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Acaban de desenterrarse en el Norte de África unos restos fósiles que retrasan en

casi cien mil años el origen de nuestra especie, el homo sapiens. Probablemente la
creencia en un dios supremo, o para el caso en varios de ellos, nació como derivada
lógica y fruto maduro de la negación de algo tan natural y tan perturbador como la
muerte de otro ser humano. El hombre lúcido, ya que llamarlo ´sabio´ o sapiens es
atribuirle una condición francamente pretenciosa, reacciona ante el dolor de la pérdida
de un ser querido como solo alguien dotado de imaginación y fantasía es capaz de
hacerlo: negando que haya ocurrido, inventándose una vida alternativa para su
ausente y teniendo que elaborar, como consecuencia necesaria de tamaño
despropósito intelectual, una trama ya de divinidades que dote de consistencia y
viabilidad al invento. Dioses y divinidades nacidos de la fantasía del homo sapiens y
de su necesidad de respuestas, se fueron antropomorfizando y socializando con el
paso de los eones y la sucesión de las diferentes generaciones.

Problema. Como siempre sucede cuando se dan soluciones simples a asuntos


complejos, las soluciones acaban engendrando muchos más problemas y más
complejos que los que pretendían solucionar inicialmente. Así, con la creación de una
cohorte de divinidades invisibles y silentes, surgieron las castas sacerdotales, que
actúan como intermediarios imperativos con acceso restringido e interlocución
privilegiada con las divinidades que gobiernan el, por otra parte inaccesible, más allá.

Todo estaría bien hallado y bien encontrado si la casta sacerdotal se hubiera limitado
a explicarnos las delicias del más allá, en formato de lúbricas vírgenes en espera del
meritorio suicida o lo que quedara de él, por ejemplo, o los terribles castigos que nos
esperarían en el infierno a quienes infringiéramos las estrictas reglas comunicadas
previamente por la divinidad al intermediario sacerdotal. Pero la tentación llega, y es
difícil que una organización humana, aunque sea al servicio de lo divino, se resista a
utilizar el poder que otorga el acceso a esa información divina para utilizarla en
beneficio propio, en forma de acaparamiento de poder y de riquezas.

Tres grandes religiones monoteístas, si consideramos al catolicismo, el protestantismo


y la ortodoxia como meras derivaciones del cristianismo originario, dominan hoy el
mundo. Estas tres grandes religiones, junto con el esotérico budismo, son las grandes
ganadoras en la competición por dar forma a las pobres ilusiones y a las creencias
infantiles del homo sapiens, trescientos mil años y cientos de generaciones después
de que viviera nuestro ancestro recientemente desvelado. Religiones que han dado
consuelo a muchas almas dolientes, pero también han sido y siguen siendo una
fuente continua de dolor, muerte y profundo sufrimiento para miles de personas y
sociedades, víctimas de los caprichos, pecados y ansias de poder de estos dioses y
sus siervos sacerdotales.

Y es que no hace tanto que la inquisición católica incendiaba las tinieblas el mundo
conocido, quemando herejes y brujas por doquier, en nombre, eso sí, de un dios
recientemente encarnado y supuestamente compasivo. Ni tantos siglos desde que las
hordas de soldados adornados con la cruz y al grito de ´Dios sabrá reconocer a los
suyos´ pasaron a sangre y fuego a todos los habitantes del pueblo de Saint Michel,
para asegurarse al cien por cien de que perecieran también los herejes albigenses
que se ocultaban entre ellos.
Si uno se pregunta por el origen de tanta maldad y sufrimiento, basta leer el Antiguo
Testamento, una especie de relato estremecedor de violencia, violaciones, incestos,
guerras, venganzas y asesinatos amparados o directamente reclamados por el
sanguinario dios de Abraham, cuyas extraña preferencia por beneficiar a una parte
numéricamente marginal de la raza humana , en concreto el pueblo judío, nunca ha
sido suficientemente razonada.

Así pues, puede que a muchos les extrañe que otra invocación del dios único, en este
caso Alá, esté en la boca de los desalmados y crueles asesinos que esta semana
acabaron una vez más con la vida de muchos inocentes en un puente de Londres y,
entre ellas, la de un mártir español, llamado Ignacio Echeverría. A mí, visto lo visto, no
me extraña. Solo espero que alguna vez se acabe esta pesadilla de religiones, que
pongamos a los dioses y divinidades donde les corresponde, sea en una urna de plata
o en un cuento de libro, que despojemos de autoridad a sus crueles e insaciables
sacerdotes y nos dediquemos entonces como auténticos hombres sabios, ahora sí
´sapiens´, a vivir en paz y enterrar a nuestros seres queridos sin otra ceremonia ni
mayor pretensión de transcendencia que celebrar su vida y llorar por su muerte.

