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El relativismo postula que no hay sino verdades provisionales o relativas, dada la imposibilidad para el

hombre de alcanzar verdades definitivas o absolutas, cualquiera que sea el ámbito en que nos movamos.
El relativismo se ha convertido así en el problema central de la fe y de la cultura en la hora actual. Sin
duda, ya no se presenta tan sólo con su vestido de resignación ante la inmensidad de la verdad, sino
también como una posición definida positivamente por los conceptos de tolerancia, conocimiento dialógico
y libertad, conceptos que quedarían limitados si se afirmara la existencia de una verdad válida para todos.
Antes de ser elegido el papa, el entonces cardenal Ratzinger denunciaba con fuerza los vientos de
relativismo que azotan nuestra sociedad occidental en las últimas décadas. El relativismo se ha convertido
en una actitud de moda, mientras que "tener una fe clara según el credo de la Iglesia católica" es
despachado a menudo como fundamentalismo, "se va constituyendo –concluía– una dictadura del
relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja sólo como medida última al propio yo y sus
apetencias". La expresión "dictadura del relativismo", llamó de inmediato la atención tanto de la audiencia
como de la prensa, pues mostraba de manera bien gráfica la formidable capacidad poética del futuro papa
que con sólo tres palabras diagnosticaba la enfermedad de la sociedad europea.
El relativismo es probablemente la enfermedad más grave de la sociedad europea en el momento
presente y considerar la enfermedad como algo saludable es en verdad un modo de alcanzar la peor de las
dictaduras.
En última instancia, un relativismo como el que crece actualmente en Europa corroe la democracia,
porque clausura el diálogo y acaba con el pluralismo. El entonces cardenal Ratzinger afirmaba en Subiaco
que "Europa ha desarrollado una cultura que, de modo desconocido antes de ahora para la humanidad,
excluye a Dios de la consciencia pública". Y añadía: "En Europa se ha desarrollado una cultura que constituye
en absoluto la contradicción más radical no sólo del cristianismo, sino de las tradiciones religiosas y morales
de la humanidad". En sus palabras se advertía de manera luminosa que el relativismo de nuestro tiempo,
hijo bastardo de la Ilustración, era el punto de partida de la cancelación de Dios en la vida pública (cfr. Anexo
3).

1. La existencia de la verdad
Uno de los problemas principales que encontramos en la actualidad es la desconfianza en el valor del
conocimiento humano. Sin duda, nuestro conocimiento es muy limitado; pero, con frecuencia, se interpreta
esa limitación como si nunca pudiéramos estar seguros acerca de nada. Ese escepticismo suele aplicarse,
sobre todo, a las verdades morales y religiosas, que se interpretan, de acuerdo con una postura relativista,
como si fueran completamente subjetivas y nunca fuera posible llegar a conclusiones ciertas.
Es grande el interés de la Iglesia en defender que podemos alcanzar conocimientos verdaderos, tal como
lo afirma el Papa Juan Pablo II: «Para la Iglesia, nada es más fundamental que conocer la verdad y
proclamarla. El porvenir de la cultura depende de esto”. Lo recordaba en otra ocasión: "Nuestra época tiene
una urgente necesidad de esta forma de servicio desinteresado que consiste en proclamar el sentido de la
verdad, valor fundamental sin el cual perecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre".
Juan Pablo II ha dedicado la encíclica Fides et ratio a defender la capacidad humana de conocer la verdad,
y a afrontar las dificultades que el conocimiento de la verdad encuentra en nuestra época.

a) La crisis de la verdad
El problema de la verdad no es nuevo. Siempre se han planteado dificultades acerca de la objetividad de
la verdad, tomando ocasión, por ejemplo, de la disparidad de modos de ver las cosas que existen en las
diferentes sociedades e incluso dentro de cada sociedad, y de los cambios que se dan, a veces, en las
opiniones y creencias en las diferentes épocas.
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Pero también existen factores propios de cada época. En la actualidad, entre los factores más influyentes
se cuentan los relacionados con las ciencias naturales. El gran avance que estas ciencias han experimentado
en la época moderna ha suscitado no pocos problemas, porque no existe un acuerdo generalizado sobre el
valor de los conocimientos que proporcionan.
Estos problemas se remontan al nacimiento de la ciencia experimental moderna en el siglo XVII. Se trató
de una verdadera revolución conceptual y práctica, porque esa ciencia era realmente nueva: aunque se
apoyaba en los trabajos realizados durante siglos, respondía a un método que nunca se había aplicado de
modo sistemático y que se diferenciaba claramente de los enfoques que hasta entonces se habían utilizado
para estudiar la naturaleza.
Muchos piensan que las ciencias sólo proporcionan modelos que siempre están sujetos a cambios, sin
llegar nunca a conclusiones verdaderas. A la vez, la ciencia experimental suele considerarse como el
conocimiento más fiable que poseemos, porque sus modelos pueden someterse a control experimental y a
demostraciones intersubjetivas que son independientes de las creencias personales. Al combinar estas
ideas, se concluye que, si no podemos alcanzar verdades definitivas en las ciencias, que son consideradas
como el mejor conocimiento de que disponemos, mucho menos se alcanzarán en otros ámbitos, como la
filosofía y la religión, en los que influyen notablemente los factores personales y sociales.
Ante esta situación, algunos reaccionan criticando las pretensiones de la ciencia, para dejar terreno libre a
la fe; subrayan, por ejemplo, que los conocimientos científicos siempre son conjeturales, y que sólo en la fe
encontramos certezas. Sin embargo, este camino no parece ser el más apropiado. En efecto, la fe se apoya
en la razón, y si se minusvalora la razón, es fácil que la fe quede también dañada. Sin duda, las ciencias no
pueden resolver todos los problemas y es importante mostrar sus límites, pero esto nada tiene que ver con
rebajar los verdaderos logros científicos y la capacidad racional que los hace posibles.

Podemos decir que existen normas o verdades universales morales e inmutables, exigibles, por tanto, a
todo ser humano que se precie de tal. No válidas sólo para una porción de hombres -los creyentes- sino para
todo ser que posea la vida humana desde su concepción hasta la muerte. Son normas que garantizan el
respeto a la dignidad humana. Su formulación más conocida es el Decálogo cristiano, aunque ya antes eran
conocidas por la Humanidad.
Las almas de los egipcios muertos se justificaban ante Osiris con esta confesión: "Traigo en mi corazón la
verdad y la justicia, pues he arrancado de él todo mal. No he hecho sufrir a los hombres. No he tratado con
los malos. No he cometido crímenes. No he hecho trabajar en mi provecho con abuso. No he maltratado a
mis servidores. No he blasfemado de los dioses. No he privado al necesitado de lo necesario para la
subsistencia. No he hecho llorar. No he matado ni mandado matar. No he tratado de aumentar mis
propiedades por medios ilícitos, ni de apropiarme de los campos de otro. No he manipulado las pesas de la
balanza. No he mentido. No he difamado. No he escuchado tras las puertas. No he cometido jamás
adulterio. He sido siempre casto en la soledad. No he cometido con otros hombres pecados contra la
naturaleza. No he faltado jamás al respeto debido a los dioses" .Podrían presentarse textos análogos de
otras culturas, que muestran cómo estas verdades son universales, comunes de una manera u otra a todas
las culturas que se han sucedido en la historia de la humanidad. Son verdades universales e inmutables.

b) ¿Qué es la verdad?
Estamos de nuevo ante la pregunta de Pilatos a Jesucristo, que zanja la cuestión sin resolverla. Las
complicaciones sobre el término verdad son típicamente filosóficas. De forma pre-filosófica no existen
grandes dificultades para utilizar el término verdad. Hasta el más escéptico utilizará el término y el concepto
de verdad cuando, por ejemplo, se le acuse de haber hecho algo que "no he hecho, en modo alguno, ésa es
la verdad".
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La antigua definición de verdad (adecuación del entendimiento con la realidad) mantiene su validez cada
vez que alguien sufre las desventajas de la negación –en carne propia- de la verdad. Si nos mantenemos en
este plano de lo vivencial nadie puede negar este concepto de verdad. Cuando el objeto del conocimiento es
algo externo a la persona (una cosa, un comportamiento interpersonal), no hay grandes inconvenientes para
admitir que verdad es la adecuación entre conocimiento intelectual y realidad.

c) Duda, opinión, certeza


Todos tenemos el convencimiento que las personas poseen sobre la verdad de sus conocimientos admite
grados. El más bajo se llama duda, y consiste en fluctuar entre la afirmación y la negación de una
determinada proposición, sin inclinarse hacia un extremo de la alternativa más que hacia el otro.
Por encima de la duda está la opinión: adhesión a una proposición sin excluir la posibilidad de que sea
falsa. Por tanto, es un asentimiento débil. La opinión es una estimación ante aquello que puede ser o no ser,
ser de una forma o de otra. El hombre se ve obligado a opinar porque la limitación de su conocimiento le
impide alcanzar a menudo la certeza: puede llover o no llover; puedo morir dentro de dos, doce, treinta
años... La libertad humana es otro claro factor de incertidumbre: hablar sobre la configuración futura de la
sociedad o de nuestra propia vida es entrar de lleno en el terreno de lo opinable. Lo cual no significa que
todas las opiniones valgan lo mismo. Séneca aconsejaba que las opiniones no debían ser contadas sino
pesadas.
Por tanto, hay que afirmar que no es verdad que todas las opiniones merezcan el mismo respeto.
Quienes merecen todo el respeto del mundo son las personas, pero no sus opiniones. Al contrario,
tenemos la obligación de ayudar a los demás a mejorar sus opiniones, a cambiar sus convicciones,
exhibiendo las razones que asisten a nuestras posiciones morales y sociales para permitirles que se pasen, si
lo desean, a nuestro lado. En este sentido, es importantísimo distinguir con claridad entre pluralismo y
relativismo. Mientras que el relativista no tiene interés en escuchar las opiniones de los demás (en el fondo
el relativista no habla con otro, sino que habla de otro), quien ama el pluralismo no sólo afirma que caben
diversas maneras de pensar acerca de las cosas, sino que sostiene además que entre ellas hay maneras
mejores y peores, y que mediante el contraste con la experiencia y el diálogo los seres humanos somos
capaces casi siempre de reconocer la superioridad de una opinión sobre otra y de adherirnos a ella.

Llamamos escéptico al que niega toda posibilidad de ir más allá de la opinión. Por tanto, el escepticismo
es la postura que niega la capacidad humana para alcanzar la verdad. La palabra procede del griego
sképtomai, que significa examinar, observar detenidamente, indagar. En sentido filosófico, escepticismo es
la actitud del que reflexiona y concluye que nada se puede afirmar con certeza, por lo que más vale
refugiarse en la abstención de todo juicio.

