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ENGELS, Friedrich

El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado


Ed. Fundamento, Madrid, 1970. En esta reseña se cita de acuerdo con la traducción y páginas de esta edición).
(t.or.: Der ursprung der familie, des privateigentums und des staats 1884, 1891).

CONTENIDO DE LA OBRA
Como indica el autor en el prólogo a la primera edición de la obra (1884), ésta «viene a ser la ejecución de un
testamento. Karl Marx había reservado para sí mismo la misión de exponer los resultados de los trabajos de
Morgan»[1] referentes a los estadios primitivos de las instituciones familiares y sociales. Engels —utilizando notas de
Marx, y aportando personalmente nuevos elementos (especialmente de teoría económica)— vertebra aquellas
«conclusiones» de Morgan dentro del esquema marxista, utilizándolas en abono de algunas de las principales tesis de este
pensamiento (marxista).
Aunque el esquema e ideas subyacentes sean los mismos —y aunque la temática se implique—, cabe distinguir dos
grandes argumentos en el libro:
A. Cuestiones sobre la familia. A ellas se refieren de modo especial:
— El prólogo a la cuarta edición, 1891, corregida y aumentada (pp. 15-30).
— El epígrafe II, titulado «La familia» (pp. 41-105).
B. Cuestiones acerca de la organización social y origen del Estado (sobre la base de las ideas en torno a la familia
expuestas anteriormente). A estos temas se refieren:
— El prólogo a la primera edición (pp. 11-13) y los epígrafes:
— III, «La gens iroquesa» (pp. 107-124).
— IV, «La gens griega» (pp. 125-135).
— V, «Génesis del estado ateniense» (pp. 137-150).
— VI, «La gens y el estado en Roma» (pp. 151-163).
— VII, «La gens entre los celtas y entre los germanos» (pp. 165-182).
— VIII, «La formación del estado de los germanos» (pp. 183-196).
— IX, «Barbarie y civilización» (pp. 197-223; este epígrafe tiene carácter de resumen conclusivo acerca de todas las
cuestiones sociales y políticas, aunque también incluye numerosas referencias al tema familiar).
A pesar de la diferencia en el número de epígrafes, se observa que el tema de la familia y las otras cuestiones —
políticas— se reparten aproximadamente a partes iguales la extensión del libro[2].
A. LA FAMILIA[3]
El prólogo de Engels a la 4.a edición (1891) constituye una apología global de Morgan frente a otros autores de su
época, que abordan el tema de la familia en la antigüedad. Arranca de un supuesto, que será fundamental en todo el libro:
el carácter evolutivo de la institución familiar (en función, concretamente, de factores económicos). Hasta 1860, «bajo el
influjo exclusivo de los cinco libros de Moisés» (p. 16), se habría tenido un concepto estático, como si las diversas formas
familiares —monogamia, poligamia, poliandria, matriarcado, patriarcado, etc.— hubieran coexistido, en vez de sucederse
(en determinado orden) según una serie histórica, que se comienza a sospechar hacia 1860, que Morgan establecería
definitivamente, y que Engels hace suya.
Enfrenta la obra de Morgan a la de dos autores: el alemán Bachofen y el británico Mac Lennan. Sobre pasajes de la
literatura de la antigüedad clásica, el primero señala una evolución matrimonial desde la promiscuidad sexual (con
hegemonía femenina —ginecocracia—, al ignorarse la paternidad) hasta la monogamia (con predominio del «derecho
paterno»); Engels alaba esas intuiciones, aunque critica el «misticismo de los conceptos» (p. 20) de Bachofen, que
interpreta esa evolución al filo de las ideas religiosas prehistóricas, lo que resulta inadmisible para Engels —y «de poco
provecho» (p. 19) estudiar las explicaciones de ese autor—, por cuanto equivaldría a considerar «la religión como palanca
principal de la historia del mundo» (ibid.), cosa que carecería de sentido. Menos benévolo es aún Engels hacia Mac
Lennan, quien hace coexistir tribus «endogamas» y «exogamas» —lo que se opone a la uniforme evolución universal— y
sugiere para la exogamia (matrimonio con personas forzosamente de otras tribus) razones diversas a las de Morgan. Las
premisas de éste —formas de parentesco entre los indios iroqueses— son argüidas contra Mac Lennan por Engels, quien
lamenta que el británico exija a Morgan «la prueba formal y jurídicamente valedera de cada palabra que (...) pronuncie»
(p. 25), y se duele de la conspiración del silencio que, por nacionalismo, habría en Inglaterra frente al americano (tendrían
que «darse de puñadas en la frente, y exclamar: ¿Cómo hemos podido ser tan pazguatos, para no haber encontrado esto
nosotros mismos desde hace muchos años?») (p. 29).
