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Departamento de Lenguaje y Literatura

Prof. Lizette Martínez Willet


LLA-112
Selección de Lecturas

1. “El lenguaje”, de Octavio Paz

La primera actitud del hombre ante el lenguaje fue la confianza: el signo y el objeto
representado eran lo mismo. La escultura era un doble del modelo; la fórmula ritual una
reproducción de la realidad, capaz de re-engendrarla. Hablar era re-crear el objeto aludido. La
exacta pronunciación de las palabras mágicas era una de las primeras condiciones de su eficacia.
La necesidad de preservar el lenguaje sagrado explica el nacimiento de la gramática, en la India
védica. Pero al cabo de los siglos los hombres advirtieron que entre las cosas y sus nombres se
abría un abismo. Las ciencias del lenguaje conquistaron su autonomía apenas cesó la creencia en
la identidad entre el objeto y su signo. La primera tarea del pensamiento consistió en fijar un
significado preciso y único a los vocablos; y la gramática se convirtió en el primer peldaño de la
lógica. Mas las palabras son rebeldes a la definición. Y todavía no cesa la batalla entre la ciencia y
el lenguaje.
La historia del hombre podría reducirse a la de las relaciones entre las palabras y el
pensamiento. Todo periodo de crisis se inicia o coincide con una crítica del lenguaje. De pronto se
pierde fe en la eficacia del vocablo: "Tuve a la belleza en mis rodillas, y era amarga”, dice el poeta.
¿La belleza o la palabra? Ambas: la belleza es inasible sin las palabras. Cosas y palabras se
desangran por la misma herida. Todas las sociedades han atravesado por estas crisis de sus
fundamentos que son, asimismo y sobre todo, crisis del sentido de ciertas palabras. Se olvida con
frecuencia que, como todas las otras creaciones humanas, los Imperios y los Estados están hechos
de palabras: son hechos verbales. En el libro XIII de los Anales, Tzu-Lu pregunta a Confucio: "Si el
Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida? El Maestro dijo:
La reforma del lenguaje”. No sabemos en dónde empieza el mal, si en las palabras o en las cosas,
pero cuando las palabras se corrompen y los significados se vuelven inciertos, el sentido de
nuestros actos y de nuestras obras también es inseguro. Las cosas se apoyan en sus nombres y
viceversa. Nietzsche inicia su crítica de los valores enfrentándose a las palabras: ¿qué es lo que
quieren decir realmente virtud, verdad o justicia? Al desvelar el significado de ciertas palabras
sagradas e inmutables -precisamente aquellas sobre las que reposaba el edificio de la metafísica
occidental- minó los fundamentos de esa metafísica. Toda crítica filosófica se inicia con un análisis
del lenguaje.
El equívoco de toda filosofía depende de su fatal sujeción a las palabras. Casi todos los filósofos
afirman que los vocablos son instrumentos groseros, incapaces de asir la realidad. Ahora bien, ¿es
posible una filosofía sin palabras? Los símbolos son también lenguaje, aun los más abstractos y
puros, como los de la lógica y la matemática. Además, los signos deben ser explicados y no hay
otro medio de explicación que el lenguaje. Pero imaginemos lo imposible: una filosofía dueña de un
lenguaje simbólico o matemático sin referencia a las palabras. El hombre y sus problemas -tema
esencial de toda filosofía- no tendrían cabida en ella. Pues el hombre es inseparable de las
palabras. Sin ellas, es inasible. El hombre es un ser de palabras. Y a la inversa: toda filosofía que
se sirve de palabras está condenada a la servidumbre de la historia, porque las palabras nacen y
mueren, como los hombres. Así, en un extremo, la realidad que las palabras no pueden expresar;
en el otro, la realidad del hombre que sólo puede expresarse con palabras. Por tanto, debemos
someter a examen las pretensiones de la ciencia del lenguaje. Y en primer término su postulado
principal: la noción del lenguaje como objeto.
Si todo objeto es, de alguna manera, parte del sujeto cognoscente -límite fatal del saber al
mismo tiempo que única posibilidad de conocer- ¿qué decir del lenguaje? Las fronteras entre
objeto y sujeto se muestran aquí particularmente indecisas. La palabra es el hombre mismo.
Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de
nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento: lo primero
que hace el hombre, frente a una realidad desconocida es nombrarla, bautizarla. Lo que ignoramos
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es lo innombrado. Todo aprendizaje principia como enseñanza de los verdaderos nombres de las
cosas y termina con la revelación de la palabra-llave que nos abrirá las puertas de saber. O con la
confesión de ignorancia: el silencio. Y aun el silencio dice algo, pues está preñado de signos. No
podemos escapar del lenguaje. Cierto, los especialistas pueden aislar el idioma y convertirlo en
objeto. Mas se trata de un ser artificial arrancado a su mundo original ya que, a diferencia de lo
que ocurre con los otros objetos de la ciencia, las palabras no viven fuera de nosotros. Nosotros
somos su mundo y ellas el nuestro. Para apresar el lenguaje no tenemos más remedio que
emplearlo. Las redes de pescar palabras están hechas de palabras. No pretendo negar con esto el
valor de los estudios lingüísticos. Pero los descubrimientos de la lingüística no deben hacernos
olvidar sus limitaciones: el lenguaje, en su realidad última, se nos escapa. Esa realidad consiste en
ser algo indivisible e inseparable del hombre. El lenguaje es una condición de la existencia del
hombre y no un objeto, un organismo o un sistema convencional de signos que podemos aceptar o
desechar. El estudio del lenguaje, en este sentido, es una de las partes de una ciencia total del
hombre.
Afirmar que el lenguaje es propiedad exclusiva del hombre contradice una creencia milenaria.
Recordemos cómo principian muchas fábulas: "Cuando los animales hablaban..." Aunque parezca
extraño esta creencia fue resucitada por la ciencia del siglo pasado. Todavía muchos afirman que
los sistemas de comunicación animal no son esencialmente diferentes de los usados por el hombre.
Para algunos sabios no es una gastada metáfora hablar del lenguaje de los pájaros. En efecto, en
los lenguajes animales aparecen las dos notas distintivas del habla: el significado -reducido, es
cierto, al nivel más elemental y rudimentario- y la comunicación. El grito animal alude a algo, dice
algo: posee significación. Y ese significado es recogido y, por decirlo así, comprendido por los otros
animales. Esos gritos inarticulados constituyen un sistema de signos comunes, dotados de
significación. No es otra la función de las palabras. Por tanto, el habla no es sino el desarrollo del
lenguaje animal, y las palabras pueden ser estudiadas como cualquiera de los otros objetos de la
ciencia de la naturaleza.
El primer reparo que podría oponerse a esta idea es la incomparable complejidad del habla
humana; el segundo, la ausencia de pensamiento abstracto en el lenguaje animal. Son diferencias
de grado, no de esencia. Más decisivo me parece lo que Marshall Urban llama la función tripartita
de los vocablos: las palabras indican o designan, son nombres; también son respuestas instintivas
o espontáneas a un estímulo material o psíquico, como en el caso de las interjecciones y
onomatopeyas; y son representaciones: signos y símbolos. La significación es indicativa, emotiva y
representativa. En cada expresión verbal aparecen las tres funciones, a niveles distintos y con
diversa intensidad. No hay representación que no contenga elementos indicativos y emotivos; y lo
mismo debe decirse de la indicación y la emoción. Aunque se trata de elementos inseparables, la
función simbólica es el fundamento de las otras dos. Sin representación no hay indicación: los
sonidos de la palabra pan son signos sonoros del objeto a que aluden; sin ellos la función indicativa
no podría realizarse: la indicación es simbólica. Y del mismo modo: el grito no sólo es respuesta
instintiva a una situación panicular sino indicación de esa situación por medio de una
representación: palabra, voz. En suma, "la esencia del lenguaje es la representación, Darstellung,
de un elemento de experiencia por medio de otro, la relación bipolar entre el signo o el símbolo y
la cosa significada o simbolizada, y la conciencia de esa relación".
Caracterizada así el habla humana, Marshall Urban pregunta a los especialistas si en los gritos
animales aparecen las tres funciones. La mayor parte de los entendidos afirma que "la escala
fonética de los monos es enteramente 'subjetiva' y puede expresar sólo emociones, nunca designar
o describir objetos". Lo mismo se puede decir de sus gestos faciales y demás expresiones
corporales. Es verdad que en algunos gritos animales hay débiles indicios de indicación, mas en
ningún caso se ha comprobado la existencia de la función simbólica o representativa. Así pues,
entre el lenguaje animal y humano hay una ruptura. El lenguaje humano es algo radicalmente
distinto de la comunicación animal. Las diferencias entre ambos son de orden cualitativo y no
cuantitativo. El lenguaje es algo exclusivo del hombre.
Las hipótesis tendientes a explicar la génesis y el desarrollo del lenguaje como el paso gradual
de lo simple a lo complejo -por ejemplo, de la interjección, el grito o la onomatopeya a las
expresiones indicativas y simbólicas- parecen igualmente desprovistas de fundamento. Las lenguas
primitivas ostentan una gran complejidad. En casi todos los idiomas arcaicos existen palabras que
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por sí mismas constituyen frases y oraciones completas. El estudio de los lenguajes primitivos
confirma lo que nos revela la antropología cultural: a medida que penetramos en el pasado no
encontramos, como se pensaba en el siglo XIX, sociedades más simples, sino dueñas de una
desconcertante complejidad. El tránsito de lo simple a lo complejo puede ser una constante en las
ciencias naturales pero no en las de la cultura. Aunque la hipótesis del origen animal del lenguaje
se estrella ante el carácter irreductible de la significación, en cambio tiene la gran originalidad de
incluir el "lenguaje en el campo de los movimientos expresivos". Antes de hablar, el hombre
gesticula. Gestos y movimientos poseen significación. Y en ella están presentes los tres elementos
del lenguaje: indicación, emoción y representación. Los hombres hablan con las manos y con el
rostro. El grito accede a la significación representativa e indicativa al aliarse con esos gestos y
movimientos. Quizá el primer lenguaje humano fue la pantomima imitativa y mágica. Regidos por
las leyes del pensamiento analógico, los movimientos corporales imitan y recrean objetos y
situaciones.
Cualquiera que sea el origen del habla, los especialistas parecen coincidir en la "naturaleza
primariamente mítica de todas las palabras y formas del lenguaje…" La ciencia moderna confirma
de manera impresionante la idea de Herder y los románticos alemanes: "parece indudable que
desde el principio el lenguaje y el mito permanecen en una inseparable correlación… Ambos son
expresiones de una tendencia fundamental a la formación de símbolos: el principio radicalmente
metafórico que está en la entraña de toda función de simbolización". Lenguaje y mito son vastas
metáforas de la realidad. La esencia del lenguaje es simbólica porque consiste en representar un
elemento de la realidad por otro, según ocurre con las metáforas. La ciencia verifica una creencia
común a todos los poetas de todos los tiempos: el lenguaje es poesía en estado natural. Cada
palabra o grupo de palabras es una metáfora. Y asimismo es un instrumento mágico, esto es, algo
susceptible de cambiarse en otra cosa y de trasmutar aquello que toca: la palabra pan, tocada por
la palabra sol, se vuelve efectivamente un astro; y el sol, a su vez, se vuelve un alimento
luminoso. La palabra es un símbolo que emite símbolos. El hombre es hombre gracias al lenguaje,
gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro y lo separó del mundo natural, El hombre es un
ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora
de sí mismo.

2. “Don de lengua” (1992), de Ángeles Mastretta

Cada quien tiene sus ritos y pone sus devociones donde va pudiendo. Yo tarareo boleros.
Nunca me los puedo aprender completos, pero repito algunas de sus sentencias y preguntas hasta
que quienes me rodean se hartan o se sienten hechos a un lado.
Mis hijos tienen su modo de penetrar el tejido de estos soliloquios musicalizados: ellos
preguntan. Sin temor y sin clemencia dedican sus ratos libres a intervenir mis interpretaciones
musicales exigiendo que les responda todo tipo de preguntas:
-¿Mami qué quiere decir dinero?
-¿Sabes qué quiere decir no sé? ¿No? Quiere decir nariz.
-Ma… si hay dos pájaros repetidos tres veces ¿se dice dos por tres o tres por dos?
-¿Coger dinero de tu bolsa es robar?
-¿Cuánto es veintiuno por treinta?
-El verbo es la acción, ¿el adverbio es?
-¿Cómo hacen los videoclips?
-¿Cuántas personas trabajan en el Aurrerá?
-¿Compraste pizza?
-¿A quién quieres más?
-¿Por qué se divorcian las personas?
-¿Cuándo se alivia tía Luisa?
-¿Por qué se visten de blanco los doctores?
-¿Por qué es mala la reelección?
-¿Qué pasa si aprieto este botón de tu compu?
-¿Por qué las personas piensan que hay dioses?
-¿Qué quiere decir enigma? ¿Por qué cantas eso tan raro?
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Con esas y otras muchas preguntas diarias atormentan mis distracciones y me llaman a lo que
ellos consideran realidad.
Como tantas otras madres me las arreglo para contestar lo que voy pudiendo o para seguir
cantando cuando no sé qué decir.
Al terminar el ajetreado año de 1991, Catalina me preguntó una tarde:
-¿Mami de dónde sale la lengua?
Tenía en los ojos las alas de un pájaro ávido y extendía su risa con la certidumbre de que yo
sabría contestarle. A veces sus intrépidos siete años confían en mí como yo en la sabiduría de los
boleros, entonces me avergüenza su entrega y quisiera yo tener respuestas para todo, como los
boleros.
-¿La lengua? -pregunté moviendo la mía para ver si así podía yo sentir desde dónde me la
jalaban, a qué precisa parte de mi garganta, mi faringe, mi corazón, mi estómago, mis piernas,
mis talones, estaba sujeta la tira de carne inquieta y suave que tantas dichas provoca.
-¿La lengua? No sé.
Cuando bostezo la lengua me sale de un cansancio que hace meses acarreo de un lado para
otro y que tal vez sea la edad y ya no vaya a desaparecer jamás. Puedo dormir cinco horas o
siete, nueve y hasta diez un día de suerte, pero la lengua que meneo mientras bostezo, me sale
de un cansancio que no sé cuándo empezó a quedarse entre mis huesos.
Cuando toso la lengua me sale de un catarro constipado por el que nunca guardé cama y que
sigue paseándose conmigo. De tanto acompañarme ha perdido el pudor y ya no pide disculpas, ni
siquiera piensa que al pasear va contagiando parroquianos con la misma desvergüenza de aquella
que anidaba en quienes me la contagiaron.
Cuando converso la lengua me sale de herencia. Mi padre era un gran conversador, mi madre
es una conversadora agazapada que le tiene miedo a su lengua porque sabe que es una lengua
memoriosa y fatal que cuando se suelta puede poner sobre la mesa historias de horror y barbarie
que todo el mundo ha pretendido olvidar en la ciudad que habita. Mi abuelo tenía una lengua
exacta como navaja y alegre como una victoria. Recordaba lo necesario cuando era necesario y
olvidaba lo desagradable cuando era innecesario. Mi tía Alicia sólo necesitaba mirar de reojo para
describir con fervor y precisión desde los ojos hasta las medias flojas de una señora a la que no
había visto jamás, a su lengua le gustaba tanto conversar que en el velorio de un señor que había
muerto de modo inesperado y horrible se dio a la tarea de llenar el incómodo silencio que provoca
la cercanía de un muerto ajeno y tras hablar toda la noche se despidió de la viuda diciéndole:
-Señora, muchas gracias, estuvimos muy contentos.
Pero también la lengua conversadora es de contagio y uno siempre anda buscando con quien
compartirla: la lengua de mi amiga Lilia Rossbach no le da tiempo ni de respirar entre asunto y
asunto. En general mis amigas son de lengua conversadora, hablar con ellas es siempre un
entrenamiento y al mismo tiempo una permanente olimpiada, la que obedece la voluntad de
tregua que una lengua pide de vez en cuando, pierde irremediablemente su oportunidad de
sacarse del entrepecho los disgustos, pesares y júbilos que le aprietan.
Algunas lenguas son mejores por teléfono, se esmeran porque en esas conversaciones todo
depende de ellas, la gente no puede ayudarse con las manos, los ojos, la boca fruncida o los
hombros levantados para decir nada. Así que las lenguas, dejadas a su único arbitrio, se desatan
y trajinan con más libertad que nunca.
A veces la lengua sale del silencio. Entonces dice unas cosas en vez de otras y acompaña
nuestros labios en la risa que debía ser mutismo. Esas veces, la pobre lengua anochece llena de
mordidas.
No siempre acierta la lengua, tiene razón la señora Soto cuando nos dice a mí y a su hija
María: hablen menos, así meten menos la pata.
El día que nos duele, la lengua sale del corazón y el día que nos libera, sale del estómago.
Algunas veces la lengua cree salir del cerebro, pero casi siempre se equivoca al creerlo. Puede ser
que la lengua salga de las orejas, pero también es fácil que venga desde las rodillas, por eso es
difícil hablar estando hincado. A lo mejor la lengua sale del sitio mismo que guarda los deseos, por
eso besamos con ella, por eso ella se queda con el vivo recuerdo del cobijo que otra le dio entre
juegos.

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Cuando canta, Pavarotti enseña una lengua blanca, corta y gorda sin la que no podrían existir
los sonidos con los que nos toca cuando dice “Parlami d’amore Mariu”. Su lengua debe ser un
hongo mágico y se ve tan fea porque algo de toda esa perfección tenía que ser feo para que toda
esa perfección fuera posible. La lengua de Pavarotti sale de un bosque y nos asusta.
No hay duda de que la lengua tiene alianza con los ojos, por eso hablamos con la mirada, por
eso arde la lengua cuando no podemos decir lo que vemos, y arden los ojos cuando nuestra
lengua dice por fin las cosas que se ha callado mucho tiempo.
Sin duda la lengua tiene sus queveres con la risa, y el llanto la tiene atada a sus designios. La
lengua sale de una cueva oscura, sale de un lago quieto, de dos montañas entre las que no cupo,
de un mar que nos la entrega y se la lleva según les va gustando a sus mareas. La lengua es una
llama, es un hielo, un pedazo de tierra, un pez atado a nuestra fortuna, un pez enfurecido que
algún designio raro no sacó por completo del agua, por eso se debate en la humedad de nuestras
bocas y a veces está viva como dentro del río y a veces tiene sed y se muere como cualquier pez
a la intemperie.
La lengua es el deseo de una oración, la respuesta a una oración, el consuelo de los que no
pueden orar. La lengua sale de mil partes. Su procedencia no depende de nuestra voluntad o
nuestro arbitrio. La lengua imagina, recuerda, acaricia, detesta, la lengua es lo más vivo que
tenemos y sale de donde mejor le parece y según cree que la ocasión amerita.

3. “De una a otra Venezuela” (1996).