Por fortuna, no todo es opinable. Lo que se conoce de forma inequívoca no es opinable sino cierto. Y no
se debe tomar lo cierto como opinable, ni viceversa: no puedes opinar que la Tierra es mayor que la Luna, ni
asegurar con certeza que la república es la mejor forma de gobierno.
La certeza se fundamenta en la evidencia, y la evidencia no es otra cosa que la presencia patente de la
realidad. La evidencia es mediata cuando no se da en la conclusión, sino en los pasos que conducen a ella:
no conozco a los padres de Antonio, pero la existencia de Antonio evidencia la de sus padres, la hace
necesaria. La existencia de Antonio, al que veo todos los días, es para mí una certeza inmediata; la
existencia actual o pasada de sus padres, a los que nunca he visto, también me resulta evidente, pero con
una evidencia no directa sino mediata, que me viene por medio de su hijo.
La condición limitada del hombre hace que la mayoría de sus conocimientos no se realicen de forma
inmediata. Son pocos los hombres que han visto las moléculas, los fondos marinos, la estratosfera o
Madagascar. La mayoría de los hombres tampoco han visto jamás, ni verán nunca, a Julio César o a
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Carlomagno. Sin embargo, conocen con certeza la existencia de esas y otras muchas personas y realidades.
Su certeza se apoya en un tipo de evidencia mediata: la proporcionada por un conjunto unánime de
testigos. En un caso, la comunidad científica; en otro, las imágenes de todos los medios de comunicación; y
si se trata de hechos o personajes del pasado, los testimonios elocuentes de la historia y de la arqueología.
Estas evidencias mediatas se apoyan no en propios razonamientos, sino en segundas o terceras personas.
Si no admitiéramos su valor, si no creyéramos a nadie, nuestros padres no podrían educarnos, la ciencia no
progresaría, no existiría la enseñanza, leer no tendría sentido... Es decir, si sólo concediésemos valor a lo
conocido por uno mismo, la vida social, además de estar integrada por individuos ignorantes, sería
imposible. Por tanto, es necesario y razonable dar crédito, creer.
¿Puede tener certeza quien cree? Sabemos que la certeza nace de la evidencia. ¿Qué evidencia se le
ofrece al que cree? Sólo una: la de la credibilidad del testigo. El que no ha estado en América cree en los
que sí han estado y atestiguan su existencia. El que nunca ha visto a Hitler cree a los que sí lo vieron. Y antes
que Hitler, Napoleón, el Cid o Nerón. En todos estos casos es evidente la credibilidad de los testigos. Y entre
esos casos debemos incluir los que dan origen a algunas creencias religiosas. Por eso, la fe -creer el
testimonio de alguien, creer algo a alguien- es una exigencia racional, y su exclusión es una reducción
arbitraria de las posibilidades humanas.

d) La inclinación subjetiva
Es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad, reconociéndola como es, de forma parecida a como el
guante se adapta a la mano. Pero no siempre sucede así. El subjetivismo surge precisamente cuando la
inteligencia prefiere colorear la realidad según sus propios gustos: entonces la verdad ya no se descubre en
las cosas, sino que se inventa a partir de ellas.
La causa más frecuente del subjetivismo son los intereses personales. Con frecuencia, la atracción de la
comodidad, de la riqueza, del poder, de la fama, del éxito, del placer o del amor puede tener más peso que
la propia verdad. Por eso, si suspendo un examen, nunca será por no haberlo estudiado, sino por mala
suerte o exigencia excesiva del profesor. Y si el suspendido es un niño, la mamá jamás dudará de la
capacidad de la criatura: antes pondrá en duda la idoneidad del profesor o del libro de texto, o asegurará
que su hijo es listísimo aunque «algo» vago y despistado.
El subjetivismo, además de afectar a lo más trivial, también deforma las cuestiones más graves: el
terrorista está convencido de que su causa es justa; la mujer que aborta quiere creer que sólo interrumpe el
embarazo; el suicida se quita la vida bajo el peso de problemas no exactamente reales, agigantados por su
enfermiza subjetividad; al antiguo defensor de la esclavitud y al moderno racista les conviene pensar que los
hombres somos esencialmente desiguales.
Para que la verdad sea aceptada es preciso que encuentre una persona habituada a reconocer las cosas
como son, y el que vive según sus exclusivos intereses suele carecer de la fortaleza necesaria para afrontar
las consecuencias de la verdad. Pero al hombre no le resulta fácil hacer o pensar lo que no debe. Por eso,
para evitar esa violencia interna, si se vive de espaldas a la verdad se acaba en la autojustificación. La
historia humana es una historia plagada de autojustificaciones más o menos pobres. Ya decía Hegel que
todo lo malo que ha ocurrido en el mundo, desde Adán, puede justificarse con buenas razones. Al menos,
puede intentarse.

e) El peso de la mayoría
Por su identificación con la realidad, la verdad no consiste en la opinión de la mayoría, ni en el común
denominador de las diferentes opiniones. Por eso, elegir como criterio de conducta lo que hace o piensa la
mayoría de la gente constituye una pobre elección: suele ser la coartada de la propia falta de personalidad o
del propio interés.
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Además, invocar la mayoría como criterio de verdad equivale a despreciar la inteligencia. En este
sentido, E. Fromm piensa que el hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no
convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte éstos en
verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace
de estas personas gente equilibrada.
Es un gran error confundir la verdad con el hecho puro y simple de que un determinado número de
personas acepten o no una proposición. Si se acepta esa identificación entre verdad y consenso social,
cerramos el camino a la inteligencia y la sometemos a quienes pueden crear artificialmente ese consenso
con los medios que tienen a su alcance. Es como decir que ya no existe la verdad, y que se debe considerar
como tal aquello que decide quien tiene poder para imponer mayoritariamente su opinión.
La mentira se puede imponer de muchas maneras, y no sólo con la complicidad de los grandes medios de
comunicación. Sin ellos, Sócrates fue calumniado hace más de dos mil años: «Sí, atenienses, hay que
defenderse y tratar de arrancaros del ánimo, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia que habéis
estado escuchando tantos años de mis acusadores. Y bien quisiera conseguirlo, mas la cosa me parece difícil
y no me hago ilusiones. Intrigantes, activos, numerosos, hablando de mí con un plan concertado de
antemano y de manera persuasiva, os han llenado los oídos de falsedades desde hace ya mucho tiempo, y
prosiguen violentamente su campaña de calumnias» (Platón, Apología de Sócrates).
Sócrates representa la situación del hombre aislado por defender verdades éticas fundamentales.
Pertenece a esa clase de hombres apasionados por la verdad e indiferentes a las opiniones cambiantes de la
mayoría. Hombres que comprometieron su vida en la solución a este problema radical: ¿es preferible
equivocarse con la mayoría o tener razón contra ella?

f) Conocimiento de la verdad
El subjetivismo y el escepticismo sostienen que el hombre no conoce la verdad porque no le interesa o
porque no es capaz. En la Grecia clásica, los sofistas pensaron así, y defendieron que las cosas son tal y
como a cada uno le parecen. Muchos siglos más tarde, la filosofía idealista alemana dirá que no conocemos
la realidad como es, sino reflejada en el estanque de nuestro conocimiento. Sin embargo, ya puntualizó
Aristóteles que si entendiésemos solamente el producto de nuestro conocimiento, ninguna ciencia versaría
sobre el mundo real, y la misma técnica -ciencia aplicada- no podría existir. Pero ocurre justamente lo
contrario.
Aunque es claro que nuestro conocimiento no agota la realidad, no se puede negar que conocemos
muchas verdades. La existencia del lenguaje es una buena prueba. Para poder hablar se requiere, al menos,
la existencia verdadera de tres realidades: un yo, un tú y un objeto de conversación. Si lo entendido por dos
interlocutores fuera sólo subjetivo, no habría posibilidad de entendimiento. La misma discusión es prueba
de algo objetivo sobre lo que se discute, y prueba irrefutable de que estamos ciertos de la existencia de una
verdad que, al tiempo que nos trasciende, nos resulta alcanzable. Por otra parte, la experiencia del error no
demuestra que nuestro conocimiento no alcance la verdad, sino justamente lo contrario: apreciamos lo
erróneo en comparación con lo verdadero, ya que si todo fueran errores no nos daríamos cuenta.
Volveremos sobre esto más adelante.

En la mayoría de los ámbitos (el de las ciencias experimentales, sociales, humanas) las verdades pueden
decirse provisionales en sentido propio. Absolutizarlas significa renunciar a un conocimiento más profundo.
Sólo en el ámbito de la ética –común a todo ser humano- podemos encontrar verdades absolutas: los
derechos humanos, verdades que garantizan el respeto al ser humano, fundamentos de la inviolabilidad de
la persona, sea de la condición que sea. Constituyen una ley no escrita, asentada en la razón de cada
hombre, por el mero hecho de ser hombre. Son la verdad del ser humano.
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Una verdad completa, absoluta, sólo puede ser creación de un sujeto absoluto, de la plenitud del ser, de
Dios. La aceptación por el hombre de verdades absolutas es una fe; es decir, una adhesión a algo que el
hombre no ha creado: el hombre no ha creado al ser humano, por tanto, no tiene poder sobre la vida o la
muerte. Debe respetar la vida... y respetar la muerte. No debe manipular al ser humano mediante la
clonación, aunque pueda hacerlo, porque su ciencia se lo permite. Sería manipular la verdad (absoluta) del
ser humano.
El relativismo desabsolutiza la verdad profunda del hombre (ya no es un ser en sí, sino un ser para mí,
dice) y se apresta a manipular al hombre: así se llega al relativismo bioético que juega con los embriones
humanos, introduciéndolos en el ámbito del economicismo y el afán de poder.

2. Sobre la ética y la búsqueda del bien


Se podría definir la ética diciendo que es el arte de vivir como un ser humano
Hemos dicho que el relativismo supone abdicar de la posibilidad de llegar a conocer la verdad y el bien
como meta del ser humano. En una palabra, desconfiar de la capacidad del hombre para conocer y amar, y
así ser feliz.
Los medios concretos para alcanzar la verdad y el bien no están dados definitivamente a cada sujeto,
porque es la libertad de cada uno quien tiene que elegirlos. Está dado el fin general de la naturaleza
humana (perfección como criatura amorosa), pero no los medios que conducen a esos fines. Es decir, hay
muchísimo que inventar, que decidir, a lo que aventurarse. La orientación general está dada por nuestra
naturaleza humana, pero ésta necesita que la persona elija los fines secundarios y los medios. Y, dado que
no es instintivo en el ser humano alcanzar los fines naturales del hombre, la naturaleza humana tiene unas
referencias orientativas para la libertad; es decir, tiene unas normas, unas leyes que le permiten encauzar
(libremente) el cumplimiento de ese anhelo constitutivo, y que configuran lo que podríamos llamar una guía
de la naturaleza humana. Si se vive lo indicado en ellas, estaremos un poco más cerca del objetivo; si no se
vive, nos alejaremos de él.
La primera de las normas de esta ‘guía de la naturaleza humana’ tradicionalmente se ha formulado así:
Haz el bien y evita el mal. No un mal y un bien externos y extraños a nosotros, sino nuestro mejor bien,
evitando lo que nos daña: hacer el bien y evitar el mal es una invitación positiva a que cada uno haga de sí
mismo el mejor de los proyectos posibles. Eso son las normas morales, que tienen como fin establecer unos
cauces para la que la libertad elija de tal modo que contribuya a los fines y tendencias naturales. La ética
estudia cómo y de qué modo son obligatorias las normas morales, y cuáles son en concreto esas normas
morales.
Esas normas no se cumplen necesariamente, sino sólo si uno quiere. Pero están ahí porque la realidad
humana está ahí, y ‘tiene sus leyes’, sus caminos. Y es que el desarrollo de la persona y el logro de sus fines
naturales tiene un carácter moral, ético. La ética es algo intrínseco a la persona, a su educación, y a su
desarrollo natural. Es el criterio de uso de la libertad.
Por tanto, no cabe entender la ética como un ‘reglamento’ que venga a molestar a los que viven según les
apetece. Sin ética no hay desarrollo de la persona, ni armonía entre el alma y el cuerpo. A poco que se
considere quién es el hombre, enseguida surge la evidencia de que, por ser persona, es necesariamente
ético: "la ética es aquel modo de usar el propio tiempo según el cual el hombre crece como un ser
completo". La naturaleza humana se realiza y perfecciona mediante decisiones libres, que nos hacen
mejores porque desarrollan nuestras capacidades. El hombre o es ético, o no es hombre.
Algunos autores dicen de la ética que es un saber muy difícil, que exige una enorme cantidad de
información sobre el ser humano, su historia, sus necesidades, tendencias y aspiraciones. Ha de conocer qué
es el hombre y lo que puede ser. Tiene que justificar racionalmente sus aspiraciones igual que la ciencia. No
puede confundirse, sin embargo, con ella. La ciencia sólo habla de lo que hay. La ética de lo que debe haber .
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Es la punta de lanza de la inteligencia humana, que nos abre camino en la maraña de la selva, y nos permite
inventar un mundo habitable.

