Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Ilustración 1
UNA CUESTIÓN PREVIA: LA FORMA/ INSTITUCIÓN
DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Los nuevos modos de comportamiento de los recientes movimientos sociales por la
solidaridad, y en cierta medida también los de otros movimientos sociales más tradicionales, son
más institucionales, en la medida que se aproximan a otras formas de acción colectiva, a otras
organizaciones sociales o políticas comúnmente entendidas como instituciones, a las que también
denominamos como instituciones convencionales. Sin embargo, cualquier movimiento social, todos
los movimientos sociales al margen de sus evoluciones, de sus acercamientos o lejanías a otras
instituciones, es en todo tiempo, un institución. Es una forma de acción colectiva que se inserta,
como cualquier otra, en la forma/institución. Por tanto parece conveniente aclarar brevemente esta
definición —estática— de la forma/institución, para que no sea confundida con al descripción —
dinámica— del proceso de institucionalización.
En un primer acercamiento al fenómeno de los movimientos sociales constatamos que una de sus
características tanto en sus momentos de emergencia como en los de consolidación es,
precisamente, su posición anti-institucional o, al menos, no institucional. Este carácter tiene una
doble procedencia: en primer lugar, del hecho de organizarse y funcionar de manera distinta a
como lo hacen otras instituciones sociales y políticas de la sociedad; en segundo lugar, porque sus
reivindicaciones les llevan a entrar en conflicto como las instituciones políticas. Pero esta forma de
ver a los movimientos sociales supone una simplificación excesiva, puesto que desde otro punto de
vista un movimiento social es un una forma específica de institución social. Un movimiento social
es una institución en la medida que está constituido por un conjunto de normas preestablecidas,
provenientes de la sedimentación de una memoria y práctica histórica, y que formal o
informalmente constituye una guía para la acción.
Bajo esta perspectiva de forma/institución, los movimientos sociales son instituciones, ya que
constituyen espacios delimitados en los que se desarrolla una forma de entender el mundo y de
actuar en él. Un movimiento social es un sistema de narraciones, al mismo tiempo que un sistema
de registros culturales, explicaciones y prescripciones de cómo determinados conflictos son
expresados socialmente y de cómo y a través de qué medios la sociedad ha de ser reformada;
cómo el orden correcto de la modernidad, una y otra vez aplazado y frustrado debe ser rediseñado.
El actor colectivo constituido como un movimiento social no actúa o interactúa —más bien se
adapta, se enfrenta o negocia— en el seno de un contexto institucional, diferenciándose de este
contexto. La acción de un movimiento social, así como la de cualquier otro actor colectivo, es
inherente a la definición social del propio actor político. Y la definición social de lo que representa el
actor colectivo, de lo que debe ser y de lo que puede ser, es una institución (Thomas et al. 1987,
29-32).
La construcción de un movimiento social es una acción extrema de libertad colectiva. Sin embargo,
es una acción que nace y se desarrolla dentro de ciertos esquemas mentales de conocimiento,
evaluación y afecto que, dado que son preexistentes y son percibidos como naturales,
inevitablemente estructuran y determinan las opciones y límites de tal nacimiento y posterior
desarrollo. De esta forma, no es una institución en el plano material y organizacional sino que lo es
en el ámbito cultural, es decir, en cuanto sistema de creencias y códigos que interpretan la
realidad.
Dentro de un movimiento social se pueden discutir y cambiar los medios de actuación, las formas
de toma de decisiones, incrementar o reducir las posibilidades de participación de sus miembros o
intensificar en cierto momento sus reivindicaciones o bien reforzar los rasgos de su identidad. Pero
todo esto tiene lugar en una cultura establecida en una institución, ya que como afirma Howarth
(1997, 140) una institución es un discurso sedimentado.
Por una parte, los movimientos sociales y otros actores colectivos constituyen definiciones estables
de la realidad que incluyen espacios y normas del juego a los cuales, consciente o
inconscientemente, sus participantes están sometidos. Son, sin duda alguna, diferentes espacios y
normas pero el juego en última instancia no es muy distinto.
Por otro lado, lo que sí es diferente entre los diversos actores colectivos es la intensidad y rigidez
de los registros y normas que constituyen sus respectivas culturas, las cuales se transforman en
instituciones a través de la estabilidad. Así, en el caso de los movimientos sociales, tal intensidad
es menor, lo que posibilita para sus participantes un más amplio margen de acción cuando se trata
de establecer fronteras, en ese momento de distinguirse de los demás o de construir un mundo en
el cual sus participantes sientan o vivan de una forma diferenciada con respecto a los integrantes
de otros colectivos.
Los movimientos sociales eran y son una predeterminada forma de canalizar conflictos en la
modernidad. Y esta afirmación sobre la modernidad nos da pie para apuntar ya unas primeras
diferencias entre los movimientos sociales clásicos y los movimientos por la solidaridad, líderes y
prefiguradores, como vimos, de nuevas formas de acción colectiva.
Los movimientos sociales son productores de modernidad y al mismo tiempo producto de la
misma. Los movimientos sociales extienden la cultura política moderna en cuanto que imponen el
protagonismo del sujeto, la voluntad política —«civil»— de los ciudadanos, a la hora de decidir
voluntariamente por qué, cómo y cuándo han de organizarse para defender sus intereses
colectivos (Eyerman, 1992, 45) y en su caso transformar la sociedad y el mismo poder político.
Y a su vez los movimientos sociales están, evidentemente, conformados por la modernidad. Esa
dimensión consciente, voluntaria, pactada, libremente constitutiva, característica de gran parte de
las instituciones de la modernidad, conforma a su vez los movimientos. Con la modernidad los
movimientos dejan de ser comunitarios (predeterminados culturalmente por la tradición,
espontáneos en la acción, cotidianamente informales, vitalmente radicales con objetivos defensivos
y difusos) para convertirse en sociales (más conscientemente construidos, organizados, con
intereses definidos y reivindicados de forma planificada) (Tilly, 1978; Della Porta y Diani, 1997,
176). Sin embargo, a lo largo de la modernidad, este paso de la comunidad a la sociedad nunca
acaba de ser total, en cuanto que los movimientos sociales mantienen dentro de su opción
societaria una dimensión comunitaria. Es hoy, en la postmodernidad, donde la ruptura (al menos
con la dimensión tradicional de la comunidad) se ha consumado; desde la lógica —individual y
colectiva— que define y prefigura la acción colectiva de los movimientos sociales es, en lo
fundamental, societaria.
NUEVOS ANÁLISIS EN EL CONTEXTO EMERGENTE
En este libro presentamos una serie de contribuciones que abordan esta nueva situación del
momento que atraviesa hoy la acción colectiva, agrupando dichas aportaciones en torno a cuatro
cuestiones centrales en la reflexión sobre el devenir de los movimientos sociales. En primer lugar,
se presentan las aportaciones que abordan los cambios en los procesos y con- textos políticos; en
segundo lugar, aquellas cuestiones relativas a la dimensión cultural y a los aspectos simbólicos; en
tercer lugar, a los problemas y dificultades de plantear la motivación para la participación individual
y la dimensión organizativa; finalmente, aportamos cuatro reflexiones sobre los dilemas que
atraviesa la reflexión sobre la acción colectiva.
El primer bloque de artículos está orientado hacia la dimensión política de los movimientos
sociales. En él se abordan los ajustes que es necesario realizar en el conjunto de los marcos
analíticos y los conceptos instrumentales clásicos. Sus autores, más que fijar posiciones definitivas,
nos sugieren nuevas vías de acercamiento o, más exactamente, nos proponen un cierto orden con
el que utilizar estas herramientas y definiciones analíticas.
Charles Tilly inicia la reflexión sobre los procesos y contextos de las transformaciones políticas
recuperando los interrogantes que dieron origen a la obre de Kornhauser aún no resueltos por la
investigación empírica. La cuestión fundamental gira en torno a las relaciones entre el cambio
social y los cambios en la movilización política o, en otros términos, el impacto de las diversas
formas de acción política y el cambio social a gran escala. Para ello Tilly lleva a cabo una tarea de
clarificación conceptual sobre términos tan esquivos como «cambio social», «conflicto político» o
«identidades en conflicto», estableciendo una distinción clara entre las formas de identidad
asentadas («fuertes») y las formas de identidad segmentadas («débiles»), por entender que ello
repercute en el transcurso de la movilización política y, obviamente, en sus resultados.
Iñaki Bárcena, Pedro Ibarra y Mario Zubiaga presentan un análisis comparado de dos movimientos
sociales, ecologistas e insumisos, para profundizar en las causas de su éxito y la incidencia de
estas movilizaciones políticas en los procesos de democratización. Su estudio de caso es
altamente relevante por convinar, además, la metodología del análisis de marcos y las variables de
la estructura de oportunidad política.
También Jaime Pastor estudia la evolución durante los últimos 30 años de los nuevos movimientos
sociales en España (ecologismo, pacifismo, feminismo) a través de la aproximación a los cambios
en la estructura de oportunidad política. El autor sugiere la existencia de un ciclo de movilización
política relativamente corto cuando se compara España con otros países europeos. Este ciclo entra
en crisis y declina rápidamente a inicios de los ochenta con la excepción del movimiento de
objeción de conciencia.
Doug McAdam realiza un repaso a los orígenes del concepto de estructura de oportunidad política
para detenerse en tres problemas recurrentes: la dificultad de diferenciar las oportunidades
políticas de otras condiciones favorables, lo problemático de alcanzar un consenso mínimo sobre
las dimensiones fundamentales de dicha estructura de oportunidad y la necesidad de especificar la
variable dependiente en dicho tipo de estudios. Finalmente señala algunas direcciones hacia las
que parece conveniente orientar las investigaciones futuras, entre las que encontramos la compleja
relación entre oportunidades políticas y ciclo de protesta, y la creciente importancia del contexto
internacional en la movilización política.
En la segunda parte del libro hemos agrupado los artículos con aportaciones en torno a la
dimensión cultural y los aspectos simbólicos de los movimientos sociales. Benjamín Tejerina nos
recuerda que los valores postmaterialistas, la cultura antimoderna de los sesenta y setenta, no es
el motor de la movilización de estos años, sino el resultado de dicha movilización. Son los
movimientos sociales los que construyen ese espacio cultural alternativo a través de la producción
de nuevos valores y la construcción simbólica de vías todavía no transitadas por la cultura
dominante en las sociedades avanzadas. De la mano de autores ya clásicos en el análisis de la
acción colectiva y de las aportaciones más recientes de la teoría sociológica explora el espacio
simbólico que los movimientos sociales construyen a su paso.
Ron Eyerman nos presenta un estudio apasionante, ejemplo de cómo analizar esta praxis cultural
de los movimientos sociales a través de la evolución y el cambio de las imágenes de la comunidad
negra en los Estados Unidos. Se detiene en el análisis de los rituales y tradiciones artísticas sobre
los que el Nuevo Movimiento Negro y el Renacimiento de Harlem en los años veinte y el
movimiento por los derechos civiles de los sesenta llevan a cabo su proceso de redefinición y
transformación de la identidad negra para poder mantener y extender la movilización social.
José Manuel Sabucedo, Javier Grossi y Concepción Fernández resaltan la funcionalidad de lo
emotivo y del sentido común emocional. Los individuos se incorporan a los movimientos o, al
menos, responden a sus llamamientos movilizadores, porque su discurso es capaz de producir
determinadas emociones en los receptores del mensaje. Los movimientos actúan más sobre hot
cognitions que sobre frías cosmovisiones. Para estos autores la indignación moral con la que se
vive la injusticia y muy particularmente la violación de los valores —el sentido común—
compartidos, constituyen una insustituible fuente de motivación.
La contribución de Antonio Rivas se centra en el análisis de los marcos interpretativos como
herramienta metodológica para el estudio de los movimientos sociales. Después de rastrear la
historia del concepto y sus antecedentes teóricos en diversas disciplinas, se detiene
pormenorizadamente en las aportaciones más recientes de autores como Gamson, Snow y
colaboradores, Donati, Gerhards y Johnston. La última parte de su aportación explora la utilidad y
los límites del análisis de los marcos como metodología para el estudio de los movimientos
sociales.
La participación individual, las redes organizativas y las formas de analizar longitudinalmente los
movimientos sociales son los temas que ocupan el tercer apartado de este libro. Un artículo sobre
las motivaciones individuales en las organizaciones clandestinas es la importante contribución de
Donatella della Porta. Las peculiares condiciones de sociedad secreta en la que viven los activistas
cuya motivación explora la autora hacen de este trabajo una pieza clave para el estudio de la
persistencia de los procesos de socialización política y de reclutamiento en condiciones muy
adversas. El papel de la ideología, así como de los grupos pequeños y círculos de amistad resultan
centrales en el mantenimiento del compromiso.
Los movimientos sociales entendidos como redes de organizaciones y colectivos que mantienen
estrategias de cooperación o confrontación con otros agentes que intervienen en el mismo campo
de intereses es el argumento central del artículo escrito por Mario Diani. Después de establecer las
definiciones teóricas previas en la primera parte, el autor explora la existencia de redes como pre-
requisito y como resultado del proceso de movilización hasta convertirse en la línea de continuidad
entre los momentos de la externalización de la acción colectiva. Las redes del movimiento son el
resultado de los procesos de conflicto y de las elecciones racionales tomadas por los actores en
torno a la búsqueda de cooperantes y aliados.
El estudio de la participación en movimientos sociales requiere de técnicas de investigación
longitudinal que nos permitan conocer las causas posibles de las entradas y salidas de los
activistas según Bert Klandermans. El origen de esta propuesta se encuentra en la constatación de
la insuficiencia de nuestras herramientas de medida de la movilización, dado su carácter cíclico. La
conveniencia de estos estudios longitudinales se justifica por la utilidad a la hora de responder a
preguntas que de otra manera quedarían sin respuesta, a pesar de las dificultades sin resolver y de
los problemas que todavía persisten en este tipo de planteamiento metodológico.
La última parte del libro tiene, en algunos de los artículos, un carácter más especulativo en la
medida que se plantea una reflexión sobre los nuevos horizontes delineados para la acción
colectiva por la globalización. Ludger Mees plantea el debate sobre los viejos y nuevos
movimientos sociales en una perspectiva histórica en la que las discontinuidades se difuminan y se
superponen las continuidades. Cuando el paradigma de los nuevos movimientos sociales se sienta
en el banco de pruebas de la Historia, parece ganar fuerza el argumento de reduccionismo
excesivo de los proponentes de dicho enfoque, con exclusiones poco razonables y que el paso del
tiempo y los nuevos contextos van remarcando. Un conjunto de ejemplos bien seleccionados nos
proporciona nuevos argumentos para su reconsideración teórica.
El proceso de globalización permite a Jim Smth plantear en profundidad el devenir del
nacionalismo y de los movimientos sociales que se construyen sobre identidades asentadas
(«fuertes’>). La búsqueda de la identidad, fundamentalmente colectiva, se manifiesta como un
recurso recurrente e ineludible en el contexto de las sociedades de la tardomodernidad. La
globalización no arrincona las viejas identidades nacionales, al contrario, las sitúa en el centro de la
construcción social de la realidad en momentos de sobreglobalización económica y cultural. Una
nueva perspectiva de relaciones dinámicas entre identidad nacional y universalismo parece estar
dando paso a la dialéctica entre universalismo vacío y particularismo ciego.
Klaus Eder comparte la tesis de la institucionalización de la acción colectiva, lo que estaría
planteando el surgimiento de un nuevo objeto teórico. Este nuevo contexto es el resultado del
progresivo acuerdo entre los científicos sociales de superar las viejas disputas teóricas. La
imposibilidad actual de conseguir una integración teórica va dando paso a una moderación
analítica que reivindica el pluralismo teórico y metodológico, indicativo de un progresivo
asentamiento de este campo de análisis. Pero nuevas batallas aparecen en el horizonte teórico:
¿cómo hacer frente a la creciente complejidad sin caer en un reduccionismo analítico?, ¿es posible
un mayor acercamiento entre el enfoque neo-institucionalista y el construccionista?
1. CAMBIO SOCIAL
¿Qué queremos decir con cambio social? Puesto que el mundo nunca está quieto, cambio social a
veces parece significar todo lo que sucede a las personas para definir al gran río en el que todos
los humanos nadan. Desde Vico hasta Sorokin, los analistas sociales han intentado repetidamente
captar esa comprehensión con las teorías generales del progreso, la evolución social, los ciclos o
la decadencia. Una teoría de este tipo que tuviese éxito sería una Teoría del Todo. Aunque
podemos aprender mucho acerca de las conexiones del mundo social desde estas teorías, todas
ellas fallan porque asumen un proceso unitario dominante que determina todos los cambios en la
experiencia social, es decir, todas asumen la existencia de una sola corriente.
¿Existe una corriente unitaria? ¿El cambio social discurre en general como un río? ¿Podemos
trazar su dirección, medir su profundidad, identificar sus contenidos y estimar su impacto? Un río
tiene un curso bien marcado, una dirección clara de flujo y sus propias reglas. Las reglas del río
dependen además de los climas por los que discurre el río, el terreno por el que discurre y las
criaturas que viven en sus profundidades. Una persona que vaya en kayak puede conocer sus
rápidos, un pescador con mosca los mejores puntos de pesca, un hidrólogo su física, un ecologista
sus sistemas de vida, un capitán de barco su curso entero.
El cambio social en general no se parece al cauce de un río. La expresión cambio social
simplemente etiqueta ciertos aspectos de multitud de diferentes procesos sociales, cada uno de los
cuales sigue su propia lógica individual. Es cierto que los procesos sociales, al contrario que el
cambio social, a veces se parecen a los ríos y funcionan de manera unitaria. Podemos aprender
ciertos cambios sociales concretos, por ejemplo, las recientes alteraciones en los procesos
nacionalistas de los Balcanes, o la globalización de los mercados financieros, de igual manera a
como conocemos un riachuelo cercano. Pero no podemos aprender el cambio social como un todo.
La noción de cambio social en general se parece más a la idea abstracta de una corriente. Las
corrientes incluyen todo tipo de permanentes movimientos de fluidos que corren hacia delante. Por
supuesto que podemos cartografiar las corrientes de un río en concreto, pero la idea general de
una corriente es el término medio de una gran variedad de torbellinos, remolinos y remansos. De
hecho podemos aplicar la misma idea a cualquier cuerpo fluido, buscar las direcciones dominantes
del movimiento e identificarlas como sus corrientes. Sin embargo, aun en esos casos la idea no se
ajusta correctamente a todos los supuestos: algunos cuerpos fluidos permanecen tan quietos que
no podemos detectar ninguna corriente, mientras que otros sufren tal turbulencia que la propia idea
de direccionalidad pierde su sentido. Tan sólo como un término medio, la idea amplia y abstracta
de corriente nos ayuda a ordenar nuestras observaciones.
La analogía funciona razonablemente bien para el cambio social. Examinando cualquier grupo
concreto de cambios sociales podemos, lógicamente, preguntarnos por las relaciones de éstos con
la variable tiempo. Entre otras cosas podemos preguntarnos acerca de la variación simultánea, la
direccionalidad y la recurrencia:
1. Simultaneidad: ¿Se mueven juntos los cambios en el tiempo de la misma manera en que suelen
hacerlo las huelgas reivindicativas (aquellas que los trabajadores plantean para la mejora de
salarlos y condiciones de trabajo) en relación con los ciclos económicos? Si es así, tenemos ya una
cierta garantía para investigar estas conexiones causales entre sí o con algún otro proceso
subyacente.
2. Direccionalidad ¿Se dirigen los cambios sociales en una dirección durante largos períodos, tal y
como hacen los procesos acumulativos como, por ejemplo, la difusión de innovaciones operativas
en la estrategia militar? Si es así, nos enfrentamos a la posibilidad de descubrir mecanismos que
fomentan la dependencia de cambios trazados, la autoreproducción y/o efectos multiplicadores.
3. Recurrencia: ¿Son cíclicos los cambios sociales, volviendo regularmente a sus puntos de
partida, como en el caso de acontecimientos programados (por ejemplo las campañas
electorales)? Si es así, podemos razonablemente buscar ritmos institucionalmente impuestos,
procesos que se agotan en sí mismos, y mecanismos equilibradores.
Igual que la palabra «corriente» implica preguntarse acerca de las direcciones del movimiento en
fluidos encauzados, las palabras «cambio simultáneo», «direccionalidad» y «recurrencia» plantean
preguntas abstractas sobre procesos concretos de cambio. A tan altos niveles de abstracción,
parecidas preguntas son aplicables al proceso de urbanización europea, a los cambios en la
composición de la familia india, a cambios en la política islámica, o a la difusión mundial de la
música rock.
Podemos hacer preguntas generales acerca de muchos cambios sociales concretos sin suponer
que las respuestas siempre serán las mismas, sin asumir que todas las preguntas tienen
respuestas significativas en cada caso, y sin imaginar que existe un fenómeno general y auténtico
llamado cambio social del que los cambios particulares son simplemente casos especiales. En este
caso, nuestro conocimiento general acerca del cambio social consistirá no en acumular respuestas,
sino en hacer preguntas urgentes. También podemos invertir el ángulo de observación, aportando
diferentes sistemas de conocimiento para referirnos a un único caso. Al igual que los hidrólogos,
ecologistas, navegantes, especialistas en salud pública y geólogos tienen importantes y diferentes
cosas que decir acerca de cualquier río concreto, las distintas ramas del análisis social presentan,
de hecho, diferentes enfoques en el análisis de cualquier dimensión concreta del cambio social.
2. CONFLICTO POLÍTICO
Para reconocer el espacio de los conflictos políticos necesitamos dos definiciones cruciales:
1. Las reivindicaciones consisten en declarar determinadas preferencias respecto al
comportamiento de otros actores: incluyen demandas, ataques, peticiones, súplicas, muestras de
apoyo u oposición, y declaraciones de compromiso.
2. Un gobierno es una organización que controla el principal medio concentrado de coerción dentro
de un territorio importante. El gobierno es un Estado si claramente no cae bajo la jurisdicción de
otro gobierno y recibe reconocimiento de otros gobiernos relativamente autónomos.
El conflicto político incluye todas las ocasiones 1) en las que algún grupo de personas realiza
reivindicaciones colectivas públicas visibles sobre otros actores (reivindicaciones que si se
cumpliesen afectarían los intereses de estos últimos) y 2) en las que al menos una de las partes
afectadas por reivindicaciones, incluyendo terceras partes, es un gobierno. Por lo tanto, el conflicto
político abarca revoluciones, rebeliones, guerras, conflictos étnicos, movimientos sociales,
genocidio, campañas electorales, la mayoría de las huelgas y cierres patronales, parodias públicas,
incautaciones colectivas de mercancías, y muchas otras formas de interacción. (Me concentraré
aquí en el conflicto dentro de un solo ámbito político —un Estado y sus relaciones con actores bajo
su jurisdicción—, pero en principio las regularidades dentro del conflicto político se pueden aplicar
mutatis mutandis también al conflicto interestatal y transnacional). El plantear reivindicaciones
dentro de la familia, grupos de parientes, vecindarios y redes de amigos/as sólo se pueden
catalogar de conflicto político en la medida en que los gobiernos se convierten en parte de las
reivindicaciones.
¿Por qué tiene lugar el conflicto político? Cuatro tipos de explicaciones disponibles se
corresponden con las cuatro principales ontologías de la ciencia social: las teorías de sistemas, el
individualismo metodológico, el individualismo fenomenológico y los modelos relacionales:
1. En la teoría de sistemas, tal y como ha sido ejemplificado en el análisis de la sociedad de masas
de Kornhauser, el conflicto político se explica como una interrupción de los procesos de equilibrio,
lo que genera la aparición de reivindicaciones conflictivas, más a menudo denominadas como
«protestas» o «disturbios».
2. En el individualismo metodológico (el modo dominante dentro del estudio del conflicto político),
el conflicto político se explica como el choque entre los intereses de los individuos o las
colectividades, impulsando la competencia dentro de los límites impuestos por la estructura de
oportunidad política y la capacidad organizativa.
3. En el individualismo fenomenológico (una orientación cada vez más popular), el cambio de las
definiciones compartidas de la situación política promueve y regula las tendencias a la
competencia.
4. En el análisis relacional (la menos conocida pero más prometedora ontología, no sólo para el
conflicto político sino para todos los procesos sociales), los cambios en las conexiones entre
actores potenciales conforman las identidades sociales, las definiciones compartidas de lo que es
posible y deseable, los costes y beneficios colectivos de la acción conjunta, y los compromisos
mutuos; en definitiva, los actores moldean la confrontación.
En el análisis relacional, por tanto, la pregunta sobre por qué las personas están en conflicto puede
tener un gran sentido o ninguno en absoluto. Es lo mismo que preguntar el por qué la gente habla,
crea lazos sociales y protege del daño a sus semejantes. Aunque algún impulso, gen o capacidad
social universal pudiera subyacer muy en el fondo de todas esas interacciones, éstas, en la
práctica, surgen a partir de una amplia variedad de motivaciones y actividades humanas. De
momento es mejor preguntarse por qué las personas entran en conflicto de distintas maneras, con
diferentes intensidades, que buscar modelos universales de conflicto. Creo que mi insistencia en
subrayar la mutua y cambiante construcción de las reivindicaciones en vez de fijarme en disturbios,
cálculos individuales o actitudes generalizadas, lo deja bastante claro: soy partidario de hacer un
análisis relacional de las variaciones sistemáticas que se dan en los conflictos políticos.
No tenemos a mano ninguna teoría general fuerte, relacional o de cualquier otro tipo. Aunque cada
cierto tiempo alguien propone una síntesis del conflicto social o de la acción colectiva en general
(p.e. Boulding, 1962; Gamson, 1968; Hardin, 1983; Marwell y Oliver, 1993; 01- son, 1965;
Schellenberg, 1982; Schelling, 1960; Smelser, 1963), los estudiosos del conflicto político se
especializan generalmente en una o dos de sus variantes: conflicto industrial, revoluciones,
movimientos sociales o alguna otra cosa parecida. Esta especialización tiene la ventaja de que
hace controlable las investigaciones y reduce las dificultades al sacar del estudio la
institucionalización históricamente condicionada de las relaciones causales recurrentes. ¿Cuánto
de la diferencia entre huelgas y manifestaciones proviene del desarrollo de tradiciones culturales y
legales diferentes en cada una de ellas, cuánto se debe a la presencia de secuencias causales
diferentes para cada una de ellas, y cómo interactúan las tradiciones legalescultUrale5 con las
causas generales? Sin embargo, la especialización tiene sus costes, sobre todo en la duplicación
de esfuerzos y las oportunidades perdidas para la analogía.
Doug McAdam, Sidney Tarrow y yo mismo estamos en la actualidad intentando reducir las barreras
que impiden hacer la síntesis en el análisis del conflicto político (McAdam, Tarrow y Tilly, 1996).
Nuestra cautelosa estrategia es la de impulsar ideas relativamente bien establecidas, sacadas
principalmente del estudio comparativo de los movimientos sociales en las democracias
occidentales a zonas adyacentes de conflicto para ver qué tal se sostienen determinadas
propuestas, o si por el contrario estos conflictos se sustentan en otros principios diferentes. Por
ejemplo, creemos que existen paralelismos entre los ciclos del movimiento social y las situaciones
revolucionarias (Cattacín y Passy, 1993; Fillieule, 1993; Goodwin, 1994b; Hoerder, 1977; Joppke,
1991; Koopmans, 1993; Traugott, 1995). En ambos aparecen simultáneamente una serie de
condiciones para que un actor previamente desfavorecido pueda lograr el éxito en su desafío
reivindicativo: 1) publicitar la vulnerabilidad de las autoridades; 2) proporcionar un modelo para un
planteamiento operativo de las reivindicaciones; 3) identificar posibles aliados y 4) poner en peligro
los intereses de Otros actores políticos que tienen interés en el statu quo, y conseguir así también
su activación.
Una situación tan abierta se convierte en un ciclo si alguno de los grupos en lucha contra el poder
logra alcanzarlo. Entonces se alían para fortificar sus posiciones contra Otros nuevos
contrincantes, y así al final el proceso divide a los actores colectivos movilizados entre grupos en el
poder y grupos fuera de él, alguna de cuya gente es desmovilizada. Luego mueve a los restantes
hacia acciones cada vez más arriesgadas hasta que la represión, la cooptación y la fragmentación
acaban con el ciclo. Tales ciclos se repiten tanto en los movimientos sociales como en las
revoluciones. Sin lugar a dudas también podemos identificar secuencias equivalentes en la guerra,
conflictos industriales, y otras formas de política conflictiva (Botz, 1976, 1987; Cohn, 1993; Cruz,
1992-1993; Franzosi, 1995; Kriesi et al., 1981; Most y Starr, 1983; Porter, 1994; Shorter y Tilly,
1974; Starr, 1994; Stevenson, 1992).