Arturo Uslar Pietri

Ante los venezolanos de hoy está planteada la cuestión petrolera con un dramatismo, una
intensidad y una trascendencia como nunca tuvo ninguna cuestión del pasado. Verdadera y
definitiva cuestión de vida o muerte, de independencia o esclavitud, de ser o no ser. No se
exagera diciendo que la pérdida de la Guerra de Independencia no hubiera sido tan grave, tan
preñada de consecuencias irrectificables, como una Venezuela irremediablemente y
definitivamente derrotada en la crisis petrolera.
La Venezuela por donde está pasando el aluvión deformador de esta riqueza incontrolada no
tiene sino dos alternativas extremas. Utilizar sabiamente la riqueza petrolera para financiar su
transformación en una nación moderna, próspera y estable en lo político, en lo económico y en lo
social; o quedar, cuando el petróleo pase, como el abandonado Potosí de los españoles de la
conquista, como la Cubagua que fue de las perlas y donde ya ni las aves marinas paran, como
todos los sitios por donde una riqueza azarienta pasa, sin arraigar, dejándolos más pobres y más
tristes que antes.
A veces me pregunto qué será de esas ciudades nuevas de lucientes casas y asfaltadas calles
que se están alzando ahora en los arenales de Paraguaná, el día en que el petróleo no siga
fluyendo por los oleoductos. Sin duda quedarán abandonadas, abiertas las puertas y las ventanas
al viento, habitadas por alguno que otro pescador, deshaciéndose en polvo y regresando a la
uniforme desnudez de la tierra. Serán ruinas rápidas, ruinas sin grandeza, que hablarán de la
pequeñez, de la mezquindad, de la ceguedad de los venezolanos de hoy, a los desesperanzados y
hambrientos venezolanos del mañana.
Y eso que habrá de pasar un día con los campamentos de Paraguaná o de Pedernales hay
mucho riesgo, mucha trágica posibilidad de que pase con toda esta Venezuela fingida, artificial,
superpuesta, que es lo único que hemos sabido construir con el petróleo. Tan transitoria es
todavía, y tan amenazada está como el artificial campamento petrolero en el arenal estéril.
Esta noción es la que debe dirigir y determinar todos los actos de nuestra vida nacional. Todo
cuanto hagamos o dejemos de hacer, todo cuanto intenten gobernantes o gobernados debe partir
de la consideración de esa situación fundamental. Habrá que decirlo a todas horas, habría que
repetirlo en toda ocasión. Todo lo que tenemos es petróleo, todo lo que disfrutamos no es sino
petróleo casi nada de lo que tenemos hasta ahora puede sobrevivir al petróleo. Lo poco que pueda
sobrevivir al petróleo es la única Venezuela con que podrán contar nuestros hijos.
Eso habría que convertirlo casi en una especie de ejercicio espiritual como los que los místicos
usan para acercarse a Dios. Así deberíamos nosotros llenar nuestras vidas de la emoción del
destino venezolano. Porque de esa convicción repetida en la escuela, en el taller, en el arte, en la
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plaza pública, en junta de negociantes, en el consejo del gobierno, tendría que salir la incontenible
ansia de la acción. De la acción para construir en le Venezuela real y para la Venezuela real. De
construir la Venezuela que pueda sobrevivir al petróleo.
Porque desgraciadamente hay una manera de construir en la Venezuela fingida que casi nada
ayuda a la Venezuela real. En la Venezuela fingida están los rascacielos de Caracas. En la
Venezuela real están algunas carreteras, los canales de irrigación, las terrazas de conservación de
los suelos. En la Venezuela fingida están los aviones internacionales de la Aeropostal. En la
Venezuela real los tractores, los arados, los silos.
Podríamos seguir enumerando así hasta el infinito. Y hasta podríamos hacer un balance un
balance. El balance nos revelaría el tremendo hecho de que mucho más hemos invertido en la
Venezuela fingida que en la real.
Todo lo que no puede continuar existiendo sin el petróleo está en la Venezuela fingida. En la
que pudiéramos llamar la Venezuela condenada a muerte petrolera. Todo lo que pueda seguir
viviendo, y acaso con más vigor, cuando el petróleo desaparezca, está en la Venezuela real.
Si aplicáramos este criterio a todo cuanto en o público y en lo privado hemos venido haciendo
en los últimos treinta años, hallaríamos que muy pocas cosas no están, siquiera parcialmente, en
el estéril y movedizo territorio de la Venezuela fingida.
Preguntémonos por ejemplo si podríamos, sin petróleo, mantener siquiera un semestre nuestro
actual sistema educativo. ¿Tendríamos recursos, acaso, para sostener los costosos servicios y los
grandes edificios suntuosos que hemos levantado? ¿Tendríamos para sostener la ciudad
universitaria? ¿Tendríamos para sostener sin restricciones la gratuidad de la enseñanza desde la
escuela primaria hasta la Universidad? Si nos hiciéramos con sinceridad estas preguntas
tendríamos que convenir que la mayor parte de nuestro actual sistema educacional no podría
sobrevivir al petróleo. Sin asomarnos, por el momento, a la más ardua cuestión, de si ese costoso
y artificial sistema está encaminado a iluminar el camino para que Venezuela se salve de la crisis
petrolera, está orientado hacia la creación de una nación real, y está concebido para producir los
hombres que semejante empresa requiere.
Parecida cuestión podríamos plantearnos en relación con las cuestiones sanitarias. Todos esos
flamantes hospitales, todos esos variados y eficientes servicios asistenciales y curativos, ¿pueden
sobrevivir al petróleo? Yo no lo creo.
La tremenda y triste verdad es que la capacidad actual de producir riquezas de la Venezuela
real está infinitamente por debajo del volumen de necesidades que se ha ido creando la Venezuela
artificial. Esta es escuetamente la terrible realidad, que todos parecemos empeñados en querer
ignorar.
Por eso la cuestión primordial, la primera y la básica de todas las cuestiones venezolanas, la
que está en la raíz de todas las otras, y la que ha de ser resuelta antes si las otras han de ser
resueltas algún día, es la de ir construyendo una nación a salvo de la muerte petrolera. Una
nación que haya resuelto victoriosamente su crisis petrolera que es su verdadera crisis nacional.
Hay que construir en la Venezuela real y para la Venezuela permanente y no en la Venezuela
artificial y para la Venezuela transitoria. Hay que poner en la Venezuela real los hospitales, las
escuelas, los servicios públicos y hasta los rascacielos, cuando la Venezuela real tenga para
rascacielos. De lo contrario estaremos agravando el mal de nuestra dependencia, de nuestro
parasitismo, de nuestra artificialidad. Utilizar el petróleo para hacer cada día más grande y sólida
la Venezuela real y más pequeña, marginal e insignificante la Venezuela artificial.
¿Quién se ocuparía de curar o educar a un condenado a muerte? ¿No sería una impertinente e
inútil ocupación? Lo primero es asegurar la vida. Después vendrá la ocasión de los problemas
sanitarios, educacionales. ¿De que valen los grandes hospitales y las grandes escuelas si nadie
está seguro de que el día en que se acabe el petróleo no hayan de quedar tan vacíos, tan
muertos, tan ruinosos, como los campamentos petroleros de Paraguaná o de Pedernales? Lo
primero es asegurar la vida de Venezuela. Saber que Venezuela, o la mayor parte de ella, ya no
está condenada a morir de muerte petrolera. Hacer todo para ello. Subordinar todo a ello.
Ponernos todos en ello.

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4. “La aceptación de la diferencia” (2001). Tulio Hernández

Dos declaraciones, casualmente hechas ambas por italianos, una de Silvio Berlusconi, el
magnate, y otra de Oriana Fallacci, la entrevistadora, han vuelto a colocar sobre el tapete el tema
—tan entusiastamente manejado por Hitler— de la superioridad de una cultura sobre las otras.
Que no hay duda de que la civilización occidental es superior, han dicho ambos, casi al unísono,
con idéntica arrogancia e ignorancia —que a estos fines significan lo mismo—, llevándose de un
solo tirón el que fue uno de los mayores esfuerzos de las disciplinas antropológicas del siglo XX:
intentar demostrar que ni ética ni científicamente es correcto diseñar nada semejante a un hit
parade de las civilizaciones, y que en asuntos de etnias y culturas no se puede operar a la manera
de un concurso de belleza: nombrando un jurado que decida cuál es la más linda de la noche.
Pero otro italiano, a quien todos conocemos bajo el sonoro y autorizado nombre de Umberto
Eco, les ha salido al paso escribiendo un riguroso, amoroso e históricamente sustentado ensayo
que, bajo el título de “Guerra santa: pasión y razón”, fue publicado el pasado domingo 7 de
octubre en el diario Clarín de Buenos Aires.
Eco, quien sabe de intolerancia y fanatismo más que la mayoría de los mortales, porque
durante años se dedicó a estudiar las pugnas, purgas y crueles asesinatos ocurridos en el seno de
los fundamentalismos católicos europeos del Medioevo —eso fue lo que contó en El nombre de la
rosa—, enuncia como tesis fundamental la necesidad de utilizar los instrumentos del análisis y la
crítica, para que cada cultura pueda entendérselas con sus propias supersticiones y con las del
Otro, como el mejor camino hacia la paz, la tolerancia y la necesidad de compartir un planeta
hasta nuevo aviso indivisible en su destino.
“Todas las guerras de religión que ensangrentaron al mundo durante siglos”, escribe nuestro
autor, “nacieron de adhesiones pasionales a contraposiciones simplistas, como Nosotros y los
Otros, buenos y malos, blancos y negros, fieles e infieles”. Y agrega, en lo que seguramente es la
parte más lúcida y más oportuna de su razonamiento: “Si la cultura occidental demostró ser
fecunda es porque se esforzó en eliminar, a la luz de la investigación y el espíritu crítico, las
simplificaciones nocivas”.
Ese esfuerzo, el de eliminar las “simplificaciones nocivas”, que ha tenido su mejor expresión en
las conquistas democráticas y en la reivindicación del reconocimiento de las diferencias —
incluyendo, además de las raciales, las que tienen que ver con preferencias sexuales y opciones
religiosas—, no ha sido por supuesto una marcha sin obstáculos, pues periódicamente ha tenido
sus retrocesos o ha sido incapaz de penetrar en ciertas capas y dimensiones de las poblaciones
occidentales y sus gobiernos. Hitler y Stalin, quienes, como los talibanes, asesinaban en masa,
quemaban libros, perseguían a los homosexuales y condenaban a los opositores al ostracismo,
son tan occidentales como los miembros de Ku-Kux-Klan; como los racistas de Sudáfrica que
defendieron, y algunos todavía defienden, el derecho a excluir a la población negra como raza
inferior; o, como los skinheads que apalean por igual a turcos, senegaleses o suramericanos. Y
eso, sin embargo, no le da derecho a nadie a condenar la cultura occidental como bárbara,
asesina o pecaminosa en su conjunto, o a bajarla unidimensionalmente de una supuesta ubicación
en el ranking de las civilizaciones.
Como tampoco tiene razón la operación contraria —la que alientan mensajes como el de
Berlusconi y la Fallaci—, esa especie de nueva parálisis de la razón crítica que ataca
amenazadoramente, desde su propio seno, los principios del pluralismo que Occidente, con fuerza
intensa desde la revolución francesa en adelante, y a pesar de sus contradicciones e hipocresías,
ha contribuido a sembrar en el mundo. Como no la tienen tampoco quienes, desde importantes
posiciones de opinión, condenan a ciegas al pueblo palestino o al mundo islámico, o declaran
como cadáveres infectos a los restos de los afganos muertos en batalla.
Lo que los grandes humanistas y los más agudos antropólogos han intentado demostrar es que
no se puede comparar una cultura con otra si no se fijan previamente algunos parámetros que
expliquen desde qué perspectiva se hace la comparación. Que una cosa son los datos fríos de la
estadística sobre calidad de vida, y otra la valoración de los componentes, aportes a la humanidad
y valores de una determinada sociedad. Por ejemplo, la inmensa capacidad de innovación
tecnológica e industrial de Occidente es no solo la razón de su poderío presente, sino un
inocultable objeto de orgullo. Para otros occidentales, en cambio, la manera como esa capacidad
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se ha materializado —la criminal contaminación del planeta, los huecos en la capa de ozono— es
una prueba de barbarie, a la cual se oponen, como una actitud superior y más sabia, los principios
conservacionistas y el respeto por la naturaleza practicado entre las culturas indígenas del
Amazonas. Lo mismo ocurre en el campo de la espiritualidad. Occidente se exhibe hoy como un
territorio árido en el campo de las creencias: sin otra fe superior a la del consumo o los nuevos y
viejos nacionalismos, se encuentra presa de un supermercado esotérico que sustituye al auténtico
desarrollo espiritual. Mientras que otros saberes, como los desarrollados en la India —una
catástrofe desde el punto de vista del confort occidental—, se convierten en punto de referencia y
tabla de salvación, incluso para ser aplicados en campos tan pragmáticos como la gerencia y la
competitividad. El antídoto propuesto por Eco es el de iniciar un nuevo tipo de educación y dejar
de enseñar a los niños —a los de Oriente y los de Occidente— que todos somos iguales.
Enseñarles, por el contrario, que los seres humanos son muy distintos entre sí, explicarles en qué
son distintos y mostrarles que esas diversidades pueden ser fuente de riqueza y no
necesariamente de odio y conflictividad.
En ese camino educativo, la gran tarea del futuro es enfrentar los terrorismos, sean de Estado
o religiosos, de origen islámico, como los de Ben Laden, o de origen cristiano, como los de Belfast.
También, todo tipo de fundamentalismo, ya sea el integrista que hoy nos ocupa o el periódico
revival del etnocentrismo occidental, el que más nos cuesta ver. Detrás, como eterno telón de
fondo, se encuentra como tema único el de aprender a aceptar y a convivir con los diferentes. Una
propuesta, nada fácil, que no todos están dispuestos a emprender, pero que a largo plazo será
más útil que los bombazos indiscriminados o el llamado a la Guerra Santa.

5. “Felices y chéveres” (2014),


de Gisela Kozak Rovero

Venezuela es un país dado a las estadísticas. Cómo y con cuáles criterios fue hecha la medición
no es especialmente importante, sobre todo si nos coloca entre los diez primeros países en
«algo», cualquier cosa. Hasta los políticos echan mano de datos que anuncian, por ejemplo, que
los venezolanos somos conmovedoramente felices, hombres y mujeres flotando en bienestar,
vitalidad y la más pura alegría. Que otras cifras –inseguridad e inflación– también nos pongan en
primeros lugares más bien refuerza nuestro éxito, pues no cualquier sociedad cuenta con tanto
talento para enfrentar la adversidad con estupendo espíritu. Sería pues un modo de estar en el
mundo afincado en una profunda consonancia con lo que nos rodea.
En este momento escribo sentada frente a un ventanal, una brisa fresca y levísima se filtra por
las hojas de los jabillos que tamizan (depuran) la luz de la mañana para quitarle su picor
deslumbrante. Oigo una música estupenda –¿la guitarra de Aquiles Báez, la voz de Magdalena
Kožená, el piano de Gabriela Montero, el violín de Nigel Kennedy, la voz de Simón Díaz?– y la vida
parece estar en paz. Me siento muy bien, claro. Pero esta consonancia entre estado personal y
entorno no es permanente en nadie y, desde luego, para mí sería complicado si me preguntasen
si soy feliz en términos de ser venezolana y vivir en la Venezuela actual. Dudo mucho que este
sea «el mejor país del mundo», tampoco creo que el peor, pero la felicidad colectiva en un país
con un sinnúmero de problemas no deja de llamar la atención. ¿Diferencias de clase? ¿Será
verdad que las políticas sociales generan bienestar en los sectores populares y, por lo tanto, las
quejas provienen de grupos insatisfechos con la cojitranca (cojo) modernidad venezolana de
edificios de lujo con calles rotas? Dice Pedro Trigo en La cultura del barrio que ésta, a la que
califica de suburbana, y la de los sectores urbanos se distinguen porque aunque todos aspiramos
a salud, educación, justicia, seguridad y servicios públicos, entendemos de manera distinta las
vías para obtenerlos de acuerdo a nuestras aspiraciones precisas y nuestros modos de existir.
Pero me interesa destacar de Trigo la existencia en nuestra gente popular de una indomable
voluntad de vivir que quizás sea la recóndita razón de tan sorprendente tendencia al bienestar. Y,
desde luego, en Venezuela ser «amargado» desprestigia. Andar con cara muy seria no es bien
visto entre nosotros.
¿Felices?

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Paso de largo frente a fenómenos como la inflación, la inseguridad, la pobreza, el desempleo, el
desabastecimiento, la polarización política, la violencia doméstica y la paternidad irresponsable.
Somos felices y punto.
Olvídense de las caras amarradas en el Metro, son efecto de una «sensación de amargura» que
no tiene que ver con la realidad. No exageremos respecto a la descortesía rampante en nuestro
subterráneo: cuando una joven madre aferra a su bebé aterrada en medio del aluvión de cuerpos
que entran y salen, siempre habrá un alma caritativa que la ayude por cada doscientos
conciudadanos dispuestos a seguir empujando. El vagón de embarazadas, personas mayores,
cochecitos para bebé y discapacitados puede convertirse en un verdadero chiste. En el Metro oí un
«pa’lante es pa’dentro, maestro», expresión de doble sentido de un hombrón alto con los
pantalones a punto de caer, palabras que hacen reír a unos muchachos todos sentados mientras
las amas de casa con las bolsas se calaban su trayecto de pie. Una mujer mayor decidida y de
aspecto humilde los mandó a pararse y ellos dieron los asientos de mala gana. Simpatía
abundante, la misma simpatía del enjambre de motorizados que no le permite a los carros
cambiar de canal en la autopista. Porque, lector(a): somos la gente no solo más feliz sino también
la más simpática del mundo, la gran raza de los chéveres. Esos motorizados plenos de amor al
prójimo se colocan debajo de los puentes de las autopistas cuando llueve y ocupan uno o dos
canales con la consiguiente tranca de la vía. Hay que tener compasión, no sea que los pobres se
resfríen y no puedan ganarse el sustento. Dejemos las necedades de la gente que viaja y se da
cuenta de los impermeables que los motorizados usan en Bogotá, otrora tan mal vista entre los
venezolanos por fea, rural y peligrosa. Nada, aquí no se usan impermeables y hace mucho calor.
Nuestros centauros, además, merecen las aceras y ay de quien se atreva a sugerir que son para
peatones, puede quedar maltratado con algún insulto relativo a su aspecto, sexo o edad: «vieja»,
«gorda de mierda», «viejo marico», «puta», y paro aquí porque soy una dama… No nos
engañemos, ser varón en Venezuela pasa por no ser pendejo, por ser un «arrecho», que no es lo
mismo que un «arrechito»: el arrechito es uno que quiere ser arrecho pero no tiene con qué.
¿Realmente somos así? ¿No será esta parrafada una muestra de esa curiosa oscilación nacional
entre el todo y el nada? ¿Entre el somos lo peor y somos lo máximo?
Caracas muerde, indica el título del libro de Héctor Torres. A veces está insoportablemente
sucia, la agresividad vence y el crimen campea, pero en ella viven los que «aman, sufren y
esperan», la abuela que cuida al nieto y le lee cuentos mientras la hija y el yerno trabajan; el
padre supervaronil que lleva a la hija a la escuela en moto con buenos cascos y un morral fucsia
en la espalda; el vecino que les carga las bolsas a las señoras; el novio de mi sobrina que vino a
mi apartamento a matar una rata en acto de bravía virilidad que agradeceré hasta mi muerte.
Esos mismos motorizados que nos atribulan en calles y avenidas son capaces de salir a la
medianoche a comprarle una medicina a un vecino grave en un hospital o una empanada a una
mujer que espera para ser atendida en el Clínico. La misma mamita mi reina que nos maltrata en
una tienda, versión femenina retrechera del arrecho, ayuda a una anciana a subir una escalera y
se empuja a acompañar a una amiga a visitar al novio preso. Esas muchachas de clase media que
hablan a todo volumen en la mesa de al lado del restaurante y piensan que todo se lo merecen al
colegir (inferir) por la conversación, pudieron irse a vivir al extranjero pero prefirieron quedarse
aquí y curan tiroteados en el hospital Pérez Carreño. Alguno de los chamos con plata que nos
revientan los oídos con la música infernal de los monstruosos aparatos de sonido de sus
camionetas, tal vez meta esa misma camioneta en el barro para ayudar a la gente en las lluvias.
Gestos de solidaridad más familiar que cívica, más de bondad cristiana que de sentido del deber,
conductas de «boyscout», diría alguien malintencionado. Tal vez, pero a veces se nos olvida que
en medio de esta generalizada inconsciencia de los límites y derechos de los demás, los más
simpáticosfeliceschéveres somos gente como cualquier otra en cualquier parte. Quizás nuestro
problema cultural tenga que ver con que somos millones de espacios privados que no hemos
logrado todavía un buen ensamblaje en el espacio público. Temerosos de los demás desplegamos
la antipatía como escudo ante el otro visto como abusador, como alguien que viene a jodernos.
Hombres y mujeres desplegamos esa antipatía de manera diversa. En un hombre es disculpable
parársele en treinta a otro y ser frontal; en una mujer tal conducta puede ser muy mal vista en
círculos académicos, intelectuales, profesionales y familiares, aunque abunde la retrechería
femenina, esa de «me pulo las uñas mientras haces cola frente a mi escritorio» o «tengo derecho
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a estacionar mi camioneta aquí aunque no tenga la calcomanía de la universidad porque le pagué
veinte bolos al vigilante». Más críticas reciben reconocidas lideresas políticas por su carácter que
sus colegas masculinos: Iris Varela y María Corina Machado, tan absolutamente distintas entre sí,
son odiadas por sus contendores en la medida en que son «arrechas», «alzadas», «contestonas».
Ser hombre y mujer en la política trae aparejadas sus diferencias, como en todas las áreas de la
vida social.
Hombres y mujeres estamos obligados, eso sí, a abrevar (beber) en las aguas del chiste
permanente, la risa, el «epa panita», «dimemiamor» y el «mami», más divertidos que los «doña»,
«don» o «maestro», calificativos temidos por «la juventud prolongada», ese espacio que va entre
los treinta y los cien años. Las mujeres nos tenemos que esforzar por estar bien buenas, ser
magníficas madres, dicharacheras, bailadoras, poco discutidoras (la «malcogida», la «histérica» y
la «vieja loca» son mal vistas) y siempre dispuestas a ceder. Los varones deben ser zumbados,
amigueros, bien vestidos, con vehículo (carro, buseta o moto), tremendo equipo de sonido,
eternos buscadores de «culitos» y querendones con su mamá. Obviamente no cabemos todos en
estas características y las mismas varían de acuerdo a región, sector social, etnia, religión,
educación, intereses y personalidad, pero el molde cultural está allí, en las frases repetidas mil
veces, «el mejor país del mundo», «somos chéveres», «el venezolano es solidario», «de todo
hacemos un chiste», «lo mejor que tenemos es el humor», «somos iguales»: la descripción
perfecta del presidente Chávez antes de convertirse en dios a raíz de su enfermedad y muerte.
Somos vida y más na’, cervecita fría, pasapalo de bolsa, televisión prendida, culitos bonitos (sí, a
las mujeres se les llama culos), presidente cantando y echando chistes en cadena nacional. El
beisbolero es el gran molde masculino, la gran aspiración de ascenso social, gorditos, morenazos,
no muy guapos pero héroes, grandes héroes… y con billete. Como dice la canción de Héctor
Lavoe: «siempre con hembras y en fiestas». Un mundo de panitas dándose golpes –palmadas,
perdón– en la espalda, derrochando alegría. ¿Otros modelos? Claro, políticos, musicales, de la
farándula. El fútbol es más familiar, más unidad nacional, pero el énfasis en el brinco, la
cancioncita, la alegría desmesurada alrededor de la Vinotinto recuerda la canción de Raymundo
Pereira:
Soy venezolano, qué lindo país.
Soy venezolano, quién más feliz.
(…)

