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Apuntes de Ética

I. ¿QUE ES "LO BUENO"?

A. OROZCO

Difícilmente puede hallarse una pregunta de mayor interés: ¿Qué es lo bueno? ¿qué es el bien?
Porque todo hombre guarda en lo más hondo de su ser el deseo invencible de ser bueno y de hacer lo
bueno. Y si hace el mal es porque le deslumbra la partecilla de bien con la que el mal se reviste. Es
una consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito, que todo lo hace bien y para el bien;
que no sólo ha puesto el bien en todas sus obras, sino la aptitud para hacer el bien y así
incrementarlo.

Todos gozamos de una especie de instinto para descubrir el bien. Sabemos que "lo bueno es el bien"
y que "lo malo es el mal". Sin embargo, en la práctica no pocas veces se nos plantea un problema:
¿es esto bueno? ¿es bueno que yo haga tal cosa? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a
veces requiere un estudio largo y arduo. Pero siendo tan importante acertar en lo que se juega
nuestra propia bondad, nuestro bien, comprendemos que el estudio haya de ser riguroso, científico,
de modo que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables.

Así nace la ciencia que llamamos Ética (de ethos, costumbre o modo habitual de obrar), que
investiga precisamente lo que es bueno hacer, de modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección
humana posible y por tanto la satisfacción de nuestros más hondos deseos, es decir, la felicidad.

Cuando se dice que algo "es ético" o que "no es ético", se está diciendo que es o no es bueno. Ahora
bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser "ética", no siempre estamos de
acuerdo en "lo que es ético". Lo que parece "ético" a unos, puede resultar una monstruosidad a otros.
Así por ejemplo, algunos llaman "ético" al aborto provocado en caso de embarazo por violación; lo
cual a muchos nos parece uno de los peores crímenes -incluso quizá peor que el terrorismo-, y
negación del más elemental derecho de la persona, el derecho a la vida.

Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es
"ético"; sobre qué es en realidad "lo bueno". Se trata de una cuestión de vida o muerte, y es preciso
encararla con toda seriedad y rigor.

¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre "lo que es bueno", al menos en lo fundamental, o
estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sin fundamento racional? ¿Existe un criterio
objetivo de bondad que nos permita, sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? La
respuesta del sentido común ha sido siempre afirmativa. Pero conviene que comprendamos por qué;
y por qué algunos no lo ven así.

Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa deseable,
apetecible. Aristóteles decía que "el bien es lo que todos desean". Pero, ¿por qué todos deseamos el
bien? Porque vemos en él algo que nos beneficia, que "nos hace bien", que nos perfecciona, nos
mejora, satisface nuestras necesidades, nos hace más felices. Cabe decir que el bien es una
perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva (no son vanas estas consideraciones de
Pero Grullo).
LA RELATIVIDAD DEL BIEN

Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona a un sujeto, perfecciona a otros. El abono animal
alimenta las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, para las vacas, no para
nosotros. Es claro pues que el bien es relativo: dice relación a un sujeto o a un conjunto más o
menos numeroso de sujetos determinados.

Esa "relatividad" del bien ha inducido a muchos a pensar que el bien no es algo "objetivo", es decir,
que no está ahí, independiente de mi pensamiento, sino que cada uno puede tomar por bueno "lo que
le parezca"; cada uno sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y decidir por su cuenta
sobre el bien y el mal. Cada uno -se ha dicho- sería "creador de valores", porque el valor o bondad
de las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi
opinión.

Es un grave error en el que hoy incurren no pocos, pero no es nuevo; es tan viejo como el hombre.
Adán y Eva ya quisieron no reconocer el bien donde se hallaba -donde Dios lo había puesto-, sino
donde a ellos les apetecía que estuviera, con su ya mala voluntad.

LA OBJETIVIDAD DEL BIEN

En rigor, aunque el bien sea "relativo" (algo es bueno siempre "para alguien"), no hay nada menos
subjetivo u opinable. La bondad del aire que respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz del
sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no es algo que inventamos o creamos: no es una bondad
"opinable": está ahí, con independencia de nuestra estimación.

De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la libertad, de la paz, de la fraternidad:


valores objetivos que no tendría sentido negar. De modo que si yo los negase porque en algún
momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para todos. Mi inapetencia sería un síntoma
seguro de alguna enfermedad del cuerpo o del alma.

Es también importante advertir -frente a lo pensado y muy difundido por ciertos filósofos- que si yo
apetezco la manzana, no es porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es sabrosa
simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le guste -quizá porque esté enfermo-,
la bondad de la manzana no es un producto de mi subjetividad: es la manzana misma que tiene de
por sí la aptitud para causar un buen sabor y una buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor
podría encontrar yo en el acíbar o en la basura.

Es indudable que hay bienes, valores objetivos. Pero cabe preguntarse si todos los bienes lo son. Y,
en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las acciones humanas,
quiérase o no, siempre perfeccionan o dañan, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse con
razón indiferentes (como, por ejemplo, pasear).

La "relatividad" del bien no quiere decir, pues, que el bien sea bueno porque mi voluntad lo desea,
sino que mi voluntad lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en la cosa y después
puede estar en mi capricho, opinión o estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo para
otro; por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado. Esto no depende de mi parecer. ¿De qué
depende entonces? Depende, justamente, de lo que yo soy, depende de mi ser, lo cual, ahora, no
depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga cualidades y defectos
que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy ya con
independencia de mi voluntad, y con la misma independencia habrá cosas buenas o malas para mí.

El bien depende pues del ser (real, objetivo, que está ahí) y del modo de ser. Y hay algo que el
hombre nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las características individuantes o
personales de cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al contrario, son perfecciones
(o defectos) de esa naturaleza peculiar, que compartimos todos los hombres, y que hace posible que
hablemos con sentido del "género humano" o de la "'especie humana", y también de un bien objetivo
común a toda la humanidad.

De manera que hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente,
bienes relativos a la naturaleza humana común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los individuos
de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales y permanentes que
afectan a todos los hombres, de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la naturaleza, forzosamente
ha de dañar a la persona, porque la persona no es ajena a la naturaleza sino una perfección --el
sujeto-- de esa naturaleza determinada.

A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es bueno para el bruto o para el ángel,
puede no ser bueno para el hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre -para todos y
cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a la gran pregunta: ¿Qué es el hombre? "Qué
soy yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, .¿cuál es?" (1).

La Etica (ciencia sobre los bienes del hombre) supone la Antropología filosófica (que estudia qué es
el hombre). En la historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque hay diversos
conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay diversos conceptos sobre los bienes.

¿QUE ES EL HOMBRE?

Para algunos, el hombre no es más que un conjunto de corpúsculos, aunque complejo y maravilloso
(como para Carl Sagan, por ejemplo); se ha contemplado como pura química o biología, o como un
mero manojo de instintos fatalmente determinados; o como un número en una especie zoológica.
Son diversas manifestaciones de la concepción materialista del hombre.

Al negar -dogmáticamente, por cierto- la realidad del alma espiritual e inmortal en el hombre, todo
materialismo se hace incapaz de conocer lo que el hombre en verdad es; y, por lo mismo, no puede
saber tampoco lo que en realidad es bueno o "ético". Al pensar al hombre como simple animal
evolucionado -sin ningún elemento que sea irreductible a elementos materiales-, no puede evitar
pensar lo bueno reducido a lo material y sensitivo; y fácilmente concederá un valor absoluto a lo
económico. Se le escapa lo más valioso: el espíritu, donde se halla la raíz indispensable del
entendimiento y de la libre voluntad. Por eso, los términos "libertad", "justicia", "paz", "amor",
etcétera, carecen, en el materialismo, de contenido humano y se confunden con las sombras que de
tales cosas existen -o parecen existir- en el mundo de los irracionales. El mismo concepto de
"persona" se vacía y el hombre queda reducido a un "número" al servicio de la "especie" (llamada
"sociedad"). Si la "especie" lo reclama, no habrá inconveniente en sacrificar al individuo: se le podrá
saquear, con toda paz, o encerrarle en un hospital siquiátrico, o eliminarle: sólo cuenta el bien de la
"especie", como en zoología. Esta es la tremenda conclusión del colectivismo, especialmente del
marxista.
Si realmente queremos lo bueno, el bien para nosotros y para la sociedad -compuesta no de meros
individuos sustituibles, sino de personas con valor único irrepetible-, hemos de tener la honradez de
contemplar al hombre en su integridad. No basta ver en el cuerpo sentidos e instintos. Esto sería no
ver al hombre, como no ve el cilindro quien mira solamente una de sus secciones, la horizontal o la
vertical:

Porque entonces podemos confundir el cilindro con un círculo o con un cuadrado; e incluso llegar a
la conclusión de que el cilindro es un círculo cuadrado, y, por tanto, un absurdo que no puede existir
sino como una vana ilusión de la mente. Podríamos llegar a la negación de la posibilidad del
cilindro, de modo similar a como se ha llegado a la negación del alma humana inmortal:
seccionando al ser humano por la mitad de su cuerpo, descuartizándolo. Y una vez descuartizado en
la mesa de disección, el "sabio" sentencia: como no veo el alma por ninguna parte, el alma no existe.
(Aplausos). Como hizo aquél astronauta soviético, que declaró triunfante que Dios no existía,
porque él no lo había visto en su viaje espacial.

El hombre es un "cilindro" muy peculiar: no tiene techo, no tiene límite hacia arriba, y sólo una
"sección" totalmente "vertical" puede descubrir su dimensión trascendente a la materia. Pero no es
difícil descubrirla, si no se ha perdido del todo el sentido común. Ya tendremos ocasión de volver
sobre el asunto. Pero es cierto lo que, en medio de su confusión religiosa, afirmaba gráficamente
Unamuno: "lo que llaman espíritu me parece mucho más material (quería decir "perceptible" o
"claramente cognoscible") que lo que llamamos materia; a mi alma la siento más de bulto y más
sensible que a mi cuerpo". Con razón se ha dicho que el materialismo es el más peregrino ensayo de
querer probar, asistidos del espíritu, la no existencia del espíritu, porque "sólo un ser pensante, esto
es, espiritual, puede ponerse a 'demostrar' con argumentos el materialismo" (2).
El materialismo, deslumbrado ante la semejanza morfológica entre el hombre y el mono, los
confunde. Sucede lo que advierte Giambattista Torelló: "objetos de estudio esencialmente diversos,
proyectados por el investigador sobre un plano inferior se presentan a su vista como iguales: así la
proyección de un cilindro, una esfera y un cono es la misma: un círculo ambiguo y tentador para
espíritus simplistas, capaces de concluir que, en el fondo, cilindro, esfera y cono son en realidad una
misma cosa":

Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que reclaman las satisfacciones de sus necesidades
vitales. Pero, ante todo gozamos de algo que excede todo lo que puede proceder de la evolución de
la materia: el entendimiento, ávido, insaciable de verdad. Ya desde niño, el hombre sano comienza a
"exasperar" con sus preguntas interminables: "mamá, ¿qué es esto?, ¿para qué es esto?"; y, sobre
todo: "¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?..." Es que el niño está buscando ya una respuesta última y
definitiva, que no remita a otro porqué, que sea el gran Porqué que lo explique todo, que sea la
Verdad primera original y originaria de toda otra verdad. El pequeño pregunta por Dios, busca a
Dios, necesita a Dios desde que su inteligencia despierta al "uso de razón". Es la célebre oración de
San Agustín: "Nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que no
descanse en Ti" (3).

Lo único capaz de saciar y aquietar el entendimiento es el conocimiento de Dios. Y no cualquier


conocimiento, sino todo el conocimiento de que es cápaz. Sólo así alcanza su perfección suprema,
su plena felicidad. De otra parte, la voluntad es una ilimitada capacidad de amar el bien,- no es
"infinita", pero sí "ilimitada", porque por mucho que ame, siempre anhela amar más. No se
conforma con cualquier bien, desea lo óptimo. Y cuando pone el amor en una criatura y la posee de
algún modo, al punto se halla satisfecha; pero pronto advierte que no es lo óptimo, que queda un
vacío por llenar, que no ha alcanzado, ni de lejos, la plenitud del bien y del amor que buscaba. Es
que todos -sepámoslo o no- queremos a Dios, buscamos a Dios, tenemos hambre de Dios, como
Verdad Primera y Bien infinito, como Sabiduría y Amor plenos. Es decir, sólo en El se halla la
perfección, la plenitud humana, la felicidad sin sombras: en el amoroso conocimiento de Dios. Ese
es nuestro fin, nuestro óptimo bien objetivo común.

Ahora que sabemos, no con detalle, pero sí con profundidad lo que es el hombre, sabemos también
cuál es su bien fundamental e indispensable. Independientemente de lo que yo quiera, piense, me
apetezca u opine, mi Bien es Dios. Y hallamos así un criterio objetivo de bondad: en el mundo, será
bueno para mí -moralmente bueno-, será "ético" lo que me acerque a Dios (o, al menos, no me aleje
de El); y será malo -aunque me apetezca- lo que me separa de Dios.

Lo que me aproxime a Dios, será también perfección de mi ser humano personal; lo contrario,
dañará sin duda y siempre, lo más íntimo de mi persona.

Esta es ya una conclusión de suma importancia. Pero se abre, claro está, una nueva pregunta: ¿qué
es, en la práctica, lo que me acerca a Dios y qué es lo que me aleja de Dios? La luz natural de la
razón es un don que nos permite a todos descubrir las exigencias fundamentales del ser humano, es
decir la ley moral natural, formulada sintéticamente por Dios mismo en el Decálogo. Se entienden
bien así las palabras de Juan Pablo II: "La ley moral es ley del hombre, porque es la ley de Dios". En
efecto: "La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido por
Dios que nos ha creado". Es por eso que "hay una profunda consonancia entre la parte más
verdadera de nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar las
palabras del Apóstol, 'en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente' (Rom 7,
22)" (4).

Si no existiera la sombra del pecado original en nuestra mente y no hubiese sido debilitada nuestra
voluntad, nos conoceríamos bien a nosotros mismos y, en consecuencia, conoceríamos sin duda lo
que es bueno, tendríamos una visión clara de la ley moral. Ahora nos cuesta esfuerzo alcanzarla,
también por que nos cuesta vivirla. Pero Dios, en su infinita misericordia, ha venido en nuestra
ayuda, se ha hecho Hombre, para decirnos hasta con palabras humanas cuál es el camino que
conduce a ser de verdad hombres perfectos y felices: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (5). Y
no sólo nos ofrece una felicidad natural, sino que con su encarnación, vida, pasión, muerte y
resurrección, nos ha abierto las puertas nada menos que a la vida íntima de Dios Uno y Trino. Ha
puesto a nuestra disposición su misma felicidad: lo óptimo, no ya relativo al hombre, sino en
absoluto.

Y para que todos los hombres, podamos conocer fácilmente, sin disputas o dudas angustiosas, sin
esfuerzos hercúleos, cuáles son las cosas que nos acercan a Dios y cuáles son las que nos alejan de
El, fundó la Iglesia -una, santa, católica y apostólica- con un Magisterio autorizado, asistido siempre
por el Espíritu Santo -el Espíritu de Verdad-, capaz de trazar, en cada momento, un mapa cierto y
seguro de los caminos del bien. Ahí, especialmente los católicos, pero también de algún modo todos
los demás, tenemos el gran criterio, la gran luz, la gran seguridad para discernir el bien del mal, para
conocer esa "norma suprema de la vida humana", que el Concilio Vaticano II recuerda que es "la
propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo
universo y los caminos de la comunidad humana" (6).
(1) SAN AGUSTIN, Confesiones, X, XVII; (2) CORNELIO FABRO, Dios, Ed. Rjalp, Madrid 1961,
p. 203; (3) SAN AGUSTIN, o.c., 1, I, l; (4) JUAN PABLO II, Audiencia general, 27-VII-1983; (5)
Jn 14, 6; (6) Conc. Vat II, Dignitatis humanae, 3.

Apuntes de Etica

II. LA BONDAD EN LA CONDUCTA

A. OROZCO

En nuestro artículo anterior comprobábamos que la bondad está en las cosas; que no es una
invención de la mente o fruto del capricho de la voluntad. Sobre lo que es bueno o malo no caben
opiniones, a no ser por ignorancia de la realidad. Precisamente concluíamos que existe un criterio
objetivo: es bueno lo que acerca a Dios; es malo lo contrario. Porque Dios es nuestro último fin, es
decir, donde, en último extremo, se halla nuestra perfección. De modo que en la medida en que
podemos saber qué es lo que acerca a Dios, podemos también saber qué es lo bueno.