Para Engels, Morgan ha hablado de la transformación familiar «en términos que hubieran podido salir de labios de
Karl Marx» (ibid.); sus teorías evolutivas «tienen para la historia primitiva la misma importancia que la teoría de la
evolución de Darwin para la biología, y que la teoría del exceso de precio de Marx para la economía política» (p. 27). En
efecto —de modo análogo a las universalizaciones darwinistas y marxistas—, se aplicará el modelo iroqués a todas las
latitudes, ya que —afirma Engels— la concepción básica de dicho modelo (comenzando por el «matrimonio por grupos»),
«según toda verosimilitud, ha existido en todas partes en un momento dado» (p. 26).
El epígrafe II, titulado «La familia», presenta un estilo mixto de exposición, valoración y proyección de futuro, que
se solapan e influyen de modo constante. De la mano de Morgan —aunque alejándose de él en cuanto parece disentir del
esquema histórico marxista— se ofrece un panorama evolutivo, que sería universal. Se orienta a desautorizar el carácter
natural de la familia monogámica —descrita como una degeneración— y a sentar las bases de lo que habrá de ser la
familia tras la revolución proletaria (fase última y superior). Dicho proceso se describe como dependiente de la evolución
de las fórmulas económicas, de manera que el progresivo establecimiento de la monogamia responde al proceso
degenerativo que es la instauración de la propiedad privada (incluso de mujeres).
El argumento que se aduce para exigir esas formas primitivas de familia —y que constituye la base sobre la que se
edifica todo el libro— es la necesidad de explicar el origen de la terminología familiar utilizada por los indios iroqueses
(parecida a la de algunos otros primitivos): «El iroqués no sólo llama hijos e hijas a los suyos propios, sino también a los
de sus hermanos; y los hijos del segundo llaman padre también al primero. Por el contrario, llama sobrinos y sobrinas a
los hijos de sus hermanas, los cuales le llaman tío. Inversamente, la iroquesa, a la vez que a los propios, llama hijos e hijas
de ella a los de sus hermanas, quienes le dan el nombre de madre. Pero llama sobrinos y sobrinas a los hijos de sus
hermanos, hijos que la llaman tía. Los hijos de hermanos se llaman entre sí hermanos y hermanas, y lo mismo hacen, por
su parte, los hijos de hermanas. Los hijos de una mujer y los del hermano de ésta se llaman mutuamente primos y primas»
(pp. 41-42). Para Morgan (y Engels) esta nomenclatura —que entienden ha de tener un significado real y no sólo
honorífico, como quisiera Mac Lennan— remite a una forma familiar «que ya no podemos demostrar en ninguna parte,
pero que ha debido necesariamente existir, puesto que sin eso no hubiera podido nacer el sistema de parentesco que le
corresponde» (p. 43); es la que llaman: «familia punalúa» (de la que se habla más adelante) y que, a su vez, ha debido
estar precedida por otras fases:
1. «Comercio sexual sin obstáculos, de tal suerte que cada mujer pertenecía igualmente a todos los hombres y cada
hombre a todas las mujeres» (p. 44). Resulta poco grato para Engels no encontrar vestigios de esto en los vertebrados
superiores (de los que, sin dudar, hace venir al hombre): lo explica diciendo que —para poder subsistir— el hombre
naciente necesitaba formar hordas, «que es la forma más elevada de la sociabilidad» (p. 48), y para ello carecer de celos
—que, pese a encontrarse en los animales superiores, en el hombre sólo serían un «sentimiento que se ha desarrollado
relativamente tarde» (p. 49)—; eso es algo necesario para un «matrimonio por grupos (...) en que grupos enteros de
hombres y grupos enteros de mujeres se poseen recíprocamente» (ibid.). También faltaría «la invención del incesto» (p.
50), de forma que el ayuntamiento de padres e hijas «no sería más horripilante que el habido entre otras dos personas que
pertenecieran a generaciones diferentes» (ibid.). Para Engels no podría esto calificarse con categorías morales, por tratarse
de un «comercio sexual sin reglas» (ibid.); las reglas se establecerían más tarde.
2. «La familia consanguínea ha desaparecido» (p. 52), pero ha debido existir como fase intermedia (antes de la
«punalúa»): aquí «los ascendientes y los descendientes, los padres y los hijos, son los únicos que están excluidos» (p. 51)
del comercio carnal (aunque no se den las razones para tal exclusión).
