hace con la creencia de que
alguien debe poseer aquello indescifrable, pero sensible en sus efectos,
que a él le hace falta. La creencia aporta desde entonces las fibras con las que
se anuda el sujeto al otro para siempre. Tal manifestación de la demanda,
en su expresión más intensa encuentra eco en la promesa de resolución
de los acertijos manifiestos: el reclamo de la duración más allá de todo
límite, el hallazgo y formulación de una verdad definitiva, remitida a sí
misma, el encuentro con otro capaz de brindar el reconocimiento y aval
absolutos al ser circunscrito en la individualidad, momentos iniciales de
un éxtasis que consumaría la plenitud, como en tiempos primordiales,
antes de la caída. Pommier ve en el mito ilustrado de la razón natural una
reedición de las formas medievales de la autoridad.

Bueno, lo que yo he planteado sobre lo que hay primeramente de


religioso en el lazo social, digamos, es una constatación que puede

4
Ibíd, p. 28.
5
O bien, en caso contrario quienes se nombran representantes de su negación.

50
hacerse: que todas las sociedades, las que se han formado, todas
las culturas lo fueron primero sobre un cierto tipo de lazo religioso;
que el primer movimiento de los hombres para reunirse era alrede-
dor de una cierta creencia. Los hombres pueden creer que en un
cierto momento han abandonado creencias religiosas para apoyarse
sobre la razón; pero lo que se puede mostrar es que varios ideales,
en principio dichos con la razón o con la ciencia como objetivos,
en realidad son sencillamente ideas religiosas secularizadas. Por
ejemplo, la idea que nos parece tan evidente del progreso es una
idea monoteísta cristiana de una idea del fin de los tiempos; es la
idea de que en cierto momento los hombres se van hasta el fin de
los tiempos, lo que hace que exista un progreso de la historia; es
una idea cristiana. No existía tal ideal para los griegos o para los
romanos, para los cuales el tiempo era un tiempo circular; no era
un tiempo en que se va hasta el final para, digamos, una redención
de la humanidad gracias a Dios o gracias a la ciencia. Así, parece
que ideas que parecen ideas en ruptura con la religión, de hecho
del lado de la razón, son ideas que continúan de otra manera ideas
religiosas, en la medida en que cuando se pone primero la razón,
digamos, como la causa de la actividad de la humanidad, lo que
hicieron los revolucionarios franceses fue poner la razón como una
nueva religión. Había un culto a la razón al empezar el tiempo de
la revolución francesa, es decir, que era una idea religiosa secu-
larizada. Se puede ver también el lado político: varias ideas, por
ejemplo, del marxismo, son ideas religiosas trasladadas a la tierra,
digamos. El papel mesiánico de los obreros, por ejemplo, es algo
que parece como una sencilla transformación de una idea religiosa
en una idea política. Así, no es tan evidente oponer el lazo religioso
al lazo razonable, porque siempre estamos, digamos, en un conjunto
respecto a cierta cultura, respecto a ideales que tienen una fuente
religiosa y que se han transformado poco a poco, en otras ideas que
tienen la misma estructura psíquica porque no es una cuestión de
religión, es una cuestión de estructura psíquica y en este sentido
6
es que el análisis es ateo, digamos, o bien intenta serlo.

6
Gérard Pommier. En qué sentido el psicoanálisis es revolucionario. Bogotá, Ediciones Aldabón,
1997, pp. 137-138.

51
DEL MITO AL LOGOS

Y es en este punto en el cual queremos articular la presencia novedosa y


determinante de Aristóteles en el desarrollo del pensamiento occidental.
Con él se consolida cierto traspaso de la tenue línea que escinde el objeto
de la cosa. ¿Qué objeto? El objeto es el contrapunto del sujeto –no su an-
típoda–, aquello que se relaciona con el sujeto pensante –que le conoce– a
través de una escala aproximativa que va de la percepción al concepto de
las llamadas ciencias segundas, y que culmina en la contemplación en la
filosofía primera.
En Aristóteles el proceso es el siguiente: la idea de un ser que se
desenvuelve en un devenir que lo pone en acto, encontrando su esen-
cialidad en un movimiento que tiene lugar a causa del primer móvil, el
llamado Bien Supremo que atrae hacia sí lo existente en un movimiento
que no cesa. Y más particular será la concepción de un hombre capaz de
sobre humanizarse, de participar a través de la contemplación pura –que
de alguna manera lo convierte en partícipe de su perfección–, pues, el
principio de la contemplación radica en que entre quien contempla y lo
contemplado existe un punto de unidad, lo que no existe de la misma
manera entre sujeto y objeto, en Descartes por ejemplo. Pero ello implica
de todas maneras la admisión, el advenimiento de un ser reconocido como
exterior al hombre, diferente al lenguaje, Bien Supremo, accesible por
vía contemplativa, como quedó dicho antes. En esa sobre humanización
que se eleva sobre la materia, en alas de la transfiguración de la forma
–entelequia–, no es difícil ver la fuente de la posterior identificación de la
doctrina escolástica con Aristóteles. Todas las cosas, en la interpretación
cristiana medieval se compondrán de materia y forma, de un cuerpo y un
alma que alcanzarán la superación de su dualidad en otro mundo, celeste
e incorruptible. Esta sería la primera vertiente derivable del pensamiento
aristotélico.
Una segunda corriente, como ya se insinuaba, va a dar soporte al
discurrir del conocimiento, por la vía naturalista, fisicalista, de la per-
cepción, la representación, el concepto estructurado lógicamente; bajo
la modalidad de filosofías segundas o ciencias especiales, encargadas de

53
parcelar las provincias de la realidad. Suele considerarse a Aristóteles
como el padre de la lógica, la metafísica, la historia natural, la psicología,
la ética, la poética, la física, entre otras.
En una palabra: en Aristóteles vemos la puesta a punto de un cambio
importante que describimos así: la inmanencia y la cosa que se presen-
tifican a través de la palabra poética y mítica, ceden su lugar, la una a la
trascendencia, la otra al objeto.
La trascendencia, en cambio, se halla a mitad de camino entre el
saber inmanente del sujeto y el conocimiento científico del objeto. Entre
el sujeto y la cosa ya no estará solamente el lenguaje con su alternancia
simbólica de presencia-ausencia, sino que ahora vendrá el nuevo socio del
pensamiento, especie de lazarillo de turno: el método.
Ya se anuncian los posteriores desarrollos cartesianos que examina-
remos más adelante. El ente como expresión de lo existente, ocupará
el lugar del propio ser; el conocer ocupará el sitio del pensar, la ciencia
reemplazará el pensamiento mítico. La cosa desaparecerá del panorama
del pensamiento, para ser sustituida bien sea por el principio divino en la
vía de la trascendencia contemplativa o por la concentración de la labor
científica en la noción de objeto en sustitución de la cosa. El pensar se
hace cálculo, se niega en adelante a permitirse el sorprenderse en acto,
negándose caer en las redes tendidas por la palabra.
Lo indecible de la verdad es, de todos modos, taponado debidamente
por la certeza y la validez lógica del cálculo, o por la certeza del mandato
moral, disfrazado de contemplación divina. Pero lo que sí queda muy claro
es aquello de que –en ningún caso– el hombre desea seguir viéndoselas
con una existencia sometida a las leyes de la palabra que lo pone en cues-
tión en tanto individuo. Más vale la seguridad de una supervivencia sin
sobresaltos, y para ello es necesario contar con una realidad lo más objetiva
posible, domeñable a través de la actividad calculada del pensamiento,
realidad que se deje abordar por vía del conocimiento racional. Cuando el
hombre navegaba temerario en alta mar, Aristóteles, atento en su gavia,
fue quien se creyó responsable de señalar la ruta hacia tierra firme.

54
LA ACADEMIA DEL DESENCANTO

El logos capaz de descifrar la racionalidad inmanente del cosmos es una


nueva fuente de poder. Los griegos la instituyeron en lo más alto del
pedestal político. Platón medita sobre el mandato socrático de “cono-
cerse a sí mismo”, y de construir la felicidad (eudaimonia) por la vía de la
introspección. Pero, ¿qué hay en la intimidad del hombre que no haya
sido formado en el acrisolado contacto con sus semejantes? ¿Qué hay en
el sujeto que pueda ceñirse en rigor a los estrictos límites de la dudosa
subjetividad? ¿Cómo desligar al hombre de su carácter de ciudadano, de
miembro de una colectividad que no sólo le circunda sino que le imprime
un carácter –por no decir un ser– simbólicamente determinado? En una
palabra, ¿qué queda del hombre una vez despojado de su investidura
pública? Ernst Cassirer, comentando a Platón sugiere que lo político se
1
ha convertido en la clave para la psicología.
Platón sólo encuentra una cosa estrictamente privada en el sujeto
humano: su cuerpo. Un cuerpo que, por lo demás, nada o poco tiene
que ver con el organismo del que se han ocupado los anatomistas. En
sentido estricto, el cuerpo porta la impronta de un nacimiento más allá
de la relación de necesidad con la naturaleza, propia de todo organismo.
Lo que por naturaleza es privado o propio del ser humano es sólo el
cuerpo. Las necesidades o deseos de éste mueven al hombre a extender la
esfera de lo privado, hasta donde sea posible. Este poderosísimo anhelo
de alcanzar bienestar irrestricto en lo físico, es un bienestar que no se
limita a las dádivas de la naturaleza sino que se dirige al otro, marcando
una dirección singular al destino de la privacidad, que ahora se prolonga,
se extiende abarcando en su despliegue al otro sin límite conocido. Ese
anhelo de bienestar que ya se intuye desmesurado, será contrarrestado por
la educación musical que produce la moderación, es decir, una severísima
preparación del alma, de la cual al parecer sólo es capaz una minoría. Y sin
embargo, este tipo de educación no desarraiga el deseo natural de cada

1
Ernst Cassirer. El mito del estado. México, Fondo de Cultura Económica, 1980.

55
quien de poseer cosas, o seres humanos propios: los guerreros no aceptarán
el comunismo absoluto si no están sometidos a los filósofos.
Queda claro que el anhelo de algo propio es contrarrestado a la
postre tan sólo por la filosofía, por la búsqueda de la verdad, que no es
posesión privada de nadie. El anhelo de posesiones es conjurado sólo por
una pasión nueva: el pensar dedicado a la búsqueda de una verdad sufi-
ciente. “Mientras que lo privado por excelencia es el cuerpo, lo común
2
por excelencia es el espíritu, el espíritu puro y no el alma en general”.
En este comentario, Leo Strauss deja traslucir que para Platón hay algo
irreductible en la naturaleza del hombre, se resiste a la educación, en su
pretensión de adaptar por entero al sujeto a la vida ciudadana. El deseo
natural de posesión de bienes es más fuerte que la educación pública.
Quizás ahí radique la causa última de tal visión pesimista de la historia.
La secuencia en las formas de gobierno descritas más adelante, aparecerá
en un evidente plano inclinado, siempre en degradación creciente, en caída
libre puede decirse. Algún principio degradante, corruptor, deberá ser la
causa. Platón deja claro que el mundo fenoménico es un pálido reflejo del
mundo de las Ideas, mundo sin mácula y eterno en su perfectibilidad.
Alguna razón más mundana deberá aclararnos la degradación constan-
te de lo humano en el escenario de la historia. Por momentos se acude a la
diferenciación paulatina de las generaciones, que conlleva a la sensación
del hijo respecto al padre sometido a la ley de la decadencia. El tiempo
ejerciendo implacable como amo absoluto en la historia. Por momentos,
se impone la idea del egoísmo propio del carácter humano, letal para la
unidad del Estado.
Otro factor de complejidad en la necesaria, pero nada simple, colec-
tivización del hombre es comentado por Cassirer: “El alma del individuo
está sujeta a la naturaleza social; no se puede separar a la una de la otra.
La vida pública y la privada son interdependientes. Si la primera es mala
3
y corrupta, la segunda no puede desenvolverse ni alcanzar sus fines”. Es
particularmente sugestiva esta postura frente a la imbricación de sujeto
y sociedad, dicho en términos de hoy: si la ciudad no funciona, si no hace
su función de placenta, el alma del hombre se esteriliza en el sentido de no
poder alcanzar la práctica de las virtudes civiles. Esto obliga a una nueva

2
Leo Strauss. Historia de la filosofía política. México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 89.
3
E. Cassirer. Op. cit., p. 84.

56
reflexión: ¿el sujeto pasa por lo público, como parte de un recorrido que
comienza justamente allí, vía la constitución de una hipotética singulari-
dad, en la realización de un destino personal? ¿O bien ese mismo sujeto
no es más que la emergencia, la propiedad emergente de la colectividad?
Difícil cuestión; el caso es que el tema político no puede estar al margen
de la intimidad, pues esta hace presencia consciente o inconscientemente,
comprometiendo, determinando la acción política. No es posible ignorar
al sujeto, a la hora de visualizar la conciencia, el nivel de reinvención de
la singularidad, ¿cuánto de ello existe o brilla por su ausencia en el gober-
nante? Si eso que designa la palabra sujeto alude a algo que busca ser dicho
entre dos, o quizás más como un precipitado de lo simbólico, ¿dónde se
deslinda el gobernante del gobernado? Platón dirá que la transformación
sólo es posible a nivel del individuo que ejerce el poder; el problema no
sólo es quién gobierna, sino cómo gobierna, desde qué posición subjetiva
ejerce la función.
Lo político es un momento del recorrido vital del hombre de la polis.
Lo que debemos determinar es en qué momento de su despliegue vital
se encuentra el sujeto que pretende ser gobernante.

Platón ubica las particularidades morales (es decir, los vicios y las
virtudes) de las clases dirigentes respectivas. Recordemos que la
primera distinción de las formas de gobierno nace de la respuesta
a: “¿quién gobierna?” En virtud de este criterio de distinción,
la respuesta de Platón es que en la aristocracia gobierna el hom-
bre aristocrático, en la timocracia el hombre timocrático, en la
4
oligarquía el hombre oligárquico y así sucesivamente.

Este ubicar las “particularidades morales” coincide muy probablemente


con el sentido del señalamiento de que no es suficiente describir el esce-
nario político, la arena pública, descuidando el factor psíquico (moral en
Platón) del gobernante, del funcionario. También podemos preguntarnos:
¿Desde dónde, desde qué lugar psíquico se gobierna? Una misma medida
puede poseer semejanzas manifiestas en diferentes momentos y lugares
históricos, obedeciendo sin embargo a una intencionalidad política y
psíquica muy diferente. Por ejemplo, la abolición de la esclavitud puede

4
Norberto Bobbio. La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, año acadé-
mico 1975-1976. México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 24.

57
aparecer matizada por motivos de orden religioso, compasivo, humanitario,
o bien puede ser efecto de las presiones del capital en demanda de mano
de obra libre, capaz de poner a circular el sistema monetario y mercantil.
Esta sería la diferencia política; pero la diferencia psíquica, tendría que
ver con la forma de asimilar y elaborar la ley el gobernante, con la forma
en que aquello que convoca y concierne al sujeto, hace allí presencia:
alguien busca el poder por miedo, o por vanidad. Aquél busca el poder
porque espera adquirir un mínimo de visibilidad que apacigüe un tanto
la angustia del anonimato. Algún otro, por razones de necesidad, o bien,
el caso hipotético, ideal en estricto sentido, por disposición al servicio,
en el caso particular del rey-filósofo; otro lo hará por defender intereses
económicos de grupos particulares; alguien más, por moralismo extremo,
porque su angustia psíquica le presiona a volcarse sancionatoriamente sobre
sus semejantes, a quienes percibe inconscientemente como proyecciones
de sus pulsiones no elaboradas.
Retornando al punto de interacción entre lo privado, el cuerpo, la
necesidad y la escenificación en lo público, Platón constata que las necesi-
dades y deseos pronto demuestran su carácter de perpetua insatisfacción;
evidencia a pesar de la cual los gobiernos conocidos hasta su época se
obstinaron en la brega por resolver el bienestar físico del hombre, gesta
digna de Sísifo. Estructurar, pues, la convivencia de la colectividad sobre
la ilusión de satisfacción de la necesidad, puede ser su punto de partida
irrecusable pero no absoluto. Aquí surge una nueva dificultad: solucio-
nables o no la necesidad y el deseo, el caso es que el hombre se agrupa
dando forma a la colectividad; pero, ¿bajo qué criterio de comunidad? “La
fundación de la ciudad buena partió del hecho de que los hombres son
por naturaleza distintos. Son desiguales particularmente con respecto a
la capacidad de adquirir virtud. La desigualdad natural es acentuada por la
5
educación”. Estos hombres desiguales deben organizarse: más ¿bajo qué
orden? ¿Quién interpreta y decide cuál es el ordenamiento de la colecti-
vidad así surgida?
Es inevitable la creación de unas reglas del juego para la convivencia,
pues nada garantiza en ella como en la naturaleza una distribución equi-
tativa. La regla es inevitable, ¿pero cuál? Todo indica que en este mundo

5
L. Strauss. Op. cit., p. 97.

58
precipitado en la historia, nada es seguro. Sólo queda una vía cierta, la
del conocimiento de lo Ideal, a semejanza del cual intenta desenvol-
verse el mundo de los hombres. Y ese conocimiento, esa reminiscencia,
está sólo al alcance del filósofo, aquel ciudadano que ha cultivado en su
alma la parte racional por encima de las otras dos (pasional y apetitiva).
Es él quien se ha puesto en posición para captar el mundo Ideal en un
movimiento que despliega la potencia de la razón (logos), para descifrar
el Orden (taxis) y las leyes (nomos) que le gobiernan. De allí se deduce lo
justo, lo bueno, lo bello y lo verdadero, en suma. Lo verdadero es bueno
por fuerza, lo bueno sin duda será justo, y lo justo, en la medida de su pro-
porcionalidad, exhibirá los atributos de lo bello. Existe un orden cósmico,
regido por unas leyes, que podrá leer la actividad del logos; y quien ejercita
esta facultad suprema podrá efectuar la deducción del ordenamiento más
apropiado para lo social, es decir, lo que es más justo para todos y cada
uno de los ciudadanos. ¿Quién efectúa esa deducción? El filósofo, quién
contemplador del mundo Ideal, deduce lo justo: lo que es bueno para el
ciudadano y para el Estado, es decir que cada quien ocupe su lugar en
la ciudad. “El filósofo, el hombre que mantiene siempre comercio con
el orden divino; no accederá fácilmente a regresar a la liza política [...]
ordenado y divino, promueve la justicia, la templanza y todas las demás
6
virtudes civiles [...] El filósofo vive entre lo divino y lo terreno”.
Hay que puntualizar que el filósofo no escapa por vía del arrebato
místico, sino que se entrega, según Platón al “camino largo”, por un
tránsito iniciático que le obliga a cultivar –sin ahorrarse nada– la aritmé-
tica, la geometría, la astronomía, la dialéctica, la ética y la política. Es el
filósofo quien alcanza la armonía en las potencias del alma. Esta armonía
del alma individual la proyecta al Estado en forma de proporción geomé-
trica entre las distintas clases, según la cual cada parte del cuerpo social
recibe lo debido y coopera en el mantenimiento del orden general. Pero,
¿qué lugar deberá ocupar cada uno? Aquel lugar que su disposición más
o menos desarrollada le dicte: en el alma humana coexisten tres niveles:
una zona racional, una pasional y otra apetitiva. Aquel en quien prime la
parte racional se llamará filósofo y será quien gobierne en una monarquía,
dedicado a la búsqueda de la armonía de la ciudad, consistente en la

6
E. Cassirer. Op. cit., p. 88.

59
construcción de felicidad en términos de condiciones apropiadas para la
libertad, prestando una vida de servicios a sus conciudadanos. El filósofo
sabrá qué lugar y función conviene a cada uno en la ciudad. Por ello su
gobierno será expresión del ideal. El rey-filósofo aporta la templanza, la
medida justa, el sentido de la proporcionalidad adecuada a la convivencia.
Si el fin del hombre socrático es la felicidad, para Platón esa felicidad
consistirá en la conquista de la libertad conferida por la introyección de la
legislación. Esta asimilación es efecto de la captación del orden cósmico,
por vía de la razón que capta sus leyes. Cuando Platón ataca al mito se
rebela contra esa creencia que significa e implícitamente impone una
fuerza sobrehumana. Para él, “la felicidad o eudaimonia significa libertad
interior, una libertad que no depende de circunstancias accidentales y
externas. Depende de la armonía, de la ‘debida proporción’ en el propio ser
7
del hombre”. Sin el ejercicio adecuado de la razón no existirá templanza
ni moderación, y sólo esta moderación puede templar debidamente el
carácter del hombre así como sus actos.
El filósofo obedece y sirve a sus congéneres por compulsión y no por
eticidad. Desde esa postura sirve a la ley. Su justicia consiste en no hacer
daño a los demás; es un buscador de la verdad. El filósofo es quien ha
aprendido a regirse a sí mismo, lo que le faculta para regir a los demás.
En quien prime la parte pasional se convertirá en guerrero, y al gobernar
lo hará movido por la idea del honor del vencedor, como en el caso de
Esparta. Su gobierno se llamará timocracia y decaerá cuando su pasión
por el honor se corrompa, convirtiéndose en adicción desmesurada de
poder con los peligros que ello implica para el bienestar común. Cuando
es la parte apetitiva la que prima en el habitante de la ciudad, el deseo
de riquezas en particular es el que toma la ventaja, gobernando movidos
por interés del simple bienestar físico, en formas de gobierno conocidas
como oligarquía, la cual se ha de corromper cuando su ostentación y
egoísmo provoquen la ira del pueblo que habrá de sublevarse. “El hijo
del oligarca, rico y despreocupado de la virtud y el honor, se vuelve gor-
do, inútil y blando. Serán entonces despreciados por los pobres, flacos y
rudos, quienes pugnarán por la revuelta democrática, conscientes de su
8
superioridad se adueñan de la ciudad”.