Ahora bien, una cosa es la bondad de "las cosas", y otra la bondad de los actos humanos que
inciden sobre las cosas o permanecen en el interior de nosotros mismos. Esta última es la que nos ha
de ocupar en este artículo; y es del mayor interés, porque con nuestras acciones es como nos
labramos la perfección personal o la ruina. La cuestión es: ¿cuándo son buenos los actos humanos?
¿qué condiciones se requieren para poder calificar de moralmente buenos a nuestros actos? ¿de qué
depende su bondad? ¿cuándo nos acercan o separan del último fin, que es Dios?

Lo primero que hemos de tener en cuenta al examinar nuestra conducta en vistas a su calificación
moral es lo que hemos hecho, es decir, el "objeto" de nuestro acto: ¿Es bueno ese objeto?, porque ya
vimos que el bien es algo objetivo, como "la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la
que Dios gobierna el mundo universo y la comunidad humana" (1). Por eso se dice que "el objeto es
la primera fuente de moralidad". ¿Está conforme lo que he hecho con la objetiva ley divina, natural
o evangélica?.

Esta es la primera pregunta necesaria; pero no sólo el objeto -lo que hacemos- es fuente de
moralidad. No basta la consideración del objeto para saber si un acto humano es moralmente bueno
o malo. Es más -enseña Juan Pablo II-"la moral -lo que es moral- es cosa esencialmente íntima,
interior", reside en la conciencia y en la voluntad, que es donde, con sus actitudes y elecciones se
expresa el "hombre interior" (2).

IMPORTANCIA DE LA INTERIORIDAD

El Papa advierte que "lo moral" de nuestras obras tiene, como es obvio, una dimensión exterior,
digamos visible, apreciable desde fuera (pasear, comprar, comer, trabajar), que está en relación con
las normas objetivas de la conducta humana (no robar, no atentar contra la vida propia o ajena, etc.).
Sin embargo, este hecho--la existencia de esta dimensión exterior--en nada modifica el hecho
precedente, a saber, que la moral es un asunto de conciencia y que sus exigencias incumben a la
interioridad del hombre.
"Cristo enseñaba moral. El Evangelio y los demás textos del Nuevo Testamento lo demuestran sin
lugar a dudas". Sabemos que el Decálogo, o sea, los Diez Mandamientos de la ley moral natural
-indicados expresamente por Dios a Moisés-, fue confirmado por el Evangelio (3). Y recuerda Juan
Pablo II que, al enseñar la moral, Cristo tenía en cuenta estas dos dimensiones: la exterior, o sea,
visible, social e, incluso, "pública" y la interior. Pero, conforme a la naturaleza misma de la moral,
de "lo que es moral", el Señor concedía importancia primordial a la dimensión interior, a la rectitud
de la conciencia humana y de la voluntad, es decir, a lo que en términos bíblicos, se llama "corazón"
(4). En diversos momentos y de diferentes maneras, Jesucristo enseñó que: "lo que sale de la boca
procede del corazón y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos
pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las
blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre" (5): el mal que reside en el corazón, es decir, en la
conciencia y en la voluntad.

El Señor, por tanto, indica lo que está mal, las obras que son malas --y en consecuencia contaminan
al hombre, lo dañan--, y que son externas, visibles. Pero indica también donde se encuentra la causa,
la raíz de esas obras que, en definitiva, son una manifestación de lo que hay en el interior. Si se
extirpara la mala raíz no habría malos frutos. Gráficamente lo expresaba el Papa en su mensaje de
paz de 1984: "es el hombre quien mata y no su espada y sus mísiles"; "la guerra nace del corazón del
hombre".

Es lógico pues que se afirme que de las dos dimensiones de la moralidad de los actos humanos, la
que posee importancia primordial sea la interior: la dimensión "hacia adentro" del hombre. Además,
"existen normas --dice Juan Pablo II-- que atañen de un modo directo a actos exclusivamente
interiores. Vemos ya en el Decálogo dos mandamientos que empiezan por estas palabras: "No
desearás..." y "No codiciarás..." y que, por consiguiente no se refieren a ningún acto exterior, sino
sólo a una actitud interior, relativa, en el primer caso, a 'la mujer de tu prójimo'; y, en el segundo, a
'los bienes ajenos'. Cristo lo subraya con más fuerza todavía. Sus palabras pronunciadas en el monte
de las Bienaventuranzas, cuando llama 'adúltero de corazón' al que mira a una mujer deseándola,
fueron para mí --dice el Papa-- punto de partida de largas reflexiones sobre el carácter específico de
la moral evangélica en esta materia" (6).

Importancia pues de la dimensión interior de "lo moral"; importancia de la interioridad, de las


intenciones, de las actitudes. "Pero --continúa Juan Pablo II-- no es eso todo. Sabemos que el
Sermón de la montaña habla también de las buenas obras, como la oración, la limosna, el ayuno, que
el Padre ve en lo oculto" (7).

Que la dimensión interior del acto humano tenga primordial importancia no quiere decir que la
exterior —"lo que se hace"— no afecte a la persona y no tenga relevancia moral. La tiene, y mucha.
"La ética católica no es sólo un conjunto de normas, mandamientos y reglas de conducta" (8). No es
sólo eso, pero es también eso. Cristo tenía en cuenta las dos dimensiones del acto humano; que son
justamente dos dimensiones de un acto que es uno, aunque complejo. Por tanto, una simple "moral
de intenciones" o "de actitudes" que no valorase el objeto, las obras en las que se plasman las
actitudes e intenciones, seria una moral mutilada y, por tanto, falsa, como un folio rasgado por
cualquiera de sus lados ya no es un folio. El folio tiene dos dimensiones, largo y ancho; si lo rompo
por cualquiera de las dos deja de ser lo que era. Un plato o manjar exquisito, con ingredientes de
primera calidad, pero aderezado con unos gramitos de arsénico, todo él resulta mortal de necesidad,
aunque se haya elaborado con la "buena intención" de alimentar al cliente.
Cualquier cosa mala, por muy buena que sea la intención con que se haga, no deja de causar el mal;
y el acto humano que la realiza--compuesto de lo subjetivo y lo objetivo--resulta enteramente malo y
daña siempre a la persona.

En efecto, el mismo Papa, que subrayaba la importancia de la dimensión interior de los actos
humanos, aclara que "no es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción
sea objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se puede obrar con la intención de
realizarse uno a sí mismo y hacer crecer a los demás en humanidad; pero la intención no es
suficiente para que en realidad nuestra persona o la del otro se reconozca en su obrar" (9). Hace
falta, además, que lo que se quiere sea de verdad bueno.

LA LIBERTAD: CONDICION DE BONDAD MORAL

Juan Pablo II sigue ahondando en la cuestión: "¿En qué consiste la bondad de la conducta humana?
Si prestamos atención a nuestra experiencia cotidiana, vemos que, entre las diversas actividades en
que se expresa nuestra persona, algunas se verifican en nosotros, pero no son plenamente nuestras;
mientras que otras no sólo se verifican en nosotros, sino que son plenamente nuestras. Son aquellas
actividades que nacen de nuestra libertad: actos de los que cada uno de nosotros es autor en sentido
propio y verdadero. Son, en una palabra, los actos libres (...) La bondad es una cualidad de nuestra
actuación libre. Es decir, de esa actuación cuyo principio y causa es la persona; de lo cual, por tanto,
es responsable" (10).

No significa esto que por el hecho de ser libre el acto humano sea moralmente bueno, sino que la
libertad es una de las condiciones varias de la bondad moral. Una condición también importante,
porque "mediante su actuación libre, la persona humana se expresa a sf misma y al mismo tiempo se
realiza a sí misma" (11); es decir, va realizando en sí misma un incremento de bondad, si la conducta
es moralmente buena; si fuera mala, el sentido de la libertad se vería frustrado.

IMPORTANCIA DE LAS OBRAS

En efecto, "la fe de la Iglesia fundada sobre la revelación divina, nos enseña que cada uno de
nosotros será juzgado según sus obras" (12). Son muchos, por cierto, los momentos de la Sagrada
Escritura en que se afirma que Dios retribuirá a cada uno según sus obras; por ejemplo: Mt 5, 16;
Apoc 2, 23; 22, 12; cfr. Rom 2, 6; Eccli 16, 15; 2 Tim 4; Sant 1, 21-25. "Nótese--indica el Papa--:

es nuestra persona la que será juzgada de acuerdo con sus obras. Por ello se comprende que en
nuestras obras es la persona que se expresa, se realiza y--por así decirlo--se plasma. Cada uno es
responsable no sólo de sus acciones libres, sino que, mediante tales acciones se hace responsable de
sf mismo" (13).

No parece que se pueda iluminar mejor la relevancia moral de lo objetivo, de las obras, de los actos
externos. Seremos juzgados por nuestras obras, porque ellas son "criaturas" de nuestra libertad en las
que nos hemos expresado y forman parte de nosotros mismos.

"Es necesario--insiste el Romano Pontífice-- subrayar esta relación fundamental entre el acto
realizado y la pcrsona que lo realiza". Nuestras obras expresan siempre lo que somos o, al menos,
algo de lo que somos; y con ellas no sólo "hacemos cosas", "nos hacemos" también a nosotros
mismos: sabios o ignorantes, justos o injustos, prudentes o imprudentes, lujuriosos o castos.

Pues bien, "a la luz de esta profunda relación entre la persona y su actuación libre podemos
comprender en qué consiste la bondad de nuestros actos, es decir, cuáles son esas obras buenas que
Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos" (...). Cuando el acto realizado
libremente es conforme al ser de la persona, es bueno".

"La persona está dotada de una verdad propia, de un orden intrínseco propio, de una constitución
propia. Cuando sus obras concuerdan con ese orden, con la constitución propia de persona humana
creada por Dios, son obras buenas, que Dios preparó de antemano para que en ellas anduviésemos.
La bondad de nuestra actuación dimana de una armonía profunda entre la persona y sus actos,
mientras, por el contrario, el mal moral denota una ruptura, una profunda división entre la persona
que actúa y sus acciones. El orden inscrito en su ser, ese orden en que consiste su propio bien, no es
ya respetado en y por sus acciones. La persona no está ya en su verdad. El mal moral es

precisamente el mal de la persona como tal" (14). Esa ruptura, esa profunda división en el interior
del hombre se produce siempre que se obra mal, aunque sea con "buena intención", pensando que se
obra bien, porque es un hecho que entonces la persona no está obrando conforme a la verdad de su
ser. Quiérase o no, "la persona humana realiza la verdad de su ser en la acción recta, mientras que,
cuando actúa no rectamente, causa su propio mal, destruyendo el orden de su propia ser. La
verdadera y más profunda alienación del hombre consiste en la acción moralmente mala: en ella la
persona no pierde lo que tiene, sino lo que es, se pierde a sf misma" (15).

Cuando es moralmente mala, la acción exterioriza o manifiesta el ser personal de modo monstruoso.
Cabe decir de tal acción lo que dice Santo Tomás del error de la mente: es "un parto monstruoso". Se
ha engendrado un monstruo, un ser deforme, que deforma y carcome el propio ser, por la íntima
conexión entre la persona y su obra.

PECADO "FORMAL" Y PECADO "MATERIAL"

Y es de advertir que esto puede suceder sin culpa, cuando --sin culpa-- se ignora que realmente lo
que se hace es moralmente malo. En este caso no hay pecado formal (como se dice en Teología), y
Dios no castigará la mala acción. Pero no ha dejado de producirse un pecado material, es decir, una
obra objetivamente mala, y que por tanto daña realmente a la persona. Es preciso no olvidar que,
lejos de lo que pensaba Lutero, lo que prohíbe Dios no es malo porque Dios lo prohíba, sino que
Dios lo prohíbe porque es malo: daña al hombre, si no en el cuerpo, al menos en el alma, que es lo
que más importa.

De hecho, cuando se obra mal, aunque sea por ignorancia, la voluntad se adhiere al mal, y de este
modo no puede hacerse buena, ni incrementar su bondad y su habilidad para el bien. Es más, con tal
adhesión, si se continúa largo tiempo, existe el grave riesgo de que, al descubrir el error y salir de la
ignorancia, la afición al mal se haya hecho tan grande que ya no se quiera abandonarlo; lo cual
llevaría consigo la aparición del pecado formal, responsable ya, y culpable.

Es muy importante tener en cuenta esa realidad, también en el tratamiento de enfermedades


psíquicas y situaciones extremas o de crisis que inclinan más fuertemente a ciertos pecados. En un
discurso a médicos psiquiatras, enseñaba el Papa Pio XII: "Una última observación a propósito de la
orientación trascendente del psiquismo hacia Dios: el respeto a Dios y a su santidad debe reflejarse
siempre en los actos conscientes del hombre. Cuando estos actos se apartan del modelo divino, aun
sin culpa subjetiva del interesado, van, sin embargo, contra su último fin. He aquí por qué aquello
que se llama pecado material es una cosa que no debe existir y constituye por lo mismo, en el orden
moral, una realidad que no es indiferente".

"Una conclusión se deriva para la psicoterapia: ante el pecado material, no puede permanecer
neutral. Puede tolerar lo que de momento es inevitable. Pero debe saber que Dios no puede justificar
esta acción. Todavía menos la psicoterapia puede dar al enfermo el consejo de cometer
tranquilamente un pecado material, porque lo hará sin falta subjetiva; y ese consejo sería igualmente
equivocado, aunque tal acción pudiera parecer necesaria para el reposo psíquico del enfermo y, por
consiguiente, para la finalidad de la curación. Nunca se puede aconsejar una acción consciente que
sería una deformación, y no una imagen, de la perfección divina" (16) que el hombre es.

EL FIN NO JUSTIFICA LOS MEDIOS

Por supuesto, es peor hacer el mal con mala intención que con "buena intención". Pero hacerlo con
"buena intención" también es malo, aunque sea para conseguir un bien todo lo grande que se quiera.
Elfin no justifica los medios. El buen fin hace bueno un medio indiferente y puede aumentar la
calidad moral de una buena acción, como cuando se hace un acto de simple justicia pero por amor a
Dios. Lo que no puede hacer nunca un buen fin es convertir en bueno un medio que de suyo sea
malo. Cuando se quiere el mal, aunque sea como medio para el bien, la voluntad, con su adhesión,
ya se ha contaminado, ya se ha hecho mala, y también su acto en su entera realidad.

Por otra parte, es un craso error pensar que de un mal puede seguirse algún bien para la persona en
su integridad. Podrá seguirse tal vez un bien físico, material, económico, pero nunca un bien moral
que es lo que realmente perfecciona a la persona.

Sólo Dios puede hacer que de las consecuencias del mal --no del mal en sí mismo-- se sigan
auténticos bienes para los que le aman. Pero Dios no puede querer el más mínimo mal moral; por
tanto, el hombre tampoco puede quererlo jamás.

Así por ejemplo, cuando se provoca el aborto, aunque sea con la "buena intención" de procurar el
bienestar material o psíquico, o social, de la madre, de hecho se produce el peor mal para ella: se
niega, o se pretende negar, con inhumana violencia, lo que ella realmente es en lo más profundo:
madre, dadora de vida; al tiempo que se asesina a una persona inocente, su hijo.

Lo mismo cabe decir de los que ciegan artificiosamente las fuentes de la vida; los que pretenden
disolver el matrimonio; los que justifican-"por amor", dicen--las llamadas relaciones
prematrimoniales, u homosexuales; los que no dan importancia a la masturbación; los que con
apariencia de justicia niegan los derechos humanos, etc.

Suele decirse que "el infierno está empedrado de buenas intenciones". Y es muy posible que sea
cierto. La sabiduría popular comprende que no basta querer hacer el bien, sino que es menester
hacerlo; y para ello es indispensable la voluntad realmente buena, sincera, de conocer el bien, de
aprender a discernir el bien del mal. De lo contrario, sería una vil hipocresía hablar de "buena
voluntad" o de "buena intención".