3. La familia «punalúa», clave y «punto de partida de todas las investigaciones de Morgan» (p. 58), debería haber
surgido «en cuanto brotó la idea de la inconveniencia de la unión sexual entre hijos de la misma madre» (p. 53, idea que
se habría afincado al comprobar la pujanza de las tribus donde se excluía ese comercio; hay que advertir que Engels no
indica cómo pudo surgir esta exclusión). Se aduce como argumento el ejemplo hawaiano de «hermanos entre sí» (el
nombre «punalúa» —compañero íntimo— se toma de Hawai); en este tipo de familia —con paternidad incierta—
consideran Morgan y Engels que se justificaría la nomenclatura familiar de los iroqueses, y Engels concluye: «Allí donde
se encuentre este sistema de parentesco, tuvo que hallarse establecida la familia punalúa, o una forma análoga» (p. 55). De
esta familia punalúa surgiría la organización gentilicia —«gens»— primitiva, de derecho materno: su forma esquemática
sería la de dos grupos descendientes cada uno de una madre; cada miembro de un bloque sería esposo —o esposa—
potencial, o efectivo, de todos y solos los del otro bloque o gens (exogamia): los hijos pertenecerían a la gens de la madre,
y se unirían con personas de la gens opuesta (la de su propio padre). Engels da la vuelta a esta teoría y la convierte en
argumento universal, y explicación única, para todos los usos exogámicos: «Si encontramos que la gens nace necesaria y
naturalmente de la familia punalúa, nos vemos muy cerca de admitir como casi cierta la existencia anterior de esta forma
de familia en todos los pueblos donde se puede demostrar la institución de la gens» (pp. 57-58). En un principio, la
organización gentilicia significaría matrimonio —indiferenciado— por grupos entre todos los miembros de una gens con
los de otra. Posterior sería el matrimonio, también fuera de la propia gens, pero individual; esta fase correspondería a la
llamada
4. Familia «sindiásmica», que sería «la forma característica de la barbarie, como el matrimonio por grupos lo es del
salvajismo» (p. 69). Por selección natural —sin más explicaciones— se habría operado una «exclusión cada vez más
grande de los parientes consanguíneos del lazo conyugal» (p. 63) hasta hacerse «imposible, en la práctica, toda especie de
matrimonio por grupos» (ibid.) Pero las uniones individuales serían todavía demasiado frágiles e inestables —gran
libertad sexual— como para poder originar un «hogar doméstico particular» (p. 64): subsistiría el «comunista» (cuya vida
imagina Engels detalladamente calificando a muchas usanzas históricas —licencia sexual, ius primae noctis, etc.— como
«vestigios», «restos», «recuerdo» de este período, aunque posteriormente aparezcan «disfrazadas de costumbres
religiosas»), (p. 67). Subraya el autor que la fragilidad de la familia «sindiásmica» es institucional, y de ningún modo
interpretable como infidelidad, adulterio, prostitución, etc., que serían conceptos nacidos con la posterior familia
monogámica. Antes de aparecer ésta habría tenido lugar una revolución —«una de las mayores que la humanidad ha
visto» (p. 73)—, aun cuando «nada sabemos respecto a cómo y cuándo hubo esta revolución en los pueblos cultos, puesto
que se remonta a los tiempos prehistóricos» (ibid.): se trata del paso de la gens matriarcal —sucesión, herencia, etc., por
consanguinidad femenina, única cierta— a la patriarcal, cuando la importancia de los rebaños y cultivos —y
consiguientemente de los esclavos— hace que las riquezas empiecen a tener un peso que no tenían en el salvajismo (caza
y pesca). Engels explica ese supuesto paso como consecuencia del deseo de los maridos de ser heredados por sus hijos
(cosa imposible en la gens matriarcal, pues allí los hijos pertenecen a la gens materna, y no podrían heredar bienes de sus
padres). Con la gens de sucesión masculina «la mujer fue envilecida, domeñada, trocóse en esclava (...) y en simple
instrumento de reproducción» (p. 74); y perdieron «las antiguas relaciones sexuales» —por grupos, sin celos, etc.— «su
candoroso carácter primitivo» (p. 69) como consecuencia de ese «desarrollo de las condiciones
económicas» (ibid.). Conviene advertir, aunque sea incidentalmente, que todas las suposiciones e interpretaciones
anteriores se orientan a afirmar este carácter degenerativo de la «patriarcalidad», en que los hombres ricos pueden incluso
