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El ambiente y el mobiliario de aquella "cosa" quedan, pues, al arbitrio del lector, lo cual me
parece justo porque ya es tiempo de que los lectores trabajen un poco en la presentación de
los escenarios. Por otra parte, cada cual debe ser libre de decorar a su antojo el sitio donde
viven los muñecos de cualquier historia. Sin embargo, como guía, bien pueden organizar la
escena al conjuro de "blues" norteamericano. La música de Gerhswin le caería
aceptablemente a aquella "cosa".
Frente al mostrador —es imperioso colocar uno de esos mostradores rodeados de sillas
incompletas—, dos medias copas de "Gin" indicaban que sus dueños habían pasado ya de la
circunspección a la desabrochada zona de los chistes abominables. Ninguno de los dos tenía
cicatrices, pero en la cara del uno o del otro cualquier cicatriz hubiera sido deseable, desde
el punto de vista estético. Parecían gemelos, según la igualdad de la ropa: pantalones grises,
camisas de leñador canadiense y zapatos amarillos. La única diferencia radicaba en la
estatura: alto el uno, pequeño el otro. Desde luego la conversación, interferida por risotadas
sin motivo, no era original:
—A mí también—respondía el bajo—. Solo que hay una terrible cantidad de mujeres feas.
¿Te gustan las mujeres feas?
—¿Ves aquella chica que conversa, allá en el rincón izquierdo con ese sujeto, de espaldas a
nosotros?
—Sí.
—¡No es bonita!
—Pero, es fea. Las orejas le cuelgan como si hubiera nacido de día y las narices hacen pensar
en lo de adentro.
Cuando un caballero de sociedad, con marco universitario y rostro interesante, toma whisky
con una chica rubia —y aquella era rubia—en un sitio indefinible, suele decir estupideces:
—¿Te ríes del amor?— susurró Ana con una voz que los dramaturgos llaman "acariciante".
—Del amor, exactamente, ¡no! Pero de tragedias amorosas, ¡sí! Me río, por ejemplo, de los
celos. Ninguna persona civilizada debería sentir celos. Esto estaba muy bien en la época de
Shakespeare. Pero un hombre como Otelo y una tonta como Desdémona merecerían hoy que
los llevaran al zoológico.
—¿Rubia o trigueña?
—Te equivocas, mi linda Desdémona —rectificó el caballero—. Otelo solo fue un hombre
inculto, el producto de una sociedad bárbara.
A este punto, el caballero cambió de posición. Quizá le pareció prudente acercarse a su Julieta
o a su Desdémona. Mejor: A Ana.
Esta circunstancia le ofreció la oportunidad de ver a los dos hombres que, junto al mostrador,
tomaban "Gin". Los miró con pereza y le dijo a la compañera:
—Aquellos señores, el alto y el bajo, son amigos míos. Siempre he conversado con ellos en
forma borrosa y en sitios inconcretos. Los conocí en un vagón de ferrocarril. Tienen
estupendo repertorio de chistes. No le dan beligerancia a la vida. Alguna vez tomé whisky
con ellos. Son resistentes y se emborrachan con extraordinario decoro, es decir, carecen del
oprobioso vicio de la trascendencia.
—¿Son simpáticos?
Con un discreto golpe sobre la mesa, el caballero llamó al criado. Cuando este se acercó, le
ordenó:
—Traiga dos vasos más y dígales a esos señores —le mostró al alto y al bajo— que su amigo
del ferrocarril los está esperando con una señorita que ha pronunciado la palabra "asesino".
Simultáneamente con la llegada de los vasos, más húmedos que las manos del criado,
tomaron asiento en torno de la mesa los dos invitados.
—No nos veíamos —dijo el alto— desde que le regalaste a Jonathan la corbata negra.
—Mala memoria —replicó el bajo, que debía ser Jonathan—; la última vez que estuvimos
reunidos fue cuando nuestro amigo derramó la media botella de whisky en el bar del cubano.