a) El bien relativo
La pregunta por la significación de los términos bien y mal, bueno y malo, pertenece a las cuestiones más
antiguas de la filosofía. Pero, ¿no pertenece también a otras disciplinas? ¿No se va al médico para
preguntarle si se puede fumar? ¿No hay psicólogos que aconsejan en la elección de profesión? ¿Y no le dice
a uno el experto en finanzas: es bueno que cierre Ud. un contrato de ahorro para la construcción; el
próximo año estará peor el asunto de las primas, y será más largo el período de espera? ¿Dónde surge
exactamente lo ético, lo filosófico?
Prestemos atención al modo cómo se emplea la palabra bueno en el contexto citado. El médico dice: "es
bueno que Ud. se quede un día más en la cama". Estrictamente, al usar la palabra bueno debería añadir dos
cosas; debería decir: "es bueno para Ud. y añadir: "es bueno para Ud. en el caso de que lo que quiera ante
todo sea ponerse bueno". Estas añadiduras son importantes, pues en el caso de que alguien planee, por
ejemplo, un robo con homicidio para un determinado día, entonces, consideradas todas las cosas, resulta
sin duda mejor, si "pesca" una pulmonía que le impide acometer su empresa. Pero puede ocurrir que, por
tener que llevar a cabo un día algo importante e inaplazable, no hagamos caso al médico que nos manda
hacer reposo en cama, y aceptemos el riesgo de una recaída en la gripe. A la pregunta de si es bueno actuar
así, el médico, como tal, no puede pronunciarse en absoluto. "Bueno" significa para él, según su modo de
hablar, que es bueno si de lo que se trata ante todo es de su salud. Decir eso es de su competencia. Como
persona, pero ya no en su calidad de médico, puede decir que, en mi caso, debo tener en cuenta ante todo
la salud.
Y si yo quiero despilfarrar el dinero, o dárselo a un amigo que lo necesita de modo apremiante, en lugar
de colocarlo en un contrato de ahorro para la construcción, el experto financiero no puede decir nada al
respecto. Si él dijera "bueno", entonces estaría pensando: bueno para Ud. si es que se trata ante todo de
agrandar su peculio a plazo más largo.
En todos estos buenos consejos, la palabra "bueno" significa tanto como: "bueno para alguien en un
determinado sentido", y entonces puede ocurrir que la misma cosa resulte, bajo diversos aspectos, buena o
mala para la misma persona. Hacer muchas horas extraordinarias es bueno, por ejemplo, para subir el nivel
de vida, pero es malo para la salud. Puede ser también que la misma cosa sea buena para uno y mala para
otro; así la construcción de una carretera puede ser buena para los automovilistas y mala para los vecinos,
etc.

b) En busca del bien absoluto


También usamos la palabra "bueno" en un sentido, por así decir, absoluto, o sea, sin añadir un "para", o
"en determinado sentido". Este significado cobra actualidad siempre que se da conflicto de intereses o de
puntos de vista; también cuando se trata del interés o de los puntos de vista de una misma persona, por
ejemplo, los del nivel de vida, la salud o la amistad. Surgen entonces dos cuestiones: ¿qué cosa es
realmente y de verdad buena para mí? ¿Cuál es la jerarquía exacta de los puntos de vista? La otra cuestión
es: en caso de conflicto, ¿qué bien o qué interés debe prevalecer? Para decirlo ya de antemano: una verdad
pertenece a las ideas fundamentales de la filosofía de todos los tiempos, a saber, que a la hora de su
solución ambas cuestiones no son independientes. Pero de ello hablaremos más tarde. En cualquier caso,
decimos que la reflexión sobre estas cuestiones es de carácter filosófico.
Pero lo primero que debemos dejar bien claro es la justificación de tales preguntas, precisamente por
ser éstas impugnadas una y otra vez. Siempre nos encontramos con la misma afirmación de que los
problemas éticos no tienen sentido porque no se les puede dar respuesta. Las proposiciones de la ética no
serían susceptibles de verdad. En el campo de lo "bueno para Juan desde el punto de vista de la salud, o de
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lo "bueno para Pablo desde el prisma del ahorro de impuestos" se pueden hacer razonamientos de validez
general; pero cuando la palabra bueno se toma en un sentido absoluto, entonces, por el contrario, las
afirmaciones se hacen relativas, dependientes del ámbito cultural, de la época, del estrato social y del
carácter de los que usan esas palabras. Y, presuntamente, esta opinión puede apoyarse en un rico material
de experiencia: ¿no existen culturas que tienen por buenos los sacrificios humanos? ¿No hay sociedades
que mantienen la esclavitud? ¿No concedieron los romanos al padre el derecho de exponer al hijo recién
nacido? Los mahometanos permiten la poligamia, mientras que en el ámbito de la cultura cristiana sólo se
da como institución el matrimonio monógamo, etc.
Que los sistemas normativos son en gran medida dependientes de la cultura, es una eterna objeción
frente a la posible exigencia de una Ética filosófica, es decir, una objeción a la discusión racional sobre el
significado absoluto, no relativo, de la palabra "bueno".
Pero esta objeción desconoce que la Ética filosófica no descansa en la ignorancia de esos hechos. Todo lo
contrario. La reflexión racional sobre la cuestión de lo bueno con validez general comenzó, precisamente,
con el descubrimiento de esos hechos; en el siglo V antes de Cristo eran ya ampliamente conocidos.
Procedentes de viajes, corrían entonces en Grecia noticias que contaban cosas fantásticas de las costumbres
de los pueblos vecinos. Pero los griegos no se contentaron con encontrar esas costumbres sencillamente
absurdas, despreciables o primitivas, sino que algunos de ellos, los filósofos, comenzaron a buscar una
medida o regla con la que medir las distintas maneras de vivir y los diversos comportamientos. Quizá con el
resultado de encontrar unas mejores que otras. A esa norma o regla la llamaron "fisis", naturaleza. De
acuerdo con esa medida, la norma, por ejemplo, de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho resultaba
peor que su contraria. He aquí un ejemplo particularmente sencillo y sugestivo. El concepto no era, en
absoluto, adecuado para resolver, sin dar lugar a dudas, cualquier cuestión en tomo a la vida corriente. Por
el momento nos basta constatar que la búsqueda de una medida, universalmente válida, de una vida buena
o mala, del buen o mal comportamiento, brota de la diversidad de los sistemas morales, y que, por lo tanto,
hacer ver esa diversidad no constituye un argumento contra dicha búsqueda.

c) El bien absoluto existe


¿Qué es lo que mueve a aceptar que las palabras bueno y malo, bien y mal, tienen no sólo un sentido
absoluto, sino un significado universalmente válido? Esta pregunta está mal planteada. No se trata, en
efecto, de una suposición o de tener que aceptar algo; se trata de un conocimiento que todos poseemos,
mientras no reflexionamos expresamente sobre ello. Si oímos que unos padres tratan cruelmente a un niño
porque se ha hecho por descuido en la cama, no juzgamos que esa manera de proceder sea satisfactoria y
por tanto "buena para los padres, y, "mala" por el contrario para el niño; sino que desaprobamos sin más el
proceder de los padres, ya que nos parece malo en un sentido absoluto que los padres hagan algo que es
malo para el niño. Y si oímos que una cultura acostumbra a hacer esto, juzgamos entonces que esa sociedad
tiene una mala costumbre. Y cuando un hombre se comporta como el polaco P. Maximiliano Kolbe que se
ofrece libremente al bunker de hambre de Auschwitz para, a cambio, salvar a un padre de familia, no
pensamos que lo que fue bueno para el padre de familia y malo para el Padre Kolbe sea, considerada en
abstracto, una acción indiferente, sino que en ella vemos a un hombre que ha salvado el honor del género
humano que sus asesinos habían deshonrado. La admiración surge allí donde se cuente la historia de este
hombre, sea entre nosotros, o sea entre los pigmeos de Australia. Ahora bien, no necesitamos buscar casos
tan dramáticos y excepcionales. Las coincidencias en las ideas morales de las distintas épocas son mayores
de lo que comúnmente se cree.
Sencillamente, estamos sometidos de modo habitual a un error de óptica. Las diferencias nos llaman más
la atención porque las coincidencias son evidentes. En todas las culturas existen deberes de los padres hacia
los hijos, y de los hijos hacia los padres. Por doquier se ve la gratitud como un valor, se aprecia la
magnanimidad y se desprecia al avaro; casi universalmente rige la imparcialidad como una virtud del juez, y
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el valor como virtud del guerrero. La objeción que se hace de que se trata de normas triviales, que además
se deducen fácilmente por su utilidad biológica y social, no es ninguna objeción. Para quien tiene una idea
de lo que es el hombre, las leyes morales generales que pertenecen al hombre serán naturalmente algo
trivial; y lo mismo decir que sus consecuencias son útiles para el género humano. ¿Cómo podría resultar
razonable para el hombre una norma cuyas consecuencias produjeran daños generales? Lo decisivo es que
el fundamento para nuestra valoración no es la utilidad social o biológica; lo decisivo es que la moralidad, es
decir, lo bueno moralmente, no se define así. Daríamos también valor al proceder del P. Kolbe aunque el
padre de familia hubiera perdido la vida al día siguiente; y un gesto de amistad, de agradecimiento, sería
algo bueno aunque mañana el mundo se fuera a pique. La experiencia de estas coincidencias morales
dominantes en las diversas culturas, de una parte, y el carácter inmediato con que se produce nuestra
valoración absoluta de algunos comportamientos, de otra, justifican el esfuerzo teórico de dar razón de la
norma común, absoluta, de una vida recta.
d) ¿Cómo buscar el bien absoluto?
Son precisamente las diferencias culturales las que nos obligan a preguntarnos por la existencia de un
criterio o medida para juzgar. ¿Existe esa medida? Hasta ahora hemos considerado sólo argumentos
provisionales, indicios iniciales. Ahora queremos acercarnos a una respuesta más definitiva a la cuestión,
examinando los dos puntos de vista extremos, que sólo en una cosa se muestran de acuerdo: en negar
validez universal a cualquier contenido moral. Se trata pues de dos variantes del relativismo moral.
La primera tesis dice: Todo hombre debe seguir la moral dominante en la sociedad en que vive.
La segunda: Cada uno debe seguir su propio capricho y hacer lo que le venga en gana. Ninguna de las dos
resiste un examen racional.

Consideremos en primer lugar la tesis: Cada uno debe vivir de acuerdo con la moral dominante en la
sociedad en que vive. Esta máxima incurre en tres contradicciones.
Se incurre en la primera contradicción cuando quien plantea la máxima quiere fijar al menos una norma
universalmente válida, justamente aquella que dice que debe seguirse siempre la moral dominante. Se
podrá objetar que no se trata de una norma de contenidos, sino, por así decir, de una metanorma que no
puede entrar en colisión con las normas de la moral. Pero las cosas no son tan sencillas. Puede ocurrir, por
ejemplo, que una parte de la moral dominante lo constituya el pensar mal de otras sociedades, condenando
a los hombres que siguen las morales dominantes en ellas. Si yo sigo esa moral dominante en mi ámbito
cultural debo entonces participar de ese juicio condenatorio de las otras morales. Puede incluso pertenecer
a la moral dominante en una cultura determinada un impulso misionero que le lleva a penetrar en las
demás culturas y a cambiar sus normas. En este caso es imposible seguir tal regla, es decir, no es posible
afirmar que todo hombre debe seguir la norma dominante en su entorno: si yo sigo esa norma, debo
entonces intentar precisamente disuadir a otros hombres de que vivan de acuerdo con su moral. En una tal
cultura no se puede vivir de acuerdo con la máxima propuesta.
En segundo lugar hay que decir que no existe en absoluto esa moral dominante. Precisamente en nuestra
sociedad pluralista concurren distintas concepciones morales. Una parte de la sociedad, por ejemplo,
condena el aborto como un crimen; otra lo acepta, e incluso lucha contra el sentimiento de culpa que con él
se relaciona. El principio de atenerse a la moral dominante no nos enseña a favor de qué valores
dominantes debemos optar.
Tercero. Hay sociedades en las que el proceder de un fundador, profeta, reformador o revolucionario de
un hombre que no se acomoda a la moral de su tiempo, sino que la ha cambiado tiene carácter de modelo .
Ahora bien, puede ocurrir que tengamos por válidas sus normas y no nos parezca necesario un cambio
fundamental. Eso sucede precisamente porque estamos convencidos de la rectitud de sus prescripciones
desde el punto de vista de los contenidos, y no porque tengamos como cosa recta la simple acomodación al
modo común de proceder, ya que, en el caso en cuestión, tiene valor de modelo para nosotros una persona
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que, por su parte, no se acomoda. En ese caso, ¿a qué se debería adaptar quien tiene por principio el
acomodarse? Esto por lo que respecta a la primera tesis. En ella se otorga un carácter absoluto a la
respectiva moral dominante y se definen las palabras "bueno" y "malo" de acuerdo con dicha moral,
cayendo así en las contradicciones apuntadas.

