tenía ni idea de lo que estaba hablando. En el principio fue el trazo. Y punto. Verbos, predicados y espíritus santos vinieron mucho más tarde. Así que no me vengáis con que ese verbo era en realidad el Logos hecho carne. Puedo imaginarme perfectamente a Dios en la creación del mundo. ¿Y sabéis cómo lo imagino? Recostado en un diván y trazando en el aire las aguas, los cielos y los pececillos con su dedo divino. La creación nace del trazo, luego el trazo nos convierte en dioses.
Ya sé que todo esto suena muy grandilocuente, pero no temáis, porque
este extraordinario Rey Carbón no tiene un pelo de pomposo. Es más, es un libro de una sencillez visual apabullante, pero al mismo tiempo, y como diría el torero, tiene muncho intríngulis.
Nos habla este Rey Carbón y cabrón del origen de la creación, no la
divina sino la terrenal. ¿De dónde nace el impulso de observar, de reproducir y, finalmente, de imaginar? Porque, con tantos mamuts y tantos rinocerontes lanudos que hay por ahí pastando esperando a que los cacemos, ¿qué demonios hacían el bueno de don Cromagnon, su vecino el señor Neanderthal y toda la pandilla de los homos nosecuantus perdiendo el tiempo garabateando con ceniza, sangre y otras porquerías las paredes de sus cuevas?