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No podría explicarse el aspecto real de aquella "cosa".

Si allí fuera posible comer un


"beefsteak" sin estar borracho, tendría contornos de restaurante. Tampoco era un bar porque
sobre el piso quedaban rezagos de tallarines. Los tallarines y los bares nunca se han puesto
de acuerdo. Tal vez quepa en la definición de taberna, aún cuando la palabra "taberna" tiene
relaciones sentimentales con esos andrajosos pícaros de antaño, cuyos crímenes ahora
resultan demasiado ingenuos. Las tabernas de hoy son discretas ante-salas de los panópticos,
mientras que en la época de los Médicis era semillero de mercenarios, de héroes en potencia,
de proyectos de estatua.

El ambiente y el mobiliario de aquella "cosa" quedan, pues, al arbitrio del lector, lo cual me
parece justo porque ya es tiempo de que los lectores trabajen un poco en la presentación de
los escenarios. Por otra parte, cada cual debe ser libre de decorar a su antojo el sitio donde
viven los muñecos de cualquier historia. Sin embargo, como guía, bien pueden organizar la
escena al conjuro de "blues" norteamericano. La música de Gerhswin le caería
aceptablemente a aquella "cosa".

Frente al mostrador —es imperioso colocar uno de esos mostradores rodeados de sillas
incompletas—, dos medias copas de "Gin" indicaban que sus dueños habían pasado ya de la
circunspección a la desabrochada zona de los chistes abominables. Ninguno de los dos tenía
cicatrices, pero en la cara del uno o del otro cualquier cicatriz hubiera sido deseable, desde
el punto de vista estético. Parecían gemelos, según la igualdad de la ropa: pantalones grises,
camisas de leñador canadiense y zapatos amarillos. La única diferencia radicaba en la
estatura: alto el uno, pequeño el otro. Desde luego la conversación, interferida por risotadas
sin motivo, no era original:

—Me gustan las mujeres— decía el alto.

—A mí también—respondía el bajo—. Solo que hay una terrible cantidad de mujeres feas.
¿Te gustan las mujeres feas?

—No sé. Pero creo que merecen atención.

—¿Atención?, ¿para qué?

El alto consumió el resto de la copa de "Gin" y subrayó:


—Para nada... Para todo...

—¿Ves aquella chica que conversa, allá en el rincón izquierdo con ese sujeto, de espaldas a
nosotros?

—Sí.

—¿Te parece fea?

—¡No es bonita!

—Pero es un buen todo. Naturalmente, la cara ostenta defectos indispensables. Mírale la


boca. Demasiado ancha, ¿verdad? Mírale los ojos. Perversos, ¿no es cierto? Mírale la
cabellera. Ah... Es apetitosamente suave. Y las arrugas del vestido en torno de los senos,
¿cómo te parecen?

—No está mal.

—Pero, es fea. Las orejas le cuelgan como si hubiera nacido de día y las narices hacen pensar
en lo de adentro.

—Tienes razón: ¡es fea!

—No obstante, ¿le darías un beso?

—Claro que se lo daría.

—Entonces, ¿es bonita?

—¡Idiota! Simplemente: no es fea.

Pidieron nueva tanda de "Gin" para acercarse, inospechadamente, a la belleza y apartarse


también inospechadamente, de la fealdad. La dosis tiene notable importancia en los
conceptos.
El compañero de la chica que no era fea, ni bonita, venía, por educación, de otros ambientes.
Tal vez de una Universidad, sitio donde los libros se encargan de que los estudiantes no
aprecien a sus profesores. Era un hombre cuya estampa luciría decorosamente en los retratos
de la crónica social. Claro que un frac completaría la presentación externa de este caballero.
En cambio, con ese vestido de dos colores (pantalón "carmelitos" y saco "habano") perdía un
poco la seriedad, pese a la limpieza de la camisa y al exquisito metal de su voz.

Es comprensible que el caballero tratara de enamorar a la chica, de hacerla creer que la


armonía de sus frases era ajena a las inclinaciones del instinto. La chica, por su parte,
anhelaba una mezcla de poesía e instinto para llegar al amor por el camino de la ingenuidad
sorprendida, que ella había leído en las novelas cursis y había visto, parcialmente, en las
películas "prohibidas para menores".