Trabajando simultáneamente con dos o tres formas bien documentadas de conflicto, McAdam,
Tarrow y yo mismo estamos intentando localizar analogías dentro de los ámbitos de estrategias de
enmarque discursivo, identidades políticas, procesos de movilización, repertorios de acción y redes
sociales. Este capítulo se centra en mi parte de nuestra empresa común, pero por supuesto se
hace eco de la continua conversación que mantenemos entre todos nosotros.
3. IDENTIDADES EN CONFLICTO
A través de este diálogo con McAdam, Tarrow y otros investigadores, espero poder definir las
condiciones bajo las cuales el conflicto pone en juego diferentes tipos de identidad. Quizás
finalmente podamos abandonar el viejo conflicto entre «interés» o «identidad», reconociendo que
todo conflicto implica afirmaciones de identidad al igual que el desarrollo de intereses colectivos.
(Confieso que como reacción a los relatos irracionalistas de la acción colectiva popular, incluyendo
el de KornhauSer, mis colaboradores y yo mismo una vez que habíamos decidido subrayar los
intereses y dar por supuesta su presencia en las identidades de cada grupo, la necesidad de esta
desproporcionada polémica había pasado).
En general las identidades son experiencias compartidas de determinadas relaciones sociales y
representaciones de esas relaciones sociales. Los trabajadores se convierten en trabajadores en
relación con los patronos y otros trabajadores, las mujeres se convierten en mujeres en relación
con los hombres y otras mujeres, los judíos ortodoxos se convierten en judíos ortodoxos en
relación con judíos no ortodoxos, con no judíos y con otros judíos ortodoxos. Las identidades
políticas son un subconjunto del que forman parte los gobiernos. A pesar de su enorme variación
en forma y contenido:
1. Las identidades políticas son siempre, y en cualquier lugar, relacionales y colectivas.
2. Por lo tanto cambian según cambien las redes, las oportunidades y las estrategias políticas.
3. La confirmación de las identidades políticas depende de las actuaciones contingentes, en las
que resulta crucial la aceptación o rechazo de las otras partes implicadas en la relación.
4. Esta validación restringe y facilita la acción colectiva de aquellos que comparten una
determinada identidad.
5. Existen profundas diferencias entre las identidades políticas insertadas en la vida social rutinaria
y aquellas que se presentan sobre todo en el espacio público: identidades colectivas desconexas.
Estas propuestas rompen con tres formas comunes, aunque muy diferentes, de entender las
identidades políticas: 1) como una sencilla activación de rasgos personales —individuales o
colectivos— duraderos; 2) como aspectos moldeables de la conciencia individual; 3) como puras
construcciones discursivas. El primer punto de vista aparece sistemáticamente en los análisis
ligados a alguna versión del individualismo metodológico y de la participación política basada en el
interés. El segundo se repite en los análisis del compromiso político como proceso de
autorrealización, y se tiende a correlacionar con un supuesto de individualismo fenomenológico, el
enfoque que afirma que la conciencia personal es la principal o, en el extremo solipsista, la única
realidad social. El tercer enfoque aparece repetidamente en los relatos postmodernos de la
identidad, muchos de los cuales también se orientan hacia el solipsismo. Mi propio punto de vista
no niega ni la construcción discursiva ni los rasgos personales, ni las psiques individuales, sino que
coloca las relaciones entre los actores en el centro de los procesos sociales.
¿Qué significa «relacional y colectivo»? Una identidad política es la experiencia que tiene un actor
de una relación social compartida en la que al menos una de las partes, incluyendo las terceras
partes, es un individuo u organización que controla medios de coerción concentrados.
Generalmente las identidades políticas se solapan con representaciones públicas compartidas
tanto de la relación como de la experiencia. En diferentes momentos las mismas personas se
representan a sí mismas como trabajadores, vecinos, minorías étnicas, mujeres, ciudadanos,
homosexuales, revolucionarlos, y otras categorías que les distinguen de otros segmentos de la
población. En cada caso se implican en actuaciones que confirman el mérito, la unidad y el
compromiso, por ejemplo desfilando juntos, llevando insignias, cantando cánticos de solidaridad o
gritando eslóganes.
Bajo condiciones sociales determinadas, las identidades colectivas que la gente utiliza en los
conflictos se corresponden con «identidades colectivas, enraizadas o asentadas>, aquellas que
forman parte de las rutinas de su vida diaria, raza, género, clase, etnicidad, localidad, relaciones de
parentesco, etc. Los analistas sociales tienden a etiquetar como «espontáneas» o «tradicionales»
las acciones colectivas de venganza, ridículo, obstrucción y manipulación mutua que surgen de las
identidades asentadas. Los observadores también imaginan que los mecanismos causales
centrales de la movilización derivan de transformaciones de la conciencia individual, cuando de
hecho lo que impulsa tales movilizaciones es el reforzamiento selectivo de ciertos lazos sociales a
costa de otros. Aunque generalmente operen a pequeña escala, cuando son presionadas por los
detentadores del poder o sus enemigos, las identidades colectivas asentadas, como las de base
religiosa o étnica, pueden provocar duros y extensos conflictos. La Reforma protestante y la
quiebra de la Unión Soviética se enmarcan en la activación de este tipo de identidades colectivas
asentadas.
Bajo otras condiciones sociales, la gente puede organizarse en «identidades colectivas
segmentadas», las cuales rara vez, o nunca, están presentes en las relaciones sociales cotidianas.
Las identidades colectivas segmentadas a menudo incluyen asociaciones voluntarias, grupos
nacionales y categorías legales como «minoría», «tribu» o «personas discapacitadas». En estos
casos, las personas invocan la relevancia de lazos sociales de forma mucho más selectiva que en
las identidades asentadas, y los líderes políticos, en general, juegan un papel mucho más
relevante en su puesta en marcha. El análisis de Beth Roy acerca de cómo los campesinos
bengalís llegan a redefinir los conflictos locales alineando a los «hindúes» contra los
«musulmanes» ilustra de manera perfecta el modelo de una movilización mediada por
profesionales de la política (Roy, 1994).
La diferencia entre identidades colectivas asentadas y segmentadas sirve para señalar los
extremos de un continuum. Así, por ejemplo, la identidad colectiva «ciudadano» se encuentra en
un término intermedio, moldeando las relaciones entre empresarios y trabajadores, y afectando de
forma notable los compromisos políticos, pero sin tener relevancia alguna por lo que se refiere a un
amplio conjunto de otras prácticas sociales. Por otro lado, sin embargo, la distinción
asentadasegmenta5 niega dos formas extremas (y contradictorias) de entender las identidades que
prevalecen en el conflicto político: 1) como simples activaciones de atributos individuales pre-
existentes, o incluso primordiales o 2) como puras construcciones discursivas que tienen poca o
ninguna base en la organización social. Desde las más asentadas a las más segmentadas, las
identidades colectivas se asemejan a géneros lingüísticos en la manera que vinculan una
colaboración interpersonal coherente, pero varían eventualmente en contenido, forma y
aplicabilidad de acuerdo con el contexto.
Reforzadas por el conflicto, la organización interna o la obtención de privilegios, las identidades
segmentadas en ocasiones también se convierten en fuente de relaciones sociales cotidianas
aunque hayan comenzado en otra parte. A través de sus diferentes políticas entre 1903 y 1981, el
Estado de Sudáfrica cosificó y ratificó categorías raciales que finalmente acabaron teniendo gran
importancia en las rutinas sociales (Marx, 1995). El Estado y sus diversos agentes impusieron
categorías como zulú, xhosa, afrikaner y de color a toda su población con tal fuerza que las
categorías gobernaban una parte significativa de las relaciones sociales cotidianas. De esta
manera, identidades colectivas inicialmente segmentadas se convirtieron en identidades
asentadas.
A través del reforzamiento de fronteras categoriales, y de fomento de actividades compartidas, los
movimientos sociales también han insertado en parte sus identidades segmentadas en la vida
social cotidiana de mujeres, minorías étnicas o veteranos de la guerra. Aunque el proceso también
circula en la dirección contraria, generalizando y convirtiendo en segmentadas identidades
inicialmente asentadas como, por ejemplo, cuando los carpinteros de una fábrica, los mecánicos
de otra y los fontaneros de una tercera se juntan no sobre la base de esas identidades sino como
trabajadores en general.
Sin embargo, la diferenciación mantiene su importancia: el grado en que las identidades políticas
son asentadas o segmentadas afecta de manera importante a la cantidad de conocimiento
disponible para aprovechamiento de sus miembros, la densidad que apuntala los lazos sociales, la
fuerza de los compromisos en conflicto, la facilidad de adaptación a uno u otro contexto y, en última
instancia, la efectividad de las diferentes estrategias organizativas.
4. CAMBLOS EN EL REPERTORIO
La diferenciación entre identidades colectivas asentadas y segmentadas se corresponde más o
menos con la diferencia entre conflicto local y la política de los movimientos sociales nacionales en
la Europa de principios del siglo XIX, cuando un cambio importante dirigido a plantear los conflictos
en la arena nacional estaba transformando la política popular (Tarrow, 1994; Traugott, 1995). En
formas de interacción reivindicativa como ceremonias burlescas (p.e. parodias, tamborradas),
apropiación del grano y quema de efigies, la gente generalmente expresaba identidades colectivas
que se correspondían casi completamente con las dominantes en las rutinas de la vida social:
inquilino, carpintero, vecino, etc. Podemos llamar a estas formas de interacción parroquial y
particularista, puesto que generalmente tenían lugar dentro de entramados de relaciones sociales
locales, incorporando las prácticas y la comprensión características de esos entramados locales. A
menudo también tomaban una forma clientelista, confiando en la intervención de intermediarlos
privilegiados ante las autoridades más lejanas.
Por otro lado, en manifestaciones, campañas electorales y reuniones públicas, los participantes a
menudo se presentaban como seguidores de un partido, miembros de asociaciones, ciudadanos y
parecidas identidades colectivas segmentadas. El carácter nacional, flexible y autónomo de estas
reivindicaciones definía su frecuente fijación en los temas y objetos nacionales, su estandarización
de un asunto u otro, y la frecuencia con la que los participantes se dirigían directamente a los
detentadores del poder, con los que no tenían ningún contacto social cotidiano. La diferencia
marcaba grandes contrastes en las relaciones sociales entre los participantes, en las pautas de
movilización y en la propia organización de la acción. El cambio de las formas de acción
parroquiales y particularistas, frecuentemente formas clientelares de reivindicación, a otras
autónomas, nacionales y flexibles se articuló con profundos cambios en la estructura social.
Estas modificaciones en las formas predominantes de plantear reivindicaciones en Europa
aparecieron, de distinto modo, en diferentes momentos y con diversas trayectorias de una región a
otra. En conjunto constituyeron una impresionante alteración de los repertorios de acción colectiva.
Los repertorios se asemejan a convenciones lingüísticas que enlazan entre sí grupos concretos de
interlocutores: mucho más que por las capacidades técnicas de los actores, o por las exigencias de
los intereses en juego, los repertorios se forman y cambian por medio de la mutua interacción de
las propias reivindicaciones. Al igual que las instituciones económicas evolucionan a través de la
interrelación entre las organizaciones, restringiendo de manera significativa las formas de relación
económica en un momento concreto del tiempo, también las reivindicaciones limitan las
posibilidades de la acción colectiva (Nelson, 1995).
La evolución de la manifestación como medio de plantear reivindicaciones presenta a activistas,
policías, espectadores, rivales y funcionarlos públicos ante formas perfectamente definidas de
organizar, anticipar y responder a las demandas realizadas a través de este medio, y en marcada
distinción con medios como la colocación de bombas o el soborno (Favre, 1990). Las huelgas,
sentadas, reuniones de masas, otras formas de exigir cambios, enlazan entre sí identidades bien
pre definidas y producen incesantes innovaciones hasta el punto de cambiar, a la larga, su
configuración, ya que acumulan sus propias historias, memorias, tradiciones, leyes y prácticas
rutinarias. En resumen, los repertorios son productos culturales que aunque evolucionan
históricamente tienden a ser fuertemente restrictivos a los cambios.
5. CONFLICTO Y CAMBIO
Preguntarse por qué tiene lugar un giro de un tipo de repertorio a otro nos plantea la cuestión de
las relaciones generales entre el conflicto y el cambio social. En el caso de la Europa de los siglos
XVII y XIX, las causas posibles del cambio de repertorio incluyen las transformaciones en la
organización de los gobiernos nacionales, el incremento de las relaciones de propiedad capitalista,
los movimientos de población desde áreas rurales a urbanas, el papel cada vez más importante de
dirigentes profesionales en los movimientos sociales y la difusión de modelos para plantear
reivindicaciones claramente efectivas en estas circunstancias cambiantes. Todas estas supuestas
causas promueven cambios dentro del conflicto político. Pero si miramos el asunto desde el otro
lado, también podemos observar cómo la propagación de manifestaciones afecta a la práctica
policial, cómo las huelgas repetidas provocan cambios en los niveles de los sueldos, en qué casos
la coordinación de demandas conduce a la extensión del sufragio, en resumen, cómo el conflicto
político provoca el cambio social. El conflicto y el cambio social se influyen mutuamente.
Las presuposiciones políticas y la desigual observación de los acontecimientos han producido una
gran desproporción. Si bien todas las proposiciones referentes al conflicto político son conflictivas,
sabemos mucho más acerca de cómo el cambio social produce el conflicto que cómo el conflicto
produce el cambio social. Cuanto más nos alejemos de los efectos evidentes del conflicto, tales
como las pérdidas y ganancias de una huelga, menos información sistemática tendremos acerca
de las consecuencias de la contienda en los participantes, sus objetivos reivindicativos, las terceras
partes y sus contextos sociales.
Sin embargo, los analistas del conflicto político suelen relacionar con frecuencia los efectos
incluidos dentro de estas categorías superpuestas:
1. Reorganización: El esfuerzo del conflicto transforma las relaciones sociales internas y externas
de los actores implicados, incluyendo autoridades, terceras partes y el objeto de sus
reivindicaciones.
2. Realineamiento: Más concretamente, la lucha, la defensa y la cooptación alteran las alianzas,
rivalidades y enemistades entre gobernantes, otros contendientes y los grupos reivindicativos.
3. Represión: Los esfuerzos de las autoridades en la represión o consentimiento de los que los
desafían producen cambios directos —la declaración de poderes de emergencia— e indirectos —
efectos en los gastos de vigilancia, actividad policial y fuerzas militares— en el ejercicio del poder
4. Realización, Los demandantes exigen cambios específicos, negocian con éxito con los
detentadores del poder y hasta los desplazan.
De este modo, 0000 implica un régimen puramente despótico, 0010 una autocracia benevolente,
1100 un autoritarismo participativo y 1111 una democracia ideal (actualmente inexistente). Los
casos reales ocupan lugares intermedios: por ejemplo, .20, .50, .75, .8, para una fuerte oligarquía
como la de Venecia del siglo XIV. El marco analítico de la EOP implica que los niveles de conflicto
siguen un patrón curvilíneo: aumenta continuamente con el movimiento desde el 0000 hacia el
1111, pero decae con niveles de democracia muy altos (alrededor de .80, .75, .85, .90). En este
punto, el razonamiento es que para la movilización de los actores es menor el costo de acceder a
determinados centros de poder que llevar a cabo un conflicto colectivo.
Cuanto mayor sea la capacidad del Estado para proporcionar bienes colectivos, inferior será el
nivel de democracia en el que se produce el punto de inflexión descendente del conflicto, puesto
que un estado de alta capacidad democrática integra más reivindicaciones en respuesta a menos
presión que un estado de baja capacidad. Una de las preguntas más conflictivas en el estudio de
los conflictos políticos se centra en saber silos niveles de conflicto se comportan de esta manera
sectorial y longitudinalmente (y si es así, por qué).
La pregunta merece que se le preste gran atención porque, si la invertimos, se convierte en una de
los mayores interrogantes respecto a la propia democracia: a partir de un cierto grado de
democracia, los regímenes democráticos ¿inevitablemente se autodevoran en la gestión de
agendas conflictivas? Quizás resulte satisfactorio descubrir que las investigaciones sobre el
conflicto político, lejos de constituir un campo analítico separado, nos llevan directamente a
problemas profundos de la teoría democrática.
¿Proporcionan estas reflexiones una alternativa comprensiva a la teoría de Kornhauser de la
sociedad de masas y el razonamiento popular que subyace implícito detrás de ello? ¿Logran llenar
los huecos generados por el olvido del estudio de las relaciones entre cambio social y conflicto
político? Existen numerosos espacios vacíos en este ámbito, pero ¿abren nuevas direcciones a la
reflexión teórica? Sí, dirigen la investigación a perspectivas relacionales de los procesos políticos,
a tratar de especificar mecanismos causales socialmente efectivos, en vez de procesos psíquicos
patológicos, hacia una comprensión más clara de las interdependencias —en ambas direcciones—
entre el conflicto político y las diferentes variedades del cambio social.
Las relaciones entre los movimientos sociales y la democracia en Euskadi —o más exactamente
los procesos de democratización— no son comprensibles sin hacer referencia a su especial
contexto político. No nos referimos ahora a la influencia de las distintas variables de la estructura
de oportunidad política en el desarrollo de los movimientos, sino a un factor mucho más
determinante. El conflicto nacional vasco
—las diferentes opciones de autoidentificación nacional, las mayores o menores exigencias de
soberanía nacional— sigue siendo uno de los cleavages más influyentes de la sociedad civil y
política vasca.
En consecuencia, nuevos y viejos movimientos sociales están insertos en este conflicto nacional,
con las consecuencias para los movimientos y su interactiva relación con la democracia que luego
veremos. Siguiendo a Eder (1993) hay que considerar que las democracias modernas se expresan
y legitiman dentro de específicos y compartidos marcos culturales. El fenómeno nacionalista puede
tener muchos enfoques e interpretaciones, y muchos de ellos son contradictorios. Pero
evidentemente, bajo cualquier punto de vista, es un fenómeno que hace referencia a procesos de
identificación colectiva con un determinado conjunto de creencias. Espacio compartido que marca
identidades, fronteras, exclusiones y entusiasmos. Que tiñe, como en nuestro caso vasco, casi
todo lo que se mueve. Y ello en muchos casos aunque no lo deseen los actores colectivos, sujetos
o receptores, de los procesos de movilización.
Evidentemente no es éste el momento de explicar en qué consiste el conflicto nacional vasco, su
historia y cuáles son las distintas estrategias de los actores políticos inmersos en él1, pero sí
conviene recordar que el mismo no se expresa sólo a través de la violencia de ETA y el
nacionalismo radical del MLNV (Movimiento de Liberación Nacional Vasco). En Euskadi el conflicto
cruza toda la sociedad al margen de cuáles sean los deseos divergentes de la población sobre
cómo solucionar el problema nacional, y siendo evidente que la mayoría de la misma rechaza la
violencia de ETA como instrumento para solucionar este conflicto, también resulta notorio que a
una significativa parte de la población le gustaría un mayor nivel de autogobierno2. Dicho de otra
forma, aunque el espacio político nacionalista en el que se inserta la violencia de ETA constituye el
movimiento nacionalista más espectacular y el que más determina, en la medida que veremos, a
los movimientos sociales, el otro nacionalismo vasco —sus partidos o simplemente sus
sentimientos nacionales más o menos intensos— también es nacionalismo y también influye en los
movimientos sociales que vamos a estudiar.
Teniendo en cuenta este marco, trataremos de presentar una serie de argumentos con los que
construir nuestra hipótesis. Nuestra propuesta —fundamentada en un nivel de evidencia empírica
que deberá ser profundizado en posteriores investigaciones— consistirá en afirmar que los
movimientos sociales que hemos estudiado —el ecologista y el antimilitarista de objetores e
insumisos— han favorecido determinados procesos de democratización en Euskadi.
Movimientos sociales y democratización en Euskadi. El título exige delimitar y precisar dos
conceptos claves. ¿A qué democracia, o democratización, nos estamos refiriendo? ¿Cómo son los
movimientos de los que vamos a hablar?
Empezamos por la segunda pregunta, contestando que hemos escogido para este estudio el
movimiento ecologista y el movimiento antimilitarista. Dentro del primero nos centraremos en
analizar los dos conflictos medioambientales más importantes en Euskadi en los últimos años: la
confrontación antinuclear de finales de los años setenta y principios de los ochenta, y el reciente
conflicto derivado de la construcción de una autovía entre las provincias de Navarra y Gipuzkoa.
En el segundo focalizaremos la investigación en la campaña del movimiento antimilitarista contra el
servicio militar obligatorio y el Ejército, a través de la objeción de conciencia e insumisión.
Apuntamos tres razones para escoger estos movimientos:
1) Con la excepción del movimiento obrero —movimiento con larga tradición, por el carácter
industrial de Euskadi—, son los dos movimientos sociales3 que más capacidad movilizadora han
exhibido en los últimos años.
2) Estos dos movimientos han producido concretos y medibles efectos en la democratización de
Euskadi.
3) Por último, el nacionalismo —su ideario, sus organizaciones
ha influido en estos dos movimientos, o al menos en estos dos procesos de movilización social. De
forma determinante en el primero (los conflictos medioambientales) y de forma más indirecta y
matizada en el segundo (la insumisión).
2.2.2. El pluralismo comunicativo
Del marco de análisis anterior se puede derivar un enfoque más específico. Así, en general, deberá
observarse el incremento del pluralismo activo, y en particular tendremos que fijarnos en qué
medida los movimientos sociales han increm5ntado la cantidad y variedad de los flujos y
contenidos informativos. Este es un buen baremo para comprobar el empuje democrático de la
sociedad y sus consecuencias en el espacio político. De acuerdo con Eder (Eder, 1993; ver
también en similar sentido Melucci, 1988b) los movimientos sociales en general han logrado
ensanchar —y activar— tanto el espacio de interacción institucional (no entendido en el exclusivo
sentido político convencional) como el espacio de comunicación pública, aumentando la
democracia. Deberemos nosotros comprobar si tal extensión comunicativa se ha producido a
través de nuestros movimientos.
2.2.3. La participación
También cabe otro marco de análisis, porque los movimientos sociales, tanto por su actividad
inmersa en el contexto y conflicto nacional como por otras causas que veremos, han hecho visible
la dimensión democrática participativa.
La existencia de una reclamación nacional sin resolver, las demandas de una comunidad —o parte
relevante de una comunidad— que afirma y exige el reconocimiento de su soberanía nacional
evocan sistemáticamente el discurso de la democracia participativa. De aquel que nos recuerda
que la «otra» democracia es aquella en la que el poder permanece en la sociedad (o en la
comunidad), de aquel que subraya el control, subordinación, limitación y permanentes
posibilidades de sustitución de los elegidos por los electores.
El conflicto y discurso nacional tiende a activar el marco democrático participativo latente en la
sociedad. Dada su necesidad de afirmar la sociedad —la sociedad o comunidad nacional— frente
al Estado —el Estado de los Otros—, prioriza aquellos «sensores» de ese marco democrático
interpretativo de los acontecimientos orientados a activar las actitudes democráticas básicas,
primordiales; a movilizar la exigencia del consentimiento constante del individuo, del grupo, frente a
los imperativos de la clase política; a afirmar la soberanía original de los individuos; de los
individuos que viven en sociedad, en comunidad.
Resulta evidente que los movimientos sociales son especialmente vulnerables a esta
«contaminación» democrática en cuanto que uno de sus rasgos más originales es precisamente la
exigencia participativa, la defensa de la autonomía de los individuos y de los grupos, la
desconfianza respecto a las élites políticas10. Más en concreto nuestros dos movimientos se
caracterizan, y muy llamativamente el antimilitarista de los insumisos, por la desobediencia civil.
Este movimiento rechaza las órdenes del Estado, porque supedita, día a día, la capacidad
normativa de los representantes políticos a las prescripciones, al poder, de la conciencia individual.
Demanda, pues, de democracia «pura», en la que el medio —la insumisión— se ha convertido en
un símbolo, o más exactamente en una cultura socialmente aceptada.
En todo caso conviene precisar que la exigencia de democracia participativa proveniente del
movimiento nacionalista es diferente de la surgida de los movimientos sociales. La primera prioriza
la comunidad nacional sobre el individuo. La segunda tiende a anteponer la autonomía del
individuo sobre cualquier otra imposición exterior, incluida la societaria. Pero ello no elimina la
mutua influencia, porque tienen, aun por distintas razones, un enemigo común: el Estado.
2.2.4. Las relaciones entre los movimientos y las democracias
Los incrementos democráticos resultantes —en el nivel instrumental procedimental y en el
sustantivo/de conciencia— no guardan una correlación directa con las reclamaciones democráticas
expresas de los movimientos sociales. Se deben más a la presión, a la capacidad de movilización y
logro de apoyos sociales exhibidos por los movimientos en la demanda de resolución de sus
reivindicaciones materiales (Kaase, 1993). De alguna forma, sin embargo, nuestros movimientos
sociales constituyen una excepción a esta regla, porque al margen de que los éxitos democráticos
se hayan alcanzado sobre todo como consecuencia indirecta de los procesos de movilización, de
hecho tales movimientos han tenido en parte un específico discurso democrático.
Con lo que sí hay correlación directa es con el éxito en su movilización social. Porque es obvio que
por muy sugerentes que hubiesen sido los programas de democratización contenidos en sus
convocatorias y discursos, si no hubiesen conseguido movilizar a nadie, nunca se habrían obtenido
las favorables rectificaciones democráticas que veremos.
Para analizar estos éxitos, para determinar por qué estos dos movimientos sociales han logrado
una relevante movilización social, hemos
considerado oportuno siguiendo las aportaciones de Neidharth y Rucht (1992) sobre condiciones
de emergencia y estabilización de los movimientos sociales, operar con dos variantes. La
correspondiente al análisis de marcos/frame analysis —en sus tres niveles de diagnóstico,
identidad y pronóstico (Neidharth y Rucht 1992; Snow y Benford, 1988; Hunt, Benford y Snow,
1993, 1994) — para observar cómo el discurso ha sido capaz tanto de reforzar la identidad
colectiva del movimiento como de conectar, y activar a su favor, las culturas disponibles en la
sociedad vasca. Y dentro del nivel estructural utilizaremos la estructura de oportunidad política
(según las aportaciones de Eisinger, 1973; Kitschelt, 1986; y más recientemente Kriesi, 1991; Della
Porta y Rucht, 1991; Diani y Van der Heíjden, 1993, entre otros) por considerarla en nuestro caso,
junto con el discurso, uno de los factores más relevantes para comprender la capacidad movilizado
de los dos movimientos.
En síntesis, podemos avanzar que 1) la conexión entre el espacio democrátic0 pluralista y nuestros
dos movimientos sociales ha sido algo más fructífera —ha incrementado más ese espacio— en el
caso del movimiento ecologista, 2) ha sido similar en el supuesto de la democracia comunicativa,
3) y en la participación democrática ha resultado más relevante el papel jugado por la insumisión.
Sumando las cifras de la Comunidad Autónoma del País Vasco y Navarra existen hoy (marzo de
1997) aproximadamente 7.000 insumisos, sobre un total de 12.000 en todo el Estado español11.
Es decir, más de 10.000 jóvenes se niegan a hacer el servicio militar obligatorio (SMO) y la
prestación social sustitutoria (PSS) correspondiente a su condición de objetores de conciencia. La
mayoría de los insumisos no sólo pretenden rechazar el SMO por razones de conciencia, además
quieren que se elimine para todos los jóvenes hoy el SMO y mañana todos los Ejércitos. Con su
radical actitud de rechazar también la PSS, por entender que es un sistema que legitima al SMO,
son castigados por la justicia1. En este momento hay más de 250 insumisos presos en las cárceles
del Euskadi.
Comparando ahora el grado de implantación y apoyo social a este movimiento en Euskadi (incluida
Navarra) con el resto del Estado, resultan las siguientes cifras:
1) número de insumisos: mas del 60% del total del conjunto del Estado español;
2) número de objetores: a 31 de diciembre de 1996 existían en
- todo el Estado 419.726 objetores de conciencia, más del 50% de los llamados a filas. En Euskadi
el porcentaje se eleva a más del 80%;
3) opinión pública: en 1993 sólo un 1,1% de los ciudadanos vascos era partidario de penalizar la
insumisión (porcentaje notablemente inferior al de los ciudadanos españoles, que alcanza el 15%).