6. “¡BARCO!” (1991), de José Ignacio Cabrujas

Puesto que me llamo Cabrujas que al fin y al cabo viene de catalanes en ruina, y no Guapuriche
ni Camaguana corno suelen llamarse los descendientes de la tribu arawaca, me quedaría muy mal
a estas alturas ponerme a despotricar de la hispanidad original y de la conquista de América
narrada como un acto imperialista y bochornoso. Por el contrario, en mi vida he elogiado
excesivamente el pozole ni los anticuchos limeños ni los chilaquiles ni el casabe como sustituto del
trigo, tal vez porque mis parientes estaban en ese ajo de la rapiña, las venas abiertas y bien pudo
haber sido algún Cabrujas, de los renacentistas que se llevaron a España no sólo las pepitas o las
naturalezas de Cubagua sino hasta el tobo de la basura y media docena de huevos de caimán
para hacer asombro en Barcelona. Por lo tanto no es del caso escupir hacia arriba ni convocar el
12 de octubre, a un día de luto, de humillación nativa, como propone Fidel Castro a quien por lo
visto se le olvida el lacón con grelos, o algunos resentidos de la Escuela de Sociología de la
Universidad Central.
Pero esto de llamar, «encuentro de dos mundos» o «de dos culturas» a lo que mi maestra de
primer grado, definía simple y francamente como descubrimiento y conquista, me parece una
soberana idiotez o una joda divertida, a poco que uno piensa que ese «encuentro» no se ve ni
existe por ninguna parte en la historia del continente, con la probable excepción de las misiones
jesuitas en el Paraguay ni puede denominarse con semejante eufemismo la conducta de los
marineros de la Santa María en 1492 o la interpretación que tenía de la propiedad privada un
desalmado como don Alonso de Bobadilla, a quien el diablo continúe asando en la sexta paila por
petulante y mala persona.

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Aquí, cinco siglos atrás, en lugar de «encuentro», una palabra que alberga acuerdo y
entendimiento entre personas que se respetan, hubo topetazo, hubo zambombazo y sopapo, zurra
o disciplinazo y si se desea un nombre bonito, para llenamos la boca en Madrid cuando nos
fajemos a hablar de la herencia y la síntesis y la monserga, deberíamos bautizar estas ceremonias
con el nombre de «el cozaño de cultura y cuarto», mucho más legítimo y sobre todo, mucho más
exacto a la hora de describir los sucesos de Rodrigo de Triana y sus herederos, a bordo de la
carabela, cuando abrió los ojos en la madrugada y vio cocoteros.
Porque ahora nos está dando por recordar los quinientos años de semejante expropiación igual
que si estuviéramos conmemorando el aniversario de un simposio artístico o de una educada
reunión de ministros de Cultura dispuestos a intercambiar experiencias y detalles de tú con tú. La
desgracia es que con Guanahaní no nos basta y por el contrario queremos que se nos descubra y
se nos siga anunciando hasta el infinito, como una maldición genética, para ver si por fin un alma
piadosa en el mundo se da cuenta de que existimos no solo como bípedos naturales, sino como
consumidores de guacamole, como degustadores de chupe, como gente que hierve maíz y recita
lo de la princesa triste y baila la cueca o el chipato salteño.
Juro que no tengo el menor resentimiento al escribirlo y aspiro a que no se tome como queja
ante lo sucedido, en primer lugar porque las cuentas históricas caducan a los cien años so pena de
volverse fanatismos y en segundo, porque mi pasado, mi existencia y mis deseos, venían en esa
carabela, popa o proa, junto con los míos, porque soy extranjero ante los waraos y no los
entiendo ni me arrebata la inocencia yanomami ni quiero convertir a los goajiros en el Safari
Carabobo, como algunos antropólogos culturales.
Pero aquí no hemos terminado la etapa de exhibirnos y sentirnos raros, aquí todavía nos
seguimos describiendo tal vez porque es la única manera de entendernos, aquí estamos deseosos
y desesperados de que vuelvan de nuevo a descubrimos y en ese sentido los cuatro viajes del
Almirante y los tres armatostes con los que zarpó desde Palos nos parecen en el fondo muy poca
cosa si se les compara con las nuevas expectativas y el PSOE y el Mercado Común Europeo.
Siempre han hecho falta más viajes y más asombros y más chigüires, a ver si remontamos el
universo y los alemanes terminan por percatarse.
Porque después de todo, somos el único pueblo del planeta al que le sucedió tamaño dislate.
Ciertamente Cook, en el siglo XVIII le echó un vistazo a Tahití y a Nueva Zelanda en nombre de la
corona británica, pero los ingleses no consideran tan elevadas esas excursiones como para
decretarlas día nacional ni hacerle homenaje a los maoríes. Las únicas personas que han sido
descubiertas, realmente descubiertas en el sentido de destapadas, de sorprendidas, de pilladas,
de reveladas, somos los sudamericanos y muy especialmente los venezolanos por nuestra
condición de país norteño y playero. A nadie más lo han descubierto en este mundo, sino a
nosotros por desprevenidos y pendejos. Marco Polo, no «descubrió» China, Marco Polo, visitó
China, que es una cosa muy distinta. España, cuando era Iberia y hablaban a lo bestia, no fue
descubierta por Roma. Fue conquistada por Roma, ultrajada por Roma, aplanada por Roma, pero
no andaban Nerón o Tiberio jactándose de que los suyos habían «descubierto» a los españoles,
que eran unos atrasados; ni mucho menos se le ocurriría decir a Andreotti, que los de Valladolid
tienen un idioma, porque los romanos fueron y les enseñaron a decir papá en latín. Nadie
descubrió a España. Nadie descubrió la India ni el África. Pero a nosotros sí. Y no sólo nos
descubrieron, lo cual es ya bastante inri y da hasta pena, sino que encima de eso, se sabe que
nos descubrieron prácticamente in franganti, un 12 de octubre de 1492, a las 6 y 45 de la
mañana, cuando el de Triana nos cazó movidos en la segunda y cantó ¡Tierra! Antes no
existíamos, que se sepa. El 8 de marzo de 1492, no existíamos como se dice ni para un remedio.
El 26 de septiembre nadie sabía de nosotros ni es posible intuir lo que nos estaba sucediendo, que
algo nos tendría que haber estado sucediendo. Es más, el 12 de octubre de 1492, a las cinco de la
mañana, andábamos de lo más anónimos y sin historia ni cuento, hasta que tres cuartos de hora
más tarde, nos ve el hombre en la canasta del mástil y se le ocurre decir con actitud nominalista:
¡Tierra!, porque de eso se trataba y de más nada. ¡Tierra! Ni siquiera un saludo, una cortesía del
tipo, ¿qué tal amerindios?, ¿cómo andáis? ¡Aquí, hemos venido a visitaros y a ver vuestras
guacamayas y a compartir vuestras chichas y vuestros mameyes!
Nada. ¡Tierra!

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Uno tiene el derecho y hasta la imposible obligación de pensar que el Guapuriche de la playa,
es decir, aquel aborigen que a lo mejor montaba guardia sobre alguna elevación de la arena, ha
podido decir algo, ha podido gritar ¡Barco!, a fin de crear un dialoguillo con los andaluces. Pero la
historia que contamos se narra de un solo lado, se escribe a bordo aunque se esté en tierra, y
relata una visión unilateral que excluye, y no podía ser de otra manera, los días de los
descubiertos, por incomprensibles, por carecer de norma y representatividad.
¿Podemos llamar a esto, el encuentro de dos mundos? Sólo por buena educación y en el ánimo
de no andar recordando a Bobadilla.
Se dirá que pasado el asombro, si es que hubo asombro, porque a Colón se le nota de lo más
natural en su diario, cuando relata lo buena gente que eran aquellos indios, hombres como
Hernán Cortés admiraron las edificaciones aztecas y algunas que otras piedritas de colores.
Ciertamente uno se imagina a Cortés sorprendido, y diciendo ¡joder! ante el piedrero de
Teotihuacán, o a Pizarro que era más bruto, asombrado al contemplar las murallas del Cuzco.
Pero de allí a un encuentro, a tú me das y yo te doy, hay mucha diferencia, porque si a ver
vamos, yo estuve hace años con Román Chalbaud en Persépolis que es el Perú más lejos al que
he llegado, y a ninguno de los dos, nos dio por encontrarnos ni por nada cultural con los iraníes.
Viendo aquellos leones alados y aquellas inmensas cavidades practicadas sobre peñascos
colosales, como no entendíamos nada de lo que estábamos presenciando, nos limitamos a
exclamar ¡carajo!, que es nuestra versión de la guarrada de Cortés en Teotihuacán. Si eso es un
encuentro cultural, entonces los elefantes abrevan en el río Guaire y el versito de Schiller en la
Novena Sinfonía de Beethoven, todo un acierto.
A mí me parece que estas cosas las estamos haciendo para que Felipe González no se sienta
culpable de algo de que el pobrecillo no tiene la culpa o para que el rey Juan Carlos nos visite a
gusto y sin temor a una demanda de Guapuriche por daños y perjuicios étnicos. De lo contrario no
le encuentro la razón, sobre todo si se toma en cuenta que no eran del CONAC español los
tripulantes que desembarcaron en Guanahaní, o los pandilleros que se adentraron por la
desembocadura del Orinoco, sino gente que tan pronto le vieron cara de bolsas a los nativos, que
debieron tenerla hasta más no poder, decidieron que había llegado el ofertón del mes y que
podían cambiar vidrios por saquitos de perlas o calzoncillos tiesos por monerías de oro,
haciéndose los desinteresados.
Pero a medida que nos acercamos a los festejos y como últimamente andamos de lo más
menguados, puesto que en Latinoamérica de tanto que nos ignoran hasta el imperialismo se ha
acabado, empieza a invadimos el sueño del neodescubrimiento, la necesidad de que esa carabela
vuelva a asomarse en el Mar Caribe, frente a cualquier playita costera. Y así, en la municipalidad
donde me muevo, no conozco a nadie que no tenga un proyecto para 1992. Aquí, en el teatro,
nos vamos a vestir de guahíbos desde enero hasta diciembre del próximo año, para terror de las
costureras. Aquí se nos va a ir una fortuna en pelucas y toisones y gorgueras y calzas y
dobladillos y majadericos, crespines y almenillas. Importar plumas a Venezuela, es, en este
momento, un negocio que ríete de las parabólicas caseras o de la repontenciación de las
carabinas, porque nuestros actores se aprestan al plumaje como tucanes pichones saliendo del
nido. Yo presiento un año terrible de churriguerescos y góticos flamígeros y románicos y barrocos
y platerescos, un año mudéjar y celtohispánico como jamás se vio en toda la historia. Aquí, el que
no afine las ces en este encuentro bicultural, está perdido y sin rumbo. Me consta que hay por lo
menos seis telenovelas en ciernes, donde se narra la historia de unos enamorados hispánicos que
el franquismo arroja en 1947 a las costas de Venezuela y que sufren lo indecible durante la
dictadura de Pérez Jiménez, sin referirme a innumerables versiones de la vida de Lope de Aguirre,
de la historia de Francisco Fajardo y su madre, de Diego de Losada y de Garci González de Silva,
y quién sabe si todo un ballet dedicado al cacique Guaicamacuare. Si es en materia de música,
más de un Haendel nacional debe estar escribiendo La Cantata del Descubrimiento o el Oratorio
Profano, Gutiérrez de la Peña en Macarapana, o La Dama de Quíbor, por no hablar de sonatinas,
gavotas, tientos, diferencias y modos y homenajes a Soler o al padre Victoria o a Scarlatti ya no
por italiano sino por adulante del rey de España.
Quien se va a quedar por ese camino un tanto opaco en el 92 es el Padre de la Patria, porque
no está el aire como para estar recordando tanta independencia y tanto 1813.

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Se dirá que cumplir quinientos años sigue siendo algo en la vida y contra ese argumento no
tengo nada que alegar. Pero si uno rebusca en los libros, encontrará después de cierta paciencia
que hay otras cosas que cumplen quinientos años en 1992, entre ellas el cepillo de dientes, tan
importante, si a ver vamos, como el Descubrimiento de América. No se trata de ignorar la fecha ni
de que se le impida a alguien disfrazarse de Colón y poner el pie en Macuto para que la gente vea
y comente, pero aplazamos durante todo un año, suspendemos culturalmente en una temática de
adelantados y frailes, dilucidar como vigoroso ejercicio intelectual si volvemos a adoptar el
nombre de Hispanoamérica, en sustitución del más cosmopolita, Latinoamérica, homenajear a
Bartolomé de las Casas por buena gente y pulir las bolas de hierro del Castillo de Puerto Cabello,
es algo que no podemos permitimos, so pena de que vamos a llegar a ese octubre con una
depresión que no te cuento.
De todas maneras, y como la calamidad es irremediable, me permito sugerir algunas
prohibiciones, algunas vedas que deberíamos poner en marcha, a fin de que el asunto nos sea
leve.
1) Queda terminantemente prohibida la expresión «crisol de razas», para referirse al
mestizaje nacional.
2) Le cae la maldición de la tiña, al que intente analizar cuáles fueron los aportes del
negro, del indio y del español en la constitución del pueblo venezolano.
3) Ídem con los portugueses.
4) Será sometido a escarnio público quien defina en 1992 a la hallaca como un plato
demostrativo del proceso de integración cultural.
5) Ningún titular de la prensa, ningún espectáculo, ni ninguna declaración deberá usar
el nombre de «tierra de gracia», para referirse a Venezuela.
6) Se limita a un máximo de tres por espectáculo, el número de guayucos que podrán
ser contemplados en los escenarios del país.
7) Se declara el año de 1992, como año de veda del madroño.
8) Se le exige al ciudadano presidente de la República no referirse en ninguno de sus
discursos a la Carta de Jamaica de Simón Bolívar.
9) Se conmina al profesor Díaz Seijas a no escribir ningún artículo sobre la Leyenda
Negra y la Leyenda Dorada, no vaya a echarse a perder el sismógrafo.
10) No quiero ver a Cristóbal Colón, vestido de sota en el Teresa Carreño.
Y tal vez así, nos sea leve.