7
Ibíd., p. 90.
8
L. Strauss. Op. cit., p. 101.

60
En el caso de la sublevación, los ciudadanos artesanales, afincados en
la apetencia se tomarán el poder en nombre de la libertad, del derecho
de cada uno a hacer según su voluntad, con la consecuente laxitud en las
costumbres y la legalidad. Allí deviene la anarquía y la inevitable reacción
de una nueva fuerza que intervendrá para devolver el poder a uno, pero ya
no entregado al servicio de la comunidad, sino a la usurpación personal,
y al encanto por la sangre, la violencia y la arbitrariedad; esa es la figura
del tirano.
Otro punto central en Platón es el correlato que la ley tiene en
la mente del ciudadano, si desea cumplir a cabalidad su función. “Las
constituciones escritas o los estatutos legales no tienen verdadera fuerza
de vinculación si no están escritas en las mentes de los ciudadanos. Sin
este apoyo moral, la fuerza misma de un Estado se convierte en su inhe-
9
rente peligro”. Muy bella esta apuesta por la legitimidad, en términos
“modernos”. Sin introyección de la ley, no hay forma de gobierno estable,
punto clave de cualquier forma de Estado, ante la imposible aspiración
de ajustarse a lo Ideal.
Sin embargo, un resto melancólico nos permite entrever cierta sos-
pecha: por el camino de la virtud, el ciudadano no lo tiene todo dado para
su realización. Para Platón no queda oculto que entre los intereses de la
ciudad y ciertas zonas de la intimidad del ciudadano, puede existir una
relación no del todo complementaria que recuerda el carácter francamente
utópico de la República: en palabras de Strauss, “El poeta saca a luz de
nuestra naturaleza aquello que la ley reprime por la fuerza [...] también
será de ellos de quien aprenderá el legislador prudente [...] La República
no puede sacar a la luz la naturaleza del alma humana porque se abstrae
10
del Eros y del cuerpo”. Se trata una vez más de la omnipresente tensión
entre lo adaptativo y lo singular, tensión capaz de producir las mayores
rupturas, pero también ser la fuente de la energía creadora, en el caso
en que lo tradicional se presentifica de una forma nueva, según alguna
visión que se niega a dar estatuto de eclosión ex nihilo al acto creativo.
Platón concluye discriminando las funciones de la dialéctica, encargada de
revelar las articulaciones íntimas de las cosas; de la ética, como dominio
de nuestras emociones por medio del ejercicio de la razón y la templanza;

9
E. Cassirer. Op. cit., p. 102.
10
L. Strauss. Op. cit., p. 75.

61
y de la política, como arte de unificar y organizar las acciones humanas
dirigiéndolas hacia un fin común. “Unificar lo diverso, convertir el caos
de nuestras mentes, deseos y pasiones, de nuestra vida social y política
11
en un cosmos, en un orden y armonía”.

11
E. Cassirer. Op. cit., p. 110.

62
EL ORDEN DEL MÉTODO

El saber, se constituye en clave del poder económico a través de los desarro-


llos del conocimiento. Este movimiento del saber, que hemos denominado
“El orden del método” tiene su fuente en el pensamiento cartesiano, cuya
obra representa la ruptura con la filosofía Escolástica. En ésta, reinaba
la opinión fundamentada solamente en la verosimilitud adquirida o res-
paldada por la argumentación retórica y dialéctica. Ello había generado
una diversidad de opiniones tales, que no era posible encontrar por parte
alguna un método verdaderamente científico y riguroso que posibilitara
la unificación de un saber que garantizara la adquisición de la verdad.
Este hecho –la puesta en duda de todas las opiniones precedentes– junto
con el intento de descubrir los criterios de certidumbre, que permitan
preguntarse de una manera racional y analítica por los fenómenos de la
1
naturaleza, son la columna vertebral del El discurso del método.
Frente a la simple opinión, a la creencia y a la verosimilitud de una
verdad supuestamente revelada, había que oponerse con un método que
permitiera ajustar los hechos, los objetos, las naturalezas simples, al nivel
de la razón rigurosamente analítica. Se trata de sustituir la lógica anterior,
basada en premisas apriorísticas, que al desarrollarse no hacían más que
exponer demostrativamente todo lo dicho en el supuesto de la primera
premisa (apriori). La lógica cartesiana operaría de forma contraria. Des-
cartes no quiere demostrar expositivamente; quiere justamente seguir
un proceso inverso, mediante el cual se logre establecer la validez, la
verdad, develando el camino conducente a la premisa inicial. Se tiene la
vía de acceso a una lógica analítica. Ahora bien, ¿por qué suprimir todas
las opiniones precedentes y no contentarse con la mera probabilidad o
verosimilitud? Obviamente se enfrenta una ruptura total con la actividad
cognoscitiva del hombre y sus criterios de verdad hasta ese momento.
Descartes hace de la razón analítica el método único capaz de ajustar, de

1
Rene Descartes. El discurso del método. Madrid, Ediciones Alfaguara, 1986.

63
acoplar los hechos de la naturaleza regidos por un principio de racionali-
dad universal con el intelecto humano en el cual participa lo “reflejo” de
aquella racionalidad universal en últimas, garantizada por la perfectibilidad
e infinitud de Dios.
Se tiene, entonces, en Descartes, un sometimiento de la opinión vul-
gar, y de todo el conocimiento en general, a los criterios analítico-racionales
otorgados por el método y garantizados por aquella racionalidad de la cual
hace parte el intelecto, gracias a la acción permisiva –no reveladora como
en la Escolástica– de la divinidad. Ya no será Dios quien mantenga para
su uso particular la facultad de indagar analíticamente (pensar); ahora
se limita a contemplar al hombre mientras este piensa con su poderosa
razón analítica capaz de dar cuenta de la extensión fenoménica.
Aspecto fundamental del sistema cartesiano es la llamada duda. Ella
equivale en El discurso del método a la suspensión necesaria del juicio frente
al caos originado por la diversidad de opiniones: obedece a la necesidad de
sustituir unos débiles criterios de verdad predominantes en la escuela Esco-
lástica, surgidos de una dialéctica retórica y anticientífica, por un criterio de
verdad realmente científico que vendría a ser el criterio de la certidumbre
y la evidencia matemática y geométrica. Esta duda –para Descartes– no se
agota en sí misma. Genera un movimiento racional y analítico que desembo-
ca en el establecimiento de unos principios ciertos y evidentes, que a su vez
posibilitan la comprensión analítica de las leyes que rigen los fenómenos. Es
así como el cogito no surge de la nada. Se encuentra precedido justamente
de esta necesidad de suspender el juicio, de dudar de las opiniones de la
filosofía vulgar. Es el resultado del movimiento que en el intelecto ha dado
origen a esa duda, justamente. La duda exige un comienzo de descom-
posición analítica, de reducción intelectual de los fenómenos naturales,
que luego opera una especie de cambio de orientación, para, en dirección
contraria, regresar hasta descubrir la evidencia del cogito y una vez más
volver por la ruta inicial que otorga coherencia sistemática al análisis de
los fenómenos. Es este el proceso del conocimiento generado por la duda
cartesiana en El discurso del método. De ahí que no sea exagerado ver en
ella, requisito absolutamente esencial en el advenimiento del método
que lleva a Descartes a pisar la roca viva o la arcilla, en lugar de la tierra
movediza y la arena, herencia de la Escolástica y absoluta falta de raciona-
lidad metódica, analítica y científica. En síntesis, es precisamente la duda

64
del Discurso la que permite que la razón se unifique con su método, y se
constituya en unidad sistemática del conocimiento. La duda representa
esa enorme ruptura epistemológica que produciría el proyecto cartesiano
de matematización del saber –en un saber matemático universal– cuyo
objeto constituido por vía del intelecto será el orden y la medida. De este
modo se superará el caos imperante en la diversidad de opiniones.
Otro aspecto esencial del Discurso se encuentra en su sexta parte. Allí
se trata de cómo deducir en concreto de unos principios metafísicos tan
generales, como son Dios y el alma racional humana, las propias leyes de la
naturaleza. Este aspecto no deja de ser inquietante, en tanto ya Descartes
2
en otro de sus textos, Las reglas para la dirección del espíritu, había descu-
bierto la experimentación controlada racionalmente, como elemento que
le permitiría dar el paso del establecimiento de unos principios generales
–que serían ratificados por esta experimentación– y el conocimiento y
formulación de las leyes naturales. Segmentar esos principios metafísicos
tiene una finalidad concreta, la de garantizar la racionalidad universal.
Afirman estos principios del pensar que el hombre no está some-
tido a la ilusión, y que el universo no se encuentra regido por un genio
Maligno que sistemática y fatalmente nos habría condenado al error. En
este sentido, se piensa que su física requiere de aquella sustentación y
fundamentación metafísica. Hay que garantizar el mundo por investigar,
que la naturaleza es real, y obedece a unas leyes preestablecidas y preexis-
tentes, que hacen posible el esfuerzo del conocimiento orientado –con
el método– al ajuste de la racionalidad con la naturaleza simple (amplia
y vasta). Sólo Dios y el alma, que participa de la racionalidad universal,
pueden asegurar que los conocimientos estarán ajustados a esa realidad
de los hechos de la naturaleza y no sometidos a la ilusión y el error.
Con este recorrido general sobre algunos puntos importantes del sis-
tema cartesiano, se debe mirar hacia dónde se proyecta este pensamiento
gigantesco en el horizonte del conocimiento moderno. Para Descartes,
como se lee en el Discurso, si bien las cosas “no existen”, al menos existo
yo que pongo todo en duda. Las cosas no existen en la dimensión de los
sentidos. Así, la duda funda un pensar: dudar es pensar, es tener con-
ciencia en mí.

2
René Descartes. Reglas para la dirección del espíritu. Madrid, Ediciones Alfaguara, 1986.

65
Antes de Descartes también se hablaba de la conciencia, pero esta
aún no era el centro, como viene a serlo ahora cuando las cosas se tornan
objetos única y exclusivamente en tanto son pensadas. La conciencia
genera la existencia de las cosas. Cosas que son de una u otra sustancia:
res-extensa y res-pensante o res-cogita. La res-extensa ocupa un espacio
y un tiempo –ciencia, finitud, naturaleza–. La cogita es la que funda
cómo pensar las cosas, la sustancia en tanto pensamiento. Pero: ¿y qué
sustenta la sustancia pensante? ¿Desde dónde se funda el pensar de la
conciencia? En principio, aparece –en el movimiento de la duda– pero la
base requiere necesariamente de Dios. El esquema será una especie de
círculo, de la siguiente manera: pienso, existo, pienso, dudo, pienso, Dios
así lo permite y lo posibilita todo en última instancia. Dios es quien da
la capacidad de pensar. En este acto de pensar, el sujeto va al objeto, lo
reflexiona y vuelve a sí para pensar y generar verdades eternas e invaria-
bles: verdades lógicas, en ese concatenar teórico la cosa se torna objeto.
Descartes deja abierta como problema la res-pensante, la conciencia
cognoscente. Kant planteará el noúmeno en lugar del Dios cartesiano
como fuente primigenia del pensar. Para Kant la cosa es imposible de ser
pensada. La pregunta por el pensar será, cada vez más, la pregunta por lo
específicamente humano. En Descartes el pensar va a ser re-presentación,
donde se insinúa una primera pregunta por el lenguaje. Poner de nuevo en
el pensamiento lo que antes veían con duda los sentidos: eso era repre-
sentar. La res-pensante piensa desde dos a priori en el sistema kantiano,
que son el espacio y el tiempo; a priori que, aunque garanticen el pensar,
no pueden ser pensados por el pensar. Kant no rehúye el encontronazo
con el límite en la frontera entre el pensar y la cosa.
En Descartes el Yo se contempla a sí mismo, pensando, en una rela-
ción de inmediatez que adquiere la condición de certeza irrefutable. La
individualidad soñada, magnífica en su autonomía, respira a sus anchas.
Kant niega esta certeza y dice que el pensar no se puede observar a sí
mismo porque opera con base en los a priori de espacio y tiempo que
provienen del noúmeno, el cual no puede ser pensado ya que se confunde
con el lugar de la cosa en sí. Los límites de la conciencia son el espacio y el
tiempo que fluyen de la cosa en sí que es impensable. De ahí que uno no
se pueda pensar a sí mismo. Lo problemático sigue siendo quién soy yo.
¿Por qué hablo, qué re-presento y para qué? Para Kant se puede delimitar
el campo de la filosofía en sentido universal mediante cuatro preguntas:

66
1) ¿Qué puedo saber? 2) ¿Qué debo hacer? 3) ¿Qué me cabe esperar?
4) ¿Qué es el hombre? A la primera pregunta responde la metafísica, a
la segunda la moral, a la tercera la religión y a la cuarta la antropología.
Estas disciplinas se podrían refundir en la antropología, porque las tres
primeras cuestiones revierten en la última.
En una palabra: ¿de qué es escenario mi conciencia? Aquí se ve cómo
la conciencia se vuelve objeto de investigación, y da lugar a la aparición
de las ciencias humanas (antropología, sociología, psicología); objeto del
pensar será la conciencia misma, que en Descartes está fuera de cuestión
pues es tan obvia y evidente en su certeza para dudar de todo lo demás
que no puede menos que estar puesta ahí por Dios, para que el hombre
la ponga a funcionar como corresponde: racional y analíticamente.
Kant ya intuye que la cosa no marcha de manera tan evidente, que
recurrir a Dios es gratuito y no resuelve el problema del pensar, Dios per-
manecerá en Kant inexplicado en su esencia, la cual pertenece al orden del
noúmeno o la cosa en sí. Se presencia su efecto, su acto de pensamiento,
pero no se puede atrapar –por decirlo así– el ser del pensar.
Las ciencias humanas, y con ellas la psicología, nacerán tratando
de dar cuenta tanto de lo que la conciencia es y como del pensar que se
escenifica en ella. De alguna manera la psicología nace cuestionando,
impugnando esa conciencia cartesiana que postuló algún día como centro
del conocimiento. Y más específicamente, la teoría psicoanalítica, pos-
teriormente mostrará cómo la conciencia es el escenario del lapsus y de
las demás formaciones del inconsciente, el lugar donde se proyectan los
guiones del inconsciente, pero que no es de ninguna manera, el centro
del conocimiento ni del pensar. Descartes pretendió fundar una certeza
–conocimiento– del ser, en el acto del pensar. Pero la esencia del pensar es
la interrogación, la duda. Surge el cogito ergo sum. Pero lo que emerge con
certeza tiene que tener una causa, y en ese lugar convoca a Dios. Un Dios
situado como tapón que cierra la abertura del cogito. El sistema se salva
en el romántico devenir de un Yo que se contempla a sí mismo pensando,
con Dios como aval de su acción pensante y como testigo mudo en el más
estricto sentido de la palabra. El ser es reducido al pensar consciente. Kant
instituirá una vez más la pregunta por el ser. Dirá que uno no se puede
pensar a sí mismo, que el ser en sí –la cosa– es impensable. El noúmeno
es impensable, la conciencia tiene límites desde el momento en que para
pensar lo hace en términos de espacio y tiempo, categorías apriorísticas
que fluyen desde el noúmeno.