Dentro de esta dinámica no podemos olvidar el apoyo que los objetores e insumisos han recibido
desde más de 100 ayuntamientos de todo Euskadi. Estos ayuntamientos se han negado a tramitar
el reclutamiento de soldados y a facilitar las tareas de represión contra los insumisos (la más
reciente del Ayuntamiento de Donostia —1 de febrero 1997— negándose a aplicar las sanciones
administrativas a los insumisos ha sido especialmente significativa). Por otro lado, y en un nivel
institucional más alto, el propio Parlamento Vasco ha realizado varias declaraciones solicitando la
despenalización de la insumisión (entre ellas la más notoria fue la del 6 de abril de 1993).
Desde la perspectiva de los partidos políticos resulta sumamente revelador observar cómo el
movimiento ha recibido el apoyo de un amplio espectro de fuerzas políticas. Desde el partido líder
en el Gobierno de Euskadi, el Partido Nacionalista Vasco (ya hay declaraciones de este partido en
contra del SMO desde el año 1989) hasta Jarrai, rama juvenil del MLNV, que, tras una primera fase
de desconfianza, a partir de 1993 —declaración de 20 de noviembre— decide apoyarlo
plenamente.
Los datos transcritos evidencian el notable éxito del movimiento. Objetores e insumisos crecen
espectacularmente. Los apoyos sociales y políticos (desde muy distintos espacios) son
abrumadores. Y por fin, en 1996, un gran éxito, ahora para todo el movimiento: el nuevo Gobierno
del Partido Popular decide suprimir a partir del año 2000 el SMO. Desde esta declaración, se
«dispara» aun más el número de objetores e insumisos y la opinión pública es casi unánime a la
hora de pedir la despenalización de la insumisión.
Ciertamente, el movimiento antimilitarista es un movimiento social que no surge originaria y
exclusivamente en Euskadi. Es un movimiento de carácter estatal con presencia muy notable en
Euskadi. Este origen le Otorga, en principio, un cierto margen de independencia frente al conflicto
nacional en general y al particular conflicto nacional violento en Euskadi. Sin embargo, tal
independencia —que no estricta neutralidad— es en cualquier caso relativa. El conflicto nacional
en todas sus facetas ha influido, de forma significativa, en la extensión, discurso y estructura de
oportunidad política del movimiento.
¿Por qué este éxito? Por qué especialmente en Euskadi? ¿En qué medida el mismo movimiento
hizo crecer la democracia? Pero antes de contestar a estas preguntas, resulta obligado hacer dos
precisiones.
Explicaremos los logros del movimiento en la expansión y obtención de apoyos antes de la
promesa del Gobierno de abolir el SMO, puesto que la existencia posterior de un horizonte próximo
y cierto sin «mili» incrementa de forma espectacular el número de objetores e insumisos y sus
correspondientes apoyos; y ello ya no tanto por militancia antimilitarista sino por razones más
pragmáticas.
Decir que el movimiento ha logrado un éxito espectacular con la próxima desaparición del SMO es
una afirmación que debe ser matizada. En lo que hace referencia a la capacidad de convocatoria
del movimiento ha perdido empuje movilizador, dado que ha logrado su objetivo programático más
asumido por la sociedad: el fin del SMO. Ello le va a suponer serias dificultades en su intento de
movilizar a la sociedad en su otro objetivo más profundo, la abolición de los Ejércitos permanentes
y el consiguiente rechazo al futuro Ejército profesional. Así, puede decirse que el movimiento se
está «muriendo de éxito». Por otro lado, veremos los efectos de esta progresiva y actual
desmovilización sobre los procesos democratizadores antes apuntados.
3.2. El discurso
En el análisis del discurso del movimiento, indicaremos cómo ha sido encuadrado y cómo ha
tratado de alinearse con los marcos culturales preexistentes en la sociedad.
a) En primer lugar el diagnóstico, la problematización. O, utilizando la sugerente expresión de
Neidhart y Rucht (1992), la escandalización. Descubrir cómo los recursos enmarcadores
magnifican la injusticia —escandalizando al receptor del mensaje— de la situación que se trata de
modificar. En nuestro caso esta estrategia enmarcadora discursiva es la represión. La represión del
Estado frente a aquellos que tratan de oponerse a sus mandatos. Represión cuya injusticia
sobresale porque el represaliado no es ningún violento, ningún destructor. Es simplemente alguien
que, por dictados de su conciencia, se niega a ir al SMO y pretende abolir la violencia institucional
de los Ejércitos. Su eficacia agitadora adquiere mayor impacto, más extensión, en Euskadi. El
nacionalismo vasco radical lideró, en la última etapa del franquismo y la transición democrática, la
construcción de una cultura de resistencia. Resistencia nacional frente a la represión del Estado
español. Sensibilidad antirrepresiva y desconfianza institucional. Es en esta cultura, en este marco
interpretativo de la realidad, especialmente extendido entre las jóvenes generaciones, donde es
bien acogido el mensaje denunciador de la represión citado. Así, la cultura de resistencia,
antirrepresiva, acrecienta y refuerza esa indignación «natural» frente a un gobierno que encarcela
a pacifistas.
- La represión ha sido la respuesta del Gobierno. Pero su exitosa utilización por el movimiento es
tan evidente que el propio movimiento no ha tenido inconveniente en reconocerlo públicamente:
«Si hoy somos un problema para militares y Gobierno, si hemos conseguido algo que ningún otro
país ha conseguido, es porque hemos sabido hacer de esa represión nuestra arma más
eficaz» (Egin, 13 de septiembre de 1993).
b) En la estrategia comunicativa identitaria, el objetivo del movimiento a través de su discurso es
marcar unas señas, delimitar un territorio común y compartido, con el fin de definir una identidad
colectiva por la que —hacia dentro— resulte satisfactoria la permanencia y militancia en el grupo y
—hacia fuera— el grupo sea apoyado, visto con simpatía, o al menos tolerado.
Los dos frames discursivos centrales, constructores de la identidad colectiva, han sido el
antimilitarismo’5 y el distanciamiento frente a la utilización de medios violentos’6
Creemos que los dos frames han resultado acertados para los propósitos movilizadores (en sus
aspectos de cohesión interna y solidaridad exterior) de los objetores e insumisos, aunque jugando
distinto papel cada uno.
El antimilitarismo ha conectado de forma extraordinariamente fluida con la cultura anti-Ejército
español de la sociedad. Desprestigio del Ejército en general, basado en su identificación con la
dictadura franquista, con el autoritarismo del régimen anterior. Desprestigio del SMO en- particular,
al considerarlo la sociedad tanto inútil como contrario a los valores socialmente aceptados. En
Euskadi este rechazo es notablemente más elevado’7 porque el Ejército simboliza, además, la
opresión del Estado español sobre la nación vasca. Nuevamente hemos de observar cómo la
cultura nacionalista alienta tanto el movimiento como el apoyo a la insumisión.
La función llevada a cabo por el segundo rasgo —la exclusividad de métodos de lucha no
convencional, pero pacíficos— debe ser matizada. Creemos que tal factor y su utilización
discursiva como seña de identidad tienen un rol más exterior que interior. No es tanto un rasgo de
identidad colectiva, percibido desde dentro del movimiento como conformador, y confortador, de
ese compartir colectivo, sino una opción identitaria valorada positivamente —y por ello eficaz
desde las necesidades de apoyo— por la sociedad. Desde esta perspectiva el movimiento ha
adecuado su discurso a la cultura contra la violencia de ETA hoy dominante en Euskadi. Las élites
políticas mayoritarias en Euskadi, que en un principio vieron con recelo la radicalidad del fenómeno
de la insumisión, han apoyado más
tarde al movimiento, entre otras razones, porque él mismo ha marcado sus distancias frente a la
violencia de ETA. -Sin embargo, ello tampoco ha supuesto la hostilidad de la otra parte, del
nacionalismo radical favorable a ETA, en cuanto que el movimiento tampoco ha atacado
expresamente la violencia de la organización armada. Por ello el movimiento ha utilizado a su favor
dos culturas que sin embargo hoy se presentan como enfrentadas: la cultura nacional de
resistencia, antirrepresiva, en cuyo surgimiento y desarrollo ETA jugó, y en parte sigue jugando, un
papel importante; y la cultura antiviolenta en la cual ETA ha tenido y tiene, obviamente desde el
ángulo inverso, el mayor protagonismo.
c) Una tercera estrategia discursiva, a caballo entre el diagnóstico y el proceso identitario, es el
frame democrático, en el sentido radical del término que apuntábamos al principio de este trabajo:
la afirmación tanto de la soberanía del individuo frente a la imposición del Estado’ 8, como de la
supeditación de los gobiernos a la voluntad colectiva de la sociedad. Discurso que conecta sin
duda con una cultura democrática preexistente bastante sensible. Una cultura prácticamente recién
estrenada (la dictadura franquista no es todavía un recuerdo lejano) y que por tanto todavía
mantiene una cierta ingenuidad «populista». A esta conciencia nuevamente se añade la cultura
nacional por la que se reivindica el original poder decisorio de la nación/sociedad vasca frente al
Estado español. Antiestatalismo que, aunque por razones estratégicas distintas, alimenta y
extiende el apoyo a la democracia original, primitiva, de los desobedientes civiles, de los insumisos.
d) Por último tenemos que hacer una breve referencia a los en- marques motivadores, generadores
de esperanza. Esto es, cómo la estrategia y el futuro del movimiento son presentados de forma
optimista. Es evidente que en este caso resultan muy fáciles de encontrar los recursos discursivos,
porque son los hechos los que han demostrado que las afirmaciones esperanzadas sobre un
triunfo cercano no eran falsas (al menos en lo que se refiere a la abolición del SMO). Es aquí
donde se evidencia aun más la eficacia del discurso, en cuanto que los frames utilizados en su
discurso son empíricamente creíbles (Snow y Benford, 1988).
Aplicando de forma algo abreviada las cuatro principales variables de la estructura de oportunidad
política (input, output, alianzas, alineamiento de élites), obtenemos los siguientes resultados:
a) La capacidad de acceder al sistema político, el input, presenta perfiles ambivalentes. Por un
lado, las competencias legales relativas al servicio militar son exclusivas del Estado y giran en
torno a la más inflexible de sus instituciones: las Fuerzas Armadas. Todo ello cierra el input
institucional. Sin embargo, por otro lado, una vez reconocida la posibilidad de plantear la objeción
de conciencia —legal desde 1984—, los canales de presión —en ocasiones exitosos— del
movimiento se han ampliado considerablemente. Y ello porque las competencias relativas al
reclutamiento y a los servicios sociales sustituto ríos están repartidas entre multitud de
instituciones, muchas veces inconexas y des- coordinadas.
b) Esta situación de descoordinación tiene más relación, sin embargo, con la capacidad
institucional de imposición de decisiones
—output—. En efecto, en este nivel la debilidad institucional es manifiesta. En primer lugar porque
tanto la implantación del SMC y la PSS como los procedimientos disuasorios a los insumisos,
dependen de múltiples organismos (ayuntamientos, ONGs que deben acoger a los objetores,
jueces, etc.). Dispersión a la que se debe añadir la manifiesta hostilidad de algunas instituciones
locales y de ciertos miembros de la Judicatura, así como el obstruccionismo de bastantes ONGs.
Pero el fracaso principal es el que hace referencia al objetivo estratégico central del Gobierno, ya
que se ha visto obligado a decretar la supresión del SMO.
c) Por lo que se refiere al sistema de alianzas hemos de considerar que los aliados del movimiento
son principalmente el nacionalismo radical y también los grupos de extrema izquierda y el Partido
Comunista, hoy bajo la sigla de JU. El nacionalismo radical, tras una etapa inicial de relaciones no
enfrentadas, pero sí competitivas con el movimiento —al estar en juego el reclutamiento de grupos
y redes juveniles— ha pasado a relacionarse de forma algo más cooperativa, y los segundos —la
izquierda— lo han hecho siempre sin reticencia alguna.
d) Sin embargo, lo más llamativo de este movimiento consiste en que los alineamientos de las
elites (es decir, el cómo habitualmente se organizan los grupos dirigentes para oponerse a un
movimiento) en nuestro caso en cierto modo se confunden con el sistema de alianzas. Las élites
políticas de implantación vasca, los partidos políticos nacionalistas —incluido el mayoritario PNV—
han expresado su apoyo al movimiento. Porque el movimiento ha conseguido mantener la
distancia, en la cuestión de la violencia, con el nacionalismo radical, principal enemigo del bloque
político institucional, en el que se incluyen tales partidos nacionalistas moderados. Y, porque el
apoyo a la reivindicación contra el SMC permitió a los nacionalistas moderados ofrecer una cierta
credibilidad a sus declaraciones de «fe» nacionalista, sin que ello desestabilizase excesivamente
sus relaciones con el Estado español y sus anteriores gobernantes socialistas. Hoy, esta estrategia
de apoyo todavía es más sencilla para el PNV, en cuanto que el PP, nuevo partido en el Gobierno,
antiguo aliado con el PSOE en la defensa del SMO, se ha hecho abolicionista.
En resumen, el movimiento antimilitarista ha utilizado adecuadamente los dos contextos
disponibles. El cultural/discursivo, en el que todas sus estrategias enmarcadoras coincidían con los
frames dominantes, y el correspondiente a la estructura de oportunidad política, en el que, con sólo
la relativa excepción del input, todas las demás variables han jugado a su favor. El movimiento ha
logrado el éxito y ha expandido un discurso, a través de la desobediencia civil, que reclama la
democracia originaria. Luego veremos los efectos democratizadores de uno y otro.
4. EL MOVIMIENTO ECOLOGISTA
En Euskadi encontramos también las condiciones que han hecho aparecer en Europa o en
Norteamérica lo que se ha convenido en llamar «nuevos movimientos sociales» (y entre ellos el
ecologista), aunque la dictadura franquista retrasó su aparición hasta mediados de los años
setenta. Pero a pesar de estas condiciones en gran medida homologables a las democracias
occidentales, el movimiento ecologista nace en Euskadi con una específica particularidad: su
relevante conexión
—muy superior al antimilitarismo_ tanto con la cultura como con las redes sociales del
nacionalismo de izquierdas, con el tejido social y organizativo del hoy denominado MLNV.
Los dos momentos, los dos procesos más conocidos, conflictivos y también de mayor éxito para el
movimiento ecologista vasco (MEV) fueron «Lemoiz» y «Leizarán»
a) El primero, la lucha antinuclear, fue el que dio carta de naturaleza al movimiento ecologista. El
Ministerio de Industria español y la empresa Iberduero (1972-1973) proyectaron siete reactores
nucleares en la geografía vasca. Eran años de auge industrial y de autarquía política. El negocio
nuclear estaba asegurado. En un sistema político autoritario como el franquismo resultaba muy
difícil hacer una Oposición eficaz a los proyectos del Gobierno, y cuando Franco murió (1975) las
obras de la central nuclear de Lemoiz ya estaban en marcha.
En contra de este proyecto nuclear se inició en 1976 un movimiento a partir de las pioneras
Asociaciones de Vecinos de Bizkaia. La Comisión por una Costa Vasca No Nuclear (CCVNN) se
establece en 1977 en la mayoría de los pueblos y barrios de Euskadi, los Comités Antinucleares
(CCAA), la organización que liderará la movilización antinuclear, cuyo final —paralización definitiva
de las obras en 1982 tras las acciones mortales de ETA— es sobradamente conocido.
En una época en que las ansias de libertad y de cambio político estaban al orden del día, el
rechazo a este proyecto nuclear aunó muchas voluntades que pusieron en serias dificultades a las
nuevas y por tanto escasamente «rodadas» instituciones vascas pre y post-autonómicas
Dificultades crecientes porque la movilización contra las centrales nucleares se inserta, para gran
parte de esas voluntades, en una confrontación política radical. De todo o nada: «Con Lemoiz
funcionando, desaparecerían para siempre las posibilidades de edificar una Euskadi libre y en paz
y la ansiada autodeterminación del pueblo vasco»23.
b) El otro momento escogido para nuestro análisis, una década después, se refiere a la
movilización contra la autovía de Leizarán, una campaña ecologista de gran relevancia social y eco
en los medios de comunicación. El enfrentamiento se produce a partir de los planes
mancomunados de las Diputaciones de Navarra y Gipuzkoa para mejorar las vías de comunicación
por carretera entre ambas capitales Donostia (San Sebastián) e Iruña (Pamplona) con una nueva
autovía entre lrurzun y Andoain. La Coordinadora Anti-autovía (1985), que en 1989 pasará a
llamarse Lurraldea, planteará desde el comienzo su radical oposición al proyecto, por la
destrucción del único valle sin urbanizar que quedaba en Gipuzkoa (valle de Leizarán) y por los
efectos destructivos en otros tramos de Su recorrido, planteando la necesidad de mejorar la
carretera ya existente entre Donostia e Iruña. Después de un largo proceso movilizador, en 1992
se logró un acuerdo entre la Coordinadora y las Instituciones por el que se modificaba el trazado
original, estableciéndose uno menos agresivo con el entorno.
Estas luchas medio-ambientales, en distintos marcos históricos, ante administraciones y regímenes
políticos diferentes y con objetivos también distintos (paralizar una central nuclear y una autovía en
construcción) han logrado movilizar a una parte muy considerable de la sociedad vasca. En un
caso ha hecho inviable el proyecto institucional, y en el otro ha obligado a aceptar al movimiento
como interlocutor válido y alterar el trazado originario del proyecto. Estos éxitos hubieran sido poco
probables si el MEV no hubiera sido capaz de conectarse con las redes de militantes y
simpatizantes del MLNV y con gran parte de su cultura reivindicativa. Esta dinámica de imbricación
de «lo ecologista’> con «lo nacional» trajo críticas y rupturas, invocándose las más de las veces
que los fines ecologistas quedaban desvirtuados con este «compañero de viaje» nacionalista y
sobre todo con la aparición violenta y conflictiva, en ambos casos, de ETA. Es cierta la distorsión
creada por este cruce de intereses y proyectos. Pero también lo es que sólo desde este
solapamiento nacional y ecologista es entendible el éxito medioambiental —y eventualmente
democratizador— del MEV.
4.2. El discurso
Nos adentramos en el estudio del discurso público del MEV en los dos casos elegidos siguiendo la
propuesta analítica de Neidharth y Rucht (1992).
a) ¿Dónde pone el acento discursivo el MEV para encuadrar el diagnóstico del problema? En
ambos casos el frame discursivo se basa en la represión, en la imposición autoritaria. Lo que se
busca es conectar con la «cultura de resistencia» existente en la sociedad vasca. Al igual que lo
hemos planteado en el apartado del movimiento antimilitarista, durante la oposición a la central
nuclear de Lemoiz (1976- 1981), nos encontramos con una estrategia comunicativa medio-
ambiental que trata de activar esta cultura de resistencia, generando indignación en el marco
cognitivo de la responsabilidad moral (Eder, 1996, 162 ss.) al presentar a los culpables del
proyecto nuclear como unos auténticos depravados, desde la perspectiva social, política y
nacional. En los documentos del MEV de la época encontramos los apelativos de «Estado
fascista», «violento y represor», con un proyecto «centralista», «tecnofranquista» llevado acabo por
una empresa «capitalista explotadora», «apátrida», que pretende imponer una «sociedad
militarizada» que «atenta contra el pueblo vasco», «hipoteca su futuro», etc. Se busca el efecto
impactante y en gran medida se consigue. Este discurso penetra tanto en un medio cultural
potencialmente movilizable por este tipo de mensajes como en redes organizativas preexistentes
25.
Diez años después, en el conflicto de la autovía de Leizarán se suaviza el discurso ante una
estructura política distinta, más democrática y legitimada, aunque para el MEV «los políticos»
siguen siendo los culpables de la imposición, de la falta de diálogo.
b) ¿Cuál es el recurso discursivo que generó la cohesión identitaria en el MEV y también una
mayor capacidad movilizadora? Dos son las principales estrategias enmarcadoras. Por un lado, «la
defensa de la tierra» frente a la agresión industrialista, frente a los macro-proyectos destructores
del hábitat y, en segundo lugar, la propia «democracia» como factor identitario y cohesionador.
Durante la lucha contra Lemoiz y sobre todo en sus primeros tiempos, el eje discursivo identitario
del MEV consiste en llamar al pueblo vasco para que se movilice en defensa de esa pequeña
comunidad bucólica y armónica, que no puede llegar a ser ella misma por las imposiciones, las
coacciones provenientes de fuera, de los sucesores del aparato económico-político franquista. No
se habla a un pueblo atomizado, suma de individuos particulares, sino a una comunidad de
intereses y personas en lucha por un objetivo de un pueblo vasco, de una Euskadi no nuclearizada,
no dependiente de fuerzas exteriores, y por tanto políticamente independiente.
En el caso de la autovía de Leizarán no es casual que la Coordinadora Anti-autovía adopta el
nombre de Lurraldea (tierra, territorio) en el momento en que trata de oponer su propio modelo de
comunicaciones, más en consonancia con la defensa de la tierra y de sus gentes, a la «faraónica y
depredadora» política de obras públicas de la Administración, a su «incompetente política
planificadora».
Si la cohesión ad intra se trata de lograr con el discurso de defensa de la tierra, hacia el exterior se
utiliza preferentemente el frame comunicativo de la democracia. Como declaración de autenticidad,
del «nosotros los demócratas» frente al enemigo que nos impone su voluntad sin consenso, por
vías autoritarias26. Este discurso estará presente en el caso de Lemoiz, donde se presenta el
enfrentamiento de la indivisible
—y armónicamente democrática— comunidad vasca contra los últimos coletazos autoritarios del
franquismo. Además, el mensaje antinuclear se enmarcaba —y así se reforzaba— con el discurso
de las exigencias democráticas del período de la transición política: la amnistía, las libertades
formales, la disolución de las fuerzas represivas, el derecho a la autodeterminación.
Una década después el MEV utilizará a fondo el frame democrático, hasta el punto de abandonar,
en cierta medida, los propios contenidos, las específicas reivindicaciones medioambientales (Ibarra
y Rivas, 1996). Ahora, ciertamente desde una visión más societaria y menos dicotómica (el
«enemigo», las Instituciones políticas vascas, resulta más cercano) se sigue planteando que la
falta de diálogo y negociación es el gran problema de la sociedad vasca y que esta carencia
también afecta a las demandas ecologistas. Desde esta perspectiva, esta lucha por la negociación
resuena favorablemente en el específico frame democrático del MLNV, que tenía como estrategia
central la exigencia de la negociación política nacional. Es evidente que en el seno del MLNV había
gentes con sensibilidad medioambiental, pero lo que les hará acercarse a la movilización
ecologista será compartir un similar marco sobre la democracia: la democracia como diálogo.
c) ¿Cómo ha trasmitido el MEV la motivación, la esperanza de triunfo, capaz de activar y movilizar
al público a su favor? En este punto pensamos que el propio devenir de los acontecimientos, y
sobre todo, la retroalimentación que produce una experiencia movilizadora in crescendo, permiten
que la gente piense que va a ganar. En el caso vasco, cuando además esta movilización se liga,
como hemos visto, a consignas como diálogo y negociación, hace que el activo y numeroso grupo
social de los nacionalistas de izquierdas se sume a apoyar las reivindicaciones de quienes
comparten su objetivo final y los medios para conseguirlo, reforzándose así la confianza en los
objetivos propuestos.
a) En ambos conflictos el input es, en lo fundamental, cerrado. Muy cerrado en el caso de Lemoiz,
ya que las demandas se originan en un período pre-democrático, con cauces de formalización de
demandas colectivas poco operativos. Y en el conflicto de la autovía, tampoco
las Instituciones podían asumir —y orientar— el conflicto con la adecuada flexibilidad, ya que el
input se mantiene, en la mayor parte del proceso, relativamente cerrado (al final, los contactos
anteriores al acuerdo y el acuerdo mismo suponen una evidente apertura). En general, eran muy
limitados los cauces de entrada que la nueva administración vasca, o la española en su caso,
ofrecían al movimiento ecologista. El trámite de audiencia del procedimiento administrativo formal,
incumplido en ocasiones, era casi la única oportunidad de intentar variar en algo los proyectos
institucionales29.
b) En lo que respecta al output, si bien en el caso de Lemoiz el cambio de régimen político debilita
la capacidad de la vieja administración para llevar adelante sus planes, y a la nueva de realizar los
heredados del antiguo régimen, en la coyuntura de Leizarán las Instituciones han recuperado la
capacidad de implementación de sus políticas públicas. En todo caso sigue existiendo una
importante capacidad de veto a algunas de ellas, sobre todo en Gipuzkoa —donde básicamente se
expresó este conflicto medioambiental—, en cuyo territorio Herri Batasuna, expresión política del
MLNV y aliado del MEV en este conflicto, presentaba no sólo una espectacular capacidad de
movilización, sino también un recurrente liderazgo electoral. Por otro lado, la descoordinación
existente entre la pluralidad de Instituciones presentes en el espacio político vasco y su relativa
juventud reducía esa capacidad de puesta en práctica normativa.
c) Mirando a las alianzas, hemos de decir que el MLNV, en general, ha condicionado en muchas
ocasiones la dinámica de los movimientos sociales. Y es lógica esta tendencia, consciente o
inconsciente, a la fagocitación cuando, como en el caso del MEV, existen serias dificultades para
obtener, al margen del nacionalismo radical, medios y redes sociales potencialmente movilizables.
En Lemoiz el movimiento antinuclear nace ya muy conectado al nacionalismo radical y con
Lurraldea el movimiento buscará más tarde el apoyo del MLNV. Procesos de absorción del
movimiento ecologista (más claro en Lemoiz) y cooperación poco pacífica sobre todo cuando ETA
hace su aparición (más claro en Leizarán) que no deben impedirnos reiterar otra afirmación: la
alianza incrementó sensiblemente la capacidad movilizadora del MEV.
d) Los alineamientos de las élites presentan un panorama distinto al descrito para el movimiento
antimilitarista. El conjunto de las élites políticas mantuvo una común línea de enfrentamiento con el
MEV. De forma más contundente en el conflicto de Lemoiz, y menor y más matizado en el de
Leizarán. El enfrentamiento se intentó legitimar con el recurso comunicativo del efecto
contaminador: en la medida en que el MLNV —el enemigo principal— es un aliado de los
ecologistas, éstos y sus reivindicaciones no merecen crédito alguno. Ello generó una dinámica de
exclusión-represión y consiguiente polarización social sobre el MEV.
En resumen, en el caso de Lemoiz la combinación de una política de cierre para encauzar las
demandas del movimiento antinuclear junto a la debilidad para llevar adelante los planes
institucionales, una política de alianzas reforzadora y ampliadora de las posiciones contrarias al
proyecto nuclear y unas élites cambiantes entre dictadura y democracia y, por lo tanto, poco
legitimadas, presentaba una muy adecuada combinación de variables para lograr las
reivindicaciones planteadas.
Con una combinación de variables menos rígida —y menos dicotómica—, en el caso de la autovía
también se logra el éxito, aunque no tanto en las estrictas reivindicaciones ecológicos del conflicto
solo sobre todo en el hecho de conseguir establecer un diálogo, negociar y lograr un acuerdo. Y en
ambos casos las estrategias discursivas conectaron, incrementando así su capacidad de
resonancia, con marcos culturales extendidos en la sociedad vasca.
1. El tipo de éxito que los movimientos ecologista y antimilitarista han obtenido en cada uno de sus
ámbitos es bastante similar. Por un lado,’ éxitos sustantivos: en el movin3ientO ecologista, la
paralización de una central nuclear y un trazado menos agresivo de una autopista —veto absoluto
y relativo (Kriesi, 1991) —, y en el movimiento antimilitarista, la futura pero próxima desaparición
del SMO.
Por otro lado, éxitos expresivos —culturales (McAdam, 1994) — en cuanto que ambos han sido
capaces de proponer y legitimar otros marcos de comprensión y evaluación de la realidad.
Y en última instancia, más allá de los objetivos concretos logrados, el éxito en la movilización del
consenso (Klandermans, 1989) ha servido y puede servir (esta posibilidad es notoriamente
evidente en el movimiento antimilitarista) para movilizar recursos en posteriores ocasiones y
conflictos de similares resonancias culturales.