7. “El depredador de San Cristóbal” (2010), de Sinar Alvarado

“Ha aparecido por los lados de San Cristóbal un presunto caníbal, que supuestamente ha
matado y comido a varias personas; luce un rostro beatífico y hasta se permite reflexiones
filosóficas, como cuando declara que ‘el terror es necesario para enderezar el mundo’. Los
periodistas lo llaman ‘El comegente’”.
Elio Gómez Grillo, criminólogo. Opinión, diario El Nacional, 1999.
El aire se vuelve denso; el frío, ineludible; incómoda la banca de concreto. Entonces hay que
levantarse y caminar un poco, pues la espera, a medida que se prolonga, atiza la ansiedad. Me
encuentro en una comandancia de policía. Ese tipo de lugares donde la desgracia es lo común.
Oficiales van y vienen. Órdenes y contraórdenes. Han pasado veinte minutos desde la hora
acordada y la siquiatra aún no llega. Ni modo, hay que esperarla. Sin ella, no podré hablar con el
detenido.
“Puede preguntarle lo que quiera —comenta al fin Gloria Matoma, la especialista: ojos
diminutos, cabello recién lavado y un niño aferrado a su mano— Él aquí es inofensivo. Desde que
llegó no se ha puesto violento. Mientras reciba su pastilla, no hay problema. ¿Se la han estado
dando?”. El uniformado, firme junto a ella, asiente: “Se la metemos en la comida, doctora, porque
no le gusta”.
— Compre leche y cigarrillos; eso es lo que le gusta— recomienda Matoma antes de entrar.
Así supero los primeros barrotes mientras todos me miran. Saben a qué vengo. Estoy entre
policías y delincuentes. Nada más. Se respira el peligro. Cuando he alcanzado el segundo portón,
el que me separa del crimen, un oficial gordo sentado tras un escritorio escucha esto a modo de
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presentación: “El señor es periodista; viene a hablar con Dorangel”. Por razones de seguridad, él
prefiere que hagamos la entrevista a través de esta reja, pero qué va, nada de eso: he sido
autorizado por sus superiores para hablar cara a cara con Dorangel Vargas Gómez, el famoso
“Comegente”, el “Hannibal de Los Andes”.
Cuerpo Técnico de Policía Judicial (CTPJ). Delegación del Táchira. Trascripción de
novedad. San Cristóbal, 12 de febrero de 1999. 2:10 p.m.
Llamada radiofónica. Se recibe reporte del sargento segundo Pedro Hernández, adscrito a la
Policía de Táriba, informando que debajo del Puente Libertador de esa localidad hallaron osamenta
presuntamente humana.
Expediente F — 322.609. Inspección ocular número 591. CTPJ. Delegación del
Táchira. Táriba, 12 de febrero de 1999. 5:00 p.m.
Parque 12 de octubre. Parte inferior del Puente Libertador. Táriba.
Se halla entre la vegetación una mano y un pie humano cuya piel es de color blanco. A un
metro y diez centímetros se localiza un segundo pie humano, también de color blanco. Se
localizan, cubiertos entre la vegetación, dos receptáculos de metal debidamente tapados. Al ser
revisado su contenido se observan trozos de tejido muscular humano, piel y algunos huesos; al
igual que vísceras. Todo esto en proceso de descomposición (…) Luego de pasar un pequeño caño,
hay varios neumáticos quemados, y varias piedras dispuestas en forma de cocina; localizando un
receptáculo de metal de forma cuadrada; dicho recipiente contiene carne de color gris con agua,
dejando constancia de que la carne presenta características de haber sido sometida a un proceso
de cocción. Bajo la estructura del puente se encontró una choza elaborada con escombros.
En el mes de febrero de 1999, cuando Venezuela entera se encontraba agitada por el reciente
ascenso al poder del comandante Hugo Chávez, estalló en los medios de comunicación (primero
locales, luego del mundo) el hallazgo de varios restos humanos regados debajo de un puente en
una autopista del estado Táchira. A la zona viajaron corresponsales y criminólogos de todas
partes, atraídos por una escandalosa novedad: ¡la probable existencia de un antropófago
moderno!
Para la fecha, y aún hoy, San Cristóbal era ese tipo de ciudad en donde nunca, casi nunca
sucede nada. Está ubicada en un bonito valle y, desde arriba, la custodian enormes montañas de
un verde constante. Los taxistas consideran “lejito” cualquier trayecto urbano que supere los diez
minutos. Viven aquí un millón doscientos mil habitantes, y la temperatura oscila entre los 12 y los
26 grados centígrados. La ganadería y la agricultura son los motores de la economía local. En
resumen, se trata de un lugar semibucólico en donde uno esperaría otro tipo de suceso, jamás la
temible actuación de un asesino múltiple que, por si fuera poco, descuartizó a todas sus víctimas
para luego cocinarlas y comer de ellas.
Es la mirada de ese hombre la que ahora me llega desde un calabozo en penumbras.
“Dorangel, venga que le presento a un amigo que quiere hablar con usted”, le dice el policía.
Detrás de los barrotes, en una ducha, el sujeto deja caer agua sobre sus manos. “Ah… ¿un
amigo?… ya voy… ya voy”, grita. Al poco tiempo está fuera y mira a su alrededor con aire
distraído. Ya no exhibe la melena desaliñada y la barba copiosa, tipo Charles Manson, que usaba
hace cinco años cuando se volvió noticia de tapa. “Mira, también vino la doctora”, le indica el
oficial, y Dorangel la mira sin mucho interés; sólo repite: “Ah… la doctora… la doctora”. Durante la
breve escena me he limitado a observarlo, tratando de estudiarlo; intentando en vano improvisar
una estrategia antes de iniciar la entrevista. Luego, apenas él me lanza su primera mirada directo
a los ojos, ensayo un tímido gesto de aproximación, y le extiendo la leche y los cigarrillos que he
traído, mientras estrecho su mano con energía.
De la puerta de su celda pasamos al centro de un patio interno, rodeado por las cuatro paredes
de uno de los edificios que ocupa la Dirección de Seguridad y Orden Público del estado Táchira
(Dirsop). Hay un par de sillas plásticas dispuestas para la entrevista. Desde los pisos de arriba,
durante la hora y media que durará ésta, nos miran apiñados en sus celdas decenas de detenidos
en tránsito. Es una masa compuesta por violadores, estafadores, asesinos, ladrones y algún
inocente; todos aburridos, aguardando la decisión que los llevará al siguiente paso: el presidio
definitivo o la libertad.
En adelante hablaremos siempre ante la mirada inalterable de un policía fornido; un tipo
moreno con la corpulencia necesaria para convencer a cualquiera de que es mejor no buscar
14
problemas. Yo, viéndolo, espero que su autoridad baste para mantener a raya cualquier acción
violenta de mi entrevistado. Por su parte la siquiatra, la esperada doctora Matoma, abandonará
enseguida el lugar para cumplir otros compromisos. Sí, ha llegado el momento de hablar.
—¿De qué te acusan?
—Ah… eso… eso… como yo… como yo como gente. Entonces la gente por ahí se perdía, se
perdía por ahí, entonces… entonces se daban de cuenta. Todos se enteraban. Entonces se daban
de cuenta por ahí: “el tipo comiendo la gente”. Conocen a la persona que se pierde… ¡la conocen!
Entonces me tiran ese ganso… pran, pran, pran: que criminal, que tal y qué sé yo. Y ahora me lo
tienen enterrado y no me lo quieren sacar, pensando que soy un criminal.
—¿Por qué comías humanos?
—Uy, la necesidad, el hambre. ¡Las ganas de comerse uno al otro! O sea, los veía así, y me
provocaba agarrarlos y comérmelos. Entonces les caía a diente… pero eso… eso… eso es
perdonado, ¿no?
—¿Recuerdas la primera vez?
—Sí, claro. La primera vez… la primera vez un tipo cargaba un litro de miche (aguardiente).
Entonces se metió un trago y se quedó dormido… dizque me iba a regalar el organismo; y llegué
yo y ¡pran!, me lo comí. Si usted… si usted me ofrece miche, nos lo tomamos. Usted se toma la
botellita y se emborracha… se emborracha y se deja… se deja matar.
—¿Quién fue el primero?
—Cuando me llevaron a Peribeca (colonia siquiátrica) yo ya me había comido a uno. Fue… fue
uno que se llama Cruz… Cruz. Un tipo ahí. Uno colora’o él.
—¿Tenías herramientas para matar?
—¡Claro! Eso hay herramientas especializadas… herramientas especializadas: yo tenía una…
una… una cabilla de esas… de esas… gruesas. Con eso golpeaba: un toquecito ahí, y listo, en la
cabeza, ¡plin! Eso llega uno y de una vez lo corta, como un conejo. ¿Usted ha comido… ha
comido… peras? Bueno, igual: como comer peras.
Informe del siquiatra Ítalo Pierini, del día 18 de febrero de 1999. Fue examinado el
paciente Dorangel Vargas Gómez por solicitud de la PTJ (Policía Técnica Judicial). A través de la
entrevista puede evidenciarse una actitud tranquila; se encuentra esposado, vestido acorde al
sexo, con descuido y deterioro de su aspecto personal. Luce consciente y desorientado en tiempo,
espacio y persona. Lenguaje incoherente, insulso y de tono normal. (…) Pensamiento alterado con
ideas de contenido paranoide. Se expresa con la mayor frialdad y sin ningún sentimiento de
culpabilidad. Su juicio está alterado; con alteraciones de la sensopercepción (…) No tiene
conciencia de enfermedad mental. Impresión diagnóstica: esquizofrenia paranoide. Sugerencias:
mantener recluido en centro cerrado bajo tratamiento siquiátrico por irreversibilidad del cuadro.
Ahora en “cristiano”: el paciente que sufre de esquizofrenia paranoide, según una definición de
la española Fundación Intras (Investigación y Tratamiento en Salud Mental y Servicios Sociales),
“puede pensar que el mundo entero le persigue, que las personas le miran mal y que tienen ganas
de hacerle daño o incluso de matarle. Estos pensamientos pueden venir acompañados de
alucinaciones, aparición de personas muertas, diablos, dioses, alienígenas y otros poderes
supernaturales”.
La condición siquiátrica de Dorangel lo ubica en un estatus jurídico especial. Por su calidad de
“inimputable”, no puede ser considerado un delincuente común; ni puede recibir una condena
específica. También está descartado que lo envíen a un penal corriente, pues ninguno en
Venezuela cuenta con una unidad siquiátrica adecuada para recibirlo. No pueden dejarlo libre,
pues fue juzgado por el delito de homicidio intencional. Está detenido bajo una “medida de
seguridad intemporal”, que sólo cesará si su condición mental mejora lo suficiente como para
dejar de considerarlo peligroso. Dado que su enfermedad es “irreversible”, estará en prisión para
siempre.
Según una declaración de su padre, Pedro Vargas, que consta en el expediente, Dorangel
Vargas Gómez es el tercero de diez hermanos y nació en Mérida el 14 de mayo de 1957, en el
seno de una familia dedicada a la agricultura. Estudió solo hasta sexto grado de primaria (la
pericia con que realizaba los cortes de sus víctimas influyó en la falsa teoría de que había
estudiado medicina en la Universidad de Los Andes). Siempre portaba una peinilla y un puñal, y

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cumplió durante dos años el servicio militar, donde fue dado de baja por problemas de
comportamiento. Según su hermana Sobeida, tuvo solo dos novias en su juventud.
Los primeros síntomas de desvarío se presentaron en la adolescencia. Cierta conducta violenta,
dirigida hacia sus padres (ellos aseguran haberlo tratado igual que al resto de los hijos), lo alejó
del hogar. Durante largas temporadas, de hasta cuatro años, se ausentó; vagando por ciudades
como Valencia, Mérida y Maracaibo. Finalmente la familia se desentendió de él “porque se ponía
muy violento”. Hoy en la Dirsop recibe visitas frecuentes de su hermana Sobeida. No hay
antecedentes de esquizofrenia en la familia.
Franklin Moreno, testigo. Trabajaba como “playero” en el río Torbes. San Cristóbal,
12 de febrero de 1999.
Hoy me encontraba con Jhonny Neira y Alexis Moreno por el río Torbes. Estábamos en el monte
y de repente sentimos un mal olor. Miré hacia el suelo y vi un pie de una persona y también una
mano. Yo salí corriendo, y fui y le avisé a un funcionario de la policía y él fue al sitio y revisó lo
que había ahí; y vio los pies y la mano de un ser humano y entonces avisó a la PTJ, quienes
llegaron al sitio y se llevaron las partes del cuerpo, y nos trajeron para que declaráramos. (…)
Cuando estábamos cerca del puente de Táriba, hablando con el policía sobre lo que habíamos
conseguido, vimos a un sujeto que conozco sólo de vista, que le dicen “El loco”, y cuando nos vio
se nos quedó mirando en forma extraña y se perdió dentro del monte.
Quien habla es uno de los sobrinos del difunto Cruz Baltazar Moreno, la primera víctima
conocida de Vargas Gómez (a él se refiere en una de sus respuestas anteriores). Según el
testimonio de Clara Moreno, hermana de Cruz, éste “desapareció de aquí el 17 de enero del 95.
Se desapareció y no volvió a aparecer más. En esos días él le estaba trabajando a mi hermano,
que estaba haciendo una casita. Se vino en la tarde de allá y aquí no lo vimos más, hasta que
dijeron que lo habían conseguido ahí debajo del puente”.
Sólo unos trescientos metros separan el Puente Libertador de la casa de los Moreno, que está
ubicada en el barrio El Lago, un pequeño caserío adyacente al río Torbes. Al llegar parece no
haber nadie, pues están cerradas todas las puertas y ventanas, hechas de sólidas láminas de
metal. Un horno. Llamo y me recibe doña Clara, vestido azul claro, cabello cano, rostro rosado
pleno de arrugas. En medio de una salita mínima intenta el abominable ejercicio de recordar la
muerte de su hermano:
Creo que lo agarró por ahí en la tarde, sería cuando bajaba pa’ acá pa’ la casa, y nunca llegó.
Desde el mismo día que desapareció lo empezamos a buscar, por la radio, por todas partes, y
nada. La PTJ llegaba a cada ratico por aquí a buscar, pero nada. Cruz dejó nada más que una sola
hija. Nosotros ni los restos de él recuperamos. La PTJ decía que sí era él; sin embargo nosotros
nos quedamos con la duda, porque decían que el cuerpo era de alguien que sufría de la columna,
y mi hermano no sufría de eso. No pudimos ver los restos. La PTJ dijo que era él por lo de la
columna y porque tenía el pelo canoso. Cuando murió, Cruz tenía cuarenta años. Él era el único
que nos ayudaba aquí en la casa. Yo a veces no quiero, mejor dicho, ni acordarme. Eso es
imborrable, porque el que se muere, listo, uno lo enterró y ya; pero él no: nunca apareció. Eso es
triste pa’ nosotros. A mí por lo menos no se me borra nunca de la mente eso. Yo he tenido
muchos sueños con él: veo una bolsa negra enterrada debajo de una piedra, pero nosotros hemos
ido a buscar donde yo veo, pero no hemos encontrado nada. Hemos ido debajo del puente a ver
en los lugares que yo sueño, y nada.
En la casa viven doña Clara, su hermana, sordomuda, lentes oscuros, sombrero y maquillaje en
exceso, y la hija de Cruz, que tiene 15 años. Cuando Dorangel asesinó a su padre, la niña ya era
huérfana de madre. Aún no se recupera del trauma. Según cuenta Clara, que la ha criado los
últimos nueve años, la niña abandonó la escuela durante tres, y todavía despierta de noche, entre
la náusea y el llanto, cuando las pesadillas le dinamitan la conciencia. Todo esto lo refiere su tía
en voz muy baja, intentando no ser escuchada; justo después de que la hija de Cruz ha
abandonado la sala con violencia, entre lágrimas, el llanto mudo, el rostro descompuesto.
Tras la muerte de Cruz Moreno, el 9 de mayo del mismo año, la juez Miriam Pacheco, del
Juzgado del municipio Cárdenas, dictó auto de detención a Dorangel por homicidio intencional y
porte ilícito de arma blanca. Más tarde, refiere una nota escrita por la periodista Eleonora
Delgado, corresponsal del diario El Nacional en la región, “el 30 de mayo, el presunto demente
rindió declaración indagatoria, y en ocho oportunidades el tribunal solicitó a la Unidad de
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Pacientes Agudos del Hospital Central de San Cristóbal, la valoración psiquiátrica, acción que
nunca se llevó a cabo, entre otras causas, por los constantes paros médicos que se realizaron en
esa oportunidad”. Luego, continúa Delgado, “mientras Vargas Gómez permanecía aislado en una
celda del Centro Penitenciario de Occidente, el tribunal concluye el sumario y el 24 de febrero de
1997 se remite el expediente a la Fiscalía General de la República. Es cuando la fiscal Maritza
Castellanos pide el sobreseimiento de la causa, bajo el argumento de enajenación mental y falta
de indicios que determinen acciones de canibalismo”.
Finalmente, según la misma nota, en junio del mismo año, “el juez Jesús Guillermo Espitia,
mediante oficio número 1.756, libra boleta de excarcelación y ordena el traslado del presunto
orate al Instituto de Rehabilitación Siquiátrica de Peribeca, donde permaneció hasta que se
comprobó que “no representaba ningún peligro para la colectividad”. ¡Ningún peligro para la
colectividad! Es decir, luego de dos años de presidio, así, sin más, Dorangel fue liberado por la
justicia venezolana.
En 1995, un amigo del fallecido Cruz Baltazar Moreno sirvió de testigo en el proceso e identificó
a Vargas Gómez como el asesino. Eran vecinos y compañeros de trabajo. Ese hombre se llamaba
Antonio López Guerrero, mejor conocido como “Toño”. Atención: fueron sus restos los que
encontró el sobrino (testigo) de Moreno debajo del mismo puente en febrero de 1999. Con apenas
cuatro años de diferencia, Vargas Gómez… ¡asesinó y se comió a los dos amigos!
Los familiares de Toño creen que Dorangel, más allá de la antropofagia, pudo haberlo
asesinado en venganza por aquella delación. Aunque niega la represalia como móvil en este caso,
las respuestas del homicida son de vértigo:
—¿Recuerdas a Antonio, Antonio López?
—¿Antonio? ¿Usted lo conoció?
—No.
—¿Antonio? ¿Era familia suya?
—No.
—Yo me lo comí. ¿No era nada suyo?
—No.
—Antonio… ese me lo comí yo. Antonio se llamaba.
—¿Te arrepentiste después?
—Nooo, me sentí bien de la salud; ¡qué se va a arrepentir uno, si eso es lo que le hace falta a
uno!
Los López Guerrero viven también en el barrio El Lago, apenas a media cuadra de la familia
Moreno. Se trata de una casita mínima, donde cohabitan varias generaciones de la misma familia.
En la sala hay muy poca luz, y las fotos familiares cubren buena parte de las paredes. Es la misma
casa de dónde salió Toño por última vez el martes 9 de febrero de 1999. Doña Alicia Guerrero de
López, morena de cabello rizado, lentes de aumento, última fotografía de su hijo en los brazos,
recuerda:
—El martes hubo un entierro de un amigo; un viejito. Toño anduvo con nosotros. Ese fue el
último día que lo vi. Yo me vine a la casa y el se fue pa’ Táriba. No… no volvió. Dijo que tenía que
ir por allá, a trabajar, a ayudar a la gente. Por allá lo querían mucho; eso le hicieron rezos y todo.
Y no se creía lo que pasó. Yo me fui pa’ Mérida; eso fue un miércoles. Entonces yo me levanté y
me fui. Pero él no estaba en la camita. Yo me fui y les dije a mis hijos: “miren a ver si Toño está
trabajando o estará borracho en Táriba”. Y me fui, pero siempre con algo de preocupación, porque
él nunca se quedaba por fuera, así llegara tomado. Él no llegó ese miércoles… no llegó. Él tenía un
amigo, un compañero. Ellos trabajaban juntos y hacía cuatro años el compañero se desapareció.
Este… Moreno… Cruz Moreno; él también era de aquí, del barrio. Entonces, ya de verlo a uno aquí
afanao, unos sobrinos de Cruz fueron los tres allá debajo del puente. Entonces, pasando por ahí,
se tropezaron con un pie. De una vez se fueron pa’ allá pa’l parque a avisarle a la policía. Se
alborotó todo eso y encontraron muchas cosas que Dorangel tenía ahí. ¡Ahí consiguieron muchas
víctimas!
Expediente número F — 322.609. Inspección ocular número 592. Táriba, 13 de
febrero de 1999.
Se observa entre dos pequeños montículos de tierra un área donde hay acumulación de
moscas, y sale un fuerte olor a productos descompuestos. Al remover la tierra se encuentra una
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bolsa plástica de color blanco. Al revisar el contenido se encuentra una cabeza humana en proceso
de descomposición, de piel blanca, cabello negro, corto y liso; Se encuentra también cubierta con
tierra otra bolsa plástica, localizando en el interior de la misma otra cabeza humana. Presenta
barba y bigote abundante de color negro, frente amplia, cejas pobladas, ojos grandes. La segunda
cabeza fue identificada por quienes prestaban colaboración a la comisión policial como “Toño”,
habitante del barrio El Lago; cuyo nombre es Antonio López Guerrero, venezolano, soltero,
obrero”.
El sábado 13 de febrero de 1999 Juan Alberto López Guerrero, hermano de “Toño”, amaneció
con un intenso dolor de cabeza. Estaba en una tienda del barrio tomándose una pastilla cuando
los vecinos lo sorprendieron con el grito de “¡encontraron la cabeza de Toño; encontraron la
cabeza de Toño!”. Juan Alberto caminó hasta la parte baja del Puente Libertador. Sí,
definitivamente conocía el rostro que recién habían sacado de la bolsa. La conmoción no evitó que
reconociera a su hermano.
A Dorangel no le agrada bañarse. Aunque se nota que lo han aseado para la entrevista, él aún
despide un olor desagradable. Lleva las uñas muy largas, y demuestra un obsesivo celo mientras
las limpia. Fuma un cigarrillo detrás de otro y, a ratos, lo molesta un intenso ruido; un ruido que
no existe.
—¿A cuántos mataste?
—A seis; maté a seis.
—¿Recuerdas cuál te costó más?
—¡Uy, eso le cuesta a uno, porque la gente no se deja matar! Sí, sí; yo fui a matar un tipo,
¿no?; entonces el tipo se hizo amigo mío, y tal y qué sé yo. Conversábamos y tal. Y nos pusimos
a conversar… entonces el tipo se daba de cuenta que yo me lo tenía ganas de comer… entonces…
coño… él me dijo: “no me vayas a matar; yo me voy a dormir, pero no me vas a matar”. Yo le
dije: “no, tranquilo; acuéstese completo ahí, tranquilo”. Entonces como yo estaba todo… todo…
todo armado, ¿no? Entonces primero le di con… con una piedra de gran valor: ¡pran! No joda, y el
tipo: “hey, qué, ¿me vas a matar?”. “¡Sí!” (ahora ríe a carcajadas). Bueno, después me tocó
agarrar la… la… la cabilla, la cabilla; me tocó darle cuatro cabillazos bien fuerte… cinco; y el tipo
cubriéndose: arrecho pa’ matarlo. Juancho se llamaba. Amigo mío. ¡Pero qué hipueputa de tirar
puños pa’ no dejarse matar! ¿Por qué? Porque se hizo amigo mío… conversando los dos aquí, tal y
qué sé yo. Entonces usted se da de cuenta de la vaina, de que soy un criminal (ríe agitado).
Bueno, eso daba vueltas… se cubría como… como un boxeador pa’ no dejarse matar. Eso después
que uno se hace amigo, ¡eso pa’ matar a un amigo cuesta una bola!
—¿Sentiste en algún momento que no querías matarlo?
—Nooo, qué va. Yo estaba preparado.
—¿Qué sentías después de matar?
—No, me sentía bien de salud; sentía descanso con la carne… sentía descanso de comer. Uno
solo me duraba siete días… descansa uno como siete días con la carne, con la comida, ¡porque los
mataba era por hambre! A uno me le comí el cuero todo. ¿Usted también mata?
—No.
—Pero sí le provoca…
—No, hasta ahora no.
—¿No? ¿Entonces usted no ha matado a ninguno?
—No.
—¿Y no piensa matar?
—Por ahora, no.
—¿Por ahora no? Yo tampoco… yo tampoco.
—¿Recuerdas cuando te capturaron?
—¡Uy, sí! ¡Eso andaba un viaje de gente! ¡Eso se llenó ahí! Policías. ¿Qué tal si me encuentran
con… con… matando gente? Yo estaba solo, pero no estaba comiendo. No encontraron casi nada,
porque yo me lo comí todo… sí… ¡eso yo cargaba un hambre vieja! Eso uno agarra, pran, pran;
abre un hueco y entierra los huesos y el mondongo… el cuero lo echa al río. No se come uno sino
esta parte de aquí (se toca el abdomen); los puros pedacitos… puras mentes especiales.
Tres siquiatras que lo han examinado insisten en que el homicida no distingue entre el bien y el
mal. Esto, según ellos, explica su frialdad y falta de arrepentimiento. No obstante, en varias
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oportunidades durante la entrevista Vargas Gómez dejó ver cierta pena; una tenue, lejana pero
probable demostración de culpa:
—¿Te da miedo que te coman a ti?
—Coño, de bolas, me da miedo.
—¿Te gustaría que te comieran?
—¡Nooo, cómo se imagina! ¡No!
—¿Aún escuchas voces?
—¿Los muertos? ¡Esos son los que lo joden a uno! Ahí llegan… ahí llegan… todos… todos
escoñetados. Eso es lo que me tiene jodido. Ahí llegan los muertos… los que me comí. A veces
vienen de noche; no me dejan dormir. A veces vienen, a veces se van. Y hablan… y me dicen que
no le piense nada… vienen a esta hora, a joder por ahí; ¡puro a joderlo a uno! Me dicen que no los
piense, que no piense nada… ¿será pa’ ayudarme?
Sólo han transcurrido cinco años desde la cinematográfica captura del “Comegente” del
Táchira. Después de haberse convertido en poco menos que una estrella de rock, su caso cayó en
el olvido. Fue tal la fama y el morbo que desató, que hubo peregrinaciones a su vieja guarida,
convertida en sitio turístico. Y hay más: ¡de algunas escuelas mandaron a estudiantes a visitar el
lugar con “interés científico”! Decenas de páginas en Internet, dedicadas al tema de la
antropofagia, exhiben a Dorangel Vargas Gómez en un “top ten” macabro, entre los más célebres
caníbales modernos. De esa “comunidad” recibió el apelativo de “Hannibal de Los Andes”. Las
autoridades sólo lograron identificar a tres víctimas (y eso con la ayuda de vecinos y familiares),
pero se hallaron restos incompletos de alrededor de una decena de personas; además de una
cantidad impresionante de prendas de vestir. Muchos de los fallecidos, por no tener familiares en
la zona, jamás fueron reclamados. La mayoría de sus víctimas eran “playeros”, obreros que
trabajaban a destajo en el río. Desafortunados que estuvieron en el lugar equivocado en el peor
de los momentos.
Culminan casi dos horas de entrevista; cien minutos de tensión sicológica; miles de segundos
dialogando con la insania. Son las once de la mañana. Ni frío ni calor. Mientras lo regresan a su
celda, pienso en Dorangel y su drama, su cautiverio físico y cerebral; su doble presidio: ante
semejante conflicto mental, los barrotes deben parecer un simple decorado, otra original versión
de un nuevo papel tapiz. Me sorprende mi aplomo; mi serenidad provisional. Puede que el truco
haya estado en la abstracción: para escarbar en el horror, primero hay que meterse el corazón en
el bolsillo.
Dorangel se disculpa por no tener frutas para ofrecer. Ya he apagado la grabadora, y él sigue
balbuceando desde el amplio calabozo, despidiéndose. Saca la mano a través de los barrotes, y de
nuevo se la estrecho. Entonces se acerca a la reja, esboza una sonrisa en silencio y me mira de
arriba abajo, como escrutándome, casi invadiéndome, y susurra:
—Se ve usted muy saludable; cuídese.