La segunda tesis condena cualquier moral vigente como represión, sojuzgamiento, y exige que cada uno
actúe como quiera y sea feliz a su manera. Según esto, pertenece al código penal y a la policía hacer que las
acciones contra el bien común sean tan perjudiciales para quien las realiza que las omita por su propio
interés. Podíamos denominar la primera tesis como autoritaria; ésta como anarquista o individualista.
Examinémosla también.
A primera vista nos parece más falta de sentido que la primera, y se encuentra en inmediata oposición a
nuestro sentir moral. Teóricamente sin embargo es más difícil de refutar, precisamente porque con
frecuencia reviste el carácter de un amoralismo consecuente, para el que no existe otro sentido de bueno o
malo que el de "bueno para mí en un determinado sentido". A quien no reconoce una diferencia de valor
entre la fidelidad de una madre a su hijo, la acción de Kolbe y la de su verdugo, la falta de escrúpulos de un
traidor o la habilidad de un especulador de bolsa, le faltan algunas experiencias fundamentales o
posibilidades de experiencia, que no son reemplazables por argumentos. Aristóteles escribe: La gente que
dice que se puede matar a la propia madre no merece argumentos, sino azotes. Se podría decir quizás que
necesitaría un amigo. La cuestión es si sería capaz de amistad. Pero el hecho de que quizá no sea capaz de
prestar oídos a los argumentos, no quiere decir que no haya argumentos contra él.
Estrictamente, la tesis según la cual cada uno debe actuar como quiera, resulta algo trivial. Cada uno
actúa como le gusta. El que obra según su conciencia tiene a bien actuar así, y quien obedece a una norma
moral tiene a bien proceder de ese modo. ¿Qué es lo que entonces se quiere decir exactamente cuando se
plantea, con intención crítico moral, la tesis de que cada uno debe hacer lo que quiera? Evidentemente
parte de que en el hombre existen distintos impulsos; aboga por unos y está contra otros. Detrás está de
algún modo la idea de que unos son más interiores y naturales al hombre que otros: precisamente los
llamados impulsos morales. Estos impulsos morales, por el contrario, son considerados como una especie
de heterodeterminación, como un dominio interiorizado del que es preciso librarse. Pero al abogar por la
autodeterminación, por lo natural frente a lo extraño, resulta que la protesta antimoralista desemboca
directamente en la tradición de la filosofía moral. Esta, ante la variedad de los usos sociales, había
comenzado por preguntarse por lo que propiamente es natural al hombre, y pensaba que sólo se podría
llamar libre a quien hiciera lo que le es natural. Ahora bien ¿qué es "lo natural" al hombre? Quien diga que
cada uno debe hacer lo que quiera se mueve en un círculo vicioso. Ignora el hecho de que el hombre no es
un ser acuñado de antemano por los instintos, sino alguien que debe buscar primero y encontrar después la
norma de su comportamiento. Ni siquiera poseemos por naturaleza el lenguaje; debemos aprenderlo. Ser
hombre no es tan sencillo como ser animal; ni se vive espontáneamente la vida humana. Como afirma el
dicho, debemos dirigir nuestra vida. Tenemos deseos e impulsos contrapuestos. Y la afirmación: haz lo que
quieras, presupone que uno sabe lo que quiere.

Pero no podemos formar una voluntad en armonía consigo misma sin considerar lo que significa la
palabra "bueno". Palabra que designa el punto de vista bajo el que se ordenan los demás puntos de vista,
que son la causa de que queramos esto o aquello. Sin mostrar aquí en qué consiste, podemos decir en qué
no consiste: no en la salud, ya que en ocasiones puede ser bueno estar enfermo; ni en el éxito profesional,
ya que puede en ocasiones ser bueno tener un poco menos de éxito; ni en el altruismo, pues
circunstancialmente puede ser bueno pensar en uno mismo. El filósofo inglés Moore denomina "falacia
naturalista" al hecho de reemplazar por otra la palabra "bueno"; dicho de otro modo, al hecho de
reemplazarla por algún punto de vista particular. Si se sustituyese "bueno" por "sano", entonces no se
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podría decir ya que la salud es, por lo general, algo bueno, ya que con ello sólo se afirmaría que la salud es
sana.
Vivir rectamente, vivir bien, significa ante todo establecer una jerarquía en las preferencias, Los antiguos
filósofos pensaron que podían ofrecer un criterio para una adecuada jerarquía; es correcta aquella
ordenación de acuerdo con la cual el hombre, vive feliz y en paz consigo mismo. Por esto se dice que el bien
es lo que perfecciona mi naturaleza. Esto es precisamente lo que no puede ocurrir con cualquier
ordenación de moda, de manera que el consejo "haz lo que te guste" no basta para responder a la cuestión
"¿qué es lo que debe gustarme?". Pero tampoco es suficiente partir de otra base. No existen sólo mis
gustos, existen también los de los demás. Es por eso una norma ambigua el decir que cada uno debe hacer
lo que le gusta. Puede significar que cada uno tiene que habérselas con los gustos de los demás como le
apetezca, amigable y tolerantemente, o de manera violenta e intolerante. Pero puede también significar
que cada uno debe respetar los gustos de los demás. Una tal exigencia general de tolerancia limita
justamente los propios gustos. Se debe dejar claro que la tolerancia no es de ningún modo, como se dice a
veces, una consecuencia evidente del relativismo moral. La tolerancia se funda más bien en una
determinada convicción moral que pretende tener validez universal. El relativismo moral, por el contrario,
puede decir: ¿por qué debo ser yo tolerante? Cada cual debe vivir según su moral y la mía me permite ser
violento e intolerante.
Así pues, para que resulte obvia la idea de la tolerancia se debe tener ya una idea determinada de la
dignidad del hombre. Por lo demás, el exigir tolerancia no basta en absoluto para resolver los conflictos
entre los deseos propios y los ajenos: muchos de esos deseos son sencillamente irreconciliables. Lo mismo
que se dan en mí deseos encontrados de distinto rango, así también los deseos de las diversas personas
pueden ser de diverso rango; y no siempre es bueno el preferir los propios deseos o hacerlo siempre con los
de los demás. También aquí es preciso saber cuáles son los deseos de uno que colisionan con los de otros.
Una solución exigible a ambos tan sólo es posible si existe algo común, es decir, si existe una verdadera
medida para juzgar los deseos. El relativismo ético parte de la observación de que esas medidas son
conflictivas; pero ese argumento demuestra lo contrario de lo que pretende, ya que en toda disputa teórica
subyace la idea de la existencia de una verdad común; si cada cual tuviera su propia verdad, no habría
disputas. Sólo la recíproca seguridad hace que se produzca el conflicto. Pero ocurre que el conflicto no se
resuelve gracias a una reflexión racional, o disputando sobre la norma correcta, sino merced al derecho
físico del más fuerte que impone sin más su voluntad. La zorra y la liebre no discuten entre sí sobre el recto
modo de vivir: o sigue cada una su camino, o la una devora a la otra.

La disputa sobre el mal y el bien demuestra que la Ética es campo de litigios. Pero eso es también lo que
demuestra justamente que no es algo puramente relativo, que el bien puede estar siempre en lo singular y
que es difícil decidir en los casos límites. Esa disputa demuestra que determinados comportamientos son
mejores que otros, mejores en absoluto, no mejores para alguien o en relación con determinadas normas
culturales. Todos lo sabemos. El sentido de la Ética filosófica es arrojar más luz sobre este conocimiento y
defenderlo frente a las objeciones de los sofistas.

3. Análisis el relativismo
Vamos ahora a dar una nueva perspectiva – es cierto modo se reiteran los mismos argumentos- a lo antes
ya hemos señalado sobre los principios morales.

Como ya dijimos, el relativismo postula que no hay sino verdades provisionales o relativas, dada la
imposibilidad para el hombre de alcanzar verdades definitivas o absolutas, cualquiera que sea el ámbito en
que nos movamos. Por tanto, se podría definir como una forma mitigada de escepticismo: a lo más se podría
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hablar de las preferencias de cada uno, de opiniones, pero no de verdades que a todos se imponen por su
misma evidencia.
Una anécdota nos ayudará. Narra el profesor Peter Kreeft cómo un día, en una de sus clases de ética, un
alumno le dijo que la moral era algo relativo y que como profesor no tenía derecho a imponerle sus valores.
"Bien –contestó Kreeft, para iniciar un debate sobre aquella cuestión-, voy a aplicar a las clases tus valores,
no los míos: como dices que no hay absolutos, y que los valores morales son subjetivos y relativos, y como
resulta que mi conjunto particular de ideas particulares incluye algunas particularidades muy especiales,
ahora voy a aplicar ésta: todas las alumnas quedan suspendidas". Todos quedaron sorprendidos y
protestaron de inmediato diciendo que aquello no era justo. Kreeft, continuando con aquél supuesto, le
argumentó: "¿Qué significa para ti ser justo? Porque si la justicia es sólo mi valor o tu valor, entonces no hay
ninguna autoridad común a ti y a mí. Yo no tengo derecho a imponerte mi sentido de la justicia, pero
tampoco tú a mí el tuyo. Sólo si hay un valor universal llamado justicia, que prevalezca sobre nosotros,
puedes apelar a él para juzgar injusto que yo suspenda a todas las alumnas. Pero si no existieran valores
absolutos y objetivos fuera de nosotros, sólo podrías decir que tus valores subjetivos son diferentes de los
míos, y nada más".
Ser relativista equivale a no tener convicciones: es la muerte de la persona. Quien carece de convicciones
no se toma nada en serio. Para esta persona, las cosas carecen de valor. Sólo tienen precio, y son
intercambiables: las cosas y las personas. Pero lo cierto, como muestra el suceso narrado en el aula, es que
el respeto a la libertad se nutre de convicciones firmes.
El relativismo no es, en rigor, una doctrina, ya que no es posible ser relativista hasta las últimas
consecuencias. Ortega decía que el relativismo es una teoría suicida: cuando se aplica a sí misma, se mata.
Así por ejemplo, en rigor, no se es relativista con respecto a la ciencia experimental y a la técnica, ni en
relación con ciertas normas imprescindibles de justicia y civilidad (sobre el robo no hay discusión). Con una
incongruencia en la que no todos reparan, el relativismo se restringe a la ética, donde no se reconoce verdad
ni mentira, solo feelings. De ahí el nuevo imperativo categórico de no imponer la propia moral al prójimo.
La objeción más persuasiva contra la verdad es la que establece el relativismo de los valores o relativismo
ético: cada quien tiene que tener por bien lo que considera que es bueno para él, sin tener que someterse a
unos criterios objetivos que, a fin de cuentas, serían extraños a las capacidades de su propia libertad. Los
valores serían algo privado, incluso puras referencias sentimentales e irracionales.