67
El plácido yo cartesiano ve rota su ilusoria unidad, para pasar a un
estado de fatal divorcio, de irresoluble separación entre el pensar y la cosa,
sólo mediatizada por las categorías a priorísticas, dadas invariablemente y
ante todo sin develar nada de lo que pueda ser la cosa en sí. En Descar-
tes, Dios tapona la falta, la abertura del cogito. En Kant, el noúmeno y el
pensar no se interrelacionan más que a través de los a priori del tiempo
y el espacio. Luego, Hegel planteará una interrelación dialéctica entre
el pensar particular y sus verdades, que avanzan en dirección al absoluto
en constante movimiento, en permanente devenir. Devuelve al pensar la
característica del movimiento en dirección al absoluto; el cual ya no tapona,
no detiene el crecimiento del sujeto, que se alcanza en el movimiento,
en el avance, en el deslizamiento. Estamos ad portas del planteamiento
freudiano de un sujeto por esencia en falta, de un sujeto que se estructura
como tal, gracias a su carencia, a su configuración como ser de lenguaje
destinado a bordear siempre la cosa en sí, que en él se convierte en lo
real. La ética psicoanalítica es planteada como la actividad que busca
hacer cada vez más nombrable lo inefable, a la manera de una conquista
psíquica. El pensar, en vía de lo simbólico, se dirige a lo impensado, a lo
real y se articula en él. El pensar y el lenguaje circunscriben el avance a
la cosa, que cumple función estructurante con aquello hacia lo que pugna
el pensar desde la palabra, que antecediéndole impulsa ese movimiento
gracias al cual adquiere estatuto de ser el sujeto.
Es necesario agregar que no hay objeto por fuera del significante
que le otorga su estatuto. El objeto, sencillamente no existe mientras el
sujeto no lo nombra. Y este nombrar es llevado a cabo desde una historia
del sujeto. Es función del significante relacionar el objeto con el sujeto y,
a su vez, representarle ante otro significante; es él quien da esa puntada,
inventando una especie de sutura, confiriendo algo de realidad a una
nueva relación. La descripción objetiva fue sólo un sueño omnipotente
del yo cartesiano.
Llegó el momento en que la conciencia, el pensar y su acción cognos-
citiva ya no se explicaban en sí mismas, y se hacía necesario convertirlas
en un objeto más de investigación. El reconocimiento de la falta cons-
titutiva del sujeto permite esta especie de desdoblamiento del pensar,
donde vuelve la mirada exploratoria sobre sí mismo. El pensar ya no se
contempla a sí mismo en la placidez cartesiana. Ahora quiere descom-
poner analíticamente sus mecanismos y su dinámica interna. El pensar

68
se sorprende en falta y comienza a intentar explicarse una vez más: la
psicología en dirección a suturar esa abertura –en una vana agitación or-
topédica–, el psicoanálisis en la ruta de un asumirse precisamente como
sujeto constitucionalmente apartado de la cosa –del Bien Supremo–. La
paradoja lacaniana lo expresará sintéticamente así: “pienso donde no soy,
luego soy donde no pienso”, o, “no soy, allí donde soy el juguete de mi
pensamiento; pienso en lo que soy, allí donde no pienso pensar”. Como
puede verse, la propuesta del psicoanálisis es que la verdad no se evoca
sino en la coartada del lenguaje. El psicoanálisis sólo tiene una carta apro-
piada a su apuesta: la trampa que desde siempre la palabra se ha puesto
a sí misma y en la que suele caer con frecuencia.
En Kant aparece una clara búsqueda de la fundamentación del pen-
samiento. Descartes había planteado la presencia de una relación entre
objeto y sujeto que llevaría a la construcción de leyes o verdades ante
todo matematizables. Kant se interroga por esa relación sujeto-objeto en
su fundamento. De alguna manera es Dios quien en Decartes permite
obviar el abismo entre las dos sustancias: la que piensa y el objeto pensado.
Este recurso, como podrá apreciarse sin dificultad, deja apenas propuesta
una salida forzada para el problema de la objetividad del conocimiento.
Del método cartesiano de la duda, se pasa al método kantiano que será la
llamada “crítica de la razón pura”. La primera pregunta que se hace Kant
es: si la conciencia es el fundamento de lo que existe, habrá que pregun-
tarse por el límite o las posibilidades propias de esa conciencia. Crítica
para Kant significa límite de la razón, límite de la conciencia. Entiéndase
límite como crítica y como posibilidad fundante de la conciencia; así,
¿cuál es el límite que tiene la conciencia de fundar pensamiento? ¿Qué
puede pensar la conciencia? ¿Cuáles son los elementos que se postulan a
la conciencia como límite? En esta línea interrogante es donde encuentra
que existen algunos a priori que son categorías que la conciencia no puede
pensar como las de espacio y tiempo. La conciencia está determinada por
esas categorías para enfrentar los fenómenos de la naturaleza. Descartes
hablaba del orden y la medida, como objetos puros en el sentido de la
extensión. Como tal, lo único que la conciencia puede pensar es el fenó-
meno y este es la manifestación de la cosa en sí o de lo noúmeno. Surge
para la conciencia una encrucijada: la posibilidad de conocer el ente o sea
lo manifestado; y a la vez, la imposibilidad de conocer el ser en sí mismo,
el cual se postula entonces como límite de la conciencia.

69
Por otro lado, Kant plantea que existen ciertos fenómenos con relación
al pensar y que son interrogantes que tocan a la conciencia, como son el
ver, el sentir, el pensar, cosas que no son matematizables, como lo quería
siempre Descartes. Ello abre la posibilidad de preguntar por la sensibi-
lidad, la libertad, el conocimiento, el afecto, la inteligencia, la voluntad,
la percepción, etc., o sea el preguntar por lo que se ha denominado las
actividades superiores de lo humano y ahí justamente surge la psicología
como un camino que se inaugura.
En ese preguntar por los límites de la conciencia (límite como posi-
bilidad) aparecen igualmente otras ciencias humanas como la sociología y
la antropología. De igual manera surge la pregunta por el comportamiento
humano tras la cual subyace la interrogación por asuntos como la felicidad,
la libertad y el amor. En esa dirección, Kant postulará una ética a partir de
3 4
textos como La crítica de la razón práctica y La metafísica de las costumbres.
La conciencia, como puede verse, se ha tornado objeto, ella misma, de
conocimiento.
Ahora no es tan claro el axioma cartesiano según el cual la conciencia
pensante, sólidamente reunida alrededor de sí misma determina totalmen-
te su objeto. La conciencia, en la crítica kantiana, ha demostrado tener
fisuras. Estas serán en adelante el objeto de indagación de las ciencias
humanas. No es tanto el problema de la objetividad (preocupación funda-
mental de las ciencias naturales) lo que preocupa a las ciencias humanas,
como sí el problema de los límites y posibilidades de la conciencia. Inda-
gación que irá circunscribiendo un vacío, un punto aún inexplicado aunque
intuido suficientemente: la imposibilidad del Yo y la conciencia de dar
cuenta por entero de su existencia. Posteriores desarrollos intentarán dar
cuenta de tal insuficiencia: unos por la vía abierta al pensamiento por el
saber psicoanalítico, como se ha dicho antes, y otros por el camino de una
ciencia del comportamiento, aquellos que consideran al hombre como ser
fundamentalmente inteligente, dotado de un cerebro en plena evolución,
capaz de establecer relaciones cada vez más abstractas entre sus objetos de
percepción. Dedican sus esfuerzos al estudio de los procesos que suceden
en el individuo entretanto asimila la experiencia de captar lógicamente
el mundo. Es el hombre en tanto animal capaz de aprender, capaz de so-

3
Inmanuel Kant. Crítica de la razón práctica. México, Editorial Porrúa, 1981.
4
Inmanuel Kant. Metafísica de las costumbres. México, Editorial Porrúa, 1981.

70
fisticarse hasta la delicadeza de la interpretación. Obedientes al método
científico debemos entregarnos a la búsqueda de la coherencia, la validez
universal de los fenómenos y, por supuesto, de leyes de aplicación general.
Cuando se han descubierto las fases del acto del aprendizaje, se espera
que todos los individuos las recorran, obedientes a su propia naturaleza,
que les señala un orden adaptativo, garante de la normalidad.
En este lugar epistemológico se desarrolla un tipo de teoría psicoló-
gica de la que se espera que revele los secretos del psiquismo humano,
para utilizarlos con ventaja en terrenos como la escolaridad, los negocios:
ventas, publicidad, mercadeo, comportamiento organizacional; el manejo
de relaciones de poder: obediencia, cumplimiento de objetivos, homo-
geneización de las conductas, estereotipia del lenguaje, óptimo desem-
peño del recurso humano, manejo de conflictos y reacciones de masa; la
competencia deportiva: maximizar el rendimiento, generar espíritu de
competencia, agresividad en el gesto técnico, entre otras habilidades.
En esta línea de pensamiento, el siglo XIX fue testigo de la consolida-
ción del evolucionismo, como veíamos más atrás, suerte de transformación
del ideal religioso en dirección a una supuesta cima, consumación y fin
de la historia. Esta versión –instalada en el discurso científico– descarta,
en cualquier terreno, el problema del origen por irresoluble. Se limita a
constatar el hecho fáctico de la evolución en todo lo existente, incluido el
hombre, cuyo pasado subyace a los ojos del investigador en las sucesivas
–sobrepuestas– capas terrestres donde los fósiles han dejado huella de
una historia fiel, una especie de museo viviente. Del lémur al homo sapiens
hay un recorrido tangible. Sin embargo, hay preguntas por hacer a esta
idea de progreso: ¿cuándo, en qué momento y por qué la materia, en sus
combinatorias azarosas, deviene capaz de representación, memoria y an-
ticipación del porvenir? Es el factor crucial e inabordable del origen del
lenguaje. Que el pico de un ave se alargue porque su alimento se esconde
entre grietas en las rocas cada vez más profundas, puede comprenderse con
relativa facilidad; al menos no hay violencia lógica en la argumentación;
estamos en el terreno de lo cuantitativo, de lo medible, no hay ruptura
en la relación de continuidad entre una causa y un efecto.
Pero, ¿el lenguaje? ¿Cómo se combinan los átomos para producir
un cerebro capaz de representarse a sí mismo? Llueven las hipótesis: la
necesidad, la irrupción en la sabana africana, el descenso de los árboles de
algunos, la caza colectiva, la defensa, la liberación de la mano al erguirse

71
el primate, una mano que en su movimiento inventará el cerebro, o el
trabajo mismo. Algunos piensan que algo de orden cualitativo falta allí,
sobre todo si aceptamos la postura que ve al leguaje como una estructura
en la cual, ninguno de sus elementos cobra sentido sino en relación a los
demás, en función de; un significante no adquiere significación sino en
relación a los demás términos de la cadena sintagmática. Ello implica
la aparición de un bloque mínimo para formar la inicial estructura de
sentido. Hipótesis como la onomatopéyica de configuración lenta y gra-
dual, quedan descartadas. El lenguaje es una estructura formada por
significantes, dispuestos en cadenas metonímicas capaces de provocar la
explosión del sentido, de la sorpresiva metáfora. El método científico en
su asepsia notable, ha guardado con celo admirable los derechos y espacios
a la razón, sin pretensiones de agotar, como se dijo antes, los confines del
pensamiento.
Con relación al animal, se conoce su sofisticado sistema de comunica-
ción y no de lenguaje propiamente dicho. Su sistema de señales codificadas
se agota en el receptor primero, como en el caso de las abejas inscritas
en un sistema inequívoco resistente a la interpretación, a causa de la
direccionalidad manifiesta de la señal, a diferencia del lenguaje humano,
cargado siempre de equívocos de necesaria interpretación. Pero: ¿por qué
insistir en mantener el velo de misterio en el origen del lenguaje? ¿Por
qué obstinarse en contradecir la definición positivista del hombre como
animal evolucionado, sólo diferente en grado? Lo preocupante radica no
tanto en que la bestia pudiese devenir un día capaz de lenguaje, sino las
consecuencias éticas y políticas de allí derivadas.
Algunos discursos con pretensiones totalitarias intentan reducir el
deseo a necesidad. Hecho esto, la libertad, la poca que pueda quedarle al
sujeto, se extinguirá como posibilidad. El paso siguiente será establecer
una normalidad asentada en datos biológicos, comprobados científica-
mente, para contrastar con lo patológico. Es la introducción del orden
a como de lugar en la vida, sacrificando de paso no tanto la imaginaria
voluntad del sujeto sino la presencia del equívoco, de la contradicción,
los resquicios por donde se cuela una representación nueva, es decir, un
mundo donde se juega en última instancia la única verdad posible para el
sujeto, la verdad que nunca termina de ser dicha, la verdad de su deseo.
Por supuesto, la ciencia per se no tiene nada que ver con ello, sino los usos
que de ella hace el poder.

72
Hay posturas particulares como la que sostiene en sus obras Hubert
Reeves. Fiel a la visión evolucionista, piensa el lenguaje como “propiedad
emergente” de las combinaciones complejas de la materia. Con las letras
z.l.u.a. se puede, en cierto orden particular, escribir azul provocando una
verdadera explosión de sentido. Nada en las letras permitía anticipar
aquello que evocará azul. De igual manera, el universo estaría estructurado
como un lenguaje; los átomos pueden combinarse de tal modo que, en
una delicada urdimbre produzcan el lenguaje y el sentido, y al hombre
en consecuencia.
Estamos confrontados a una nueva dimensión del absurdo. El primer
grado del absurdo es el de Sartre y Camus. La realidad, la vida, están esen-
cial e íntegramente desprovistas de sentido. El segundo grado es descubrir
que el principio de complejidad, que actúa desde hace quince mil millones
de años, lleva al Chemin des Dames o al holocausto nuclear. La realidad parece
tener un sentido: devolvernos a la nada. “Son para comerte mejor, querida”.
Pero la catástrofe no es inevitable. La suerte del sentido está en nuestras
manos. El estudio de los mecanismos de la complejidad es muy rico en
enseñanzas. De múltiples modos, repiten todos lo mismo. “Embriagaos
de vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero embriagaos”; dice el
poema de Baudelaire. No se trata de huir de la realidad, sino de vivirla con
pasión. El despertar del regocijo es, creo, el antídoto más eficaz contra el
5
absurdo en todos sus grados.
Bella invocación al posible exorcismo de la fatalidad. Sobre un escena-
rio de quince mil millones de años, el hombre decide qué obra representar.
Más adelante veremos qué batallas acontecen en el psiquismo humano
a la hora de decidir esa obra a representar: pulsiones eróticas y tanáticas
danzan en agitado carnaval. Trataremos de hacer la disección de la puesta
en escena cuando examinemos los mecanismos de constitución del sujeto
y el malestar cultural. En la misma línea, Yves Coppens:

Podemos definir al ser humano por la emoción, de seguro. Pero


sobre todo por la conciencia de la muerte, que se sitúa en un gra-
do superior de reflexión. Lo esencial, para mí, de la definición de
la conciencia reflexiva, sería advertir que cada uno es único y no

5
Hubert Reeves. La hora de embriagarse: ¿tiene sentido el universo? Barcelona, Editorial Kairós,
1988, p. 20.

73
puede ser reemplazado, que la desaparición de un ser es un drama
sin retorno. Esto abarca, por cierto, la conciencia de uno mismo,
6
de los otros, del medio y del tiempo.

Se circunscribe a la irrupción del lenguaje como fisura en la unidad de lo


animal y lo instintivo; en síntesis, el paso del mundo de la necesidad al
mundo del deseo. Se postula una suerte de simultaneidad de dos caras:
lenguaje y pensamiento –en su primer momento como constatación de
la finitud–. Su herramienta simbólica le sirve de malla, de red luminosa.
Red, porque le atrapa en su propia urdimbre, luminosa porque irradia
sobre lo real, prometiendo una realidad y un mundo donde habitar. Se-
guramente, antes existía algo, alguien entre el homo y la bestia, en un
progresivo acervo cultural, manipulando herramientas, trazando finas
coreografías con sus manos gesticulantes, cada vez más aptas para la
tarea del sentido, interactuando con su exterioridad, transformando lo
natural más asequible; afinando su aparato fonador, emitiendo señales
de inmensas posibilidades lingüísticas, observador más o menos inquieto
y perspicaz de todo lo que le rodea, la naturaleza, sus compañeros, sus
rivales, y probablemente de su mundo interior, cosmos afectivo, escenario
de representaciones evocadoras. Estos autores insisten en ubicar el parto
del pensamiento propiamente dicho como arquitectura cultural, como
universo simbólico que alterna con la naturaleza, en el punto crucial de
autoconciencia de la propia muerte.
Nos hallamos de nuevo en el orden religioso, alternando en diversas
proporciones con el discurso filosófico: el inevitable pre-sentimiento de
un más allá, la sensación más o menos intuida, más o menos reclamada,
que lo mortal de lo inmortal debe venir y a él debe volver. Por esta vía el
hombre, tratando de despejar esa equis inicial, postulará diversos modos
de otorgar sentido a una brutal paradoja que aparece como dato de entrada:
“Yo, la criatura dotada de lenguaje, yo, el príncipe de la creación, que puse
7
nombre a lo existente, ¿inmerso en la fatalidad de los ciclos naturales?”
A la altura de esta pregunta se articula un nuevo desprendimiento: la
paradoja de verbo y finitud natural, pudo conducir a la representación
de una suerte de culpa primordial con forma de imprevisto, alguna falta

6
Yves Coppens. La más bella historia del mundo. Barcelona, Plaza y Janés Editores, 1997, p. 88.
7
Fernando González. El remordimiento. Medellín, Editorial Pontificia Bolivariana, 1994.

74
cometida en los umbrales del tiempo. Algún mensajero se extravió, víctima
del engaño del algún genio maligno, o se entretuvo negligentemente ten-
tado por alguna promesa imprevista; un dios traicionado por pretensiones
sobrenaturales del hombre, y otras en la misma línea.
No faltan estos incidentes en los mitos de las diversas culturas.
Vemos un doble señalamiento: la constatación de una pretensión que en
tanto sobrenatural, de hecho reniega de entrada de la condición mortal,
y la culpa unida a esa insubordinación, al descuido, o incluso al olvido,
desentendimiento singular de los planes del padre primordial. O se
contraría abiertamente sus planes –fruto prohibido– o bien se ignoran
negligentemente. Si el punto anterior nos ubica enfrente de una mítica
teología, éste nos pone en el camino moral, o de sus formas de expiación
que las grandes religiones ofrecen para encontrar el camino de retorno a
la reconciliación con ese padre supremo.
Aquí hay que recordar las diferencias entre algunas religiones de
Oriente con su concepción del Uno universal, donde todo está diseñado
para fusionarse en él. Por ello sus dioses no tienen prisa, y fumando sus
opiáceas pipas esperan el fin de los tiempos, en el abrevadero de la ple-
nitud, a sabiendas de nuestro inevitable arribo a la cita final. Ello posee
implicaciones éticas y políticas inmediatas. En una concepción semejante,
los dioses pueden darse el lujo de otorgarle al hombre un don mayor que
cualquier otro: que éste pueda conservar su propio ritmo, que pueda reco-
rrer el camino expansivo de su verdad, redescubriendo cada quien el fun-
damento de una ética que a fuerza de asentarse y afianzarse en la verdad
subjetiva, se convierte en sabiduría colectiva. Los dioses pueden esperar a
que cada quien redescubra el orden subyacente a las cosas, reformule una
ética consecuente y decida libremente, como elección intima –porque el
diseño universal no permite otra cosa– encaminarse al encuentro con sus
dioses una vez agotado el circuito ilusorio de la existencia.
En el catolicismo occidental no parece haber tiempo para extraviarse
en una existencia equivalente a un parpadeo en términos del tiempo
cósmico, so pena de precipitarse en la condena eterna. ¿Cómo no acon-
sejar, presionar e incluso obligar a la purificación, al alma en riesgo de
extravío? Será por su bien todo lo que pueda hacerse para extirpar en ella
la intolerable manifestación del mal, como sostuvo el Santo Tribunal de la
Inquisición. En Oriente cabría decir que el mal es un punto de inflexión
–ya lo mencionamos antes– hacia el Uno. En Occidente, el bien y el mal

75
por el contrario, frecuentemente aparecen como categorías absolutas y
por lo tanto mutuamente excluyentes. Estar naufragando en un mar de
equívocos entre la naturaleza y la trascendencia y, como si fuese poco,
marcados por una culpa estructural nos lleva a la tercera consecuencia:
una intensa necesidad de expiación y protección. La intuida trascenden-
cia y la falta en la raíz de lo humano son dos pilares suficientes para el
descanso de una aplastante necesidad de resolución de una situación a
todas luces absurda: apartado de Dios y en deuda con Él: el hombre es el
pájaro manco, que no se siente perteneciendo ni a la tierra ni al cielo. El
mito del ángel caído es conocido; la nostalgia por un presentido pasado
en plenitud, correlato en el tiempo de toda utopía. El hombre da la im-
presión de no hallarse cómodo en la tierra. No hace nada con la sencillez
y elegancia de los otros seres.

Inventó el pecado y de ahí que tenga ojos y maneras de criminal,


cuando come, cuando camina, cuando habla, cuando cohabita.
Podemos afirmar que el hombre, en la tierra, no se siente comple-
tamente en casa, no está aclimatado […] ese aspecto de tormento
en las acciones humanas, no existe en los animales, y de allí que
obren tan bellamente, con naturalidad terrenal. El animal vive en
la tierra como en perfecto medio. No así el hombre, animal que
mira para el cielo, que siempre obra sin consentimiento pleno,
8
atormentado por el remordimiento.

