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EL estornudo mágico

Nadie en el pueblo sabía lo que era un estornudo. Nadie pero nadie. Se los aseguro. Lo

cierto es que a Maite, como a todos, le pasaba lo que le pasaba cada vez que se

resfriaba. Empezaba a inflarse. La boca se le llenaba de aire hasta inflarle los

cachetes, las manos se le volvían manotas; las piernas parecían zancos

engordados. El aire que no salía tenía que ir por algún lado. Hacia arriba, hasta

los pelos se le erizaban; y hacia abajo, el aire construía un colchón suave bajo

los pies, que iba engordándose, y el cuerpo de Maite parecía un globo

aerostático que subía y subía.

Luego, por lo general, ocurrían dos cosas: o bien Maite iba cayendo lentamente hasta

apoyar los pies en la tierra (esto la divertía un poco), o se escapaba tan de golpe que

aterrizaba de cola (lo que era fatal porque tenía que andar de cama toda la semana hasta

recuperarse).

Por supuesto, en el pueblo, Maite no era la única con problemas. A su padre le pasaba lo

mismo. A su madre le pasaba lo mismo. A su hermano bebé había que atajarlo en la

caída.

Lo cierto es, también, que los domingos, en la plaza, todos sabían quién estaba

resfriado. Sólo bastaba con mirar hacia arriba y comprobar quién se inflaba y subía.

Entonces, ahí mismo, se agrupaban los más fuertes sosteniendo esos aros inmensos de

tela de los bomberos y esperaban, pacientemente, que cayeran los resfriados de muchas

maneras.

Hasta que, un día, los vecinos decidieron buscar una mejor solución. Consultaron al

alcalde y no se le ocurría nada. Los ancianos no se acordaban de haber vivido algo así

en toda su vida ni en la del pueblo.


Una noche, mientras dormía en su cama de siete años, a Maite se le apareció alguien.

Cuando se despertó, dijo una palabra:

¡ATCHIS!

Al rato se acordó de su sueño: “Había dos, uno era muy narigón; el otro cantaba así:

Vengo acompañado

por Don Resfriado.

Si sienten cosquillas

abran la sombrilla,

y también la boca,

porque, si no, explota.

¡ATCHIS! Mi saludo.

Soy el estornudo.

A la noche siguiente, a Maite le volvió a pasar lo mismo. Y volvió el Narigón. Esta vez

ella se acordó un poco más: “Don Resfriado era una nariz roja pegada a un cuerpo

petizo; Estornudo era una bolita peluda de ojos saltones. Los dos me mostraron cómo

fabricar estornudos”.

(Ahí mismo toda la familia dijo ¡Ah!). Y les empezó a leer las instrucciones que el

Narigón le había dictado y que ella fue anotando, medio dormida, en su libretita de

espiral:

"Condición: Estar resfriado.

Primera instrucción: Sentir un cosquilleo inaguantable.

Segunda: Cuando el cosquilleo llega a la nariz después de haber recorrido todo,

despegar los labios y abrir grande la boca.

Tercero: Dejar que la corriente de aire vaya para adentro; cuando salga, pegar la lengua

contra el paladar anterior y dejar salir el aire, que por supuesto, por la fuerza que lleva,
se escapará explosivamente."

Todos iban tratando de seguir la receta que leía Maite, pero no lo entendían así nomás.

Tuvieron que esperar varias tardes y varias noches, cuando después de la escuela, la

niña volvió a su casa empapada por el chaparrón y sintió un cosquilleo redondo y

suavecito de la cabeza a los pies. Casi casi llegó volando hasta el techo de la cocina,

mientras su papá trataba de bajarla tironeándola de la mochila y de la valija del picnic.

Ni siquiera tuvo necesidad de acordarse, porque Narigón apareció en el aire

acompañado por Don Resfriado, la nariz se le arrugó y los labios se le abrieron como

tulipán con agua y sol.

¡AAATCHCHÍSSSS! El estornudo mágico salió como nunca. Menos mal que su papi la

atajó y cayeron juntos. La mamá apareció enseguida.

- ¿Qué pasó? - Preguntó.

Y los vio a los dos muertos de risa en el piso.

El resto fue fácil. La familia estornudó (por supuesto que no todos al mismo tiempo). Su

hermanita fue la primera porque se destapaba siempre a la noche. Y los vecinos tuvieron

que acostumbrarse a volar cada vez menos en la plaza los domingos. Jugaban a bajarse

del aire y a hacer castillos humanos para atajarse. De vez en cuando, cuando alguien se

olvidaba la palabra, jugaban al espejo imitándose unos a otros. Se sentían con los pies

en la tierra, más contentos, más felices.

Y tenían una palabra más, que empezó a formar parte de todos los del pueblo.

¿La habrían tenido en algún tiempo y la olvidaron? ¿O la desconocían desde el principio

de su historia?

¡Vaya a saber qué pasó!

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