2. Independientemente de la clase de éxito obtenida, las causas en ambos supuestos responden
básicamente al mismo patrón: a una muy adecuada combinación de estrategias discursivas y
estructura de oportunidad política (EOP). Como señala Diani (1994), las oportunidades políticas
pueden estar relacionadas de distinta manera con los procesos de enmarque. Algunos analistas
otorgan prioridad a la EOP (Kriesi, 1991; Snow y Benford, 1992), y otros, por el contrario,
consideran que los marcos discursivos previos determinan la EOP, potenciando u obstaculizando
algunos tipos de alianzas, o reforzando/debilitando el alineamiento de las élites y su estrategia
(Johnston, 1991).
En nuestro caso la influencia ha sido recíproca: el discurso de los movimientos ha puesto a su
favor aquellos elementos potencialmente favorables de la EOP y, al mismo tiempo, las estructuras
de oportunidad han definido y priorizado —otorgándole una mayor capacidad movilizadora— un
determinado tipo de discurso. Creemos, de acuerdo con la propuesta teórica de Gamson (1992),
que el éxito de estos movimientos en Euskadi es fruto de una interpenetración de estrategias
discursivas y estructuras de oportunidad política, en la que se manifiestan de un modo u otro los
procesos interactivos que acabamos de citar.
Ambos movimientos han sabido alinear muy eficazmente sus discursos identitarios de defensa del
medio natural y de resistencia frente al Estado con un frame relativamente dominante en el espacio
político vasco: el nacionalista.
En el ámbito de la EOP, tal propuesta discursiva ha impulsado una estrategia de colaboración por
parte del mayor aliado antisistémico de los nuevos movimientos sociales en Euskadi: el MLNV. En
un caso (movimiento ecologista) fue anterior la ayuda del aliado y posterior el discurso, y en el otro
(movimiento antimilitarista) el discurso fue anterior a la cooperación del MLNV. En todo caso, lo
interesante es destacar hasta qué punto han confluido el discurso y el espacio de oportunidad del
MLNV en la dirección de reforzar las posibilidades de éxito de los movimientos.
En relación con otros elementos constitutivos de la EOP —los canales de acceso al sistema
político y la estabilidad y estrategia de las élites—, la estrategia discursiva de los movimientos ha
sido más compleja.
Las rigideces del input en las Instituciones, así como las estrategias excluyentes y polarizantes de
las élites políticas que, especialmente a partir del Pacto de Ajuria-Enea, presentan frente a las
movilizaciones no convencionales, se convierten en materia de discurso para los movimientos.
Estos enmarcan, para sus fines movilizadores, esa EOP hostil.
El movimiento ecologista enfrenta «diálogo y negociación« al cierre institucional; y mientras tanto,
el movimiento antimilitarista propone su «identidad no violenta» introduciendo contradicciones a
una praxis institucional tendente a identificar cualquier protesta no convencional con el MLNV y la
violencia de ETA. Los delgados cauces de acceso al sistema político, y la identificación
simplificadora de lo extrainstitucional con lo violento, hacen difícilmente sostenible la estrategia
propugnada por las élites. La competición discursiva acerca de la valoración de la EOP, acerca de
lo que es «democracia« y «violencia», parece resolverse a favor de los movimientos. Por otra
parte, esta misma circunstancia produce inestabilidad en las relaciones entre las élites,
precariamente unidas alrededor de un pacto antiterrorista, pero difícilmente alineables alrededor de
otros conflictos, como el ecologista o el antimilitarista32. Además, y como consecuencia de la
contradicción que acabamos de indicar, en el caso del movimiento antimilitarista su componente no
violenta ha favorecido un tratamiento menos excluyente por parte de algunas élites.
En fin, todo ello —élites inestables y buenas alianzas— ha debilitado la capacidad institucional
para imponer sus decisiones, facilitando el éxito de los movimientos.
6. CONCLUSIONES. EL EFECTO DEMOCRATIZADOR
Si bien es cierto que los movimientos mencionados han obtenido éxitos incontestables en sus
diversos objetivos programáticos e identitarios, debemos hacernos ahora la pregunta central de
nuestro análisis. ¿Hasta qué punto esos éxitos han impulsado la democratización en Euskadi? ¿De
qué tipo de democratización estamos hablando?
En principio, debemos retomar las dimensiones democráticas planteadas en la introducción:
poliarquía/pluralismo, comunicación/nuevos temas en la opinión pública y cultura/valores
democráticos. Y, posteriormente analizar la influencia de los movimientos en cada uno de esos
niveles. Es interesante observar cómo los éxitos democratizadores en cada una de tales
dimensiones pueden ser estudiados a la luz del análisis de la EOP en el primer caso —a través de
la reestructuración del contexto político—, o del análisis de frames en los otros dos casos
—a través de la multiplicación de frames disponibles y de la renovación de los frames dominantes.
1. El carácter decididamente político del movimiento ecologista vasco ha determinado mayores
éxitos democratizadores en el ámbito de los cauces de participación política, el pluralismo y la
multiplicación de actores decisorios. El mejor ejemplo de tal efecto democratizador es el impacto
producido por la resolución consensuada del conflicto de la autovía de «Leizarán« en los sistemas
decisorios de ciertas políticas públicas. La creación en 1992 de una Comisión arbitral de conflictos
medioambientales en Navarra y la elaboración de un nuevo mecanismo de participación
ciudadana, los NIP (Núcleos de Intervención Participativa), en Gipuzkoa, son consecuencia directa
de la presión que las instituciones han sufrido en el mencionado conflicto. Así, los NIP han sido
utilizados en 1994 para conocer la opinión ciudadana respecto de un nuevo proyecto de autopista
Urbina-Maltzaga. El efecto democratizador es ya directamente medible en la práctica de la political
decision making.
En cuanto al movimiento antimilitarista, su influencia democratizadora ha sido también significativa.
La multiplicación de actores colectivos alrededor del tema antimilitarista, y su presencia en las
diversas instancias políticas, son una clara señal de la ampliación del pluralismo y la poliarquía en
el contexto político vasco. Cientos de mociones favorables a los postulados del movimiento han
sido aprobadas en los ayuntamientos; alguna, incluso, en el Parlamento Vasco. El espacio político
vasco es, de hecho, más rico y más democrático.
2. Por otra parte, la democratización puede medirse en términos de comunicación. Es ampliamente
conocida la destreza de los nuevos movimientos sociales para colocar sus temas en la agenda de
los medios e intensificar la comunicación pública alrededor de esos temas. Desde la perspectiva
neoinstitucionalista defendida por Eder (1993), tales efectos, y el incremento de rituales de debate
que conllevan, son positivos para la racionalización de los principios democráticos o, como señala
Melucci (1988), hacen visible el poder y permiten que la comunidad se proteja frente al ejercicio
arbitrario del mismo.
Desde este punto de vista, ambos movimientos han logrado un claro éxito democratizador. Al
margen de quién haya intentado rentabilizar la aparición de estos nuevos issues, lo ecologista/
antimilitarista ha invadido la agenda pública vasca de los últimos años. En concreto, la
comunicación se ha intensificado hasta tal punto alrededor de las cuestiones ecológicas que ya
ningún proyecto público con repercusión medioambiental puede ser hurtado a la opinión pública
vasca.
3. Finalmente, el alcance de los efectos democratizadores en el nivel de la cultura/valores
democráticos es mucho más difícil de evaluar. S aceptamos que los movimientos sociales no son
intrínsecamente heraldos de más democracia, ¿hasta qué punto el éxito de los movimientos
conlleva una extensión de los valores democráticos en la sociedad? ¿O en qué medida son estos
movimientos los sujetos de una re- democratización en la sociedad postindustrial? Quizás, como
afirma Rochon, los movimientos no aspiran a tanto, no buscan un replanteamiento total de la
democracia en busca de la democracia «profundas. Pero también es cierto que la cuestión no
puede estribar tan sólo en la democratización obtenida por la simple multiplicación de los actores y
de discursos disponibles en un contexto político determinado. Es necesario observar si ese
pluralismo y esa mayor comunicación generados por los movimientos sociales han producido
también un cambio cultural efectivo, una extensión de los valores de la democracia entre la
ciudadanía vasca: una reafirmación de la soberanía de la sociedad civil, una mayor exigencia de
autodeterminación individual y colectiva, una mayor valoración de la decisión popular, del diálogo y
la tolerancia, del respeto a las minorías.
Sólo con deducciones, sin posibilidad de prueba empírica, podemos presumir que tal
intensificación en los valores democráticos se ha producido en Euskadi. Así, por ejemplo, el triunfo
de la estrategia de desobediencia civil desarrollada por el movimiento antimilitarista debería de
haber reforzado una cultura en la que se otorga protagonismo a la soberanía del individuo y la
sociedad frente al Estado, en la que, dicho de otra forma, se reivindica la soberanía original.
En un terreno más concreto, es interesante observar cómo el relativo éxito de la coordinadora
ecologista «Lurraldea» alrededor de un discurso esencialmente democrático (negociación y
diálogo) ha permitido un consenso movilizador suficiente como para provocar la transformación de
dicho grupo ecologista en la organización pacifista «Elkarri» (1992), que plantea nuevamente la
negociación y el diálogo social como vía de solución al conflicto violento en Euskadi. El notable
éxito de este movimiento puede llevarnos a pensar que la fuerza de los valores democráticos en
Euskadi permite que también éstos se extiendan de la mano de un grupo ecologista —
originalmente cercano al MLNV. — readaptado al pacifismo.
En cualquier caso resulta difícil cuantificar la presencia de esos valores, de ese deseo de
radicalidad democrática, y menos todavía precisaren qué exacta medida se ha incrementado el
mismo a partir de la actividad de los movimientos sociales estudiados. Sólo podemos formular una
hipótesis para acabar. Que si algún día la democracia se transforma desde ser un sistema político
por el cual se decide quién ha de decidir entre todos cuáles… transformación los movimientos
sociales habrán tenido un papel protagonista.
LA EVOLUCIÓN DE LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN
EL ESTADO ESPAÑOL Jaime Pastor
1. INTRODUCCIÓN: CONTEXTO HISTÓRICO Y CULTURAL.
ESTRUCTURA DE OPORTUNIDAD POLÍTICA
El propósito de este trabajo es ofrecer una visión de las principales etapas atravesadas por los
«nuevos»>movimientos sociales en el Estado español. Para ello conviene partir de una referencia
previa, si bien sumaria, a los factores que han condicionado su desarrollo: en primer lugar, el
particular proceso de «modernización» que ha vivido la sociedad española y los rasgos que
adquieren los conflictos de clases y el Estado de bienestar; en segundo lugar, el proceso de
transición política que se ha ido dando desde la dictadura franquista hasta el régimen democrático-
liberal actual, con la consiguiente modificación de la estructura de oportunidad política; en tercer
lugar, los tipos de cultura política que se han ido configurando en todo este proceso.
1.1. En cuanto al proceso de «modernización», hay que recordar que ya desde mediados del
decenio de los años cincuenta se inicia el intento de salir de la política «autárquica» que había
mantenido el franquismo para, de manera gradual, buscar un lugar dentro de la división
internacional del trabajo y, sobre todo, integrarse en el «centro» de la economía mundial. Sin
embargo, esa inserción se produce en el ámbito económico —y bajo formas de subordinación—,
pero no en el político y cultural. El resultado es, pese a todo, una relativa superación del retraso
económico, una profunda modificación de la estructura productiva y de clases y, sobre todo, la
creación de un marco más favorable para la expresión pública de nuevas demandas sociales,
políticas y culturales. De esta forma, el desarrollo de los sectores industrial y de servicios, con la
consiguiente formación de una clase obrera más numerosa y concentrada, y la emergencia de
«nuevas capas medias» que tienden a desplazar social y políticamente a la vieja pequeña
burguesía, así como el creciente acceso de la juventud a la educación, van configurando un nuevo
escenario a lo largo de los años sesenta y comienzos de los setenta. Pero no hay que olvidar que
se trata de una modernización «desequilibrada y desarticulada» (Ortega, 1990) de la estructura
social, caracterizada, entre otros rasgos, por una alta tasa migratoria interna (sin olvidar la que
desde hace tiempo se dirige a Europa occidental>, una incipiente incorporación de mujeres al
trabajo, una crisis de la familia tradicional, la aparición de nuevas expectativas de movilidad social
ascendente, el desarrollo de nuevas desigualdades o la acentuación de las viejas (nacionales,
regionales o en áreas urbanas y metropolitanas>, así como una tendencia a la secularización que
pone en cuestión la influencia de la Iglesia católica. Ese marco general de lo que se ha definido
convencionalmente como «modernización tardía» (si la comparamos con la conocida
históricamente en los principales países de Occidente) ayuda a entender el desarrollo de un
Estado de bienestar más débil. En efecto, prácticamente cuando en los países vecinos está
iniciándose su crisis, comienzan a asentarse aquí sus primeras bases. En ese sentido, podríamos
aceptar la tesis de que la Ley General de Educación de 1970 y la Ley de Bases de la Seguridad
Social de 1972, todavía bajo el franquismo, marcan el «punto de arranque de un proceso de
crecimiento del gasto social» (Rodríguez Cabrero, 1989, 81- 82) durante los años siguientes. Pero
es más tarde, ya en los años 80, cuando se produce una tendencia a la universalización de sus
prestaciones, si bien acompañada de un deterioro en la calidad de las mismas y todavía muy por
debajo de la media de los países de la UE (Ruiz Huerta, 1991), porque en el momento de la
llegada al gobierno de un partido socialdemócrata, la viabilidad del Estado de bienestar aparece
cuestionada en el marco de la fase crítica que atraviesa el capitalismo, dispuesto a entrar en una
nueva etapa de acumulación bajo inspiración neoliberal que va a generar sociedades duales,
centrífugas y fragmentadas (Miguélez, 1995 y Alonso, 1995). Esto último es porque ha conducido,
con tan sólo cierta exageración, a un conocido sociólogo a afirmar que en el caso español se ha
pasado en poco tiempo de la etapa preindustrial a la postindustrial, sin haber agotado, ni aun
medio vivido, la industrial. Lo que interesa destacar de todo esto es que esa especificidad
económica y social determina que, a diferencia de otros países vecinos, el peso de la conflictividad
social, los valores «materialistas» y la dimensión derecha-izquierda hayan tenido y sigan teniendo
un mayor protagonismo.
1.2. La existencia hasta 1977 de un régimen político dictatorial constituía un obstáculo al proceso
de«modernización» en su dimensión estrictamente política. Se producía así un contraste entre
desarrollo económico y bloqueo político que estimulaba la presión popular a favor de la transición a
un régimen democrático parlamentario y de una, aunque más confusa, voluntad de cambio. Pero el
resultado de ese proceso, tras la caída de la dictadura, ha sido complejo: por un lado, se constituye
un nuevo sistema político que, a diferencia del anterior, podría estar abierto a nuevas demandas;
pero, por otro, debido a la peculiar dinámica de consenso y a las prioridades establecidas entre los
grupos procedentes del franquismo y los partidos de la oposición democrática, pronto queda
limitado el grado de accesibilidad al sistema político de cuestiones que puedan generar líneas de
conflicto o fractura, ya se trate de las reivindicaciones nacionalistas o de los valores «
postmaterialistas » emergentes. Simultáneamente, se han ido produciendo un corto auge y una
prolongada crisis del sistema de partidos y del «neocorporatismo», siguiendo —siempre con
retraso— pautas parecidas en esto último a las vividas en los países de la UE. No obstante, en
octubre de 1982 la victoria electoral del PSOE introduce una modificación importante en la
estructura de oportunidad política, ya que su acceso al gobierno genera nuevas expectativas, en
particular respecto a algunas de las demandas procedentes de los «nuevos» movimientos sociales,
como veremos más adelante. Los límites de esa apertura también serán comprobados pocos años
después. Resumiendo este punto, y como ya se ha sostenido en diversos trabajos, si bien los
beneficios de la transición política se han reflejado en la conquista innegable de libertades básicas
y de instituciones democráticas, los costes se han revelado demasiado elevados, especialmente
como resultado de la ya mencionada dinámica en la que se insertan los principales partidos de la
oposición antifranquista. Esos costes se van convirtiendo además en estructurales (del Águila,
1992; del Águila y Montoro, 1984)1, lo cual provoca una frustración participativa en muchos de los
sectores políticamente activos en lo que fue el ciclo de movilización y protesta más intenso de la
lucha antifranquista.
1 .3. Los modelos de cultura política conocen así una evolución que va desde el oficial autoritario
del franquismo hasta el «cinismo democrático» 2 de la post-transición, pasando por el de la
«modernización democrática» de los años 70. El proceso no ha sido, por tanto, lineal sino que ha
conocido notables discontinuidades en cuanto a los tipos y niveles de participación política.
Primero, bajo el franquismo y tras el fin de la guerra civil se fomenta la desmovilización, la
despolitización, la apatía y el antipartidismo; luego, a lo largo de los años sesenta y setenta, se
desarrolla una cultura democrática y participativa que, pese a no alcanzar la ruptura deseada,
frustra los intentos de continuismo de la dictadura y favorece el crecimiento de partidos y
sindicatos; finalmente, la relativa consolidación democrática y la función protagonista de las
direcciones de los partidos y los medios de comunicación en el establecimiento de las nuevas
reglas del juego relegan a un segundo plano el papel de los afiliados en las organizaciones
políticas y sociales y facilitan la transformación de aquéllas en partidos catch-all. Baste mencionar
el dato de que la relación afiliados-electores es de las más bajas de Europa en todos los partidos;
en cuanto a los sindicatos, según datos de la OCDE, la afiliación se redujo casi a la mitad durante
los años ochenta3 (Montero, 1981, y Cotarelo, 1982). En efecto, como se ha podido comprobar a
través de numerosos estudios realizados a lo largo de todo este período, una mayoría de la opinión
pública ha asumido un «apoyo difuso>’ a la democracia, compatible con un bajo interés por la
política, una notable desconfianza respecto a determinadas instituciones, un muy bajo nivel de
identificación partidista y un aumento del abstencionismo electoral, especialmente en las grandes
ciudades, si dejamos aparte las primeras elecciones democráticas de 1977 y las del «cambio» en
1982 (Montero, 1984 y 1989; Benedicto, 1989; Justel, 1990, y del Castillo, 1990). En líneas
generales, los valores de seguridad física y seguridad material han continuado teniendo mayor
peso que en los principales países de la UE. No obstante, paralelamente se revela una tendencia
superior a la media europea a favor de una política de reformas. Pero junto a estos rasgos
dominantes, es importante resaltar que, a través de diferentes etapas y con sus inevitables flujos y
reflujos, se ha ido expresando también una minoría ciudadana significativa con un grado de
intensidad participativa no convencional nada despreciable. Este fenómeno era ya evidente en la
última etapa del franquismo, con su consiguiente radicalización —e ilusiones— en la primera mitad
de los años setenta y posterior disponibilidad potencial para impulsar o apoyar valores
«postmaterialistas» y, con ellos, la emergencia de los «nuevos» movimientos sociales. La
localización socio-económica y cultural de esa minoría crítica no es muy diferente de la que se da
en otros países, aunque en nuestro caso sea cuantitativamente mucho menor. Se trata de grupos
situados dentro de las nuevas capas medias funcionariales y urbanas, de trabajadores del sector
público con un nivel adquisitivo y cultural medio-alto y de una parte de la juventud, si bien en
lugares como Catalunya y Euskadi ese espectro social es más amplio. No obstante, no hay que
olvidar que factores como el cambio de régimen político y la renovación general de la
administración y la «clase política», las posibilidades individuales de ascenso en el estatus social y
la frustración participativa que se produce en el decenio de los ochenta influyen en una franja
importante de esas capas, conduciéndolas a actitudes más pragmáticas en unos casos, a la vuelta
a la vida privada en otros o, simplemente, a la adhesión a «contra-valores» en auge
.
2. UNA APARICIÓN TARDÍA. UNA CRISIS PREMATURA
El desarrollo de los movimientos sociales en general y, en lo que aquí nos ocupa, el de los que han
sido definidos como «nuevos», ha de ser analizado dentro de las coordenadas anteriormente
expuestas: una «modernización» tardía y desequilibrada, un Estado de bienestar débil, una
transición de una dictadura a una democracia y a un neocorporatismo con partidos y grupos de
interés pronto profesionalizados y, en fin, la extensión de una cultura política mayoritariamente
«materialista» y poco participativa. No obstante, a la hora de describir e interpretar la trayectoria de
los «nuevos» movimientos, tendremos en cuenta fundamentalmente la variable política, es decir,
los cambios que se van dando en la estructura de oportunidad política.
2.1. En el período que transcurre desde comienzos de los años sesenta hasta 1978 podemos
encontrar los precedentes de los «nuevos» movimientos sociales en el movimiento estudiantil y en
el ciudadano. El primero se configura como una fuerza social emergente, apoyada en la primera
ola de masificación del acceso a la Universidad: su función será, esencialmente, ejercer presión a
favor de la «modernización» de la sociedad española y, por tanto, la lucha abierta contra el régimen
franquista. Los acontecimientos internacionales del 68, y particularmente la revuelta francesa,
influyen sin duda en una parte minoritaria del estudiantado, introduciendo así una nueva dimensión
crítica de la incipiente cultura consumista y estimulando la aparición de grupos de la «nueva
izquierda». Pero, en líneas generales, predomina su papel de fuerza de sustitución, primero, y
complementaria después, de los partidos políticos, de forma paralela y en creciente coordinación
con las organizaciones pre-sindicales del movimiento obrero. En cuanto al movimiento ciudadano,
su evolución está estrechamente unida a las protestas contra las consecuencias del proceso de
industrialización y concentración de la población en la periferia de las grandes urbes bajo el
franquismo. Su papel reivindicativo y participativo fue también esencial a lo largo de los años
setenta, si bien su «unidimensionalidad» reivindicativa y su función también parcialmente de
sustitución o complementaria de los partidos ayudan a entender la crisis que termina
produciéndose con la llegada de los Ayuntamientos democráticos en 1979; ésta, junto con la
cooptación de cuadros activos de ese movimiento, empuja hacia una institucionalización del
asociacionismo vecinal, convertido así, al menos mayoritariamente, en un conjunto de grupos de
interés en detrimento de su función movilizadora. Pero, como ya se ha indicado antes, el gran
protagonista como fuerza social durante este período es el movimiento obrero, el cual llega a
alcanzar las mayores cotas de activismo en los años 197519776. El denominador común de todos
estos movimientos es su presión a favor de un nuevo orden «moderno», producido socialmente y
en conflicto abierto con la estructura institucional franquista. Pero se mantiene en sectores
significativos de todos ellos la expectativa de que el mismo llegue a través de una «ruptura» con la
dictadura que abra camino a procesos de cambio social y a formas de democracia participativa.
2.2. A partir de 1978, tras los pactos de la Moncloa y la aprobación de la Constitución, se configura
una nueva estructura de oportunidad política: se establecen las bases de un sistema político-
administrativo en torno a una monarquía parlamentaria y a un Estado social, democrático y de
derecho, pero sin que se haya procedido a una renovación de los aparatos coercitivos procedentes
del franquismo. Al mismo tiempo, la prioridad consensuada respecto al objetivo de la consolidación
democrática relega a un segundo plano la transición en Otros ámbitos y la apertura ante otras
demandas. Hay otros rasgos de esa nueva estructura a tener en cuenta: uno, que irá teniendo
creciente importancia, es el relacionado con el proceso de construcción de un Estado de las
autonomías que, aunque insatisfactorio para las «nacionalidades históricas», permite cierto
debilitamiento del carácter centralista del Estado; otro, las dificultades, pese a haberse dotado de
un sistema electoral proporcional corregido (basado en circunscripciones provinciales con muy
desigual población y en la barrera electoral del 3%), de consolidar un sistema de partidos estable y
basado en un bipartidismo imperfecto o, al menos, en un pluralismo moderado; otro, en fin, la
regulación restrictiva del referéndum y de la iniciativa legislativa popular, limitando así la posibilidad
de acceso a los mismos por parte de los movimientos sociales y la ciudadanía en general. No
obstante, pese a la configuración de un contexto político escasamente abierto a valores
«postmaterialistas» y a una democracia participativa, podemos situar en los años que van de 1978
a 1982 una primera fase de desarrollo de movimientos como el feminista, el ecologista y el
pacifista. Respecto al primero, conviene recordar que ya bajo el franquismo habían surgido los
primeros grupos de mujeres que tendían a expresarse públicamente a través de actividades de tipo
democrático o de iniciativas ya abiertamente feministas, como las que se dan alrededor del Día
Internacional de la Mujer. Pero el punto de partida principal del nuevo feminismo se halla en las
manifestaciones durante el Año Internacional de la Mujer de 1975 y las Jornadas de Madrid de ese
mismo año, así como en las de Barcelona y Bilbao en los años siguientes y, ya bajo un régimen
democrático, en las que tuvieron lugar en Granada en 1979. Si bien es cierto que en un primer
momento son principalmente mujeres vinculadas a partidos de izquierda las que impulsan estas
actividades y se da cierta subordinación a otros movimientos, pronto se va elaborando un discurso
feminista que, junto a demandas democráticas elementales (como el derecho al divorcio) y a la
voluntad de esbozar una «teoría» propia, va reclamando autonomía política y orgánica frente a los
partidos y a las nuevas instituciones democráticas. Se desarrolla así una pluralidad y diversidad de
grupos que conduce a la creación de formas de coordinación que garanticen la continuidad del
movimiento, constituyéndose en el mismo año 1977 la Coordinadora Estatal de Organizaciones
Feministas; muy pronto, el derecho al aborto libre y gratuito se convierte en eje central de debate
con el conjunto de la sociedad.
En el caso del movimiento ecologista, también sus primeros grupos surgen bajo el franquismo a
partir de 1969. Su actuación pública como tal y sus principales referencias ideológicas parten de su
oposición al Plan Energético Nacional aprobado en 1975 y a las primeras centrales nucleares, así
como de la reunión coordinadora que se celebra en 1978, en la que se establecen las llamadas
Bases de Daimiel, un documento con rasgos marcadamente libertarlos y distantes de los partidos
políticos existentes. Fenómeno aparte es el movimiento antinuclear en Euskadi, el cual desarrolla
una fuerte oposición a la central nuclear de Lemóniz, con el apoyo de la mayoría de los partidos,
hasta el punto de conseguir su paralización en septiembre de 1982v. Pero muy pronto tanto el
panorama de nueva «guerra fría» que se genera en Europa a partir de 1979 como el protagonismo
de los movimientos obrero y de algunas nacionalidades en el Estado español dejan en segundo
plano a movimientos como el feminista o el ecologista. No ocurre lo mismo con el pacifismo, que,
pese a la escasa fuerza de sus primeros grupos, recibe la influencia del movimiento por la paz
europeo y puede contar con la simpatía de una opinión pública tradicionalmente «neutralista» y
«antinorteamericana», así como con el apoyo de partidos de izquierda, sindicatos y organizaciones
nacionalistas críticas con el nuevo Estado de las autonomías. La existencia de instalaciones
militares norteamericanas en territorio español y, sobre todo, el anuncio hecho por el gobierno de
UCD de una posible entrada en la OTAN se constituyen en los principales motivos de rechazo en
torno a los cuales ese movimiento aspira a configurar una plural y amplia coalición. No obstante, no
podemos dejar de mencionar un acontecimiento significativo como es el intento de golpe de estado
del 23 de febrero de 1981. El mismo revela, por un lado, la fragilidad de las relaciones poder civil-
poder militar, derivada de las particularidades de la transición y de la propia Constitución8 pero, por
otro, su mismo fracaso conduce a una mayor aspiración popular de cambio político. Reflejo de ello
es el crecimiento de las expectativas electorales del PSOE, las cuales terminarían confirmándose
con su victoria en las legislativas de octubre de 1982v.