Ahora bien: en un contexto semejante, le quedan al hombre otros acertijos


por resolver; la naturaleza, la enfermedad y su semejante le amenazan, si
bien en el caso del primero y el último puedan ser aliados circunstanciales
en la lucha por la supervivencia. Pero no es una relación unívoca, simple,
ni mucho menos resuelta, especialmente en el caso del semejante; nada
le sugiere o le autoriza en qué dirección establecer una relación. El otro
puede ser un aliado, su objeto de amor, de deseo, un enemigo, un rival,
su intérprete, su espejo, o su ilusorio compañero en la unidad.
La mayor parte de los discursos corren prestos a reducir el quantum
de incertidumbre a la mera necesidad. La ausencia de medida en su
relación con el otro, ubica al sujeto en el centro de una incertidumbre
irremediable, reveladora de un elemento estructural: la inexistencia de

8
Ibíd., p. 139.

76
cualquier noción de límite. Nunca sabremos hasta dónde llegar en una
relación, ni cómo debería ser; el sujeto de la des-mesura se revela de la
mano del no-límite.

77
EL ORDEN SIMBÓLICO

Esta visión de las cosas postula al hombre como sujeto de lenguaje en la


doble acepción de humanizado por él y única vía de acceso a un mun-
do construido a partir de la enunciación. Y ello tiene consecuencias en
diferentes niveles. Sabemos que el lenguaje es una estructura esencial-
mente equívoca, el signo exige sin duda un ejercicio de interpretación e
interpretar implica suspender el juicio o la posibilidad de poner distancia
entre el acto y su autor. Así, las categorías del bien o del mal pierden su
carácter de absoluto.
De otro lado, si por efecto del lenguaje no sabemos qué pueda ser lo
real; si el mundo está tejido al hilo del significante, habrá que decir que
es éste quien fragua el pensamiento y la realidad, y a su vez, la que al
buscarlo, otorga el sentido, creando sistemas de representación que dan
1
forma a la cultura en cierta forma. El sujeto habita en lo simbólico; por
lo tanto, cualquier ontología se funda en el lenguaje. La palabra puebla
al mundo; la percepción y la sensación van unidas a la posibilidad de
representar. La preeminencia del lenguaje implica a su vez el paso de la
noción de individuo a la de sujeto.
En efecto, espacio de ruptura con las posturas individualistas es el
concepto psicoanalítico de sujeto. Nuevos elementos vienen a sumarse
dislocando la noción de individuo. El lenguaje en primer lugar; desde que
el individuo es introducido en una red de símbolos que le convierte en
sujeto de lenguaje, decir que el hombre es sujeto y no individuo implica
que no existe el hombre como entidad autónoma capaz de tomar deci-
siones totalmente conscientes, voluntarias en sentido estricto, y menos
previsibles y anticipables.
2
Ahora bien: si el sujeto no es libre, al menos en sentido clásico es
por un hecho que marca esta concepción del hombre: lo inconsciente. Un
día, su descubridor encuentra que la mente del hombre no termina en la

1
Para algunos, el lenguaje estaría en el lugar reservado a Dios en el sistema cartesiano, para
salvar al vacío entre la res-extensa y la res-pensante.
2
Como lo postulan algunas ideas de la Ilustración.

79
extensión de su conciencia. El sujeto no es plenamente consciente de sus
actos ni de sus palabras. Lo evidente es que la palabra y el acto se anticipen
al pensamiento. No sabe con exactitud los motivos que le mueven en una
u otra dirección; dice más de lo que piensa estar diciendo; igual con sus
actos; sus relaciones con el objeto exceden cualquier adaptación natural,
3
como la subjetividad de la percepción demuestra. Prueba de ello serán
las producciones del inconsciente: los chistes, los sueños, los lapsus, los
síntomas; todos ellos son en apariencia extraños, incomprensibles para la
conciencia del sujeto. ¿Por qué esa sensación de sorpresa, de extrañeza?
¿De dónde proviene el impulso para que tales expresiones se configuren,
y de modo tan particular?
Para Freud, algo misterioso emerge del soma, pero no de cualquier lugar
sino fluyendo por zonas determinadas que llamará erógenas. El cuerpo
surcado desde el principio. La necesidad adviene con un excedente que
cabalga sobre el simple carácter instintual empeñado en la supervivencia.
La necesidad de alimento está naturalmente allí, pero ya no es tan natural,
la insistente actividad remite inmediatamente a una suerte de memoria
en primer lugar, –un cerebro capaz de evocación, de distancia de lo real
por la alucinación– más allá del estímulo-respuesta del acto reflejo; y en
segundo lugar, a cierto objeto alucinatorio, correlato de aquella memoria
evocadora. Ya estaríamos merodeando en los umbrales del sujeto en tér-
minos del deseo.
Digamos algunas palabras introductorias al tema, para el lector que
apenas inicia su andadura por ese camino teórico. La pulsión cuenta
con cuatro elementos: el empuje como exigencia de acción; la fuente
como zona erógena del cuerpo; el fin o meta, es decir, la satisfacción; y
el objeto, lo más particular de la pulsión, pues puede ser cualquiera, in-
dependientemente de cualquier funcionalidad biológica o conveniencia
moral. Según la teoría freudiana de la alucinación el esquema sería el
siguiente: del interior la necesidad presiona creando una excitación in-
terna –seguida de un grito que simboliza la demanda–. Del otro viene una
acción de apaciguamiento que produce una percepción que permanece
como imagen mnémica. Entre aquella huella y esta imagen se establece
una relación que permanecerá en adelante. Hasta aquí estará cumplida la
experiencia de satisfacción. Cuando la excitación reaparece, se recatectiza

3
Gérard Pommier. Qué es lo real. Buenos Aires, Nueva Visión, 2005, p. 14.

80
la huella que a su vez reproduce su establecida relación con la imagen.
Ese restablecimiento es lo que Freud llama una regresión alucinatoria,
que pretende recuperar una identidad perceptiva.
Ahora bien: en ese impulso que va de la huella a la imagen intentando
restablecer esa identidad alucinatoria hallará su fragua el deseo, en su
búsqueda por revivir la situación primera de satisfacción. Dice Freud en
el Proyecto:

La prueba de realidad diferenciará entre una percepción real y una


alucinatoria para que el niño no muera de hambre. Hay que parar la
regresión en la huella mnémica; que no pase de ella; que el impulso
endógeno no avance. Esto es labor de un segundo sistema que
domina la motilidad voluntaria, para fines antes recordados [...]
la complicada actividad mental que se desarrolla desde la huella
mnémica hasta la creación de la identidad de percepción por el
mundo exterior no representa sino un rodeo que la experiencia
ha demostrado necesario para llegar a la realización de deseos
[...] el acto de pensar no es otra cosa que la sustitución del deseo
4
alucinatorio.

Por otro lado, la pulsión tiene dos acentos: un primer imperativo le exi-
ge el goce de un objeto –real o imaginario, pero siempre construido a
puntadas significantes, emergencia representativa– a través del cual, el
cumplimiento de la vida tiene lugar... paradoja del sujeto, tener un lugar
equivale a un gasto; el placer es definido como descarga de aquella fuerza
mítica, energía proveniente del soma metafóricamente nombrado. Allí
donde el sujeto se instala ya no está. Pero el quid del asunto se traslada
del acto a la representación; lo que importa es anudar la pulsión a una
representación que de hecho será una metáfora de lo pulsional. Ahí surge
un esbozo de lo que será el deseo, pero cada objeto implica la plenitud
deseada, una suerte de bien supremo, a la que no renuncia la pulsión,
ese singular mandato que condiciona el guión de toda actuación. La
contradicción está ahí. El objeto es el correlato del deseo, ambos son
construcción, dependen de la representación. Y esta es la ficción de una
plenitud que no está en ningún objeto. El carácter trágico del deseo se
modela en esa ausencia definitiva.

4
Sigmund Freud. Proyecto de una psicología científica, en: Obras completas, t. III. Buenos Aires, Amo-
rrortu editores, 1980, p. 210.

81
SUJETO, CULTURA, DEMANDA

Cuando nos representamos al niño en el momento de nacer, la percep-


ción primera insinúa un organismo inmerso por completo en el reino de
la necesidad, en una dependencia extrema respecto del semejante sin la
cual no sobreviviría más que unas pocas horas, dependencia prolongada
en el tiempo mucho más allá que el resto de los animales. En pocas horas,
incluso minutos, algunos animales ya se levantan erguidos sobre sus patas.
Esa prematuridad de la especie humana es llamada por Lacan insuficiencia
vital, o insuficiencia congénita. Este detalle natural marca de entrada un
destino singular para la especie, una prolongada dependencia del otro,
que ante el grito que revela la urgencia vital, interpreta la demanda de
auxilio y viene a instalar una relación fundante del sujeto como tal. En
esta acogida inicial, probablemente cargada de afecto, de regocijo común,
de ilusiones desmesuradas, quien cumpla la función materna brinda el
alimento y al mismo tiempo expresiones significantes, invitándole así a la
sustitución del grito por la palabra; así mismo le asignará en consecuencia
un nombre al niño, sustrayéndole al caos del anonimato, todo confluyendo
en el placer experimentado en el acto mismo de satisfacción. En adelante
el sujeto estará atrapado en una alienación fundamental, en la medida
en que la madre invoca una relación narcisista, promesa incestuosa de
resolución de su propio deseo.
Al mismo tiempo, convoca al niño a las primeras palabras, suficientes
para dejar constancia de un mundo creado por el lenguaje, así como la
reiteración de una demanda que inequívocamente esperará lo que no se
tiene. Cada que la madre habla, reitera la demanda de lo imposible; el
niño no hallará el camino, la madre tampoco; luego –se infiere– algo habrá
caído en medio, sugiriendo un objeto perdido, que no será reencontrado
jamás, causa y objeto del deseo, el objeto a.

Lo interesante en el trabajo que Lacan desarrolla en este seminario


(El reverso del psicoanálisis), es que emplea, para definir el objeto
de la pulsión, el objeto a, una expresión muy particular: plus de
jouir, que puede traducirse o bien como “más goce”, o bien como
“no más goce”; es decir, que el término plus en francés puede

83
comprenderse doblemente y de manera contradictoria: más, no
más. No se pronuncia de la misma manera en cada caso. He aquí
un equívoco muy interesante porque la misma cosa, el objeto
pulsional, puede decirse tanto como “más goce”, que como “aquí
se detiene el goce”, y hay un uso de ese plus de jouir en el texto
de Lacan donde él toma las dos acepciones una tras otra, lo que
es muy raro porque primero, al inicio del texto el plus de jouir
es definido como falta de goce, y luego, una página después está
hablando del plus de jouir como un suplemento de goce. De esta
manera queda definido este objeto a, este objeto de la pulsión, de
manera contradictoria y, además, queda definido como algo que
1
tiene que ver con el deseo pero que no es el deseo.

El discurso religioso argumenta de un modo distinto: no es un objeto


perdido, sino más bien un extravío del individuo en el camino de retorno
a la unidad con la divinidad; Dios es el garante pleno de la supervivencia,
siendo promesa de vida eterna; de su esencia emana el sentido último
del plan de la Creación, en forma de verdad revelada; la identidad sólo
puede resolverse en la restitución de la unidad, mística exaltación a su
imagen y semejanza; y en el terreno del placer, la promesa se convierte
en éxtasis, en gozo absoluto en su contemplación pura. El objeto perdido
es el objeto divino. Un Dios tapón, capaz de liberarnos de las ataduras
terrenas, del pesado lastre de la Caída, entidad trascendente o inmanente,
el Dios envuelto en las brumas del sueño, a cuyo despertar asiste el alma
del devoto complacido en su fe.
De otro lado, pero muy cercano al discurso religioso en la forma de
insinuarse en su versión secular, el amo se sugiere más o menos de la
misma manera: subsumido en la identidad colectiva, el individuo exorci-
zaría los arrebatos peligrosamente subjetivos de su deseo, escampándose
a la sombra del ideal encarnado en el amo que, como referente común,
le aglutina con sus semejantes, transformados así en compañeros de una
causa común que les identifica, prometiendo un goce al fin realizable:
el grupo protege, reunido a la sombra del amo que avala tal protección,
dicta una ideología consoladora, ubicando cada pieza en su sitio, en be-
neficio de una certidumbre exenta de los horrores de la duda, otorga un
nombre diferenciador de otros nombres en la pertenencia a la identidad

1
Gérard Pommier. En qué sentido el psicoanálisis es revolucionario. Bogotá, Editorial Aldabón, 1997,
pp. 17-19.

84
conquistada, y tutela de modo más o menos ritualizado los arrebatos del
placer, controlando los peligros del exceso. El grupo crea una zona de
complicidad, una especie de campo restitutivo de aquello que a título
individual ha fracasado.
Ahora bien, es evidente que el amo no ha caído de los cielos con
una idea salvadora que irrumpe como fuerza aglutinante: se trata de una
invención de la cultura y de un orden simbólico que sirve de fragua al
encuentro más o menos afortunado en su concreción imaginaria, entre
una colectividad y su amo.
La ciencia por su parte, sin prometer nada más allá de lo mensurable
en términos físicos, geométricos o lógicos, instala el dominio de la racio-
nalidad y el método científico en el camino a seguir para el conocimiento,
en una asepsia de inocultables conquistas en algunas zonas de la vida,
como el control de fuerzas naturales o el desciframiento de leyes de
funcionamiento del organismo, pero titubeante, imprecisa y a menudo
desvergonzada en sus apresurados intentos por velar todo aquello que
resiste a su método. Algo escapa a las pretensiones de previsibilidad, que
apenas sería la consecuencia lógica de su desciframiento. En la medida en
que la ciencia traza los límites en la extensión de lo medible se ve forzada,
en razón de su propio proceder, a desterrar de su campo todo aquello
que escape a la regla de la necesidad, eso que a su método se sustrae,
según su manera de nombrarlo, por especulativo, subjetivo, ideológico,
metafísico o simplemente inabordable al interior de sus fronteras. No
es extraño que lo más íntimo del deseo, lo que de innombrable posee,
sea marginado o reducido a lo conductual de la necesidad. Sabemos la
temeraria gratuidad de algunos análisis con pretensiones de ciencia, que
lo único que hacen en su exploración investigativa, es recorrer en círculo
el camino trazado por sus propias hipótesis, para asistir con asombro y
orgullo a su validación científica.
Retornando a la descripción analítica, en aquella situación primordial,
vimos cómo la madre acude en auxilio del niño que grita, le alimenta, le
asigna un nombre, al tiempo que inaugura sus sensaciones perdurables
2
de placer, atrapándole en las redes del otro –inscribiendo los diferentes

2
El significante “otro” tiene una historia compleja en la obra lacaniana, que puede sinteti-
zarse en dos grandes significados: Otro con mayúscula aludiendo al lugar donde se configura
el lenguaje, el registro de lo simbólico, en consecuencia el Otro del lenguaje; y por otro lado,

85
registros: real, imaginario y simbólico– poniendo en él una impronta signi-
ficativa del sujeto, absorbido por una percepción básica: en la relación con
el otro –de quien lentamente el sujeto desprende su propia imagen– debe
hallarse lo que hace falta, para que la relación se consume en la unidad.
La suerte de ese objeto mítico capaz de reunir, del que hablamos antes,
pasa por diferentes momentos, los tres tiempos del Edipo.
Una descripción sucinta puede intentarse así: en un primer momento,
3
el niño es puesto por la madre en el lugar del objeto de su deseo y este
se identifica con ese objeto/lugar transformándose imaginariamente en
el falo, que avala la unidad imaginaria entre ambos y el deseo que les
convoca a la incumplible cita.

Entre pulsión y fantasma, sólo hay una subjetivación, una vuelta,


algo que va a introducir al sujeto en el sitio mismo de la demanda
del Otro. Debido a la imposibilidad de gozar del lado de la pul-
sión, de gozar hasta el final de la demanda del Otro, es decir, de
identificarse al falo, hay una fantasmización de esta imposibilidad
que también va a traducirse a nivel de todas las producciones de
objetos de consumo que vienen a ocupar el sitio mismo de los
objetos de la pulsión. Los objetos de consumo, los productos que
hallamos en el mercado para ser consumidos son metonímicos del
objeto de la pulsión; y respecto a esta producción se planteará la
misma imposibilidad: el intento de terminar con esta imposibilidad
gracias al fantasma y gracias a la manera de instrumentar al otro
4
que está produciendo esos objetos.

En un segundo momento tiene lugar un acontecimiento relevante, la


aparición de un tercero, el padre como función, representando el fracaso
de la unidad imaginariamente puesta en escena en el tiempo anterior; la
madre dirige su mirada a un tercero, el otro paterno, ¿buscando qué? segu-
ramente lo que en la relación madre-hijo se ha perdido persistiendo en el
fantasma y que ahora recae en la figura paterna, como poseedor del mismo

el otro como el semejante, en este caso la madre que a su vez representa al Otro del lenguaje
en la relación primordial niño/madre.
3
En un primer momento el deseo es el deseo del otro. Interpretamos esto como la identifica-
ción del niño con el objeto de deseo de la madre, es decir, con el falo.
4
G. Pommier. Op. cit., p. 22.

86
y responsable de su destino: puede ofrecerlo, negarlo, imponerlo quizás;
5
pero igual puede arrebatársele, de modo más o menos clandestino.
La posición que se asuma ante la falta en los destinos de la tríada
edípica, marca un destino por el camino de una u otra estructura: psicosis,
perversión, neurosis histérica, obsesiva o fóbica. Lo imposible de la uni-
dad imaginaria, tan difícil de asumir y elaborar, es transferido a la lógica
del fantasma; si el incesto no es posible es en tanto la escena primaria o
la seducción paterna lo han impedido, dando al traste con su hipotética
posibilidad. En la base de cada estructura clínica hallamos una modalidad
del fantasma, un relato sobre quién es el responsable de la caída del ser
en la falta, y la escena que consumó este fracaso.
Posteriormente, podrán ocurrir dos cosas: un padre castrador que
ratifica la idea de ser el poseedor del falo, operando desde la gratuidad
ilusoria de su posición subjetiva. En la medida en que este padre castrador
tapona el acceso a la ley simbólica, instalando una ley imaginaria para uso
de dos, condena al sujeto a una lucha estéril por un lugar inexistente, en
un goce que trata siempre de burlar la ley usurpando su lugar. Del otro
lado, el llamado padre interdictor, quien ha introyectado la noción del
límite, de la ley como eje de la constitución psíquica, quien ejerce la
función reguladora del acceso a la cultura.
Por su parte, en la neurosis obsesiva al obstaculizar el significante
materno la inscripción del nombre del padre, se origina una deuda impa-
gable que acompañará al sujeto a lo largo de su vida. Las implicaciones
de semejante deuda en la escena política son incalculables. La histeria
tampoco encuentra el camino expedito hasta la función paterna, per-
maneciendo atada a un goce provocador que sueña con deponer un amo
de su sitio, como repetición incesante de una defraudación intolerable
convertida en fracaso. Algo patético hay sin duda en el juego histérico del
revolucionario que no sabrá detener su juego de sustitución de un amo
por otro, así como el del obsesivo que insiste en sostener en su lugar a un
amo que le oprime y no dejará de hacerlo.
En un tercer momento, el enfrentamiento imaginario con el rival
edípico, así como la alianza incestuosa con la madre, podría superarse
efectuando ciertas transformaciones; el niño avanzaría por el camino de

5
En este punto aparece la Envidia con mayúscula para resaltar su enorme importancia, normal-
mente ignorada en el análisis de las relaciones inter subjetivas.