ser polígamos: situación, para el autor, inferior a la poliandria «nacida del matrimonio por grupos, y (...) de mucho mejor
estilo que la poligamia» (pp. 78-79); ésta —la poligamia— correspondería a la misma fase que
5. La familia monogámica. Como queda dicho (y adviértase que se afirmó a modo de conjetura), en la época de la
«barbarie superior», para asegurar la herencia paterna de los hijos, se habría exigido una paternidad cierta, lo que habría
traído el matrimonio patriarcal de vínculos fuertes (sólo disolubles a iniciativa del varón, único a quien, además, se le
permite la infidelidad). Esta monogamia —que «sólo es monogamia para la mujer» y que «en la actualidad aún tiene ese
carácter» (p. 80)— va unida a la esclavitud: Engels lo ilustra con mitos y ejemplos de la Grecia «heroica». Para él la
monogamia es «el triunfo de la propiedad privada individual sobre el comunismo espontáneo primitivo. Preponderancia
del hombre en la familia, y procreación de hijos que sólo pudieron ser de él y destinados a heredarle» (p. 83); con ella
nacería «el primer antagonismo de clases que aparece en la historia» (ibid.: opresión de las mujeres por los hombres) y
también «dos constantes y características figuras sociales, desconocidas hasta entonces»: el amante de la mujer y el
marido traicionado (p. 85); el adulterio —antes inexistente, por no haber riguroso matrimonio— «llegó a ser una
institución social irremediable junto a la monogamia» (pp. 85-86), hasta el punto de que «si la Iglesia Católica ha abolido
el divorcio, es probable que sea porque habrá reconocido que contra el adulterio, como contra la muerte, no hay remedio
que valga» (p. 89). Nada tendría que ver con la monogamia el «amor sexual individual» (p. 83), que sería un lirismo
medieval. Ejemplifica Engels sobre la novela francesa y alemana para incluir que «todo matrimonio se funda sobre la
posición social de los contrayentes» (p. 90), y es una prostitución en que la mujer «sólo se diferencia de la cortesana
ordinaria en que no alquila su cuerpo a ratos, como una asalariada, sino que lo vende de una vez para siempre como una
esclava» (ibid.) Al margen del teórico libre consentimiento y de la teórica igualdad jurídica de los contrayentes, «la mujer
se convirtió en la criada principal» (p. 92) que no puede participar en la vida de la sociedad: «La familia individual
moderna se funda en la esclavitud doméstica (...). El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella el
proletariado» (p. 93). Desde la aparición de la familia monogámica, en ella —dice Engels— «podemos estudiar ya la
naturaleza de las contradicciones y de los antagonismos, que se prolongan y crecen plenamente en esta sociedad» (p. 84),
y la «manumisión de la mujer exige (...) que se suprima la familia individual como unidad económica de la sociedad» (p.
94). Ese será el próximo paso:
Futuro: la familia tras la revolución proletaria. Aquí tenía puestas Engels todas sus miras, y a esto se orientaban
todas las exposiciones anteriores (hacia el fin del epígrafe sobre la familia dirá: «Volvamos a Morgan, de quien
muchísimo nos hemos alejado» (p. 104); reconoce así el carácter personal —condicionado por la ideología— de sus
construcciones: si éstas se edificaban sobre conjeturas «de pasado», la fuerza les venía de una «convicción de futuro»).
«Caminamos en estos momentos hacia una revolución social en que las bases económicas actuales de la monogamia
desaparecerán tan seguramente como la prostitución, complemento de ella. La monogamia nació de la concentración de
las riquezas en las mismas manos, las de un hombre; y el deseo de transmitir esas riquezas por herencia a los hijos de este
hombre (...). Pero la revolución social inminente, transformando por lo menos la inmensa mayoría de las fortunas
inmuebles hereditarias (los medios de producción) en propiedad social, reducirá al mínimo todos esos cuidados de
transmisión hereditaria (...): desaparecen el salario, el proletariado y, por consiguiente, la necesidad de que se prostituyan
por dinero cierto número de mujeres (...). En cuanto los medios de producción pasan a ser de propiedad común, la familia
individual deja de ser la unidad económica de la sociedad. La guarda y la educación de los hijos se convierten en asunto
público; la sociedad cuida con el mismo esmero de todos los hijos, sean legítimos o naturales» (pp. 95-96).