2.3. El resultado electoral modifica la estructura de oportunidad política, ya que el nuevo gobierno
socialista surge, por un lado, como el proyecto de culminación de la «modernización» tardía de la
sociedad española y, por otro, como un posible aliado de los «nuevos» movimientos sociales: las
promesas de salir de la OTAN, de reconocer el derecho al aborto o de modificar el Plan Energético
Nacional así lo anuncian. Este cambio de contexto político crea, por tanto, condiciones más
favorables para la satisfacción de demandas de estos movimientos; pero les plantea asimismo
nuevos problemas, ya que tienen que afrontar el grado de apoyo que han de dar a nuevas medidas
legislativas y su actitud ante nuevas formas de colaboración en el marco institucional que se les
ofrece. Esto último crea tensiones en algunos grupos del movimiento de mujeres (en relación,
sobre todo, a la cooptación de dirigentes por el nuevo Instituto de la Mujer y al proyecto de ley
sobre el derecho al aborto10) y el ecologista (ante la «<moratoria» nuclear decidida por el gobierno
en 1984 y, también, la cooptación de algunos de sus miembros más conocidos por la
Administración). Pese a esas polémicas, las nuevas expectativas políticas contribuyen a que en los
años 1983-1984 se vaya desarrollando un «nuevo» movimiento social, el pacifista, el cual se
convierte en actor político central de un conflicto que va interesando al conjunto de la sociedad. Por
eso queremos dedicarle especial atención.
En primer lugar, conviene recordar los antecedentes históricos en que pueden apoyarse los grupos
pacifistas para ir generando un amplio movimiento: por un lado, la profunda decadencia del Imperio
español tras las guerras de Cuba y Marruecos había terminado fomentando una opción
ambiguamente «aislacionista>i o neutralista; por otro, el franquismo había chocado ya con ella tras
convertirse durante los años cincuenta en aliado de Estados Unidos de Norteamérica. En segundo
lugar, la memoria de la guerra civil y del papel jugado en ella por un ejército cuyo origen franquista
había sido recordado de nuevo en el intento de golpe de estado del 23-F de 1981 también actuaba
a favor de un rechazo popular a las guerras y de un distanciamiento social respecto a la institución
militar. En ese marco de referencia el anuncio gubernamental de entrada en la OTAN en medio de
un clima internacional de <guerra fría» permite una reaparición pública de unos sentimientos
neutralistas, antinorteamericanos y pacifistas. A esto se añade la crítica al procedimiento mismo por
el que el gobierno de la UCD, en plena crisis tras el 23-F, había roto el consenso que había
presidido la transición española en estas materias al hacer aprobar por el Parlamento la
incorporación a la Alianza Atlántica el 29 de mayo de 1982. La oposición del PSOE a esa iniciativa
y su promesa de un referéndum en caso de que ganara las elecciones de octubre del 82 facilita,
además, la concreción de un objetivo común y una amplia convergencia social y política. La
realidad del movimiento por la paz, a partir ya del otoño del año 1981, se revela enormemente
plural y compleja: desde grupos vinculados a la izquierda radical y a la objeción de conciencia
hasta instituciones religiosas, un gran número de organizaciones consigue ir ganando el apoyo de
la opinión pública en torno a iniciativas que renuevan los discursos y las formas de acción,
siguiendo el ejemplo del movimiento por la paz europeo. Comienza así la fase ascendente: es
importante recordar que junto a las grandes movilizaciones (sobre todo la del 15 de noviembre de
1981) y a acciones espectaculares, se realizan varias campañas de recogida de firmas a favor del
referéndum que superan con creces el medio millón, pese a no tener ninguna fuerza legal debido a
que se mantiene la iniciativa legislativa popular y, además, se excluye la posibilidad de solicitarla
en torno a materias de política internacional). Pero la alianza con el PSOE, primero en la oposición
y luego en el gobierno, se transformaría pronto en conflicto abierto. Las declaraciones de Felipe
González en octubre de 1984 y, luego, el congreso de su partido en diciembre del mismo año
marcan un giro a favor de la permanencia en la OTAN, aunque se mantiene con cierta ambigüedad
la promesa de referéndum. La explicación de este cambio de actitud sería compleja, pero no cabe
duda que tiene que ver con su adaptación a la presión ambiental ejercida desde el marco de
alianzas internacionales —económicas, políticas y militares— en el que el nuevo gobierno
socialista está integrándose, especialmente a través de la Comunidad Europea. En esas nuevas
condiciones el movimiento por la paz, configurado definitivamente como anti-OTAN, aspira a seguir
manteniendo una amplia alianza social, pero simultáneamente adquiere una dimensión
antigubernamental difícilmente evitable. El año 1985 es testigo de la consolidación organizativa de
este movimiento, a través de la Coordinadora Estatal de Organizaciones Pacifistas, creada dos
años antes, y de una presión sostenida en pro del referéndum, cuya convocatoria es finalmente
hecha por el gobierno. Se produce así un éxito «procesal’> importante del movimiento justamente
en la cúspide del ciclo de movilización ascendente que está viviendo 11. Pero el referéndum de
marzo de 1986 (es decir, dos meses después de la definitiva integración en la Comunidad
Europea) da un resultado desfavorable para el «no» a la OTAN, si bien dentro del «sí>’ se ha
incluido los compromisos de reducir progresivamente la presencia militar USA y de negarse a la
instalación de armas nucleares en territorio español’2. No se alcanza, por tanto, el éxito
«sustancial» deseado por el movimiento y sus aliados. Y, además, con esa derrota se manifiesta
pronto una frustración participativa en amplios sectores vinculados al movimiento por la paz, lo que
conduce muy rápidamente a la fase descendente en las actividades. Haciendo un somero balance,
se comprueba que el discurso del movimiento no había conseguido contrarrestar suficientemente
los argumentos del gobierno y la mayoría de los medios de comunicación en torno a la asociación
CE-OTAN y a la crisis política que hubiera podido abrirse en caso de victoria del «no». Tampoco se
había logrado reducir a lo largo de la campaña la distancia entre el alto grado de simpatía con que
contaba el pacifismo y la escasa afiliación a sus colectivos, con lo cual no se llega a evitar que se
produzca un segundo «desencanto», que se manifestaría más
tarde en un nuevo tipo de abstencionismo electoral, más político, particularmente en las grandes
ciudadesi3. Desde entonces, la crisis del movimiento pacifista en su expresión pública más política
no ha sido superada. Pero no por ello su discurso ha dejado de calar en sectores de la población ni
todas sus redes organizativas han desaparecido. Además, no se puede ignorar que el posterior
auge de un movimiento contra el servicio militar obligatorio no es ajeno a la influencia que en la
juventud ha ejercido la campaña contra la OTAN. Otro elemento a no desdeñar en absoluto es el
hecho de que el «no» a la OTAN ha sido mayoritario en lugares como Euskadi, Catalunya y
Canarias, confirmándose así el peso de las subculturas nacionalistas y [as especificidades de los
subsistemas políticos dentro del Estado de las autonomías.
2.4. La fase posterior al referéndum de la OTAN y a las elecciones de junio de 1986 (con nueva
mayoría absoluta del PSOE) viene a crear un marco más complejo de actuación para los «nuevos»
movimientos sociales. Por un lado, se van cerrando en gran parte las expectativas creadas en
1982; pero, por otro, se produce una reanudación de formas de acción política no convencional
desde el movimiento obrero y otros movimientos, e incluso surge un nuevo movimiento estudiantil
durante el curso 86-87iEl clima de relativa recuperación económica no va acompañado de avances
en el Estado de bienestar, con lo que el distanciamiento de los sindicatos respecto al gobierno
conduce incluso a la huelga general de diciembre de 1988, que será luego seguida por dos más.
La opinión pública parece estar más abierta a nuevas demandas y el malestar popular se hace
visible, pero el «giro social» reclamado no se produce, con lo cual se va entrando en una etapa de
bloqueo político y de movilizaciones sin fuerza suficiente para lograr algún tipo de éxito parcial
significativos.
2.5. Finalmente, el acceso del Partido Popular en marzo de 1996 al gobierno no parece modificar
de forma significativa la estructura de oportunidad política anterior, si bien cabe la hipótesis de que
su política en ámbitos como el medioambiental, el cultural o el familiar provoque respuestas
reactivas mayores por parte de los «nuevos» movimientos sociales. No obstante, y aunque sea
inicialmente por razones de «gobernabilidad», los pactos del PP con partidos que gobiernan en sus
Comunidades Autónomas respectivas anuncian un debilitamiento del Estado central y pueden
configurar un marco más autónomo de tipo federalizante que acentúe las particularidades del
contexto político de actuación de los movimientos sociales en cada Comunidad. Otro elemento de
cambio, al menos parcial, puede ser el comportamiento del PSOE en la oposición, ya que, pese a
su coincidencia con el PP en importantes «cuestiones de Estado», deberá reformular sus
relaciones con los movimientos sociales, si bien parece más probable que lo haga con los dos
principales sindicatos, UGT y CC.00., que con los «nuevos» movimientos sociales.
4. EL. ANTIMILITARISMO JUVENIL EN LA ESCENA PÚBLICA
Se ha indicado antes que, pese a la crisis del movimiento pacifista, se ha podido constatar la
extensión entre la juventud de un fuerte movimiento de objeción de conciencia e insumisión al
servicio militar obligatorio. Es obvio que en su notable desarrollo influyen motivaciones muy
diversas, pero el hecho de que desde hace tiempo se caracterice por su expresión pública a través
de acciones colectivas confirma su dimensión como tal movimiento, con un discurso
predominantemente pacifista radical, si bien en quienes optan por esas formas de desobediencia
civil también pesan argumentaciones de tipo nacionalista o simplemente individualista. Lo que sí es
evidente es el crecimiento del número de jóvenes que se niegan no sólo a hacer el servicio militar
Sino también a cumplir la prestación social sustitutoria establecida por la Ley de Objeción de
Conciencia de 1984. Los datos son irrefutables en este aspecto (Ibarra, 1992). En efecto, la
simpatía obtenida entre la opinión pública por la actitud de estos jóvenes así como la incidencia de
otros factores de orden tecnológico o internacional (final de la «guerra fría» y caída del bloque
soviético) en la crisis de credibilidad del servicio militar obligatorio, han proporcionado una notable
legitimidad social a este movimiento. Esta se ha podido reflejar en distintos ámbitos, logrando así
modificar la estructura de oportunidad política en un sentido favorable: instituciones autonómicas y
municipales, medios de comunicación y, sobre todo, sentencias benignas con los insumisos por
parte de los tribunales han ejercido una presión real para la reforma de la Ley sobre los poderes
ejecutivo y legislativo. Esto último se ha podido comprobar con ocasión de las confrontaciones
electorales y la importancia de las promesas de reducción e incluso abolición de la mili o la
despenalización de la insumisión. La especificidad de este movimiento se refleja también en que el
principal impulsor del mismo ha sido un grupo independiente de los partidos políticos y en el que
inicialmente confluían ideas y valores de tipo religioso o libertario. Se trata del Movimiento de
Objeción de Conciencia (MOC) que, tras el rechazo por el Tribunal Constitucional del recurso
contra la Ley de Objeción de Conciencia antes mencionada, optó por radicalizar sus formas de
acción mediante el impulso de la insumisión colectiva. No obstante, a partir de 1984 también se
incorporan grupos de jóvenes vinculados a la izquierda extraparlamentaria que, no sin tensiones,
llegan a establecer formas de coordinación con el MOC. El año 1996 se configura sin embargo
como un momento de transición entre una fase de aumento de la simpatía del movimiento en la
sociedad y en agentes significativos del sistema político y otra en la que la promesa de un proyecto
de ley de creación de un ejército profesional por parte del nuevo gobierno ha restado protagonismo
a este movimiento pese a que la insumisión continúa penalizada en el nuevo Código Penal.
En cuanto al movimiento pacifista, la guerra del Golfo en 1991 constituyó un acontecimiento
precipitante de su reaparición en la escena política. Pero en esta ocasión, y a diferencia de la
etapa anterior, ya no fueron los grupos centrales los que llevaron la iniciativa en el discurso y en la
acción colectiva, manifestándose una diversidad de actividades ciudadanas en las que terminan
confluyendo pacifistas, objetores e insumisos, sindicatos, estudiantes, grupos cristianos, colectivos
de mujeres, Izquierda Unida y grupos políticos extraparlamentarios (Alonso, Barceló y Bustamante,
1991; Barroso, Río y Santacara, 1992). Más recientemente, únicamente en Andalucía se puede
observar cierta continuidad del movimiento, relacionada sin duda con la protesta contra la
permanencia de bases «hispano norteamericanas» como la de Rota. Aunque no conviene tampoco
ignorar el trabajo que en ámbitos como la enseñanza o la cultura pacifista realizan distintos
colectivos y, en particular, el que se expresa a través de la publicación periódica En Pie de Paz.
Respecto a la decisión del gobierno del PP sobre una integración completa en la estructura militar
de la OTAN antes de finales de 1996, pese a cuestionar el contenido mismo del referéndum de
1986, no parece que se esté encontrando con una fuerte oposición social capaz de frenar dicha
postura.
En lo que se refiere al movimiento de mujeres, su actividad ha sido muy diversificada en los últimos
años, ya que toda una variedad de grupos se ha ido consolidando, pese a que su difusión pública
ha sido muy desigual. Baste mencionar los Encuentros organizados por la Coordinadora Estatal de
Organizaciones Feministas o las jornadas celebradas en Barcelona en 1996, en conmemoración
de las que tuvieron lugar hace veinte años, para comprobar la vitalidad asociativa y cultural del
movimiento. Pero ese reconocimiento de su continuidad no impide reconocer que este movimiento
sigue enfrentado a riesgos de fragmentación y «ghetización» respecto a su capacidad de
incidencia en la estructura de oportunidad política. Se puede ir produciendo así un creciente
distanciamiento entre los grupos que privilegian una estrategia de reflexión y autoconstrucción de
la identidad y otros que bien se consolidan como grupos de interés o asistencial, bien se dirigen a
sectores de mujeres muy específicos, como las prostitutas. De cualquier forma, el cambio de
valores, aunque desigual y contrarrestado por la ola neoconservadora y neoliberal, ha afectado a
capas significativas de la sociedad. Desde el apoyo mayoritario de la opinión pública a la
ampliación de los supuestos del derecho al aborto hasta la denuncia de la «feminización de la
pobreza» por los sindicatos, una variedad de temas han sido objeto de debate y de maduración de
sus discursos por parte de los colectivos feministas. En el ámbito más estrictamente político, las
polémicas sobre la discriminación positiva y la democracia paritaria en los partidos y en el sistema
político siguen abiertas y han forzado ya ciertas modificaciones internas en determinados partidos
parlamentarlos.
Habría que incluir también entre los «nuevos» movimientos sociales al reciente movimiento
antirracista que se está desarrollando en España, pese a que el fenómeno migratorio no tiene la
misma importancia que en otros países de la UE. La aparición de colectivos del tipo «SOS
Racismo» en muchas ciudades apunta hacia un nuevo espacio público de actividad relacionada
directa o indirectamente con organismos de solidaridad Norte-Sur y con las ONGs de cooperación
para el desarrollo (Alonso, 1996). Es obligado añadir que también se ha podido comprobar una
relativa renovación de los movimientos urbanos, caracterizados por una reformulación de su
discurso y sus objetivos en el marco de la crisis ecológica, de la lucha contra la carestía de la
vivienda y por la «pacificación» del tráfico urbano en beneficio del transporte colectivo, así como en
la apuesta por nuevas formas de ocio y estilo de vida cotidiana. De esta forma, particularmente en
su componente juvenil, podrían ser punto de partida para la reconstrucción de un tejido asociativo
dotado de una dimensión comunitaria.
5. DE LA CRISIS A LA SUPERVIVENCIA
A lo largo de esta exposición he intentado resaltar las peculiaridades de los «nuevos» movimientos
sociales en el caso español. He empezado con una descripción a grandes trazos del contexto
histórico, económico, político y cultural para poder así comprender el retraso y las dificultades que
tuvieron para aparecer en la escena pública, siempre teniendo como referencia la comparación con
los que han ido surgiendo en Europa occidental. Pero esas particularidades no impiden que
también aquí se haya compartido y difundido entre determinadas capas sociales una crítica cultural
de las contradicciones de la modernidad y de los límites del Estado de bienestar, del sistema de
partidos o del ya frágil neocorporativismo que ha llegado a instalarse en el Estado español. Esos
movimientos han conocido distintas fases de evolución en función, sobre todo, de cómo ha ido
modificándose la estructura de oportunidad política en su conjunto, especialmente tras el acceso
del PSOE al gobierno en 1982, y los cambios que esto fue produciendo, en la izquierda, en el
movimiento obrero y en los movimientos nacionalistas. Como balance de toda esta trayectoria, se
podría concluir que, del mismo modo que ha sucedido con los partidos, su surgimiento ha sido
tardío y, en cambio, su crisis ha llegado demasiado pronto, sin dar tiempo a estos movimientos
para obtener los recursos necesarios que garantizaran su consolidación o arraigo social. En cuanto
a su estrategia orientada hacia el poder (independientemente de las distintas vías elegidas), estos
movimientos han obtenido escasos éxitos y, sobre todo, el desenlace desfavorable del referéndum
sobre la OTAN ha sido visto por todos ellos como una derrota. Tampoco su fuerza ha sido
suficiente para que, apoyándose en ella, surgiera una formación política «verde» o de izquierda
libertaria que pudiera actuar como exponente de sus demandas en el seno de las instituciones.
Cabe no obstante la duda respecto a cuál habría sido la evolución de estos movimientos y de una
posible nueva formación política en el caso de que se hubiera producido una victoria del «no» en el
referéndum mencionado. Pero en las condiciones creadas tras marzo de 1986 es constatable el
predominio en estos movimientos de la orientación socio-cultural, basada en una estrategia dirigida
a la formulación de unas señas de identidad propias y a la difusión de un discurso alternativo entre
los sectores sociales potencialmente afines a estos movimientos. En ese sentido sí se puede
sostener que se han constituido unas «redes de interacciones informales entre una pluralidad de
individuos, grupos y/u organizaciones, comprometidos en conflictos políticos o culturales, sobre la
base de identidades colectivas compartidas» (Diani, 1992; Pastor, 1992). Pese a que esa realidad
no se hace muy «visible» en el momento actual a través de un nuevo ciclo de movilizaciones, son
esas redes las que permiten al menos concluir que se ha logrado asegurar la continuidad de estos
movimientos. La celebración del Foro Alternativo a las reuniones en Madrid del Fondo Monetario
Internacional y del Banco Mundial en septiembre de 1994 podría ser considerada como la
demostración de la relativa buena salud de esas redes y colectivos que, aun con su débil realidad
organizativa, obtuvieron una respetable capacidad de convocatoria y repercusión pública de sus
debates y actividades a lo largo de una semana. Iniciativas similares, aunque de menor impacto,
han sido la Conferencia Mediterránea Alternativa en Barcelona y el Foro Alternativo a la Europa de
Maastricht en Madrid, celebrados ambos durante 1995. En relación con el sistema político, en
cambio, dada su escasa apertura y su dependencia creciente de la estructura de oportunidad
política que se está conformando en el marco de la UE (Tarrow, 1995), la mayoría de los grupos
presentes en estos movimientos parece optar por el distanciamt0 y la selección de las iniciativas
ciudadanas que pudieran obtener mayores apoyos, dadas las escasas oportunidades de éxito.
Probablemente sea el movimiento ecologista el que cuente con más posibilidades de logros
parciales, como de hecho ha conseguido, obteniendo así mayores recursos y alianzas para ofrecer
propuestas alternativas respecto a problemas que cuentan con cierta sensibilidad favorable de la
opinión pública, con lo cual se puede ir recreando nuevos espacios de acción política no
institucional. A este respecto no hay que olvidar tampoco que las particularidades de la estructura
de oportunidad política en determinadas Comunidades Autónomas (sistema de partidos y grupos
de interés, alianzas posibles entre movimientos nacionalistas y «nuevos» movimientos, papel de
los medios de comunicación) pueden favorecer esas expectativas16. Mención aparte ha merecido
el desarrollo de un movimiento juvenil de objeción de conciencia e insumisión que ha logrado
deslegitimar socialmente el servicio militar obligatorio y que parece poder combinar las lógicas
instrumental y expresiva en sus discursos y acciones. En este ámbito sí hemos podido observar un
proceso de diferenciación notable dentro de la estructura de oportunidad política que, aunque
augura nuevas dificultades para este movimiento a medida que se ponga en pie un ejército
profesional integrado en la OTAN, a corto plazo le ha proporcionado sin duda cierto grado de éxito.
En resumen, también en el Estado español se puede concluir que han emergido unos movimientos
dispuestos a ser expresión de una minoría crítica y ética enfrentada a un momento histórico de
crisis civilizatoria y de ofensiva neoconservadora en todos los órdenes. En realidad, su problema
sigue siendo el común a la historia de los movimientos sociales en el Estado español, según nos
ha recordado Álvarez junco: el de superar una «doble vida un tanto esquizofrénica» que les lleva a
combinar largos momentos de impotencia con otros breves de acción colectiva en los que la
respuesta ciudadana puede llegar a sorprender a sus propios convocantes (Álvarez junco, 1994).
4
El concepto de estructura de oportunidad política ha sido utilizado como una variable explicativa
clave con respecto a dos variables dependientes principales: el desarrollo temporal de la acción
colectiva y los resultados de la actividad del movimiento. En apariencia, la utilización primigenia del
concepto estaba relacionada con la primera de estas preguntas. Intentando comprender la
aparición de movimientos concretos, los defensores del modelo de proceso político buscaron
enlazar el desarrollo inicial de la insurgencia con «una expansión en las oportunidades políticas»
que fuese beneficiosa para el grupo opositor (Costain, 1992; McAdam, 1982). Paradójicamente, sin
embargo, la utilización inicial de Eisinger (1973) del concepto fue motivada por un deseo de
explicar la variación en la intensidad de la revuelta a lo largo de una amplia muestra de ciudades
americanas. Por lo tanto, la reciente avalancha de trabajos comparativos que analizan la fuerza de
la actividad del movimiento a lo largo de una serie de sistemas políticos nacionales (p.e. Kitschelt,
1986; Kriesi et al., 1992; Rucht, 1990) está más de acuerdo con la utilización inicial de Eisinger que
con la nominalmente «más vieja» tradición de estudios de caso únicos de la aparición del
movimiento.
Tampoco está claro que estas dos variables independientes agoten el espectro de fenómenos del
movimiento que son atribuidos a los efectos de las oportunidades políticas. Como hemos sugerido
anteriormente, la forma del movimiento aparecería como otra variable que es debida, en parte, a
las diferencias en la naturaleza de las oportunidades que ponen los movimientos en
funcionamiento. Si ordenamos los movimientos a lo largo de un continuum desde los más
pequeños esfuerzos institucionales por la reforma en un polo a las revoluciones en el otro, creo
que podemos discernir una relación general entre el tipo o forma del movimiento y los cambios en
las dimensiones de la oportunidad política de las que hemos hablado anteriormente. Cambios en la
estructura legal o institucional que conceden mayor acceso político formal a los grupos opositores
probablemente pondrán en funcionamiento el más estrecho e institucionalizado de los movimientos
reformistas. Por estrecho me refiero fundamentalmente a las tácticas que uno puede esperar que
tales movimientos empleen. En la medida en que el movimiento se ha movilizado como respuesta
a cambios concretos en las reglas de acceso, podemos esperar que actúe fundamentalmente para
explotar esa nueva grieta en el sistema. Así, por ejemplo, la candidatura independiente de Ross
Perot en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 1992 buscaba aprovecharse de
procedimientos y pautas recién liberalizadas que estructuran la movilización y el funcionamiento de
campañas de terceros partidos.
La aparición de nuevos aliados dentro de un sistema político anteriormente cerrado es posible que
esté relacionado también con el auge…. do. La mayor parte de los movimientos que encajan
dentro de la imagen de la perspectiva clásica de la movilización de recursos parecen ser este tipo.
Así el movimiento en contra de conducir bebido, con su focalización en un solo tema y su énfasis
en tácticas institucionalizadas, nació del apoyo de la National Highway Transportation Safety
Agency (Agencia Nacional de Seguridad en el Transporte por Autopista) y Otros aliados en la
Administración Reagan. De igual manera, la Administración Nixon ayudó a iniciar el movimiento
medioambiental en los Estados Unidos por medio de su esponsorización activa del primer Día de la
Tierra en 1970. Y aunque grupos medioambientales radicales como Earth First continúan
recibiendo una desproporcionada cantidad de atención por parte de los medios de comunicación,
el movimiento como tal continúa adhiriéndose a la perspectiva de reforma generalmente
institucionalizada cristalizado en el liderazgo de asociaciones como Sierra Club y Nature
Conservancy.
Según nos movemos hacia el extremo más radical o hasta revolucionario del continuum, las otras
dos dimensiones de la oportunidad política adquieren mayor relevancia. Un descenso significativo
en el deseo o la habilidad de reprimir tiende a estar relacionado con el auge de los movimientos de
protesta no institucionalizados, del tipo ejemplificado por el primer movimiento, cronológicamente
hablando, de los que habla Elena Zdravomyslova durante la transición a la democracia en Rusia.
La Unión Democrática, fue fundada en Leningrado/San Petersburgo en 1988, en gran medida
como respuesta al deshielo en el discurso público inspirado por Gorbachov y la concomitante
relajación del control social por parte de las autoridades estatales. Destaquemos, sin embargo, que
este descenso en la represión no otorgó a los disidentes mayor acceso institucionalizado al
sistema. Por lo tanto el movimiento permaneció amorfamente radical en sus objetivos y no
institucionalizado en sus formas.
Finalmente, tal y como han afirmado prácticamente todos los grandes teóricos de las revoluciones,
el desarrollo de divisiones significativas entre las elites políticas previamente estables se encuentra
entre los desencadenantes más importantes de esta muy especial e importante forma de acción
colectiva (Goldstone, 1991; Skocpol, 1979). Debe destacarse que el surgimiento de los
movimientos de reforma política con una base amplia, como por ejemplo el movimiento de los
derechos civiles americano (McAdam, 1982), también ha sido atribuido, en parte, al colapso de
alineamientos de dite duraderos. El caso es que la simple diferenciación entre reforma y revolución
se encuentra desdibujado llegado a este punto. La distinción sólo tiene sentido retrospectivamente.
Las revoluciones por definición están asociadas con transformaciones generalizadas del sistema,
mientras que no es el caso de los movimientos de reforma amplios. En otras palabras, la distinción
se debe menos a las diferencias internas entre los movimientos y más a la fuerza o debilidad
relativa de los sistemas con los que entran en confrontación. En su forma interna… reforma
radicales son parecidos, adoptando un amplio abanico de metas y utilizando una mezcla de
estrategias institucionalizadas y no institucionalizadas para conseguirlas.
Lo que se pretende en esta sección no es delinear una teoría completa acerca de la conexión entre
la oportunidad política y la forma del movimiento, sino simplemente llamar la atención sobre el
hecho de que existe una variedad de fenómenos que los analistas de los movimientos pueden y
han intentado explicar utilizando como referencia el concepto de estructura de oportunidad política.
Mientras que esto atestigua la riqueza potencial del concepto, también nos debiera servir como una
advertencia. Si hemos de evitar los peligros de la confusión conceptual, es de vital importancia que
seamos explícitos acerca de qué variable dependiente buscamos explicar y qué dimensiones de la
oportunidad política están relacionadas con tal explicación.
2. DIRECCIONES PARA INVESTIGACIONES FUTURAS
A pesar de todas las interesantes investigaciones que se han realizado hasta la fecha, todavía
quedan nuevos y excitantes ámbitos de reflexión teórica, de investigación que explorar en relación
al concepto de oportunidades políticas. Problemas de espacio hacen imposible proporcionar algo
que se aproxime a un relato exhaustivo de estas posibilidades investigadoras. En vez de ello,
simplemente he identificado tres temas relacionados con el concepto que creo que son fascinantes
y que todavía no han sido estudiados de manera seria por los analistas de los movimientos. Estos
tres temas debieran transmitir un sentido de la amplitud y diversidad de posibles nuevas
direcciones en el estudio de las oportunidades políticas.
2.1. Ciclos de protesta y oportunidades políticas
Mientras que anteriormente disentía de la inclusión efectuada por Brockett (1991, 254) de la
«localización temporal en el ciclo de protesta» de un movimiento como una dimensión separada de
la oportunidad política, sin embargo creo que tiene razón al enfatizar la importancia de esta
variable como un factor crítico en las diferentes trayectorias evolutivas de los movimientos. Existen
buenas razones para creer que los movimientos que contribuyen a poner en funcionamiento un
ciclo están sujetos a dinámicas evolutivas muy diferentes de las de aquellos que surgen en un
momento posterior del propio ciclo:
La primera categoría consiste en los poco frecuentes pero sumamente importantes, movimientos
iniciadores que señalan o ponen en funcionamiento un ciclo de protesta identificable... la segunda y
más numerosa categoría de movimientos incluye aquellos movimientos beneficiados que, en
diversa medida, obtienen su ímpetu e inspiración del movimiento iniciador original (McAdam, 1995).