MIRAR LA REALIDAD
Y, por importante y fundamental que sea--como ya hemos visto--la intención, "quienquiera conocer
y hacer el bien debe dirigir su mirada al mundo objetivo del ser. No al propio 'sentimiento', no a la
'conciencia', no a los 'valores', no a los 'ideales' y 'modelos' arbitrariamente propuestos. Debe
prescindir de su propio acto y mirar a la realidad"; porque "ser bueno quiere decir estar de acuerdo
con el ser objetivo; es bueno lo que corresponde 'a la cosa'; el bien es la adecuación a la realidad
objetiva" (17). *Todas las leyes y normas morales se pueden reducir a una--decía Goethe--: la
verdad". "Todas las leyes y normas morales se pueden reducir —dice Joseph Pieper— a la realidad"
(18); "el hombre que quiere realizar el bien mira, no al propio acto, sino a la verdad de las cosas
reales" (19). Precisamente la realidad es el fundamento de lo ético. Lo que debe-ser está inscrito en
el ser, en la verdad de las cosas. Es bueno quien obra la verdad. Así lo dice Nuestro Señor Jesucristo:
*'el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han
sido hechas según Dios" (20).

En las obras se plasma la persona; la persona se revela en sus obras. El mismo Jesucristo decía: "las
mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado" (21); "si no
hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a
mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre" (22).

¿Y cuál es la verdad más profunda que debe expresar nuestras obras? La que nos recuerda el Papa:
"la persona no es dueña absoluta de sí misma. Ha sido creada por Dios. Su ser es un don: lo que ella
es y el hecho mismo de su ser son un don de Dios. 'Somos hechura suya', nos enseña el Apóstol,
'creados en Cristo Jesús' " (23). Somos criaturas de Dios, somos de Dios, y Dios ha querido además
que seamos sus hijos. Somos hombres que, por gracia, son hijos de Dios. No somos hijos del mono.
Por tanto, para que sea buena nuestra conducta ha de conformarse con esta realidad maravillosa: la
de nuestra filiación divina. Todas nuestras obras han de revelar ese nuestro ser -hijos- de Dios; han
de manifestar que al menos luchamos por ser buenos hijos, según el mandato amoroso y
sapientísimo del Señor: "Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto".

(1) Conc . Vat . II, Dignitatis humanae, 3; (2) En ANDRE FROSSARD, ¡No tengáis miedo!, Ed.
Plaza Janés, Barcelona 1982, pp. 111-112; (3) Cfr. JUAN PABLO II, en A. FROSSARD, o.c., p.
112; (4) Cfr. Ibidem; (5) Mt 15, 18-20; (6) JUAN PABLO II, en o.c., p. 113; (7) ibidem; (8) Ibidem;
(9) JUAN PABLO II, Audiencia generai, 27-V11-1983; (10) JUAN PABLO II, Audiencia general
20-V11-1983 (11) Ibidem, (12) Ibidem; (13) Ibidem; (14) Ibidem; (15) ibidem; (16) PIO Xll,
Discurso, 15-lV-1953; (17) J. PIEPER, El descubrimiento de la realidad, Ed. Rialp. Madrid 1974, p.
15; (18) Ibidem, p. 18; (19) Ibidem, p. 19; (20) Jn 3, 21; (21) Jn 5, 36; 10, 25; (22) Jn In 17-i8 (21)
JUAN PABLO II. Audiencia general. 20-V11-1983.

Apuntes de Etica

III. EL VALOR DE LAS CIRCUNSTANCIAS

En los artículos precedentes (1) llegábamos a la conclusión lógica, racional, de que a pesar de su
"relatividad", el bien es algo ''objetivo", que está ahí, con independencia de mi opinión o voluntad
particular. De otra parte, los actos humanos, para ser moralmente buenos: 1) habían de tener como
objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la persona; y 2) habían de ser
realizados no con simple "buena intención", sino con "intención buena'', esto es, con intención real y
rectamente ordenada, en último extremo, al último fin, que es Dios.

El acto externo (u objeto), y el interno (o intención), son como dos caras de la misma moneda, dos
aspectos de un mismo acto. Para que una moneda sea buena, de modo que valga lo que anuncia, es
preciso que sus dos caras--no una sola--sean buenas y no falsas. Bastaría que una cara fuese falsa,
para que toda la moneda lo fuera. Así también, para que un acto humano sea moralmente bueno, es
necesario que tanto el objeto como la intención sean buenos. Intención y objeto son, por eso, dos
principios fundamentales de moralidad.

Ahora bien, ¿basta la consideración conjunta del objeto y de la intención para calificar con exactitud
la moralidad de un acto humano?

La ética católica ha advertido siempre que se debe contar con otro principio o fuente de moralidad,
que si no es "fundamental" es, sin embargo, importante, y a veces mucho.

Todo acto humano se realiza entreverado con una serie de circunstancias que aumentan o
disminuyen su propia bondad o maldad. Lo sustancial es el complejo ''objeto + intención '' del acto;
pero toda sustancia existe sustentando unos "accidentes"..Así, por ejemplo, las manzanas pueden ser
más o menos grandes, más o menos sabrosas, coloradas o blandas: el tamaño, el color, el sabor, son
los "accidentes" de la sustancia "manzana". Y para que una manzana sea sabrosa y digestiva no basta
que sea un simple fruto del manzano. Ha de haber madurado entre determinadas condiciones de
temperatura, humedad, etc. Una manzana puede resultar una buena manzana o una mala manzana.

Las circunstancias son, pues, como los accidentes, importantes para la sustancia tanto de las cosas
como de los actos humanos en su aspecto moral, y le afectan más o menos profundamente. Suelen
señalarse las siguientes:

I. Las que afectan al objeto moral:

a) tiempo: es diversa la maldad de un pensamiento, por ejemplo, según dure pocos minutos, o
muchas horas

b) lugar: no es lo mismo blasfemar en una iglesia, que en otro sitio; u ofender a una persona en
público o en privado;

c) cantidad: es diversa la bondad de una limosna pequeña o magnánima; así como la maldad de un
robo de unas pocas monedas, o de una suma considerable; d) efectos: el robo de una misma cantidad
de dinero no tiene la misma gravedad moral, si se hace a un pobre o a un rico, porque sus
consecuencias son muy diversas. Es muy distinto dar mala o buena doctrina en una revista de ámbito
limitado, que en una publicación muy difundida en televisión, etc. Esta es la más importante de ias
circunstancias que afectan al objeto moral.

II. Las que afectan al sujeto:

e) la condición de quién obra: no reviste la misma gravedad la exposición de un error doctrinal por
un sacerdote o un seglar; o el escándalo que causa un simple ciudadano o una autoridad pública;
f) modo de obrar: la modalidad de la acción denota una mayor o menor bondad o malicia. Por
ejemplo, la delicadeza con que se hace una corrección, o la brutalidad con que se comete un
asesinato;

g) medios empleados: el uso de determinados medios matiza la moralidad de la acción. Así, el robo
a mano armada es más grave que el simple robo o el hurto;

h) motivos circunstanciales: se trata de intenciones concomitantes al fin principal, pues no causan el


acto, que se haría sin ellas. Por ejemplo, el que realiza un acto de servicio por caridad, pero
esperando alguna compensación humana: agradecimiento, retribución, elogios. Las intenciones
torcidas secundarias, aunque por sí sólo disminuyen la bondad del acto, son importantes, porque
poco a poco van ahogando la intención principal, y pueden llegar a sustituirla. En cambio, los
motivos buenos refuerzan la intensidad de la acción buena (2).

LO QUE PUEDEN CAMBIAR LAS CIRCUNSTANCIAS

"Algunas circunstancias mudan la especie moral o teológica del acto". Así, el lugar del robo puede
mudar la especie, haciendo que un robo simple se convierta en robo sacrílego (si se comete en una
iglesia); los pecados contra la castidad no tienen la misma especie moral según se cometan con uno
mismo o con otra persona, y según su condición (por ejemplo, un casado o un soltero). Ciertas
circunstancias pueden cambiar también la especie teológica (es decir, el carácter grave y leve de un
pecado de la misma especie moral); por ejemplo: la cantidad robada hace que el robo sea pecado
venial o mortal; una injuria, por sus circunstancias, puede ser grave o leve. Todas las circunstancias
que mudan la especie moral o teológica del acto deben declararse expresamente en la confesión.

"En realidad, este tipo de circunstancias, aunque en sentido físico son sólo accidentales, en sentido
moral ya rebasan este carácter, y entran a formar parte del objeto o del fin. Así, el lugar sagrado, en
el caso del robo sacrílego, entra en la sustancia del acto, pues implica una nueva relación a la norma
moral, y esto cambia esencialmente el objeto. De ahí la obligación de confesarla. No es
esencialmente lo mismo una simple fornicación que un adulterio. Igualmente, cuando un motivo
circunstancial pasa a ser la intención principal del acto, le da una moralidad esencial que en otro
caso no tendría" (3).

Es obvio que hay circunstancias que, moralmente, son irrelevantes; por ejemplo, la hora en que se
asiste a Misa. Las que influyen en la moralidad del acto son las que añaden una nueva conformidad
o disconformidad con el orden de la razón.

LO QUE NO PUEDEN CAMBIAR LAS CIRCUNSTANCIAS

Las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor o que una cosa mala se haga
peor. Lo que no podrán hacer nunca las circunstancias es que un objeto intrísecamente malo se
convierta en moralmente bueno. Unas setas venenosas, por bien aderezadas que estén, nunca
llegarán a ser saludables. Tampoco unos gramitos de arsénico, aunque se hallen espolvoreados en
una sabrosísima tarta helada. Y una fruta podrida, aunque esté almibarada, jamás llegará a ser
digestiva. Es decir, por mucho que cambien las circunstancias lo que es sustancialmente malo, malo
se queda. Nunca podrá ser bueno matar a un inocente--sea o no nacido--aunque su muerte produjera
grandes beneficios o evitara grandísimas catástrofes. Cosa análoga cabe decir, por ejemplo, de la
negación del salario justo y posible, o de la mentira.
La importancia de las circunstancias no debe oscurecer la verdad proclamada incesantemente por la
recta razón y el Magisterio de la Iglesia: que hay normas morales que ninguna circunstancia o
conjunto de circunstancias eximen de su estricto cumplimiento. "La norma suprema de la vida
humana--recordamos el Concilio Vaticano 11--es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal"
(4). Ya Pío Xll hubo de denunciar la falsedad de la llamada "ética de la situación". En un importante
discurso, dijo así:

"La ética nueva (adaptada a las circunstancias), dicen sus autores, es eminentemente individual. En
la determinación de la conciencia, cada hombre en particular se encuentra directamente con Dios y
ante El se decide, sin intervención de ninguna ley, de ninguna autoridad, de ninguna comunidad, de
ningún culto o confesión, en nada y de ninguna manera. Aquí sólo existe el yo del hombre y el YO
de Dios personal; no del Dios de la ley sino del Dios Padre, con quien el hombre debe unirse con
amor filial (...) La intención recta y la respuesta sincera, son lo que Dios considera; la acción no le
importa. Por ello, la respuesta puede ser la de cambiar la fe católica por otros principios, la de
divorciarse, la de interrumpir la gestación, la de rehusar la obediencia a la autoridad competente en
la familia, en la Iglesia, en el Estado; y así, en otras cosas" (5). Todo dependería de las
circunstancias, o, en otros términos, de la "situación" en la que se halle la persona, que siempre es
única e irrepetible .

Es cierto que toda decisión moral concierne a un individuo "en situación", en circunstancias
concretas, singulares, que a veces son irrepetibles, y que no siempre existen normas morales
absolutamente obligatorias que pueden aplicarse con independencia de la situación. Es ésta una
verdad de antiguo conocida por la ética católica que afirma la necesidad de la rectitud de intención--
aunque no baste--para que las acciones sean buenas. Porque sólo con intención recta, es decir,
derechamente dirigida no al interés personal sino al bien en sí --a Dios, en definitiva--podrá
formarse un buen juicio de conciencia, y obrar prudentemente, después de un atento examen de las
normas morales correspondientes aplicadas a cada caso concreto (6).

Sin rectitud de intención, las pasiones fácilmente enturbian el juicio, porque embotan la mente o
desvían la voluntad (7). En cambio, la intención recta facilita las decisiones buenas, y, si se ha
errado, la rectificación. De este modo, la ética cristiana "revela un sentido de la actividad personal y
contiene en si todo cuanto de justo y positivo puede haber en la llamada ética según la situación,
evitando sus confusiones y desviaciones" (8). Manteniendo el hecho incuestionable de la existencia
de normas que obligan en todos los casos. Así, por ejemplo, "el odio a Dios, la blasfemia, la
idolatria, la defección de la verdadera fe, el perjurio, el homicidio, el falso testimonio, la calumnia,
el adulterio y la fornicación, la masturbación, el robo y la rapiña, la sustracción de lo que es
necesario a la vida, la defraudación del salario justo, el acaparamiento de los víveres de primera
necesidad y el aumento injustificado de los precios, la barracota fraudulenta, las injustas maniobras
de especulación--todo ello--está gravemente prohibido por el Legislador Divino" (9).

El Papa Pio XII salía al paso de una posible objeción: "Se preguntará de qué modo puede la ley
moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria en un caso particular, el cual, en su situación
concreta, es siempre único y de una vez". Pues bien, responde Pio XII: "Ella lo puede y lo hace,
porque, precisamente a causa de su universalidad, la ley moral comprende necesaria e
intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican sus conceptos. Y en estos
casos, muy numerosos, ella lo hace con una lógica tan concluyente, que aun la conciencia del simple
fiel percibe inmediatamente Y con plena certeza la decisión que se debe tomar" (10). "Esto vale
especialmente para las obligaciones negativas de la ley moral, para las que exigen un no hacer, un
dejar de lado. Pero no para estas solas. Las obligaciones fundamentales* de la ley moral están
basadas en la esencia, en la naturaleza del hombre y en sus relaciones esenciales, y valen, por
consiguiente, en todas partes donde se encuentre el hombre" (11).

En efecto, ya hemos dicho en otro momento que allí donde hay persona humana, por el mismo
hecho, allí hay Decálogo; porque los Diez Mandamientos no son un pegote adosado a la vida
humana, sino que emanan de su misma naturaleza (12).

Por lo demás, "Las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, por lo mmismo que sobrepasan a
las de la ley natural, están basadas sobre la esencia del orden sobrenatural constituido por el Divino
Redentor" (13).

ERRORES DE LA "ETICA DE LA SITUACION"

Después de enumerar las obligaciones fundamentales, concluye: "No hay motivo para dudar.
Cualquiera que sea la situación del individuo, no hay más remedio que obedecer.

"Por lo demás--continúa Pio XII--, a la ética de situación oponemos tres consideraciones o máximas.

"La primera: Concedemos que Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no basta.
El quiere además, la obra buena.

"La segunda: No está permitido hacer el mal para que resulte un bien (cfr. Rom 3, 8).

Pero esta ética obra--tal vez sin darse cuenta de ello--según el principio de que 'el bien santifica los
medios".

"La tercera: Puede haber situaciones en las cuales el hombre--y en especial el cristiano--no pueda
ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la misma vida, por salvar su alma. Todos los mártires nos lo
recuerdan. Y son muy numerosos, también en nuestro tiempo (...) ¿habrían, por consiguiente, contra
la situación, incurrido inútilmente --y hasta equivocándose-- en la muerte sangrienta? Ciertamente
que no; v ellos, con su sangre, son los testigos más elocuentes de la verdad, contra la nueva moral"
(14).

Más recientemente insistía la Santa Sede en el error, más difundido aún: "Se equivocan, por tanto,
los que ahora sostienen en gran número que, para servir de regla a las acciones particulares, no se
pueden encontrar ni en la naturaleza humana, ni en la ley revelada, ninguna norma absoluta e
inmutable fuera de aquella que se expresa en la ley general de la caridad y del respeto a la dignidad
humana. Como prueba de esta aserción aducen que, en las que llamamos normas de la ley natural o
preceptos de la Sagrada Escritura, no se deben ver sino expresiones de una forma de cultura
particular, en un momento determinado de la historia.

"Sin embargo, cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría filosófica ponen de
relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo
hecho, la existencia de leyes inmutables inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza
humana; leyes que se revelan idénticas en todos los seres dotados de razón" (15).

SIEMPRE ES POSIBLE CUMPLIR LA LEY MORAL


En ocasiones, las circunstancias en las que se halla la persona, son tales que ponen muy cuesta arriba
el cumplimiento de la ley moral; las dificultades pueden ser ser grandes. Por eso--dice el Papa Juan
Pablo II--si "es siempre muy importante poseer una recta concepción del orden moral, de sus valores
y normas; la importancia aumenta, cuanto más numerosas y graves se hacen las dificultades para
respetarlos" (16). Es necesario entonces andar alerta, porque no dejarán de oírse las voces de la
comodidad, del egoísmo, de la sensualidad--incluso voces externas, de parientes, amigos,
conocidos--, que intenten convencernos de que en ese momento somos una excepción que nos
dispensa de cumplir la ley moral universal y objetiva. Es preciso no olvidar que el designio de Dios
Creador responde a las exigencias más profundas del hombre (17); que no es un "capricho", obra de
un Dios que se complace en mortificarnos, sino de un Padre que no quiere más que el bien auténtico
de sus hijos; que su yugo es suave y su carga ligera (18); que si bien las fuerzas humanas son escasas
y pueden parecer nulas, la gracia de Dios nunca falta y es omnipotente.