Cuando un caballero de sociedad, con marco universitario y rostro interesante, toma whisky
con una chica rubia —y aquella era rubia—en un sitio indefinible, suele decir estupideces:

—No creas, Ana —puntualizaba el caballero—que el pecado sea un asunto macabro. Ni


siquiera la muerte es macabra. Lo único fastidioso es la vida triste. Por eso yo he resuelto
reírme de todo, de casi todo, inclusive del amor.

—¿Te ríes del amor?— susurró Ana con una voz que los dramaturgos llaman "acariciante".

—Del amor, exactamente, ¡no! Pero de tragedias amorosas, ¡sí! Me río, por ejemplo, de los
celos. Ninguna persona civilizada debería sentir celos. Esto estaba muy bien en la época de
Shakespeare. Pero un hombre como Otelo y una tonta como Desdémona merecerían hoy que
los llevaran al zoológico.

—¿Has dicho, Desdémona? ¿Qué es eso?

—Eso... era una mujer.

—¿Rubia o trigueña?

—Simplemente, imbécil. La pobre estaba rodeada de guapos tenientes y se dedicó a ser la


esposa de un capitán, como un ahínco tal que el feliz marido optó por matarla.
—¡Asesino!— clamó Ana imbuída de la fiereza que le imprimen las mujeres a esta palabra
cuando se refieren a los uxoricidas.

—Te equivocas, mi linda Desdémona —rectificó el caballero—. Otelo solo fue un hombre
inculto, el producto de una sociedad bárbara.

A este punto, el caballero cambió de posición. Quizá le pareció prudente acercarse a su Julieta
o a su Desdémona. Mejor: A Ana.

Esta circunstancia le ofreció la oportunidad de ver a los dos hombres que, junto al mostrador,
tomaban "Gin". Los miró con pereza y le dijo a la compañera:

—Aquellos señores, el alto y el bajo, son amigos míos. Siempre he conversado con ellos en
forma borrosa y en sitios inconcretos. Los conocí en un vagón de ferrocarril. Tienen
estupendo repertorio de chistes. No le dan beligerancia a la vida. Alguna vez tomé whisky
con ellos. Son resistentes y se emborrachan con extraordinario decoro, es decir, carecen del
oprobioso vicio de la trascendencia.

—¿Son simpáticos?

—Tontuela, ya no hay hombres simpáticos. Ahora es necesario agarrarse a cualquier cualidad


humana, para tener amigos.

Con un discreto golpe sobre la mesa, el caballero llamó al criado. Cuando este se acercó, le
ordenó:

—Traiga dos vasos más y dígales a esos señores —le mostró al alto y al bajo— que su amigo
del ferrocarril los está esperando con una señorita que ha pronunciado la palabra "asesino".

Simultáneamente con la llegada de los vasos, más húmedos que las manos del criado,
tomaron asiento en torno de la mesa los dos invitados.

—No nos veíamos —dijo el alto— desde que le regalaste a Jonathan la corbata negra.

—Mala memoria —replicó el bajo, que debía ser Jonathan—; la última vez que estuvimos
reunidos fue cuando nuestro amigo derramó la media botella de whisky en el bar del cubano.
—Estamos de acuerdo —remató el cabalero—: la última vez fue cando le regalé la corbata a
Jonathan y cuando derramé el whisky.

—¿Fue la misma noche?— corearon los invitados.

—¡No lo sé! El pretérito me tiene sin cuidado. Solo me gusta el instante que estoy viviendo.
A propósito: les presento a Ana.

Los invitados agarraron, uno después de otro, las manos de Ana, mientras decían
respectivamente: Alan y Jonathan.

Cuando la chica logró desasirse de las cuatro manos que la habían tomado por sorpresa, como
a ella le gustaba, se arregló los cabellos que le caían sobre la nuca. Tal ademán hizo que las
arrugas, analizadas desde el mostrador, se movieran inocentemente.

La mesa quedó en silencio. Así ocurre en el exordio de las conversaciones. Jonathan y Alan
tuvieron oportunidad para examinar, de cerca, los detalles que habían visto de lejos.
Posiblemente ambos se convencieron de que la chica no era fea. Sobre todo, daba sensación
de tibieza.

Por fin Alan, el alto, rompió el silencio.

—Me parece acertada —dijo, dirigiéndose al caballero— la elección de Ana. Siempre has
tenido buen gusto en la escogencia de corbatas y de otras prendas...

—¿Te parece?—interrogó el anfitrión.