¿Se «volverá» al matrimonio por grupos?, ¿al «amor libre»? Desde luego, para Engels, en este estado de cosas
«desaparece el cuidado de las consecuencias (posibles hijos), que es hoy el motivo esencial (...) que impide a una joven
soltera entregarse sin miramiento al hombre que ama» (p. 96). Conviene advertir, sin embargo, que —en esta materia,
como en todos los órdenes: social, económico, laboral, etc.— opera sobre Engels, al igual que sobre todo marxista, la
convicción de que lo que antes había que calificar como malo ahora será bueno (v. gr. el trabajo —explotación— de las
mujeres en la sociedad capitalista será tras la revolución una «vuelta de todo el sexo femenino a la industria pública», y
con ello su liberación) (p. 94). Por ese mecanismo mental, Engels considera enriquecedores —aunque sean tardíos— los
inventos del «amor individual» y del «libre consentimiento», que en la nueva sociedad podrán ser auténticos; así prevé
una nueva monogamia que será «una realidad, hasta para los hombres» (p. 95). En ella habrán desaparecido por completo:
— «las consideraciones económicas accesorias, que aún ejercen tan poderosa influencia sobre la elección de los
esposos» (p. 102);
— «la preponderancia del hombre» (p. 103);
— sobre todo desaparecerá «la indisolubilidad del matrimonio (...), consecuencia de la situación económica de
donde salió la monogamia» (ibid.). «Si el matrimonio formado en el amor es el único moral, sólo podría serlo donde el
amor persista. Pero la duración del acceso de amor sexual es muy variable según los individuos, particularmente entre los
hombres... (ibid.); y «debe ahorrarse a las gentes patalear en el inútil fango de un pleito de divorcio» (p. 104), para lo cual
es necesario suprimir la indisolubilidad;
— también desaparecerá la presión de las consideraciones sociales moralizantes, ya que esas gentes «se dictarán a sí
mismas su propia conducta, y crearán una opinión pública basada en ella» (p. 104).
(No hace falta insistir en el carácter contradictorio que todo esto tiene respecto a lo anterior: el amor como único
criterio «moral» (?); la mujer que se trataba de liberar, dejada al capricho momentáneo del hombre, etc. Se trata
únicamente de halagar los instintos de posibles revolucionarios).
B. EL ESTADO
La segunda mitad del libro —epígrafes III a IX— tiene un planteamiento análogo a la sección referente a la familia:
Engels orienta todo su discurso —entreverado de juicios de valor— a mostrar la índole antinatural, y también
degenerativa, del Estado (cuyo establecimiento —como el de la familia monogámica— responde, según él, al deterioro en
los planteamientos económicos: propiedad privada y opresión clasista).
Todos los epígrafes con pretensión histórica —III-VIII— presentan una dinámica parecida: demostrar la precedencia
de la gens (tal como queda descrita al hablar de la familia, y concibiéndola —según se expuso— como una fase ligada
originariamente al pretendido matriarcado universal) sobre el Estado; y esto en todos los pueblos históricos, ya que
Morgan habría «hallado en las asociaciones de raza de los indios de América del Norte la clave que nos permite descifrar
los enigmas más importantes, e insolubles hasta ahora, de la historia de las antigüedades griegas, romana y germánica» (p.
13).
— La «gens» iroquesa (siguiendo las exposiciones de Morgan) sería el modelo universalmente aplicable. Sobre la
base evolucionista —cada situación tiene que ser una fase de un proceso— describe las etapas de la organización social
primitiva: -Gens, -Fratría, -Tribu, -Federación de tribus. Hay que advertir que para Engels nada de todo eso puede
calificarse como organización «estatal» ya que, de antemano, se utiliza el concepto de «estado» como algo separado de la
sociedad, degenerado, y que presupone la división clasista: «El Estado supone un poder público particular, separado del
conjunto de los respectivos ciudadanos» (p. 120). El ejemplo iroqués tiene que ser universal: siempre que en un pueblo
hallemos la gens como unidad social, debemos también poder buscar una organización de la tribu semejante a la que
hemos descrito» (p. 121). El capítulo está lleno de valoraciones «líricas»: « ¡Admirable constitución ésta de la gens, en
toda su juventud y con toda su sencillez! Sin soldados, cuadrilleros ni corchetes, sin prisioneros ni procesos, todo marcha
con regularidad...» (p. 122). Únicamente se califican negativamente «sus pueriles ideas religiosas» (p. 123). Esta sociedad
bucólica quedaría minada por los posteriores «intereses más viles, la baja codicia, la brutal avidez por los goces, la sórdida
avaricia, el robo egoísta de la propiedad común», que «son los que inauguran la nueva sociedad civilizada», la cual «no ha
sido nunca más que el desarrollo de una ínfima minoría a expensas de la gran mayoría de los explotados y oprimidos; y
eso es hoy más que nunca» (p. 124).