Dios no es injusto. Su ley es siempre justa y sabia, fruto de su Amor inconmensurable. En Dios
--parafraseando la Escritura--"el amor y la justicia se besan", y como consecuencia de ambos
atributos divinos, Dios nos exige cumplir siempre la ley moral--también en esas circunstancias
difíciles, incluso heroicas--, y al mismo tiempo nos presta su fortaleza, el poder cumplirla siempre:
también "ahora " .

Hablando de las dificultades que a veces se presentan en la vida conyugal para cumplir la ley de
Dios, Juan Pablo II recuerda a los esposos que "no pueden mirar la ley como un mero ideal que se
puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar
con valentía las dificultades" (19). No se trata de ocultarlas ni de rendirse ante ellas, tranquilizando
la conciencia con un "no puedo", o "es demasiado para mí ahora", en esta "situación" tan enojosa.

El Papa insiste en que la llamada "ley de gradualidad"--el hecho de que hayamos de ascender paso a
paso hacia la perfección humana y cristiana--no debe confundirse con una supuesta 'gradualidad de
la ley, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres
y situaciones" (20).

"Se nos puede preguntar--decía Juan Pablo II en otra ocasión--, en efecto, si la confusión entre la
'gradualidad de la ley' y la 'ley de la gradualidad' no tiene su explicación también en una estima
escasa por la ley de Dios. Se mantiene que ésta no es adecuada para todo hombre, para toda
situación, y, por ello, se desea sustituirla por un orden distinto del orden divino" (21). Ante ese grave
error, el Papa recuerda que la ley que, en el Antiguo Testamento, constituía una carga pesada, "se
convirtió por obra de Dios en carga ligera y fuente de libertad". La ley "no está solamente impuesta
desde el exterior, sino también y sobre todo, otorgada en el interior" (22), es algo muy nuestro, hasta
el punto de que sin ella nosotros mismos dejaríamos de ser (23).

"Mantener que existen situaciones en las cuales no es de hecho posible a los esposos ( y esto que
dice el Papa vale para todos, en cualquier caso) ser fieles a todas las exigencias de la verdad de amor
conyugal, equivale a olvidar este acontecimiento de gracia que caracteriza a la Nueva Alianza: la
gracia del Espíritu Santo hace posible lo que al hombre, dejado a sus solas fuerzas, no es posible"
(24). Y concluye Juan Pablo II su discurso, recordando que "Todos, incluidos los cónyuges, somos
llamados a la santidad, y es vocación ésta que puede exigir también el heroísmo. No debe olvidarse"
(25).

Obviamente se requieren ciertas "condiciones humanas--psicológicas, morales y espirituales-que son


indispensables para comprender y vivir el valor y la norma moral".
"No hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la constancia y la paciencia, la
humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la
oración y a los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación" (26). No es poco, pero lo que no
es honesto es decir que "no se puede", sin luchar seriamente por vivir esas virtudes, por los demás,
elementales. "Ayúdate y Dios te ayudará", en toda circunstancia, en toda situación; y vencerás.
Quizá sufrirás derrotas; quizás muchas derrotas. Y Dios te levantará siempre con su misericordia,
con tal de que tengas la honradez de no decir "no puedo". Y, al cabo, con la gracia de Dios, podrás
llamarte vencedor.

Antonio Orozco

(I) DOCUMENTACION DOCTRINAL, nn. 42 y 43, (2) Cfr. R. GARCIA DE HARO,


Cuestionesfundamentalesde TeologiaMoral, Ed. Eunsa, Pamplona 1980, p. 60; (3) Ibidem, pp. 61-
62; (4)DignitatisHumarae, 3; (5) PIO Xll, Discurso, 18-lV-1952; (6) Cfr. Ibidem; Decreto de la S.C.
del Santo Of lcio, 2-11-1956, CE 1327/2; (7) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad en
elpensamlento, Ed. Rialp, Madrid 1977, pp. 113-145; (8) PIO Xll, 1. c., (9) Ibidem; (10) Ibidem; cfr.
S. Th., qq. 47-57; (11) Ibidem; (12) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad y la ley moral,
Cuadernos Mundo Cristiano, n* 35, Madrid 1983; (13) PIO Xll, I .c.; (14) Ibidem; (15) S.C.D.F.,
Declaración Persona humana, 29-X11-1975, n. 4; (16) JUAN PABLO 11, Exh. Apost. Famlllaris
consortio, 34; (17) Cfr. Ibidem; (18); (19) JUAN PABLO 11, I.c. (20) Ibidem, (21) JUAN PABLOII,
Discurso, 7-lX-1983; (22) Ibidem; (2i) Cfr. ANTONIO OROZCO, o.c.; (24) JUAN PABLO 11, I .c.;
(25) Ibidem; (26) JUAN PABLO 11, Famillaris consortio, n. 33,

Apuntes de Ética

IV. ACCIONES DE EFECTOS BUENOS Y MALOS

El caso del aborto indirecto

Es claro que no hay quien hable en serio de «ética» sin que reconozca, como principio más primario
de la ley moral, la necesidad de hacer siempre el bien y evitar el mal en toda su amplitud.

Sin embargo, debido a la limitación humana no sólo es preciso a veces renunciar a ciertos valores
deseables para realizar otros más altos, sino también arriesgarse a poner una buena acción de la que
seguramente se seguirán efectos malos. No pocas veces se plantean problemas morales como los
siguientes: ¿es bueno vender una escopeta de caza que acaso se use para matar personas? ¿o
fármacos que pueden curar, pero también dañar? ¿se puede arriesgar la propia vida o la ajena para
realizar un bien muy importante? ¿es moralmente licito el aborto en caso de que sea inevitable al
curar una enfermedad grave de la madre?

Se trata de preguntas que plantean ciertos casos que son limite, extremos, anómalos, pero no
infrecuentes. En la práctica, hay quienes aprovechan para fines injustos el bien que otros hacen. De
otra parte hay acciones de doble o múltiple efecto: de ellas se derivan bienes, pero también males.
La persona con sentido ético se pregunta entonces si es lícito hacer ese bien importante del que
pueden seguirse males, incluso en el sentido más estricto del término, es decir, pecados.
Estos, son casos que han de iluminarse con los principios que ha sostenido siempre la ética católica,
conforme a la recta razón v a la revelación divina. Son los siguientes:

I. SIEMPRE DEBE QUERERSE EL BIEN, NUNCA EL MAL

El mal es siempre una inadmisible ofensa a Dios y, al mismo tiempo, un daño para la persona que lo
realiza. Por tanto, en modo alguno debe estar el mal en nuestra intención. Si en algunos casos
debemos tolerar algún efecto malo de nuestras acciones buenas, habrá de ser con la condición de que
el efecto malo no sea intentado, sino sólo permitido, después de agotar todos los recursos, si los hay,
para evitar la acción de doble efecto. El efecto malo habrá de lamentarse de veras, sin hipocresías,
como tributo que se padece y sufre al hacer el bien necesario.

II. JAMAS SE PUEDE HACER UN MAL PARA CONSEGUIR UN BIEN

El fin bueno no justifica medios malos. Si se negara este principio universalmente reconocido,
podrían justificarse en la práctica todas las aberraciones morales, todas las injusticias todos los
crímenes. Hasta Hitler y Stalin quizá invocarían nobles ideales, fines magníficos que justificarían
sus genocidios.

Aristóteles decía que el bien nace de causas enteramente buenas; en cambio, para que proceda el mal
basta que una sola causa sea mala (Bonum consurgit ex integra causa, malum autem ex quoqumque).
Para que un guiso sea bueno, digestivo, es menester que sean buenos todos sus ingredientes. Y es
claro que los medios se suman como ingredientes o causas a la unidad que constituye el acto
humano.

El fin no sólo no justifica los medios injustos, sino que él mismo se adultera al derivarse de ellos.

Así, por ejemplo, si se pretendiera defender el bien de «la humanidad» eliminando vidas humanas
inocentes, se estaría revelando que lo pretendido no era realmente el bien de «la humanidad», sino
de un sector de ella, privilegiado y discriminante por injustas razones. Evidentemente, hacer el mal
«para conseguir el bien» encierra una absurda contradicción ética en el seno del mismo acto
humano.

No hace mucho tiempo que un considerable número de personas murieron en nuestro país a causa de
un mal ingrediente de buenos alimentos: el aceite de colza adulterado. Si después de esa experiencia,
alguien afirmase: «a mí lo que me importa es el huevo frito; ¡qué más da si el aceite contiene tóxico
o no!», con razón lo tendríamos por loco o necio.

Si otro dijese: «lo que ahora me interesa a mi es gozar, no me importa cómo; veré ese programa de
televisión: no me importa que esté intoxicado o no, manipulado, orientado a socavar el orden moral
objetivo; no me interesa considerar si ofendo a Dios o al diablo»; no habríamos de tenerlo por
menos loco que el anterior, por diferentes que fueran las especies de locura.

No debemos hacer el mal para que venga el bien, decía precisamente San Pablo (1). Sería como
poner una enorme bomba en los cimientos del orden moral. Podríamos llegar con coherencia a lo
que humorísticamente sugería Chesterton: como las cabezas no se adaptan a la clase de sombreros
de moda, deben cortarse las cabezas de la gente, como medio indispensable para hacer frente al
déficit o pérdidas causadas por el llamado Problema del Sombrero.
lll. SE DEBE VALORAR CADA ACTO EN SU SINGULARIDAD

El hombre es responsable de cada uno de los actos que realiza libremente. Cada uno tiene su valor
moral propio, aunque se halle en conexión con un conjunto de actos de diverso valor. Por tanto, no
se puede apelar al llamado «principio de totalidad» para justificar actos sustancialmente malos.

Pablo Vl, fundándose--como él mismo hace notar--«en la doctrina de la Iglesia, de la cual es el


Sucesor de Pedro, con sus Hermanos en el Episcopado, depositario e intérprete» (2), salía al paso de
este error, aplicado a la vida conyugal, en su Encíclica Humanae vitae, tantas veces remachada por
Juan Pablo II: «Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos
conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un
todo con los actos fecundos anteriores o que seguirían después, y que, por tanto, compartirían la
única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de
evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas,
hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se
quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar
que un acto conyugal, hecho voluntariamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de
la vida conyugal fecunda» (3).

Los términos son inequívocos: aunque pueda haber dificultades superlativas, nunca hay razones
suficientes para hacer, con un acto positivo de voluntad, lo que es sustancialmente malo. Se puede a
veces tolerar el mal que sucede sin querer, pero nunca hacer voluntariamente el mal, ni siquiera para
que se siguiera un bien colosal, ni para evitar una catástrofe cósmica.

IV. A VECES PUEDE TOLERARSE EL EFECTO MALO QUE ACASO SE SIGA DE UNA
ACCION BUENA

Siguiendo, como ejemplo, el caso contemplado en el apartado anterior: «La Iglesia, en cambio, no
considera de ningún modo ilícito el uso de medios terapéuticos verdaderamente necesarios para
curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la
procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido»
(4). Las palabras están muy medidas y no debe perderse ninguna. Se trata de una acción que tiene:

--un fin bueno: la salud del organismo;

--la intención buena: curar, no impedir la concepción;

--el medio empleado, bueno: su efecto inmediato es curativo, aunque tiene un efecto secundario--
que sucede a modo de accidente--malo y no deseado: impedir la procreación.

Con estas condiciones y razones proporcionalmente graves, es lícito permitir o tolerar la


esterilización.

Caso sustancialmente diverso es el de los anticonceptivos--de cualquier especie que sean--que no


tienen efectos curativos de enfermedad alguna, sino el mero impedimento de la fecundidad de un
acto intrínsecamente ordenado a ella. Aquí tenemos:
--el fin malo: la alteración voluntaria del orden natural, creado por Dios para el bien integral de la
persona humana.

--la intención, mala (aunque pueda coexistir con otras intenciones buenas): la consecución del mal
fin, cegar artificiosamente las fuentes de la vida.

--el efecto inmediato es malo: no cura enfermedad alguna el organismo, sólo impide la consecuencia
natural del uso del matrimonio.

Por eso, insiste Juan Pablo II, «la contracepción debe juzgarse, objetivamente, tan profundamente
ilícita que jamás puede, por razón alguna, ser justificada. Pensar o decir lo contrario equivale a
defender que en la vida humana se pueden producir situaciones en las cuales es lícito no reconocer a
Dios como Dios» (5). Seria absurdo decir a estas alturas que la doctrina de la Iglesia sobre el tema
aún no está definida. Las dificultades que plantea una obligada continencia no deben temerse:
«¡Todo es posible para el que cree!» (6). Dios no deja de prestar su omnipotencia a quien la necesita
y la solicita con humildad.

En resumen: sólo pueden tolerarse las malas consecuencias que se derivan de un acto cuando éste
produce de por sí, de modo necesario e inmediato, un efecto bueno; y en virtud de particulares
circunstancias que se dan contra la voluntad del que obra.

Otro ejemplo: el tabernero puede vender vino a una persona que suele emborracharse, porque el
efecto que se sigue de tal acto es lícito y honesto. Que el cliente se emborrache no depende del
tabernero, ni va unido necesariamente a la venta del vino. No obstante, si el tabernero, sin grave
incómodo, puede negarse a vender en ese caso concreto, debe hacerlo. Porque es preciso tener en
cuenta otro principio a la hora de resolver el problema de la licitud en la tolerancia de accidentales
pero previsibles efectos malos:

V. HA DE HABER CAUSA PROPORCIONAL

MENTE GRAVE

Ha de haber, como es lógico, una causa proporcionalmente grave a la entidad del daño y a la
probabilidad con que puede seguirse de la acción buena. Hace falta una razón positiva que
compense con el bien que se pretende realizar, la gravedad de los males que le puedan suceder. Esta
razón positiva y compensadora del efecto malo, deberá juzgarla en cada caso --después de solicitar
consejo oportuno, si es menester-- la persona agente, teniendo siempre en cuenta que tal razón «debe
ser tanto más importante cuanto más graves sean las consecuencias previstas, cuanto más próxima y
estrecha es la conexión causal entre el acto y las malas consecuencias» (7).

Vl. AGOTAR LOS MEDIOS PARA EVITAR EL MAL

No debe olvidarse que el mal, aunque esté fuera de la intención del que realiza esas acciones de
doble efecto (sólo es voluntario indirecto), siempre es «malo», y aunque se produzca sin culpa del
agente, es materia de pecado, como en el caso del tabernero; y cabe el riesgo de que éste se
insensibilice ante el pecado del que se emborracha con sus vinos, y llegue a convertirse en cómplice
culpable.

EN RESUMEN:
Un acto que produce indirectamente efectos malos, sólo puede ser lícito cuando reúne los siguientes
requisitos:

1) Que el acto en sí sea bueno o al menos indiferente.

2) Que el efecto inmediato, directo, de la acción sea el bueno. Nunca el efecto bueno puede ser
causado por el malo.

3) Que el fin de quien obra sea honesto.

4) Que las circunstancias sean proporcionalmente graves.

UN CASO PARTICULAR: EL ABORTO INDIRECTO

Evidentemente, la provocación voluntaria y directa del aborto es siempre un asesinato, un pecado


gravísimo. Jamás se podrá justificar moralmente, por bueno que fuese el fin: sería justificar por el
fin un medio intrínsecamente malo.

El llamado «aborto terapéutico», perpetrado con el fin de interrumpir un embarazo que se considera
peligroso para la vida de la madre, es siempre un homicidio directo: la intervención médica tiene un
efecto único inmediato (y hay una finalidad única directa de la voluntad eficaz de ese acto), que es
eliminar una vida inocente y con pleno derecho a vivir. Cierto que se considera lamentable tal
homicidio, porque sobre todo se intenta salvar a la madre. Pero la acción primera no hace más que
matar directamente a un inocente, y tal cosa es absolutamente mala. No sería lícito ni para salvar a la
entera humanidad. Muchas manzanas valen más que una sola manzana. Pero la persona no es una
cosa; y si se comprende lo que es una persona y su dignidad--creada a imagen y semejanza de Dios--
se comprenderá que muchas personas no valen más que una sola. La vida humana sólo es de Dios, y
sólo Dios es Señor de la vida y de la muerte.