¿Qué tiene todo esto que ver con el concepto de oportunidades políticas? Desde mi punto de vista,
todo. La aparición de un movimiento iniciador altamente visible cambia de manera significativa las
dinámicas de surgimiento de todos los movimientos posteriores. Esto se hace patente cuando
intentamos explicar el auge de movimientos beneficiados con los tres factores explicativos que
hemos enfatizado en este capítulo. Mientras que las estructuras movilizadoras y los procesos de
7nmarcaje parecen ser importantes en el caso de todos los movimientos, «la expansión de las
oportunidades políticas» puede ser menos relevante para el auge de muchos movimientos
beneficiados. Al hablar de la expansión de las oportunidades políticas me refiero a cambios ya sea
en los rasgos institucionales, en los alineamientos políticos informales o en la capacidad represiva
de un determinado sistema político que reducen de manera significativa la disparidad de poder
entre un determinado grupo opositor y el Estado. Con esta definición nos veríamos con dificultades
para documentar una expansión significativa en las oportunidades políticas en el caso de todos —o
la mayoría— de los movimientos beneficiados. Existe una excepción general a esta afirmación.
Esta se refiere a la extraordinaria expansión en oportunidades que acompaña a cualquier ciclo
revolucionario. En el caso de las revoluciones, el viejo régimen está tan paralizado por los
movimientos iniciadores —o lo que Tarrow (1994) llama «madrugadores»— que lo hacen
vulnerable al desafío de todo tipo de retadores.
En el caso de los ciclos de reforma, sin embargo, no hay un aumento necesario en la
vulnerabilidad del sistema en relación a todos los posteriores movimientos beneficiados. Si
tomamos el ejemplo del ciclo de reforma americano de los años sesenta, a pesar de que muchos
en la izquierda creyesen que a finales de los años sesenta el Estado americano estaba al borde del
colapso, una rápida mirada a diversas medidas de estabilidad fiscal y política parece apoyar la
conclusión opuesta. El Estado se mantuvo fuerte a lo largo del período y en general invulnerable a
la mayor parte de los movimientos que proliferaron durante esos años.
El movimiento a favor de los derechos de los homosexuales nos proporciona un buen ejemplo. La
denominada revuelta de Stonewall en julio de 1969 es vista generalmente como el origen del
movimiento. La revuelta se originó cuando los clientes del Stonewall, un bar de homosexuales en
Greenwich Village, se defendieron después de una redada policial en el establecimiento. Desde
este instante el movimiento se desarrolló rápidamente, dando origen a un número de grupos pro-
derechos de los homosexuales, pero para finales de los años setenta había decaído como
fenómeno organizado.
Es difícil dar cuenta del auge de este movimiento sobre la base de la expansión de las
oportunidades políticas. Sería difícil identificar cualquier cambio concreto en los rasgos
institucionales del sistema que repentinamente diera ventajas a los homosexuales. Tampoco
parece que el movimiento se beneficiase de ningún alineamiento político fuerte durante este
período. De hecho el movimiento se vio precedido por un re- alineamiento electoral altamente
significativo que tan sólo puede ser interpretado como desventajoso para los homosexuales. Me
estoy refiriendo por supuesto a la llegada a la Casa Blanca de Richard Nixon en 1968, marcando el
final de un largo período de dominio demócrata en la política presidencial. Por lo tanto, si
analizamos el contexto, parece ser que el movimiento surgió en una situación en la que las
oportunidades políticas menguaban.
En general, parecería haber cierta falta de lógica en el argumento de que un ciclo de protesta
mejora la fuerza de negociación de todos los contendientes organizados. Sin embargo, las
demandas del iniciador y otros movimientos madrugadores parecen cerrar el camino a los últimos
en aparecer. Por supuesto que la historia del ciclo de protesta americano de los años sesenta
puede ser interpretada en estos términos. En torno al movimiento de los derechos civiles y otros
movimientos madrugadores —fundamentalmente los movimientos estudiantiles, anti-guerra y de
mujeres— se concentraron la mayor parte de la atención y victorias importantes, y los que llegaron
posteriormente —derechos de los homosexuales, movimiento indio, etc.— nunca fueron realmente
capaces de atraer la atención del público al nivel necesario para alcanzar el éxito. No puedo estar
seguro de que mi interpretación sea la correcta, pero al menos es consistente con la sospecha más
general de que no todos los movimientos beneficiados necesariamente obtienen ventajas por estar
incluidos en un ciclo de reforma más amplio. En concreto, creo que hay buenas razones para
sospechar que esos movimientos que surgen relativamente tarde en el ciclo de protesta de reforma
sufren una desventaja por la necesidad de tener que enfrentarse a un estado que ya está
preocupado por las sustanciales demandas y las presiones políticas generadas por los
madrugadores.
Finalmente, al argumentar en contra de la idea de que los ciclos de protesta invariablemente hacen
al sistema político afectado vulnerable al reto por parte de todos los movimientos participantes, me
he mantenido lejos de aquella categoría especial de los movimientos beneficiados para los cuales
el argumento de las oportunidades es claramente insostenible. Me refiero sobre todo a aquellos
movimientos beneficiados que se desarrollan en países que no son los del movimiento iniciador. La
idea es, a pesar de nuestro lenguaje descriptivo (p.e. «el ciclo de protesta italiano de los años
sesenta y setenta»), que los ciclos de protesta no necesariamente se ajustan a divisiones
nacionales claras. La turbulencia política generalizada que caracterizó a gran parte de la Europa
occidental en 1847-1848 es un ejemplo obvio e instructivo. La mayor parte de la atención que los
estudiosos han prestado a esta época se ha prodigado en Francia y en la revolución de París que
tuvo lugar en febrero de 1848. Pero como señala Tarrow (1994), «un historiador eminentemente
francés como es Halevy afirmará que “la revolución de 1848 no surgió de las barricadas parisinas
sino de la guerra civil suiza”. Los resultados preliminares obtenidos en un estudio que se está
llevando a cabo sobre los lazos entre la nueva izquierda estudiantil americana y alemana de los
años sesenta apoyan una conclusión similar. El surgimiento del movimiento estudiantil alemán
parece ser deudor tanto de los hechos acontecidos en los Estados Unidos como de los cambios
políticos sustantivos dentro de Alemania (McAdam y Rucht, 1993).
La implicación teórica importante de todo esto es que al centrar la parte más relevante de la
atención empírica en movimientos iniciadores muy visibles tales como por ejemplo el movimiento
americano de derechos civiles (McAdam, 1982) y el movimiento de mujeres americano (Costain,
1992), quizás hayamos exagerado el papel de las oportunidades políticas en la aparición de la
acción colectiva. Para entender mejor el papel de las oportunidades políticas en la aparición del
movimiento hemos de mirar hacia las dinámicas tanto evolutivas de los recién llegados como de los
madrugadores. Mi propia sospecha es que los movimientos beneficiados deben menos a las
oportunidades políticas expansivas que a complejos procesos de difusión por los cuales las
lecciones en ideas, tácticas y organización de los madrugadores se encuentran disponibles para
los siguientes opositores. Pero sólo a través de un trabajo empírico sistemático seremos capaces
de probar esta sospecha impresionista.
1. LAS FUENTES DE LA PRODUCCIÓN SIMBÓLICA
EN LAS TEORÍAS CLÁSICAS DE LA ACCIÓN COLECTIVA
La teoría de la sociedad de masas encuentra en las características propias de la sociedad
moderna i>s condiciones apropiadas para la movilización colectiva. Entre estas características
estarían la pérdida de autoridad por parte de las elites institucionales y la pérdida de comunidad
que conduce a un aislamiento progresivo de los individuos y a la aparición de unas relaciones
sociales amorfas. El aislamiento conduce a una atomización social, engendrando fuertes
sentimientos de alienación y ansiedad, antesala de la predisposición a los comportamientos
extremos para evadirse de las tensiones. Como afirma Kornhauser, «la sociedad de masas es
objetivamente la sociedad atomizada y subjetivamente la población alienada» (Kornhauser, 1969,
30).
En este tipo de sociedad los individuos se comportan como masas porque tienen un
comportamiento colectivo que presenta las siguientes características: a) el foco de la atención se
halla muy alejado de la experiencia personal y de la vida cotidiana, b) la modalidad de reacción
ante objetos lejanos es directa, c) tiende a la inestabilidad, cambiando con rapidez su foco de
atención y la intensidad de la reacción, d) cuando se organiza en torno a un programa y adquiere
continuidad de esfuerzos, asume carácter de movimiento de masas (Kornhauser, 1969, 40-44).
Junto a estas masas también existen elites, constituidas por aquellos que ocupan las posiciones
sociales más elevadas dentro de la estructura social, y grupos disponibles que no constituyen
elites. Las elites son fácilmente accesibles a la influencia de los grupos que no constituyen elites, y
estos últimos se encuentran en alta disponibilidad para ser movilizados por aquéllos.
Un rasgo peculiar de la estructura de la sociedad de masas es que carece de relaciones
intermedias, por lo que se puede considerar como una sociedad atomizada. Existen tres niveles de
relaciones sociales: a) las relaciones altamente personales o primarias como a familia, b) las
relaciones intermedias como las comunidades locales, las asociaciones voluntarias y los grupos
ocupacionales, y c) las relaciones que abarcan la población: el Estado. La sociedad de masas se
diferencia por amiento de las relaciones personales, la debilidad de las relaciones intermedias y la
centralización de las relaciones nacionales. Esta estructura de relaciones genera una cultura y una
personalidad características. A nivel cultural, la ausencia de variedad de grupos locales produce
carencia de variedad de culturas locales, y la existencia de relaciones de masas se asocia con la
presencia de normas de masas, lo debilita la base cultural de las lealtades múltiples y fortalece la
legitimación de la masa; las normas de masas son uniformes y fluidas, ya 1cambian con facilidad. A
nivel psicológico, la sociedad de masas tiende a separar a los individuos entre sí, y el auto
extrañamiento acentúa predisposición del individuo a buscar «soluciones» activistas para la
angustia que acompaña a la alienación personal. De esta manera el hombre-masa se halla
disponible para ser movilizado por movimientos de masas, ya que carece de un conjunto vigoroso
de normas internalizadas que han sido reemplazadas por las normas de la masa. En estas
condiciones, «el individuo busca vencer la angustia que acompaña a la auto alienación con la
apatía o el activismo. Tanto el retiro de la actividad como el sumergirse en ella constituyen
reacciones características del hombre-masa» (Kornhauser, 1969, 108-109).
Para los teóricos de la sociedad de masas son las discontinuidades que se producen en el orden
social las causas inmediatas del surgimiento de movimientos sociales. Son situaciones como la
guerra, con su proceso de desintegración de las estructuras sociales, o una depresión económica,
con sus secuelas sobre el desempleo, el caldo cultivo de comportamientos de masas; pero son,
sobre todo, las discontinuidades en la autoridad (existencia de un gobierno democrático carente de
la presencia de grupos independientes que defienden los derechos individuales y la estructura
básica de la autoridad) y las fracturas en la comunidad (la manera en que se introduce la industria
y el proceso de urbanización con sus ritmos de cambio) las ates sociales de los movimientos de
masas (Kornhauser, 1969, -164). El elemento central sobre el que pivota la interpretación s
movimientos de masas resulta ser el grado de cohesión social en una determinada sociedad. La
cohesión social se mide r el grado de legitimación de la autoridad y por el número y carácter de las
estructuras intermedias existentes entre los individuos aislados y el orden social.
Muy cercana a la teoría de la sociedad de masas se encuentra el en que del comportamiento
colectivo de N. Smelser. Una de las diferencias fundamentales entre ambos enfoques es que el
comportamiento « Colectivo no trata de analizar los movimientos sociales con criterios distintos
sino con las mismas categorías que el comportamiento convencional. Ello se debe, según Smelser,
al hecho de que aunque el comportamiento colectivo es un intento de redefinición colectiva de una
situación estructurada, y el comportamiento convencional implica la realización o adecuación a
unas expectativas ya establecidas, ambos tipos deben hacer frente a las exigencias impuestas por
la vida social y, por lo tanto, pueden ser analizados con los componentes de la acción social. Para
Smelser el comportamiento colectivo es una «movilización no institucionalizada para la acción, a fin
de modificar tina o más clases de tensión, basadas en una reconstrucción generalizada de un
componente de la acción» (Smelser, 1989, 86).
Existen diferencias importantes entre los distintos episodios colectivos, ya que nos podemos
encontrar con estallidos colectivos como el miedo, el pánico y las locuras o disturbios hostiles, y los
movimientos colectivos que se refieren a esfuerzos colectivos conscientes por modificar las normas
o valores sociales. Ahora bien, en todo comportamiento colectivo existe una tensión estructural
subyacente. Los individuos se unen para actuar cooperativamente cuando algo funciona mal en su
ambiente social o las personas deciden unirse a un movimiento social porque padecen las
injusticias de las convenciones sociales existentes. Al conjunto de determinantes de la génesis del
comportamiento colectivo Smelser lo denomina tensión estructural. En la acción colectiva se ven
implicados varios niveles de los componentes de la acción que son:
a) los instrumentos de situación que el actor utiliza como medios (el conocimiento del ambiente, la
previsibilidad de las consecuencias de la acción, etc.), b) la movilización de la energía necesaria
para alcanzar los fines definidos (motivaciones en el caso de personas individuales y organización
en el caso de sistemas sociales o interacciones entre individuos), c) las reglas que orientan la
búsqueda de ciertas metas que deben encontrarse entre las normas, y d) los fines generalizados o
valores que proporcionan guías para la orientación del comportamiento (Smelser, 1989, 36).
El comportamiento colectivo es un intento de solucionar las consecuencias generadas por la
tensión. Los individuos combinan varios componentes de la acción en una creencia que pretende
aportar soluciones a la situación. Cuando las personas se movilizan como consecuencia de la
extensión de dicha creencia nos encontramos ante una situación de comportamiento colectivo.
Estas creencias generalizadas mueven a las personas a participar en la acción colectiva y crean
una cultura común que hace posible el liderazgo, la movilización y la acción concertada (Smelser,
1989, 97). Pero el comportamiento colectivo se encuentra determinado por seis componentes: 1) la
conductividad estructural, 2) la tensión estructural, 3) la cristalización de una creencia
generalizada, 4) los factores precipitantes, 5) la movilización para la acción, 6) el control social. Por
conductividad estructural debemos entender el grado en que cualquier estructura permite cierto
tipo de comportamiento colectivo. Si nos centramos en los dos tipos de comportamiento colectivo
más próximos a nuestra idea de movimiento social, la conductividad se refiere a la posibilidad de
demandar modificaciones de normas (movimiento normativo) o valores sociales (movimiento
valorativo). Algunas características de la estructura social facilitan o dificultan la acción de un
movimiento social. Así, la diferenciación institucional, la disponibilidad de medios para la expresión
de
quejas, el alejamiento y aislamiento entre movimientos y la posibilidad de comunicarse a fin de
que puedan extenderse las creencias y se luzca una movilización para la acción son algunas
características i conductividad.
La tensión indica el deterioro de las relaciones entre las partes de un sistema. Así, la presencia de
un movimiento normativo señala la ausencia de armonía ente los estándares normativos y las
condiciones sociales reales. Estas situaciones suelen producirse cuando las normas o las
condiciones sociales experimentan un cambio rápido en un período de tiempo relativamente breve.
La aparición de nuevos valores suele dar lugar a nuevas formas de definición social de la realidad
por las e condiciones sociales que habían pasado inadvertidas hasta entonces pasan a
categorizarse como «males». Las creencias suponen una definición compartida de la realidad,
mediante la que se trata de «explicar» la situación en la que se encuentran las personas. Según
Smelser las creencias han podido existir durante mucho tiempo en estado latente, activándose bajo
determinadas condiciones de conductividad estructural y de tensión. Las creencias generalizadas
incorporan habitualmente un diagnóstico sobre las fuerzas y agentes responsables del fracaso de
la regulación normativa o valorativa, así como un esbozo de programa alternativo. La combinación
de estos elementos constituye lo que podríamos denominar una causa en cuyo nombre se
movilizan los agraviados.
Para el desarrollo de las creencias generalizadas es importante la aparición de factores
precipitantes que crean una sensación de urgencia y aceleran la movilización para la acción. Estos
factores precipitantes den ser accidentales o buscados, pero en cualquier caso alcanzan a1to
grado de significación social para aquellos que se movilizan. El proceso de valor agregado que es
un movimiento normativo o valorativo se encuentra determinado por la movilización de sus
participantes en una acción colectiva. Esta movilización depende de factores como el papel
desempeñado por los líderes en la organización de la movilización, la gestión de la fase real y
posterior de la movilización, el éxito o fracaso de las tácticas utilizadas, así como el desarrollo
posterior al éxito o fracaso durante la fase de agitación activa. Un último determinante de un
movimiento normativo o valorativo depende, en opinión de Smelser, del comportamiento de los
agentes de control social, ya que éstos pueden responder a las demandas de aquéllos de forma
flexible y abierta o de manera contundente, cerrándose a sus reivindicaciones y utilizando
mecanismos de contención y represión de la movilización social.
Un elemento importante que encontramos entre las aportaciones de la teoría del comportamiento
colectivo es haber señalado la contribución de los movimientos sociales a la transformación de las
normas y valores que rigen en la sociedad. Mientras Smelser parece detenerse en los procesos
estructurales que acompañan dichos cambios, autores como Blumer o Turner y Killian se han
centrado más en lo que estos procesos tienen de tarea colectiva. Blumer lo expresa correctamente
cuando afirma que el término comportamiento colectivo se refiere a las acciones de dos o más
individuos que actúan juntos o colectivamente. Este factor colectivo es el que hace que sea esta
forma de acción distinta a otras, puesto que sirve para: a) apoyar, reforzar, influenciar, inhibir o
suprimir la participación individual, b) establecer formas de relación diferentes de las que existen en
grupos pequeños, lo que tiene efectos sobre el proceso de interacción y sobre las formas de
comunicación, c) la organización sobre la que debe descansar la movilización para la acción, en la
medida en que una organización tan extensa, diversificada y conectada indirectamente requiere
formas de liderazgo, coordinación y control distintivos de los existentes en grupos pequeños
(Blumer, 1957, 128-130).
Los movimientos sociales son una manifestación de la acción colectiva que Blumer define como un
esfuerzo colectivo por transformar las relaciones sociales establecidas en un área determinada, o
también un amplio cambio en las relaciones sociales sin guía que implica, aunque de forma
inconsciente, un número importante de participantes. Para Blumer un movimiento conscientemente
dirigido y organizado no puede explicarse simplemente en términos de la disposición psicológica o
motivación de las personas, o de la difusión de una ideología. Estas explicaciones olvidan el hecho
de que «un movimiento tiene que ser construido». Estos dos factores o variables son importantes,
y deben ser tenidos en cuenta. Sin embargo, el incremento de simpatizantes o miembros
raramente se produce a través de la mera combinación de un llamamiento y una inclinación
psicológica individual previa sobre las cuales se ejerce presión. Por el contrario, el probable
simpatizante o miembro tiene que ser activado, alimentado y dirigido, y el llamamiento tiene que
ser desarrollado y adaptado. Ello ocurre a través de un proceso en el que «la atención ha de ser
ganada, los intereses despertados, los agravios explotados, las ideas implantadas, las dudas
disipadas, los sentimientos activados, nuevos objetos creados y nuevas perspectivas desarrolladas
[...] ello ocurre a través del contacto interpersonal, en una situación social estructurada donde los
individuos in(tan mutuamente» (Blumer, 1957, 148). Lo que en nuestra opinión tiene de relevante la
aportación de Blumer es haber llamado la n sobre la relevancia de dedicar más atención a los
procesos de construcción social de la protesta, en lo que afecta al control y retención de los
miembros de un movimiento, el desarrollo del entusiasmo, la cohesión interna y el compromiso
individual, así como el papel de los objetivos, los mitos, las reivindicaciones, los argumentos y las
racionalizaciones que colectivamente constituyen una ideología y que tienen un afecto importante
sobre los participantes en un movimiento social.
En esta misma dirección insisten Turner y Killian al analizar los movimientos sociales como una
acción colectiva continuada encaminada a promover o resistir un cambio en la sociedad o grupo
del cual forma parte (Turner y Killian, 1957, 308). De esta definición, Killian extrae cuatro
características de un movimiento social: 1) la existencia de valores compartidos, una meta o un
objetivo sostenido por una ideología, 2) un sentido de pertenencia, un sentimiento de «nosotros»,
que establece una distinción entre los que están a favor y en contra, 3) normas compartidas de
cómo deben actuar los seguidores y definiciones de los no miembros, y 4) una estructura con una
división del trabajo entre los líderes y las diferentes clases de seguidores. La génesis de un
movimiento social debe buscarse en la insatisfacción o no conformidad con una determinada
situación social, que al ser transmitida o otros o compartida por otros individuos puede dar lugar a
la emergencia de un movimiento social. Sin embargo, dos condiciones debe reunir para su
desarrollo: la existencia de una visión, una creencia en, la posibilidad de un estado de cosas
diferente y una organización duradera dedicad a la consecución de dicha visión (Killian, 1964, 433).
En opinión de Killian, los valores de un movimiento nunca son completamente nuevos ni exclusivos
del movimiento, ya que en muchos os esos valores han existido antes en la sociedad —quizás
durante largo tiempo— y pueden ser compartidos por muchos miembros de la sociedad. Por ello, lo
que constituye el sello de un movimiento social es el carácter estructurado de la acción colectiva.
Dos aspectos se resaltan: el liderazgo y los partidarios. Existen, al menos, tres tipos diferentes de
liderazgo: el carismático, el administrativo y el intelectual.
En relación con los partidarios, el autor señala su heterogeneidad, tanto por sus características
(edad, sexo o clase social) como por sus Orientaciones hacia el movimiento y sus valores. Si
consideramos la naturaleza colectiva de un movimiento social, lo realmente relevante no es tanto
por qué razón un activista decide incorporarse a él como lo que sucede a sus miembros con
posterioridad a este momento y como resultado de las interacciones que se producen dentro de él.
Tanto el desarrollo como el resultado de un movimiento social dependen de las interacciones que
se producen en su interior entre líderes, el núcleo reducido de activistas y los partidarios, así como
de las interacciones que se establecen entre el movimiento, los oponentes y contra- movimientos y
el entorno más amplio de la sociedad en que actúa. El hecho de tener que desenvolverse en un
entorno afable u hostil tiene una profunda influencia en la dinámica del movimiento. Durante los
primeros momentos de vida de un movimiento tiene lugar un período de profunda producción
cultural en el que intervienen un número mayor o menor de personas que entran en interacción y
que contribuyen a crear un sentido de unidad, a definir de manera general los valores que se
desean alcanzar, así como los objetivos que se pretenden conseguir y la estrategia a seguir.
La razón de ser de un movimiento es un valor o conjunto de valores, la visión de un objetivo que
será alcanzado con el esfuerzo voluntario de sus activistas y en torno al cual se congregan sus
partidarios. Estos valores pueden ser progresistas o reaccionarlos, generales o restringidos,
explícitos o implícitos. Los valores tienen una segunda dimensión que hace referencia a los medios
a través de los cuales los fines pueden ser alcanzados. Estos medios, en tanto que escalones
intermedios hacia la conquista de los valores más abstractos, pueden transformarse en valores en
sí mismos (la reorganización de la sociedad, la transformación personal). El sistema de valores de
un movimiento abarca la ideología, la justificación de los valores. En ocasiones la ideología es el
resultado de la producción de los intelectuales pero también se desarrolla a través de las
interacciones informales de sus miembros y llega a formar una parte estable del sistema de
creencias.
La ideología estaría constituida por cuatro elementos: 1) una visión de la historia que pretende
mostrar que los objetivos del movimiento están en armonía con las tradiciones de la sociedad; 2)
también incorpora dos visiones del futuro, una visión del paraíso y una visión del infierno; 3) la
necesidad del éxito del movimiento es dramatizada con un retrato de las condiciones miserables
que resultarán si el movimiento fracasa; 4) muy cercano a los mitos, encontramos un conjunto de
concepciones estereotipadas de los «héroes» y «villanos» del conflicto en el que se encuentra
envuelto el movimiento. Además de una ideología, un movimiento social también desarrolla ciertas
normas sociales. Estas normas se orientan a procurar la disciplina interna del movimiento. Hacen
mención al comportamiento de los activistas para que actúen lealmente, refuercen su identificación
con el movimiento y, en algunos casos, se separen de los no miembros. Estas normas se refieren a
los activistas propios del movimiento, pero pueden llegar a dirigir el conjunto de las actividades
cotidianas de los miembros. La conformidad con las demandas culturales de un movimiento
refuerza el sentimiento de pertenencia del individuo y asegura la lealtad hacia los compañeros
(Killian, 1964, 434-43 9).
Los valores de las poblaciones occidentales han ido cambiando de un énfasis abrumador sobre el
bienestar material y la seguridad económica hacia un énfasis mucho mayor en la calidad de vida.
[...] Hoy en día un porcentaje sin precedentes de la población occidental ha sido educado bajo
condiciones excepcionales de seguridad económica. La seguridad física y económica es algo que
sigue siendo evaluado positivamente, pero su prioridad relativa es más baja que en el pasado.
Mantenemos la hipótesis de que también está teniendo lugar un cambio significativo en la
distribución de las cualificaciones políticas. Un porcentaje cada vez más alto de la población está
mostrando la suficiente comprensión e interés por la política nacional e internacional como para
poder participar en la toma de decisiones a ese nivel [...j. El nuevo estilo político que hemos
llamado de <desafío a la elites>’ ofrece a la población un papel cada vez más importante en la
toma de de7 cisiones específicas y no sólo la posibilidad de elección entre dos o más grupos de
personas que tomen las decisiones (Inglehart, 1977, 3).
El cambio social, que se ha acelerado en las modernas sociedades industriales como
consecuencia de la innovación científica, el desarrollo económico y la multiplicación de la
información, estaría transformando la forma en que los actores sociales evalúan la sociedad y su
propio destino vital. A lo largo de las últimas décadas se viene produciendo un cambio cultural que
afecta sobre todo a los más jóvenes, que han sido educados y han vivido una época de «seguridad
y prosperidad económicas sin precedentes». Esta generación se caracterizaría por tu presencia
importante de valores postmaterialistas, mientras que las generaciones anteriores socializadas en
momentos de inseguridad y escasez económica se inclinarían en mayor grado hacia valores
materialistas. Esta tesis se basa en dos hipótesis:
1) Una hipótesis de la escasez, que sugiere que las prioridades de un individuo reflejan su medio
ambiente socio-económico, de manera que uno concede un mayor valor subjetivo a aquellas cosas
de las que tiene una provisión relativamente escasa. 2) Una hipótesis de socialización según la
cual, en gran medida, los valores básicos que uno tiene reflejan las condiciones que prevalecieron
durante los años pre adultos que uno ha vivido. Unidas, estas dos hipótesis implican que como
resultado de una prosperidad sin precedentes históricos y de la ausencia de guerras que ha
prevalecido en los países occidentales desde 1945, las cohortes de nacimiento más jóvenes ponen
menos énfasis en la seguridad física y económica de lo que lo hacen los grupos más viejos, que
han experimentado un grado mucho mayor de inseguridad económica. Por el contrario, las
cohortes de nacimiento más jóvenes tienden a dar mayor prioridad a las necesidades no-
materiales,
como el sentido de comunidad y la calidad de vida (Inglehart, 1991, 47-48).
El surgimiento de los nuevos movimientos sociales durante la década de los años sesenta
se ve impulsado por este proceso de cambio de valores intergeneracional La prioridad de los
valores postmaterialistas produciendo que las instituciones presten atención a nuevos temas
políticos que coinciden con las reivindicaciones de los nuevos movimientos sociales. La
constatación empírica de un mayor apoyo a los valores postmaterialistas entre los jóvenes no
refleja sólo un efecto de la edad sino un cambio generacional. Por otro lado, así como ocurrió
anteriormente con las sociedades agraria e industrial, el surgimiento de la sociedad postindustrial
está generando una forma propia de ver el cosmos:
La mayoría de la gente pasa sus horas productivas enfrentándose a otras personas y a símbolos
[...1. No se centran en la producción de objetos materiales, sino j la comunicación y el
procesamiento de información y el producto crucial es la novación y el conocimiento. Sería de
esperar que este desarrollo condujera al surgimiento de una visión del mundo menos mecanicista e
instrumental, una visión que concediera más importancia a la comprensión del sentido y el
propósito de la vida humana (Inglehart, 1991, 197).