87
una elaboración fundamental: no es él quien posee el falo, ni su madre,
6
ni el tercero paterno. El nom du pére, el nombre del padre, no obedece al
voluntarismo castrador de éste, como hemos visto antes, sino a la imposibi-
lidad de realizar el incesto en lo simbólico. La ley que el padre representa
a modo de interdicción no es otra cosa que la infranqueable distancia
que el lenguaje introduce entre los diferentes registros psíquicos –real,
simbólico, imaginario–. El sujeto del lenguaje está inserto en la realidad
simbólica distante de cualquier relación instintiva, unívoca o directa con
lo real. La metáfora del nombre del padre representará esa imposibilidad de
atravesar la espesura del lenguaje para fundirse en el otro en una unidad
que en psicoanálisis designa el incesto.
Pero no se trata del padre real, es el padre simbólico, operando en
nombre de la cultura, que a su vez es el escenario de la carencia y al mis-
mo tiempo, de la demanda. Cuando de un modo u otro el sujeto elabora
esta verdad, que no es otro quien le impide la realización de un goce
imposible, sino su condición misma, cultural y simbólica y no natural
e instintiva, un importante paso habrá dado. En este momento tendrá
lugar una, más o menos, elaborada resolución de la encrucijada edípica.
El deseo operando entre padre-madre-hijo, impone una constatación: el
falo no está en ninguno de los miembros de la tríada edípica, ni en lugar
alguno; circula a lo largo de las cadenas significantes que le aluden sin
determinarlo. Si obedecemos a la cultura es porque no hay alternativa,
porque es inevitable relacionarnos en función del deseo, camino a una
satisfacción definitiva que la certeza de la falta recuerda imposible.
Cierta medida se impone en las relaciones subjetivas, eludiendo la
caída en el acertijo de la idealización o la culpabilización. Ahora el panora-
ma es diferente, impersonal e irresoluble en lo esencial del desencuentro,
en adelante la relación con el otro quedará abocada, al menos en el plano
colectivo, a ser una relación de intercambio, de reciprocidad mediada, en
el mejor de los casos, regulada por la ley, entendida como límite. El goce
interpelado al menos por el límite implícito en la ley.
Pero aquí surge otro elemento esencial para el análisis: el deseo sigue
siendo deseo de unidad, el sujeto, espoleado por la pulsión, jamás renun-
cia totalmente a su pretensión narcisista, el asunto estructural depende

6
Homofonía francesa del “no del padre” y del “nombre del padre”.

88
de cómo esta pretensión es canalizada por dentro o por fuera de la ley.
La estructura la determina no aquello buscado, sino el camino utilizado
espontáneamente para dirigirse a la meta. Las estructuras determinarán
el modo de relación con el mundo. El psicótico vive en un simbólico irreal,
el perverso trata de suplantar el lugar de donde emanaría la ley, siempre
en provecho propio y por supuesto en un intento de recuperar el objeto
perdido, pues no por usurpar el lugar de la ley se siente menos en falta; el
neurótico en su vertiente histérica siente que el padre le ha negado algo,
y el obsesivo que debe algo. Ese fantasma fundamental marca el modo
de relación con los demás y con uno mismo.
Lo dicho alude a un aspecto del vasto despliegue de la estructura
psíquica. Nasio por ejemplo, aborda el asunto en el pasaje siguiente desde
la localización del sufrimiento:

Sufrir neuróticamente de modo obsesivo es sufrir conscientemente


en el pensamiento, o sea desplazar el goce inconsciente e into-
lerable hacia el sufrimiento del pensar. Sufrir de modo fóbico es
sufrir conscientemente el mundo que nos rodea, o sea proyectar
hacia fuera, al mundo exterior, el goce inconsciente e intolerable y
cristalizarlo en un elemento del medio externo, transformado ahora
en el elemento amenazador de la fobia. Por último, sufrir de modo
histérico es sufrir conscientemente el cuerpo, o sea convertir el
goce inconsciente e intolerable en sufrimiento corporal. En una
palabra, el goce intolerable se convierte en trastornos del cuerpo
en el caso de la histeria, se desplaza como alteración del pensa-
miento en la obsesión, y se expulsa, para retornar de inmediato
7
como peligro exterior, en la fobia.

Del alimento a la lucha por la supervivencia; del lenguaje y el habla a la


creación del sentido en la circulación del saber; del nombre propio a la de-
manda insistente de identidad y reconocimiento; de la satisfacción de la
8
necesidad a la búsqueda de experiencias placenteras.
El itinerario que transita el sujeto en la misma medida que se consti-
tuye en relación con el otro, desde los primeros contactos hasta las formas
de intercambio que tienen lugar en el tejido discursivo del llamado lazo

7
Juan David Nasio. El dolor de la histeria. Buenos Aires, Paidós Editores, 2001, p. 23.
8
Sigmund Freud. Proyecto de una psicología científica, en: Obras completas, t. III. Buenos Aires, Amo-
rrortu editores, 1980.

89
social. El sujeto invoca al otro en el intento de resolver el múltiple acer-
tijo planteado por la existencia amenazada, por la incertidumbre, por el
anonimato, y el dolor cada vez posible.
A manera de síntesis: la resolución del drama edípico deja al sujeto
en una situación paradójica; el deseo reúne la búsqueda de unidad y la
ley que recuerda su imposibilidad. Una recurrente alternativa es la adhe-
sión por la vía de la identificación con algún referente común. Por ella,
trata de realizar su subjetividad sujetándola a un ideal que opera como
promesa de goce para la colectividad y para cada uno de sus miembros.
El ideal opera en función de un goce colectivo materializado en promesa,
acorde con lo que el grupo ha decidido instalar en ese lugar; anticipo del
sentido que encuentra certeza y cobijo ante lo incierto; aval de recono-
cimiento en la medida en que del anonimato se ingresa en el campo de
un grupo constituido, organizado por su propia idealización confiriendo,
en consecuencia, reconocimiento por igual a cada uno de sus miembros;
ritualización del placer que, en su nombre, proporciona una rítmica que
alterna prohibición con mandato. El drama del deseo queda anudado en
la expectativa que proviene del otro tomado individual o colectivamente.
El hecho es que lo que fracasa a nivel del sujeto se intenta recuperar en
la vida en grupo como hemos visto; la suma de frustraciones individuales,
resultado de otros tantos intentos de hallar satisfacción plena, constituye
uno de los factores que afectan la vida social; por su parte el ideal del yo
proporciona el núcleo abstracto que aporta el factor aglutinante del grupo,
el referente común identitario. Desde este núcleo se organiza la vida del
grupo, con determinados sistemas de representación del mundo, que a su
vez se corresponden con todo tipo de prácticas cotidianas, dando cuerpo
9
al concepto de cultura.

9
En resumen, como dice Cassirer, cultura significa aquí el modo en que una colectividad in-
tenta resolver los cuatro niveles de la demanda común descrita; el modo como se las arreglan
para la supervivencia; las formas simbólicas elegidas para representarse el mundo; las vías de
reconocimiento mutuo o jerárquico; y los diversos rituales del placer.

90
EL TRÍPTICO DEL PODER

¿Por cuáles vías ha intentado resolver el hombre la incertidumbre en los


modos de relación, en la construcción de la convivencia? El tema concierne
al pensamiento político que va desde la hipótesis de la solidaridad perdida,
en el acto de apropiación a título individual, pasando por diversas formas de
invocar un tercero divino como garante y fuente a la vez del orden estable-
cido, hasta los intentos kelsenianos en dirección a un positivismo jurídico
1
piramidal que descansa sobre la sólida base de la norma fundamental.
Pero esta norma ideal supone, a su vez, un contrato mítico que le
legitima en todo y por todo, desde la invocación de un tercero que va de la
divinidad al constituyente primario, dependiendo de la inclinación cultural
a lo sagrado o a lo profano. La norma fundamental y el contrato que la so-
porta suponen ciertos antecedentes simbólicos consolidados, a los que se
ha arribado por medio de la experiencia –entre otras– de la inevitabilidad
del acuerdo –contrato– para la convivencia. Figura trágica la del hombre,
atrapado en las redes de un impasse (sin salida) a todas luces irresoluble,
entre la necesidad y el deseo, entre la singularidad de su subjetividad que
reclama expresión, certidumbre y satisfacción y las demandas adaptativas
de la colectividad, entre la voluntad de seguir a otro que dé garantía al ser
y no hallar a ese amo apto para merecer la gracia de la adopción incondi-
cional, atrapado entre la desmesura y una cultura que igual se desborda
en su demanda. Es por esta fisura por donde emerge lo cultural, como
intento de disolución de lo determinante por naturaleza. La cultura es
el sueño de lo humano de ser diferente a sí mismo, sueño autorizado por
la indeterminación de su ser, muy a pesar del interés moralista en una
bioética que reduzca el deseo a necesidad.
De todas maneras se reclama un orden que puede abrumar al amo
solitario. Recurre entonces a una nueva estrategia: el amo ahora como inter-

1
Hans Kelsen. La teoría pura del derecho. Bogotá, Ediciones Universidad Externado de Colom-
bia, 1979.

91
mediario, como representante de un mundo otro del que nace el supuesto
orden de lo existente. Se trata del orden revelado que sacraliza al amo –o
su memoria–. Posteriormente, en el momento que se sabe que no es el
amo en sí, sino lo que representa, se da el paso a una nueva forma, a un
momento nuevo, en la estructura del poder: lo que hemos llamado la vía
de la invocación, el mandato en nombre de, un orden trascendente como
ocurre en las teocracias, y de modo sutil en la filosofía liberal, a través
del derecho natural soportado en una misteriosa razón natural, suerte de
orden inmanente, es cierto, pero con tal carácter de universalidad que
se inscribe en el nivel del dogma.
También se sueña con el fin de la historia, propuesto por alguna que
otra interpretación del materialismo dialéctico. Más adelante, a nombre
de la ciencia se efectúa una suerte de exorcismo del mundo, se impone lo
secular, los dioses parecen enmudecer, en medio del desencantamiento
que acalla las voces interiores del hombre; la razón reclama sus derechos
sacudiéndose el yugo del saber dogmático, con los astrónomos, físicos
y el cartesianismo –entre otros– y entonces deviene el individuo y la
necesidad de construir un nuevo punto de contacto: el contrato social,
la ley postulada ya no en nombre de la fuerza encarnada, ni de principio
sacro alguno sino del mandato de los individuos reunidos en nombre de
la racionalidad. El hombre renacentista ya probaba fuerzas a solas con
su conciencia.
Una razón que goza de los mismos derechos de la divinidad y asume
con mano de hierro los principios de la lógica, la función de ordenar el
mundo, juzgando lo inconveniente, lo anormal, lo periférico, lo irracio-
nal, lo incoherente, lo carente de validez. La fuerza es sustituida por la
creencia y la credibilidad, con acento religioso una, racionalista la otra,
pero ambas en representación de un mundo que al fin se deja explicar y
habitar adaptativamente.
Ahora el sujeto ha logrado hacerse a la ficción de pertenecer, en
tanto individuo, a una especie como cualquiera. Y si no, para eso están
los aparatos de control del Estado, la moral pública y en caso extremo la
ciencia y la economía, un tanto más sutiles en el arte de la dominación. El
hombre, ese pintoresco artesano del octavo día, se ha manifestado al fin
capaz de comprensión, aunque no alcance una verdad definitiva; anhelante
de inmortalidad, de todos modos, se reconoce mortal; hacedor de cultura,
pero incapaz de exonerarse de la tiránica necesidad; voluntarioso hasta la

92
caricatura, pero atrapado en las redes de su propia palabra. Hasta aquí la
historia aparece como un discurrir pendular que oscila entre el deseo de
avanzar hacia el punto absoluto de la divinización y la acongojada renuncia
en brazos de la fe trascendente o, bien, de la técnica como síntoma, como
compulsión de dominio. El poder se ha convertido en el ejercicio de un
derecho y ya no en el resultado de una virtud o gesta especial, ni mucho
menos un privilegio heredado dinásticamente con el paso del tiempo. Se
trata del gobierno de la economía, del imperio de la producción. La política
abdica día a día de sus poderes, poniéndose al servicio de los intereses
uniformes de los procesos productivos. La unidad de aquellos procesos no
admite una jerarquía no justificada por el conocimiento y las competencias
revertibles en términos del rendimiento económico. Por su parte, la ley
positiva debe ser hecha por alguien y aplicada a su vez. Esto nos plantea
un nuevo problema, el de quién ejerce el poder, desde qué lugar psíquico
y cuáles son sus vías de acceso. La ley no garantiza su aplicabilidad, así
como tampoco la capacidad de adquirir poder otorga per se la legitimidad.
Demos una mirada a algunas de las más notorias fuentes de donde emana
el poder en sus diversas manifestaciones. Tales fuentes normalmente es-
tán situadas en el plano psíquico de donde toman su fuerza, que luego las
ideologías con sus respectivas estrategias políticas transforman en formas
de gobierno, como la teoría política clásica nos informa.

93
EXCLUSIÓN, PODER Y DOMINACIÓN

La exclusión es el medio más directo de acceso al poder, sometiendo


al débil y doblegando su voluntad. Su dificultad mayor estriba en ser
excesivamente transitorio, pues careciendo de la complicidad del some-
1
tido, sin sentido de obediencia ante una autoridad por él reconocida, es
fuente permanente de conflicto, latente o manifiesto. Los momentos
2
fundacionales de la cultura descritos por Freud son reveladores, como
se verá más adelante al abordar el tema de la culpa. Un individuo pue-
de querer obedecer conscientemente, pero en tanto sujeto, no puede
convertirse en un adepto puro, algo en él esperará la oportunidad de
manifestarse impidiéndole someterse, incluso a su pesar. El hombre no
está diseñado a largo plazo para la obediencia incondicional, aunque lo
intente voluntariamente. Algo del orden de la reciprocidad le traicionará
en su voluntad de abdicación absoluta. Paralelo a ello, la figura dominante
decae permanentemente, deslizándose por un plano inclinado, más tarde
o más temprano.
Sin embargo, tras la aparente primacía de la fuerza se trasluce un
motivo más profundo: quien sienta más temor a la muerte o más sometido
3
esté a la inmediatez de la necesidad, claudicará ante el otro en la lucha
–que siempre se establece entre dos que se encuentran– por el reconoci-
miento. El sumiso opta por la protección y las obligaciones que comporta,
antes que la muerte a manos del otro, abdicación que le posiciona en la
pura animalidad. Aquí hay cierta complicidad transitoria, pues el ver-
4
dadero amo es el tiempo. El futuro ciertamente es del esclavo; pues al
amo, inmerso en el presente huidizo, ¿qué le espera sino la muerte y el
patético reconocimiento de su condición ilusoria por parte del esclavo,
ese mismo que ha perdido su condición de hombre en la abdicación? Las
relaciones de sometimiento siempre se modifican por el simple paso del
1
Alexandre Kojeve. La noción de autoridad. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 2005.
2
Sigmund Freud, Tótem y tabú, en: Obras completas, t. XIII Buenos Aires, Amorrortu editores,
1980.
3
A. Kojeve. La noción de autoridad. Op. cit.
4
Alexandre Kojéve. La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel. Buenos Aires, Editorial La Pléyade,
1982.

95
tiempo. Además, el sometido debe renunciar a su deseo identificándose
con el del amo, lo que ha de producir efectos en su propia economía psí-
quica, traicionando en última instancia su voluntad de obediencia. No
habrá confrontación y el sentido no avanzará sino en dirección del deseo
del amo, lo cual fijará la relación en un inexistente presente, soportado
realmente en la negación de la dialéctica misma.
Ocurre entonces una situación más real que el ejercicio fugaz e in-
sostenible de la fuerza: allí donde dos entidades humanas se encuentran
se establece consciente o inconscientemente una lucha a muerte por
el predominio, en la que uno tratará de poner al otro en condición de
dependencia, como una X que arroja a una Y al lugar ubicado en la parte
inferior de la barra.
Pero ¿quién ocupará el lugar del amo, lugar vacío por definición?
Ya se dijo antes: aquel con mayor capacidad de enfrentarse no sólo a su
contendor sino al riesgo mismo de morir, asumiendo que éste renuncie
a la lucha por temor a morir. Preferirá situarse en el lugar del esclavo,
entregando su libertad a cambio de seguridad, accediendo a las ventajas
secundarias que tal condición le otorga, como el adquirir protección por
parte del amo, así como verse liberado del angustioso enrostramiento
de la libertad, la incertidumbre e indeterminación que le acompañan
representando el vacío en medio de la existencia, allí donde el sujeto
nunca termina de aprender a respirar. Jean Paulhan, en el prólogo a La
5
historia de O, narra la historia de los esclavos de Barbados quienes libe-
rados por su amo regresan a exigirle les vuelva a tomar en condición de
esclavos, bajo el sugestivo título de “la dicha de la esclavitud”. Ello tiene
6
sus consecuencias: si en la base de la esclavitud existe un pacto, una
transacción de algún modo ventajosa para el esclavo, ¿cómo condenar la
institución en sí misma y desde afuera? ¿Cómo creerle a quien lamenta
7
su condición? Si es así, entonces habría que concluir que todo aquel que
se queja de algún modo miente, pues en un punto cualquiera permanece
8
cómplice de su posición adversa.

5
Jean Paulhan. “La dicha de la esclavitud” [prólogo], en: Pauline Reage, La historia de O, Bar-
celona. Editorial Bruguera, 1986.
6
Charles Melman. Lo ingobernable en la sociedad, en: El complejo de Colón y otros textos. Bogotá,
Cuarto de Vuelta Editores, 2002.
7
Federico Nietzsche. Así habló Zarathustra. Madrid, Alianza Editorial, 1980.
8
Hannah Arendt. La condición humana. Barcelona, Editorial Paidós, 1983.

96
El poema en prosa de Charles Baudelaire “Matemos a los pobres” es
suficientemente ilustrativo: “Sólo es igual de otro quien lo demuestra y
9
únicamente es digno de libertad quien lo demuestra”, es el consejo que
un buen demonio deja caer en el oído del poeta. Siempre el arma liberadora
–suicida– está al alcance de la mano, aunque parezca pírrica la elección.
Pero el temor instala la vulnerabilidad, impidiendo ver que la “salvación
10
está en nosotros mismos”.
En íntima relación con lo anterior se infiere una consecuencia más:
nadie puede liberarnos de nada si nos falta el deseo de ser libres. Toda
acción externa en su favor corre el riesgo del fracaso, como nos ilustra el
caso de los esclavos de Barbados, o como se ve todos los días en la edu-
cación o en el escenario de las terapias de todo tipo, en las estrategias
motivacionales propias de la cultura organizacional o de los reformistas en
el terreno político. La compasión es detestable para el poeta francés, para
11
Nietzsche y otros. El sujeto podrá alcanzar sólo aquello que antes haya
labrado en su intimidad, a través de su palabra constituida en parte de su
12
realidad. “Sólo se da órdenes a quien no sabe dominarse a sí mismo”.
Entre los japoneses sólo era digno de entregar la vida por el Imperio aquel
13
que se hubiese construido un cuerpo digno de morir de modo glorioso.
Se infiere que el estado de dominación implica la complicidad del
sometido. Sin duda existen situaciones externas francamente desventa-
josas que escapan al control del sujeto que las padece. Las oportunida-
des se cierran a menudo y un desplazado por la violencia en los campos
no tiene espacio en lo dicho. Por supuesto, el abuso, la explotación y el
arrebato existen en todo momento y lugar, al menos como posibilidad,
pero lo que esta mirada nos recuerda es que el dominado, el explotado,
el abusado, también deben interrogarse por su complicidad en el asunto.
Y, naturalmente, aquellos profetas que se reclaman defensores de oficio
de aquéllas víctimas.

9
Charles Baudelaire. Poemas en prosa. Barcelona, Edicomunicación, 1994.
10
Así dice Lucy al Conde Drácula, en el film Nosferatu, el vampiro, director Werner Herzog,
1979.
11
Federico Nietzsche. Así habló Zarathustra. Madrid, Alianza Editorial, 1980.
12
Ibíd.
13
La obra de Yukio Mishima es una buena muestra de lo dicho aquí.