—Estamos de acuerdo —remató el cabalero—: la última vez fue cando le regalé la corbata a
Jonathan y cuando derramé el whisky.
—¡No lo sé! El pretérito me tiene sin cuidado. Solo me gusta el instante que estoy viviendo.
A propósito: les presento a Ana.
Los invitados agarraron, uno después de otro, las manos de Ana, mientras decían
respectivamente: Alan y Jonathan.
Cuando la chica logró desasirse de las cuatro manos que la habían tomado por sorpresa, como
a ella le gustaba, se arregló los cabellos que le caían sobre la nuca. Tal ademán hizo que las
arrugas, analizadas desde el mostrador, se movieran inocentemente.
La mesa quedó en silencio. Así ocurre en el exordio de las conversaciones. Jonathan y Alan
tuvieron oportunidad para examinar, de cerca, los detalles que habían visto de lejos.
Posiblemente ambos se convencieron de que la chica no era fea. Sobre todo, daba sensación
de tibieza.
—Me parece acertada —dijo, dirigiéndose al caballero— la elección de Ana. Siempre has
tenido buen gusto en la escogencia de corbatas y de otras prendas...
—Estoy de acuerdo con Alan —aseveró Jonathan—. Esta muchacha puede discutirse. Pero
resulta adorable.
—¡Nunca! Recuerda que soy un hombre civilizado. Tomo las cosas y las personas en presente
indicativo. Los celos son una sospecha tendida al pretérito o un temor colocado ante el
porvenir. Viviendo en presente todo adquiere su justa dimensión. Es imposible, así, que una
mujer me engañe, porque estoy con ella o no estoy con ella. Si acontece lo primero, ella está
conmigo, con mi pensamiento, con mi atmósfera, con mi vida; si lo segundo, ella es ajena a
mi presente, su actualidad no me pertenece y mal puedo lamentarme de no ser ubicuo.
—Nadie te lo impide —respondió el caballero—. Sería grotesco que yo les diera gusto en
una exhibición de celos, que no siento.
—¿Por qué permites esto? ¿Acaso no imaginas que puede disgustarme o... puede gustarme?
—Allá tú —replicó el caballero—. Cada cual es libre de administrar su propia actualidad.
La repetición de las dosis de whisky suspendió la escena, como si hubiera caído el telón. Pero
Jonathan tomó un vaso y dijo:
—Aún cuando el amigo sostenga que no debo pronunciar la palabra "adorable", insisto en
que Ana es adorable. Me he enamorado de la tersura de su piel. Me gustan sus ojos. Sería
capaz de bailar cinco horas seguidas con ella tan solo para sentirle la respiración. Creo que
pensaré en su silueta y conversaré con el recuerdo de su sonrisa.
—A mi también -musitó Alan- me ha gustado Ana. Quisiera verla caminar. Sus pasos deben
ser lentos, como si antes de cada uno esperara la llegada de algo. Yo podría ofrecerle amor y
mucho más. Me encantaría que nunca se apartara de mi presente. Que ella y yo estuviéramos
siempre juntos. Tal vez en el campo, lejos de estos suburbios donde no hay porvenir. Y —
¿por qué no—podríamos educar a nuestros hijos. Habría una niña tan bella como tú Ana.
—Nunca me habían dicho tantas cosas. Eres adorable, Alan. Me ofreces una esperanza dulce
y no un simple "hasta luego", que es igual a un "ya pasó".
—¡Whisky! Estoy asistiendo a la más cursi y deliciosa de las comedias. Podría titularse:
"Ana, la romántica".