Caso totalmente distinto es el del tratamiento médico o intervención quirúrgica para remediar un mal
cierto y grave de una mujer embarazada, previendo que con tal intervención se provocaría
ocasionalmente un aborto. No se trata de curar a la madre por medio de la muerte del niño, sino de
realizar una acción en sí misma buena, por ejemplo, extirpar un tumor maligno, que accidentalmente
puede causar la muerte del niño. Es lo que se llama «aborto indirecto», que es lícito (8):

--si la vida de la madre urge a la intervención;

--si no existe otro procedimiento eficaz que no arriesgue la vida del feto;

--si no se puede esperar a que el feto sea viable.

Veamos que los casos de aborto indirecto y aborto directo son radicalmente distintos en el orden
moral:

En el 1°: el efecto inmediato es la vida (de la madre).

En el 2°: el efecto inmediato es la muerte (del niño).


En el 1°: la intervención excluye la muerte del niño.

En el 2°: la intención incluye (como medio) la muerte del niño.

En el 1°: el medio es bueno: el fármaco o intervención quirúrgica que son curativos.

En el 2°: el medio es malo: eliminar al niño, matar.

En el 1.°: el efecto bueno no es consecuencia del malo.

En el 2.°: el efecto bueno es consecuencia del malo.

El 1.° se puede realizar si hay circunstancias proporcionalmente graves;

el 2.° nunca («Quién procura el aborto --dice el canon 1398 del nuevo Código de Derecho
Canónico-- si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae).

VENTA DE OBJETOS DESTINADOS A REALIZAR ACCIONES MORALMENTE MALAS

Es claro que «nunca es lícito vender cosas que, por su misma naturaleza, no tienen más que un uso
malo» (9), como la venta de veneno que sólo sirve para matar al hombre.

Vender, ceder la propiedad de un objeto a cambio de un precio, es una acción moralmente lícita en
sí. Pero la moralidad resulta afectada --como ya vimos (10)-- por las circunstancias, entre

las que se cuenta el qué; en nuestro caso: qué es lo que se vende, cuál es su cualidad, inseparable y
determinante de la venta.

El Magisterio de la Iglesia confirma este criterio general aplicado a los farmacéuticos: «A veces,
tenéis que oponeros a la importunidad, a la presión y a las peticiones de clientes que llegan a
vosotros con el fin de haceros cómplices de sus intenciones criminales. Pero vosotros sabéis que
cuando un producto, por su naturaleza y por la intención del cliente, está indudablemente destinado
a una finalidad criminal, no podéis, bajo ningún pretexto o presión, acceder a tomar parte en esos
atentados contra la vida, contra la integridad de los individuos o contra la propagación de la salud
corporal o mental de la humanidad» (11).

De modo que nunca es lícito vender una cosa que el hombre no puede usar sin pecar: fármacos o
dispositivos destinados únicamente al aborto o a impedir la generación; vestidos manifiestamente
provocativos; libros, revistas, periódicos, películas, etc.

De otra parte, es de advertir que la responsabilidad moral en la acción de vender se debe considerar
de modo diverso según que quien venda sea propietario de la cosa en venta o, por el contrario, un
intermediario o un simple empleado a sueldo fijo, etc. Del empleado, por ejemplo, puede decirse
que, en sentido estricto, no vende, porque la cosa vendida no es suya ni es para él su precio. Coopera
con el vendedor; por eso su caso hay que contemplarlo a la luz de los principios del voluntario
indirecto aplicados a la cooperación al mal. Es lo que haremos en el próximo artículo de esta serie
de «Apuntes de Etica».
Antonio OROZCO

(I) Cfr. Rom 3, 8; (2) PABLO Vl, Humanae vitae, n. 31 (3) Ibid., n. 14; los subrayados son nuestros,
(4) Ibidem, n. 15 (5) JUAN PABLO II, Discurso, 17-lX-1983; (6) Mc 9, 23; (7) MAUSBACH-
ERMERKE, Teología Moral calólica, t. 1, Pamplona 1971, p. 379; (8) Cfr. M. ZALBA, Voluntario
directo e indirecto, Gran Enciclopedia Rialp, t. 23, p. 6887; (9) PRUMER, Manuale Theologiae
Moralis, 1, n. 623; cfr. V ERMEERSCH, Theologiae Moralis principia, responsa, consilia, 11, n.
137; LANZA-PALAZZINI, Theologia Moralis, ll, ll. 177, 2; NOLDIN, Summa Theologiae Moralis,
11, n. 126, a; (10) DOCUMENTACION DOCTRlNAL, n° 44: (11) PIO Xll, Alocución. 2-lX-1950;
cfr. Alocucion, Il-IX-1954.

Apuntes de Etica

LA CUESTIÓN DE LOS FINES Y LOS MEDIOS

En una anterior ocasión imaginábamos humorísticamente a unos sujetos un tanto perturbados por
lecturas «políticamente incorrectas». Uno de ellos fue a un psiquiatra que le aconsejaba —para
tranquilizarle— que se olvidara del supuesto orden entre los medios y los fines. «¿Qué importa que
una cosa sea fin o medio? —decía el galeno—, en realidad, todo es fin y todo es medio, por eso nada
es medio ni es fin... A lo que responde el paciente: -Pues mire, doctor, esto mismo me dijo el
zapatero. Tenía unos zapatos de excelente diseño. Pero yo tenía los pies grandes y no me cabían. La
solución estuvo conforme con su teoría. Llamó al traumatólogo y me cortó los dedos de los pies.
Ahora ya, fíjese, los zapatos me sientan perfectamente.

-Pues claro que sí, hombre. Usted creía que el pie era el fin y los zapatos los medios: una
vulgaridad. Hay que se creativos. Por cierto, ¿por qué lleva usted ese vendaje en la cabeza?
¿Le duele acaso la abundancia de ideas inquietantes?

-No señor, es que mi sombrerero tiene unos sombreros de exquisito formato, pero mi cabeza
era demasiado grande. Por eso me limó el cráneo con mucho cuidado. Cuando me quite la
venda, el sombrero me sentará de maravilla. Ahora lo entiendo todo doctor, creativamente
hablando, si el fin es excelente, el medio puede ser execrable; perdón, quiero decir, que será
también excelente, porque lo excelente y lo execrable en rigor son lo mismo y no existe ni lo
uno ni lo otro, ¿no es así?

EL LECHO DE PROCUSTO

Esta especie de locura que consiste en prescindir, a la hora de actuar, del orden natural entre el fin y
los medios adecuados, está muy difundida y explica gran cantidad de crímenes no sólo contra «la
humanidad» abstracta, sino contra millones de personas concretas, con rostro, nombres y apellidos.
Se adopta una conducta y se adapta como sea, el pensamiento, para justificarlo. Se construye una
teoría moral y se hace como Procusto. Procusto no era el nombre de pila del mítico posadero de
Eleusis. Se llamaba Damastes, pero le apodaban Procusto que significa «el estirador», lo cual sólo se
comprendía cuando mostraba su sistema de hacer amable la estancia a sus huéspedes. Deseoso de
que los más altos estuvieran cómodos en sus lechos, se aseguraba de que éstos tuvieran la medida
exacta cortándoles (a los huéspedes) la porción sobresaliente de sus miembros. Y a los bajitos les
ataba grandes pesos a los pies hasta que alcanzaban la estatura justa del lecho. Menos mal que
Teseo, forzudo atleta, puso fin a las locuras del posadero devolviéndole con creces el trato que
dispensaba a sus ingenuos clientes.

La vida real no es una especie de plastilina que pueda adoptar la forma que queramos. Hay una
naturaleza de las cosas, unas relaciones naturales entre ellas, que configuran un orden de
prioridades —lo contrario al caos—, una jerarquía de valores. Es más importante la cabeza que la
mano; hay que conservar antes aquella que ésta; y, ésta, si caemos, instintivamente se adelanta a
parar el golpe. Es más importante el coche que su cenicero. Si el cenicero está lleno de colillas no es
sensato tirar el coche y comprarse otro, sino tirar las colillas y conservar el coche. Si hay que
vacunar a un niño, es mejor que llore un poco que no lo haga y haber de enterrarlo prematuramente.

LA SECUENCIA DEL DISPARATE

Un modo de «procustizar» la vida es adaptarla a nuestros deseos, a costa de lo que sea. ¿Deseo
cortarme la mano?, me la corto. ¿Deseo cortar la del vecino? Se la corto. ¿Deseo acabar de una vez
con un país molesto? Le lanzo una bomba de hidrógeno. ¿Me molesta el guardia civil? Lo mato.
¿No deseo embarazo, pero sí el placer? Me quedo con el placer y aborto. ¿Te duele la cabeza? Te la
corto. Muerto el perro se acabó la rabia. ¿Deseo tener mucho más dinero, ya? Pues lo robo. Mejor
dicho, «lo sustraigo». ¿Quién osará llamar «robo» a esto? Esto no es más que un desplazamiento de
papeles de un lugar a otro (mi bolsillo). Sólo puede llamarse «robo» si alguien lo sustrae de mi
bolsillo y lo traslada al de otro.

Procusto seguramente pensaría que todo el mundo había de juzgarle como una bellísima persona que
merecía la medalla al mérito civil. Lo que sucedía es que no estaba en sus cabales y era un peligro
público. Menos mal que no pasaba de ser un mito. Sin embargo, su talante y estilo ético no son un
mito, son una realidad tan extendida que si los procustos volaran no se vería el sol. Vean ustedes a
sesudos parlamentarios y elocuentes portavoces de partidos políticos, hablar de «interrupción
voluntaria del embarazo», cuando se trata de legalizar el descuartizamiento de un niño o su
defecación con la píldora RU-486. Hacen de hecho lo mismo que hacía en teoría Jean Paul Sartre:
para afirmar la dignidad del hombre comenzaba negando a Dios y acababa diciendo que el hombre
es un «ser vomitado al mundo», «una pasión inútil». Es la lógica macabra del ateísmo «lógico».
También hablan de «muerte digna» cuando se trata de matar o rematar al abuelo por compasión;
etcétera.

CÓMO ES EL EMPEDRADO DEL INFIERNO

No hace mucho un parlamentario reiteraba el aforismo tan viejo como falso: «el fin justifica los
medios». Estamos en una sociedad que se entusiasma hasta perder el sentido ante «las buenas
intenciones» y «los buenos deseos». Se olvida que «el infierno está empedrado de buenas
intenciones y de buenos deseos», que ambas cosas —deseos e intenciones— figuran en el clásico
refranero castellano.

Adviértase que nunca se ha dicho, que yo sepa, que el infierno esté lleno de gente de «buena
voluntad». La voluntad es una cosa y las intenciones y deseos son otra. El infierno no admite
voluntades buenas, porque la voluntad es algo muy serio, inconfundible con las intenciones. Se
puede tener una buenísima intención y a la vez una voluntad perversa. Pongamos un ejemplo que
hoy sólo irritará a una exigua minoría: Adolfo Hitler. ¿No tenía el hombre la buenísima intención de
mejorar la raza aria y convertirla en la señora del mundo? ¿Qué insensato puede atreverse a juzgar
las intenciones de Hitler? Sin embargo no hay duda: la voluntad de Hitler era perversa y no damos
un duro por la piel de su alma, aunque le deseemos lo mejor en la vida eterna (nunca se sabe qué
sucede en la persona a lo largo de ese corto viaje a «la otra orilla», que se llama muerte).

Lo cierto es que, por seguir con la sabiduría popular, el cielo puede estar lleno de gente equivocada,
compatible con la buena voluntad y, en cambio, el infierno puede estar lleno de gente con certezas
muy firmes y buenísimos deseos. ¡Hombre, lo que yo deseo no es matar al niño, sino salvar el
bienestar de la madre! O sea, que defiendes el derecho de matar a un inocente ¿o no? ¡Es que mi
deseo es sublime! Sí, claro, pero tu voluntad es criminal y tu pensamiento un caos. ¿O no?

¿ UN BUEN FIN CON MEDIOS INJUSTOS?

Un error semejante consiste en pensar que pueden valorarse los medios con independencia del fin y
viceversa. Creer que nos repugnan los medios de los terroristas a la vez que nos entusiasman sus
metas. Es el error de pensar que cabe alcanzar un buen fin con medios injustos. «Esto -dice
lúcidamente J. A. Marina- me parece falso sin paliativos. El fin incluye inevitablemente los medios
con los que se pretende llegar a ese fin. El fin no es una idea abstracta, platónica, exenta, pulcra,
incontaminada. Es la meta más el conjunto de todos los pasos que llegan a ella. Separar los medios y
los fines es un logicismo que no encaja con el comportamiento real del ser humano (...) Eso es la
más detestable de las falacias: la que deja en la ignorancia ciertas cosas para poder aprovechar la
situación sin remordimientos. Se llama mala fe».

Un fin elegido, con resultado bueno, por el hecho de que se realice después del mal del que se ha
seguido, no convierte en bueno a ese mal, puesto que el mal ya está hecho, ya es pasado, y no hay
nada más inmutable que el pasado. El futuro puede cambiar. No faltan quienes aseguran que el
futuro «ya no es lo que era». Pero el pasado no hay quien lo mueva. Si la voluntad ha hecho
libremente el mal, ya se ha hecho mala y no hay quien lo pueda evitar. Lo mismo que con la sola
intención y un buen deseo no puedo mover una silla o una mesa, a no ser en un escenario tipo David
Copperffield. Con tales elementos no se puede convertir un homicidio en un nacimiento, ni un robo
en una obra de misericordia.

Además, cuando los medios son elegidos libremente, son queridos; y por eso equivalen a fines que,
en nuestro caso, son malos.

LOS MEDIOS CONFIGURAN LOS FINES

Fines y medios no son valores independientes, que se puedan juzgar por separado, porque los fines
de alguna manera proceden de los medios; si no, no se conseguiría ningún fin: nadie da lo que no
tiene. Es absolutamente imposible que un medio injusto conduzca un fin justo; sería una tremenda
contradicción. El fin alcanzado por medios injustos pierde su calidad de fin y no puede ser bueno.
«La naturaleza de los fines está implicada en la naturaleza de los medios —dice J.M. Ibáñez-
Langlois—. En cierto modo los medios contienen ya el fin; los procedimientos anuncian el
resultado. Predicar, matar, conmover, forzar, orar, no son medios neutros que sirvan para cualquier
fin: cada uno lleva implícito el resultado». La bala lleva consigo la muerte.
En ocasiones, algunos males traen bienes. Es cierto si hablamos de males y bienes físicos. Un río
salido de madre arrasa un poblado, pero dispone la tierra para una fecundidad imprevista. Pero aquí
estamos hablando en el orden de los valores éticos: de bienes justos o injustos. Cierto que un bien
conseguido injustamente -por ejemplo, un millón de dólares robado-, puede proporcionarme muchos
bienes materiales: un chalét de lujo, un yate fantástico, unos réditos suculentos, etcétera. Todo eso
es bueno de suyo. Ahora bien, ¿es justo que yo disfrute de un chalét que he construido con dinero
robado? El prolongado usufructo de un dinero robado, ¿no será, más que un bien, la prolongación e
intensificación de una formidable injusticia? ¿Podré pensar que, en estas circunstancias, mi vida
llena de cosas buenas y de limosnas generosísimas, es una vida noble, honrada y generosa? Antes no
podía ni dar una limosna a un pobre. Pero, ¿podré decir que hice bien robando los cien millones de
dólares porque ahora gozo de la magnanimidad de Robin Hood?

Pues bien, si la injusticia es aún mayor que el robo, como por ejemplo, el asesinato de un inocente,
sea éste ciudadano adulto o hijo nonato, ¿podré pensar honradamente que el fin justo (el bienestar de
algunos) hace buenos los medios injustos (la muerte producida a alguno)? ¿Será justo el bienestar de
la madre (y de sus cómplices), una vez perpetrado el aborto directo? El robo, el aborto procurado, el
terrorismo nunca engendrarán bienes justos. Pueden traer algunos bienes, por supuesto. Lo que
nunca sucederá es que los frutos lleguen a ser justos: no hay fin justo cuando se emplean medios
injustos. Donde se emplean medios injustos no caben fines justos. Lo que se logre así, por hermoso
que resulte, no podrá ser más que un hermoso monumento a la injusticia.