97
También esto tiene que ver con las formas simbólicas de la cultura.
Un verdadero guerrero japonés no se representa en la condición de prisio-
nero. Se da muerte en nombre de su sentido del honor. La muerte es la
rúbrica de una existencia agotada en el código del samurái. En Occidente
el sometimiento es advertido como transitorio. Es un estado coyuntu-
ral, nunca definitivo y, por supuesto, susceptible de transformación. El
sometimiento es reversible. Respondiendo a la sublevación de su más
profunda intimidad, dice el esclavo transitorio: “La rueda del tiempo
ha girado y la relación de fuerzas se ha invertido”. Allí es posible jugar
de nuevo a la inferencia: la pobreza posee un rostro en el que aparece
también como condición mental. Para algunos sectores del socialismo y
ciertas interpretaciones religiosas, la condición de pobreza material es
consecuencia de la explotación del hombre por el hombre, desde una
óptica que supone causas objetivas, en particular el control sobre los
medios de producción, en el primer caso; a la excesiva ambición y avaricia
de algunos, en el segundo. En esta óptica, habría que ver hasta dónde la
situación de desposeimiento efectivo se nutre de otro rasgo más delicado
14
y, en ocasiones, menos visible: el empobrecimiento de la vida anímica.
La Biblia habla del uso de los denarios en una parábola que alude a esta
situación. Uno los entierra mientras otro los pone a producir. Este per-
sonaje –el esclavo– se siente despojado injustamente por alguien, quien
deberá cargar con la culpa por razón de despojo supuestamente cometido.
Se deriva una peculiar psicología de la esclavitud: el hombre preferiría
en principio ser esclavo, tener un amo que decida por él, que le exonere
de la intimidante responsabilidad de hacerse –con la extrema dificultad
que ello implica–un mundo libre. Me alimenta, me cuida, me protege,
me traza lineamientos para la vida, me señala un ordenamiento, me libera
de lo incierto, me evita los peligros.
Lo trágico no comienza en esta claudicación aún humedecida en las
fuentes míticas, sino en el imposible hallazgo del amo capaz de resolver
semejante demanda. Teresa de Ávila, echa los cerrojos tras de sí en el
convento de Toledo, huyendo de los hombres, susurrando entre anhelos
de perfección su deseo de comunión con su Señor. Otros se niegan a es-
camparse en una creencia que los someterá. Hay personas que libremente
eligen ser esclavos. Es una paradoja para ejercicios de lógica.

14
Lo cual no niega la existencia del acto violento de la explotación del semejante.

98
Sinteticemos: en rigor, nadie puede esclavizar a otro sin su compli-
cidad, más o menos consciente. Ahora bien, al amo debe recordársele
que no es más que un inquilino de la silla vacía del poder. El portador de
las insignias del ideal colectivo, se supone su encarnación, “deteniendo
15
en beneficio propio la dialéctica del significante”. Todo amo tiende a
olvidarlo y el tiempo vendrá a recordárselo. Está condenado –en la mani-
festación de su deseo– a la servidumbre del tiempo. Una trampa psíquica
que puede conducir a aquel que ocupa un puesto de poder, a olvidar
qué fuerzas le avalan distorsionando su verdadera condición. Creerá en
adelante que el poder emana de su persona, que se legitima a sí mismo.
Es común observar individuos que al acceder a una posición de poder
tienden a olvidar en qué se apoyaron, qué los promovió, qué principios
salvaguardan su función legitimando su mandato. Allí estaría la fuente de
muchos males de la gobernabilidad.
Abundan los análisis sobre las formas de gobierno, los sistemas
políticos, y el juego partidista, igual que una extensísima retórica en
defensa de los desposeídos del poder. Más escaso es hallar análisis sobre
la indisoluble relación entre el amo y el esclavo y, menos, una suerte de
psicología del pretendiente a la silla vacía del poder. Las formas exte-
riores no son mejores o peores per se. Un lugar debe reservarse para la
siguiente interrogación: ¿desde qué lugar psíquico se pretende el poder
en cada caso?, ¿por qué se va en cada caso puntual tras ese lugar vacío
por definición? Volviendo sobre la óptica psicológica, sabemos que el amo
adviene en su sitio porque es quien constituye promesa de goce pleno
(seguridad, sentido, reconocimiento, placer) para sus súbditos, lo que de
todas maneras lo aboca a la degradación y la caída. Suerte de señor Klam
del castillo kafkiano, oscuro y enigmático, tanto que nunca termina el
lector de saber si el personaje está vivo o está muerto, si existe o es pura
leyenda. Sin embargo, cierta inaccesibilidad sería una característica del
amo. Igual es quien más se arriesgó un día, –en la realidad de los acon-
tecimientos o en la ficción del relato– el que más considera su muerte
probable extendiendo un halo protector, sobre sus semejantes. Pero el
tiempo, amo verdadero, se encarga del paulatino desmoronamiento del
amo, a pesar de la insistencia del grupo por sostenerle. Todo vuelve a fluir
negando el intento de conservación del artificio, repetimos, deseado por

15
Gérard Pommier. Freud ¿Apolítico? Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1994.

99
el grupo, lo cual no niega su defecto estructural, arrastrándole al inevi-
table desprestigio: el amo envejece, pierde fuerza, se hace arbitrario, se
empeña en encarnar el poder poniéndose a la altura de la demanda de
todos; pero no lo consigue, es demasiado humano para cerrar el circuito
de la vida, para exorcizar el azar y lo incierto; intenta traspasarlo a su
descendencia que no siempre posee sus dotes, ni ha hecho los méritos,
que otrora legitimaron su poderío. El osado mascarón de proa termina
naufragando en las aguas ilusorias de Narciso.
Se observa que todo poder se ejerce en un plano inclinado, aludiendo
a su inevitable desgaste. Esto es trágico porque los hombres reclaman
un orden, una conjura de la incertidumbre y, para ello, se inventan el
poder, para olvidarse, para escapar de la obligación de re-crear el mundo,
demiurgia ineludible de la aventura humana. El hombre sienta al amo en
el trono, pero éste se desmorona y se torna patético, haciéndose odiar e
incluso asesinar. Es la tragedia inadvertida del poder. Freud atribuye al
16
remordimiento y la culpa la escena fundacional de la cultura. El temor
a morir sólo aparecería como efecto de la culpa por el parricidio (ley del
Talión). Tras el deseo de orden habría una necesidad perentoria de restrin-
gir, de reprimir, de sofocar una intensa pulsión de muerte dirigida a todo,
sin diferencia de lo interno y lo externo; la pulsión parricida y también
17
la incestuosa en el esquema freudiano. Debe aclararse que el orden
no implica la ley. El orden podría ser meramente restrictivo, impuesto
unilateralmente, sin mayor legitimidad; mientras que la verdadera ley es
propiciatoria de cierta adaptación del sujeto a la cultura. Como sea, el
sujeto reclama un padre, pero el amo real puesto en su sitio no cumple
los requisitos y se desploma bajo el peso de las expectativas, de las que,
con suma osadía, se ha hecho responsable.
Es necesario, entonces, inventar algo inhumano que regente el orden
necesario al mundo. El tótem y luego el dios. Cierta lógica primitiva obliga a
lo vivo a postular lo no-vivo como aquel lugar de donde todo advendría. Todo
procede de una causa, hasta la energía última parece regida por la ecuación
somnolienta de un dios juguetón. Es un hecho que lo existente hunde su
raíz en lo ex-istente, en lo real, en aquello que resiste a la nominación. El

16
Sigmund Freud. Tótem y Tabú, en: Obras completas, t. XIII. Buenos Aires, Amorrortu editores,
1980.
17
Ibíd.

100
amo, para conservar su lugar, pretende detener el fluir de las cosas. Esto
nos conduce a la idea de un poder conservador por naturaleza, salvo en
el preciso instante de su posicionamiento donde encarna la promesa y la
esperanza de ver al fin realizados los más caros sueños del grupo. El escla-
vo, por su parte, tiene futuro, pero sólo hasta que tome el lugar del amo,
para ver irónicamente desvanecida su retórica libertaria. Espartaco vive
una gloria transitoria, mientras la rebelión reverbera, pero cae en desgracia
cuando instala un poder paralelo al de Roma. No sabemos hasta qué punto
pueda decirse que Roma le reprime o su propia aventura le aplasta. Patética
representación de un drama humano que parece destinado a convertirse
en tragedia y lo trágico es precisamente aquello que fundamenta la vida,
pero que resiste a su resolución definitiva. La impostura ideológica radica
en esto: sustituir lo trágico de la existencia por el guión previsible de una
comedia de tercera. Lo más doloroso para el sujeto no es estar sometido
a otro, sino justamente la ausencia de otro lo suficientemente digno y
competente para ser su amo. “Las más de las veces, el jefe del partido o
el representante de un grupo carece de la estatura necesaria para provocar
tal orientación. En general, debe remitirse para esto a un muerto, cuyo
pensamiento y cuya vida se supone que avalan su posición, por ejemplo
18
Marx, Jesucristo, Freud, etc”.

18
G. Pommier. Op. cit.

101
LA FUERZA AGLUTINANTE

“El individuo se constituye gracias a la masa en la que, sin embargo, se


siente solo. Por eso el líder es bienvenido, porque permite al individuo
1
reconocerse en ella”. El líder es el referente de la masa, el aglutinante,
gracias al juego temerario de la encarnación del ideal al que en verdad
se debe. La relación de dominio con un amo es precisamente la de la
identificación, que le otorga un imaginario aval al ser individual. A este
factor, capaz de reunir en un campo identitario a un grupo de individuos,
lo podemos apreciar más de cerca en su modo de operar al interior de las
organizaciones tanto públicas como privadas, con sus respectivos matices
en la constitución de lo que cada una de ellas entiende por cultura. Habrá
que ver cómo se comprometen los actores de una relación de mutuas
expectativas en procura de un acuerdo señalado por la mayor reciprocidad
posible, cuando no de franca y excluyente dominación. Se parte entonces
de un supuesto fundamental: el poder no es idéntico a la fuerza. Toman-
do prestada la palabra a los filósofos, la fuerza es razón necesaria más no
suficiente para el poder. La fuerza no garantiza lo que el poder quiere y
espera: duración, estabilidad y permanencia. Lo que quiere aquel que se
hace a una posición de poder es prolongar en el tiempo la influencia sobre
otro que obedece. Muchos han definido el poder como la capacidad de
influenciar el comportamiento de otros en una dirección determinada,
representación más o menos fiel de objetivos previamente concertados.
Pues bien, el asunto es la duración de esa influencia, su capacidad de per-
manecer activa y estable. La fuerza es una tentación no exenta de riesgo.
Es la vía más inmediata de acceso al poder, sometiendo al débil, doblegando
su voluntad en el extremo de sus efectos. Representamos X(-)Y lo que
llamamos fuerza excluyente, donde la relación no va más allá de la aniquila-
ción del otro. No habrá lugar a la mínima condición de poder, a saber, la
existencia de un actor para la obediencia. Ello es igualmente válido en el
plano de una organización que requiere del recurso humano como elemento

1
Gérard Pommier. Freud: ¿Apolítico? Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1994.

103
esencial de su funcionamiento. En el plano de las políticas coloniales es
posible que a un ejército extranjero no le interesase instalar un dominio
permanente sobre los habitantes del territorio invadido, como fue el caso
histórico de los ingleses en Norteamérica. La fuerza de la exclusión se
transforma –en este caso– en voluntad de exterminio. La historia es rica
en casos similares.
En las organizaciones privadas, contra todo pronóstico, tampoco bri-
llan por su ausencia el incidente, la intriga, la lucha por el reconocimiento,
las alianzas clandestinas, las pasiones desbordadas, formas encubiertas de
la franca voluntad de exclusión, en proporción con la ambición de poder,
coincidiendo, en este caso, con aquellas posiciones donde se toman las
decisiones más relevantes. Aparentemente la lógica de los sistemas pro-
ductivos en un mercado en donde la competitividad dicta verticalmente
las reglas del juego, en dirección al rendimiento cada vez mayor. Si ello
fuera en todo cierto, como reza la retórica discursiva, los malos hábitos,
las prácticas contrarias a la sinergia y acople necesarios, pasarían factura
a la ineficiencia de un sistema viciado por aquella rivalidad interna. Es la
apuesta confiada en el diseño de cualquier organización, en el deseo de
sus postulantes, suficiente para su funcionalidad exitosa y adaptativa. Sin
embargo, la lucha interna, no cesa a pesar del mercado, de la matemática
financiera, de los procesos inmaculados en la gráfica, los diplomados en ge-
rencia y ética empresarial. Alguno podría tentar una solución paradójica:
“Precisamente en la ardua competencia, cada quien da lo mejor de sí y el
resultado va a reflejarse en las cifras de incremento constante”. Queda-
mos entonces a merced de las fluctuaciones de una experiencia difícil de
concretar en conceptos coherentes. La línea que hace de frontera entre
la exclusión, la competencia que estimula el crecimiento exponencial de
los contendores y la franca voluntad de exterminio del otro es tenue y a
menudo indeterminable.

104
UN GOCE AÚN POSIBLE

Pareciera evidente la intencionalidad de la colectivización en dirección a


un goce aún posible. Hemos sugerido que en esa esperanza convertida en
demanda del otro se instala el campo social. El sujeto alienado, sin aval
posible para su pretendido ser singular, primero interroga al otro y cuando
no halla respuesta satisfactoria intenta reencontrarla en la multiplicación
de su individualidad, en la masificación que hace del grupo un amplio
espectro de repetición. O bien, en la misma línea imaginaria, se mimetiza
con el grupo bajo la égida del más fuerte en la medida en que impone
su apariencia a todos bajo el rótulo de un dogma cualquiera. Lo que no
queda claro en este encuentro, es la distribución del trabajo, del aporte
subjetivo a la vida en grupo. No es obvio, ni está trazado por la naturaleza,
un límite entre los individuos, ni la distribución jerárquica del mando,
ni el eventual sacrificio en el plano de la satisfacción de las necesidades
apremiantes o, en nombre de qué condiciones ideales o prácticas se hará.
1
¿Es feliz el sujeto en grupo? ¿O bien algo de su subjetividad se resiente
en la integración? Sabemos que ésta jamás será completa y que el grupo
no podrá nunca responder del goce pleno de sus miembros dejando un
2
resto de malestar consustancial al mismo. Y más allá, ¿el goce mismo
reclama o rechaza las tendencias absolutistas que comporta todo intento
de homogenización? ¿El goce es mortífero per se? ¿Todos aquellos allí
reunidos anhelan ocupar el lugar más alto en la jerarquía? ¿Existe la vo-
luntad del amo al mismo tiempo que una simétrica voluntad del esclavo?
¿La tendencia a socializarse coincide con un sentimiento solidario, o más
bien, implica el germen de la discordia? ¿la vía colectiva implica en algún
momento la destrucción del otro? Todo amo corre el riesgo de presenciar
el desmoronamiento de su imagen.

1
Por subjetividad entendemos algo del sujeto que tratará de manifestarse o pronunciarse en
cualquier momento, y que reprimido retorna como síntoma incluso en la aparente filiación
incondicional a cualquier discurso, movimiento ideológico.
2
Sigmund Freud. El malestar en la cultura,en: Obras completas, t. XXI. Buenos Aires, Amorrortu
Editores ,1996

105
Debe resaltarse que en nuestra óptica no encontramos satisfactoria
la explicación tradicional, según la cual, la figura del amo es correlativa a
la guerra entre clanes, que dejaría esclavos en manos de un vencedor, que
así se constituiría en amo. Para Pommier, “los clanes con su amo deben
3
estar constituidos para que haya guerra”. En cualquier caso, el prisionero
se convertiría en esclavo no por el hecho de serlo, sino por algo mucho
más radical: por carecer del valor para darse muerte, antes que vivir en
ausencia de libertad. Tampoco sería dado por cierto lugar preeminente
en la familia. “El lugar del amo es ese lugar vacío que corresponde a lo
que el sujeto ignora de su propio inconsciente. El amo nos domina con
nuestro inconsciente, y las reglamentaciones que impone sirven en primer
4
término para balizar el lugar que responde de aquel”. Lo que el sujeto
ignora de su propio inconsciente, ahí se instala ese amo que promete saber
de nosotros. De todos modos, el amo no resuelve nada en definitiva. El
goce materno, la clausura del sistema simbólico, la plenitud del incesto
siguen siendo el fluido subterráneo del deseo, y es así como se exhibe
al padre muerto, en nombre del cual se unirá el grupo clásicamente. El
grupo unido goza alrededor del padre muerto. El amo es puesto allí para
ser depuesto, paradoja sin solución que otorga toda la fuerza a la idea del
impasse (sin salida) como hilo conductor de la vida social y del ámbito
político. El sujeto tiene que inventarse al amo porque alguien deberá
avalar su ser.
En esta línea, los conflictos sociales pueden ser vistos como síntomas
que buscan angustiosamente salida al goce postulado como ideal, incluido
el anarquismo. Para la teorización psicoanalítica, es el síntoma, y no la
ideología ni el modo de producción, quien estructura la sociedad. El goce
se encarna en un síntoma que se intenta resolver en el semejante. La
función principal del mundo social será, entonces, la satisfacción indirecta
del goce, el exorcismo del malestar, el camino de la identificación, que da
un lugar al sujeto al tiempo que le aleja de lo singular de su verdad. En el
grupo, el sujeto se da un lugar en la identificación a un ideal compartido,
al precio de perderse allí. Por su parte, al amo, su promesa de guiar hacia
un goce imposible, le destituye desde el mismo instante de su postula-
ción. Nunca podrá dar la medida que el grupo ha descargado sobre sus

3
Gérard Pommier. Freud ¿Apolítico? Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1994.
4
Ibíd.

106
hombros, a pesar del aparente acuerdo que entre ambos pareció existir
desde siempre. Algo ha de presentarse siempre en representación de eso
que falta y que hace de causa al deseo, y que justamente en tanto escapa
al lenguaje nunca podrá ser pronunciado, y en consecuencia quedará en
un suspenso, en una irrealización que continuará movilizando a los grupos
sociales en el camino de su propia historia.
El grupo unido goza alrededor del padre muerto, a merced del he-
chizo colectivo donde reinará una individualidad que en últimas no sabe
cuánto deberá tributar al goce. El amo es puesto allí para ser depuesto,
paradoja sin solución que otorga toda la fuerza a la idea del impasse (sin
salida) como hilo conductor de la vida social y del ámbito político.
Por su parte la promesa de grupo permite entonces diferenciar cuatro
niveles, que son los responsables de mantenerle más o menos cohesionado
en su búsqueda: el sujeto tiende a sobrevivir, rechaza la muerte –al menos
en primera instancia–; busca en el otro el retorno del sentido a través de
una imagen que dé cuerpo a su ser en el mundo; anhela en consecuen-
cia ser reconocido en la doble acepción del sentido y del afecto; y en la
búsqueda de satisfacción pulsional, actúa en dirección a la descarga, en
forma de placer objetal. Pero en ese movimiento en dirección al otro nada
garantiza que aquél esté dispuesto a participar como complemento natural
de los requerimientos a él dirigidos. Se tratará siempre de una relación
compleja, inanticipable, en perpetua construcción. El sujeto nunca sabe
en definitiva si el otro es su aliado, su cómplice, su complemento solidario,
o, por el contrario, su rival, su enemigo a muerte, su competidor, o simple-
mente aquel que le ignora; o más aún, quien aun deseando encontrarse
con él no lo consigue en su condición de ser de lenguaje.
Aquí se configura eso que hemos nombrado en diferentes momentos:
un impasse (sin salida) en la relación del sujeto con el otro. La pulsión –y
más allá el deseo–, entendido como la pulsión ligada a la representación,
le espolea en dirección a un otro que más que nada aparece en su dimen-
sión de fantasma, una suerte de reacción que ocupará el lugar del fracaso
del incesto, el que a su vez relanza al sujeto de todos modos hacia otro,
que más allá de la contingencia imaginaria, habrá de existir en algún lado.
Veamos en qué sentido: el otro del grupo es el representante del fantasma
construido a partir de la imposibilidad de ser el falo de la madre, imperativo
inicial de la pulsión, quintaesencia de todo aquello que pueda referirse
al goce. El otro en el fantasma es la promesa de poder gozar aún, a pesar

