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La Ley de Financiamiento expedida el año pasado está en vilo. La ley fue demandada y la
Corte Constitucional ha solicitado conceptos a las instituciones oficiales y privados sobre
su conveniencia y los efectos que tendría una eventual suspensión. En el fondo, la Corte
pretende evaluar los costos económicos del cumplimiento de las normas jurídicas.
La Ley de Financiamiento fue justificada por el Gobierno como una forma de llenar o
subsanar el hueco fiscal causado por gastos indispensables. Se decía que la ley reduciría el
déficit fiscal y reactivaría la economía. Las cosas evolucionaron en forma distinta. La ley se
empleó para elevar los gravámenes a los grupos laborales por distintos caminos y bajar los
tributos a las empresas por la vía de la reducción de las tarifas a la renta y la reducción del
IVA a las importaciones. El hueco fiscal no era para el gasto indispensable, sino para
reducir los gravámenes a las empresas.
Mientras persista el elevado déficit en cuenta corriente y la caída del empleo, los buenos
oficios de reactivación se verán neutralizados por la inundación de importaciones y la baja
demanda. Para completar, la baja del impuesto de las empresas a cambio de mayores
gravámenes al trabajo es claramente contrario a la Constitución, que establece que los
impuestos deben ser progresivos y justos. Los que tienen más pagan menos.
La verdadera causa del mal desempeño de la economía es el quiebre del sector externo
originado por la apertura económica, los TLC y el tipo de cambio flexible y por la
incapacidad del Banco de la República para contrarrestar sus efectos sobre el empleo y la
producción. La Ley de Financiamiento no busca remediar la dolencia donde se causa, sino
por el camino fácil de la ampliación de las desigualdades. Se configura el típico dilema
entre el crecimiento y la distribución del ingreso. Ni más ni menos se pretenden corregir los
graves errores del pasado deprimiendo salarios y bajando los impuestos a los sectores de
altos ingresos.
Claro está que existen múltiples formas para recuperar las economías sin afectar
negativamente la distribución del ingreso. La más simple es una política industrial que
modifique la estructura de importaciones y exportaciones hacia actividades de mayor
complejidad, a tiempo que eleve la productividad del trabajo.
El desbordamiento del desempleo
La información divulgada en la última semana sobre desempleo y balanza de pagos
confirma el diagnóstico que hemos venido haciendo en forma reiterada desde hace cinco
años. La economía es materia de un diagnóstico que la está conduciendo al abismo.
Primero, el desempleo es la consecuencia de rigideces que colocan el salario por encima de
la productividad. Segundo, la balanza de pagos es regulada por la modalidad de tipo de
cambio flexible; la escasez de divisas da lugar a alzas del tipo de cambio que la corrigen.
Ambos aspectos, que aparecen en los libros de texto como verdades absolutas, no se
cumplen en la economía colombiana. En los últimos 10 años, el salario se ha ajustado por
debajo de la productividad. La tasa de cambio no tiene ninguna capacidad para corregir un
cuantioso déficit en cuenta corriente proveniente de una estructura comercial de baja
demanda externa.
Todo esto se veía venir. Nuestras advertencias del fracaso del modelo no tuvieron mayor
receptividad en los centros influyentes. El disparo del desempleo y de la tasa de cambio son
insuficientes para que se entre en razón. No habido forma de que se entienda que una
economía en que el empleo desciende a 2,5 %, la tasa de cambio se dispara, el déficit en
cuenta corriente supera el 5 % del PIB y las matrículas de las universidades privadas se
desploman, el producto nacional no puede crecer por encima de 3 % y el consumo de 4,5
%.
La ley 100 es probablemente la reforma más improvisada de la historia del país. Tanto en
las pensiones como en la salud se pretendió impulsar el avance social mediante las
privatizaciones de las empresas de servicios sociales. Los sistemas se crearon a cambio de
grandes prerrogativas a los intermediarios financieros.
El caso más ilustrativo es el de las EPS. Las empresas convirtieron el excedente de las
pirámides en enormes deudas con los hospitales que les permiten mejorar los servicios y
atraer los clientes. Se esperaba que las deudas se postergaran indefinidamente y se
cubrieran con el desbalance del activo. Sin embargo, el resultado solo se presenta en las
empresas que incrementan los afiliados. Se genera una competencia monopolística en que
unas empresas obtienen grandes ganancias, y otras experimentan pérdidas, que se trasladan
al Gobierno en la forma de quiebras o subsidios.
La situación de las pensiones es más grave. La diferencia entre la prestación del servicio y
el pago es mucho mayor. En el sistema de capitalización los Fondos Privados de Pensiones
(AFP) se apropian de las rentas mediante elevados márgenes de operación y las trasladan a
los usuarios en forma proporcional al monto de las pensiones. Por su parte, Colpensiones
por medio de la modalidad de prima media la transfiere a los usuarios del sistema con
pensiones que doblan las cotizaciones y significan una cuantiosa erogación fiscal.
La ley 100 fue el intento de adelantar las políticas sociales con estímulos al capital. Ni más
ni menos, se dio rienda suelta para que las empresas montaran pirámides y las explotaran a
su discreción. El resultado ha sido grandes retornos para el capital y subsidios que recaen
en los sectores de mayores ingresos. Luego de 25 años, se advierte que la focalización del
gasto público que debería ser uno de los mecanismos centrales para reducir las
desigualdades tiene un efecto marginal. El 40 % más pobre solo recibe el 15 % de la factura
tributaria.
Tanto los fondos privados de pensiones (AFP) como Colpensiones deben ser materia de
mayor intervención y regulación estatal. En Colpensiones es necesario limitar la prima
media a los salarios cercanos al mínimo y en el sistema de capitalización establecer salarios
de reposición menores para los afiliados de altos ingresos. En lo que respecta a la salud, la
intermediación no puede dejarse al arbitrio del poder monopólico de las EPS; se requiere la
presencia creciente del Gobierno.