Los fines requieren medios homogéneos. La paz no se consigue con violencia, sino con heroísmo.
La justicia no puede venir de la injusticia. Dice la Sagrada Escritura: Concupiscentia spadonis
devirginavit iuvenem, sic qui facit per vim iudicium inique (Sir 20, 2-3), que se traduce: «Como
pasión de eunuco por desflorar a una moza, así el que ejecuta la justicia con violencia» (Biblia de
Jerusalén); o «Como eunuco que pretende desflorar a una doncella, es el que a la fuerza hace la
justicia» (Ecclo, 20, 2-3, Nacar-Colunga). La templanza no se adquiere saciando el apetito, sino
dominándolo. La fortaleza no se consigue sin esfuerzo. De un mal físico puede venir un bien moral
(la conversión a Dios, por ejemplo; o la unidad de la familia). Lo que es imposible es que un mal
moral engendre un bien moral en la persona que lo realiza. La única manera es, con la gracia de
Dios, convertirse, detestar y reparar en toda la medida posible el mal cometido y entregarse a la
consecución del bien. Dios puede utilizar las consecuencias del mal para alcanzar un bien mayor. La
Iglesia canta O félix culpa! por el pecado original, porque el inmenso amor ha movido a Dios a
redimirnos mediante la cruz de su Hijo. Pero sin la misericordia de Dios estaríamos abandonados a
la injusticia.

La sobrevaloración de intenciones, deseos y «buenos sentimientos», sin atender a la verdad, a la


voluntad y a la justicia, conduce a la solidaridad con el crimen; convierte a una sociedad en
cómplice de barbaridades que nunca habrían de suceder. Cuando se trata de cosas serias, conviene
tener la cabeza fría y, si puede ser, los pies calientes. De lo contrario, la justicia, la democracia y, por
supuesto, la ética, no serían más que zarandajas, palabras altisonantes para engañar a los incautos.

Apuntes de Etica

LA LIBERTAD Y LA LEY MORAL


¿SE QUIERE O SE TEME LA LIBERTAD?

En estos tiempos que corren se diría que la libertad se tiene como el valor supremo. Sin embargo, no
es así. Contra las apariencias, la libertad -me refiero a la libertad personal, íntima, que es dominio de
sí, señorío sobre los propios actos- hoy, interesa muy poco. Más aún, se huye de ella como del aceite
hirviente. Tanto la praxis como las teorías que se suelen exhibir en la mayoría de centros
académicos, aulas universitarias, Facultades de Psicología, Sociología, etcétera, niegan esa libertad
personal del hombre. Me lo confirmaba, hace poco el prestigioso catedrático de Psicopatología Dr.
Aquilino Polaino, en una sesión del Aula Europa XXI. Lo que se suele enseñar en las Universidades
-salvo excepciones- es que el hombre es un ser que procede del simio, que emerge en medio de un
piélago de instintos, entre los cuales la libertad no puede por menos que naufragar sin remedio.

Esta situación es muy grave, porque supone que en los más altos niveles educativos de gran parte de
mundo no se sabe qué es el hombre. Sucede entonces que se identifica la libertad con el instinto, la
espontaneidad, la independencia, o cualquier otra fuerza indomable, material, predeterminada por
algún agente cósmico. La persona «ilustrada» en esos centros o ambientes fácilmente se somete a
sus instintos desquiciados o, si no renuncia a la lógica del pensamiento, desespera de ser hombre e
incurre quizá en alguna forma de patología psíquica o mental.

QUÉ ES LA LIBERTAD PERSONAL

Ahora bien, la dignidad que se intuye en la persona, implica necesariamente la libertad, entendida no
como simple posibilidad de optar o elegir entre unas cuantas cosas más o menos interesantes, sino
como capacidad de decidir por mí mismo lo que he de hacer en cada momento para ser lo que
quiero ser. (Y, en resumidas cuentas, lo que quiero es ser feliz, estar satisfecho. Cómo se alcanza es
otra cuestión).

Libertad personal-me gusta poner énfasis en el adjetivo, para distinguirla de sus remedos simiescos
y de otras reducciones infrahumanas es dominio, señorío sobre mis actos, y por eso,sobre mí mismo
y, en buena medida, sobre mi destino temporal y eterno, que Dios, mi Creador, ha puesto en manos
de mi libertad (Cfr. Ecclo. 15,17). La libertad es una de las caras, facetas o dimensiones del ser
personal en cuanto activo u operativo. La otra cara, faceta o dimensión correlativa es la
responsabilidad. Precisamente porque soy "dueño", puedo dar razón de mis actos. Mis actos son
míos, no de fuerzas anónimas ni de ningún otro sujeto que quisiera decidir en mi lugar. De modo
que si hay libertad, hay -quiérase o no- responsabilidad; y si hay responsabilidad es porque hay
capacidad libre de querer y decidir. No hay sol sin luz, ni fuego sin calor. Libertad y responsabilidad
son dos caras de la misma moneda, dos facetas del señorío que recibe la persona al ser creada.

Este concepto racional de la libertad como dominio y señorío de sí con vistas a la plenitud del bien
personal, contrasta con la fascinante idea que ha trastabillado a mucha gente: la idea de una
naturaleza humana con la que poder hacer cuanto viene en gana, desde lo más razonable a lo más
disparatado. Autores hay que, para sostener esa opinión, han llegado afirmar que «la naturaleza del
hombre consiste en no tener naturaleza». Sartre, por ejemplo, con el fin de afirmar una libertad
infinita para el hombre, niega la existencia de Dios y la existencia de valores morales objetivos;
niega la existencia de naturaleza humana, porque ésta supone estabilidad y finalidad, y ninguna de
estas dos ideas puede ilustrarle la de libertad. Estabilidad y fijeza parecen limitar radicalmente hasta
negar toda libertad. Con una muy falsa idea de libertad, a muchos les ha parecido que optar por la
libertad requiere la negación tanto de la naturaleza humana como de la naturaleza divina.

HAY NATURALEZA HUMANA

Sin embargo, hay algo obvio que nos obliga a admitir la existencia de naturaleza humana, es decir,
de un denominador esencial común al ser de cada hombre, desde Adán, pasando por el de
Neardenthal, Cervantes, Newton, Einstein, la Tatcher, Bush, Gorvachov... Algo en común que nos
fuerza a considerarnos miembros del mismo género humano.

Hablamos, y nos entendemos, de comportamientos "humanos" y de comportamientos "inhumanos";


de "naturales" y "antinaturales" (que no es lo mismo que "artificiales"). Hay hombres "humanos" y
"hombres inhumanos", hombres que destacan por optimizar sus propios talentos y otros
"deshumanizados", que se han echado a perder inmersos en el mundo de la droga, de la prostitución
o de cosas de semejante linaje.

¿Qué sentido podría tener nuestro léxico, si no hubiese naturaleza humana? Hay una distinción
patente, aunque la frontera no aparezca siempre nítida a nuestra observación, entre lo humano y lo
inhumano. Las fronteras no siempre aparecen bien definidas, pero es indudable que hay lindes. El
límite de lo humano es lo inhumano: por ejemplo los campos nazis de concentración son inhumanos;
los campos marxistas de Camboya o Cuba, la violencia sexual, la esclavitud..., son cosas inhumanas.
En cambio, gentes de muy diversa cultura tenemos, por ejemplo, a Juan Pablo ll por una persona
"muy humana", más aún, por alguien "experto en humanidad". El mismo Gorvachov, procedente de
la Plaza Roja de Moscú, reconocía en el Vaticano, ante el Romano Pontífice, que se encontraba ante
la máxima autoridad moral del mundo.

Es evidente que un cocodrilo es inhumano y nunca podrá escribir nada sobre "La libertad y la ley
moral". Las personas, precisamente porque somos seres superiores, debemos vivir de modo
adecuado a la dignidad que nos corresponde, debemos comportarnos con un estilo no inferior a la
categoría del ser que Dios nos ha regalado.

"El obrar sigue al ser", es un axioma antiguo, que significa dos cosas: a) que todo ser es dinámico,
operativo, tiende a la acción; b) que la operación específica de cada ser es proporcionada a la
categoría del propio ser: no puede rebasarla y no debe reducirse voluntariamente a un nivel inferior.

Para poder estar satisfechos (satis-fechos) y ser felices necesitamos comportarnos de manera
adecuada a nuestro ser, a la altura de la dignidad que nos corresponde, empleando a fondo nuestra
libertad, sirviéndonos de las leyes que rigen el perfeccionamiento personal.

Las leyes físico químicas o biológicas, lejos de impedir el desarrollo de los seres vivos, lo hacen
posible. Las leyes biológicas hacen posible que el piñón se transforme en pino y no en una rana o
viceversa, y que el embrión humano se desarrolle hasta llegar a ser hombre adulto.

¿Qué pasaría si no hubiera leyes en el cosmos? ¿Qué sucedería si no existiera, por ejemplo, la ley de
la gravedad? Podría pasar que el mar trepara por las montañas, los océanos quedaran vacíos y las
piedras cayeran hacia arriba. La sopa saldría del plato untándolo todo con su pringosa sustancia...
Podríamos ser súbitamente despedidos al espacio vacío, hacia el aburrimiento perpetuo de las
nebulosas cósmicas. No habría tierra firme ni lugar donde asirnos.
Pero gracias a que existe la ley de la gravedad, y otras muchas, la tierra es un planeta azul habitable.
Gracias a que existen leyes, "normas", es decir, cauces por los que discurren las cosas, hay ríos y
mar y lluvia y cosechas; es posible la vida, el orden, el conocimiento científico, el desarrollo
técnico... La "libertad de volar" se funda -como decía Heisemberg- en el respeto riguroso a las leyes
de la aerodinámica, que, por cierto, nada tienen de arbitrario o azaroso. La construcción de
aeroplanos cada vez más perfectos, ha requerido entre otras cosas el conocimiento cada vez más
exacto de las leyes que han de ser respetadas escrupulosamente para que un armatoste pesadísimo
remonte el vuelo como si de una golondrina se tratara y no se estrelle y nos traslade a donde le
ordenemos. Por lo tanto, podemos sentar un principio ya evidente: la ley natural no es tanto un
límite como una potencia activa. Son las leyes del arte de vivir humanamente la libertad interior
creciente.

LEYES QUE HACEN POSIBLE LA LIBERTAD

No es difícil llegar ahora al principio siguiente: la ley moral lejos de ser negación de libertad, la
hace posible.

Hay quienes sueñan en ser «libres como los pájaros». Pero esto no pasa de ser una imagen poética
sin valor real alguno. La libertad de los pájaros es una libertad muy poco libre, muy rudimentaria y
superficial, porque está regida por una fuerza instintiva, inevitable, por tanto no libre. El pájaro
vuela, pero no sabe por qué, ni se lo plantea, y por eso no puede quererlo ni no quererlo. Y sobre
todo no puede querer-quererlo.

Las leyes que hacen posible el comportamiento libre son las leyes que llamamos morales. Como la
libertad es vida y no caos, tiene sus leyes, que son las leyes del ser personal. Sólo conociendo bien
esas leyes el hombre podrá servirse de ellas en beneficio de su libertad sin deteriorarla. Son leyes
que, a diferencia de las físicas o biológicas, cabe no cumplir, pero como rigen el comportamiento de
los seres libres, "deben" ser cumplidas para mantener y perfeccionar el vigor de la libertad: son las
leyes morales. Quien las incumple es cada vez más esclavo de sus propias pasiones o de las ajenas:
no es capaz de hacer lo que quiere de verdad. No puede estar satisfecho.

Son libres quienes no sólo quieren, sino que pueden querer y no querer su propio querer. Yo soy
libre no tanto porque "quiero", sino en la medida en que puedo decidir sobre querer o no querer mi
querer lo que quiero. Parece un juego de palabras, pero no es ningún juego; cada palabra es
necesaria y justa.

Cabría decir que "el ratón quiere el queso". Lo que no podemos decir de ninguna manera es que
quiere su querer. El ratón no es dueño de sus actos. Libertad es dominio sobre los propios actos: por
tanto, sobre el propio querer. Si no puedo-no-querer-mi-querer, entonces no soy libre de querer. Pero
si puedo querer-mi-querer y también no-quererlo, entonces soy libre con una libertad profunda y
esencial, aunque esté encadenado en el fondo de una mazmorra.

LA LIBERTAD ESENCIAL ES LA DEL QUERER

La libertad esencial es del querer. Pero ¿de dónde me viene a mí ese poder de querer o no querer mi
querer? Ese poder sólo puede venir de un ser de naturaleza irreductible a cosa material. Sólo puede
tener un origen extracósmico (en Dios) y un modo de ser tal que se encuentre abierto, referido
esencial y constitutivamente, en tensión invencible, a la totalidad del bien; dicho desde otro ángulo,
al bien sin límite y sumo, que en la realidad no es otro que Dios. Por eso ningún otro bien puede
satisfacer -llenar- mi voluntad, ni, en consecuencia, atraerla invenciblemente. Somos libres de todo
lo finito porque tenemos un innato amor -no siempre consciente- a lo infinito. Lo finito solo, deja
siempre un vacío imposible de llenar si no es por el Infinito Bien.

Como yo no "veo" a Dios, puedo preferir mi querer al querer de Dios, aunque éste sea infinitamente
más amable. Puedo querer mi propio querer por encima de todo lo demás, incluso por encima de
Dios mismo. Pero entonces el yo suplanta a Dios, se concentra en sí mismo y, al empobrecer
infinitamente su horizonte, se empobrece a sí mismo infinitamente. En la otra cara de la grandeza
está la de la miseria de la libertad humana: su capacidad de decir que no al Sumo Bien y optar por
un bien infinitamente más pequeño, mezquino, egoísta, que se reduce al vacío, porque se encuentra
desvinculado de Dios. Y el vacío no satisface, no hace feliz.

Si yo me pongo a mí mismo como si fuese mi propio fin, entonces me convierto en un ser vacío y
desgraciado, porque me quedo solo; lo quiero todo para mí, lo centro todo en mí. Pero eso, a la
postre, genera una tremenda frustración, porque yo solo ¿qué soy? ¿qué soy por mí mismo?: lo que
era hace cien años: nada de nada. De modo que cuando me elijo a mí mismo como centro, me
concentro en un abismo de nada, me condeno a la infelicidad total.

LA PRIMERA LEY DE LA LIBERTAD

Esta es, pues, la primera ley de la libertad: elegir a Dios como quien es, por ser Dios; querer amarle
con todo el corazón, con toda el alma, con todas mis fuerzas. Cuanto más quiera el Bien infinito
tanto más libre seré, en la práctica, respecto a los bienes finitos; más satisfecho me encontraré.

La primera ley de la libertad es la primera ley moral: elegir a Dios siempre, ante todo y sobre todo.

Y si no, ¿qué pasa? Que se trata de vivir como si Dios no existiera, como si se pudiera vivir en el
cosmos sin las leyes físicas. Como si alguien creyéndose Superman, desafiara la ley de la gravedad
y se lanzase por la ventana para volar hacia las estrellas.¿Qué sucedería? ¡Que se estrellaría!, sin
remedio. Quedaría hecho papilla y todo el mundo se daría cuenta, porque una ley natural es
intraicionable

Cuando se desafía la primera ley de la libertad, que es la primera ley moral, no suele notarse a
primera vista daño alguno, porque no es una ley física lo que se viola. Pero las consecuencias no son
menos graves, porque la ruptura sucede en lo más íntimo del ser personal: se ha roto el vínculo con
Dios-Verdad-Bondad-Sabiduría-Belleza-Vida. Ha muerto -si la había- la vida sobrenatural de la
Gracia santificante, vida divina de hijos de Dios, y se ha abierto la puerta a la angustia eterna: a una
vida sin Dios y, por consiguiente, sin amor, sin verdad, sin belleza, sin libertad esencial, sin sentido.

«YO NO HAGO MAL A NADIE»

El intento de saltarse una ley moral siempre causa un daño a lo más íntimo y personal. Cuando se ha
consentido, por ejemplo, un mal deseo contra alguna virtud necesaria para la perfección de la
persona, como la justicia, la caridad, la castidad, la laboriosidad, etcétera, se ha producido un daño
real. Y por eso Dios Padre lo prohíbe. Cuando se impugnan ciertas exigencias de la ley moral, por
ejemplo, las que tienen que ver con ciertos aspectos de la castidad, o con los pecados internos, con la
sólita frase: "¡si yo no hago mal a nadie...!", cabe replicar: ¿Cómo que no haces mal a nadie? ¡Te
haces mal a ti mismo!, para empezar. Reduces infinitamente el horizonte de tu libertad, eliges un
bien minúsculo que te dejará pronto insatisfecho y te cierras a los grandes bienes a los que estás
llamado desde lo más íntimo de tu ser; te encierras en un egoísmo que se hará cada vez más
hermético e insolidario; con tus egoísmos contaminas el ambiente, que, quiérase o no, "se masca". O
sea, que haces daño a mucha gente y a tu libertad ya depauperada y a tu conciencia ya en tinieblas.