— La «gens» griega se describe sobre la base de Grocio —leído por Morgan—, un paralelo al esquema iroqués, del
que se echa mano para llenar las lagunas. Se describe la sociedad griega prehistórica —«cuándo y por qué sucedió esto no
lo dice la historia griega» (p. 130)—, constituida por gens, fratrías y tribus (interpretando así el «recuerdo» de los tiempos
heroicos narrados por Homero); como la iroquesa, se trataría de una sociedad feliz —democrática, etc.—, por no
ser estatal: se pone particular énfasis en negar carácter regio al basileus (para ello se invoca la autoridad de Marx, a quien
se cita: «Los sabios europeos, en su mayoría lacayos natos de los príncipes, hacen del basileus un monarca» —p. 132—;
entre esos sabios estarían «el untuoso Gladstone» —ibid— y otros); se hace análogo hincapié en restar valor
argumentativo a las creencias religiosas (también aquí se invoca y cita la autoridad de Marx: « ¡Los pazguatos gazmoños
han deducido y aún deducen que genealogías imaginarias crearon gentes reales! » —p. 129—). «El comienzo de la ruina»
de esta sociedad habría venido con la acumulación de riquezas y el consiguiente «derecho paterno con herencia de la
fortuna por los hijos» (p. 135); para asegurar este derecho surgiría «una institución que no sólo perpetuase la naciente
división de la sociedad en clases, sino también el derecho de la clase poseedora de explotar a la que no poseyese nada (...).
Y vino esa institución. Y se inventó el Estado» (ibid.). Sobre el prejuicio evolutivo a partir del matrimonio, todo se orienta
a establecer la conclusión indicada en las últimas líneas citadas.
— La génesis del Estado Ateniense se describe, también dentro de la concepción evolutiva, a partir de la gens, pero
—y esto se admite— alejándose de las exposiciones de Morgan, porque Engels adopta para su interpretación un
planteamiento exclusivamente económico. En ese sentido, este capítulo se limita a describir —atribuyéndolas a Atenas—
las tesis marxistas sobre la alienación económica, social y política (vid. INTRODUCCION GENERAL): aparición de las
«mercancías», noción que separa al productor de su producto; producción mercantilista; división del trabajo y de la
población; creación —por parte de «los nuevos grupos constituidos por la división del trabajo» (p. 143)— de «nuevos
órganos» estatales «para la defensa de sus intereses» (ibid.). De forma que la Antigua Atenas, como «hasta ahora, todas
las revoluciones han sido en favor de un género de propiedad y en contra de otro género de la misma (...) y de hecho,
desde la primera hasta la última de esas pretensas revoluciones políticas, todas ellas se han hecho en defensa de una
especie de propiedad» (p. 144). De todas formas, aun tratándose de una institución política, Engels no condena la
democracia característica de Atenas, ya que, según él, «no fue la democracia la que condujo a Atenas a la ruina, como lo
pretenden los pedantescos quitamoscas de los príncipes europeos» (p. 150). En cualquier caso —y aunque el capítulo sea,
más que una exposición histórica, la exposición valorativa de una tesis—, este epígrafe tiene a los ojos de Engels gran
importancia, ya que —dice— «la formación del Estado entre los atenienses es un modelo notablemente típico de la
formación del Estado en general» (p. 150). (Habría que advertir que Engels atribuye ese carácter típico al caso de Atenas
«en último término, porque estamos suficientemente enterados de sus particularidades» —p. 150—, no porque existan
datos fehacientes que induzcan a aplicar su ejemplo a otros casos).
— La «gens» y el Estado en Roma constituyen el tema del epígrafe VI. Aunque «dada la gran oscuridad en que se
encuentra toda la historia primitiva tradicional de Roma (...) es imposible decir nada positivo acerca de la fecha, del curso
o de las circunstancias de la revolución que dio fin con la antigua constitución de la gens» (p. 161), eso no es obstáculo
para que Engels describa la organización gentilicia que —de acuerdo con la tesis general de la evolución social, según el
modelo iroqués y a la luz de la teoría marxista— debió existir en tiempos anteriores a los históricos. En este sentido, y
habida cuenta de que los primeros datos que se poseen (por ejemplo el derecho hereditario por vía masculina), no
coinciden con lo que —a priori— deben ser inicios sociales, se afirma que la gens romana corresponde a una fase
posterior: «Excepto el paso al derecho paterno» —que según la tesis de Engels no puede ser originario—, «también aquí
se trasluce de una manera evidente lo iroqués» (p. 154), por ejemplo en la figura de los «dos jefes militares (cónsules) con
iguales poderes en sus funciones (como entre los iroqueses)» (p. 163); de manera que «aun admitiendo que las curias y
tribus no fuesen en parte sino formadas artificialmente, no por eso dejaban de hallarse constituidas con arreglo a
los verdaderos modelos espontáneos de la sociedad» (p. 160): hay que pensar que se trata de «modelos espontáneos»
según el criterio de Engels; el subrayado no es del autor). En la descripción conjeturada de esa sociedad se utilizan los
factores económicos como dominantes: factores conocidos, o imaginarios si faltan los datos (v. gr.: «Rómulo fue quien
debió hacer el primer reparto de tierra a los individuos», p. 153; «La propiedad territorial parece que estaba distribuida
con bastante igualdad entre el pueblo y la plebe», p. 161; etc.); estos factores económicos debieron ser —de acuerdo con
la teoría general utilizada— los que condicionaron que quedara «suprimido así el antiguo orden social, fundado en los
vínculos de sangre, y los sustituyó una verdadera Constitución de Estado basada en la división territorial y en las
diferencias de fortuna» (p. 163).