¿Existen unos valores o criterios de actuación comunes para todos los hombres? El relativismo de los
valores contesta negativamente a esta pregunta. Es la aplicación del escepticismo al ámbito de la razón
práctica.
La proposición ‘lo que es verdad para unos no es verdad para otros’ se podría aplicar a las decisiones que
conforman la conducta, pero no a los principios éticos a partir de los cuales se decide la conducta, porque
éstos son los principios del actuar y los valores comunes a todos los hombres. Los derechos humanos brotan
de las exigencias propias de la naturaleza y del ser del hombre. Son los valores comunes para todos: no son
algo negociable, no pueden dejarse a la decisión de la mayoría, pues no dependen de lo que decidamos
acerca de nosotros, sino de lo que en realidad somos.
Si el relativismo de los valores se mantiene de una forma extrema, se hace necesario negar que exista una
naturaleza humana poseedora de unos bienes humanos comunes a todo hombre; pero de hecho, las
certezas básicas e iniciales del comportamiento práctico son espontáneas y no demostrables y dan por
supuestos esos bienes a la hora de regir la conducta, pues están ya presentes en todo actuar. El hombre no
inventa esos bienes originales, sino que los descubre en sí mismo, en lo más profundo de su ser, cuando
piensa y obra honradamente. Colón no inventó América, la descubrió. Algo semejante le ocurre al hombre
con esas verdades profundas de su ser (la verdad, el bien, la hermosura, la felicidad en una palabra). El
relativismo impide la defensa de lo que somos, el respeto a lo que somos, porque todo lo trivializa.
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Cuando piensa y obra honradamente, decimos. Porque cuando piensa y obra interesadamente, con un
interés torcido, puede llegar a torcer la verdad de las cosas y de sí mismo en orden a sus intereses: "Un mal
amor (el interés personal) me hizo ver recto (distorsiona) el camino torcido (la realidad)", palabras de Dante
que sintetizan un largo discurso ético. El interés no recto -que no se adecua a la verdad del ser humano- es
un auténtico sida para la conciencia. El peso de los intereses -éxito, fama, placer, poder...- es a veces una
atracción a veces con más peso que la realidad. Si se vive de espaldas a la realidad, se acaba en la
autojustificación. Podríamos decirlo de otro modo: cuando no se vive como se piensa, se acaba pensando
como se vive, creando toda una teoría para justificar el propio comportamiento.
El relativismo puede aparecer como algo positivo, en cuanto invita a la tolerancia, facilita la convivencia
entre las culturas, reconocer el valor de los demás, relativizándose a uno mismo. Pero si se transforma en un
absoluto, se convierte en contradictorio, destruye el actuar humano y acaba mutilando la razón. Se considera
razonable solo lo que es calculable o demostrable en el sector de las ciencias, que se convierten así en la
única expresión de racionalidad: lo demás es subjetivo. Si se dejan a la esfera de la subjetividad las
cuestiones humanas esenciales, las grandes decisiones sobre la vida, la familia, la muerte, sobre la libertad
compartida, entonces ya no hay criterios. Todo hombre puede y debe actuar solo según su conciencia.
Pero “conciencia”, en la modernidad, se ha transformado en la divinización de la subjetividad, mientras
que para la tradición cristiana es lo contrario: la convicción de que el hombre es transparente y puede sentir
en sí mismo la voz de la razón fundante del mundo. Es urgente superar ese racionalismo unilateral, que
amputa y reduce la razón, y llegar a una concepción más amplia de la razón, que está creada no solo para
poder “hacer” sino para poder “conocer” las cosas esenciales de la vida humana.

a) Raíces del relativismo. Tolerancia e intolerancia.


¿Cómo se ha llegado a esta situación? Como ya señalamos, el relativismo surge como un intento de evitar
los horrores de los regímenes totalitarios (fascismo, nazismo, comunismo) que llevan consigo la intolerancia
hacia lo diverso, hasta el exterminio físico del disidente. Aquí nos encontramos con la estrecha alianza entre
tolerancia absoluta y relativismo. Llevados del deseo de tolerarlo todo para evitar la intolerancia asesina, se
llega a relativizarlo todo.
El italiano Norbeto Bobbio, autor de obras sobre Filosofía política, señala que hay dos sentidos de
tolerancia: uno positivo, que es firmeza de principios aunque admite la debida aceptación de lo diferente; y
otro negativo, como indulgencia culpable, condescendencia con el error, que se opone a la justa exclusión
de lo que puede hacer daño a las personas o a la sociedad. Y advierte que "nuestras sociedades
democráticas y permisivas sufren de exceso de tolerancia en sentido negativo, de tolerancia en el sentido de
dejar correr (...), de no escandalizarse ni indignarse nunca por nada". Como ejemplo menciona que en una
ocasión le pidieron su apoyo para una petición a favor del ‘derecho a la pornografía’.
Lo que lleva a la intolerancia no es en sí misma la creencia de que hay verdades, sino el no sostener una:
que es inmoral violentar las conciencias. Cuando este principio es respetado, entonces se tiene un criterio
coherente para limitar la tolerancia.

b) Los riesgos del relativismo


El relativismo, además de no justificar bien la necesidad de limitar la tolerancia, no vacuna contra la
intolerancia. El razonamiento que ha llevado a fomentar el relativismo, tras la II Guerra mundial, adolece de
un error de diagnóstico: las ideologías totalitarias imponen la razón de Estado –o de raza, o de clase- porque
previamente relativizan profundamente la ética.
El riesgo de un clima relativista consiste en que fomenta la idea de que vale opinar cualquier cosa, sin la
necesidad de responder ante instancias objetivas. Al instalar las creencias en el reino de la pura subjetividad,
el relativismo tiende a convertir las opiniones en obstinaciones. Entonces, el entendimiento mutuo se torna
más difícil, y el fanatismo puede volver inesperadamente por sus fueros perdidos. Alemania, que tras el
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nazismo instauró un sistema educativo pensado para impedir que pudiera repetirse la intolerancia, se
pregunta ahora de dónde han salido esos jóvenes que atacan a los inmigrantes. El fenómeno es complejo y
no admite una explicación única. Pero cabe preguntarse si, en medio de un relativismo ambiental, es posible
inculcar eficazmente las convicciones que sustentan la reverencia por la dignidad de la persona.
Decimos que, paradójicamente, en el relativismo las opiniones derivan hacia obstinaciones. ¿Por qué se
obstinan tantos en llamar matrimonio a la unión de dos personas del mismo sexo? Podría perfectamente
establecerse una solución jurídica adecuada (distinta al matrimonio), en la que con sexo o sin sexo, se
protegiera los intereses legítimos de diversas personas. Al final se cae en cuenta de que se obstinan en negar
verdades tan evidentes como lo que es la naturaleza humana y la familia, e incluso el absurdo verbal de usar
la palabra matrimonio que viene de mater, y de esta manera calmar los remordimientos de la conciencia.

c) Consecuencias del relativismo: el permisivismo


El resultado de esta alergia a la verdad de las cosas y personas es el permisivismo, que más o menos se
sostiene en la práctica, mientras no se le pidan las razones profundas de su justificación. Recientemente, en
Alemania se han prohibido actos públicos de grupos neonazis, lo que supone limitar el derecho de
manifestación. En Francia, donde sin duda hay libertad de expresión, el gobierno ha clausurado dos
periódicos de musulmanes ligados al FIS argelino, por su "tono violentamente anti-occidental y anti-francés",
según la explicación oficial.
Pero ahora hay que preguntarse si podemos justificar semejantes medidas a la vez que utilizamos un
discurso éticamente débil (relativista) para fundamentar el permisivismo. Pues también aquellos a los que
no se puede tolerar tienen su verdad, su criterio para definir lo bueno y lo malo. Sin referencia a una verdad
universal, resulta difícil explicar por qué ponemos ciertos límites a la tolerancia.
Para el permisivismo es sospechosa de dogmatismo la afirmación de que "sólo una moral que reconoce
normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la
convivencia social". Les parece una imposición de la moral católica.
La Iglesia, al enseñar que exite una naturaleza humana y, por tanto, una ley natural, afirma sin vacilar que
existen normas éticas universales e inmutables, válidas por tanto también para todos (creyentes y no
creyentes), y así demuestra su confianza en el poder de la razón humana para conocer con certeza las
exigencias necesarias de la dignidad humana (exigencias que en muchos casos son confirmadas por la
Revelación), y afirma que los valores personales no admiten un tratamiento instrumental o violento. Bajo
este doble aspecto, hace un servicio de incalculable valor a los hombres y a la sociedad. Esto no se da al
defender cualquier idealismo con su idea teórica del hombre, ya que esto no puede fundamentar los
derechos de la libertad, los derechos humanos en general, como ha demostrado, por ejemplo, la teoría y la
práctica marxista.

d) Clases de relativismo
Aunque el relativismo es aplicable a muchos campos del conocer humano (individualista, antropológico,
cultural, sociológico, racista, etc.) se va a hacer referencia en dos anexos al relativismo religioso (cfr. Anexo
4) y el relativismo político (cfr. Anexo 5) y el que se apoyan en el relativismo ético.

El relativismo: ideas rápidas sobre el relativismo.


Tipos de relativismo ¿Todo es opinable? Relativismo y democracia. Relativismo y diálogo.

EL RELATIVISMO
A. ¿Qué es el relativismo? Tipos.
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B. Relativismo y democracia. Relativismo y diálogo.

A. ¿QUÉ ES EL RELATIVISMO? TIPOS.


1. ¿Hay verdades objetivas o todo depende de lo que uno piense?
Las cosas son como son, y cada uno las interpreta a su manera acercándose más o menos a la realidad.
Aunque Dumbo sea una buena película, en realidad los elefantes no vuelan.

2. ¿Todo es opinable?
Se puede opinar sobre cualquier cosa, pero no todos los pareceres son ciertos. Se puede opinar que los
hombres no mueren o que no existe Pekín, pero son ideas equivocadas.

3. ¿Da lo mismo una opinión que otra?


En cuanto a su contenido, serán mejores las opiniones más cercanas a la realidad.
En cuanto a quien opina, serán más valiosos los comentarios de personas sinceras y entendidas en la
materia.

4. ¿Qué es el relativismo?
El relativismo es la postura o teoría de rechazar la existencia de verdades y defender que todo es
opinable, que todo depende del punto de vista. (Pero si no hay verdades tampoco el relativismo es
verdadero).

5. ¿No depende todo del punto de vista?


El punto de vista puede fijarse más en un aspecto u otro, y acertar más o menos con la realidad. Pero la
realidad es como es, con independencia de quien mire.

6. ¿Qué problemas ocasiona el relativismo?


El relativismo origina serias dificultades: Frena la búsqueda de la verdad: Si da lo mismo una teoría u otra,
se deja de investigar. Surgen las más fuertes dictaduras: si todo es opinable, se ejecutará lo que decida el
más fuerte. Se fomenta el egoísmo: en vez de intentar aconsejar se puede pensar "allá tú con tus
opiniones". Se desprecia la experiencia y el consejo de otros, y el hombre queda solo.

7. Relativismo religioso: ¿da lo mismo una religión que otra? No, no. Todas las religiones tienen aspectos
buenos y correctos, pero sólo una es completamente verdadera, pues sólo hay un único Dios.

8. Relativismo moral: ¿da lo mismo obrar de una manera o de otra? Obviamente no es igual asesinar y
robar que consolar y servir.

9. ¿Cómo encontrar la verdad?


Este es el problema. La verdad se encuentra mediante la inteligencia. Pero nuestro entendimiento juzga a
veces erróneamente -por ejemplo, dejándose influir por las pasiones (sentimientos)-. ¿Entonces? La mejor
manera de buscar la verdad sigue tres pasos:
El estudio serio de las cosas, empleando bien la propia inteligencia.
Pedir consejo a personas de vida ejemplar, aprovechando su sabiduría.
Rogar humildemente a Dios su ayuda. Él es la Verdad.