La negación de una ley moral, sobre todo de la primera, tiene un efecto negativo inmediato en el
entendimiento: oscurece la luz natural de la razón. La verdad es luz del entendimiento, y negar una
verdad es como apagar un foco de luz, oscurecer en cierta medida la luz de la razón, restar agudeza a
la visión en general. Ya todo se ve peor. Porque entre las verdades hay una coherencia íntima, una
conexión profunda por la cual se iluminan unas a otras. De modo que negar una verdad, es
disponerse a negar otras muchas.

Como consecuencia, debido a las implicaciones mutuas entre inteligencia y voluntad (cfr. A.
Orozco, La libertad en el pensamiento, Madrid 1977, parte III), la debilidad de la mente redunda en
flaqueza del querer. El defecto del entendimiento conlleva la disminución de la energía original de la
libre voluntad.

En cambio, tanto más libre seré cuanto más acierte en la elección de los verdaderos bienes, los que
conducen al Bien Sumo.

Es muy de agradecer que el Papa Juan Pablo II haya ofrecido al mundo un documento de la máxima
importancia, la encíclica Veritatis Splendor, donde se habla para nuestro tiempo de las relaciones tan
íntimas e insoslayables entre libertad, conciencia, verdad, bien, ley moral y felicidad. Todas esas
realidades que constituyen el ámbito propio de la persona y la razón de su dignidad.

Apuntes de Ética

VI. LA ÉTICA PERFECTA DE LA LIBERTAD

En los tres primeros capítulos de estos "Apuntes de Ética'', descubríamos que, para ser
moralmente buenos, los actos humanos:

1) habían de tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la
persona que es Dios;

2) habían de ser realizados no con simple "buena intención", sino con "intención buena", esto
es, realmente ordenada, derechamente dirigida, al menos implícitamente, al último fin;

y 3) que las circunstancias o ingredientes accidentales del acto humano no lo viciaran (unos
gramitos de arsénico convierten en mortal una sabrosa y sanísima tarta helada).

Vimos cómo las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor, o que una cosa mala
venga a ser peor; también, en ocasiones, atenúan la bondad o maldad de un acto. Sin embargo, no
podrán hacer nunca que un objeto intrínsecamente malo (por ejemplo, matar a un inocente) se
convierta en moralmente bueno. Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no
basta. El quiere además la obra buena (1). Por eso el Magisterio de la Iglesia ha condenado
reiteradamente los errores de las éticas llamadas "de situación", según las cuales, las circunstancias
justificarían acciones opuestas no sólo a las leyes evangélicas, sino también a la ley natural,
universal y objetiva (que, como se sabe, ha sido también objeto de revelación divina en sus
principios fundamentales).

Sin embargo, lejos de extinguirse, esos errores parecen difundirse más y más; quizá por doble
motivo: el decaimiento de la fe, incluso en algunos teólogos católicos, y la expansión del ateísmo
teórico o práctico. En consecuencia, el relativismo y pragmatismo éticos encuentran vía cada vez
más ancha hasta desembocar en las formas extremas de "permisivismo" a ultranza.

La coherencia en la verdad siempre es difícil, pero posible. El error, en cambio, siempre crea
paradojas y esquizofrenias, que resultarían cómicas de no estar en juego la felicidad temporal y
eterna de las personas afectadas.

EL LABERINTO PERMISIVO

Se ha advertido con acierto que, en algunos países, en nombre de la libertad se ha despenalizado la


droga; se ha invocado incluso un supuesto «estado superior» que alcanzaría el drogado, apto para
concebir insospechadas creaciones artísticas o literarias de enorme valor para la humanidad.
Después, se comprueba que casi ningún drogadicto «crea» nada; más bien se convierten en
atracadores. Entonces se arguye la necesidad de «buenos» Centros de Rehabilitación que permitan
recuperar para «el buen camino» a los adictos al estupefaciente (2).

La pregunta es inevitable: ¿cuál es el «buen camino»? El relativista, el pragmático, el materialista, el


situacionista, no sabe responder: carece de una definición fundada de ''lo que es bueno". En el
ámbito de la vida pública, «lo bueno» se suele confundir con los intereses de un grupo, de una clase,
de un partido o de un gobierno. Así, por ejemplo, si consigue incrementar votos, se tiene por
«bueno» la despenalización de la droga, del aborto, la eutanasia, o lo que sea. Como, en rigor, no se
conoce lo que es en verdad el hombre --alma inmortal que anima un cuerpo-- se carece de un código
moral previo a la acción. Para la acción, no disponen de otro criterio de verdad y bondad que la
acción misma (la praxis, tema típicamente marxista). Como es lógico, lo normal es que yerren antes
de acertar; y a menudo los errores son de tal categoría que la rectificación resulta muy penosa o
punto menos que imposible.

No hemos de excluir a priori, de ese comportamiento, una vaga intención bondadosa de procurar que
los ciudadanos pasen la vida «lo mejor posible». El problema es: ¿qué será «lo mejor» para el
ciudadano, si no sé qué es «lo bueno» para él, puesto que tampoco sé qué y quién es el ciudadano?
Quieren que las cosas funcionen «bien», pero sin estudiar qué es el hombre en su integralidad, cuál
es su naturaleza, cuál es su origen y cuál es su fin último.

En tal coyuntura, las piruetas para conjugar el vicio con el orden son realmente circenses. Les parece
bien, por ejemplo, que un hombre, en abuso de su libertad, se emborrache; pero les disgusta que,
borracho, estrangule a su mujer o la del vecino. No se lamentarían de que haya drogadictos, con tal
de que éstos se ganaran honradamente los enormes dineros que cuesta cada «ración». Es un modo de
exaltar la libertad característico de una mal llevada adolescencia. Se quiere el acto malo por ser libre
(y porque apetece), pero no se quieren las consecuencias naturales, inevitables del mal uso de la
libertad. El mal absoluto sería la «represión» (palabra odiada, si las hay), pero tampoco les parecen
buenas las consecuencias de las faltas de represión.
Algo habrá que reprimir, claro es, pero subrepticiamente, sin que se note, de modo vergonzante, con
cierto rubor. Habrá que comprender, más aún, defender, que el hombre sea «un poco» ladrón, «un
poco» asesino, «un poco» violador, tratando de evitar que lo sea «mucho», que vaya a alterar el
orden de la vía pública.

En tales laberintos sin salida se atrampa el situacionismo, falto de un criterio objetivo de bondad,
que permita discernir, al menos en las cuestiones fundamentales, el bien y el mal antes de la praxis.

La libertad que gritan es una libertad desmochada, amputada, mutilada por lo alto y por la base;
disminuida, reducida a «posibilidad-de-hacer-sin-trabas-lo-que-me-venga-en-gana», excluyendo lo
exclusivo de la libertad propiamente humana, la libertad de ser, de poder llegar a ser lo que se debe
ser: dueño y señor de sí mismo y de la propia situación, con aptitud de disponer de sí mismo en
orden a la consecución de lo que confiere a la vida en el mundo, su verdadero y gozoso sentido: lo
que está más allá de este mundo, de este tiempo, de este espacio, de esta situación, es decir, la Suma
Verdad, Bondad infinita, Amor supremo, Dios.

LIBERTAD CONDICIONADA

Acierta la «ética de situación» al afirmar que la libertad se halla condicionada por la circunstancia.
Yerra en cambio cuando piensa que la situación es más fuerte que la libertad; que la persona debe
ceder a la situación la primacía sobre las leyes universales del orden moral, como si el hombre, en
ocasiones, «no tuviera más remedio» que saltarse esas leyes, que no pudiera confesar su fe y ser
consecuente en la conducta, que no pudiera ser siempre casto, o fiel al cónyuge, u obediente al
Magisterio de la Iglesia.

A mi juicio, el que así piensa ostenta una grave ignorancia sobre su propia libertad. No ha percibido
la fuerza impresionante de ese tesoro, don de Dios --participación en el poder y señorío divinos--
que podemos llamar libertad interior y profunda, personal

.LA FUERZA IMPRESIONANTE DE LA LIBERTAD

Como enseña Juan Pablo II, un «hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por no
pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y
costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos
pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y
culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la
persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades
externas --las estructuras, los sistemas, los demás-- el pecado de los individuos. Después de todo,
esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan --aunque sea de modo
tan negativo y desastroso-- también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada
hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad
de la culpa» (Ex. Ap. Reconciliación y Penitencia, 2-X11-1984, n. 16).

Un ilustre científico afirmaba hace poco: «Estoy convencido de que incluso dentro del ser
manipulado hay suficiente remanente de este factor llamado libertad que existe en la conducta
humana. Mientras se da un estado de conciencia es muy difícil asegurar que está anulada la libertad.
Incluso cuando está muy disminuida o casi anulada, siempre hay suficiente remanente de libertad y
de responsabilidad para amar a Dios, que es el principio de la santidad. Por eso estoy seguro que
tanto un depresivo como un neurótico pueden aspirar a ser santos, a pesar de su neurosis o
depresión». De otra parte, «por lo que se refiere a la libertad interna, a lo que uno quiere dentro de sí
mismo, pienso que es casi imposible que el dolor llegue a anular completamente la libertad de un
individuo, aunque puede afectar mucho su personalidad: cuando se trata, sobre todo, de dolores
crónicos puede llegar incluso a un cambio de personalidad, pero sin que esto signifique pérdida de la
libertad» (3).

Se puede torturar y matar al hombre, pero no su libertad. Puede ser anulada su capacidad de
decisión, con procedimientos psicológicos o farmacológicos, pero si conserva la conciencia de sí,
permanece la aptitud de trascender la situación y darle un sentido, cara a lo eterno.

EL HOMBRE, MAS GRANDE QUE EL UNIVERSO

El mundo puede aplastar al hombre, pero --decía Pascal--, aún entonces el hombre lo trasciende,
porque el hombre sabe que está siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora. Por eso incluso
en situaciones degradantes, el hombre sigue siendo dueño de sus actos y puede optar por
abandonarse a la abyección o por afirmarse en su humanidad. Los campos de concentración --nazis
y soviéticos-- lo han puesto de relieve muchas veces.

Los materialismos son incapaces de comprender esa libertad interior, profunda, de cada ser humano.
Los más coherentes la han negado de modo explícito. Marx, por ejemplo, negaba la libertad al decir:
«la libertad es la conciencia de la necesidad». Cierto que la conciencia de la necesidad es un signo
de libertad. Cuando me siento coaccionado, sé que tengo libertad. Pero la libertad es más que
conciencia, es capacidad de decidir sobre mis actos, al menos en cuanto a su sentido.

Con una mayor dosis de vigor intelectual (metafísico), Marx hubiera podido concluir, de sus propias
palabras, una gran afirmación de libertad, porque si el hombre es «consciente de la necesidad» sólo
puede ser porque no está enteramente inmerso en la necesidad: está en ella, pero también más allá de
ella. El que está dormido no puede distinguir entre la realidad y el sueño; en cambio, el que está
despierto juzga y distingue perfectamente entre lo real y lo soñado o ensoñado. Si el hombre
estuviese del todo envuelto en la necesidad ni siquiera podría pensar en la libertad, como el que está
dormido no puede pensar en la diferencia entre realidad y sueño. Si cae en la cuenta de estar
apresado por alguna necesidad, sólo se explica porque no lo está totalmente, porque le queda un
remanente muy importante de libertad con el cual puede simultáneamente estar en una situación y
trascenderla; la puede mirar como desde arriba, desde fuera y, hasta cierto punto --pero punto muy
importante-- dominarla y darle un sentido. Así, el hombre puede, por ejemplo, sentir una pasión
fortísima que le impele a matar, a robar, a adulterar, etc. Pero si conserva su conciencia de sí, es
capaz de resistir el impulso, negarse a cometer el robo o el crimen, en una palabra, el pecado. Pensar
que la situación o circunstancia --la pasión-- puede resultar más fuerte que la libertad, es la negación
práctica de la libertad, de la trascendencia del hombre respecto al cosmos, de su dignidad radical. Es
claro, pues, que la «ética de situación» es negadora de la libertad, al menos de la personal, interior y
profunda.

Cuando se capta la propia libertad interior, se entiende que el hombre, estando en el mundo, situado
y condicionado por el mundo, es más grande que el mundo entero. Comprende lo que decía Juan
Pablo II en Segovia, con palabras de San Juan de la Cruz: «un sólo pensamiento del hombre vale
más que todo el mundo» (4). Esta sabiduría brota de la percepción de la dimensión espiritual de la
propia naturaleza -- esclarecida por un estudio metafísico de la persona --, y funda una conciencia
profunda de la libertad profunda; una conciencia que aferra y asume, en virtud de la libertad, la
propia libertad.
En ese entonces, marxismos, materialismos en general, éticas de situación, aparecen con toda su
falsedad al desnudo. La vanidad de sus argumentaciones resulta obsoleta e irrisoria. Surge un
verdadero sentido ético de la vida, fundado en el natural señorío para el que ha sido creado el ser
humano. Se comprende en su pleno sentido lo que se lee en la Sagrada Escritura: «Dijo Dios:
Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en
las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra»
(5). Nace la formidable pasión por la libertad íntegra, ancha, profunda y trascendente, con nervio
teleológico, es decir, con sentido de larguísimo alcance, con un por qué y para qué divinos. La
libertad aparece en su justo valor, valor de medio magnífico para realizar valores aún más altos: la
verdad, la bondad, la belleza, el amor, la justicia, en toda circunstancia, en cualquier situación,
aunque para ello sea preciso empeñar la vida.

Los mártires han sido --y siguen siendo-- no sólo los grandes testigos de la fe, sino también los
grandes testigos de la libertad, frente a todo situacionismo.

A LA LUZ DE LA FE

Para comprender lo dicho hasta aquí no es menester la luz de la fe, pero indudablemente la luz de la
fe permite ver todas las cosas con mayor claridad y certeza. Si se consideran cada uno de los actos
humanos en particular, toda persona puede y debe vencer el mal, cualquiera que sea su situación. Sin
embargo, es teológicamente cierto que el hombre, en estado de naturaleza caída, sin la gracia divina
actual, no puede moralmente cumplir durante largo tiempo toda la ley natural (6). El Concilio
Vaticano II constata que «el hombre se siente incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los
ataques del mal, hasta el punto de sentirse aherrojado entre cadenas» (7). Sucede que el libre
albedrío «está viciado en todos» (8); «quien comete pecado es siervo del pecado» (9), y «quien
comete pecado es del demonio» (10).

Tales afirmaciones parecen remitirnos de nuevo a alguna ética de la impotencia, ética de situación
que nos consuele ante la imposibilidad de obrar el bien por largo tiempo, diciéndonos que si en
algunas situaciones no podemos hacer otra cosa que pecar, Dios no nos lo tendrá en cuenta. Lutero
incluso nos diría: pecca fortiter!, pecad mucho, sin inconveniente, porque al fin y al cabo estáis tan
corrompidos que no podéis hacer otra cosa; vuestra libertad es esclava y ancha es Castilla...

Sin embargo una ética semejante no puede «consolar» ni a Dios ni al hombre que ama a Dios. Quien
ama no se consuela diciendo: «no puedo dejar de ofenderte, no me lo tengas en cuenta». Quien ama
a Dios aspira a la justicia en sentido bíblico, es decir, a la santidad. Y Dios en su infinita
misericordia ha querido que podamos satisfacer toda justicia (11). Se ha hecho hombre para
redimirnos, rescatarnos del poder del demonio y del pecado, y conquistarnos con su Sangre la gracia
salvífica, que aniquila las culpas y nos confiere vida y fuerza divinas, aptas para vencer todo mal, no
sólo por largo tiempo, sino durante la vida entera. Cristo, con su Vida, Pasión, Muerte y
Resurrección nos redime, nos libera tan profunda y radicalmente que nos libra también de toda ética
de situación, y de la hiriente humillación que supondría la salvación al estilo imaginado por Lutero:
radical negación de libertad y dignidad.