—Estoy de acuerdo con Alan —aseveró Jonathan—. Esta muchacha puede discutirse. Pero
resulta adorable.

El caballero quiso dar una lección y afirmó:

—¡Uf! ¡Qué tontería! Si tuviera alguna autoridad, te prohibiría el uso de la palabra


"adorable". Es una de las más peligrosas consecuencias del verbo "adorar". Hace que los
hombres y las mujeres se aparten de la vida real para mortificarse a sí mismos. Cuando ellos
y ellas adoran, han abandonado el plano de las justas proporciones entregándose a exagerar
el sentimiento de una forma rotundamente infeliz.

—¿Tú —intervino Ana— no has adorado a alguien?

—¡Imposible! Hubiese tenido celos.

—¿Jamás has sentido celos?—insistió la mujer.

—¡Nunca! Recuerda que soy un hombre civilizado. Tomo las cosas y las personas en presente
indicativo. Los celos son una sospecha tendida al pretérito o un temor colocado ante el
porvenir. Viviendo en presente todo adquiere su justa dimensión. Es imposible, así, que una
mujer me engañe, porque estoy con ella o no estoy con ella. Si acontece lo primero, ella está
conmigo, con mi pensamiento, con mi atmósfera, con mi vida; si lo segundo, ella es ajena a
mi presente, su actualidad no me pertenece y mal puedo lamentarme de no ser ubicuo.

Alan se acercó a la muchacha y tomándole el brazo izquierdo se lo acarició, mientras


preguntaba:

—¿No te molesta que toque a tu amiga?

—No —replicó el caballero—. Esa acción es ajena a mi presente.

—Pero lo estás viendo... —complementó Jonathan.

—Sí. Estoy viendo que su actualidad no me pertenece totalmente.

—Entonces —saltó Jonathan, el bajo— ¿yo también puedo tocar?

—Nadie te lo impide —respondió el caballero—. Sería grotesco que yo les diera gusto en
una exhibición de celos, que no siento.

Ana, ligeramente molesta, dijo:

—¿Por qué permites esto? ¿Acaso no imaginas que puede disgustarme o... puede gustarme?
—Allá tú —replicó el caballero—. Cada cual es libre de administrar su propia actualidad.

La repetición de las dosis de whisky suspendió la escena, como si hubiera caído el telón. Pero
Jonathan tomó un vaso y dijo:

—Aún cuando el amigo sostenga que no debo pronunciar la palabra "adorable", insisto en
que Ana es adorable. Me he enamorado de la tersura de su piel. Me gustan sus ojos. Sería
capaz de bailar cinco horas seguidas con ella tan solo para sentirle la respiración. Creo que
pensaré en su silueta y conversaré con el recuerdo de su sonrisa.

—Eres muy amable—musitó Ana.

El caballero tomó un cigarrillo, se lo llevó rápidamente a la boca, trató de encender cuatro


veces el "briquet", a la quinta surgió la llama, prendió el cigarrillo y lo apretó fuertemente
entre los labios.

—A mi también -musitó Alan- me ha gustado Ana. Quisiera verla caminar. Sus pasos deben
ser lentos, como si antes de cada uno esperara la llegada de algo. Yo podría ofrecerle amor y
mucho más. Me encantaría que nunca se apartara de mi presente. Que ella y yo estuviéramos
siempre juntos. Tal vez en el campo, lejos de estos suburbios donde no hay porvenir. Y —
¿por qué no—podríamos educar a nuestros hijos. Habría una niña tan bella como tú Ana.

Enternecida, la muchacha suspiró estas palabras:

—Nunca me habían dicho tantas cosas. Eres adorable, Alan. Me ofreces una esperanza dulce
y no un simple "hasta luego", que es igual a un "ya pasó".

El anfitrión llamó al mozo:

—¡Whisky! Estoy asistiendo a la más cursi y deliciosa de las comedias. Podría titularse:
"Ana, la romántica".

Si fuera posible señalar simultáneamente las reacciones íntimas de varios seres humanos,
como hacen los biógrafos con desparpajo angelical, ahora podríamos, los lectores y el relator
de esta peripecia, inventar un conjunto de pensamientos para encajárselos al caballero, a Ana
y a sus amigos. Sería estupendo colocar a la chica en un abismo mental, atraída por el amor
y frenada por la poesía; darles a Alan y a Jonathan una buena dosis de pasión felina; y exigir
del caballero una lucha subconsciente entre su elegancia y su vulgaridad. Pero los biógrafos
han monopolizado esa clase de libertades retóricas, dejándoles a los amigos de la ficción un
campo más real donde no caben los acertijos, aún cuando apelen a las enseñanzas de Freud.