107
de todo. ¿Cómo reacciona el sujeto? Al constatar que ese otro instituido
e instituyente (por una noble causa, al fin de cuentas) no garantiza nada
distinto al soporte imaginario de un ideal, intentará resolver el trágico
impasse (sin salida), por ciertas vías fundamentales, momentos rotatorios,
alternantes en el desasosiego permanente del deseo que involucra a dos
y a un tercero necesario, en el mejor de los casos, operando en nombre
de la ley, entendida aquí como renuncia a la omnipotencia, como reco-
nocimiento de un límite imprescindible en el juego de la convivencia,
así como representación estructural de la falta. Se trata de categorías de
análisis aplicables tanto al trasfondo histórico como a los momentos de
una subjetividad atrapada en los ritmos irregulares del deseo.
Ocurre que no existe en el sujeto una noción precisa que cumpla la
función de límite; nunca se sabe hasta dónde avanzar –o retroceder–. La
incertidumbre es un dato de entrada de lo humano. El otro, una incógnita
indescifrable, no hay regla ni medida preestablecida. La cultura intentará
fundamentar un orden, unas reglas del juego capaces de brindar cohesión.
Ese ordenamiento es un orden del sentido que se encarga de legitimar
los actos en una u otra dirección. La supervivencia es regulada por ella,
la que a su vez le atribuye una forma simbólica a través de múltiples sis-
temas de representación simbólica; diseña canales de reconocimiento,
formas de intercambio e intenta la ritualización del placer. Para todo ello
se instituirían unas reglas del juego que deberían ser agenciadas por un
poder designado para el efecto. Cuando esto ocurre, se está tratando de
exorcizar los trágicos niveles de incertidumbre a la par que se intenta
agotar el equívoco; Edipo camino de Tebas se encuentra a un hombre
llamado Layo acompañado de su guardia personal, le da muerte y luego
se entera que era su padre. Llega a Tebas y se casa con Yocasta la viuda
de aquel hombre muerto en el camino y resulta ser su madre. El asalto
de lo incierto, de lo inanticipable le da el toque trágico a la existencia.
El acto parece anticipar el pensar en lo inconsciente. El sujeto no sabe
lo que dice. Y el poder encarna ese carácter trágico y trata, por todos los
medios a su alcance, de atemperar esos niveles de incertidumbre frente
a lo reprimido, proponiendo un orden, o simplemente imponiéndolo.
Desde los umbrales de la existencia el sujeto incorpora la idea de que es
en el otro donde podrá encontrar aquello que le falta en los cuatro nive-
les fundamentales de la demanda, para comprobar muy pronto que nada
garantiza esa ilusión. Del impasse (sin salida) consiguiente, así como de

108
la imperiosa necesidad de mantener con vida esa ilusión, surge el poder
como patética pero inevitable alternativa.
En la masa se actualiza el factor de aglutinación, en el que cada
uno experimentará la creencia en que los asuntos de la comunidad son
cuestiones privadas entre él y su líder, prolongación de su ideal del yo,
héroe interior ejercitado una y otra vez en la fantasía. La complicidad es
particularmente afectiva, particular extensión del narcisismo. El líder
se convierte en una verdadera fuente de inspiración para la comunidad.
Su clave radica en la capacidad de interpretar las necesidades y deseos
de la masa, que no se constituye como tal –por oposición a la simple
yuxtaposición de individuos– sino a condición de este hilo interpretati-
vo que genera una corriente afectiva que le recorre unificando algo que
denominamos masa. En el momento previo a la constitución de la masa,
propiamente dicha, ocurre una relación de dos, del adepto con su líder,
puesto en el lugar totémico que sintetiza los accidentes de su deseo, que
resulta siendo el de todos los miembros de la masa. El ejemplo clásico
es el del enemigo externo combatido por un líder que aglutina el deseo
del pueblo por arrojarle fuera. O el líder que interpreta los sueños de la
colectividad, basados en una particular visión del mundo. Estos dos casos
se reúnen en Gandhi, quien no sólo encarna el malestar de la India frente
a la invasión británica, sino que sabe interpretar el sueño de la suspensión
del caudal fenoménico, dándole forma en un plan de acción política.

109
EL CONTRATO

El sujeto de la cultura, a diferencia del sujeto de la ideología, espera


poder decidir sobre aquellos aspectos que le involucran con lo público,
consciente de la distancia que ha de regular sus relaciones con el seme-
jante, en nombre de una ley impersonal. El sujeto investido del poder
soberano, que le hace ciudadano, decide en quién delegar esa soberanía
en el campo de la gobernabilidad. El sujeto político quiere verse reflejado
en las medidas y decisiones del poder, sentirse y verse reconocido en las
acciones del gobierno, captar su sentido, compartirlo y, en consecuencia,
saberse y sentirse seguro, libre de toda amenaza contra sus derechos
fundamentales. Este sería el objetivo de la República, crear un espacio
apropiado para la interlocución donde se supone para todos el derecho a
la palabra en la doble dirección de la expresión y la escucha, derecho que
1
en palabras de Lyotard, comporta un esfuerzo para ponerse a la altura de
su merecimiento. La ley positiva como límite y como posibilidad, sólo en
tanto función impersonal, paso que implica ciertas elaboraciones.
Lo que aquí llamamos lógica de la reciprocidad está determinada por
la articulación de la ley, la asimilación de una verdad ineludible: el goce
no es sostenible a causa de su carácter esencialmente mortífero; el sujeto
huye de esta dolorosa constatación y se instala en el fantasma, creando
la ficción de un relato que da cuenta de ciertos eventos responsables
de la imposibilidad. Cuando el sujeto enfrenta esa situación trágica de
lo irresoluble prefiere huir al relato fantasmático –lo trágico es lo que
estando ahí como enigma es simplemente irresoluble– el hombre tiene
esa condición extraña, vivir en una atmósfera trágica. Cuando evoluciona
hasta un punto en que retorna a lo inevitable ha dado un paso firme en
la elaboración de la falta y, en consecuencia, en la introyección –más o
menos lograda– de la ley. Sabrá entonces del trabajo paulatino que puede
transformar la realidad a su debido tiempo, o la necesaria relación con el
otro, interlocutor en la creación dialéctica del sentido. Aquí entra la lógica
analítica a regular lo imaginario.

1
Jean François Lyotard. Los derechos del otro. Bogotá, Cuadernos Ecopetrol, 1996.

111
El poder se ha convertido en el ejercicio de un derecho y ya no en el
resultado de una virtud o gesta especial; ni mucho menos un privilegio
heredado de una dinastía sacralizada con el paso del tiempo. Las figuras
heroicas del guerrero, el sabio, el rey filósofo, el vidente, el iluminado por
la revelación divina, el príncipe incluso, han perdido su lugar nuclear en la
organización política de los pueblos. Cierto desencanto les ha desplazado
a la memoria literaria, a la saga o la leyenda.
Ya el grupo puesto en escena, constituido alrededor de un amo secu-
larizado, una especie de amo sin rostro, abstracción pura en nombre de la
voluntad general, referente identitario suficiente para ejercer como aval
de la identidad de cada uno de los integrantes del grupo. Por su parte, el
amo representa la exigencia de una adaptación lo más incondicional posible
a la causa colectiva. Los aparatos ideológicos y los aparatos represivos del
Estado se encargarán de garantizar aquella adaptación, puesta en escena
del campo político.
Una sociedad sin normas, sin mínimas reglas del juego, caerá segu-
ramente en el caos y la destrucción; su reproducción, estabilidad y per-
manencia estarán en peligro. Ya vimos antes cómo la ley opera en tanto
estructurante de la emergencia misma del sujeto y de lo humano espe-
cífico, una ley pensada desde la constitución del lenguaje, como sistema
imperfecto, lo que tiene implicaciones esenciales en la relación del sujeto
con el otro y, por ende, en las relaciones de orden político. En la medida en
que la falta en ser, representada por la precariedad del lenguaje, repercute
ipso facto en las relaciones donde el sujeto intenta repararse justamente
de aquella falta en ser, estamos autorizados a tender un puente –no una
confusión– entre norma y ley. Hasta aquí hemos utilizado indistintamente
la palabra ley en el sentido de límite, de punto excluyente de contacto
con lo real, de propuesta substitutiva de lo real por la realidad psíquica
en todo caso. Siendo así, no podemos pensar en esa eventual adaptación
más o menos espontánea del hombre a su entorno. Lo que se quiere
decir es que el hombre, de entrada, se encuentra desplazado del medio
natural y condenado a relacionarse con el mundo a través del lenguaje y
la representación. De todas maneras, es impelido al acto por la energía
pulsional, susceptible de transformarse en representación o no. Además,
las representaciones que dan forma al inconsciente, a manera de cadenas
significantes, sólo bordearán al objeto supuestamente adecuado para su
descarga. Y en tal estado de cosas, los códigos prescritos por cada cultura

112
en particular pueden correr todo tipo de suertes, en principio, tantas
como sujetos de deseo se configuren.
Retomando el punto de partida, una sociedad sin normas no sería
posible por: a) El sujeto está dotado de pulsiones tanto destructivas (de
muerte) como constructivas (de vida); Eros y Tánatos se disputan la
primacía en escena. b) El sujeto buscará su satisfacción sin reparar en
obstáculos. c) Satisfacer a cada sujeto en particular no es posible para
el grupo.
Para enfrentar estos aspectos desestabilizantes del destino pulsional,
la colectividad propone cierta homogenización de los actos y pensamientos
de todos, a través de la formulación de normas de acatamiento colectivo,
en principio de orden moral casi siempre extensibles al orden jurídico-
político. Sólo uniformados, aplanando una parte de la subjetividad de cada
quien, pueden la sociedad y su retórica cultural prosperar. Veamos algunas
consideraciones sobre el modo como la doctrina moral se ha formulado y
de qué manera responde al sujeto.
Para los griegos antiguos la ética era la ciencia que ayudaba a la for-
mación de las sanas costumbres. Ahora bien: estas sanas costumbres no
son tan obvias como su apariencia promete: en primer lugar, no es fácil
encontrar una conducta que sea proscrita y condenada con igual firmeza
y decisión en todas las culturas conocidas por la antropología actual,
aparte de la ley universal de prohibición del incesto. De ello se deriva
que la unidad de criterio para legislar moralmente no es algo simple. Y
de paso, nos relativiza el problema sobre lo que es bueno o es malo para
el hombre. Y en segundo término, otra dificultad consiste en lograr que
el sujeto particular se adecúe a la norma. Nuestra experiencia cotidiana
nos conduce incluso a una cruda realidad que se halla adportas de ubicar
la transgresión como norma. Los códigos morales son muy explícitos y su
divulgación no ha dejado de producir resonancias sociales: hoy también
contamos con templos bien concurridos y, sin embargo, el fenómeno de
la llamada doble moral nos asfixia. La cultura implica un elemento repre-
sivo en su estructura con el consecuente malestar del hombre civilizado,
quien a menudo responde con la transgresión de una ley que no asume
como suya, sino como imposición ajena. Es el problema de la legitimidad
en el plano político. El hombre tiende a no acatar una ley en la que no se
siente partícipe de ningún modo. La formación del sujeto político implica
la enunciación que exima de la puesta en acto de lo reprimido.

113
El deseo marca al hombre, estamos condenados a desear. Pero la
moral –política o religiosa– niega el deseo. El sujeto clausurado en la
posibilidad de nombrar se torna agresivo, –agresión que puede dirigirse
al semejante o bien retornar sobre su propia persona– sin hallar salida
al conflicto entre las fuerzas del deseo, la moral y la culpa. Habría que
proponer una nueva vía ética permitiendo al sujeto nombrar su angus-
tia, su dolor de estar vivo, facilitando su posicionamiento social como
elección libre. Las formas simbólicas propuestas por la cultura están
siempre disponibles, a pesar del papel homogenizante que a instancias
del poder, suele jugar la cultura. Al sujeto nadie podrá arrebatarle nunca
el posible ejercicio de una negatividad radical, capaz de dar un giro nuevo
a su posición frente a ella (la cultura). Los mandatos del otro y de la
cultura en general siempre podrán ser reinventados por medio de lo que
se ha denominado aquí acto creativo.
Veamos ahora la faz política de la situación. Comencemos diferen-
ciando el llamado por los pensadores de la ilustración europea del siglo de
2
las luces, “Estado de naturaleza”. El hombre, en este hipotético estado,
¿cómo se comportaría? Ya Thomas Hobbes, siguiendo las palabras de
Plauto, sentenciaba con rigor su homo homini lupus, “el hombre es un lobo
3
para el hombre”; este, en estado natural estaría revestido de una serie de
atributos y tendencias contrarias tanto para la convivencia como para la
supervivencia misma. Será egoísta en estado puro; buscará la realización de
sus necesidades sin reparar en la existencia de nadie, salvo en cuanto ese
alguien sea necesario a sus intereses, y enfrentará a muerte a todo aquel
que ose interponerse. Intentará imponer su voluntad a su alrededor, sin
detenerse en los medios violentos que fuesen necesarios para establecer
el reinado de su voluntad. En el dilema permanente de quién manda a
quién, desplazado al escenario de la lucha sin cuartel, tal situación de
guerra total, de guerra permanente, amenazará la supervivencia misma
de la especie.
En síntesis: el hombre de la naturaleza no reconocerá límite alguno
a su irrestricta voluntad, y una situación semejante sólo garantizará el
goce pleno al más fuerte, quedando el resto en estado de opresión. Para

2
Jean Jacques Rousseau. El contrato social. México, Editorial Porrúa, 1977.
3
Thomas Hobbes. El leviatán. México, Editorial Porrúa, 1976.

114
Freud, “el mayor obstáculo con que tropieza la cultura es la tendencia
4
constitucional de los hombres a agredirse mutuamente”.
Así entonces, lo anterior conduce al hombre a comprender que las
libertades del “estado natural” son sólo una tímida promesa de ser él,
quien se imponga, el vencedor y por tanto el amo del grupo. Además, la
existencia del grupo está permanentemente amenazada. Procede entonces
a efectuar una renuncia: en adelante deberá adecuar –sin remedio– su
existencia a ciertos límites o normas institucionalizadas para preservar
la convivencia. Tales normas tomarán diversas formas al constituirse. En
cada lugar, con ellas, nace una cultura particular, enlazada a sus propios
mitos. La razón de ser última de la cultura es la defensa contra los excesos
de la naturaleza. Es posible afirmar entonces que las normas son relativas
a la cultura. En el vasto mundo cultural no es fácil hallar coincidencias
al respecto: una sola ley encuentran los sociólogos y antropólogos con
carácter de universalidad: la ley de prohibición del incesto. Toda cultura
impone en su base constitutiva este límite. Es decir, allí donde hay ley
5
de prohibición del incesto se da el paso de la naturaleza a la cultura. Y,
mirándolo desde otro punto de vista: la cultura se funda en una ley que
limita la conducta individual prohibiéndole al sujeto algo, que por ello
mismo permanece como bien más deseado, como punto de mira inac-
cesible. Ese algo, lo incestuoso, posee una relación plena con el origen
y existencia del deseo: por prohibido, no por nadie, sino por el lenguaje
mismo, se convierte en el Bien Supremo, y en tanto inaccesible remite
al desplazamiento sin fin por los objetos substitutivos de satisfacción,
permitidos por la cultura, pero nunca plenos en tanto esencialmente
substitutivos. La ley de prohibición del incesto es el fundamento de la
exogamia, que rige las relaciones de parentesco en todas partes, si bien
con diferencias que acentúan la especificidad cultural de cada pueblo. En
este campo, la investigación antropológica toma la palabra desde posicio-
nes teóricas diversas, cada una con sus aportes esenciales para la historia
de su disciplina. Una mirada rápida nos deja advertidos de la dificultad
implícita en el análisis de la cultura.

4
Sigmund Freud. El malestar en la cultura, en: Obras completas, t. XXI. Buenos Aires, Amorrortu
editores, 1980.
5
Claude Levi-Strauss. Las estructuras elementales del parentesco. Buenos Aires, Editorial Paidós,
1969.

115
Según Ángel Aguirre Baztán:

La etnografía constituye la primera etapa de investigación cul-


tural, –anterior a la etnología y la antropología– es a la vez como
veremos, un trabajo de campo (proceso) y un estudio monográfico
(producto). Es una disciplina que estudia y “describe” la cultura
de una comunidad desde la observación participante y desde el
6
análisis de los datos observados.

Volviendo al punto que aquí orienta la exposición, digamos que una vez
franqueado el umbral que separa naturaleza y cultura, aparecen en escena
otras múltiples normas que ponen en juego el código legal que organiza la
vida civil. Mas suele ocurrir que estos cuerpos legales no son lo suficiente-
mente acatados por el común de los ciudadanos, no poseyendo entonces el
adecuado nivel de aplicación. Las reglas del juego social, que representan
las leyes, son violadas una y otra vez por las fuerzas que permanentemente
se actualizan en los hombres aun en estado de cultura, pues por dar lugar
a un pacto social, no desaparecen las tendencias agresivas y egoístas, inhe-
rentes al ser humano. Aristóteles y Santo Tomás de Aquino postulan la
moral como una educación de las costumbres que conducirá al sujeto para
dar cabida a la contemplación (Aristóteles) o a la beatitud (Santo Tomás
de Aquino), estados de unión gozosa y pura con la divinidad. El hombre
se superaría a sí mismo venciendo sus tendencias asociales, trasgresoras,
pecaminosas en lenguaje moral. Pero ¿qué ocurre? La propuesta que la
moral efectúa al sujeto le deja entrampado; si no logra adaptarse a la me-
dida, si no alcanza a ubicarse a la altura de la perfección inhumana que
la moral le propone, caerá en el repudio de sí mismo, en el sentimiento
traumático y paralizador de la culpa y, en última instancia, de la condena
y el castigo que va de lo moral a lo penal. La moral, en tanto propuesta de
perfección espiritual, no puede haber sido puesta en juego sino por alguien
igualmente perfecto que no participe de la mundana imperfección: dígase
Profeta, Divinidad o Mesías, que ubica su mandamiento como sentencia
inmutable, como ley que el sujeto tendrá que cumplir bajo pena y castigo.
Se trata de una ley en cuya formulación no participa.
Aquí tiene lugar el ingreso de la teoría psicoanalítica con su propuesta
a efectuar el tránsito de la moral a la ética. El psicoanálisis postula que el

6
Ángel Aguirre Baztan. Etnografía. México, Alfaomega Grupo Editor: 1997, p. 3.