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8. “Manifiesto”, de Pedro Lemebel

No soy Pasolini pidiendo explicaciones ¿El tiempo en noche y día laboral


No soy Ginsberg expulsado de Cuba sin ambigüedades?
No soy un marica disfrazado de poeta ¿No habrá un maricón en alguna esquina
No necesito disfraz desequilibrando el futuro de su hombre
Aquí está mi cara nuevo?
Hablo por mi diferencia ¿Van a dejarnos bordar de pájaros
Defiendo lo que soy las banderas de la patria libre?
Y no soy tan raro El fusil se lo dejo a usted
Me apesta la injusticia Que tiene la sangre fría
Y sospecho de esta cueca democrática Y no es miedo
Pero no me hable del proletariado El miedo se me fue pasando
Porque ser pobre y maricón es peor De atajar cuchillos
Hay que ser ácido para soportarlo En los sótanos sexuales donde anduve
Es darle un rodeo a los machitos de la Y no se sienta agredido
esquina Si le hablo de estas cosas
Es un padre que te odia Y le miro el bulto
Porque al hijo se le dobla la patita No soy hipócrita
Es tener una madre de manos tajeadas por el ¿Acaso las tetas de una mujer
cloro no lo hacen bajar la vista?
Envejecidas de limpieza ¿No cree usted
Acunándote de enfermo que solos en la sierra
Por malas costumbres algo se nos iba a ocurrir?
Por mala suerte Aunque después me odie
Como la dictadura Por corromper su moral revolucionaria
Peor que la dictadura ¿Tiene miedo que se homosexualice la vida?
Porque la dictadura pasa Y no hablo de meterlo y sacarlo
Y viene la democracia Y sacarlo y meterlo solamente
Y de tránsito el socialismo Hablo de ternura compañero
¿Y entonces? Usted no sabe
¿Qué harán con nosotros compañero? Cómo cuesta encontrar el amor
¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos En estas condiciones
con destino a un sidario cubano? Usted no sabe
Nos meterán en algún tren de ninguna parte Qué es cargar con esta lepra
Como en el barco del general Ibáñez La gente guarda las distancias
Donde aprendimos a nadar La gente comprende y dice:
Pero ninguno llegó a la costa Es marica pero escribe bien
Por eso Valparaíso apagó sus luces rojas Es marica pero es buen amigo
Por eso las casas de caramba Súper-buena-onda
Le brindaron una lágrima negra Yo no soy buena onda
A los colizas comidos por las jaibas Yo acepto al mundo
Ese año que la Comisión de Derechos Sin pedirle esa buena onda
Humanos Pero igual se ríen
no recuerda Tengo cicatrices de risas en la espalda
Por eso compañero le pregunto Usted cree que pienso con el poto
¿Existe aún el tren siberiano Y que al primer parrillazo de la CNI
de la propaganda reaccionaria? Lo iba a soltar todo
Ese tren que pasa por sus pupilas No sabe que la hombría
Cuando mi voz se pone demasiado dulce Nunca la aprendí en los cuarteles
¿Y usted? Mi hombría me la enseñó la noche
¿Qué hará con ese recuerdo de niños Detrás de un poste
Pajeándonos y otras cosas Esa hombría de la que usted se jacta
En las vacaciones de Cartagena? Se la metieron en el regimiento
¿El futuro será en blanco y negro? Un milico asesino
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De esos que aún están en el poder Mi hombría fue difícil
Mi hombría no la recibí del partido Por eso a este tren no me subo
Porque me rechazaron con risitas Sin saber dónde va
Muchas veces Yo no voy a cambiar por el marxismo
Mi hombría la aprendí participando Que me rechazó tantas veces
En la dura de esos años No necesito cambiar
Y se rieron de mi voz amariconada Soy más subversivo que usted
Gritando: Y va a caer, y va a caer No voy a cambiar solamente
Y aunque usted grita como hombre Porque los pobres y los ricos
No ha conseguido que se vaya A otro perro con ese hueso
Mi hombría fue la mordaza Tampoco porque el capitalismo es injusto
No fue ir al estadio En Nueva York los maricas se besan en la
Y agarrarme a combos por el Colo Colo calle
El fútbol es otra homosexualidad tapada Pero esa parte se la dejo a usted
Como el box, la política y el vino Que tanto le interesa
Mi hombría fue morderme las burlas Que la revolución no se pudra del todo
Comer rabia para no matar a todo el mundo A usted le doy este mensaje
Mi hombría es aceptarme diferente Y no es por mí
Ser cobarde es mucho más duro Yo estoy viejo
Yo no pongo la otra mejilla Y su utopía es para las generaciones futuras
Pongo el culo compañero Hay tantos niños que van a nacer
Y ésa es mi venganza Con una alíta rota
Mi hombría espera paciente Y yo quiero que vuelen compañero
Que los machos se hagan viejos Que su revolución
Porque a esta altura del partido Les dé un pedazo de cielo rojo
La izquierda tranza su culo lacio Para que puedan volar.
En el parlamento

9. “La noche en rojo y negro. Hospital Pérez de León: 10:00 pm-3:00 am” (2001),
de Maruja Dagnino

I
A las diez de la noche de la víspera de Año Nuevo, la Emergencia del Hospital Pérez de León de
Petare estaba sospechosamente quieta. Las enfermeras tomaban los signos vitales a los pacientes
que yacían enfermos en las camillas y un olor acre se esparcía por toda la sala. Era sin duda el
olor de la indigencia, de ropa sin lavar, de cabellos hirsutos, de zapatos alterados por el sucio y la
humedad. Algunos enfermos, conectados a los monitores, esperaban pacientemente por una
mejoría, pero nunca se sabe si la muerte se adelanta.
Un hombre se pasea por la sala con una almohada bajo el brazo y unos tenis en la mano. Un
padre tímido busca atención para su pequeño, cuya mano destila hilos de sangre mientras en la
sala de suturas uno de nueve se deja coser valientemente. Los padres dicen que fue jugando. Son
las diez y media y todo sereno.
A las 10:45 traen a uno en una camilla, acompañado de su hermano y llora
desconsoladamente. "Ya empezó la fiesta", dice uno de los médicos y enseguida se escucha otra
voz detrás de la cortina: "Una en el parietal derecho, otra en el occipital", mientras que el joven,
vestido con pantalones a la rodilla y franelilla ancha se lleva las manos a la cabeza y dice: "No le
están haciendo nada, coño". Pero la voz que se despliega tras la cortina enumera las balas una a
una sin inmutarse hasta llegar a la número dieciséis.
David Lucca, un médico joven parecido a John Malkovich, atraviesa la cortina con los guantes
enchumbados y dice en voz alta, mirando fijamente al joven: "Tiene 16 tiros. Cuando llegó aquí
ya estaba muerto". Una muchacha se abalanza sobre el muchacho y los lamentos agudos de la
madre irrumpen en la sala como un antiguo canto africano. En un registro altísimo, su voz va y
viene sobre sus propios pasos, da vueltas en círculo, entra y sale de la sala: "Ese fue un policía de
Chacao que llaman Leo, que se la tenía jurada. ¡Bastante que les dije a esos muchachos que se
fueran de allí, que ese barrio es terrible!".
21
II
La calma se ha roto. El equilibrio se hizo añicos y la Emergencia entró en otra dimensión: la
noche del sábado se hizo al fin presente en toda su perversidad, y toda la violencia del mundo
concentrada en los barrios de Petare, Guarenas, Guatire y los Valles del Tuy se presentó en el
hospital sin previa cita.
En la sala de sutura un estudiante de medicina está tratando de coserle la cabeza a un niño,
pero la aguja se dobla y pide otra. "Arréglala", le dice Jorge Vizcarrondo: "Es cuestión de
ingeniería". El material escasea y una sola aguja puede salvar el pellejo de alguien. Los veteranos
lo saben muy bien, y aunque joven, el médico ya tiene suficiente experiencia.
Son las 11 de la noche. "Aquí están dos tiroteados", dice un policía a la vez que señala con el
pulgar. Un hombre semidesnudo, vistiendo sólo una prenda interior irrumpió en la sala. Un tiro en
la cabeza y un brazo fracturado hacían que su cuerpo oscilara de un lado a otro como un péndulo,
como un orangután. Su acompañante recibió un tiro que le entró por la espalda y salió por el
brazo. Salían de la carnicería, en Catia, con su paga de la quincena y entraron en la otra, la suya
propia. Un corola los interceptó. Unos tipos se bajaron del carro y los obligaron a subir, les
quitaron el dinero y la ropa, los golpearon, los tiraron en una quebrada cerca de Petare, les
dispararon y allí estaban, retorciéndose en una camilla, destilando sus miserias. Uno de ellos
resiste con actitud estoica mientras palidece poco a poco. El otro llora a gritos como un niño. Ni
siquiera en el dolor somos todos iguales.
A partir de ese momento la noche comienza a arrojar toda su carga de perversiones. A las 11 y
media ya no cabe un alma en la Emergencia. Vizcarrondo dice que nunca hay un día peor. Que no
hay uno que supere al otro. "Hoy la fiesta empezó tarde, cosa rara, pero siempre los sábados
comienza a eso de las siete. A esa hora llegan los heridos de bala, los cortados con picos de
botella, los apuñalados".
III
El hermano del muerto atraviesa la sala con las pertenencias del difunto en la mano. Un
pantalón roto, una correa, unos zapatos y la "caltera". Y aunque ya casi nadie se acuerda de eso,
una enfermera le dice que sí, que eso era todo.
Los policías son unos tipos de Polisucre con cara de buen agente. Uno es blanco, alto y flaco. El
otro es moreno y bajito, con los ojos saltones.
Llenan las planillas exhaustivamente con cada caso de agresión física, pero hay un momento en
que parecen no darse abasto. El alto viene de la Dirección de Inteligencia Militar. No le gusta lo
que ve en los noticieros. Dice que maquillan la realidad, que nada es tan grave y tan horrible
como lo que se ve todos los días en los barrios. Desde la sala de suturas se escucha el quejido de
un herido y un médico que le responde que no sea mamita. Un hombre trae a una mujer con la
cabeza rota. Dice ser su esposo, pero no recuerda su nombre. El trae una herida en la mano.
-¿Qué le pasó? -pregunta el médico.
-Le dieron un botellazo.
-¿Y por qué tienes la mano cortada?
-Me corté quitándole los vidrios.
-¡Muerde aquí! -le dice el médico.
Allí nadie parece decir la verdad. Todos tienen rabo de paja. Agresor y agredida llegan de la
mano al hospital. Un marido borracho asesta un botellazo en la cabeza a la mujer, luego se
arrepiente, la lleva al hospital, le soba la herida y ella no dice nada. La noche del 30 hubo tres de
ellas. "Deberías denunciarlo para que lo encierren aunque sea por tres días" -dice la madre. Pero
la joven, como un cuchillo filoso, le dice que no se meta, que eso no es problema suyo.
"A esa que está allí -dice el médico-, esa que está full de pepas, el marido la batuquió contra el
piso y le pegó un tiro, pero falló".
IV
A las 12 de la noche no cabe un alma más. Malkovich está instalado en la radio hablando con el
Hospital de Niños, de donde lo llaman para informarle que le van a devolver una niña de once
años que tiene una hemorragia desde hace 20 días y es la cuarta regla de su vida.
Malkovich le hizo una transfusión y la remitió para que la hospitalizaran, pero la respuesta fue
insólita. No tenían ginecólogo hasta el martes y era apenas viernes. Mientras tanto, un hombre
borracho hace pucheros porque quiere regresarse a Colombia, su país. Le acaban de dar un
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botellazo en medio de una riña y dice, además, que la esposa no lo quiere. Luego entra la ráfaga
de abaleados en la pierna. Uno tras otro vienen todos saltando en un pie. Un vigilante privado, un
joven de 20 años, un señor mayor. No vienen juntos pero entran casi en fila india. Es la 1:00 am
del 31. Ha comenzado hace una hora el último día del milenio. El tipo de Catia, el que lloraba
como un muchachito, se quedó al fin dormido después de dos calmantes intravenosos, un yeso en
el brazo y la herida de bala suturada. El otro sigue sentado en la camilla con medio cuerpo en
declive. Alguien se da cuenta de que la herida sigue sangrando. El pantalón está empapado. La
enfermera le limpia la espalda y le cambia la venda. Poco después el hombre ha dejado de
sangrar.
A las dos de la mañana llega un joven con una herida de tres centímetros de ancho que le
recorre la espinilla. Dice que le dieron un balazo para quitarle una chaqueta. Una chaqueta rota.
Eso no se lo cree nadie. La bala le entró, desde arriba, por un lado de la pelvis; salió un poco más
abajo, entró de nuevo sobre la rodilla sin romperle la rótula, hizo un recorrido rasante entre la
tibia y el peroné, entró más abajo y salió por el pie. Muerto de risa, como si no le doliera. Dice
que fue una 9 milímetros. El padre, borracho, le pasa el dedo mugriento por la herida y el médico
lo reprende. "Señor, no le toque la herida". "Pero si no se la estoy tocando", responde el hombre.
"Sí se la está tocando porque yo lo estoy viendo, y si lo sigue haciendo lo vamos a sacar". "Déjalo.
No tiene caso -dice Vizcarrondo-, que se joda". Finalmente acuestan al muchacho y le suturan la
herida mientras el joven insiste en que le quiten el zapato. En efecto, la bala estaba allí. El arma
era suya, sin duda, y se le había ido el tiro.
"Ya llegó otro gafo cortado", dice Vizcarrondo, sentado en una silla, pero no descansa. Está
llenando una historia, escribiendo una orden para Rayos X. Un herido que está sentado dice que
eso no es así, que cualquiera se corta.
-A esta hora? -dice el médico. Me puedes decir qué puede estar haciendo alguien a esta hora
para cortarse?
-Aquí nadie dice la verdad. Casi todos los que llegan son malandros. Después de las 12 de la
noche uno ve cómo se desangra Petare.
V
Son las 3 de la mañana y la Emergencia se ha calmado. Ya todos han sido atendidos. El del
cólico nefrítico, el de la taquicardia, la viejita que tiene pálpitos, la niña que el Hospital de Niños
no quiso recibir está de vuelta. Los médicos se retiran a sus aposentos, unos cuartuchos de cuarta
categoría, y el personal obrero ha limpiado la sangre durante toda la noche, de las camillas, del
piso; pero la cortina que estaba blanca al principio parece ahora una obra abstracta. Por cierto: el
olor acre que se siente en la Emergencia es, a pesar de todo lo que se ha limpiado, el de la sangre
envejecida. Y no es para menos: no es poca la que se ha derramado en una sola noche.
Ha sido, de verdad, una "fiesta" inolvidable.

10. “La arrogancia del venezolano” (2001), de Rafael Arráiz Lucca

Hace dos meses estuve en la Universidad de Munich en el Centro de Estudios Latinoamericanos


de la Universidad de Eichstatt, ofreciendo un panorama de la poesía venezolana del período
republicano. Después de una de las conferencias, como suele suceder, fuimos un grupo a comer
algo y seguir conversando. Bajo el influyo de unas estupendas salchichas deslicé una pregunta:
¿Entre los hispanoamericanos, a quiénes nos parecemos los venezolanos? La respuesta fue
extrañamente unánime: a los argentinos, dijeron en coro. ¿En serio?, repliqué realmente
sorprendido. Sí, insistieron, ambas sociedades están hechas de oleadas migratorias y, además,
afirmaron, los nacionales de ambas repúblicas manifiestan una autosuficiencia notable.
Por supuesto, estas intuiciones de los profesores alemanes no fueron expresadas con el
respaldo de un estudio, fueron manifestación de una impresión y, obviamente, ellos mismos
admiten que son bastantes discutibles. Es cierto que Venezuela es en buena medida fruto de
muchas oleadas migratorias, pero las procedencias de estas olas son distintas a las de Argentina,
especialmente en su aspecto racial. Además, la metrópolis cultural hacia la que volteamos los
venezolanos, lamentablemente, no ha estado en Europa a los largo del siglo XX, sino en los
Estados Unidos de Norteamérica, país por el que sentimos una fascinación rayana en la hipnosis,
caso distinto al del país de Adolfo Bioy Casares, donde lo europeo es preponderante.
23
Los profesores alemanes, como es lógico recurrieron a una formulación elegante de lo que en
mi infancia llamábamos un "echón" o "se las echa de mucho", cuando queríamos señalar al
pedante de la clase. Resulta, pues, que los venezolanos cuando salimos de casa somos percibidos
como unos "echones" y, en verdad, hay razones para ello. No sólo el lamentable
"tabaratodamedos" de los mayameros contribuye con esta imagen que se ha ido formando de
nosotros, sino que esta exagerada autovaloración se manifiesta en todos los niveles. Para nadie
es un secreto que la arrogancia tiene en su fuente dos semillas: la inseguridad o la ignorancia.
Ambas semillas se hallan a diario en abundancia en nuestro país.
Pero sería injusto pensar que nuestra arrogancia es patrimonio de la neobarbarie de hoy, no,
es casi una tradición histórica que, probablemente, asienta su base en el orgullo que sentimos los
venezolanos por la generación que nació hacia finales del siglo XVIII y culminó su epopeya a
principios del siglo XIX, con la independencia de la Corona Española. Sin embargo, este legítimo
orgullo ha hallado a partir de la riqueza petrolera otro componente para su hinchazón que en
verdad, no se justifica con la misma pertinencia. Por el contrario, lo que desde lejos observan con
irritación es la arrogancia del que se pavonea por el mundo gracias al albur de la riqueza petrolera
y no al fruto de su trabajo, ni de su ingenio. Cierto es que durante los primeros años de la
democracia dimos pasos agigantados en el camino de la modernidad y el mundo nos veía con
asombro mientras nuestro vecinos continentales se hundían. Pero, si somos francos, no son
muchas las razones recientes que nos puedan llevar por el mundo pletóricos de orgullo, por el
contrario, deberíamos hacernos el propósito de vernos en nuestra exacta dimensión: un país que
ha cometido ingentes errores en su devenir. Entre nosotros son urgentes las palabras examen,
investigación, duda, revisión, y no este incienso fundamentalista y arrogante con el que se nos
lleva por la senda de otro sacrificio inútil.
Los venezolanos creemos que "las comparaciones son odiosas" y por ello las eludimos, pero
habría que tener la humildad de estimular los estudios de casos, así veríamos cómo países con
situaciones peores que las nuestras salieron de la pobreza en menos de 20 años, pero no,
nosotros nos tapamos los ojos y seguimos por trochas cuya destino es conocido.