B. RELATIVISMO y DEMOCRACIA. RELATIVISMO y DIÁLOGO


1. ¿Es mejor aceptar firmemente o dudar?
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Lo correcto es aceptar con seguridad las verdades que son razonablemente ciertas, y dudar en algún
grado de las opiniones menos claras. La dificultad aparece al distinguir unas de otras.

2. ¿Aceptar verdades con firmeza es poco democrático?


La democracia es un buen sistema político, pero mal método científico, desaconsejable para la
investigación. En la búsqueda de la verdad se escuchan opiniones, pero se acepta lo más razonable, con
independencia de si muchas voces lo apoyan.

3. ¿El relativismo evita posturas fanáticas?


Quien acepta verdades se apoya en lo razonable, y cambiará su postura si encuentra algo más razonable.
En cambio si todo es relativo, no se decide nada o se toman decisiones sin pensar, y esto es menos humano.
En ambos casos se evita el fanatismo si hay humildad para reconocer los errores.

4. ¿El relativismo mejora la comprensión y tolerancia entre las personas?


Son cosas independientes: La comprensión y tolerancia son facetas ligadas a la caridad, y esta virtud
puede practicarse siendo uno relativista o no, pues dependerá de si la caridad se incluye entre los valores
apreciados.

5. ¿La firmeza en la verdad es poco dialogante?


Ambos aspectos actúan en campos diferentes. La seguridad en las afirmaciones es consecuencia de la
certeza de un hecho. Mientras que la actitud dialogante opera en el trato personal y va unida a la caridad.
Por tanto, es posible mantener la verdad con caridad. E igualmente posible dudar de todo tiránicamente,
pretendiendo obligar a todos a dudar.

6. ¿El relativismo favorece el diálogo?


Depende de lo que se pretenda alcanzar con el diálogo: Si se busca encontrar una verdad, entonces el
relativismo es un gran obstáculo pues asegura que no hay verdades.
Si se desea aprender o compartir conocimientos, también el relativismo es una dificultad, pues los
conocimientos son verdades adquiridas.
Si se trata de pasar el rato, entonces da lo mismo el relativismo o su contrario.
Si con el diálogo se intenta sólo un pacto, aunque se oponga a lo verdadero y correcto, entonces es mejor
el relativismo, pues como nada interesa, se puede ceder en todo.

El Decálogo del buen relativista

Analicemos la situación del pensamiento relativista en unos pocos aforismos, que son lo mandamientos
vigentes. El primero y más importante de todos, que los engloba a todos, que los resume y abarca a todos,
es el siguiente:

1. “Nada es verdad ni nada es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira”. Ahora bien, la
frase de Campoamor, que cree revelar como ninguna otra el acta de defunción de las verdades absolutas, es
la que incurre en la primera contradicción flagrante: nada es verdad ni nada es mentira… menos esta frase,
este principio, este dogma aniquilador.

2. “Prohibido prohibir”, tradujeron los del mayo francés, una generación que continúa sin abandonar el
poder. Ahora bien, si prohibimos prohibir, ya hay algo que sí está prohibido: prohibir.
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3. “Todo es opinable”, aseguran los hombres de la sociedad de la comunicación. Sí todo es opinable, no


puede mi opinión oponerse a esa afirmación irrefutable.

4. “Los dogmas son inadmisibles”. Salvo justamente el que acabo de enunciar, que es indemostrable, pero
de aplicación forzosa. En cualquier caso, el hombre siempre parte de un dogma para concluir, tanto en el
pensamiento deductivo como en el inductivo.

5. “Libertad de pensamiento”. Muy cierto, pero dos más dos sólo son cuatro en base 1 y por definición.
Nadie comienza a pensar desde cero, sino desde un eje de coordenadas que le viene dado. El pensamiento
humano está sometido a reglas estrechas, que componen lo que se conoce como la ciencia de la lógica: no
damos para más y no es para avergonzarse de ello.

6. “Toda idea, principio o creencia es respetable”. ¿Todas? No, porque la que acabo de escribir vale mucho
más que cualquier otra y es acreedora del mayor de los respetos.

7. “Eduquemos en libertad”. Pero eso es imposible: si concedemos libertad al alumno para someterse o
rechazar la educación, seguramente optará por la libertad de no educarse, sobre todo si piensa en el
sometimiento y el esfuerzo que implica el hacerlo.

8. “Sólo acepto lo que sea demostrable”. Pero ni siquiera puedo demostrar mi propia existencia: vaya
comienzo. Lo empíricamente demostrable no alcanza ni el 0,1% de los conocimientos humanos.

9. “Lo que se ve, existe; y lo que no se ve, no existe”. Pero nuestros sentidos nos engañan con frecuencia.
Además, de esta forma no existirían la lunas de Júpiter, ni el amor, ni el dolor, ni la belleza, ni el arte, ni la
literatura, ni el alma, ni Dios… Además, ¿estamos seguros de que la vida no es sueño y que el ensueño no es
la verdadera vida?

10. “Nadie puede decir lo que está bien o lo que esta mal”. Pero esta política de no injerencia debería
suprimir el código penal y la policía

No es extraño que el hombre actual esté mareado. Sufre de vértigo intelectual y sus síntomas son: falta
de personalidad, acentuada inseguridad en sus talentos. O sea, que el relativismo le ha llevado al complejo
de inferioridad, a la tristeza: Porque el hombre puede ser bueno o malo, sabio o ignorante, pero lo que su
propia naturaleza racional no puede aceptar jamás sin romperse en pedazos es vivir en la contradicción. El
único velo capaz de ocultar la incoherencia es la locura. Y esa es, precisamente, la meta lógica de todo
relativismo. Los altavoces refuerzan la voz, pero no los argumentos.

Una anécdota interesante


El año pasado (2004) tuvo lugar en Bruselas una humillación de los ciudadanos cristianos de Europa
como nunca antes había sucedido, y que esta humillación haya sido simplemente asumida y no haya
conducido a una crisis purificadora de las instituciones europeas, ilumina con una luz inquietante la
situación interna del corpus catholicorum en este continente. Todo sigue con el business as usual. ¿Qué
había sucedido? El candidato presentado por Italia para Comisario europeo de Justicia, el ministro italiano
Rocco Butiglione, fue obligado a renunciar a su candidatura. ¿Cuál fue el motivo?
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En un hearing, le fue preguntado a Buttiglione por sus convicciones personales a propósito de la familia,
de la posición de la mujer y de la homosexualidad. Respondió haciendo en primer lugar la distinción
kantiana entre derecho y moral. No todas las normas morales pueden ni deben convertirse en normas
jurídicas. No todo lo que consideramos mandamiento moral, puede ser mandado también jurídicamente e
impuesto por el Estado. Buttiglione hacía propio el Estado moderno de derecho y de libertades. No
obstante, también para este Estado de derecho existen obligaciones de tipo preestatal. Por ejemplo, el
Estado tiene que tener en cuenta el hecho de que, por una parte, los niños necesitan a sus madres y crecen
del mejor modo si las madres disponen de una cierta cantidad de tiempo para ellos, y de que, por otra parte,
las mujeres tienen hoy más que antes el deseo de una actividad profesional fuera de casa. De modo que es
una tarea del Estado preocuparse en la legislación correspondiente de una mejor compatibilidad de las
obligaciones profesionales y familiares. Aunque no fuera por otra razón, la catastrófica situación
demográfica obligaría a ello. Por lo que se refiere a la homosexualidad, a propósito de la cual se pidió
también la opinión personal de Buttiglione, él condenaba la discriminación de personas homosexuales, pero
se identificaba en sus convicciones personales con la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica, según la
cual la tendencia homosexual es un defecto y su ejercicio práctico un pecado. Esta confesión fue el motivo
del rechazo de su candidatura. Lo que significa, en alemán como en español, que un católico, cuyas
convicciones coincidan con la doctrina moral de la Iglesia Católica, sólo por ese motivo no está calificado
para ocupar un puesto de dirección en la Comunidad Europea. Hay que añadir que se trata de la doctrina
moral de toda la tradición cristiana e igualmente de la tradición filosófica de Europa, incluida la época de la
Ilustración. Y hay que añadir que, según los criterios aplicados en el caso Buttiglione, los padres fundadores
de la nueva Europa tras la segunda guerra mundial no podrían ocupar ningún puesto de dirección en esta
Europa. Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer eran, los tres, católicos ortodoxos.

Como se ha dicho, estos acontecimientos no han conducido a una crisis, porque la cristiandad europea
está claramente atemorizada. Pero tanta más razón hay, por tanto, para repensar a fondo el estatus de los
ciudadanos religiosos en el moderno Estado de derecho. Y digo: en el moderno Estado de derecho; no digo:
en el estado secular, como se ha hecho muy usual hoy día. Quien caracteriza al Estado moderno como
Estado secular, ha tomado ya partido por una posición. Se hizo muy claro recientemente en un artículo del
conocido escritor y periodista alemán Jan Philipp Reemtsma en la revista “Le monde diplomatique”. El
artículo se titulaba: ¿Tenemos que respetar a las religiones? La respuesta era: no. Tenemos que tolerar
conciudadanos religiosos, lo queramos o no. Pero en un estado secular son y permanecen unos extranjeros.
Con gentes que comparten la doctrina del Papa sobre la relación entre el derecho divino y el humano, sólo
hay una tregua. Es un orgullo de una sociedad secular no reconocer ningún origen divino de la distinción
entre malo y bueno, sino que se considera a sí misma como la creadora de esta distinción. Por ello, para los
que defienden esta opinión, los cristianos, que no comparten este orgullo, son ciudadanos de un estado
secular sólo en el sentido en que los árabes israelitas son ciudadanos del Estado de Israel. Por la naturaleza
misma de las cosas, el orgullo de un Estado judío no puede ser su orgullo. Pues el Estado de Israel se define
a sí mismo como un Estado judío. Así también, según la concepción de laicistas militantes como Reemtsma,
el moderno Estado se define como Estado secular, que tiene por presupuesto la no existencia de Dios o la
falta de toda consecuencia de su eventual existencia.

Sobre el relativismo religioso


En el siglo XX, la mayoría de los llamados estudiosos de la religión (filósofos, psicólogos y sociólogos)
consideran la experiencia religiosa como un fenómeno humano fundamental, pero de carácter irracional: es
el modo mítico, emotivo y místico con el que el hombre se relaciona con lo que considera sagrado y con el
19

misterio que envuelve la vida y el cosmos. Los ritos y costumbres religiosas, junto con otras realidades,
estructuran y dan solidez a la vida social y política de un pueblo. Son muy importantes, pero es imposible
aplicarles el concepto de verdad.

La ideología relativista es compatible con la religión con la condición de que se la entienda como simple
práctica ética, o como costumbre o tradición, es decir, se debe aceptar que todas las tradiciones religiosas y
culturales tienen la misma dignidad, y que todas son igualmente modos limitados y contingentes de acceder
a una realidad que no es posible conocer tal y como es. Esta concepción de la religión no concuerda con la
consciencia que el Cristianismo tiene de sí mismo.
Desde el principio el Cristianismo se ha presentado a sí mismo como la religión verdadera: «Jesucristo no
dijo: “yo soy la costumbre”, sino “yo soy la Verdad”» [Tertuliano].
El Cristianismo no es un mito, ni un conjunto de ritos, costumbres y buenos sentimientos, sino la
revelación de Dios Uno y Trino en Jesucristo, Hijo Unigénito del Padre, que se hizo hombre como nosotros,
entrando en la historia, para salvarnos del pecado y de la muerte.