LA LIBERACION RADICAL

Cristo nos ofrece la liberación radical. Si nos «in-corporamos» a El por el Bautismo y los demás
sacramentos, por El, con El y en El somos capaces de cumplir siempre no sólo la ley natural, sino
también la evangélica (que incluye la natural), con todas sus exigencias sin cuento, porque al darnos
la Ley, nos ofrece al mismo tiempo la gracia --fuerza sobrenatural-- para cumplirla. Por eso, la Ley
de Cristo, como dice el Apóstol Santiago, es la Ley perfecta de la libertad (12), la ética que emana
de un real señorío --real y regio-- del hombre sobre sí mismo y sobre toda circunstancia y situación.

Debemos felicitarnos: ya no tenemos excusas para las derrotas morales. Debemos «comprender» al
hombre en su circunstancia, y por eso, comprenderle «libre», con la libertad que Cristo nos ha
ganado (13) para toda situación.

Bien claro lo dice San Pablo: «no habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es
Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará
modo de poderla resistir con éxito» (14). Es la Ley perfecta de la libertad. No estamos condenados a
pecar: «la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo
que era imposible para la Ley (antigua), al estar debilitada a causa de la carne, (lo hizo) Dios
enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora, y por causa del pecado,
condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley (nueva) se cumpliese en nosotros, que
no caminamos según la carne sino según el Espíritu» (15).

La Misericordia y la Justicia se funden en Cristo. El, con su misericordia, nos conquista la justicia:
la gracia para que podamos ser santos e inmaculados en la presencia de Dios (16).

La verdadera ética cristiana, la Ley de Cristo, se encuentra pues a muchas leguas de cualquier ética
de situación. Es la ética del señorío y de la justicia, la ética de la libertad y del Amor, que otorga un
amor capaz de vivir libre, esforzada y plenamente la amabilísima Ley del Amor, que es Dios.

Antonio OROZCO

(1) Cfr. DOCUMENTACION DOCTRINAL. n° 44, p. 3; (2) R. GOMEZ PEREZ, en ACEPRENSA,


Servicio 53/84, 11 abril 1984: (3) JORGE CERVOS NAVARRO (Catedrático y Director del Instituto
de Neuropatología de la Universidad Libre de Berlín, presidente de la Sociedad alemana de
Neuropatología y Neuroanatomía, autor de más de 200 publicaciones científicas), en «PALABRA»,
200, IV-1982, pp. 182-184; (4) JUAN PABLO 11, Alocución, en Segovia, 4-XI-1982; (5) Gen 1, 2;
(6) Cfr., p.e., Conc. Trid., ses.VI, can. 23; (7) Conc. Vat. 11, GS, 10, 13; (8) Conc. Orange, Dz 181;
(9) Jn 8, 34; (10) 1 Jn 3, 8; cfr. 2 Ped 2, 19; Ef 2, 2; (11) Cfr. Mt 3, 15; (12) Sant 1, 25; (13) Cfr. Gal
5, 1: (14)1 Cor 10, 13; (15) Rom 8, 1-4; (16) Ef 1,4.

Apuntes de Ética

VIII. LOS HÁBITOS HACEN AL HOMBRE

Suele decirse que «el hábito no hace al monje». Otros apostillan que no lo hace, pero lo viste y
lo muestra, que no es poco, pues también para eso es monje (Shakespeare dijo que el traje
revela a la persona). Lo que nadie duda es que al monje, al médico, al profesor, al artesano, al
ciclista, al trabajador - cualquiera que sea su trabajo -, lo hacen más o menos perfecto, más o
menos detestable, sus hábitos interiores, los hábitos del alma, ciertamente más definitorios que
los del vestir. El «maillot» amarillo no hace a Induráin pentacampeón del Tour, sino las virtudes
humanas.

Hemos olvidado la función decisiva de las «hábitos íntimos» en la construcción de la


personalidad. Me refiero a esos que residen en nuestras facultades de mayor rango, que nos hacen
personas, hombres o mujeres, cabales: el entendimiento y la voluntad. El monje no puede, no debe
tener el hábito de pensar frívolamente o de amar como un fresco. El monje, el médico, el vendedor
de lo que sea, el deportista, el sabio, han de crear hábitos intelectuales y morales que faciliten, más
aún, que hagan posible, el ejercicio siempre más perfecto de sus responsabilidades. La verdad es que
se puede mucho. Todos podemos mucho; mucho más de lo que cada uno piensa de sí mismo.

La personalidad se forja con hábitos perfectivos. Los clásicos han llamado a esos hábitos,
«virtudes». Hemos olvidado el sentido y valor de la virtud. La palabra latina «virtus» procede de
«vis», que significa fuerza, vigor. Se trata por tanto de una capacidad, de un poder para la acción
(interior o exterior) del que sin la virtud carecemos. La virtud es la más alta forma de haber (tener,
poseer) en la cuenta de la personalidad, porque es un «tener» que da la posibilidad «ser más» (más
fuertes, más justos, más prudentes, más inteligentes, más señores de nosotros mismos...) Los hábitos
opuestos a los perfectivos, deterioran, dificultan, empobrecen la persona y son lo que siempre se ha
llamado «vicios». Los vicios impiden a la persona tener «personalidad», en el sentido más noble de
la palabra. Por cierto que, como dice Gracián, «no se acreditan los vicios por hallarse en grandes
sujetos, antes bien ofende mas la mancha en el brocado que en sayal»

Una personalidad bien definida se forja a base de hábitos y vale lo que valen éstos. El que
tiene el hábito de la vagancia, es un vago; el que tiene el hábito del trabajo es laborioso. El primero
es un desgraciado, el segundo es honorable y seguramente bastante feliz.

SABIDURÍA Y ESTUPIDEZ

Hay hábitos perfectivos y hábitos corruptores. Nadie es espontáneamente una personal honrada o
una persona corrupta. La sabiduría y la estupidez son siempre conquistas personales, logradas con el
esfuerzo de la libertad. Por eso Jesucristo sitúa la estupidez entre los graves desordenes morales (Mc
7, 22).

Hay ignorancias invencibles y discapacidades naturales. Pero la estupidez es un logro responsable,


resultado de la elección de la ignorancia como sistema de resolver dificultades (por ejemplo, como
no me interesa resolver el problema del aborto, niego a la ciencia cuando dice que hay ser humano
desde el instante de la concepción, etc.). Es ésta una modalidad que configura muchas
personalidades que habitan hoy en nuestro planeta.

Tanto la sabiduría como la estupidez son libres y se adquieren con el ejercicio esforzado de
la libertad. Hábitos perfectivos o corruptores los vamos adquiriendo queramos o no. Porque si no
queremos hacer nada y nada hacemos, adquirimos el hábito de la gandulería, que bloquea la acción,
precisamente cuando «quisiéramos» hacer. No elegir es un modo de elegir. Como aparentemente no
se hace «nada», parece que ni siquiera se elige, pero sí se elige: se elige la omisión. Por eso la
omisión es fuente caudalosa de graves desatinos. El santo no nace, se forja, con la gracia de Dios y
el esfuerzo de la voluntad (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 7. Todos podemos llegar a ser lo
que queramos: sabios o estúpidos (bien entendido que la estupidez es compatible con el premio
Nobel y la sabiduría es asequible a las gentes más sencillas). ¿Cómo es esto posible?
EL ARROJO DE LA GOLONDRINA

Cuando la golondrina mueve por primera vez las alas para volar, no se lanza a grandes vuelos.
Intenta primero volar del nido al techo; luego regresa y se lanza de nuevo un poco más allá, y así
cada vez va más lejos, hasta que siente el vigor en sus alas y sabe que puede orientarse, y entonces
se pone a jugar en medio de los vientos, va chillando tras los insectos, roza levemente la superficie
de las aguas y vuelve a subir hacia el sol. Y llega el día en que se aventura a sobrevolar anchos
mares, siendo como es tan pequeña, un punto casi invisible entre dos azules inmensos. En su
pequeño cuerpo se ha forjado un conjunto musculoso perfecto, que surca flechando el aire,
señoreando como una reina por sus dominios.

Pero nadie se hace capaz de algo valioso - ni se malforma el carácter -súbitamente, sino con el
ejercicio esforzado de la libertad. La virtud nos hace más libres, porque con ella hacemos el bien
cuando queremos. En cambio, los hábitos malos (los vicios) impiden o dificultan en gran manera
hacer el bien que quisiéramos hacer, pero ya no podemos, a no ser - si no es imposible - con un
esfuerzo hercúleo. Trabajar, estudiar, andar, hacer deporte, charlar con los amigos, convivir
amablemente con la familia, etc., cada cosa a su tiempo, son actos perfectivos de mi ser personal,
me mejoran como persona y me permiten proseguir libremente hacia una mayor perfección. Cuanto
más aprendo, más capaz soy de aprender, cuanto más trabajo -en la medida oportuna, mejor puedo
trabajar. Cada uno de esos actos, me perfecciona, me satisface, me llena. Satis-fecho es el que está
hecho, realizado con cierta saturación, con cierta plenitud personal. Si yo voy reiterando actos
«satis-factorios», no sólo yo me perfecciono, perfecciono mi familia, perfecciono la sociedad, y soy
más, porque soy más capaz de hacer actos perfectivos.

Sucede en el deporte cuando somos jóvenes que al principio no somos capaces de correr ni
siquiera un par de kilómetros con cierta soltura. Pero hacerlo unos cuanto días nos capacita para
correr más kilómetros seguidos y más deprisa. Hace un par de semanas no podíamos de ninguna
manera. Hoy sí. En la olimpíada celebrada en Roma el año 1960 batió el récord mundial de los cien
metros lisos femeninos una negrita que apodaron «la gacela negra». De pequeña había sido
poliomelítica. Un amigo mío era incapaz de entender una clase de Filosofía del Bachillerato y ahora
es doctor en Filosofía y escribe libros bastante buenos. Todo es cuestión de esforzarse en alcanzar
esa perfección del saber, del querer y del hacer que llamamos «hábito-virtud». Hubo un tiempo en
que Induráin era incapaz de ganar el Tour; ni siquiera podía mantenerse encima de una bicicleta.

También las facultades espirituales, al actuar de acuerdo con su naturaleza - entendimiento de


la verdad, amor al bien -, por reiteración de actos crecen en posibilidades. En cambio, hay actos
que, por más que los hagamos libremente, nos deterioran, como personas libres. A veces un solo
acto, acaba con nuestra libertad. Por ejemplo, tirarse por la ventana de un vigésimo piso; tomar un
plato de setas venenosas. Otros actos, nos deterioran más despacio, pero inexorablemente; por
ejemplo, drogarse; beber mucho alcohol, dar rienda suelta a los apetitos sensuales. Cada uno de
estos actos nos pone un nuevo grillete y, sino reaccionamos con radicalidad, más pronto que tarde
llegamos a ser esclavos sin remedio: no podemos ejercer nuestra libertad. El drogadicto no es libre,
necesita cada vez más droga hasta convertirse en una ruina humana, para sí mismo, para su familia y
para la sociedad.

La reiteración de actos perfectivos constituye una «riqueza» que podemos incrementar cada vez más
y mejor; y al utilizarla, lejos de mermar, crece. No son meras costumbres o rutinas.

LOS HÁBITOS HACEN AL HOMBRE


Energía genera energía. A veces basta un sólo acto para generar una habilidad. Otras veces se
requiere la reiteración de muchos actos iguales. Por el hecho de hacer algo alguna vez ya refuerzo
mi musculatura espiritual y me preparo para repetirlo con más facilidad y perfección. Quien yugula
una crisis gana en fortaleza y en alegría, porque la alegría profunda nunca es espontánea, sino fruto
de una victoria voluntaria sobre uno mismo. Vencerse a sí mismo, es un principio de la ética clásica
que hemos olvidado. Vencerse a sí mismo es no abandonarse a la espontaneidad, sino seguir el
camino de la racionalidad; lo cual exige en ocasiones no poco esfuerzo de la libre voluntad.

LAS VIRTUDES, CONDICIÓN DE LIBERTAD

Sin virtudes, tenemos libertad pero no somos capaces de actuar libremente. En la práctica, la
voluntad es habitualmente libre en virtud de los hábitos perfectivos. Este es el sentido profundo de la
frase de Schiller: «sólo a través de su costumbre, el hombre puede ser libre y poderoso». El niño que
crece aislado en la selva, a los diez o doce años ya carece de capacidad para el lenguaje. La
educación de los primeros años gravita sobre nuestro presente y nuestro futuro. Por eso es preciso
desarrollar cuanto antes hábitos verdaderamente perfectivos. El que no desarrolla virtudes, vive
como un animal, por más que tenga entendimiento y voluntad. Los ha bloqueado. Puede hacer casas
o puentes, pero él no llegará nunca ser más, irá siempre a menos. Y esto es posible, porque el
hombre es el único animal que para vivir como lo que es (racional, libre) ha de saber que lo es y
quererlo prácticamente.

Pío Baroja decía que "en la vida sólo existen dos caminos, el derecho y el torcido. Quien
toma el derecho ya no lo deja; y quien emprende el torcido, tampoco". Es una exageración. Alguien
comentaba esto diciendo que "el hombre acaba por ser esclavo de sus actos, y se comporta como
aquel penitente sevillano que introduce el dedo gordo del pie descalzo en los raíles de un tranvía".
Es una exageración, porque la libertad siempre existe mientras hay uso de razón. Pero también es
cierto que los vicios constituyen una mengua tal de libertad que bien puede llamarse esclavitud, y
que las virtudes, en cambio, otorgan una libertad nueva, capaz de dilatarse indefinidamente en su
orden. Pero es cierto que sin hábitos arraigados no es posible hacer con facilidad el bien. Las
dificultades son demasiadas. Si yo no hago actos de libertad que perfeccionen mi libertad, si no creo
el hábito de elegir bien (es decir, de elegir el bien que la razón me indica como tal), estoy eligiendo
mal y deterioro mi libertad, mi personalidad, mi dignidad. La virtud permite obrar bien cuando y
siempre que se quiere; el incremento de libertad práctica consiste en la acumulación de virtudes. La
virtud es el nivel superior de "posesión" (L. Polo).

VIRTUD Y LIBERTAD

Las virtudes intelectuales, perfeccionan la inteligencia; las virtudes morales, perfeccionan la


voluntad libre. Libertad es dominio de sí; ser libre es ser dueño de los propio actos, señor de sí
mismo, escoger lo que se quiere escoger, amar lo que se quiera amar, querer lo que se quiere querer.
Sin virtudes, no hay libertad práctica sino veleidad: como una veleta que gira en la dirección del
viento que sopla, que no se mueve a sí misma, que en el fondo no quiere lo que quiere querer sino el
primer bien efímero con que se topa y que - si bien ponderara las cosas - rechazaría sin
contemplaciones. La virtud se adquiere como un beneficio añadido al ejercicio concreto de las
propias facultades. Es como un premio que la naturaleza se otorga a sí misma.

NECESIDAD DE LA VIRTUD PARA ALCANZAR LA FELICIDAD


Las virtudes constituyen la más alta perfección interior al hombre. Es claro que la perfección de la
persona se encuentra en la perfección de su actividad interior: intelecto y voluntad. Ahí ha de
hallarse la felicidad del hombre: en el ejercicio correcto, perfectivo, del intelecto y de la voluntad:
en el entender y amar cada vez más y mejor. Entender y pensar la verdad de la bondad, la bondad de
la verdad, la belleza de la verdad y de la bondad.

Sería, por tanto, absurdo pretender ser feliz buscando la felicidad en alguna suerte de posesión
material, manual, corpóreo práctica. Sería un empobrecimiento muy grave. Un estrechamiento
angustioso del horizonte de la propia existencia. La felicidad es la posesión de lo que nos
perfecciona como personas, sin temor a perderlo (sólo así la posesión es perfecta), es decir,
teniéndolo íntima y profundamente, al modo del hábito-virtud.

En consecuencia, el que no tiene virtudes no puede ser feliz: quizá no falle lo que le puede
hacer feliz, pero fallará él mismo. Sin virtud somos inconstantes, inconsecuentes. Para ser constantes
y consecuentes, crear hábitos. Toda la formación de la personalidad, toda quehacer educativo
consiste no en la mucha información, sino en el mucho estimulo de hábitos intelectuales y
hábitos morales. Sabiendo que ser hombre es una tarea larga; que el genio es una larga paciencia;
que el artista, el buen profesional, el buen marido o esposa, el buen padre, el buen estudiante, el
buen hijo de Dios, el santo, no nace, se forja; que es preciso querer y repetir muchos «pequeños»
actos perfectivos. Los hábitos hacen al hombre. Las virtudes humanas - la musculatura espiritual -
hacen al campeón. Pero la olimpíada de la libertad hacia la plenitud del ser personal, no es en modo
alguno excluyente: podemos ganarla todos.

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