Acaban de desenterrarse en el Norte de África unos restos fósiles que retrasan en


casi cien mil años el origen de nuestra especie, el homo sapiens. Probablemente la
creencia en un dios supremo, o para el caso en varios de ellos, nació como derivada
lógica y fruto maduro de la negación de algo tan natural y tan perturbador como la
muerte de otro ser humano. El hombre lúcido, ya que llamarlo ´sabio´ o sapiens es
atribuirle una condición francamente pretenciosa, reacciona ante el dolor de la pérdida
de un ser querido como solo alguien dotado de imaginación y fantasía es capaz de
hacerlo: negando que haya ocurrido, inventándose una vida alternativa para su
ausente y teniendo que elaborar, como consecuencia necesaria de tamaño
despropósito intelectual, una trama ya de divinidades que dote de consistencia y
viabilidad al invento. Dioses y divinidades nacidos de la fantasía del homo sapiens y
de su necesidad de respuestas, se fueron antropomorfizando y socializando con el
paso de los eones y la sucesión de las diferentes generaciones.

Problema. Como siempre sucede cuando se dan soluciones simples a asuntos


complejos, las soluciones acaban engendrando muchos más problemas y más
complejos que los que pretendían solucionar inicialmente. Así, con la creación de una
cohorte de divinidades invisibles y silentes, surgieron las castas sacerdotales, que
actúan como intermediarios imperativos con acceso restringido e interlocución
privilegiada con las divinidades que gobiernan el, por otra parte inaccesible, más allá.

Todo estaría bien hallado y bien encontrado si la casta sacerdotal se hubiera limitado
a explicarnos las delicias del más allá, en formato de lúbricas vírgenes en espera del
meritorio suicida o lo que quedara de él, por ejemplo, o los terribles castigos que nos
esperarían en el infierno a quienes infringiéramos las estrictas reglas comunicadas
previamente por la divinidad al intermediario sacerdotal. Pero la tentación llega, y es
difícil que una organización humana, aunque sea al servicio de lo divino, se resista a
utilizar el poder que otorga el acceso a esa información divina para utilizarla en
beneficio propio, en forma de acaparamiento de poder y de riquezas.

Tres grandes religiones monoteístas, si consideramos al catolicismo, el protestantismo


y la ortodoxia como meras derivaciones del cristianismo originario, dominan hoy el
mundo. Estas tres grandes religiones, junto con el esotérico budismo, son las grandes
ganadoras en la competición por dar forma a las pobres ilusiones y a las creencias
infantiles del homo sapiens, trescientos mil años y cientos de generaciones después
de que viviera nuestro ancestro recientemente desvelado. Religiones que han dado
consuelo a muchas almas dolientes, pero también han sido y siguen siendo una
fuente continua de dolor, muerte y profundo sufrimiento para miles de personas y
sociedades, víctimas de los caprichos, pecados y ansias de poder de estos dioses y
sus siervos sacerdotales.

Y es que no hace tanto que la inquisición católica incendiaba las tinieblas el mundo
conocido, quemando herejes y brujas por doquier, en nombre, eso sí, de un dios
recientemente encarnado y supuestamente compasivo. Ni tantos siglos desde que las
hordas de soldados adornados con la cruz y al grito de ´Dios sabrá reconocer a los
suyos´ pasaron a sangre y fuego a todos los habitantes del pueblo de Saint Michel,
para asegurarse al cien por cien de que perecieran también los herejes albigenses
que se ocultaban entre ellos.
Si uno se pregunta por el origen de tanta maldad y sufrimiento, basta leer el Antiguo
Testamento, una especie de relato estremecedor de violencia, violaciones, incestos,
guerras, venganzas y asesinatos amparados o directamente reclamados por el
sanguinario dios de Abraham, cuyas extraña preferencia por beneficiar a una parte
numéricamente marginal de la raza humana , en concreto el pueblo judío, nunca ha
sido suficientemente razonada.

Así pues, puede que a muchos les extrañe que otra invocación del dios único, en este
caso Alá, esté en la boca de los desalmados y crueles asesinos que esta semana
acabaron una vez más con la vida de muchos inocentes en un puente de Londres y,
entre ellas, la de un mártir español, llamado Ignacio Echeverría. A mí, visto lo visto, no
me extraña. Solo espero que alguna vez se acabe esta pesadilla de religiones, que
pongamos a los dioses y divinidades donde les corresponde, sea en una urna de plata
o en un cuento de libro, que despojemos de autoridad a sus crueles e insaciables
sacerdotes y nos dediquemos entonces como auténticos hombres sabios, ahora sí
´sapiens´, a vivir en paz y enterrar a nuestros seres queridos sin otra ceremonia ni
mayor pretensión de transcendencia que celebrar su vida y llorar por su muerte.