Si fuera posible señalar simultáneamente las reacciones íntimas de varios seres humanos,
como hacen los biógrafos con desparpajo angelical, ahora podríamos, los lectores y el relator
de esta peripecia, inventar un conjunto de pensamientos para encajárselos al caballero, a Ana
y a sus amigos. Sería estupendo colocar a la chica en un abismo mental, atraída por el amor
y frenada por la poesía; darles a Alan y a Jonathan una buena dosis de pasión felina; y exigir
del caballero una lucha subconsciente entre su elegancia y su vulgaridad. Pero los biógrafos
han monopolizado esa clase de libertades retóricas, dejándoles a los amigos de la ficción un
campo más real donde no caben los acertijos, aún cuando apelen a las enseñanzas de Freud.
De manera que solo es posible continuar reproduciendo las frases textuales de aquella
conversación:
—¿Crees, en verdad, que soy romántica?— interrogó Ana, mientras llegaba la nueva remesa
de whisky y entornaba los ojos en un alarde teatral muy a tono con su ignorancia...
—A mí me parece —opinó el caballero— que eres romántica. Pero por lo menos en este
momento. Solo que el romanticismo está emparentado con la hipocresía. Es un sistema por
medio del cual los apetitos deben ser sometidos a una serie de aperitivos sensoriales como
canciones empalagosas, los ademanes artificiales, los susurros y las palabras bonitas, que
ordinariamente son las menos exactas.
Jonathan cortó:
—Esos aperitivos constituyen la savia del amor y buena parte de su fuerza. Hacen que la
mujer adquiera belleza cuando no la tiene. ¿Verdad, Alan?
El bajo, que se había dedicado a devorar la silueta de Ana con los ojos, cayó de contemplación
y apenas pudo responder.
—¡Sí, sí! Es bella. Tiene una misteriosa profundidad. Nadie podrá olvidarla. Por un beso
suyo vale la pena perder a cualquier amigo. Estoy interesado en que me quiera. Creo que ella
me reivindicará. Lo de la casa de campo no lo he dicho en broma. Me gustan las tostadas al
desayuno y un poco de coñac después de la comida. Hay que darle seguridad a la existencia,
seguridad y amor, ¿verdad, Ana
—Si tú lo dices... Con tu cara de príncipe. Nunca había creído en los cuentos de las
muchachas que esperan al hombre de sus sueños y lo encuentran. Siento que reviven mis
sueños y tú, Alan, eres el príncipe, el que llega, el mío.
Alan apuró un trago seco y, abrazando a Ana, le dio el beso que había preparado en la
imaginación. Fue un beso común y corriente. Tal vez largo. Pero con características de primer
beso.
Jonathan alzó su vaso y proponiendo un minuto de silencio con breves carraspeos, pontificó:
—Brindemos por el amor, por esto que estamos viviendo. ¡Alan es un buen muchacho, Ana
es adorable y el noble anfitrión no siente celos!
—¿Saben? También brindo por el amor. La casa de Alan y Ana debe estar rodeada de árboles.
Me gustaría que junto al más grande, se acordaran de mí, del amigo que no cree en el
romanticismo, del anfitrión complaciente de esta noche admirable que corona mi carrera de
hombre elegante. Debo advertir que nunca me ha gustado la trascendencia, ni el melodrama,
ni la vida. He sido un esteta, un teorizante. Siempre he usado las mejores corbatas y le he
dado satisfacción a mi organismo. En la Universidad aprendí varias cosas inútiles, entre ellas
el frío de pensar... Nunca he sido partidario de los ardores. La mayor parte de los hechos
humanos me ha parecido cursi. Brindo por el amor, quizá porque estoy borracho. Mis
borracheras son muy discretas. Alan no es un buen hombre. Es un sujeto repugnante, pero
agradable. Ana apenas es apetitosa. Me sigue aburriendo el romanticismo. Jonathan tiene una
cualidad ridícula; es altruista. Brindemos por el amor...
—Me estaba enamorando de ti, Desdémona, y me ha ocurrido uno de los episodios más
grotescos de mi vida: ¡sentí celos! Quizá por ello resolví envenenarme... No merece vivir
alguien que traiciona sus conceptos...