La verdad es el plano en el que se mueve la religión cristiana. La revelación cristiana nos comunica el
sentido más profundo —aunque no exhaustivo— de la verdad sobre Dios, el hombre y el mundo. Y de allí se
desprenden las reglas del comportamiento.
El Cristianismo implica la síntesis vital de fe y razón, en la que se muestra en modo vivo, en Cristo, que la
razón verdadera es el amor y el amor es la razón verdadera (Caritas in veritate). Esta síntesis se rompe si la
razón se entiende en modo relativista, como sucede en algunas corrientes teológicas cristianas.
Existe una teología del pluralismo religioso que afirma que Jesucristo no es el Alfa y Omega. Al ser una
realidad histórica, no puede tener valor absoluto y universal. El Cristianismo no es, según algunos, sino «el
rostro que Dios ha presentado a los europeos» [E. Troeltsch]. Cristo, que es el lógos énsarkos (Verbo
Encarnado) es uno de los caminos posibles para unirnos al Padre, pero no el único. El lógos ásarkos (el Verbo
no encarnado) y el Espíritu Santo actúan también en las religiones no cristianas. Todas las religiones son vías
parciales, y todas pueden aprender unas de otras, pues en todas existe en mayor o menor grado una
revelación divina.

Son evidentes las consecuencias prácticas que tiene la aplicación de la teología del pluralismo religioso a
la vida de la Iglesia: Pérdida de sentido del impulso evangelizador y misionero que es esencial para la Iglesia,
por mandato de Jesucristo (desaparición de la missio ad extra). Pérdida de relevancia de la catequesis.
Prevalencia de un Cristianismo “a la carta”. Se pierden las “razones” para conservar la propia fe y tradición
cristiana (desaparición de la missio ad intra).

Nicola Bux, Consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dice:

“Un obispo, al inicio de su ministerio, preguntó a sus catequistas: «¿La fe cristiana es una verdad para
algunos o es la verdad para todos los hombres?». Los catequistas quedaron desconcertados, y uno
murmuró: «Este hombre no sabe que, después del Concilio, no existe una verdad única y que todas las
religiones poseen una parte y también ellas son caminos de salvación»; otro añadió: «aquí comenzamos
mal; se pierde tiempo en teorías; con respecto a los inmigrantes que llegan, el problema no es la
evangelización, sino la humanización; de lo contrario, la Iglesia es inútil, queda fuera de juego y los medios
de comunicación nos ignorarán». El obispo insistió: «Pero ¿la Iglesia cómo debe comportarse con el hombre,
con el inmigrante que, por encima de sus necesidades materiales, “pide que le den a Dios", "busca su
rostro"? ¿Basta el Evangelio o hace falta otro manual para el diálogo con las religiones? Si Cristo hubiera
20

querido un camino diferente le la evangelización, ¿no lo habría manifestado?». «Nadie puede imponer una
fe -objetó otro-. Y, además, una religión vale lo mismo que cualquier otra; cada uno se salvará si sigue su
conciencia». «Estando así las cosas -pensó el obispo-, mi cátedra no basta y hace falta instituir alguna otra
para que enseñen, por turnos, los seguidores de las otras religiones».
Este episodio es sintomático: de forma análoga al diálogo ecuménico, que ha inducido a muchos a
considerar que la Iglesia católica es complementaria de otras Iglesias, el diálogo interreligioso ha llevado a
menudo a considerar que la Revelación de Jesucristo es complementaria de las otras religiones, pues
ninguna tendría la verdad ella sola. En ese caso, ¿se podría hablar aún del cristianismo como de la religión
verdadera? A nuestro parecer, la respuesta a esta pregunta es la clave hermenéutica de la Declaración
Dominus Jesus sobre la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, y de modo especial del
capítulo VI, el último, sobre la relación de la Iglesia y de las religiones con la salvación.
Si la respuesta fuera negativa, ¿qué sentido tendría el exordio de san Pedro: «Sepa, pues, con certeza toda
la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch
2, 36) o la afirmación de san Pablo: «Aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la
tierra, (...) para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre (...) y un solo Señor, Jesucristo»? (1 Co 8, 5-
6). En consecuencia, ¿no debería considerarse superada la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio
ecuménico Vaticano II, que, en la introducción, presenta el cristianismo como la religión verdadera? (cfr.
Dignitatis humanae, 1). En suma, ¿puede hoy el cristianismo presentarse como la religión verdadera, en la
que la metafísica y la historia se han unido, y se ha producido la síntesis entre razón, fe y vida?”

Para contestar a estos planteamientos, si incluye el c. VI de la Dominus Iesus cuyo título es

LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES EN RELACIÓN CON LA SALVACIÓN

20. (…) Ante todo, debe ser firmemente creído que la « Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación,
pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la
Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó a
un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta » 1.
Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1 Tm 2,4); por lo tanto, « es
necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para
todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación ». 2

La Iglesia es « sacramento universal de salvación » 3 porque, siempre unida de modo misterioso y


subordinada a Jesucristo el Salvador, su Cabeza, en el diseño de Dios, tiene una relación indispensable con la
salvación de cada hombre.4 Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, « la
salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la
Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación
interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu

1
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14. Cf. Decr. Ad gentes, 7; Decr. Unitatis redintegratio, 3.
2
Juan Pablo II,Enc. Redemptoris missio, 9. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 846-847.
3
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm., Lumen gentium, 48.
4
Cf. San Cipriano, De catholicae ecclesiae unitate, 6: CCSL 3, 253-254; San Ireneo, Adversus Haereses, III, 24, 1: SC
211, 472-474.
21

Santo ».5 Ella está relacionada con la Iglesia, la cual « procede de la misión del Hijo y la misión del Espíritu
Santo »,6 según el diseño de Dios Padre.

21. Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por medio de Cristo en
el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos no cristianos, el Concilio
Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona « por caminos que Él sabe ». 7 La Teología está tratando de
profundizar este argumento, ya que es sin duda útil para el crecimiento de la compresión de los designios
salvíficos de Dios y de los caminos de su realización. Sin embargo, de todo lo que hasta ahora ha sido
recordado sobre la mediación de Jesucristo y sobre las « relaciones singulares y únicas » 8 que la Iglesia tiene
con el Reino de Dios entre los hombres —que substancialmente es el Reino de Cristo, salvador universal—,
queda claro que sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de
aquellos constituidos por las otras religiones. Éstas serían complementarias a la Iglesia, o incluso
substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del Reino escatológico de
Dios.

Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad que
proceden de Dios 9 y que forman parte de « todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de
los pueblos, así como en las culturas y religiones ». 10 De hecho algunas oraciones y ritos pueden asumir un
papel de preparación evangélica, en cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los corazones de los
hombres son estimulados a abrirse a la acción de Dios. 11 A ellas, sin embargo no se les puede atribuir un
origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos cristianos. 12 Por
otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de
otros errores (cf. 1 Co 10,20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación. 13

22. Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los
hombres (cf. Hch 17,30-31).14 Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las
religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista «
marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que “una religión es tan buena como otra” ». 15
Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se
hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la
plenitud de los medios salvíficos.16 Sin embargo es necesario recordar a « los hijos de la Iglesia que su
excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo; y si no
responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor

5
Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 10.
6
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2. La conocida fórmula extra Ecclesiam nullus omnino salvatur debe ser
interpretada en el sentido aquí explicado (cf. Conc.Ecum. Lateranense IV, Cap. 1. De fide catholica: DS 802). Cf.
también la Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston: DS 3866-3872.
7
Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Ad gentes, 7.
8
Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 18.
9
Son las semillas del Verbo divino (semina Verbi), que la Iglesia reconoce con gozo y respeto (cf. Conc.Ecum. Vat. II,
Decr. Ad gentes, 11, Decl. Nostra aetate, 2).
10
Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 29.
11
Cf. Ibíd.; Catecismo de la Iglesia Católica, 843.
12
Cf. Conc. de Trento, Decr. De sacramentis, can. 8 de sacramentis in genere: DS 1608.
13
Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
14
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 17; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 11.
15
Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 36.
16
Cf. Pío XII, Enc. Mysticis corporis, DS 3821.
22

severidad ».17 Se entiende, por lo tanto, que, siguiendo el mandamiento de Señor (cf. Mt 28,19-20) y como
exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia « anuncia y tiene la obligación de anunciar
constantemente a Cristo, que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran
la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas ». 18

La misión ad gentes, también en el diálogo interreligioso, « conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza
y su necesidad ».19 « En efecto, « Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento
pleno de la verdad » (1 Tm 2,4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La
salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el
camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que
la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera
».20 Por ello el diálogo, no obstante forme parte de la misión evangelizadora, constituye sólo una de las
acciones de la Iglesia en su misión ad gentes. 21 La paridad, que es presupuesto del diálogo, se refiere a la
igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo
—que es el mismo Dios hecho hombre— comparado con los fundadores de las otras religiones. De hecho, la
Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad, 22 debe empeñarse primariamente en anunciar a
todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y a proclamar la necesidad de la
conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos, para
participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la
voluntad salvífica universal de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la
salvación y la conversión al Señor Jesucristo.□

Sobre el relativismo político


El relativismo aparece como fundamentación filosófica de la democracia. Ésta, en efecto, se edificaría
sobre la base de que nadie puede tener la pretensión de conocer la vía verdadera, y se nutriría del hecho de
que todos los caminos se reconocen mutuamente como fragmentos del esfuerzo hacia lo mejor; por eso,
buscan en diálogo algo común y compiten también sobre conocimientos que no pueden hacerse
compatibles en una forma común. Un sistema de libertad debería ser, en esencia, un sistema de posiciones
que se relacionan entre sí como relativas, dependientes, además, de situaciones históricas abiertas a
nuevos desarrollos. Una sociedad liberal sería, pues, una sociedad relativista; sólo con esta condición podría
permanecer libre y abierta al futuro.
En el campo de la política, esta concepción es exacta en cierta medida. No existe una opinión política
correcta única. Lo relativo -la construcción de la convivencia entre los hombres, ordenada liberalmente- no
puede ser algo absoluto. Pensar así era precisamente el error del marxismo y de las teologías políticas. Pero,
con el relativismo total, tampoco se puede conseguir todo en el terreno político: hay injusticias que nunca
se convertirán en cosas justas (como, por ejemplo, matar a un inocente, negar a un individuo o a un grupo
el derecho a su dignidad o a la vida correspondiente a esa dignidad); y al contrario, hay cosas justas que
nunca pueden ser injustas. Por eso, aunque no se ha de negar cierto derecho al relativismo en el campo
socio-político, el problema se plantea a la hora de establecer sus límites.

17
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
18
Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 2.
19
Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 7.
20
Catecismo de la Iglesia Católica, 851; cf. también, 849-856.
21
Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 31, 6-XI-1999.
22
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 1.
23

Se añaden tres textos de interés: uno del Cardenal Ratzinger y dos de Juan Pablo II.

El problema de fondo, según el cardenal Joseph Ratzinger


Entrevista concedida a Jaime Antúnez, director de «Humanitas»

J. Antúnez.-En el marco universal que ha alcanzado hoy el régimen democrático, se generaliza también
una suerte de relativismo que tiende a cuestionarlo todo en materia de principios.

