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Vargas Llosa arma La civilización del espectáculo sobre un primer capítulo en el que

transita desde el T. S. Eliot de 1948 al Frédéric Martel de 2010. Entre uno y otro “la cultura
atraviesa una crisis profunda y ha entrado en decadencia”. El Eliot que lee Vargas Llosa está en
la “alta cultura”, concebida como el producto de una élite que la transmite a través de la familia
y del cristianismo que han construido Europa a lo largo de la historia. El texto de
Martel, Cultura Mainstream (Taurus, 2011), es un formidable trabajo sobre la masificada y
vulgar producción cultural actual. Su conclusión deja poco resquicio a la concepción “clásica”
de cultura: “Todo se acelera y nada será como antes”.

Entre Eliot y Martel, Vargas Llosa sitúa en La sociedad del espectáculo de Guy
Debord, publicado en francés en 1967 (Pre-textos, 1999), que interpreta el mundo como
espectáculo, el inicio de una deriva que “implica un empobrecimiento de lo humano” que mayo
de 1968 no hará sino acentuar en un tránsito en el que, como señalan Gilles Lipovetsky y Jean
Serroy en La cultura-mundo (Anagrama, 2010), la imagen y el sonido a través de las múltiples
pantallas que pueblan la vida cotidiana actual, se hacen el soporte casi universal de la cultura.

Concebir la cultura como espectáculo implica su banalización. Supone entronizar la idea de


entretenimiento en su concepción más frívola. Añadamos masificación y tendremos a la cocina,
a la moda o al fútbol ocupando el espacio público y la inteligencia privada que debería
corresponder a la literatura, al pensamiento y a la presencia de unos intelectuales desplazados a
la periferia social.

Con el agua que se lleva la alta cultura y la crítica desaparece también el erotismo, y se
hace imposible convertir el acto sexual en arte. Banalizado también el sexo, reconducido a lo
“puramente instintivo y animal”, lo genuinamente humano se disuelve. Sólo así es posible que
se den ciertos disparates. La Junta de Extremadura, en 2009, con el apoyo de la de Andalucía,
organiza dentro de su plan de educación sexual, “unos talleres de masturbación para niños y
niñas a partir de los catorce años”.

Diseñadas las grandes líneas de lo que Vargas Llosa entiende como el gran desastre cultural de
nuestro tiempo, el lector se encuentra con la agradable sorpresa de una serie de textos recogidos
por el autor desde 1996 y que se entreveran muy bien con el hilo narrativo del libro. Hilo que
cose distintas situaciones, experiencias y reflexiones por las que ha ido pasando Vargas
Llosa. Política, poder, educación, medios de comunicación, nuevas tecnologías y religión
pasan un escrutinio que en ocasiones es de extrema dureza. La situación actual del arte, de
la crítica y de los expertos que han contribuido a crear una burbuja que en su artificiosidad y
malicia tiene muchos puntos en común con la de la construcción, le proporciona a nuestro autor
munición abundante. La Bienal de Venecia le ofrece un blanco perfecto.

Podría pensarse en un Mario Vargas Llosa que sobreactúa desde el torreón de su fama y
su vida. Tal vez, pero las voces de alarma ante la transformación de la cultura y la civilización
occidental no hacen sino subir de tono.

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