11. “¿Qué celebramos el 12 de octubre?” (1986), de Arturo Uslar Pietri

A pesar de su obviedad, la respuesta no es tan sencilla como parece. Muchas de las grandes
transformaciones de la historia y del espíritu del hombre empezaron con el acontecimiento de esa
fecha de 1492.
Se podría establecer nada menos que el nacimiento de la Edad Moderna: el divorcio de las
aguas entre la Edad Media y el Renacimiento. Fue el descubrimiento de América que derivó en la
nueva visión del hombre, su situación y su destino, que cambiaría la concepción del mundo y su
significado. Los europeos que leyeron la carta de Colón y la de Américo Vespucio debieron sentir
una especie de vértigo. Era como si todo se modificara en torno a ellos, desde la imagen del
planeta hasta la misma idea de la humanidad. En cierto modo fue la entrada a la Era de lo relativo
y de la duda.
De igual manera y con buenas razones, los analistas de la economía podrían alegar que ese día
se perfilaron los factores para el surgimiento del capitalismo. La afluencia de metales preciosos y
de nuevos géneros, la internalización de los mercados, la ampliación del sistema financiero, el
desajuste de los precios y la inflación; todos son aspectos que produjeron las nuevas clases
sociales, las nuevas actividades (oficios) y una expansión desconocida hasta entonces del
comercio.
Si volvemos la vista a la historia de la cultura, puede concluirse que de este suceso proviene la
noción de utopía. Los europeos descubren con asombro la posibilidad de una sociedad humana
profundamente distinta. Con datos de la realidad y con la fiebre de la imaginación, observaron la
existencia de unos grupos cuyas motivaciones eran distintas a las de Europa: otros que viven en
la naturaleza, casi desnudos, bondadosos, inocentes, fraternales, que no conocen ni la espada ni
la pólvora y que todo lo disfrutan en igualdad y comunidad.
Es también, sin duda, la fecha natalicia del Nuevo Mundo. No del hallazgo pasivo de un
continente sino de la más grande experiencia de encuentro humano, transculturización y
generación de nuevas formas de pensamiento. No sólo se creó una sociedad inédita, sino que
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también la mentalidad de los europeos se transformó, su visión del planeta y del futuro del
hombre que se hizo paulatinamente global y llevó a revisar la mayoría de los conceptos heredados
de la Edad Media.
Todo esto significa esa fecha incomparable del 12 de octubre, sin embargo, lo más relevante de
ese día fue que Cristóbal Colón y un puñado de españoles iniciaron un proceso que todavía no se
ha cerrado. En ese momento se incorpora la tierra americana a la historia universal y comienza el
desarrollo de una sociedad continental que se hace sentir en todos los ámbitos y que ha renovado
el acontecer de la humanidad.

12. “Cuánto cuesta una nevera en Venezuela y otras distorsiones en la ‘guerra


económica’” (2013).
Anabella Abadi, Bárbara Lira, Daniel Ragua y Richard Obuchi (coordinador)

“Yo busqué en Google cuál era la nevera más cara del mundo y me encontré con un
refrigerador en Nueva York que se vende, al cambio (oficial de 6,3 Bs/US$), en 261.450 Bs.”, dijo
Jorge Rodríguez desde la pantalla de VTV. Según explicó, una tienda en específico vendía una
nevera a BsF 817.000, encontrándose entonces en Venezuela una nevera que –a bolívares
fuertes- costaba más que la considerada la más cara del mundo. Si bien para esta investigación
resulta imposible tener acceso la contabilidad de la empresa referida, los argumentos económicos
empleados para contextualizar este costo sí pueden ser analizados.
El análisis de Jorge Rodríguez sugiere que el vendedor local de la nevera obtiene un margen
elevadísimo de beneficios, lo que los economistas denominan un beneficio “extraordinario”. Ante
esta situación, es probable que una de las primeras cosas que piense un economista –en ausencia
de información adicional- es que nos encontramos en una situación donde se producen bajos
niveles de competencia. La explicación es sencilla, si puedes comprar una nevera a BsF 261.000
y la puedes vender al triple o más lo natural, sería pensar que muchas otras personas quisieran
realizar la misma actividad y obtener niveles similares de ganancia. Por supuesto, a medida que
aparecen más vendedores de nevera se incrementa la oferta, el precio disminuya y las ganancias
se diluyan hasta alcanzar niveles en que resulte poco atractivo para nuevos participantes entrar a
este mercado. Cuando está dinámica no ocurre, y un vendedor puede obtener ganancias elevadas
de forma persistente, los economistas suelen buscar algún tipo de barrera o restricción (o quizás
alguna distorsión) en el funcionamiento del mercado. Algo que impide que se produzca un nivel de
competencia más intenso en el mercado.
En el caso de las neveras, resulta evidente que el problema tiene su origen en que no es fácil
comprar una nevera en otro país para venderla en Venezuela. ¿Incluyó el alcalde Rodríguez en su
cálculo el hecho de que el control de cambio implica que el gobierno determina quién, cómo,
cuándo, para qué, a qué precio y en cuál cantidad un agente económico puede recibir divisas al
tipo de cambio oficial? Este hecho por si sólo podría explicar que haya poca competencia en
precios en el mercado de neveras en Venezuela. Sin embargo, y de mayor relevancia para el
análisis de las medidas adoptadas recientemente por Maduro, el razonamiento de Rodríguez parte
de la premisa que el único costo relevante para vender una nevera en Venezuela es el costo de
adquisición al tipo de cambio oficial.
¿Incluyó Rodríguez todos los costos de importación, transporte, servicios, alquileres y pasivos
laborales de Nasri? ¿O consideró si los comerciantes debieron usar divisas del mercado negro?
Vender una nevera en Caracas no es lo mismo que venderla en Nueva York. El proceso que va
desde fabricar la nevera hasta ponerla en la vitrina no es el mismo y, en consecuencia, no puede
costar lo mismo.
En el más reciente cambio de prioridades de Nicolás Maduro, el foco de acción es la lucha
contra la “especulación”. En la ofensiva contra la “guerra económica” el Órgano Superior de la
Economía ha realizado –a la fecha- 1.500 fiscalizaciones, en las que vemos calcular “sobreprecios”
considerando solo el costo de compra de la mercancía. Pero, ¿se consideran los otros costos, no
solo en términos contables, sino también en tiempo, riesgos e incertidumbre?
Hacer negocios en Venezuela es muy difícil. Según el Banco Mundial, Venezuela es
considerado el 9no peor país del mundo para hacer negocios, ya que: no se protege a los
inversionistas; se requieren 17 permisos y 144 días para poder abrir un negocio; tarda 381 días
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adquirir permisos de construcción, 158 para obtener el servicio eléctrico y 38 para registrar una
propiedad; importar una mercancía tarda –en promedio- 82 días; y el pago de impuestos, además
de comprometer 3/5 partes de las ganancias brutas, implica 71 pagos por año, teniendo que
invertir 792 horas (99 días laborales hábiles). Además, sabiendo que Venezuela es una economía
altamente dependiente de las importaciones, resulta altamente problemático que Cadivi tarde
entre 30 y 145 días para liquidar divisas; vale decir que las ineficiencias en la liquidación implicó
una deuda de US$ 12.000 millones con el sector privado para septiembre de 2013.
¿Cuánto cuesta vender? Suponiendo que la empresa es manufacturera, los costos de
producción incluyen: local (agua, electricidad, luz y teléfono), mantenimiento de la maquinaria,
materia prima (que probablemente tenga un componente importado) y costos laborales. Además,
la empresa debe incurrir en costos administrativos: mantenimiento de la contabilidad, solvencias,
trámites Cadivi y Sicad, trámites para sacar mercancía de los puertos, etc. Si la empresa es
importadora y distribuidora, si bien no debe incurrir en costos de producción, tiene que cubrir
costos laborales y de local, elevados costos burocráticos para las importaciones y muy
probablemente debe recurrir al mercado paralelo para obtener divisas suficientes. Mientras que
entre 2003 y 2011, el sector privado debió comprar un promedio de US$ 7.834 millones por año
en divisas en el mercado paralelo para cubrir las importaciones, solo en 2012 tuvo que adquirir
US$ 19.473 millones.
¿Y si no hay? Un kilo de leche en polvo está regulado en BsF 30,37, pero en un
establecimiento informal se puede conseguir a precios que varían entre Bs. 80 y 120. Por un lado,
el comerciante informal toma ventaja de la demanda más elevada, por la escasez relativa del
producto, pero a su vez también incluye como costos las horas de cola hechas en múltiples
ocasiones y establecimientos para conseguir el producto o el mecanismo que emplee para obtener
el producto. Por otro lado, ese comerciante sabe que hay personas dispuestas a pagar un precio
superior al regulado. Tanto el buhonero descrito como el vendedor de electrodomésticos se
enfrentan al mismo problema de fondo: es difícil conseguir la mercancía dadas las restricciones en
la oferta. Esa dificultad implica que los comerciantes (grandes, medianos o pequeños) deben
hacer mayores esfuerzos para reponer sus inventarios, mientras que los consumidores están
dispuestos a pagar precios superiores para obtener los productos, que son escasos y consideran
necesarios. Esta disposición a pagar “más caro” es aún mayor porque: (1) hay una creciente
liquidez monetaria, alimentada por el gasto público; (2) los altos niveles de inflación implican que
todo es más caro de mes a mes; y (3) vivimos con el prospecto de una economía sin inventarios.
En resumen, si el venezolano no compra hoy, mañana el dinero no le alcanzará o no conseguirá
los productos.
¿Cuánto cuesta reponer inventarios? Los comerciantes no pueden fijar precios
considerando únicamente lo que les costó adquirir un producto. Los comerciantes deben estimar
cuánto costará comprar la mercancía para reponer el inventario, por lo que deben considerar
cuando menos la inflación estimada. Además, si se trata de bienes importados, es fundamental
considerar las posibilidades de que les aprueben o no divisas según las prioridades establecidas
por el Gobierno Central; y que las liquiden o no según la disponibilidad de divisas.
Cada vez hay menos productores. Entre 2001 y 2013 el número de patronos y empleadores
en el país se redujo en más de 205 mil, de acuerdo al INE. Además, Consecomercio explica que
en los últimos 10 años han cerrado 4.000 industrias en el país. La importante contracción que ha
sufrido el aparato productivo privado se debe, entre otras cosas, a: (1) problemas de acceso a la
materia prima, mucha de ella importada con divisas que Cadivi liquida con importantes retrasos;
(2) menor disponibilidad de insumos básicos, industrias que fueron nacionalizadas en 2007 y cuya
producción viene en detrimento; (3) fallas en el servicio eléctrico que paralizan operaciones de
forma recurrente; (4) precios regulados que no se ajustan a los crecientes costos; (5) el irrespeto
a la propiedad privada, que se ha traducido en más de 1.000 expropiaciones, muchas sin pago
del justiprecio.
Todo lo anterior muestra a una Venezuela en que es difícil producir o hacer negocios, por lo
que cada vez cuenta con menos productores y menos producción, y se hace más dependiente de
lo importado. Menos producción, menos empresas, dificultades para acceder a divisas e insumos,
implican una situación donde hay problemas de abastecimiento y una inflación persistente; y
donde una nevera se vende a BsF 871.000, mientras que –a cambio oficial de 6,3 BsF/US$- la
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más cara del mundo cuesta BsF 261.000 en Nueva York. La lucha contra la especulación,
mediante una lógica únicamente de fiscalización y control no va a funcionar hasta tanto se
restablezca la confianza en la economía venezolana, se incrementen las inversiones y, en última
instancia, se permita que sean los incrementos en la oferta lo que disminuyan los precios y
mejoren el abastecimiento. Si algo demuestran las largas colas que han durado más de una
semana, es que no muchos piensan que el año que viene tendremos comercios más abastecidos y
con mejores precios.
Al final, no es que todo es cada vez más caro, es que el valor de nuestra moneda es cada vez
menor; y la usura y la especulación no son más que síntomas de una economía que está mal.

13. “Trabajo, Vida y Ocio” (1951), de Arturo Uslar Pietri

El más sorprendente resultado de la llamada revolución industrial, que ha ocurrido durante el


último siglo y medio, ha sido el haber logrado simultáneamente disminuir la jornada de trabajo y
aumentar la capacidad productiva. El logro de esta aparente contradicción ha sido posible por el
empleo creciente de la máquina y por el perfeccionamiento de la división del trabajo y de las
técnicas de producción en masa. Un obrero industrial de Inglaterra o de los Estados Unidos
trabajó hoy la mitad del tiempo de lo que hubiera trabajado en 1850, pero en cambio la
productividad del trabajo de un obrero por hora, desde entonces a hoy, ha aumentado entre
cuatro y seis veces. Ha sido así posible la paradoja de que trabajando menos se produzca más, y
de que, habiendo disminuido continuamente la jornada de trabajo en las grandes naciones
industriales, haya aumentado continuamente el volumen de riqueza producida y distribuida.
Este estupendo resultado significa, entre otras cosas, la posibilidad del ocio para las grandes
masas concentradas en los centros de producción industrial. Los entusiastas propagandistas de
este mundo moderno, que no pocas veces parece un <<Frankenstein>> escapado al control del
hombre que pretendía ser su dueño, dicen que esto significa que la máquina ha permitido al
hombre común liberar tiempo para dedicarlo al espíritu. Para educar y enriquecer su inteligencia,
su sensibilidad y gozar más a fondo de los dones fundamentales de la vida.
Cuando uno mira, en los grandes emporios industriales del mundo, la larga muchedumbre que
espera por horas a las puertas de un cine para ver una película de vaqueros, donde el mismo
bandido enmascarado asalta a la misma fugitiva diligencia, o las oleadas humanas que se
precipitan en los agitados centros de diversiones mecánicas a dar alaridos en una montaña rusa o
a girar como una peonza en el aire en un avión de juguete; o los no menos numerosos que se
congregan en las cantinas a emborracharse metódicamente mientras miran unos remotos
boxeadores pegarse en la pantalla de la televisión, no puede compartir enteramente tanto
ingenuo entusiasmo por las ventajas de nuestra mecánica civilización: poco enriquecimiento
espiritual es el que pueden alcanzar esos hombres del ocio que les ha disparado la máquina.
Ese ocio pudiera ser tan envilecedor para el hombre como fue envilecedor e inhumano el
sistema de trabajo en los primeros tiempos de la máquina. Ese ocio estéril, vacío, sin objeto,
pudiera resultar tan degradante y destructor de la personalidad humana como pudo serlo el
trabajo esclavizado.
Éste es uno de los aspectos más graves de nuestra civilización industrial. Y que constituye un
problema estrechamente asociado al porvenir de la cultura.
Es más consiste, precisamente, en que ese ocio que la máquina ha hecho posible no es sino
ocio. Es decir, ausencia de vida verdadera y de los valores verdaderos de la vida.
Para el artesano antiguo trabajo y vida eran una sola y misma cosa. Toda la vida estaba
organizada en torno al oficio y a sus valores. Se ponía en contacto con las cosas y con los valores
del mundo por medio de su oficio. El trabajo era experiencia vital. Y no había solución de
continuidad entre trabajo, vida, pensamiento y concepción del mundo.
La vida del hombre y sus valores de relación estaban centrados en torno a su trabajo, a su
técnica, a sus condiciones. En este sentido el taller del artesano era un pequeño universo. La
casa, la fiesta y la faena no eran cosas distintas. Como no lo son todavía para el campesino.
Era dueño de un proceso productivo completo. El carpintero, el zapatero, el herrero. Sabía
cómo transformar la materia prima bruta en un producto acabado que iba a satisfacer la
necesidad de alguien. Y de alguien que generalmente le era conocido. Podía aspirar a la excelencia
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en su labor y a enseñarla al aprendiz que se formaba a su lado. El trabajo, en esa forma, lo
integraba a todo el proceso de la economía y a todo el conjunto de la vida social, y a la
naturaleza. De la naturaleza venía la materia prima a sus manos, o de las manos de los que
trabajaban directamente con la naturaleza. Sabía concebir todo lo que iba a hacer. Cómo
transformar aquel rugoso tronco de árbol en la mesa y los bancos de una escuela, o aquella
argamasa y aquellas piedras en las paredes de una casa, o el cuero y las suelas en relucientes y
finos zapatos. Estaba en contacto personal con los que producían las materias primas y a la vez
con los que consumían los productos acabados. Era un eslabón consciente de la cadena social y
del proceso económico.
Su lenguaje y sus ideas estaban condicionados por su oficio. Sabía todos los nombres precisos
del instrumental y de todas las etapas y formas de su proceso productivo. Los escritores y los
hablistas solían acercarse al taller a aprender vocabulario vivo y a renovar el material para las
imágenes literarias. Su celestial patrón era un viejo Santo vinculado con el oficio. Y su fiesta era la
fiesta del oficio.
La máquina destruyó la unidad de este proceso y la rica experiencia vital que significaba. En
cierto modo, al romper la vinculación del oficio con el pensamiento y con la vida estaba secando
una de las fuentes vivas de la cultura. Ya no hubo proceso productivo unitario que abarcara una
sola mano. Los empleos de distribución se multiplicaron. Los del hombre que manipula un
momento lo que no sabe cómo ni de dónde se produjo. Y las tareas de producción se
fragmentaron y dividieron hasta perder el sentido y significación para el hombre que realiza
aisladamente la milésima parte de un proceso que no le pertenece y que en nada enriquece su
vida.
De ese trabajo que ya no pertenece a la vida, que no integra espiritualmente el obrero al
proceso de crear, ha tenido que nacer este ocio, tan ajeno al trabajo como a la vida del
trabajador. Una vida sin continuidad, que fácilmente puede llegar a ser una vida sin contenido.
Lo que el hombre necesita no es ocio, es vida. Es vivir más, más plenamente, más
fructíferamente, más conscientemente. Todo lo que no sea esto es engaño y empobrecimiento.
Cuando el trabajo estaba estrechamente asociado a la vida y a los valores espirituales del
hombre, trabajar y vivir podían ser una misma ininterrumpida experiencia. Es decir, un
enriquecimiento en lo moral y en lo material. En la medida en que el trabajo deja de ser vida se
ha hecho, en lo fundamental y verdadero más pobre la vida del obrero. Sería muy grave que el
tiempo libre que le regala la máquina tampoco fuera vida. Sino ocio. O simulación superficial de la
vida.
No ha creado problema más grave que éste y más preñado de inmensas consecuencias la
gigantesca economía industrial que caracteriza al mundo de nuestros días.

