Finalmente Justiniano encontró un par de tardes libres. Normalmente se quedaba trabajando en
casa un día cada semana, pero ahora decidió hacerlo dos días seguidos, aprovechando que no tenía ninguna reunión. Para combatir sus tendencias a seguir trabajando al anochecer, y a menudo hasta avanzadas horas de la noche, tomó la determinación de detenerse puntualmente a las seis todos los días, salvo verdaderas emergencias, que no hubo. A esa hora preparó la cena (cocinó una vez en cantidad suficiente para los dos almuerzos y las dos cenas, para ganar tiempo), cenó, eligió tres discos compactos (Bach, Armstrong, Washington Jr.), un long play (Ruby Braff) y se embarcó en la deliciosa tarea de escribir un cuento y un par de poemas. Tendido boca abajo en la alfombra examinó su cuento apenas empezado y se largó en su computadora portátil. Estuvo horas en esa posición, leyendo y escribiendo, a veces, riéndose solo, pensando, interrumpido solamente por sus deseos de cambiar o repetir la música de vez en cuando, u ocasionalmente ir al baño. Como a las dos de la mañana se dio cuenta de que era tarde y mejor se acostaba, sino iba a amanecer cansado el segundo día. Se estableció una lucha interna entre escribir el último segmento del cuento ahora que estaba lanzado y la forma final le susurraba adentro, o acostarse a dormir. Siguió, mas el cansancio le nubló las ideas. Decidió descansar. Pero apenas apagó la luz comenzó a sonar el teléfono. Levantó el auricular con curiosidad y desasosiego, quien diablos podría estar llamando a esa hora, le habría pasado algo a su hermana, o quizás una de sus hijas en Europa se había confundido nuevamente con el cambio de hora y lo llamaba en medio de la noche. Escuchó un tono largo, silencio, el mismo tono, silencio. “Un fax”, exclamó. Salió rápidamente de su cama y caminó al cuarto chico que él llamaba “escritorio”, a apretar el botón verde que engancha manualmente el aparato de fax. Enganchó. Esperó un par de minutos, pero no salió nada. Sonó el pito de error. Terminó la conexión. Esperó otro poco, por si intentaban de nuevo. Nada. Volvió a la cama. Apagó la luz, y no había ni alcanzado a voltearse cuando ésta se encendió. Se sentó. “Qué quiere decirme ahora”, pensó. Sonó el teléfono nuevamente. Tono, silencio, tono. Esta vez corrió al aparato del fax. Esperó y esperó, hasta que el pito de error comenzó nuevamente su desagradable sonido de alarma. “La próxima vez lo dejo que enganche sólo, es más lento, pero ya me cabreó”, se dijo. Antes de llegar a la pieza ya estaba sonando el teléfono otra vez. Sentado en la cama esperó que el aparato de fax enganchara automáticamente. Lo hizo, pero con el mismo resultado anterior. Molesto, decidió salir a caminar. Miró la hora, las dos y media. Sonrió, la idea de salir a caminar a esa hora le hacía gracia. Afuera hacía frío, mas no tanto. El barrio a oscuras, salvo por la luz de un farol. Silencio. Los árboles, la mayoría ya sin hojas, daban la impresión de fantasmas esqueléticos. Echaba de menos el canto nocturno de los grillos, que este año se había extendido hasta bien avanzado el otoño. No soplaba ni una brisa. Calma. Al dar vuelta la esquina se encontró, para su sorpresa, con una luna tan grande y tan hermosa que casi se cae de espaldas. En un pequeño claro entre las nubes, que tenían el cielo enteramente tapado, estaba magníficamente instalada esta luna señorial, llena hasta la mitad, en el lado izquierdo, mientras que el derecho completaba una perfecta esfera en forma semi-transparente. No recordó haberla visto nunca así, con un lado sólido y el otro en transparencia. La admiró unos minutos, absorto. Recordó que Clara le había pedido que mirara el cielo, que ella estaría allí iluminándolo, en forma de estrella. Pero no era la primera vez que sucedía, que Clara se equivocaba. A veces sí, se le aparecía en forma de estrella. Pero a menudo se le dejaba caer en la luna. Como aquel día, pensó, volviendo del trabajo, cuando el cielo estaba incluso más nublado que ahora, y al bajar el declive en el camino a su casa se le apareció de súbito la luna, también majestuosa, llena y grande, enorme, en tonos amarillo- naranja. En esa oportunidad lo primero que había hecho al llegar a casa fue prender su computadora y verificar si tenía mensajes, y como había presentido, había uno de Clara, largo, cautivante, donde le contaba que casi había llorado con sus flores y le regalaba más de sus versos hermosos y cada vez más personales. Justiniano, habituado a la vida en el norte, sentía como pedacitos de su país natal le iban volviendo a través de Clara. Se acordó de algunos versos (tu rostro velado me recorre / de mar a cordillera / y me pierdo en el vértigo / del precipicio). Mar, cordillera, precipicio. Otras veces eran los nombres de las flores, los tipos de pájaros. Elementos de su tierra natal (aunque precipicio…). Se le ocurrió que al iniciarse su comunicación con Clara, hacía más de veinticuatro años que había dejado definitivamente su país. Veinticuatro, número con una cierta magia matemática. Tanta vida de por medio. De pronto, una luz interior se encendió. Desde que Clara estuvo unos días enferma, Leona de la Villa se las había ingeniado para integrar el aparato de fax de su amiga al sistema de comunicación vía Internet. Cuando Justiniano escribía, llegaba el mensaje al computador de Leona, quien se lo enviaba a Clara convertido en fax. Cuando Clara escribía el proceso era al revés, lo enviaba desde su aparato de fax al computador de Leona, desde donde el mensaje seguía en forma electrónica su viaje hacia el computador de Justiniano. La lámpara de su velador, el teléfono, el tono de fax, la luna majestuosa, no podía significar otra cosa. “Pero que imbécil soy” se dijo, y volvió a su casa con paso apresurado. Efectivamente, un mensaje de Clara esperaba en su correo electrónico. Lo imprimió para llevárselo a su cuarto y leerlo tendido en su cama, el postre antes de dormirse. Camino a su cuarto pasó frente al cuarto chico, donde se encontraba su aparato de fax. Con sorpresa se dio cuenta de que también había llegado una página. La examinó. No tenía ni destinatario, ni remitente, ni saludo, ni número de teléfono, ni fecha, ninguna seña de transmisión. Sólo un párrafo largo, empezado a mitad de oración, seguido de otro corto. Los leyó, y si no hubiese tenido una mano sobre el respaldo de una silla, allí mismo se cae. Era el final de su cuento.