— La «gens» entre los celtas y los germanos se describe, igualmente, con arreglo al esquema evolutivo indicado
para todo el mundo. Concretamente pasa revista a los bárbaros de Escocia, Gales, Irlanda, Germanos, Rusia, etc., aunque
—por fuerza de los datos históricos— debe reconocer que estas sociedades eran monogámicas y patriarcales, como en el
caso de Roma se afirma que ello es debido a que se trata de una fase posterior en la que «el derecho materno había sido
reemplazado por el derecho paterno» (p. 173). Sobre tal base cualquier dato —por ejemplo la necesidad de un período de
siete años para consolidar las nupcias en algunas tribus, o el «ius primae noctis», o el respeto a la mujer, o cualquier otra
institución— se interpretará como «un vestigio de la familia punalúa (p. 169), «una reliquia viva de la gens organizada
con arreglo al derecho materno» (p. 172), como algo que «nos recuerda los tiempos del derecho materno» (p. 170). Para
que la tesis quede indemne se prescinde de datos o conclusiones que pudieran considerarse argumentos en contra; así, por
ejemplo, tras analizar los «vestigios» semánticos maternos, cuando un término ofrece dificultades para ser encajado, se
ignora: «Sibja (pariente) parece poderse dejar a un lado» (p. 171); o —después de apoyarse en la autoridad científica de
Kovalevski— se le desautoriza cuando «pretende que la situación descrita por Tácito suponía, no la comunidad de marca
o de localidad, sino la comunidad doméstica; de esta última es de quien, a juicio suyo, saldría más adelante la comunidad
local, por efecto de la población» (p. 177); pero esto resulta inaceptable si se quiere mantener la hipótesis de la
originalidad del «matrimonio por grupos». Conviene de todas maneras señalar la trivialidad de la conclusión que se
persigue en este capítulo (aparte de insistir en negar la «naturalidad» del matrimonio): se busca afirmar algo
perfectamente admisible, y que hubiera requerido pequeña argumentación; afirmar que «se acabó la gens el día en que la
sociedad salió de los límites dentro de los cuales era suficiente esa constitución» (p. 182) parece cosa incuestionable, sin
necesidad de haber inventado o manipulado una serie de pseudo-argumentaciones.
— La formación del Estado de los germanos se estudia en relación con la caída del Estado romano, que «se había
vuelto una máquina gigantesca y complicada, con el exclusivo fin de explotar a los súbditos» (p. 186) y de negar las
«diferencias de nacionalidades; no más galos, íberos, ligures, nórdicos, todos eran romanos» (p. 185). Con las invasiones
desaparecerá la organización de los bárbaros según gens —desaparición que Engels valora negativamente—, hasta el
punto de que hacia el siglo VIII la situación se describe como análoga a los tiempos de la caída de Roma; de todas formas,
habrían tenido los bárbaros un «misterioso sortilegio por el cual trasfundieron (...) una fuerza vital nueva a la Europa
agonizante» (p. 195); así, por ejemplo, habría que agradecerles la supresión de la antigua esclavitud (en lo que la Iglesia
nada habría influido, puesto que —para Engels— «el Cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver en la
extinción progresiva de la esclavitud. La ha practicado durante siglos en el Imperio Romano, y más adelante jamás ha
impedido el comercio de esclavos de los cristianos, ni el de los alemanes del Norte, ni el de los venecianos en el
Mediterráneo, ni más recientemente la trata de negros» (p. 188). Esas aportaciones bárbaras serían debidas a
«sencillamente... su barbarie, su constitución gentil» (p. 195), aunque hubieran perdido esa constitución al invadir el
Imperio. «¿Qué les hizo capaces de eso sino su barbarie, sus hábitos de gentiles, herencia viva de los tiempos del derecho
materno?» (p. 195). Por más que no existan datos sobre la originaria «matriarcalidad» germana, hay que suponerla, y
habrá —según el esquema de Engels— que valorar positivamente todo lo que puede entenderse como una «vuelta» a
aquella época, todo lo que suponga oponerse a la degeneración que es la civilización —el Estado, sobre todo—: «La
fuerza y la animación vitales que los germanos aportaron al mundo romano, era barbarie (...). Así se explica todo» (p.