En cambio de unos valores materialistas a otros postmaterialistas un impacto significativo sobre el
comportamiento electoral. Algunos analistas hablan del modelo de la «nueva política>>, consistiría
en la aparición de una nueva polarización frente a la c6n ideológica tradicional entre izquierda y
derecha. Según Inglehart, cada vez más las masas se ven implicadas en la vida política, entre
otras razones por el cambio inducido por los valores postmaterialistas, lo que ha conducido a una
situación un tanto paradójica:
Pero donde realmente la dimensión materialista/pos materialista resulta fundamental es a la hora
de explicar el auge de los nuevos movimientos sociales. Para Inglehart los problemas u
organizaciones son secundarlos frente a los sistemas de valores, ya que éstos proporcionan la
motivación para que las personas actúen. La dimensión pos materialista «ha jugado un papel
crucial en el surgimiento de la ola de nuevos movimientos sociales»:
En realidad los valores postmaterialistas subyacen a muchos de los nuevos movimientos
sociales. ... Las antiguas orientaciones (el conflicto entre clases sociales) ya no reflejan
adecuadamente temas conflictivos nuevos como el movimiento feminista, el ecologista o la
oposición a la energía nuclear. Como persiguen metas que los partidos políticos existentes no
buscan porque no están adaptados para hacerlo, los postmaterialistas tienden a volcarse en los
nuevos movimientos sociales (Inglehart, 1991, 421).
Después de analizar datos relativos a los movimientos pacifista, ecologista y antinuclear de doce
países europeos, Inglehart concluye que la adhesión a valores materialistas o postmaterialistas es
el factor más importante para explicar tanto las intenciones de conducta como la conducta efectiva.
Este factor es un mejor predictor que la movilización cognitiva (nivel de estudios más frecuencia de
conversaciones políticas con los amigos) o la ideología. De todos los factores explicativos de la
participación en los nuevos movimientos sociales, la adhesión a valores postmaterialistas es el más
fuerte (Inglehart, 1990).
Los enfoques teóricos sobre el proceso de modernización que hemos considerado tienen en
común el hecho de poner su énfasis en los elementos estructurales de la sociedad. La existencia
de un mundo sin hogar era, para Berger, el resultado de un doble proceso de racionalización y
burocratización de la sociedad moderna. La gramática de las formas de vida aparece como
necesidad de respuesta ante la colonización del mundo-de-la-vida que los medios poder y dinero
llevan a cabo, en palabras de Habermas. El nuevo paradigma era para Offe el resultado de una
búsqueda de autonomía e identidad individual y colectiva, más allá de las atrofiantes estructuras
emanadas del consenso postbélico en torno al mantenimiento del Estado de bienestar. La
aparición de valores postmaterialistas eran para Inglehart resultado de factores como el bienestar y
la socialización.
Lo que autores como Berger, Habermas, Offe o Inglehart están planteando con absoluta
radicalidad son las condiciones estructurales de la producción simbólica en las sociedades
industriales avanzadas. Hay, sin embargo, un problema que no termina de plantearse
adecuadamente. Al margen de las dificultades, no sólo terminológicas, que plantea la dicotomía
radicalizada entre materialistas y pos materialistas utilizada por Inglehart, lo que me parece que
puede conducir a una interpretación equivocada es la afirmación de que «la dimensión pos
materialista ha jugado un papel crucial en el surgimiento de la ola de nuevos movimientos
sociales» o que «el surgimiento del pos materialismo fue una de las condiciones clave que
facilitaron el desarrollo del
miento pacifista o ecologista». De estas afirmaciones puede deducirse que la existencia y
extensión de los valores pos materialistas son precondición de la aparición y auge de los
movimientos sociales, minando el hecho de que son los movimientos sociales los que producen,
hacen surgir y reformulan los valores. Y es esta relación la que de quedar oculta en la formulación
de Inglehart. En el próximo apartado dedicaremos nuestra atención a dicho problema.
Tres tipos de elementos pueden encontrarse en una identidad colectiva. En primer lugar, implica la
presencia de aspectos cognitivos que se refieren a una definición sobre los fines, los medios y el
ámbito de la u colectiva. Este nivel cognitivo está presente en una serie de rituales, prácticas y
producciones culturales que en ocasiones muestran
gran coherencia (cuando son ampliamente compartidos por los participantes en la acción colectiva
o, incluso, en el conjunto de una determinada sociedad), y en otras circunstancias presenta una
amplia redad de visiones divergentes o conflictivas. En segundo lugar, hacer referencia a una red
de relaciones entre actores que comunican, influencian, interactúan, negocian entre sí y adoptan
decisiones. Según Melucci, este entramado de relaciones puede presentar una gran versati1idad
en cuanto a formas de organización, modelos de liderazgo, canales y tecnologías de
comunicación. En tercer lugar, requiere un cierto grado de implicación emocional, posibilitando a
los activistas sentirse parte de un «nosotros». Puesto que las emociones también forman parte de
una identidad colectiva, su significación no puede ser enteramente reducida a un cálculo de costes
y beneficios, y este aspecto es especialmente relevante en aquellas manifestaciones menos
institucionalizadas de la vida social como son los movimientos sociales (Melucci, 1989, 1995 y
1996).
El concepto de identidad colectiva formulado por Melucci permite entroncar con aquella tradición
teórica clásica de la acción colectiva que se fijaba sobre todo en la producción cultural de los
movimientos sociales. En esta tradición, Melucci ha sabido ver como nadie esta dimensión,
constructivista de la acción colectiva, al tiempo que resalta los desafíos simbólicos que emergen en
las redes sumergidas de los movimientos sociales en un largo proceso de elaboración durante los
momentos de latencia o inactividad pública (visibilidad).
4. COMENTARLOS FINAI.ES
Los enfoques que consideraban la acción colectiva característica de individuos poco o mal
integrados en la sociedad y procedente de sectores marginados han sido reemplazados por otros
que ponen su acento en la búsqueda racional de determinados objetivos privados o metas
colectivas.
El predominio de los análisis basados en la teoría de la elección racional ha conducido a privilegiar
aspectos como los recursos, la organización y las oportunidades que los grupos estructurados
deben gestionar eficazmente en su acción estratégica con que pretenden alcanzar éxito en su
movilización. Lamentablemente, esta forma de entender la acción colectiva no ha prestado tanta
atención a los aspectos simbólicos y culturales también presentes en el proceso de movilización
colectiva.
El análisis de los aspectos simbólicos cuenta con una larga tradición, como hemos puesto de
manifiesto recuperando las aportaciones de autores clásicos como Blumer, Killian o Turner.
También pensadores como Smelser reconocen su relevancia, aunque se centran más en los
aspectos estructurales que enmarcan la acción colectiva de los movimientos sociales.
En las sociedades capitalistas avanzadas nuevas condiciones estructurales acompañan la
emergencia y desarrollo de nuevas o renovadas formas de movilización colectiva, como han
puesto de manifiesto los diagnósticos de Berger, Habermas, Offe e Inglehart. Para estos autores
una de las aportaciones centrales de los movimientos sociales en la modernidad es proponer
nuevas formulaciones simbólicas e impulsar una renovación de los valores sociales de la
modernidad.
Un valor básico de esa modernidad ha sido la búsqueda de crecientes espacios de autonomía
individual y social para que los individuos construyan y defiendan tanto su identidad personal como
una multiplicidad de identidades colectivas. Las aportaciones de autores como Eyerman, Jameson
y Melucci nos ayudan a entender el proceso de construcción social de dichas identidades, mientras
que metodologías como la propuesta por Snow y Benford pueden arrojar luz sobre el proceso de
transformación de los desafíos simbólicos en nuevos valores sociales.
LA PRAXIS CULTURAL DE LOS MOVIMIENTOS SOCLALES
Ron Eyerman
Ha sido notorio el creciente interés que la cultura, entendida como el conjunto de las
construcciones simbólicas de significado, despierta entre los teóricos de los movimientos sociales
(McAdam, 1994; Johnston y Klandermans, 1995). Sin duda, podemos relacionar este interés con lo
que Richard Rorty y otros han denominado el «giro lingüístico» en el campo de la filosofía y con su
influencia en la teoría y práctica de la ciencia social. Podríamos incluir también aquí el debate que
ha tenido lugar en torno a elaboraciones tan recientes como el constructivismo y el surgimiento de
la teoría social postmoderna en la estela del estructuralismo lingüístico de finales de los años
setenta. Y también podría incluirse el «posta-estructuralismo que le siguió y, por último, el declive
de lo que Habermas ha denominado la «filosofía de la conciencia». Una secuencia que en el
campo de la historia de las ideas contemporáneas bien da para un ejercicio de reflexión y que
podría incluso convertirse, por obra de Habermas, en el punto de partida de una nueva «teoría de
la acción comunicativa».
Este renovado interés por la cultura es también manifiesto entre los teóricos de los movimientos
sociales que aúnan las dos tradiciones europea y americana, como resultado positivo de la
globalización de su trabajo académico. Cuando, en un artículo ya clásico, Jean Cohen (1985)
retrató estos dos «paradigmas» de la investigación de los movimientos sociales, e intentó después
integrarlos, estaba de hecho haciendo referencia a desarrollos que venían operando desde el final
de la Segunda Guerra Mundial (Eyerman yJamison, 1991). De un lado, la tradición del conductismo
colectivo que había dominado la investigación americana sobre movimientos sociales hasta los
años sesenta, y que en los años ochenta había sido relevada por el análisis de las organizaciones
y un enfoque de la elección racional que los teóricos de la movilización de recursos lideraban de
forma hegemónica. Del otro lado del Atlántico, la preocupación por la movilización de intereses y
un enfoque que se centraba en las cuestiones del poder y la dominación. En el primer caso, lo
habitual es que movimientos sociales, actores y organizaciones fueran estudiados «desde fuera»,
es decir, como objetos, para ser explicados en términos de estrategias colectivas o individuales. El
interés fundamental era determinar el éxito o fracaso de los movimientos en función de su
longevidad, poder e influencia. La última aportación de esta línea argumental es la obra de Sidney
Tarrow Power in Movement (1994), que bien puede convertirse en su texto canónico.
Desde esta perspectiva, los significados que desarrollan los actores de los movimientos sociales se
tratan como cuestiones de importancia menor en relación al ejercicio del poder orientado al cambio
social, así como el modo en que estos significados contribuyen tanto al proceso de formación de la
identidad colectiva dentro de un movimiento como, en un sentido más genérico, a la cultura de la
sociedad en la que surgen. Rara vez se ha tenido en cuenta que los cambios de «significado», esa
lucha por «definir la situación», pueden constituir en sí mismos un aspecto fundamental del poder y
del cambio social.
1. El. ANÁLISIS DE LOS MARCOS INTERPRETATIVOS
(FRAME ANAL YSIS)
Esta falta de interés de los teóricos de los movimientos sociales en relación con el significado,
especialmente cuando se refiere a la lucha por definir una situación, ha sido advertida por McAdam
(1994) y reformulada por Roger Friedland (1995). No es nuestra intención entrar ahora en
consideraciones sobre los porqués o cómos de esta circunstancia. Baste con decir que lo que
Cohen vino a identificar como el «paradigma de la identidad», que ella relacionaba con Habermas
y Touraine, y que desde entonces ha sido rebautizado por Alberto Melucci y otros autores con el
nombre de «perspectiva de los nuevos movimientos sociales», ha desafiado con eficacia la
hegemonía del pequeño pero poderoso círculo de autores de la movilización de recursos, un grupo
que, lejos de ser uniforme, encierra una cierta diversidad y algunas tensiones internas. Que gane
terreno un enfoque como éste, básicamente europeo, puede representar una especie de golpe de
estado de la sociología europea en lo que ha sido un dominio de la sociología americana. Un
producto evidente en esta lucha por la hegemonía y por establecer el enfoque teórico del «poder
en movimiento» es el concepto de marcos» (en sí mismo una aportación americana) y la
centralidad que se concede al proceso de enmarque (framing) en relación tanto con significado
como con la cultura de los movimientos sociales. La más reciente expresión de esta nueva
alineación hegemónica es la obra Social Movements and Culture (Johnston y Klandermans, 1995).
En un reciente artículo, Doug McAdam (1994) rastrea en Erving Goffman los orígenes de esta
noción de marco (ver también Johnston, 1995). Sin embargo, sus raíces americanas son más
profundas, ya que entroncan con el interaccionismo simbólico que formuló Herbert Blumer los años
treinta, a su vez inspirado en la obra de G. H. Mead. En frame Analysis Goffman propone un
debate sobre la definición de situación que hacen los actores inmersos en experiencias cotidla8, es
decir, sobre cómo esos actores «dan sentido» a su experiencia. Y dice lo siguiente:
Mi punto de partida es que la definición de una situación se construye de acuerdo con unos
principios organizativos que rigen esos hechos —al menos los sociales— y nuestra implicación
subjetiva en ellos; marco es la palabra que utilizo para referirme a esos elementos básicos que soy
capaz de identificar (1997, 10-1 1).
Desde entonces los teóricos americanos sobre movimientos sociales han tomado esta noción del
concepto «marco» como el punto de partida para analizar de qué mecanismos se valen los
movimientos sociales para <<enmarcar>>la realidad, es decir, cómo se convierten los movimientos
en promotores de marcos «alternativos» en la interpretación de esa realidad. En su discurso
presidencial de la Asociación Americana de Sociología de 1994, Willlam A. Gamson llamó la
atención sobre el hecho de que «los estudiosos de los movimientos sociales están subrayando la
importancia de los marcos de acción colectiva en la definición y legitimación de acciones y
campañas» (1995, 13). Estos «marcos de acción colectiva», o lo que McAdam denomina «culturas
de los movimientos», son interpretados hoy como un elemento que es central en la formación de la
identidad de los movimientos sociales y en la definición, el «enmarque», de sus adversarios.
Esta conceptualización del significado y la «cultura» entraña un problema: es una
conceptualización a la vez demasiado general y demasiado específica. Es demasiado general
porque su punto de partida fenomenológico se ubica en el nivel más alto de abstracción, desde
donde se puede decir que todo el conocimiento humano está «enmarcado». Es el nivel desde el
que Kant nos habla sobre las elementales «categorías de toda experiencia». Así, partiendo de lo
más abstracto, la adaptación que hace el movimiento social tiende a trasladarse
ininterrumpidamente hacia lo más concreto, a los modos de construcción de los «marcos» que
desarrolla cada movimiento específico. Enlazando con un ejemplo anterior y remedando el ejemplo
de Snow y Benford (1988, 1992), Gamson (1995) se centra en cuáles han sido los procesos que
han convertido a los medios de comunicación en protagonistas centrales del proceso de
construcción de los marcos adversarios.
Al situarse en este nivel de «mi enmarque fue...», se tiende a olvidar todo lo que media entre,
específicamente, lo histórico y lo que calificamos como lo tradicional. El enmarque de este nivel no
interactúa con las estructuras básicas de la experiencia humana sino con la experiencia que ha
sido «enmarcada» anteriormente. Este enmarque es el resultado agregado de la experiencia
personal, la memoria colectiva y las prácticas objetivadoras que habitualmente asociamos al
concepto de cultura. Las tradiciones, esas formas de interpretar la realidad y dar significado a la
experiencia que hemos heredado, forman parte de la memoria colectiva y, por tanto, de los marcos
de significado que utilizamos para interpretar la realidad. En el siguiente apartado esbozaré una
conceptualización de la tradición, referida a formas de arte y música, en tanto que redes de
significado que se construyen colectivamente y que van pasando de individuo a individuo y de
generación en generación. Esas tradiciones, a menudo personificadas en prácticas rituales,
pueden servir de soporte a la actividad del movimiento social, bien como un recurso para la
movilización o bien conformadas como marcos de significado e interpretación de gran fuerza
emotiva. E, igualmente, también funcionan como invisibles lazos entre individuos y entre
movimientos, que llenan vacíos de tiempo y espacio y hacen de puente entre generaciones.
Al ser parte de la cultura, las formas estéticas de la representación simbólica acarrean en sí la
tradición y la memoria colectiva al ser marcos de significado e interpretación que hemos heredado,
el arte y la música, por ejemplo, pueden ser unos recursos idóneos que los movimientos sociales
pueden utilizar para movilizar y organizar la protesta y un nivel más profundo todavía, convertirse
en el fundamento de una redefinición de una situación. Al ser marcos estructurados de significado,
las tradiciones forman redes simbólicas o «culturales» que acompañan o refuerzan las redes
«materiales», la organización, los círculos de amistades, la comunidad, etc., dimensiones que
ocupan una parte importante en la actual teorización sobre movimientos sociales. Como
mensajeros o vehículos de tradición, la música y el arte transmiten imágenes y símbolos que
provocan emoción, alientan la interpretación y pueden convertirse en el soporte que haga posible
la acción, in4a la que se define estrictamente como acción política.
Entendemos la praxis cultural como el desarrollo estético de lo que se ha etiquetado como praxis
cognitiva de los movimientos sociales (Eyery Jamison, 1991; ver también Lash, en Beck et al.,
1993). Allí donde la praxis cognitiva se refiere a la formación de la conciencia dentro de los
movimientos sociales y al papel que en ello juegan los intelectuales del movimiento, la praxis
cultural se centra en la contribución de lo estético a la construcción del significado y la formación
de la identidad colectiva en el seno de un movimiento social y entre los distintos movimientos
sociales.
En la praxis cultural de los movimientos sociales podemos identificar dos niveles: un nivel pre-
político, (sub)cultural, y un nivel abiertamente político. Al hablar de pre-político me refiero a los
procesos cotidianos de construcción del significado en los que el arte y la música pueden llegar a
ser elementos importantes de identificación (sub)cultural también de «enmarque» de la realidad y,
por tanto, convertirse en un recurso semioculto y hasta invisible del que se pueden valer los
movimientos políticos. Estoy de acuerdo con Murray Edelman cuando escribe que «contrariamente
a la opinión general, que concibe el arte como algo subordinado al hecho social, separado de él o,
en el mejor de los casos, su representación, tenemos que entender el arte como un tiento
importante en la transacción que da lugar al comportamiento político (1995, 2). El arte,
especialmente en lo que Walter Benjamin nominó la edad de la reproducción mecánica, y que hoy
en día se ha convertido en electrónica y global, proporciona un medio de imágenes que pueden
estimular «impulsos políticos» y convertirse en el origen de acciones de orden político. Tomando
esta idea como punto de partida concebimos el arte desde una perspectiva amplia, lo
consideramos algo central en la cultura, ya que opera en «ese nivel en el que los grupos sociales
elaboran los distintos patrones de vida y dan forma expresiva a su experiencia vital social y
material» (Hall y Jefferson, 1975), y también «tradición» en un sentido más amplio, ya que forma
parte de un contexto, un espacio relativamente amorfo, donde se materializan los movimientos
sociales.
El segundo nivel hace referencia a la utilización expresa de los artefactos culturales, canciones y
obras de arte, etc., como herramientas para la movilización de la protesta y la solidaridad social. En
este nivel, que ilustraré mediante el análisis de la canción «No nos moverán», Serge Denisoff
(1972) describió diferentes arquetipos de lo que él denominaba «canciones de protesta», que
cumplían con la función de dar voz a la disidencia, y se pueden vincular directamente a los
movimientos sociales: 1) El tipo «seductor», que atrae a los no participantes o refuerza el grado de
compromiso de los participantes. Su estructura, construida sobre melodías bien conocidas y
pegadizas, para cantar en grupo, con repetición de versos y acordes sencillos, está pensada para
motivar la participación, incluyendo además un mensaje político. Lo central es lo verbal, el texto y
el hecho de cantar, mientras que la música es algo secundario, un medio para el mensaje. 2) El
tipo «retórico», cuyo objetivo es provocar indignación y mover a la disidencia individual, pero sin
llegar a ofrecer soluciones. Las canciones retóricas se ocupan de la letra en mayor medida, pero
abren también un mayor espacio a la sofisticación y la destreza musical. Pueden también
mencionarse otros tipos, por ejemplo las canciones de marcha, las canciones que cuentan la
historia de un movimiento o relatan un acontecimiento importante, y las canciones de fuerza, coraje
y solidaridad, que en la clasificación de Denisoff están por encima de las «seductoras».
Debemos decir en relación con este vínculo entre música y movilización que las canciones son
algo más que unos textos que portan ideas, son también representaciones teatrales, un tipo de
conducta ritualizada dentro de la cual, y por medio de la cual, se integra el significado y la
significación. La música adquiere una nueva dimensión al convertirse en vehículo de la memoria
colectiva, de la tradición. La música está impregnada de significado a más niveles que el nivel
puramente cognitivo, literal; la música incorpora la tradición a través del ritual de la representación.
Puede fortalecer, ayudar a construir la identidad colectiva, el sentido de ser movimiento, de forma
emocional, casi física. Es una fuerza central en la percepción y práctica de los movimientos
sociales.
3. TRADICIÓN Y RITUAL
Los conceptos parejos de tradición y ritual son claves para comprender la praxis cultural de los
movimientos sociales. La tradición ha sido entendida frecuentemente como lo contrario al cambio
social y, por tanto aquello que combaten los movimientos sociales «progresistas». Ha sido
concebida como esos modos habituales de conducta legados del pasado que tienden a impedir la
innovación y frenar el progreso. La teoría social, al igual que las ideologías políticas
«progresistas», ha entendido las tradiciones como esas formas de vida conservadoras, hasta
reaccionarlas, que las fuerzas de la modernidad deben superar. El así llamado proyecto de la
modernidad y su correspondiente racionalidad, por consiguiente, ha sido descrito a menudo como
una lucha contra el pasado una pugna orientada hacia el futuro que quiere liberar a la sociedad de
las limitaciones de la cultura.
Como revela Edward Shils (1981) en su historia del concepto, puede entenderse la tradición como
un conjunto de creencias o costumbres que pasan de generación en generación y que influyen en
el ejercicio e interpretación de la vida. «La tradición —nos dice Shils— es todo lo que se transmite
de forma persistente o repetitiva» (1981, 16). Este proceso de ir pasando las tradiciones puede ser
algo consciente, hasta «inventado», o algo más bien inconsciente que se transmite mediante la
costumbre ritualizada6. Restaurar la conciencia de la tradición, es decir, articular como «tradición»
esas costumbres «persistentes o repetitivas, ha sido una de las labores fundamentales de los
intelectuales de los movimientos sociales. En parte, es la articulación, este nombrar y hacer
consciente, lo que distingue la tradición de la costumbre o el hábito, realidades que se asemejan
por el hecho de ser repetitivas. La costumbre hace referencia a las creencias y prácticas que están
menos articuladas que la tradición, son menos duraderas, tienen una vida más corta, y son, por
tanto, más fácilmente alterables. Por otro lado, los hábitos normalmente hacen referencia a
individuos y no a grupos o a sociedades enteras, algo que sí puede decirse de ambas: tradición y
costumbre. Se puede escribir y hablar sobre las tradiciones, incluso sobre las que corresponden a
culturas orales, que además pueden ser conscientemente elegidas, de manera reflexiva, algo que
no ocurre con los hábitos y las costumbres, que son algo rutinario y obvio a la vez. Uno puede
ejercitarse en ellos pero no se adquieren sin esfuerzo.
Como portadora de tradiciones (pasadas), la música está cargada de imágenes y símbolos (tan
naturales) que ayudan a enmarcar la realidad (presente). Al ser el resultado histórico de diversas
fuerzas y procesos sociales, culturas locales, intereses personales, comerciales y políticos, etc., la
música lleva en su seno muchas tradiciones a la vez. En sentido, la música es parte de lo que
Gene Bluestein (1994) ha denominado «Poplore>, el proceso sincrético por medio del cual se
forman las culturas modernas. La música, al ser portadora de muchas tradiciones, hace referencia
a imágenes y símbolos que están abiertos, no cerrados o determinados. Este hecho distingue a la
música de la ideología. Ideología y música, definida aquí como portadora de tradición, de imágenes
y símbolos, tienen cosas en común. La ideología, que puede definirse como el sistema
interpretativo integrado que explica por qué las cosas son como son (Eyerman, 1981), también es
un conjunto de genes y símbolos que provocan una respuesta de tipo emocional y que constituyen
el fundamento sobre el que se enmarca o interpreta la realidad. La diferencia está en que, aunque
ambas favorecen la interpretación y la acción por medio de la representación simbólica, la
ideología es más directa en su función. La música sugiere interpretación, la ideología la impone. La
ideología le dice a uno qué ha de pensar, cómo ha de interpretar y qué debe hacer; la música es
mucho más ambigua y abierta e incluye, como cualquier forma de arte, un cierto ingrediente
utópico. La música, como en general cualquier arte, abre la posibilidad de experimentar con lo que
es posible y probable en la vida, pero no descarta ni tampoco describe ninguna opción. Admitamos
que la línea divisoria entre ambos es tenue y que ciertamente hay un punto en el que la música se
convierte en ideología y propaganda y deja de ser arte. A pesar de todo, las dos pueden y deben
ser diferenciadas.
El arte y la música transportan tradiciones en forma de imágenes y símbolos que sugieren
respuestas y ayudan a enmarcar la interpretación y la acción. De esta manera nos llega el pasado
al presente. Los movimientos sociales crean un contexto en el que se actualizan, reinventan y
revitalizan las tradiciones que transporta el arte. Sin embargo debe haber ajuste, coherencia entre
las tradiciones presentes en una forma concreta de arte o, para ser más concretos, forma o pieza
de música, y las ideas e ideales de un movimiento social emergente. De igual manera que no
todas las ideologías políticas se ajustan a cualquier grupo o individuo, tampoco cualquier tipo de
música o mecanismo cultural como es una canción conectará con cualquier movimiento social. Las
tradiciones musicales encarnan experiencias y marcos interpretativos concretos que condicionan
su reinvención, contienen incluso imágenes utópicas de posibles futuros. Es difícil imaginarse la
música country americana, que surgió de la experiencia cotidiana de una clase trabajadora blanca
rural, siendo utilizada para movilizar una protesta del movimiento negro. Es más probable que los
«valores familiares» rurales, de pueblo pequeño, que a menudo encierra este tipo de música,
conecten con una experiencia o manifestación conservadora de blancos. Esto también funciona en
sentido inverso. Aunque se puede entonar la canción Swing Low Sweet Chariot en partidos de
fútbol ingleses (como se me hizo saber cuando presenté este artículo), es difícil imaginar algo
parecido con otra vieja canción gospel como es «No nos moverán». Es cierto que ambas tienen
raíces similares (y quizás también similares «imágenes utópicas»), pero la segunda canción se ha
convertido en parte de la experiencia ritualizada de una tradición política concreta, y si se cantase
en un partido de fútbol muy probablemente provocaría sentimientos de ira y enfado, de algo que
está fuera de lugar, a no ser que con ello se pretenda ser irónico o provocador de manera
conscientemente política.
4. EL RITUAL
Cantar una canción del tipo «No nos moverán» en una manifestación política es un acto ritual, de
igual manera que lo es cantar «Solidaridad para siempre» o «La Internacional» en reuniones
sindicales o en el Primero de Mayo. Tales ceremonias predeterminadas sirven para aglutinar a los
participantes y revivir su concurrencia en el «movimiento’>, y también para ubicarles en una
dilatada tradición de protesta y de lucha. En este caso, la motivación es probablemente más
ideológica que utópica. Al igual que la tradición, el ritual es central en la construcción del
significado. Se puede definir el ritual como «una acción que dramatiza y recupera la mitología
compartida de un grupo social (Small, 87, 75). En su estudio de la música vernácula, Christopher
Small muestra cómo los esclavos africanos de Estados Unidos produjeron rituales que les
permitieron preservar su dignidad, e incluso «celebrar su identidad» en los momentos de mayor
penuria. Por razones culturales e históricas, la música se convirtió en parte fundamental de estos
rituales. Lo que se logró y se preservó mediante la interpretación ritual de la música fue la
afirmación de la unidad en la variedad, el sentido de comunidad. «Hacer música y bailar eran
rituales gemelos de afirmación, exploración y celebración de los vínculos, con su peculiar poder
para fundir en una unidad superior las divergentes vivencias de pena, dolor y esperanza y
desesperación...» (Small, 1997, 87). En el relato de Small esto es lo que confiere la fuerza a esa
música y lo que explica por qué otros grupos, en circunstancias muy diferentes, pueden también
emocionarse tanto con ella.