De manera que solo es posible continuar reproduciendo las frases textuales de aquella
conversación:

—¿Crees, en verdad, que soy romántica?— interrogó Ana, mientras llegaba la nueva remesa
de whisky y entornaba los ojos en un alarde teatral muy a tono con su ignorancia...

—Eres adorable— corearon Alan y Jonathan.

—A mí me parece —opinó el caballero— que eres romántica. Pero por lo menos en este
momento. Solo que el romanticismo está emparentado con la hipocresía. Es un sistema por
medio del cual los apetitos deben ser sometidos a una serie de aperitivos sensoriales como
canciones empalagosas, los ademanes artificiales, los susurros y las palabras bonitas, que
ordinariamente son las menos exactas.

Jonathan cortó:

—Esos aperitivos constituyen la savia del amor y buena parte de su fuerza. Hacen que la
mujer adquiera belleza cuando no la tiene. ¿Verdad, Alan?

El bajo, que se había dedicado a devorar la silueta de Ana con los ojos, cayó de contemplación
y apenas pudo responder.

—¡Sí, sí! Es bella. Tiene una misteriosa profundidad. Nadie podrá olvidarla. Por un beso
suyo vale la pena perder a cualquier amigo. Estoy interesado en que me quiera. Creo que ella
me reivindicará. Lo de la casa de campo no lo he dicho en broma. Me gustan las tostadas al
desayuno y un poco de coñac después de la comida. Hay que darle seguridad a la existencia,
seguridad y amor, ¿verdad, Ana

—Si tú lo dices... Con tu cara de príncipe. Nunca había creído en los cuentos de las
muchachas que esperan al hombre de sus sueños y lo encuentran. Siento que reviven mis
sueños y tú, Alan, eres el príncipe, el que llega, el mío.
Alan apuró un trago seco y, abrazando a Ana, le dio el beso que había preparado en la
imaginación. Fue un beso común y corriente. Tal vez largo. Pero con características de primer
beso.

Jonathan alzó su vaso y proponiendo un minuto de silencio con breves carraspeos, pontificó:

—Brindemos por el amor, por esto que estamos viviendo. ¡Alan es un buen muchacho, Ana
es adorable y el noble anfitrión no siente celos!

El caballero chocó su vaso con el de Jonathan y se tomó el contenido —whisky y soda— de


un solo trago. Luego se retiró de la mesa para volver con una copa de "coctel" en la mano —
la guinda navegaba en el centro—. Extrajo de su bolsillo un pequeño frasco, cuyo líquido
derramó en la copa, y luego dijo:

—¿Saben? También brindo por el amor. La casa de Alan y Ana debe estar rodeada de árboles.
Me gustaría que junto al más grande, se acordaran de mí, del amigo que no cree en el
romanticismo, del anfitrión complaciente de esta noche admirable que corona mi carrera de
hombre elegante. Debo advertir que nunca me ha gustado la trascendencia, ni el melodrama,
ni la vida. He sido un esteta, un teorizante. Siempre he usado las mejores corbatas y le he
dado satisfacción a mi organismo. En la Universidad aprendí varias cosas inútiles, entre ellas
el frío de pensar... Nunca he sido partidario de los ardores. La mayor parte de los hechos
humanos me ha parecido cursi. Brindo por el amor, quizá porque estoy borracho. Mis
borracheras son muy discretas. Alan no es un buen hombre. Es un sujeto repugnante, pero
agradable. Ana apenas es apetitosa. Me sigue aburriendo el romanticismo. Jonathan tiene una
cualidad ridícula; es altruista. Brindemos por el amor...

Mientras el caballero bebía parsimoniosamente su "coctel", los demás permanecieron


silenciosos. Ana y Alan se frotaban las manos mutuamente, en un gesto de solidaridad
nerviosa. Jonathan solo frotaba el vaso de whisky. Cuando el caballero terminó de beber, fijó
la mirada en Ana y agregó:

—Me estaba enamorando de ti, Desdémona, y me ha ocurrido uno de los episodios más
grotescos de mi vida: ¡sentí celos! Quizá por ello resolví envenenarme... No merece vivir
alguien que traiciona sus conceptos...

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