196). «Todo» se explica por un único criterio, asentado en razones ideológicas: la primacía de la barbarie sobre la
civilización, a la que Engels dedica el último epígrafe, que se titula cabalmente de este modo:
— Barbarie y civilización. Independientemente de los datos históricos (que, por cierto, no se aportan, sino que se
suponen), y limitándose a reproducir las tesis marxistas —«El Capital, de Marx, nos será tan necesario aquí como el libro
de Morgan» (p. 197)—, sintetiza aquí Engels toda la ideología que ha servido como hilo conductor a lo largo del libro, y
que se ordena a fundamentar lo que será la sociedad post-revolucionaria. Para ello conjetura «las condiciones económicas
generales que en el estadio superior de la barbarie minaban ya la organización gentil» (p. 197), hasta desembocar en la
civilización. Señala tres grandes revoluciones prehistóricas, ligadas —claro está— a otros tantos factores económicos: a
partir de la presunta propiedad común:
1. «Las tribus de pastores se destacaron del resto de la masa de los bárbaros: primera gran división social del
trabajo» (p. 199). Aparece el cultivo de los huertos, los primeros descubrimientos industriales (metalurgia) y oficios
manuales; con todo ello «nació la primera gran escisión de la sociedad en dos clases: señores y esclavos, explotadores y
explotados» (p. 201), y, sobre todo, la sumisión de la mujer. (Aunque lo utiliza como postulado inconmovible, Engels
tiene que reconocer el carácter conjetural de todo esto: «Nada sabemos hasta ahora de cuándo y cómo pasaron los rebaños
de ser propiedad común de la tribu o de la gens a serlo de los jefes de familia» (p. 201)).
2. «La segunda gran división del trabajo; el oficio manual se separó de la agricultura» (pp. 203-204): «La esclavitud
(...) llega a ser entonces un elemento esencial del sistema social» (p. 204), y aparecen la producción mercantilista, el
comercio y la diferencia entre pobres y ricos (ibíd.). Este «paso a la propiedad privada completa se realiza poco a poco y
paralelamente al tránsito del matrimonio sindiásmico a la monogamia» (ibíd.).
3. Una tercera división del trabajo (...) crea una clase que no se ocupa de la producción, sino únicamente del cambio
de los productos, los mercaderes» (p. 206), explotadores, parásitos, miseria social (p. 207). Surge también la propiedad
inmobiliaria, y «así como el hetairismo y la prostitución pisan los talones a la monogamia, de igual modo, a partir de este
momento, la hipoteca se agarra a los faldones de la propiedad inmueble» (p. 208).
Con todo eso —la civilización—, «la gens había dejado de existir. Fue destruida por la división del trabajo, que
escindió en clases a la sociedad, y fue reemplazada por el Estado» (p. 211), que sería un «poder nacido de la sociedad,
pero que se pone por encima de ella y se le hace cada vez más extraño» (p. 212), «una fuerza de la clase más poderosa, de
la que impera económicamente» (p. 214), «un organismo para proteger a la clase que posee contra la desposeída» (p. 215),
«una máquina esencialmente destinada a tener a raya a la clase reprimida y explotada» (p. 220).
Engels pone todas estas consideraciones acerca del Estado —producto de aquella degeneración que habría sido la
civilización— en relación con el otro tema del libro (la familia): «La forma de familia que corresponde a la civilización y
vence definitivamente con ella es la monogamia, la supremacía del hombre sobre la mujer» (p. 219). Pero, al igual que en
el caso de la familia, tras la revolución asegura una forma superior que —con palabras de Morgan— «será una
reviviscencia de la libertad, igualdad y fraternidad de las antiguas gentes, pero bajo una forma superior» (p. 223).
El propio Engels ofrece sintéticamente un resumen de la tesis que —por lo que se refiere al Estado— buscaba
establecer en este libro: «El Estado no existe desde toda la eternidad. Hubo sociedades que se pasaron sin él, que no
tuvieron ninguna noción de Estado y de la autoridad del Estado. En cierto grado del desarrollo económico, necesariamente
unido a la escisión de la sociedad en clases, esta escisión hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos a paso
de gigante a un grado de desarrollo de la producción en que no sólo ha dejado de ser una necesidad la existencia de estas
clases, sino que ha llegado a ser un obstáculo positivo para la producción. Las clases desaparecerán tan fácilmente como
surgieron. La sociedad que organizará de nuevo la producción sobre las bases de una asociación libre e igualitaria de los
productores transportará toda la máquina del Estado allí donde, desde entonces, le corresponde tener su puesto: al museo
de antigüedades, junto al torno de hilar y junto al hacha de bronce» (p. 217), donde —en la primera parte del libro y por
idénticos razonamientos— había reservado también una vitrina para la «familia monogámica».

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