J. Ratzinger.- Muchos opinan que el relativismo constituye un principio básico de la democracia, porque
sería parte de ella el que todo se pueda someter a discusión. En verdad, sin embargo, la democracia vive
sobre la base de que existen verdades y valores sagrados que son respetados por todos. De otro modo se
hunde en la anarquía y se neutraliza a sí misma.
Alexis de Tocqueville señalaba ya, hace aproximadamente 150 años, que la democracia sólo puede
subsistir si antes ella va precedida por un determinado «ethos». Los mecanismos democráticos funcionan
sólo si éste es, por así decir, obvio e indiscutible y sólo así se convierten tales mecanismos en instrumentos
de justicia. El principio de mayoría sólo es tolerable si esa mayoría tampoco está facultada para hacer todo a
su arbitrio, pues tanto mayoría como minoría deben unirse en el común respeto a una justicia que obliga a
ambas. Hay, en consecuencia, elementos fundamentales previos a la existencia del Estado que no están
sujetos al juego de mayoría y minoría y que deben ser inviolables para todos.
La cuestión es: ¿quién define tales «valores fundamentales»? ¿Y quién los protege? Este problema, tal
como Tocqueville lo señalara, no se planteó en la primera democracia americana como problema
constitucional, porque existía un cierto consenso cristiano básico -protestante- absolutamente indiscutido y
que se consideraba obvio. Este principio se nutría de la convicción común de los ciudadanos, convicción que
estaba fuera de toda polémica. ¿Pero qué pasa si ya no existen tales convicciones? ¿Es que es posible
declarar, por decisión de la mayoría, que algo que hasta ayer se consideraba injusto ahora es de derecho y
viceversa? Orígenes expresó al respecto en el siglo tercero: Si en el país de los escitas se convirtiere la
injusticia en ley, entonces los cristianos que allí viven deben actuar contra la ley. Resulta fácil traducir esto al
siglo XX: Cuando durante el gobierno del nacional-socialismo se declaró que la injusticia era ley, en tanto
durara tal estado de cosas un cristiano estaba obligado a actuar contra la ley. «Se debe obedecer a Dios
antes que a los hombres». ¿Pero cómo incorporar este factor al concepto de democracia?
En todo caso, está claro que una constitución democrática debe cautelar, en calidad de fundamento, los
valores provenientes de la fe cristiana declarándolos inviolables, precisamente en nombre de la libertad.
Una tal custodia del derecho sólo subsistirá, por cierto, si está guardada por la convicción de gran número de
ciudadanos. Ésta es la razón por la cual es de suprema importancia para la preparación y conservación de la
democracia preservar y profundizar aquellas convicciones morales fundamentales, sin las cuales ella no
podrá subsistir. Estamos ante una enorme labor educadora a la cual deben abocarse los cristianos de hoy.□

Dice Juan Pablo II


“Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta
concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las
personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la
«subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad.
Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud
fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de
conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no
aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios
24

políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la
acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente
para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia” (Encíclica Centesimus annus n. 46).

“La democracia no implica que todo se pueda votar, que el sistema jurídico dependa sólo de la mayoría y
que no se pueda pretender la verdad en la política. Por el contrario, es preciso rechazar con firmeza la tesis,
según la cual el relativismo y el agnosticismo serían la mejor base filosófica para la democracia, ya que ésta,
para funcionar, exigiría que los ciudadanos admitieran que son incapaces de comprender la verdad y que
todos sus conocimientos son relativos o dictados por intereses y acuerdos ocasionales. Este tipo de
democracia correría el riesgo de convertirse en la peor tiranía, pues la libertad, elemento fundamental de
una democracia, “es valorada plenamente sólo por la aceptación de la verdad”. (Discurso a Obispos
portugueses, 27-11-1992)

• Aristóteles (IV a. C.) comienza su libro titulado “Metafísica” señalando que “todos los hombres
tienen por naturaleza el deseo de saber”
• El Creador del Hombre ha puesto en su corazón el deseo de conocer la verdad”

• “El deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre”, e incluso que “se puede definir
al hombre como aquel que busca la verdad”

Conocimiento y Verdad

Conocer es entender algo acerca de los objetos o hechos que nos rodean, es decir, una adecuación de mi
entendimiento con la realidad del hecho u objeto. El conocimiento será verdadero en la medida que nuestra
captación de la realidad se adecua mejor a la realidad de los objetos o hechos que podemos conocer.

El proceso de conocimiento y la verdad de los objetos o hechos no se muestran de manera directa y


llanamente a nuestra percepción, debe ser buscada, encontrada por medio de un trabajo indagatorio sobre
los mismo objetos que intentamos conocer.

El conocimiento es un proceso mediato, es decir, elaborado a través de símbolos que hacen referencia a lo
percibido y que siempre sustituyen a lo percibido. Percibimos un árbol concreto, por ejemplo, y de ahí
pasamos al concepto de “árbol”. El concepto de “árbol” es una abstracción: no se refiere a ningún árbol en
concreto, sino a los árboles en general, a la idea de árbol. Normalmente es preciso razonar, relacionar datos
y extraer consecuencias, combinar la información percibida mediante los sentidos con el razonamiento que
nos lleva mas alla de lo que se puede observar directamente.

Ciencia es el conocimiento demostrado porque utiliza razonamientos, pruebas, demostraciones que nos
permiten obtener conclusiones mas o menos verdaderas a las que no podríamos llegar de otro modo. Un
investigador no debe justificar sus nuevas teorías sino que esta obligado a ser critico con ellas y a buscar su
refutación. Saber que algo es falso es un avance en el conocimiento pues se ha evitado una apariencia

Cuantos más ataques supere, más verdadero será el conocimiento de la realidad. La propuesta es más bien
negativa, crítica. Parece decir: «antes de que otros ataquen tus hipótesis, atácalas tú mismo».
25

A fin de cuentas, la falsedad es posible, mientras que la verdad se acaba convirtiendo en una búsqueda sin
término.

Conocimiento Ordinario o espontáneo


(pre-ciencia)

Lo captamos a través de los sentidos.

Especialmente a través de la vista

Ciencia
Conocimiento demostrado
Se utilizan razonamientos, pruebas, demostraciones que nos permiten obtener conclusiones

Toda demostración tiene que apoyarse en unos supuestos o hipótesis que se aceptan. Para demostrar
esos supuestos o hipótesis tendremos que recurrir a otros supuestos, y así sucesivamente
Las demostraciones siempre tienen límites.
• No todo se puede demostrar
• Hoy día, lo que está de moda es decir que nada se puede demostrar
completamente
• Es verdad que siempre nos podemos equivocar y en este sentido somos falibles. Pero también es
verdad que podemos alcanzar grados razonables de certeza (Certeza: Conocimiento seguro y
evidente de que algo es cierto)
• No podemos caer en la postura de que es imposible conocer la verdad (escepticismo) o de que la
verdad es subjetiva (relativismo)

La ciencia se basa en el conocimiento ordinario en el cual existen muchas evidencias


• Evidencia: Verdad que no se puede demostrar, que es cierta y no necesita ser demostrada

Conocimiento Practico y la Accion Humana


• La inteligencia, en su función de regular la conducta, se llama entendimiento o conocimiento
práctico, porque sus juicios están orientados a aplicar a la práctica lo que se conoce
• A la hora de la acción humana, los juicios del entendimiento o conocimiento práctico implican
siempre una valoración ética, es decir, saber si la acción está ordenada al fin que perfecciona o
pervierte la naturaleza humana ayuda al hombre a estimar si es conveniente o no hacer tal acción
• La consciencia es definida como: juicio del entendimiento o conocimiento práctico en relación a la
conveniencia o no de un acto.
• Deber de formar la consciencia para que la acción humana esté siempre a favor de la perfección de
la persona (en lo personal, profesional y social)
 Estudio
 Consejo

Todo acto humano puede ser calificado como ético o no ético


Una acción es humana en cuanto que resulta de una elección libre de la voluntad, es decir, ser querida por
el sujeto que actúa.
26

• Respirar no es un acto humano (no interviene la libertad): también


llamado actos del hombre

Libertad: QUERER el bien que me hace bueno.

• Ser fiel a la palabra dada si es un acto humano ya que hay una decisión
de la voluntad en mantener un compromiso (interviene la libertad):
también llamado actos humanos

Elementos que determinan la bondad o malicia de un acto humano


1. El fin. La acción comienza cuando las potencias del hombre tienden a un determinado fin.
Lo primero en la acción es el fin. Así, el fin es lo primero que aparece y lo último que se consigue, el
motor de arranque de la acción, aquello que «provoca» que el hombre se ponga en marcha. Si faltan los
fines aparecen el aburrimiento, el tedio, el sinsentido.

P.e: Obtener un título universitario

2.Los medios. Captar el fin produce una deliberación acerca de cómo realizar la acción, es decir, de qué
medios se dispone para conseguir lo querido.
Aquí se incluye todo lo que designan términos como consejo, asesoramiento, consultoría, análisis de
situaciones, etc. Esta fase de la acción puede tener gran complejidad cuando no se conocen las
circunstancias, La prudencia es la virtud que permite llevar a cabo con acierto la deliberación de los medios
a emplear para alcanzar el fin. Ser prudente es acertar sobre lo que conviene hacer (fin) y sobre el modo
(medios) de hacerlo. Esta virtud ayuda a captar rectamente qué es en general bueno para el hombre, qué es
lo natural y lo conveniente para él
P.e: estudiar durante cinco años

3. Las circunstancias. Son aquellos aspectos accidentales del fin y de los medios que afectan de algún
modo la bondad de la acción, pero sin cambiar su sustancia. Son los elementos secundarios de un
acto ético o moral humano
Circunstancias comunes que afectan de algún modo la bondad de la acción:
• ¿Quién es el que obra?
• La cantidad de acciones realizadas
• El lugar
• Medios empleados
• PARA QUE LA ACCIÓN HUMANA SEA BUENA, SE REQUIERE QUE EL FIN Y LOS MEDIOS SEAN BUENOS
• El presidente de una empresa desea proveer a sus familiares y a él mismo de unas excelentes
condiciones de vida (fin) pero para ello malversa los fondos de los accionistas a través de negocios
ilícitos (medios). Para esto se vale de varias negociaciones fraudulentas con diferentes proveedores
(circunstancias de cantidad). El que realiza las negociaciones es la máxima autoridad en la empresa
(circunstancias de quién es la persona. Produciría más escándalo)

Los valores y modelos de conducta


• Los valores son unos criterios previos que uno tiene ya formados antes de actuar, y de los que
parte para elegir el fin, escoger unos u otros medios, etc.
27

• Se caracterizan porque valen por sí mismos


• Son aquello que nos dice lo que cada cosa significa para nosotros.
P. e: un cordero asado se puede valorar de varios modos. Un amante de la buena mesa buscará si
está bien cocinado, si sabe bien, etc.
Aquel a quien le preocupa la salud mirará el grado de colesterol que tiene y las calorías
• Todos actuamos contando ya según unos valores determinados que pueden ser muy variados.
P.e:
• La utilidad, que busca ante todo que las cosas funcionen
• La belleza, que quiere que las cosas estén adornadas, en su sitio, que sean armónicas, que
sean perfectas.
• El poder: tener autoridad y dominio sobre territorios, seres naturales, cosas y personas.
• El dinero: el que siempre se pregunta ¿cuánto puedo ganar con esa acción, con ese trabajo,
con ese esfuerzo? sólo se mueve cuando hay dinero por medio
• ¿Cueles son mis valores?
Los valores se toman de los fines de la acción y, a menudo, esos fines son los valores que cada uno
tiene, pues éstos son los distintos modos de concretar la verdad y el bien que constituyen los fines
naturales del hombre
• ¿Cómo se transmiten los valores?
Los valores no se transmiten por medio de discursos teóricos y fríos, sino a través de modelos vivos
y reales, que se presentan, se aprenden y se imitan. No hay valor sin su modelo correspondiente.
• La educación, en buena parte, consiste en trasmitir modelos y valores que guíen el conocimiento
práctico y la acción, es decir, que permitan que cada uno sea el guía de sí mismo, desde la verdad
del hombre.

Relativismo Moral
Ausencia de un Dios Creador
• La pérdida de metafísica Creacionista vacía de sentido a la realidad.
• Quien ve al universo como creado, sabe que todo está penetrado de racionalidad y finalidad.
• La Inteligencia de Dios Creador confiere racionalidad al Cosmos.
• Todas las culturas no son iguales, pero una exigencia fundamental del pensamiento relativista es
afirmar que sí lo son, en el sentido de que todas valen lo mismo: la danza masai y el ballet ruso, el
tambor ancestral y el violín de Vivaldi, los dibujos primitivos y los de Durero.
• Este planteamiento, que arraiga irresistible en las democracias donde conviven fuertes minorías
étnicas, es hermoso sobre el papel, y muy problemático en la realidad.

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