116
reino de la felicidad no es posible por fuera de la fantasía; que la promesa
de tal paraíso conduce a una frustrante situación a todos aquellos que
no cuenten con un referente interno de la ley –adquirido en su propia
relación edípica– quedando a merced del fallido intento por efectuar una
represión masiva de sus tendencias e impulsos, ¿qué les resta? Recibir un
juicio condenatorio que viene de afuera, de un Otro pretendidamente
santo y perfecto que aumenta su malestar, llevándoles ya a la parálisis
vital que entre otros efectos lamentables incapacita cualquier elemento
o fuerza disponible para la creación, o bien, a la rebelión que da cara a esa
ley imposible de satisfacer, dando rienda suelta al acto que busca, por vía
de la fuerza, alcanzar un nuevo reconocimiento, el de su propia ley.
A manera de síntesis digamos: el niño renuncia a la omnipotencia del
principio del placer a cambio de la identidad que se le ofrece con la figura
de la ley como vía de ingreso al reconocimiento del sujeto por la cultura. Se
instaura un juego de doble vía entre renuncia y reconocimiento. La cultura
debe uniformar por las tres razones que enunciamos antes: la dualidad de
tendencias (Eros y Tánatos), la búsqueda de satisfacción a cualquier costo,
y la imposibilidad de satisfacer el deseo de cada sujeto en particular. Ya
exploramos la vía moral, veamos ahora la cara política del asunto. Las leyes
(codificadas) de acatamiento colectivo pueden formularse a la manera del
contrato social roussoniano como consenso de la llamada voluntad general,
o bien al estilo propuesto por Hobbes en su Leviatán, representación ti-
tánica de un súper poder capaz de controlar el carácter feroz de cada uno
de los individuos de una sociedad, pues su autor parte del supuesto del
Homo homini lupus. Ahora bien, sea cual fuere la vía escogida para legislar
o decretar, el sujeto se ve obstruido en su sueño de satisfacción plena,
omnipotente y total, y ello le produce cierto malestar que buscará vías
de sublimación, de satisfacción substitutiva a través de acciones que le
permitan reivindicar su subjetividad restringida por la ley. Es decir, la
adaptación a la ley jurídico-política como a la norma moral, conlleva una
reacción de frustración que el sujeto buscará derivar, decantar de alguna
manera, y lo ideal será que la sociedad y la cultura ofrezcan esos caminos
alternativos adecuados para una sublimación del montante insatisfecho
de la energía propia del deseo. En particular, es detectable un punto de
cruzamiento que estaríamos tentados a considerar muy cerca de lo ideal,
en términos de la mejor relación esperable entre sujeto y cultura. Cuando
el sujeto se sabe –o al menos se siente– copartícipe en la formulación de

117
las reglas del juego social, encuentra una cuota de reconocimiento que
le compensa su esfuerzo adaptativo. Igual cuando su mundo interno
se materializa en el acto creador, en elementos u objetos que entran a
formar parte de ese cuerpo social y cultural que la ley regula. En uno
u otro caso, él es partícipe del proceso: o como regulador, o bien como
creador de aquello que ingresa en la inmensa sinfonía de una civilización
que toma forma concreta y diferenciable, justamente en sus reglas de
juego. De tal manera, es fundamental que cada sujeto cuente con acceso
a canales de opinión, como el sufragio universal, la prensa libre, la polé-
mica abierta y sin restricciones, la educación sin compromisos; también
que pueda elegir libremente su oficio, en qué ocupar su tiempo libre y
su recreación, qué cultos adorar y qué potencias del arte explorar para
la máxima expresión de su mundo personal. Sólo en la medida en que
el sujeto encuentre tales espacios para la manifestación de su particular
subjetividad, se permitirá reconocer los espacios del otro, para que en
el punto de intersección de aquellos espacios opere la ley como batuta,
armonizando tonalidades diferentes y hasta contrarias. Y esa ley será
legítima. En caso contrario, allí donde los espacios están taponados por
la fuerza física, política o moral, cabe esperar la eclosión de una perver-
sión generalizada, donde el objetivo último será la desestabilización y
trasgresión de la ley, que se advierte, en tanto ajena, asfixiante para el
ser particular del sujeto. Entre la culpabilidad paralizante y la trasgresión
sólo queda una sociedad y una cultura estériles, acuñadas por la marca
del acto violento reiterado y sin fin.
Para terminar, no debemos llamarnos a engaños. En el hombre ha-
bita y opera la pulsión de muerte, tanática, cuyas fuerzas sobrepasan los
análisis anteriores, reservando para sí una zona de sombra en la existencia
individual y social. Por paradisíaca que prometa ser una nación y su cul-
tura siempre reservará una dosis de cicuta para sus vecinos y hasta para sí
misma, como el mito del escorpión. Cómo opera esta pulsión de muerte
en la historia de las naciones será el objeto de eventuales exploraciones
en otro momento y lugar.

118
LA SINGULARIDAD

Durante todo el trayecto recorrido hasta aquí hemos partido de un postu-


lado fundamental: el sujeto habita un mundo diferente de la naturaleza.
No es la codificación genética la que traza lineamientos a su acción y
pensamiento. La casa del hombre es el mundo de lo simbólico y este se
funda en una distancia estructurante ante la omnipotencia de lo imagi-
nario, o por la omnipresencia de lo real. El hombre habita entonces en la
ley del lenguaje. La palabra delimita, descubre, señala, funda la realidad
de lo simbólico, revela al nombrar la cosa, pero también produce un efecto
inevitable de ocultamiento en tanto ella no es la cosa. Como la luz solar
que nos deja ver una cara de la luna, dejando la otra oculta.
Hemos hecho un recorrido por las distintas fuentes del poder, las
cuales podrían agruparse en ciertas categorías: la primera fuerza que se
presenta sin duda como posibilidad pero que al violar el deseo y el derecho
del otro se convierte en una verdadera usurpación de aquello que debiera
permanecer como pura función, es decir, la ley. Los resultados de una
violencia tal sobre el sujeto, de acuerdo con su estructura psíquica, serán
complejos. En unos generará un irrefrenable impulso hacia la trasgresión,
una suerte de parálisis neurótica en otros, que les conduce a la abdicación
de cualquier posible expresión subjetiva, sacrificando la eventual inten-
sión creadora del sujeto. No está lejana la relación entre la obsesión y la
1
religión descrita por Freud. También podrá generar servilismo en sujetos
dispuestos a claudicar en su deseo si bien tendrán que pagar un alto costo
pues, como quedó dicho, cierto orden de las cosas niega el compromiso
del esclavo. Ahora bien, en el extremo encontramos personajes poco
convencionales que, ante el acoso de la subjetividad, ante la asfixia de la
coacción externa, responden con una obra personal, como si se nutriesen
precisamente de su aparente adversidad. Su expresividad se configura y
toma cuerpo.

1
Sigmund Freud. Tótem y tabú, en: Obras completas, t. XIII. Buenos Aires, Amorrortu editores,
1980.

119
La segunda vía es la de la invocación, apoyada en la introyección por
parte del sujeto de lo inevitable de la ley. Tal identificación puede tener
lugar en tres niveles diferentes, comunicados sin duda en un solo movi-
miento: en primer lugar, el esclavo acepta obedecer a otro que ejerce como
amo; posteriormente, dadas ciertas condiciones ya dichas, se producirá la
emergencia del grupo reunido alrededor de un agente nuclear que opera
como fuerza aglutinante, en este momento encarnando al líder, al padre,
al guía, al sabio, al justo o al héroe. En desarrollos previos, comentados
más atrás, este ideal se separa de su representante de carne y hueso trans-
formándose en una abstracción en principio legitimada por el contrato,
como concreción de la voluntad general. Ahora la ley es una función en la
que cada sujeto se verá de algún modo reconocido y representado.
La tercera vía del tríptico consiste en la singularidad, lograda por el
trabajo de elaboración del sujeto. Desarrollos psicoanalíticos, particu-
larmente en la obra de Pommier, nos permiten guiarnos en la espesura
conceptual. “Sócrates permite, autoriza simbólicamente a quien habla que
dé a luz su mundo. En medio del encadenamiento del significante, irrumpe
el instante como el momento preciso en el que algo de lo inconsciente se
instala como verdad para el sujeto. El instante es la puesta al día de un
2
saber inconsciente que esperaba por su propio significante”. Formulación
del instante como único paliativo al malestar en la cultura; con las piezas
de lo simbólico, el sujeto se autoriza a componer algo nuevo, a percibir lo
nuevo en lo habitual incluso, como Eratóstenes cambiando literalmente la
realidad a los hombres de su tiempo con un golpe de ojo capaz de enterarse
de la redondez del planeta y la longitud de su circunferencia, sin moverse
del pozo que calmó por doble vía su sed. Las formas que toma esta emer-
gencia son obviamente impredecibles, tanto como indeterminables los
mecanismos supuestos en su base. La invención es asunto de uno solo,
independiente de si se piensa en el artista, en el ironista, en el inventor,
el pensador o en el sujeto que se reinventa a cada instante.
En el intento de resolución del impasse (sin salida) entre dos, ubicamos
antes a un tercero, invocado allí como posible mediador. Pero nadie está
–definitivamente– a la altura de semejante tarea. “El amo es puesto allí
para ser depuesto” dice el histérico, mientras contempla gozoso a su amo
cayéndose a pedazos como una estatua de yeso vencida por los rigores

2
Gérard Pommier. Freud ¿Apolítico? Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1987.

120
del tiempo. El descrédito es el destino del amo. La dificultad consiste
en que cualquier solución externa deja intacto el problema del sujeto,
es decir, su imperiosa obligación ética de crearse una forma propia para
la subjetivación de su deseo, vía de acceso a una renovación permanente
de la realidad con la que construye un sentido a su existencia.
Hay un punto de quiebre en el cual la pulsión saca a la luz lo que
de más íntimo hay en ella, una nueva relación con la muerte, que trae
consecuencias: ya la supervivencia no será un imperativo incondicional;
ahora el sujeto sólo se mostrará dispuesto a habitar en un mundo que él
ha construido, una obra que se confunde con su ser, lo que posee obvias
implicaciones éticas y políticas. Sócrates prefiere morir antes que re-
nunciar a sus principios, a su mundo, al único en el que se sabe capaz de
continuar viviendo. Gandhi prefiere dejarse morir, dejarse matar, antes
3
que abdicar de su visión de la India. Hannah Arendt, hace la diferencia
entre el concepto de inmortalidad y el de eternidad entre los griegos. El
primero, implica la prolongación de la existencia individual, la duración
en la temporalidad; mientras que el segundo, alude a una suerte de con-
sumación en el instante. La esclavitud era el destino fijado para quienes
anhelaban la duración, mientras que la eternidad estaba reservada para
los héroes que elegían la muerte valerosa antes que una vida ignominiosa.
4
En alguna versión cinematográfica, el conde Drácula prefiere renunciar a
su inmortalidad por una noche plena de amor, rendido literalmente ante
Lucy, la “dama de corazón puro”. El Vampiro, como gran maestro de la
muerte, espera de algún modo el juego de la vida y la muerte. Ya no se
trata de negar el vacío, ni de intentar taponarlo, ni de idealizarlo, sino de
plantarle cara, con la valentía del guerrero, con el fervor del místico, con
el escepticismo del hombre de ciencia, o con la gesta creativa del artista,
pero en cualquier caso, con la plena conciencia de lo irresoluble del final.
Gericault pintaba su mano izquierda en el trance de morir. Quien se dedica
a la creación es aquel que ha comprendido en su cuerpo que el mundo es
una construcción permanente, que está a la espera de su aporte singular;
que sólo el acto creativo (y el síntoma) le permite aplazar el llamado que
5
la pulsión de muerte le ha hecho desde el momento mismo de nacer.

3
Hannah Arendt. La condición humana. Barcelona, Editorial Paidós, 1983.
4
Nosferatu, el vampiro, director Werner Herzog, 1979.
5
Gérard Pommier. El desenlace del análisis. Buenos Aires, Editorial Nueva Visión, 1989.

121
El problema del poder se ha desplazado de lugar psíquico, se está en
condiciones de apreciar que el obstáculo para tallarse una singularidad no
está en el otro, y que no hay que abocarlo a la destrucción como condición
previa; ahora se accede a una verdad que se asienta en el deseo restituido
a su lugar. En este punto ya no es tan necesario hacerse reconocer por
el otro. Ocurre lo contrario, cuando el sujeto, a través de la plasticidad
de su deseo que hace mundo, que crea su forma singular de habitarle, se
encuentra en posición de poder reconocer al otro en su propio camino,
en su propio ritmo y estilo, alrededor de una ley ahora asumida en todas
sus consecuencias.
La vía de la singularidad es aquella en la que el impasse (sin salida) no se
limita al sometimiento, ni a la rendición, ni a la invocación de un principio
culpabilizante, ni a una idealización de orden trascendente, sino por la
ironía que reinstala la justa medida de lo posible y lo no-posible. Como
dice Juan David Nasio, la angustia se atraviesa cuando se comprende que
por mucho que gane, nunca dejaré de perder algo, y que jamás podré
6
perder sin ganar igualmente algo. La omnipotencia narcisista, la culpa
paralizante, la idealización neurótica, ceden su lugar al reconocimiento del
ser en falta. Consciente del necesario transitar por el espacio simbólico
e imaginario que el otro ha trazado en dirección a su paradójica subje-
tividad. Sujeto que no es virtuoso porque se lo proponga, como quisiera
el moralista, sino porque en su caída en las redes de la palabra, eso que
7
los moralistas llaman virtud, ha florecido en él. Veamos ahora algunos
casos en los que el creador aparece como aquel que, si bien de momento
aparece como trasgresor renunciando a la adaptación a las convenciones
culturales, es quien a la postre transforma la realidad. En la relación con
el otro, el eje se ha desplazado cada vez más hacia su propio centro. Es
necesario aclarar que no es el artista, como convencionalmente se le en-
tiende, a lo que aquí se alude con la noción de acto creativo. No sólo el
pintor, el poeta o el músico podrán acceder a esta ética de construcción
de una forma singular para la subjetividad. Asumir la verdad del deseo,
sin claudicar indefectiblemente ante el mandato moral del otro y de la
generalidad adaptativa, de la fuerza uniformadora de la ideología, será
la vía necesaria a eso que llamamos acto creativo. Es necesario aclarar

6
Juan David Nasio. El dolor de la histeria. Buenos Aires, Paidós Editores, 2001.
7
Jacques Lacan. La ética del psicoanálisis. Barcelona, Editorial Paidós, 1989.

122
que, contra las apariencias expositivas, cuando hablamos de las tres vías
de resolución hipotética del impasse (sin salida) no lo hacemos en sentido
de la evolución lineal, ascendente, mutuamente excluyente. Ninguna
de ellas es susceptible de ser superada en sentido convencional. Siem-
pre habrá un momento para una de ellas. Y he ahí el quid de todo. Sólo
quien posea el criterio suficiente sabrá tomar una decisión semejante.
Y ello no se aprende en el recetario instrumental como algunas ciencias
del presente siglo ha creído en una especie de inocentada empírica, de
profundas consecuencias ideológicas.

123
LA UNIDAD PERDIDA

Un universo inconmensurable, en agitada evolución hacia algún lado –¿o


hacia ninguno?– sin revelarnos sus secretos últimos ni su supuesto plan. El
científico se topa con un muro infranqueable, que espera descifrar cuando
la razón descubra la vía propicia. La tarea siguiente de la racionalidad sería
descifrar la mente de un dios a todas luces matemático. Hasta ahora, nos
hemos referido a ese universo con una expresión harto significativa: la
profundidad insondable. Y en un momento indeterminado, la eclosión
de la vida en un planeta muy pequeño en los suburbios de una galaxia de
mediana condición en la exótica inmensidad del cosmos. Las partículas
elementales se combinan en la urdimbre y trama de la vida hasta dar
–entre muchas otras pasadas, presentes y futuras– con la forma humana;
la ciencia se esfuerza por descifrarlo todo en un intento tan loable como
patético por momentos, pero a todas luces singular. La conciencia de la
finitud, de su capacidad de representar-se, constituye al hombre en una
figura trágica, inmersa en una suerte de vacío incierto que le obliga al
pensamiento y a la acción calculada, que procuran el exorcismo de la duda
misma. El hombre no sabe quién es ni qué hace en el mundo, ni a qué
está destinado, ni qué es lo bueno ni lo malo, menos cuál es la verdad de
su deseo; el hombre se encuentra por fuera de toda regla a priori, no halla
la medida por parte alguna, muestra su carencia definitiva del sentido del
límite, constituyéndose como sujeto en el acto mismo del habla que de
paso lo excluye y lo aliena. Por otro lado, la pulsión busca anudarse a la
representación sin alcanzarlo completamente, ni viabilizar una descarga
plena, dando lugar al deseo, el que a su vez impulsa los movimientos que
se denominan históricos.
El hombre es la criatura que ignora su destino, en medio de la para-
1
dójica situación que le brinda la capacidad de interrogarlo. Esta situación
incierta le impulsa a construirse una fuente segura y un destino cierto
para su existencia, del que nacen todo tipo de doctrinas religiosas, acom-
pañadas del deseo de re-ligar su ser a un mítico pasado en la unidad con

1
Jean François Lyotard. ¿Por qué filosofar? Barcelona, Ediciones Atalaya, 1994.

125
lo trascendente, superando la caída y la culpa, restituyendo la protección
de un poder paterno capaz de dotar a su mundo de un orden definitivo,
quintaesencia de todo sistema jurídico-político. Si los resultados casi
nunca están a la altura de la expectativa puesta en ellos por la comuni-
dad, el recurso será invocar un muerto con el suficiente prestigio para
2
gobernar en su nombre: Cristo, Buda, etc. Más allá de la supervivencia,
el hombre requiere de un ordenamiento que le dé sentido al mundo y a la
convivencia. No sólo por razones de convivencia social, sino porque el aval
necesario para sentirse en posesión de un ser estable y reconocible en su
subjetividad pasa por la resolución –al menos parcial– de la incertidumbre.
Incluso puede decirse que sin un mínimo de certidumbre construida no
es posible hablar de satisfacción en el orden de la pulsión. Sin un mínimo
de sentido, estaría el sujeto a merced del lado más mortífero del goce en
sentido lacaniano. El hombre no se alimenta sólo para mantenerse vivo, no
habita en el reino de la necesidad como el animal, sino en lo simbólico. Y
es el tejido simbólico el que previamente se constituye antes de dar lugar
al orden positivo que reglará la vida social. Es el sujeto del significante
quien instaura aquel lazo social. El sujeto, en su desesperanza de gozar
de lo imposible, como la pulsión le exige, funda la expectativa de un goce
aún posible, en la inserción en un grupo (los otros poseen aquello que
me hace falta para gozar plenamente, para alcanzar la certidumbre y la
satisfacción que aún queda por alcanzar) que se define como tal por un
referente que ocupa el lugar de amo, amo capaz de prohibir y así mantener
viva la promesa del goce. El líder adquiere en este contexto una doble
dimensión: prohíbe y promete, o mejor, en tanto prohíbe crea la ilusión
de un goce aún posible. Con tal prohibición funda el deseo mismo, y
mantiene viva la expectativa del goce gracias al referente que su imagen
narcisista sostiene como impostura. Impostura en la medida en que no
existe un amo lo suficientemente dotado como para ser capaz de conducir
al grupo a la tierra prometida del goce.
Desplazado el eje, al fin, a las inmediaciones de la subjetividad,
tras la saga nietzscheana del “Dios ha muerto”, se ha dado el paso a la
reinvención del sujeto y su mundo, acto limitado por cierto, hasta nueva
orden.

2
Gérard Pommier. Freud ¿Apolítico? Buenos Aires, Nueva Visión Editores, 1994.

126
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Este libro se terminó de imprimir
en xxxxxxx para el Fondo Editorial Universidad EAFIT
Medellín, abril de 2009
Fuente: Caslon 540 normal, Caslon 540 italic
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