Al igual que con la tradición, los teóricos sociales habitualmente han relegado el ritual a cuestiones
del pasado más lejano y a las sociedades más «primitivas» del presente (una excepción entre los
investigadores de movimientos sociales son Taylor y Whittier, 1995). Este peligro incluso se
produce en análisis como el de Small que hemos citado más arriba, en el que se llega a explicar la
música afroamericana como un vestigio de un pasado «primitivo». Sin embargo, como han
señalado recientes investigaciones y teorizaciones de lo que se ha venido en llamar estudios
culturales, los rituales son también una parte importante en la construcción de significado en la
realidad social más moderna o post-moderna. De manera ceremonial en acontecimientos públicos
como eventos deportivos o campañas políticas, las prácticas rituales, el saludo a la bandera sin ir
más lejos, o los tratamientos específicos para dirigirse a una persona, ayudan a determinar el
significado de una ocasión y, en el proceso, a aglutinar al grupo evocando la imagen de experiencia
común. Durkheim afirmaba que los rituales son centrales en la construcción de la solidaridad grupal
y en la creación y mantenimiento del orden social. Los rituales cumplen una función semejante en
los movimientos sociales, más exactamente en el proceso central de la formación de la identidad
colectiva.
Sin embargo, el significado de un hecho ritual no se produce de la forma que un análisis funcional
durkheimiano puede darnos a entender. En su estudio sobre la relación existente entre el arte y la
política en la Barcelona de finales del siglo XIX y principios del XX, Temma Kaplan demuestra
cómo dos fuerzas políticas radicalmente opuestas se valían de unos mismos rituales, las fiestas
populares en la calle. «Las fiestas podían expresar o reforzar la solidaridad con las autoridades
locales o la lucha contra ellas, la conmemoración o la disconformidad» (Kaplan, 1992, 1). Para las
autoridades políticas y religiosas oficiales, el objetivo de estos acontecimientos ritualizados era
convalidar y legitimar su poder y autoridad oficial. Pero estas autoridades no podían dictar cómo
debían interpretarlos y vivirlos quienes en ellos participaban. En el caso que nos ocupa, los rituales
que estaban pensados para sancionar la autoridad favorecían, de hecho, su deslegitimación, ya
que los participantes, incluyendo ese grupo de artistas sedicentes entre los que estaba el joven
Picasso, se valían de esas oportunidades para desarrollar interpretaciones y solidaridades
grupales alternativas.
Basándose en la obra de Víctor Turner, Richard Schechner (1993) presenta el ritual como una
forma de resistencia y de rebelión frente a las ideas y rutinas establecidas antes que como una
manera de reproducirlas. Haciendo referencia a la praxis estética de los movimientos sociales, se
centra en el análisis de la liminality, un término que introdujo Turner (1969) y que hace referencia a
los estados o períodos de transición, sean individuales o colectivos, que tienen lugar entre
estructuras formalizadas, en los que los actores «se dejan llevar» en representaciones ritualizadas.
Estos períodos pueden estar más o menos ordenados y estructurados en sí mismos, como las
fiestas y carnavales estudiados por Kaplan o las más espontáneas manifestaciones que organizan
los movimientos sociales. Ejemplos de estas segundas que nos ofrece Schechner son las marchas
en contra de la guerra en los Estados Unidos durante los años sesenta y setenta y el movimiento
democrático chino tal y como se manifestó en la Plaza de Tiananmen en 1989. De forma distinta al
caso que exponía Kaplan, en el que las clases populares se apropiaban de una práctica ritual
establecida para sus propios fines, los ejemplos que menciona Schechner se centran en
movimientos que, a través de representaciones ritualizadas, canciones, bailes, nudismo y
sexualidad, etc., construyen la posibilidad de expresar su rebeldía y su aspiración (utópica) a la
libertad. El movimiento abre un espacio donde se pueden dejar a un lado las restricciones
establecidas y donde se puede expresar la «libertad». Los ideales del movimiento son por tanto
objetivados, personificados y expresados mediante prácticas que pueden ser vistas, aprendidas y
transmitidas a los otros. En la era de los medios de comunicación global esta transmisión puede
llegar a miles de millones de personas
5. LA PRAXIS CULTURAL EN LA PRÁCTICA
No tengo ninguna duda de que el nuevo arte que nos llegará de la gente negra va a ser tan bello, y
ello en todas sus dimensiones, como el arte que nos llega de la gente blanca... pero lo relevante
hoy en día es que los negros no serán concebidos como seres humanos hasta que su arte obtenga
reconocimiento (Do Bois, 1926).
En los años veinte los Estados Unidos experimentaron un gran desarrollo de la actividad creativa
de los afroamericanos. Con base en las ciudades industriales del Norte, y a medida que las áreas
urbanas se fan más grandes para poder acoger a las olas de inmigrantes que llegaban de las
regiones sureñas del país, empezó a surgir lo que podría llamarse un espacio público negro.
Dentro de los barrios que se crearon transformaron en las concurridas zonas negras de Chicago,
De Cleveland y Filadelfia, nacieron pequeños clubs y lugares de encuentro, restaurantes, cines,
teatros y salas de baile. Se fueron creando formas de entretenimiento popular a medida que los
que acababan de llegar reajustaban sus culturas tradicionales al entorno y estilo de vida urbanos”.
Y simultáneamente fue desarrollándose entre los pocos afroamericanos de clase media que tenían
estudios un creciente interés por la historia, la literatura y el arte negros. Estos dos procesos
estaban interconectados, en parte gracias a una serie de revistas, diarios y periódicos que llegaban
a esta amplia y muy diversa comunidad racial. Valiéndose de esos medios, «los líderes raciales» y
los intelectuales pretendían fomentar la creación de una nueva identidad colectiva, fuera y dentro
de los movimientos sociales, que integrara el movimiento nacionalista de Marcus Garvey y el
integracionista National Association for the Advancement of Colored People (NAACP), cuyo
dirigente intelectual era W. E. B. Du Bois, un sociólogo y editor educado en Harvard. Un aspecto
fundamental de esta creación de identidad tenía que ver con el significado y la forma de la
«cultura» y con su uso como medio y símbolo de práctica política y moral.
La impresión de muchos participantes y observadores a medrados de los años veinte era que
estaba naciendo una nueva era en los Estados Unidos. Se pensaba que un «nuevo negro»,
sofisticado, urbano y sobre todo con un sentimiento de orgullo racial, estaba reemplazando al
estereotípico patán de campo ignorante, el «negrazo» y servil «tío Tom», y a otras imágenes
simbólicas por el estilo que la América blanca despreciaba encantada, y que muchos
afroamericanos parecían aceptar como una consecuencia inevitable de la política cultural de
discriminación racial de su país. El arte fue una de las principales armas de esta lucha cultural.
Como ya expresó un «líder racial» de esa época, «mediante sus desvelos artísticos el negro está
desmontando a toda velocidad un estereotipo ancestral [...]. Está introduciendo en el pensar
nacional la convicción de que es un creador activo y también un ser humano [...j que sus
capacidades no sólo son obvias y materializables, sino además espirituales y estéticas...» (James
Weldon Johnson, citado en Cruse, 1967, 34).
Mientras, en el Norte urbano se experimentaba en mayor medida este sentimiento de cambio, por
razones que tienen que ver tanto con el hecho de que era un centro de producción cultural como
con el he- e que eran muchos los negros que vivían allí. En 1910 eran 91,709 los negros viviendo
en la ciudad de Nueva York, en 1920 había 152,467 y desde entonces se produjo un gran
incremento hasta alcanzar la cifra de 327.706 en 1930; los números en Chicago, Detroit y
Cleveland aumentaban en una proporción aun mayor (Wintz, 1988, la ciudad de Nueva York se
convirtió en el lugar de referencia de revitalización cultural. La zona alta de Manhattan conocida
como Harlem, un antiguo paraíso rural que aún en 1910 hacía posible que las familias más
adineradas de Nueva York pudieran vivir al estilo rústico y campestre, estaba rápidamente
evolucionando hacia una «metrópolis negra», un centro cultural y a la vez un gueto urbano.
En la conciencia de sus actores, cuyo núcleo estaba compuesto por una coalición laxa de
alrededor de veinte personas, artistas, escritores, músicos y poetas, y por otros cientos en su
periferia, lo que vino a llamarse el Renacimiento de Harlem (RH) era un símbolo de la promesa de
la América negra. Aunque su núcleo de activistas fuese pequeño, su impacto fue grande,
especialmente dado el empuje proporcionado por el enlace con la industria cultural en Nueva York.
Un historiador ha o que más que un movimiento «el Renacimiento de Harlem fue básicamente una
psicología, un estado de la mente o una actitud [...] una conciencia (de estar participando) en un
nuevo despertar de la cultura negra en los Estados Unidos» (Wintz, 1988, 2).
Adoptando una visión más amplia de los componentes del cambio social, y del significado de
cultura y política, se puede ver al RH corno un movimiento político o, mejor aun, como un
movimiento cultural con un efecto político, de manera bastante diferente a la defendida por algunos
intelectuales de la estrategia de «integración por medio del arte». Esto supondría interpretar el
cambio social en términos de cambios graduales en valores y actitudes que tienen lugar a largo
plazo e implican el efecto acumulativo de un conjunto complejo de fuerzas sociales, incluyendo por
supuesto movimientos artísticos y más directamente políticos. Esto une el largo y corto plazo, lo
«político» y lo «cultural» dentro del marco de la sociología histórica, mientras que al mismo tiempo
ilustra la dimensión estética de la práctica cultural de los movimientos soclales’5.
La práctica cultural del RH pretendió conmover la propia naturaleza y significado de la experiencia,
cómo el self (negro) había de ser entendido, e identificar el papel del arte y el artista en ese intento
de (re)definir la situación de los afroamericanos. Aunque el propio movimiento fue pequeño y de
corta duración, los resultados que produjo, al que las tradiciones que recordó e inventó, pusieron
los cimientos sobre los cuales podrían nutrirse no sólo los sujetos individuales afroamericanos,
sino también los posteriores movimientos sociales.
La lucha sobre el significado y lugar de la cultura tenía tanto aspectos internos como externos.
Internamente la lucha adoptó la forma de negros «viejos» contra «jóvenes», entre el sistema y la
juventud. El RH movimiento juvenil además de ser un movimiento cultural político. Desde este
punto de vista, muchos de los intelectuales más importantes de la época, aun aquellos que eran
paladines del movimiento, fueron considerados como «viejos» negros, medidos en términos de
edad, posición social e ideología. Eran considerados parte de una generación anterior de
«profesionales» y «líderes raciales» negros de clase media cuyas preocupaciones prioritarias
consistían en ser reconocidos y aceptados por la comunidad blanca. Para la nueva generación
eran parte del problema, no la solución, aunque algunos, como el filósofo Alain Locke, cuya
antología The New Negro (1925) generalmente es vista como el primer intento de juntar el
«movimiento» bajo un techo, fueran benévolos con las exploraciones de las generaciones más
jóvenes hacia áreas de cultura popular como el jazz y el blues, mientras que otros miembros de la
generación de más edad consideraban estas manifestaciones culturales algo vergonzoso y
degradante. Aunque se preocupaban principalmente por la integración política, cuando los viejos
líderes negros discutían sobre «cultura» como un medio estratégico para dicha integración, su
alcance se limitaba a las bellas, artes. Esta noción de cultura también era central para el «nuevo
negro» de Locke y su comprensión del RH. La mayor parte de la vieja
generación de líderes negros compartía los prejuicios culturales euros que tenían los blancos (de
los que buscaban su aceptación): la verdadera cultura era la cultura superior y la música seria era
la música clásica compuesta y tocada por aquellos con una instrucción formal. Aquellos que
estaban fueran de esta denominación eran artistas
músicos sin instrucción que mantenían las tradiciones orales populares del pasado rural y esclavo.
En el mejor de los casos eran tolerados como representantes de una era ya pasada, y en el peor
de los casos cómo una vergüenza y un recuerdo y reproducción constante de estereotipos raciales
desfavorables. Robert S. Abbott, el editor y fundador de The Chicago Defender, el principal
periódico negro de la ciudad, escribió en los años treinta en sus páginas: «en algún momento de
nuestra madurez intelectual se espera de nosotros que tengamos en nuestro repertorio algo más
que St. James Infirmary, Minnie the Moocher y Ah God’s Chillun Have Shoes.... Debemos
entrenarnos para disfrutar de la música formal, conciertos sinfónicos y música de cámara. Esta
música tiende a purificar los sentidos y edificar la imaginación. Ayuda a refinar los sentimientos al
apelar a nuestros sí mismos estéticos superiores» (citado en Spenser, 1993, 113). También en el
Defender, Lucius C. Harper escribió:
Mientras que hemos fallado en estos temas fundamentales [recogiendo el reconocimiento político
por parte de los blancos], hemos tenido éxito en ganar el apoyo y casi unánime popularidad en
nuestras canciones de blues, espirituales, y logros en bailes de danzas acrobáticas. ¿Por qué?
Nuestras melodías de blues se han hecho populares porque son diferentes, humorísticas y tontas.
Cuanto más tontas mejor. Excitan la emoción primitiva en el hombre y hacen surgir la bestialidad.
Comienza a tararear y lamentarse y saltar generalmente en cuanto se ponen en acción. Despiertan
las emociones y encajan de buena manera con el licor ilegal. Rompen la tensión serla de la vida e
inspiran la filosofía de «continuemos con el baile» (citado en Spenser, 1993).
Lo mismo se podría decir de la literatura. Los escritores negros preferidos por las generaciones
más viejas eran aquellos que escribían de la protesta o, en la literatura más popular, con mensajes
a favor del «enriquecimiento» moral o económico parecido a esos cuentos de Horatio Alger con los
que la población étnica blanca disfrutaba. La nueva generación ligada con el RH fue la primera en
volverse hacia el interior, a escribir de manera expresiva acerca de las emociones, incluyendo los
efectos psicológicos del racismo, y a escribir de manera realista acerca de la vida afroamericana.
Estos eran temas que tendían a avergonzar a la generación más vieja. Con respecto a James
Weldon Johnson, una figura importante en la transición entre el viejo y el nuevo negro, Cary Wintz
escribió lo siguiente:
El principal problema con el que se tenían que enfrentar los negros (en los años veinte) ya no era
cómo tratar con el prejuicio sino cómo alcanzar la identidad racial (piénsese aquí en Jean Cohen,
los dos «paradigmas» también pueden ser dos estrategias); la mayor tarea de los escritores negros
no era la de mostrar la injustica racial sino la de poner al descubierto, describir y posiblemente
explicar la vida de los negros americanos [...l antes de los años veinte la mayoría de los escritores
negros evitaban descripciones detalladas y realistas de la vida colorista de los negros urbanos de
clase baja, puesto que pensaban que detallar la miseria y vicio de los barrios del gueto sólo
reforzaría los estereotipos raciales negativos. Generalmente describían a los negros en contextos
de clase media y recalcaban las semejanzas entre la sociedad negra y blanca (Wintz, 1 988, 67).
Existía una separación entre la elite y las masas que abarcaba el significado y meta de la cultura, y
también los ingresos y la posición social. La nueva generación estaba construyendo su propia
estética, algo que formaría una parte central de la práctica cognitiva de su formación identitaria
colectiva. En la literatura y el arte esto significará una búsqueda de la «autenticidad» y la verdad,
un giro hacia el realismo y alejarse del romanticismo edificante de la generación más vieja.
Significaba el retrato realista de la vida callejera de Harlem que apareen el éxito de ventas de 1928
escrito por Claude Mckay titulado Home to Harlem, que para Du Bois era una expresión de lo
«vicioso» en vez de lo «talentoso», el uso del dialecto y de la jerga callejera en el que inspiró la
poesía de Langston Hughes, los cuentos populares historias recogidas y transformadas por Zora
Neale Hurston, y el primitivismo y realismo naif en la pintura de Palmer Hayden y Willlam H.
Johnson. Además la nueva generación estaba más abierta a la reproducción «mediada» de la
cultura de lo que lo estaban sus mayores. Al igual que los movimientos juveniles de los años
sesenta, los participantes y partidarios estaban mucho más abiertos a aceptar diversas formas de
expresión y reproducción cultural (Eyerman, 1995). La radio y las grabaciones habían comenzado
a jugar un papel importante promoción de la fusión de formas y géneros culturales, al igual que en
su dispersión. De igual manera que sus contrapartes de épocas
posteriores, esta nueva generación en los años veinte estaba más acostumbrada a escuchar la
música de manera mediada y posiblemente más abierta a estilos convergentes y transgresiones
que sus mayores. Langston Hughes, una de las figuras más importantes del RH, no tuvo ningún
problema en fusionar jazz y poesía, o en escribir poemas en dialecto rural (algo que marcó a la
generación mayor y que la vieja elite negra miraba con desprecio, y por tanto en mezclar los
géneros «intelectual» y «no intelectual», y también las formas musicales y literarias . Tampoco tuvo
problemas en burlarse de aquellos que lo hacían:
Dejad que el estrépito de las bandas de jazz negras y el bramar de la voz de Bessie Smith
cantando blues penetre en los oídos cerrados de los casi-intelectuales de color hasta que
escuchen y quizás comprendan [...] Nosotros los artistas negros más jóvenes ahora pretendemos
expresar nuestros sí mismos de piel oscura sin miedo o vergüenza (citado en Floyd, 1993, 9).
Esta breve discusión acerca del Nuevo Movimiento Negro y el RH tenía la finalidad de ilustrar la
práctica cultural de los movimientos sociales. En este caso el movimiento «social» era, a los ojos
de muchos teóricos actuales de los movimientos sociales, un movimiento «cultural» y por tanto no
un «verdadero» movimiento, puesto que su fuerza motivadora no era el poder político. Parte de lo
que he querido expresar ha sido discutir esta distinción y noción de movimiento social. Sin
embargo la finalidad más amplia era la de mostrar que la lucha por el significado, la manera en la
cual se entiende el mundo, es una parte central de la propia esencia de los movimientos sociales.
Tal y como lo expresa Roger Friedland en un reciente ensayo, «el significado de la sociedad está
en juego en todos los movimientos sociales importantes».
Tan sólo quisiera preguntarme acerca del adjetivo <<importante» Estoy convencido que lo que yo
he llamado práctica cultural la lucha sobre el significado, que también incluye una dimensión
estética, es parte de la definición de aquello que identificamos como movimientos sociales.
5.2. Práctica cultural. La música y el movimiento
en pro de los derechos civiles
Un panfleto, no Importa lo bueno que sea, tan sólo se lee tina vez, pero una canción se aprende de
memoria y se repite una y otra vez y yo sostengo que si una persona puede poner algunos hechos
fríos de sentido común en una canción, y arroparlos en un manto de humor para quitar la
sequedad, entonces tendrá el éxito de alcanzar a un gran número de trabajadores que son
demasiado inteligentes o demasiado indiferentes para leer un panfleto o un editorial sobre ciencia
económica (Joe Hill, citado en Reagon, 1975, 54).
«Aprendido de memoria y repetido una y otra Vez»; ése es el proceso básico de la tradición y de lo
que trata la interpretación ritual. Y el cantar y las canciones, como portadores de tradiciones, Son
por tan poderosas armas en las manos de los movimientos sociales. Ese aspecto de la práctica
cultural y el nivel de práctica estética en el que la tradición proporciona un recurso donde los
movimientos sociales pueden inspirarse, puede ser ilustrado mediante el papel histórico de la
música en la vida afroamericana. Comenzando con las canciones de los esclavos, la música ha
proporcionado a los afroamericanos una forma expresarse y comunicarse bajo condiciones de gran
opresión. Mientras que la discriminación es materia de controversia, tanto en su forma sagrada
como secular, estas canciones llevaban un mensaje de esperanza y trascendencia a lo largo de
décadas de lucha, aun después de la, emancipación formal.
Estas canciones formaron la base de las «canciones de libertad» que fueron tan importantes
durante el movimiento de los derechos civiles en los años cincuenta y principios de los Sesenta.
Bernice Johnson Reagon escribe:
Las canciones de los esclavos representaban un cuerpo de datos que permanecía presente en la
comunidad negra para ser usado en futuras situaciones de crisis […] En muchas ocasiones, lo
nuevo salía de lo antiguo en medio de la actividad del movimiento. Este proceso evolutivo fue
posible porque la estructura del materia1 tradicional le permitió funcionar en contextos
contemporáneos. Había continuidad cambiándose algunas letras tradicionales por afirmaciones de
ese
momento. Estas canciones transformadas fueron usadas junto a canciones más s para expresar el
mensaje de que la lucha de los negros tenía una larga historia (1975, 38 y 96).
La evolución del «No nos moverán» que Berníce Johnson Reagon nos presenta en su obra acerca
del papel de la música en el movimiento de los derechos civiles nos proporciona un ejemplo
instructivo acerca del poder de la tradición en los movimientos sociales. Esa canción, que comenzó
como un espiritual, fue recogida por el movimiento obrero y finalmente, debido al contacto entre el
movimiento obrero y los activistas de derechos civiles en el Highlander Center en Tennessee a
principios de los años sesenta, fue transformada en el himno del movimiento de los derechos
civiles y, al final, utilizada por parecidos movimientos el mundo.
Rastrear la «historia» de esa canción es un ejercicio instructivo sobre como la tradición y el ritual
enlazan los movimientos sociales, proporcionando un río invisible de prácticas culturales
personificadas, al igual que ideas e imágenes, entre movimientos y generaciones de activistas
(potenciales). «No nos moverán» surgió de la tradición colectiva creada por los esclavos africanos
en los Estados Unidos. Apareció por primera vez en forma escrita en una colección realizada en
1901 con el titulo «Yo estaré bien, no me moverán». En seguida aparecerá junto espirituales en
hojas de partituras al alcanzar este género cierta popularidad, al crear la música de iglesia un
nuevo mercado. Un giro importante tuvo lugar en los años treinta cuando la canción fue tomada por
la Unión de Trabajadores del Tabaco (una unión negra) como parte de su campaña de movilización
durante los conflictos laborales en el Sur. Durante este proceso se cambió el título a «Nosotros
estaremos bien, no nos moverán». El pronombre colectivo reemplazó al singular reflejando un
cambio en el locus de redención, si no de lo sagrado a lo secular, sí al menos de lo singular a lo
plural. En 1947 tuvo lugar un segundo gran giro al transformarse la canción en una tonada
organizativa de unión blanca en el Highlander Centre de Tennessee. Simbólicamente el título fue
alterado a una forma gramaticalmente
más correcta (en inglés se pasó del «We Will Overcome» al «We Shall Overcome). Esto fue
llevado a cabo por un estudiante que había abandonado Harvard, Pete Seeger, entonces activo en
el Centro, lugar que sirvió como espacio institucional en la lucha por mantener vivas las tradiciones
del movimiento sindical en el extremadamente hostil Sur rural. Fue en el Highlander Centre, que no
sólo era una de las pocas instituciones de su tipo, sino también una de las pocas en reconocer el
valor de la música para los movimientos sociales, donde la canción fue finalmente devuelta a los
negros y los derechos civiles. En 1954 se organizó un taller para enseñar canciones tradicionales
de movimientos sindicales a jóvenes activistas en el movimiento desegregación de la escuela en la
cercana Knoxville. Aquí el siempre activo Seeger enseñó a un grupo de jóvenes estudiantes
femeninas las palabras y la manera ritual de interpretar el «No nos moverán». Lo llevaron a las
calle y cárceles del Sur, y por supuesto modificaron su forma de presentación en el proceso.
Finalmente, grabado por cantantes de folk populares como Joan Baez, la canción se ha convertido
en parte de una cultura global de disidencia y generalmente se canta de manera rituailizada, como
una canción en la que todos participan, con el público entrelazando las manos mientras canta. En
los Estados Unidos la técnica tradicional de la llamada y la respuesta de la cultura musical
afroamericana también se utiliza generalmente. Aquí el líder, como por ejemplo Pete Seeger en
una de sus muchas versiones en vivo, «llama» un verso y’
el público responde con el ya bien conocido estribillo.
«No nos moverán» y otras canciones asociadas con el movimiento en pro de los derechos civiles
nos proporcionan una muestra del segundo nivel de la dimensión estética, en el que las canciones
ayudan a movilizar la protesta y crear la solidaridad grupal en situaciones específicas. Bernice
Johnson Reagon (sobre cuya investigación está basada la anterior discusión) escribe: «la música
proporcionó la cohesión a la masa de personas en el boicot de autobuses de Montgomery;
transmitió la esencia y unidad de su movimiento» (1975, 93). En el proceso, muchas canciones
tradicionales fueron transformadas; por ejemplo Onward Christlan Soldiers, un himno cristiano, se
convirtió en la canción de marchas y lucha más popular dentro del contexto del movimiento.
«Desde las presiones y las necesidades implicadas en mantener la unidad grupal mientras se
trabaja bajo intensa hostilidad y oposición física, el movimiento de resistencia pasiva con sentadas,
desarrolló su cultura. La música era el sostén de esa cultura» (Reagon, 1975, 101). Mary King,
activista del Comité de Coordinación No Violento de Estudiantes (SNCC), el brazo estudiantil del
movimiento en pro de los derechos civiles en sus primeros momentos, escribió en sus memorias
Freedoin Song:
El repertorio de «canciones de libertad» (cantadas en las manifestaciones) tenía una habilidad sin
precedentes para evocar el poder moral de las metas del movimiento, para despertar el espíritu,
confortar al afligido, infundir valor y compromiso, y unir extraños separados en una «banda de
hermanos y hermanas» y un «círculo de confianza» (King, 1987, 23).
6. CONCLUSIÓN
Con los ejemplos proporcionados por el RH y el movimiento en pro de los derechos civiles espero
haber ilustrado la importancia de lo que he llamado la práctica cultural de los movimientos sociales.
Esta importancia funciona a dos niveles, a un nivel profundo en el que se interpreta y experimenta
la realidad, el nivel de la cultura. Aquí lo que he llamado tradición y ritual trabajan para proporcionar
puentes entre movimientos y generaciones de activistas.
Las tradiciones ejemplificadas por medio de la música y el arte forman parte de la memoria
colectiva que trae consigo maneras de ver y conectar el pasado y el presente, y de relacionarse
individuos del pasado y del presente. Los rituales, actuaciones con una fuerte carga simbólica
personifican las ideas y orientaciones contenidas en las tradiciones, y también proporcionan un
enlace estructurado entre los movimientos y las generaciones. El Nuevo Movimiento Negro y el RH
y la historia de la canción «No nos moverán» intentaban ser ejemplos ilustrativos de la práctica
estética de los movimientos sociales. La literatura y las formas de arte del Nuevo Movimiento
Negro originaron y ayudaron a personificar una tradición, una manera de definir la «negritud», que
serviría como base de la que se nutrirían otros movimientos posteriormente. Rastrear la historia de
la canción «No nos moverán» pretendía ilustrar cómo la música también puede enlazar
movimientos, a lo largo del tiempo y de barreras raciales, y contribuir a la creación y continuidad de
una cultura y habitus de protesta. Desde la perspectiva de la teoría de los movimientos sociales, la
finalidad ha sido la de elaborar la noción de cultura tal y como actualmente está siendo debatida e
ilustrar el papel de la tradición y el ritual en enlazar movimientos e individuos. La protesta muy bien
puede tener lugar en olas y ciclos visibles, pero existen lazos invisibles entre ellos. El concepto de
cultura actualmente usado por los teóricos de los movimientos sociales, aun en el caso de aquellos
que intentan salirse de los marcos tradicionales de análisis, es utilizado de forma demasiado
estrecha para captar la profundidad de la dimensión estética y la práctica cultural de un
movimiento.
Roger Friedland escribe: «no se trata de si las ideas importan, sino de cuándo, cómo y qué
materializan; ni de si idealizan o no, sino cuándo, cómo y qué hacen» (1995, 34). Las ideas y las
tradiciones de la protesta importan cuando los movimientos sociales las revitalizan. He sugerido
que pueden ser revitalizadas porque se han objetivado, como actos culturales, en canciones y
otras representaciones simbólicas e llamamos arte. La práctica cultural de los movimientos sociales
es movilización de las tradiciones contenidas en el arte y la música. Un hecho a explorar es cómo y
bajo qué condiciones sirven las tradiciones y las prácticas rituales para el cambio social, y no para
su reproducción. Éste es el reto y la tarea de una sociología cultural de los movimientos sociales.