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Había una vez, en un pueblito cualquiera del centro de la Argentina, una niña que vivía en un

hermoso barrio de casitas, no lujosas pero sí pulcramente pintadas y de prolijos jardines, esa niña
se llamaba Sabina, era amable y simpática, se destacaba en el colegio, deportes y en todo lo que
emprendía. Sin proponérselo siempre estaba rodeada de amigas que querían jugar con ella, era lo
que se dice una líder por naturaleza. En ese barrio había un colegio al que concurrían todos los
chicos, más algunos de zonas cercanas, como Anita, que vivía a la entrada del pueblo, del otro lado
de la ruta, en una casilla perteneciente al ferrocarril, cuya empresa le prestó a su papá cuando
éste debió trasladarse buscando asistencia médica para su mamá que debía permanecer largo
tiempo internada en el hospital local, y como el papá debía comprar remedios y alimentar a Anita
es que comenzó a trabajar, y alternaba la atención de su esposa con las trabajos de jardinería. Era
él, el que mantenía tan prolijos los jardines de la mayoría de las casitas y, como le quedaba de
paso, mandó a Anita a ese colegio, Anita era morena, delgada y muy dulce, de largas trenzas
negras. Llevaba siempre el mismo vestido gastado y descolorido, pero limpio y planchado, en
cambio que las otras nenas lucían variados, modernos y coloreados atuendos y hablando en voz
baja se referían al único vestido de Anita . A pesar de que la señorita Cecilia intentaba que el grupo
integre a Anita, y lo lograba en el aula con los trabajos de equipo, pues Anita, era muy inteligente,
prolija e ingeniosa y más de una vez quedaron todos absortos escuchando las bellas leyendas que
contaba de su tierra misionera. Pero... fuera del aula, se formaban grupos en los cuales Anita no
participaba de ninguno, estaba siempre sola sentada en el cantero dibujando a la sombra del
inmenso castaño, eran hermosos y nostálgicos paisajes de árboles y ríos, los varones a menudo se
acercaban a ver los animales y pájaros que dibujaba con suma destreza. La mamá de Sabina le
preguntó un día porque nunca invitaba a Anita a jugar, pero como estaba tan ocupada con la casa
y su trabajo en el banco, no se detuvo a analizar la contestación ambigua y evasiva de la niña.
Cierto día Sabina amaneció con dolor de estómago, nauseas y con una coloración en la piel que
alarmó mucho a su mamá, que recurrió inmediatamente al médico, este diagnosticó Hepatitis... no
podría ir al colegio, debía hacer dieta y reposo durante treinta días. Pasada la primer semana
Sabina comenzó a sentirse muy sola, su mamá le informó, que si no compartía el vaso, los
alimentos y el baño, no habría peligro de contagio, por lo que Sabina llamó a sus amigas por
teléfono, pero cada una le respondió: que no podía, porque tenia muchos deberes... que tenía que
ayudar a su mamá... que estaba resfriada... . Sabina se puso muy triste. Al día siguiente llegó a
visitarla Anita, le traía un ramito de flores silvestres, Sabina le preguntó si no temía contagiarse a
lo que Anita respondió que si tomaban las precauciones necesarias no habría problema. Desde ese
día a diario llegaba Anita con su carita de terracota y su ramillete de flores que recogía en el
camino, le ayudaba a Sabina con la tarea que le enviaba la señorita Cecilia y luego jugaban. Anita
aprendía con mucha facilidad cuando se trataba de juegos de mesa que Sabina tenía en
abundancia y que Anita nunca había visto. Y Sabina pudo conocerla y saber que Anita era una nena
alegre, sin egoísmo , sensible y generosa. Por fin Sabina pudo reintegrarse al colegio, las
compañeras la rodearon todo el tiempo contándole los sucesos de esos días. Anita como siempre
se encontraba sola a la sombra del castaño tranquilamente dibujando. Al día siguiente, se
festejaba el día del amigo, y la señorita Cecilia había ideado un sistema para que nadie se sintiese
excluido, debían hacer tarjetas para cada compañero, o sea que cada uno recibiría veintidós
tarjetas. Pero... en el recreo les dejó la libertad de que cada uno le hiciese un regalo a su mejor
amigo. Cada una de las niñas secretamente esperaba ser elegida por Sabina para el regalo de
mejor amiga, cuando ya todos tenían su obsequio, y Sabina había recibido un ramito de flores
silvestres, ésta, caminó con el suyo hasta la sombra del castaño y con un beso cariñoso lo depositó
en las manos de Anita. La sonrisa de la señorita Cecilia se iba ampliando a medida que todas las
niñas se acercaban a la sombra del castaño a escuchar la hermosa leyenda de la flor del irupé que
Anita estaba cantando.

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