14. “El líder contra el sistema” (2014), de Santiago Roncagliolo

Los latinoamericanos somos caudillistas. Queremos al líder máximo para guiar nuestros
destinos. En Argentina, los peronistas son de derecha y también de izquierda, pero siempre de
Perón. En Venezuela, la gente acude a la tumba de Hugo Chávez en procesión. En Cuba, cuando
hablamos de la revolución, queremos decir Fidel. Y en el Brasil de mañana, el líder
latinoamericano se llama Messi.
Messi es más que un jugador. Es la encarnación de los colores patrios. Casi no abre la boca,
pero es el capitán. Contra Holanda apenas jugó, al contrario, y por momentos deambulaba en el
campo preguntándose dónde estaba. Pero todas las arengas eran para él. Él es responsable de lo
que ocurra en el campo, y eso incluye a la defensa, al cuerpo técnico, a los aguateros. Es el líder.
En cuartos de final, Higuaín jugó un partido mucho mejor que el 10, pero cuando hizo falta
refrescar el ataque, tuvo que abandonar el campo para dejar entrar al Kun. Nadie contemplaba la
posibilidad de sentar en el banquillo a Messi. Messi puede sacarse de la chistera una genialidad y
cambiarlo todo en 10 segundos. Sólo que a veces no hace nada. Como un gobierno totalitario,
vaya.
El fenómeno se extiende a toda América Latina. Chile se encaramó sobre las piernas y los
pulmones de Alexis. Y llegó tan lejos como pudo. Uruguay era un gran equipo con Suárez, pero
sin él, resultaba una sombra de sí mismo, un desorden de ingenieros sin arquitecto. La celeste lo
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confiaba todo a su mariscal de campo, y no logró sobrevivir sin su guía y dirección. Brasil perdió a
Neymar, y con él se le fue el alma, el sentido. Las siete puñaladas que le clavó Alemania se
enterraron en un cuerpo muerto. Los latinoamericanos nos encomendamos a nuestras estrellas
como las mojigatas a los santos.
Los europeos, en cambio, son corporativos. Creen en el orden social. Ante la crisis económica,
la Unión Europea reaccionó con cumbres y reuniones de presidentes y ministros. Los líderes del
continente (Barroso, Juncker, Van Rompuy) no son votados por los ciudadanos sino generados por
el sistema, como los números de la seguridad social. Y todo está lleno de siglas: BCE, Ecofin,
Eurogrupo. Kissinger solía decir: “Me encantaría negociar con Europa, pero... ¿a qué teléfono debo
llamar exactamente?”.
Ese espíritu de bloque se nota en sus grandes equipos. Holanda es una estructura. Funciona
como una correa de transmisión. De la defensa cerrada al galope de la delantera hay cuatro pasos
perfectamente medidos porque todos los involucrados se encuentran donde deben estar. Lo
importante es el equipo. Robben, por ejemplo, es el mejor jugador del Mundial hasta ahora. Pero
la prensa no habla de él como hablan de nuestros gurús latinoamericanos.
Robben es un jugador de Holanda.
Argentina es el equipo de Messi.
Tampoco hablamos en forma individual de Alemania. Alemania puede atacar al galope como
Holanda o tocar como la España del 2010. Defiende con 10 y luego suben a atacar los 10. Y
cuando la maquinaria está aceitada, resulta indestructible. Después del tercer gol a Brasil,
trataron de jugar sin exigirse demasiado ni humillar al rival. Pero no podían evitar seguir haciendo
goles. Estaban programados así.
Lo llaman Die Mannschaft. El equipo. Y eso es. Ni más ni menos. Müller hace muchos goles,
pero sólo porque es su función. No concentra las miradas más que Khedira, un comodín que no
sabes bien de qué juega, sólo que siempre está, en ataque y defensa. Kroos es genial, pero su
trabajo de distribución y presión es discreto, a veces invisible. Cada jugador tiene sentido sólo si
están todos los demás.
La final, como el partido por el tercer y cuarto puesto, enfrenta a ambos estilos. El caudillismo
contra el corporativismo. El héroe solitario contra la masa organizada. El líder contra el sistema.
Ya sabemos cuál de esas filosofías es más romántica y cuál es más eficiente. Ahora sabremos lo
más importante: cuál gana los partidos.

15. “Beatriz, la polución” Fragmento de la novela Primavera con una esquina rota
(1982), de Mario Benedetti

Dijo el tío Rolando que esta ciudad se está poniendo imbancable de tanta polución que tiene. Yo
no dije nada para no quedar como burra pero de toda la frase sólo entendí la palabra ciudad.
Después fui al diccionario y busqué la palabra imbancable y no está. El domingo, cuando fui a
visitar al abuelo le pregunté qué quería decir imbancable y él se río y me explicó con buenos
modos que quería decir insoportable. Ahí sí comprendí el significado porque Graciela, o sea mi
mami, me dice algunas veces, o más bien casi todos los días, por favor Beatriz por favor a veces te
pones verdaderamente insoportable. Precisamente ese mismo domingo a la tarde me lo dijo,
aunque esta vez repitió tres veces por favor por favor por favor Beatriz a veces te pones
verdaderamente insoportable, y yo muy serena, habrás querido decir que estoy imbancable, y a
ella le hizo gracia, aunque no demasiada pero me quitó la penitencia y eso fue muy importante. La
otra palabra, polución, es bastante más difícil. Esa sí está en el diccionario. Dice, polución: efusión
de semen. Qué será efusión y qué será semen. Busqué efusión y dice: derramamiento de un
líquido. También me fijé en semen y dice: semilla, simiente, líquido que sirve para la reproducción.
O sea que lo que dijo el tío Rolando quiere decir esto: esta ciudad se está poniendo insoportable de
tanto derramamiento de semen. Tampoco entendí, así que la primera vez que me encontré con
Rosita mi amiga, le dije mi grave problema y todo lo que decía el diccionario. Y ella: tengo la
impresión de que semen es una palabra sensual, pero no sé qué quiere decir. Entonces me
prometió que lo consultaría con su prima Sandra, porque es mayor y en su escuela dan clase de
educación sensual. El jueves vino a verme muy misteriosa, yo la conozco bien cuando tiene un
misterio se le arruga la nariz, y como en la casa estaba Graciela, esperó con muchísima paciencia
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que se fuera a la cocina a preparar las milanesas, para decirme, ya averigüé, semen es una cosa
que tienen los hombres grandes, no los niños, y yo, entonces nosotras todavía no tenemos semen,
y ella, no seas bruta, ni ahora ni nunca, semen sólo tienen los hombres cuando son viejos como mi
padre o tu papi el que está preso, las niñas no tenemos semen ni siquiera cuando seamos abuelas,
y yo, qué raro eh, y ella, Sandra dice que todos los niños y las niñas venimos del semen porque
este líquido tiene bichitos que se llaman espermatozoides y Sandra estaba contenta porque en la
clase había aprendido que espermatozoide se escribe con zeta. Cuando se fue Rosita yo me quedé
pensando y me pareció que el tío Rolando quizá había querido decir que la ciudad estaba
insoportable de tantos espermatozoides (con zeta) que tenía. Así que fui otra vez a lo del abuelo,
porque él siempre me entiende y me ayuda aunque no exageradamente, y cuando le conté lo que
había dicho tío Rolando y le pregunté si era cierto que la ciudad estaba poniéndose imbancable
porque tenía muchos espermatozoides, al abuelo le vino una risa tan grande que casi se ahoga y
tuve que traerle un vaso de agua y se puso bien colorado y a mí me dio miedo de que le diera un
patatús y conmigo solita en una situación tan espantosa. Por suerte de a poco se fue calmando y
cuando pudo hablar me dijo, entre tos y tos, que lo que tío Rolando había dicho se refería a la
contaminación atmosférica. Yo me sentí más bruta todavía, pero enseguida él me explicó que la
atmósfera era el aire, y como en esta ciudad hay muchas fábricas y automóviles todo ese humo
ensucia el aire o sea la atmósfera y eso es la maldita polución y no el semen que dice el
diccionario, y no tendríamos que respirarla pero como si no respiramos igualito nos morimos, no
tenemos más remedio que respirar toda esa porquería. Yo le dije al abuelo que ahora sacaba la
cuenta que mi papá tenía entonces una ventajita allá donde está preso porque en ese lugar no hay
muchas fábricas y tampoco hay muchos automóviles porque los familiares de los presos políticos
son pobres y no tienen automóviles. Y el abuelo dijo que sí, que yo tenía mucha razón, y que
siempre había que encontrarle el lado bueno a las cosas. Entonces yo le di un beso muy grande y
la barba me pinchó más que otras veces y me fui corriendo a buscar a Rosita y como en su casa
estaba la mami de ella que se llama Asunción, igualito que la capital de Paraguay, esperamos las
dos con mucha paciencia hasta que por fin se fue a regar las plantas y entonces yo muy
misteriosa, vas a decirle de mi parte a tu prima Sandra que ella es mucho más burra que vos y que
yo, porque ahora sí lo averigüé todo y nosotras no venimos del semen sino de la atmósfera.

16. “La lengua de los caraqueños” (2008), de Eloy Yagüe Jarque

Contaba el destacado filólogo Ángel Rosenblat en su libro Buenas y malas palabras, que
cualquier extranjero que viniera a Caracas se sorprendería y hasta se sentiría desconcertado por
nuestra forma de hablar, así fuera hispano parlante. Por ejemplo, se asustaría si alguien lo invitara
a caerse a palos sin aclararle que de lo que se trata no es de pelear sino de tomarse unos tragos.
Lo cierto es que la lengua de los caraqueños está hecha de muchos préstamos debido a que la
ciudad es un sitio de paso de gentes de múltiples procedencias. Así tenemos que para un visitante
extranjero que venga por primera vez a nuestra capital le será muy difícil entendernos si alguien
no lo ayuda.
Eso pasó el otro día con mi amigo Peter, un joven neoyorkino estudiante de español, a quien
tuve que ayudar para sacarlo de ciertas dificultades en que se metió. La primera fue cuando quiso
comprar un CD a un buhonero. Preguntó el precio y el vendedor informal le respondió: 'Dos lucas,
papá'. Yo, que estaba a su lado viendo CD's, salí en ayuda de un Peter desconcertado que
consultaba su diccionario de bolsillo donde, por supuesto, no halló lo que buscaba. Le expliqué que
'lucas' son miles, mientras que 'tablas' significa centenas de miles, y 'biyuyo', dinero en general. Y
'papá' es un trato familiar que se ha extendido entre los ciudadanos más confianzudos. Contento
con la adquisición de sus nuevas palabras, las empezó a usar con entusiasmo. Tanto que al
intentar sacar plata de un telecajero le dijo a un individuo que tenía detrás: 'Saqué tres tablas.
Chévere de pinga!!'. Y el individuo, ni corto ni perezoso, le dijo: 'Bájate de la mula o te quiebro'.
Como el gringo no lo entendió se dispuso a seguir su camino. Entonces el malandro le dijo:
'Quédate quieto o te clavo un chuzo'. Para su fortuna, por ahí pasaron unos policías en moto y al
verlos el choro se piró. Peter, que al final comprendió que estuvo a punto de ser atracado, les dio
las gracias, pero ellos también le pidieron que se bajara de la mula. Al ver que no comprendía ni
papa lo dejaron tranquilo. Eso se llama 'matraca' -le expliqué días después, cuando me contó el
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episodio. Por supuesto también le expliqué que 'choro' significa ladrón, al igual que 'malandro', y
que a los policías los llamamos 'tombos'. A partir de ese momento cada vez que nos veíamos
anotaba en una libretica lo que significaban las palabras caraqueñas que no aparecen en los
diccionarios oficiales del idioma y menos en el de la Academia de la Lengua.
En eso estaba cuando me di cuenta de la dificultad de explicarle por ejemplo el uso de la
palabra 'vaina' y todas sus variantes: 'una vaina': una cosa; echar vaina': bromear; 'ni de vaina':
ni por casualidad, por nada del mundo; 'de vainita': por un pelo; 'qué vaina': expresión que se usa
para lamentarse de una situación desagradable. Fue difícil que entendiera que era muy diferente
decir: 'te voy a echar vaina' a 'te voy a echar una vaina', pues en el primer caso se trata de
bromear mientras que en el segundo es una amenaza. Se reía el gringo al ver nuestra forma de
encarar los tamaños de las cosas y las diferencias entre vainita, vaina y vainón. Pero también fue
trabajoso hacerlo comprender que para nosotros 'poco' es mucho. Por ejemplo: 'en la cola había un
poco de carros', mientras que pocotón' es muchísimo: 'había un pocotón de gente saliendo del
Metro'. También traté de explicarle que 'burda' es mucho o aumentativo. Por ejemplo: 'fulano y yo
somos panas burda'; 'ese señor es burda'e viejo'. Peter se rascaba la cabeza y decía 'yo no
entender nada'. 'Piano, piano', le decía yo, y tenía que aclararle que no me refería al instrumento
musical sino a la expresión de que poco a poco se llega lejos.
'Vamos a tomarnos unas birras y te sigo explicando', le dije y le aclaré el significado de la
palabra 'birra', o sea cerveza. Una de las cosas que más lo divertía es nuestra manía de los
diminutivos. Una mañana lo invité a desayunar y se rio mucho cuando pedí pastelitos, cafecitos, y
cuarticos de jugo. Al principio no los usaba bien pues decía cosas como 'me voy en metrico', o 'me
comí un perrocalentico', pero poco a poco fue aprendiendo el uso correcto que, por lo demás, es
totalmente arbitrario.
Luego tuve que hablarle de las frutas, ya que le gustan mucho, y explicarle que patilla no es el
pelo que nos dejamos debajo de las orejas sino la sandía, y que la parchita es lo que en
gringolandia llaman 'passion fruit' y en Brasil 'maracuyá', y que plátano es...bueno, el plátano
pues! El otro día lo vi manejando una motico china por las calles de Caracas. Se veía feliz. '¡Qué
pasó, chamo! Me costó tres palos', dijo muy orondo. Había descubierto la mejor forma de conocer
la ciudad: sobre dos ruedas.
Pero mi sorpresa fue mayor cuando sonó en aquel momento un celular y Peter se disculpó
conmigo. Su conversación fue más o menos así: 'Marico, la jeba me embarcó. Qué raya. Yo que la
tenía cuadrada. Iba a recogerla para ir a la rumba en Las Mercedes pero me dejó el pelero. Y ahora
me está pidiendo cacao. Qué va pana, no me la calo más'.
Mi sorpresa fue en aumento a medida que escuchaba la conversación. Peter ya se había
aclimatado lingüísticamente. Pero la consagración de la primavera llegó cuando alguien se acercó a
pedirme una dirección y Peter hizo lo que cualquier caraqueño haría: responder aunque no le
hubieran preguntado a él. Y ahí, montado en su moto y sin despegar el celular de su oreja, le
indicó al solicitante frunciendo los lab ios y señalando con ellos. Así me di cuenta de que aunque no
hubiera nacido en Caracas, Peter ya merecía el título de hijo adoptivo de la ciudad.
Definitivamente los caraqueños deberíamos emprender la tarea colectiva de hacer un diccionario
que registre nuestra forma de hablar ya que, si seguimos así, ni siquiera nos entenderemos entre
nosotros mismos.

17. “Los antiguos valores” (2000), de Ernesto Sábato

DESPUÉS DE RECORRER durante horas la imponente Quebrada de Humahuaca hemos regresado


a la antigua ciudad de Salta, tan hermosa en otro tiempo, hoy casi irreconocible, plagada de
letreros y de edificios modernos que han roto la belleza de sus calles coloniales. Ya nada va
quedando, como si nadie la mirara, aristócrata ciudad de Salta, como si también a ella le hubiera
llegado este desencanto moderno que en nada pone empeño, que construye las casas para que se
deshagan al día siguiente, ya sin frentistas, ni viejos herreros.
Por la tarde me he acercado a la histórica Catedral, el santuario donde mañana miles de
creyentes celebrarán la Fiesta del Milagro. Muchos de ellos hace días que vienen peregrinando para
ofrecer sus candorosas promesas tan simples como una flor de campo, y sus pedidos tan
apremiantes como la comida, la salud o el trabajo. Sentado en la plaza volvieron mis obsesiones de
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siempre. Las sociedades desarrolladas se han levantado sobre el desprecio a los valores
trascendentes y comunitarios y sobre aquéllos que no tienen valor en dinero sino en belleza. Una
vez más compruebo cómo se han afeado las ciudades de nuestro país, tanto Buenos Aires como las
antiguas ciudades del interior. ¡Qué poco se las ha cuidado! Da dolor ver fotos de hace años,
cuando todavía cada una conservaba su modalidad, sus árboles, el frente de sus edificios. A través
de mis cavilaciones, me detengo a mirar a un chiquito de tres o cuatro años que juega bajo el
cuidado de su madre, como si debajo de un mundo resecado por la competencia y el
individualismo, donde ya casi no queda lugar para los sentimientos ni el diálogo entre los hombres,
subsistieran, como antiguas ruinas, los restos de un tiempo más humano. En los juegos de los
chicos percibo, a veces, los resabios de rituales y valores que parecen perdidos para siempre, pero
que tantas veces descubro en pueblitos alejados e inhóspitos: la dignidad, el desinterés, la
grandeza ante la adversidad, las alegrías simples, el coraje físico y la entereza moral. El niño sigue
jugando en la glorieta de la plaza, donde seguramente mañana tocará la orquesta o habrá
concierto de guitarras como antes en Rojas, los días de fiesta.
En otra época —lamento utilizar expresiones con cierto aire arqueológico, pero cuando se tiene
casi la edad del siglo... qué digo, ¡la del siglo pasado!—, cuando yo era un niño en Rojas, aún se
mantenían valores que hacían del nacimiento, el amor, la adolescencia, la muerte, un ceremonial
bello y profundo. El tiempo de la vida no era el de la prisa de los relojes sino que aún guardaba
espacio para los momentos sagrados y para los grandes rituales, donde se mezclaban antiguas
creencias de estas tierras con las gestas de los santos cristianos. Un ritmo pausado en el que
fiestas y aconteceres marcaban los hitos fundamentales de la existencia, que eran esperados por
aquellos que teníamos seis o siete años, por los adultos y hasta por los ancianos. Como la llegada
del Carnaval, un cumpleaños, la celebración de la Navidad, ese encanto indescifrable de la mañana
de Reyes, o la gran festividad del Santo Patrono con procesión, empanadas y bailes. Hasta el
cambio de las estaciones y la alternancia de los días y las noches parecían albergar un enigma que
formaba parte de aquel ritual, perpetuado a través de generaciones como en una historia sagrada.
Todos participaban de esas fiestas, desde los más pobres hasta los más ricos. Recuerdo la
admiración con que observaba yo las pruebas de los jinetes y cómo me gustaba ir a los circos.
Había épocas buenas y épocas calamitosas, pero dependían de la naturaleza, de las cosechas; el
hombre no sentía que debía obrar siempre y en cualquier momento para controlar el acontecer de
todo, como lo cree hoy en día. Ahora la humanidad carece de ocios, en buena parte porque nos
hemos acostumbrado a medir el tiempo de modo utilitario, en términos de producción. Antes los
hombres trabajaban a un nivel más humano, frecuentemente en oficios y artesanías, y mientras lo
hacían conversaban entre ellos. Eran más libres que el hombre de hoy que es incapaz de resistirse
a la televisión. Ellos podían descansar en las siestas, o jugar a la taba con los amigos. De entonces
recuerdo esa frase tan cotidiana en aquellas épocas: “Venga amigo, vamos a jugar un rato a los
naipes, para matar el tiempo, no más”, algo tan inconcebible para nosotros. Momentos en que la
gente se reunía a tomar mate, mientras contemplaba el atardecer, sentados en los bancos que las
casas solían tener al frente, por el lado de las galerías. Y cuando el sol se hundía en el horizonte,
mientras los pájaros terminaban de acomodarse en sus nidos, la tierra hacía un largo silencio y los
hombres, ensimismados, parecían preguntarse sobre el sentido de la vida y de la muerte.
(…)
El sentimiento de orfandad tan presente en este tiempo se debe a la caída de los valores
compartidos y sagrados. Si los valores son relativos, y uno adhiere a ellos como a las
reglamentaciones de un club deportivo, ¿cómo podrán salvarnos ante la desgracia o el infortunio?
Así es como resultan tantas personas desesperadas y al borde del suicidio. Por eso la soledad se
vuelve tan terrible y agobiante.
(…)
No hablo por añoranza de un tiempo legendario del cual aquellos que lo vivimos nos pudiéramos
vanagloriar. Es necesario admitir que muchos de esos valores eran respetados porque no se
vislumbraba otra manera de vivir. El conocimiento de otras culturas otorga la perspectiva necesaria
para mirar desde otro lugar, para agregar otra dimensión y otra salida a la vida. La humanidad
está cayendo en una globalización que no tiende a unir culturas, sino a imponer sobre ellas el único
patrón que les permita quedar dentro del sistema mundial. Sin embargo, y a pesar de esto, la fe
que me posee se apoya en la esperanza de que el hombre, a la vera de un gran salto, vuelva a
32
encarnar los valores trascendentes, eligiéndolos con una libertad a la que este tiempo,
providencialmente, lo está enfrentando.