Acaban de desenterrarse en el Norte de África unos restos fósiles que retrasan en


casi cien mil años el origen de nuestra especie, el homo sapiens. Probablemente la
creencia en un dios supremo, o para el caso en varios de ellos, nació como derivada
lógica y fruto maduro de la negación de algo tan natural y tan perturbador como la
muerte de otro ser humano. El hombre lúcido, ya que llamarlo ´sabio´ o sapiens es
atribuirle una condición francamente pretenciosa, reacciona ante el dolor de la pérdida
de un ser querido como solo alguien dotado de imaginación y fantasía es capaz de
hacerlo: negando que haya ocurrido, inventándose una vida alternativa para su
ausente y teniendo que elaborar, como consecuencia necesaria de tamaño
despropósito intelectual, una trama ya de divinidades que dote de consistencia y
viabilidad al invento. Dioses y divinidades nacidos de la fantasía del homo sapiens y
de su necesidad de respuestas, se fueron antropomorfizando y socializando con el
paso de los eones y la sucesión de las diferentes generaciones.

Problema. Como siempre sucede cuando se dan soluciones simples a asuntos


complejos, las soluciones acaban engendrando muchos más problemas y más
complejos que los que pretendían solucionar inicialmente. Así, con la creación de una
cohorte de divinidades invisibles y silentes, surgieron las castas sacerdotales, que
actúan como intermediarios imperativos con acceso restringido e interlocución
privilegiada con las divinidades que gobiernan el, por otra parte inaccesible, más allá.

Todo estaría bien hallado y bien encontrado si la casta sacerdotal se hubiera limitado
a explicarnos las delicias del más allá, en formato de lúbricas vírgenes en espera del
meritorio suicida o lo que quedara de él, por ejemplo, o los terribles castigos que nos
esperarían en el infierno a quienes infringiéramos las estrictas reglas comunicadas
previamente por la divinidad al intermediario sacerdotal. Pero la tentación llega, y es
difícil que una organización humana, aunque sea al servicio de lo divino, se resista a
utilizar el poder que otorga el acceso a esa información divina para utilizarla en
beneficio propio, en forma de acaparamiento de poder y de riquezas.

Tres grandes religiones monoteístas, si consideramos al catolicismo, el protestantismo


y la ortodoxia como meras derivaciones del cristianismo originario, dominan hoy el
mundo. Estas tres grandes religiones, junto con el esotérico budismo, son las grandes
ganadoras en la competición por dar forma a las pobres ilusiones y a las creencias
infantiles del homo sapiens, trescientos mil años y cientos de generaciones después
de que viviera nuestro ancestro recientemente desvelado. Religiones que han dado
consuelo a muchas almas dolientes, pero también han sido y siguen siendo una
fuente continua de dolor, muerte y profundo sufrimiento para miles de personas y
sociedades, víctimas de los caprichos, pecados y ansias de poder de estos dioses y
sus siervos sacerdotales.
Y es que no hace tanto que la inquisición católica incendiaba las tinieblas el mundo
conocido, quemando herejes y brujas por doquier, en nombre, eso sí, de un dios
recientemente encarnado y supuestamente compasivo. Ni tantos siglos desde que las
hordas de soldados adornados con la cruz y al grito de ´Dios sabrá reconocer a los
suyos´ pasaron a sangre y fuego a todos los habitantes del pueblo de Saint Michel,
para asegurarse al cien por cien de que perecieran también los herejes albigenses
que se ocultaban entre ellos.
Si uno se pregunta por el origen de tanta maldad y sufrimiento, basta leer el Antiguo
Testamento, una especie de relato estremecedor de violencia, violaciones, incestos,
guerras, venganzas y asesinatos amparados o directamente reclamados por el
sanguinario dios de Abraham, cuyas extraña preferencia por beneficiar a una parte
numéricamente marginal de la raza humana , en concreto el pueblo judío, nunca ha
sido suficientemente razonada.

Así pues, puede que a muchos les extrañe que otra invocación del dios único, en este
caso Alá, esté en la boca de los desalmados y crueles asesinos que esta semana
acabaron una vez más con la vida de muchos inocentes en un puente de Londres y,
entre ellas, la de un mártir español, llamado Ignacio Echeverría. A mí, visto lo visto, no
me extraña. Solo espero que alguna vez se acabe esta pesadilla de religiones, que
pongamos a los dioses y divinidades donde les corresponde, sea en una urna de plata
o en un cuento de libro, que despojemos de autoridad a sus crueles e insaciables
sacerdotes y nos dediquemos entonces como auténticos hombres sabios, ahora sí
´sapiens´, a vivir en paz y enterrar a nuestros seres queridos sin otra ceremonia ni
mayor pretensión de transcendencia que celebrar su vida y llorar por su muerte.

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