18. “Sobre la naturaleza del fanatismo” (2003), de Amos Oz

¿Cómo curar a un fanático? Perseguir a un puñado de fanáticos por las montañas de Afganistán
es una cosa. Luchar contra el fanatismo, otra muy distinta. Me temo que no sé exactamente cómo
perseguir fanáticos por las montañas pero puede que consagre una o dos reflexiones a la
naturaleza del fanatismo y a las formas, si no de curarlo, al menos de controlarlo. La clave del
ataque del 11 de septiembre contra Estados Unidos no sólo hay que buscarla en el enfrentamiento
existente entre pobres y ricos. Dicho enfrentamiento constituye uno de los más terribles
problemas del mundo, pero cerraremos en falso el caso del 11 de septiembre si pensamos que
sólo fue un ataque de pobres contra ricos. No se trata sólo de “tener y no tener”. Si fuera así de
simple, uno esperaría que el ataque viniera de áfrica, donde están los países más pobres, y tal vez
que fuera lanzado contra Arabia Saudí y los emiratos del Golfo, que son los Estados productores
de petróleo y los países más ricos. No. Es una batalla entre fanáticos que creen que el fin,
cualquier fin, justifica los medios. Se trata de una lucha entre los que piensan que la justicia, se
entienda lo que se entienda por dicha palabra, es más importante que la vida, y aquellos que,
como nosotros, pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o
credos. La actual crisis del mundo, en Oriente Próximo, o en Israel/Palestina, no es consecuencia
de los valores del islam. No se debe a la mentalidad de los árabes como claman algunos racistas.
En absoluto. Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y
pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia.
El 11 de septiembre no es consecuencia de la bondad o la maldad de Estados Unidos, ni tiene
que ver con que el capitalismo sea peligroso o flagrante. Ni siquiera con si es oportuno o no frenar
la globalización. Tiene que ver con la típica reivindicación fanática: si pienso que algo es malo, lo
aniquilo junto a todo lo que lo rodea. El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo,
que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno o sistema político. Más viejo que
cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente
siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera. La
gente que ha volado clínicas donde se practicaba el aborto en Estados Unidos, los que queman
sinagogas y mezquitas en Alemania, sólo se diferencian de Bin Laden en la magnitud pero no en
la naturaleza de sus crímenes. Desde luego, el 11 de septiembre produjo tristeza, ira,
incredulidad, sorpresa, melancolía, desorientación y, sí, algunas respuestas racistas –antiárabes y
antimusulmanas- por doquier. ¿Quién habría pensado que al siglo XX le seguiría de inmediato el
siglo XI? Mi propia infancia en Jerusalén me ha hecho experto en fanatismo comparado.
El Jerusalén de mi niñez, allá por los años cuarenta, estaba lleno de profetas espontáneos,
redentores y mesías. Todavía hoy, todo jerosolimitano tiene su fórmula personal para la salvación
instantánea. Todos dicen que llegaron a Jerusalén -y cito una frase famosa de una vieja canción-
para construirla y ser construidos por ella. De hecho, algunos (judíos, cristianos, musulmanes,
socialistas, anarquistas y reformadores del mundo) han acudido a Jerusalén no tanto para
construirla ni ser construidos por ella como para ser crucificados o para crucificar a los demás, o
para ambas cosas al tiempo. Hay un trastorno mental muy arraigado, una reconocida enfermedad
mental llamada “síndrome de Jerusalén”: la gente llega, inhala el nítido y maravilloso aire de la
montaña y, de pronto, se inflama y prende fuego a una mezquita, a una iglesia o a una sinagoga.
O si no, se quita la ropa, trepa a una roca y comienza a profetizar. Nadie escucha jamás. Incluso
hoy, incluso en la Jerusalén actual, en cada cola del autobús es probable que estalle un exaltado
seminario callejero entre gente que no se conoce de nada pero que discute de política, moral,
estrategia, historia, identidad, religión y de las verdaderas intenciones de Dios. Los participantes
en dichos seminarios, mientras discuten de política y teología, del bien y del mal, intentan no
obstante abrirse paso a codazos hasta los primeros puestos de la fila. Todo el mundo grita, nadie
escucha. Excepto yo. Yo escucho a veces y así me gano la vida.
Confieso que de niño, en Jerusalén, yo también era un pequeño fanático con el cerebro lavado.
Con ínfulas de superioridad moral, chovinista, sordo y ciego a todo discurso que fuera diferente
del poderoso discurso judío sionista de la época. Yo era un chico que lanzaba piedras, un chico de
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la “Intifada” judía. De hecho, las primeras palabras que aprendí a decir en inglés, aparte de yes o
no, fueron British go home!, que era lo que los chicos judíos solíamos gritar a las patrullas
británicas de Jerusalén mientras las apedreábamos.
(…)
Conformidad y uniformidad, la urgencia por pertenecer a y el deseo de hacer que todos los
demás pertenezcan a, pueden constituir perfectamente las formas de fanatismo más ampliamente
difundidas, aunque no las más peligrosas. (...) con frecuencia, el culto a la personalidad, la
idealización de líderes políticos o religiosos, la adoración de individuos seductores, bien pueden
constituir otras formas extendidas de fanatismo.
Creo que la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. En esa
tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a la esposa, de hacer ingeniero al niño o
de enderezar al hermano en vez de dejarles ser. El fanático es una criatura de lo más generosa. El
fanático es un gran altruista. A menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo.
Quiere salvar tu alma, redimirte. Liberarte del pecado, del error, de fumar. Liberarte de tu fe o de
tu carencia de fe. Quiere mejorar tus hábitos alimenticios, lograr que dejes de beber o de votar. El
fanático se desvive por uno. Echar los brazos al cuello o lanzarse a la yugular es casi el mismo
gesto. De una forma u otra, el fanático está más interesado en el otro que en sí mismo por la
sencillísima razón de que tiene un sí mismo bastante exiguo o ningún sí mismo en absoluto. El
señor Bin Laden y la gente de su calaña no sólo odian a Occidente. No es tan sencillo. Más bien
creo que quieren salvar nuestras almas, quieren liberarnos de nuestros aciagos valores: del
materialismo, del pluralismo, de la democracia, de la libertad de opinión, de la liberación
femenina... Todo esto, según los fundamentalistas islámicos, es muy pero que muy perjudicial
para la salud. Con toda seguridad, la meta inmediata de Bin Laden no era Estados Unidos. Su
meta inmediata era convertir a los musulmanes pragmáticos, moderados, en auténticos
creyentes, en su tipo de musulmanes. El islam estaba debilitado por los “valores
norteamericanos”. Pero para defender el islam no sólo hay que golpear a Occidente y golpearlo
fuerte. No. Al final, hay que convertir a Occidente. Sólo prevalecerá la paz cuando el mundo se
haya convertido no ya al islam, sino a la variedad más rígida, feroz y fundamentalista del islam.
Será por nuestro bien. Bin Laden nos ama esencialmente. El 11 de septiembre fue un acto de
amor. Lo hizo por nuestro bien, quiere cambiarnos, quiere redimirnos [...].
Ahora quisiera contar hasta qué punto la literatura es siempre la respuesta, porque la literatura
contiene un antídoto contra el fanatismo mediante la inyección de imaginación. Quisiera poder
recetar sencillamente: leed literatura y os curaréis de vuestro fanatismo. Desgraciadamente,
muchos poemas, muchas historias y dramas a lo largo de la historia se han utilizado para inflar el
odio y la superioridad moral nacionalista [...]. El poeta israelí Yehuda Amijai expresa todo esto
mejor de lo que yo pudiera hacerlo cuando dice: “Donde tenemos razón no pueden crecer flores”.
Es una frase muy útil. Así, en cierto modo, algunas obras literarias pueden ayudar; no todas ellas.
Y sin tomarse lo que voy a decir al pie de la letra, me atrevería a asegurar que, al menos en
principio, creo haber inventado la medicina contra el fanatismo. El sentido del humor es un gran
remedio. Jamás he visto en mi vida a un fanático con sentido del humor.

19. “La Universidad y la tragedia de Venezuela”, de Tomás Straka

El pasado 21 de octubre los medios y las redes sociales del mundo se llenaron de alusiones a la
película “Volver al Futuro 2”. Como la película fue un fenómeno global, en todas partes se habló
de lo lejos o cerca que estuvo la ciencia ficción de este futuro que vivimos actualmente, de los
sueños alcanzados o incumplidos en estos casi treinta años, de la Era Reagan, ahora vista por
algunos con nostalgia (“¿Ronald Reagan? ¿The actor? ¿Then, who’s vice presidet? ¿Jerry Lewis?”,
ya es una frase para la historia); de que “El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos”. Sin
embargo, de todo lo dicho en particular me impresionó un meme que vi en Facebook. Es un chiste
cruel y tal vez precisamente por eso me dijo tanto de la hora actual de Venezuela: se trata de un
fotograma en el que aparece Marty McFly diciéndole, cariacontecido, algo al Dr. Emmett Brown. A
la imagen le pusieron por texto: “Doc, vengo del futuro y la UCV sigue en paro”.

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Por los “likes” que recibió el meme, me di cuenta que la broma no fue entendida por los más
jóvenes, pero para quienes fuimos adolescentes entre mediados de los ochentas y los tempranos
noventas padeciendo paros universitarios y disturbios de encapuchados, nos reveló, con la
contundencia de un puñetazo, la dimensión de lo que estamos pasando, de lo que hemos venido
pasando en estos treinta años. La utopía que la película que idearon Robert Zemeckis y Bob Gale
en la que un viajero en el tiempo trata desesperadamente de volver al futuro, en gran medida es
la metáfora del conflicto que hoy tiene a las universidades en huelga y movilizados a muchos
sectores de la sociedad: regresar a un futuro promisorio, siquiera como la esperanza que tuvimos
de él hasta la década de 1980. Una imagen de futuro como una postal vintage de 1985, en la que
quisiéramos volver a creer.
En efecto, si McFly llegara hoy a Venezuela en su fabuloso DeLorean, le echara un vistazo al
panorama que tendría frente a sí y de regreso a 1985 o 1989 nos hubiera dicho que en la UCV
continúan los paros un cuarto de siglo después, lo que en realidad nos hubiera estado diciendo es
que los problemas que despuntaban en los 80s habían llegado para quedarse. Que los cambios
que se reflejaron en el Viernes Negro y el Caracazo eran más hondos de lo que pensábamos. No
se tratan, a lo mejor nos hubiera señalado, de accidentes en el camino a la modernidad, la
libertad, el bienestar: ellos son el camino. Quiebra económica, pobreza, violencia.
Por eso volver al futuro, en este octubre de 2015 al que arribó McFly, es en alguna medida
volver a soñar con el futuro soñado y dejado atrás. Es decir, retomar una vía hacia el desarrollo o,
mejor, crear otra, una de verdad, porque la que transitamos nos trajo adonde estamos.
El chiste (en realidad no se trata de un chiste) de la universidad que sigue en paro no habla de los
problemas específicos de la educación superior, o no sólo de ellos: habla de la quiebra del modelo
de desarrollo del país. Concebida como una de sus grandes punteras, al colapsar el modelo se
llevó consigo a la mayor parte de sus promesas y ahora amenaza con llevarse a la existencia
misma de la universidad. En su esquema, la universidad era una de las grandes palancas de
ascenso social; el semillero de la orgullosa clase media que se mostraba como el éxito del modelo
venezolano. En la universidad se produciría la ciencia y la tecnología que nos sacaría del
subdesarrollo; se formaron los técnicos que hicieron posible administrar a la industria petrolera
cuando se nacionalizó, a los médicos que dispararon los indicadores de nuestra salubridad; a los
gerentes que hacían de Venezuela el lugar preferido de las transnacionales para ubicar sus
oficinas para las regiones andina y caribeña: había capital humano, servicios públicos y seguridad
como en pocos lugares del área; a los ingenieros que se precian de estar entre los mejores del
mundo; a los maestros que habrían de sostener y elevar la masificación educativa.
Aunque todo lo anterior lo sigue haciendo, y con una notable dignidad si atendemos a sus
limitaciones, nuestro sistema universitario, el punto es que desde el gran paro de 1987, en el que
se perdió el año escolar, comenzó un declive que la seguidilla de treinta años de paros mayores y
menores ha demostrado indetenible. Como toda la sociedad venezolana, el sistema universitario
con su espectacular salto de 1958 a 1998 (es decir, de cuatro universidades nacionales, dos
privadas y un instituto pedagógico a más de cien instituciones) dependió de la expansión de la
renta petrolera para sostenerse. Así, en 1982 el presupuesto de la Universidad Central de
Venezuela fue 308 millones de dólares, cifra que para 1988 había bajado a 54 millones de dólares
(¿hace falta otra explicación para el gran paro de ese año y el paro de cuatro meses del
siguiente?); para el 2001 había logrado recuperarse un poco el presupuesto y llegar a 393
millones de dólares, pero si calculamos que un dólar de 1982 equivalía a 1,85 dólares de 2001, en
cifras constantes el presupuesto en realidad era casi de la mitad (las cifras las tomé de 30 años de
presupuesto de la UCV, 1975-2004). Desde 2008, cuando los precios del petróleo comenzaron a
bajar y las tensiones entre el gobierno y la universidad a subir, el presupuesto comenzó a
reconducirse. Es decir, que se ha recibido más o menos lo mismo (aunque suelen llegar créditos
adicionales) en un período con una inflación acumulada del 571,6% sólo hasta diciembre de
2014… (de entonces para acá hay que sumar otro 100% más). Así, calculado a dólar libre, el
actual presupuesto de la UCV es de ¡unos cuatro millones de dólares!.
Veamos lo que esto implica en los salarios: en 1990 un titular tiempo completo (eso quiere
decir, un profesional generalmente con doctorado y alrededor de veinte años de servicio) ganaba
unos ochocientos dólares mensuales. Eso era entonces considerado todo un desastre porque justo
dos años antes, en 1988, ganaba el doble; y en 1982, cuando la Gran Venezuela estaba en ese
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punto más alto que precede a la caída, tenía un sueldo de 3.500 dólares (que, en ciertos casos,
por las primas podía subir hasta casi a cinco mil). Hoy, si la última propuesta del gobierno fuera
aceptada, los titulares ganarían unos 62 (sí, ¡sesenta y dos!) dólares mensuales. Estos números
dan una idea bastante general de lo que ha ocurrido con todo el país: simplemente, como en la
universidad, no hay modo de seguir viviendo como en 1982. Pero esto sólo es el marco. Las
implicaciones son muchísimo más variadas y profundas. Por ejemplo, está en juego la continuidad
misma de la universidad (y de lo que ella representa: médicos, ingenieros, innovaciones,
gerentes, maestros). ¿Cómo conseguir, con semejantes sueldos, una generación de relevo? ¿Qué
pasará cuando terminen de jubilarse los profesores en ejercicio y los jóvenes que deben compartir
la cátedra con otro trabajo para vivir terminen de ser absorbidos por él o se vayan del país?
Lo que esto significa como empobrecimiento de recursos humanos, pero también de actividad
intelectual, de pensamiento, de cultura, puede tener graves consecuencias a largo plazo.
Pregúntenle al director de cualquier servicio de un hospital que necesita alguien para hacer una
guardia o al director de un colegio que requiera un profesor de inglés o de física. Tanto en
medicina como en el magisterio ya estamos presenciando la desprofesionalización, bien con los
médicos integrales comunitarios que no aguantan un semestre en ningún postgrado serio, o bien
con los docentes que hay que improvisar para que dicten alguna asignatura. A falta de una
categoría mejor, a esto sólo se le puede llamar atraso.
Pero hay más: donde también retrocedería el país es en sus libertades. Un aspecto
principalísimo en la crisis actual es la arremetida de un gobierno poco amigo de las disidencias. Un
combativo movimiento estudiantil que no ha podido conquistar y un profesorado que a pesar de
las dificultades aún produce trabajos que demuestran sus falencias, son estorbos a los que
evidentemente no se quiere enfrentar. Desde la creación de un sistema universitario paralelo para
formar sus cuadros, hasta la reconducción de los presupuestos por tantos años llenos de inflación,
todo parece encaminado a someter a las universidades, como ya se ha visto en aquellas que ha
intervenido. Ni en ellas, ni en el sistema bolivariano son realmente posibles la libertad de
pensamiento y de cátedra, la disidencia, la autonomía funcional e intelectual. Es decir, todo lo que
usaron muchos profesores y alumnos que hoy están en el poder para oponerse al antiguo
régimen, incluso para conspirar contra él. Pero también lo que permite crear ciencia y formar
profesionales y ciudadanos de bien en una universidad. Todo indica que la actual coyuntura del
conflicto podría ser utilizada para aplicarle el torniquete final al largo estrangulamiento a que ha
venido siendo sometida la universidad.
De tal modo que si la universidad en un momento fue el signo de la modernización triunfante,
la que vivimos en la actualidad, pudiera llegar a serlo de su contrario: de la desmodernización. Sin
talento humano y sin libertad deja en la práctica de ser universidad. Algunos dicen que Venezuela
no es un país posmoderno, sino ex moderno. En efecto, si se comparan los recursos de la
universidad en 1985 con los actuales, pareciera que hemos dejado la modernidad atrás, pero no
para superarla sino para retroceder. Como esos templos budistas comidos por la selva en algunos
sitios de Asia, como una especie de Angkor que fue floreciente, donde hubo pensamiento y arte y
hoy está abandonada, así pueden quedar nuestras casas de estudio superior. Regresar, entonces,
al futuro, es volver al camino del desarrollo y la libertad. No el que transitábamos en 1982, que
nos llevó hasta acá. Sino uno nuevo y mejor. En efecto, McFly, la UCV sigue en paro, pero, como
todas las otras universidades, un par activo, de lucha, de pensamiento, de creación, para no
volver a dejar el futuro atrás.

20. “La tentación de Twitter” (2011), de Héctor Abad Faciolince

La tesis de los apocalípticos siempre es la misma: hay una novedad técnica que va a volver
idiotas a los jóvenes, a las mujeres y a los niños. A los hombres ponderados y maduros que
denuncian esta terrible amenaza que se cierne sobre la civilización, en cambio, no les pasará
nada, pues ellos son invulnerables. En cambio para los indefensos, ingenuos y débiles (niños,
mujeres y jóvenes) el nuevo fenómeno será devastador. Virginia Heffernan recordaba hace poco
el tipo de afirmaciones que se hacían en el siglo XVIII, cuando las mujeres empezaron a leer
masivamente novelas: “La lectura de novelas es la causa de la depravación femenina. Sin este

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veneno instilado en su sangre, las mujeres comunes y corrientes no hubieran llegado a ser, como
ahora, esclavas del vicio”.
La prosa de los apocalípticos de hoy suena más sofisticada, pero el mensaje es parecido.
Enrique Vila Matas escribió esta semana en El País: “Los tuits son un atentado contra la
complejidad del mundo que pretenden leer […] Cuando las palabras pierden su integridad,
también lo hacen las ideas que expresan […] Se está demoliendo el antaño asombroso poder de
las palabras para analizar el mundo”.
Según este notable escritor español, lo que estamos perdiendo es nada menos que el lenguaje:
“Todo indica que éste ha empezado a perder parte de su energía y, en consecuencia, el género
humano está volviéndose menos humano”, Como quien dice que Twitter, las redes sociales, los
mensajes de texto, nos deshumanizan, pues el empobrecimiento (sostiene Vila Matas apoyándose
en Steiner) acaba con lo mejor del hombre: “Con el milagro del lenguaje”. Allí mismo parafrasea o
cita a Tony Judt: “En la generación de mis hijos, la taquigrafía comunicativa propiciada por su
hardware ha comenzado a calar en la comunicación misma: la gente habla como en los
mensajes”.
¿Será verdad tanto horror? ¿Se nos vino encima el infierno de los afásicos, de los idiotizados
inexpresivos y sin lenguaje, que gruñen como animales? ¿Estaremos cayendo en el pozo oscuro
de la incomunicación? Hablo con mi hija (una pobre chica envenenada por Facebook), con mi hijo
(un desvalido joven que tiene Twitter y manda mensajes de texto), ambos a la merced de estos
nuevos oprobios tecnológicos. Presto atención. ¿Están hablando como en los mensajes de celular?
¿En la mesa me dicen “psme la sl”? Qué curioso, no: siguen diciendo “pásame la sal”. ¿Estarán
usando, máximo, frases de 140 caracteres? ¿Acabarán diciéndome: “Papá, no seas pesado, ya
llevas 135 letras, se te acabó el espacio”? ¿Dejarán de dar besos y darán bss?
Lo del temor por la integridad del mensaje en los nuevos lenguajes me parece una tontería.
Hace siglos que la palabra “etcétera” perdió su integridad al escribirse “etc.”, pero no por eso la
gente dice e-te-ce-punto, ni se perdió la idea que transmite la palabra etcétera (y lo que sigue),
sino que simplemente se ahorró algo de espacio y tiempo al escribir. Eso es lo que se pretende en
los SMS, y a veces en los tuits, nada más: eso no crea una neo-lengua. Es una taquigrafía para
transcribir la lengua de siempre, y nada más. Eso no está “demoliendo el asombroso poder de las
palabras”.
Asistimos a un pánico irracional por parte de los viejos gurús que, como suele suceder,
desprecian lo que no conocen. Como dice el psicólogo Steven Pinker, creer que la lectura de
pequeños mensajes de Twitter convierte la mente y los pensamientos en pequeños mensajes
histéricos, es una creencia análoga a la superstición primitiva de que si uno come testículo de toro
se vuelve más potente.
Las novedades aterrorizan, pero ni la escritura acabó con la memoria, ni la imprenta rebajó el
nivel de los libros, ni las novelas corrompieron a las mujeres, ni la televisión volvió violentos a los
niños. Tampoco Twitter, las redes sociales o el correo electrónico van a acabar con el lenguaje. Al
contrario, es quizás en esas novedades donde hallamos hoy las manifestaciones de su mayor
creatividad y riqueza.

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