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El club Lovecraft
ePub r1.0
lenny 26.11.13
Título original: El club Lovecraft
Antonio Lázaro, 2007
Retoque de portada: lenny
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AL QUE HA DE VENIR,
AL QUE LLAMADO ESTÁ
A DESPERTAR AL
MORADOR
QUE SE DEMORA.
AQUEL QUE DESGARRÓ
LAS FAUCES DEL LEÓN
EN EL CIRCO.
AQUEL CUYA PIEL
EL FUEGO IMPÍO
NO LOGRÓ
CHAMUSCAR.
AL QUE PADECIÓ LA
DISCIPLINA
CIRCULAR SIN UN
GEMIDO
Y SOBREVIVIÓ AL
ATAQUE DE
LOS PERROS DE
TÍNDALOS.
EL ELEGIDO, EL ÚNICO
DIGNO DE LA CLAVE
POSEER.
***
En el Casón de los López se puede
desayunar en un patio saturado de
símbolos, bajo castizos balcones
rebosantes de tiestos populares y
jarrones chinos, pavos reales, vírgenes,
estrellas de David, mándalas y cruces.
El club se va desperezando entre cafés
con leche humeantes y pulgas de salmón
con roquefort.
Bruno está eufórico. ¡Un ejemplar
del Necronomicón fehacientemente
localizado! En cierto modo, a pesar de
la negativa de Frankel a desprenderse
del libro, puede decirse que él ya ha
cumplido con su parte comunicando el
paradero y enviando un e-mail a sus
clientes en USA. Él ha puesto todos los
medios a su alcance, ha hecho una
ventajosa oferta y todavía cabe la
posibilidad de que el alemán
reconsidere el asunto.
—No creo que lo haga —afirma
Leo. Está cargando su primera pipa del
día. Generalmente, hasta bien entrado el
mediodía no lo hace, pero se nota
alterado últimamente y no duerme
demasiado bien. La última noche, sin ir
más lejos, se repitieron los sueños.
Recuerda que la acción sucedía en el
refectorio de un convento. Unos frailes
azotaban ritualmente a un pobre hombre
descamisado que se doblaba en el suelo.
Se desveló y escuchó el lejano canto
de maitines, el delicado himno al sol
que provenía de alguna clausura
próxima.
—No, no va a vender. Aunque dejó
caer que el dinero le vendría bien.
Leo explica que tiene la impresión
de que se trata de una especie de
transmisión. El libro contiene saberes
peligrosos, es un objeto de poder,
potencialmente peligroso si lo manejan
manos inadecuadas, y Frankel se siente
su custodio, su guardián.
—Claro, ¿no decís que lo tiene
encerrado en una urna? —observa
Sergio.
—El alemán tiene dudas acerca de si
nosotros somos los receptores
adecuados por la manera, digamos
espuria, con que hemos abordado el
asunto. Sólo le facilitará el libro a quien
considere digno de ello —asegura
Leonardo.
Bruno va a cobrar de todos modos;
no, desde luego, la jugosa comisión que
esperaba, pero, por alguna razón, el
dinero ya no es el argumento principal.
Quiere saber más, necesita hacerlo.
Ebrio de un éxito vacuo, presiente una
encrucijada en su camino que se esconde
en algún punto del laberinto urbano de
Toledo y que se relaciona directamente
con ese libro y con su oscuro
significado. Por otro lado, el
reencuentro con Leonardo y su mundo
perdido le procura gratas sensaciones,
el retorno de una antigua energía
dormida que revive. No va a dejar que
todo eso se desvanezca como un terrón
de azúcar en el té que se dispone a
beber.
—Si queda un ejemplar de aquella
edición, habrá otros, y estoy convencido
de que alguno de ellos está en Toledo.
Las palabras de Bruno no necesitan
ratificación expresa. Para los miembros
del club está claro que la búsqueda
continúa.
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En el interior de su mente los ha visitado
ya un montón de veces. Puede
reconstruir a la perfección los accesos a
través de túneles infectos en cuyos
recovecos se acumulan esqueletos.
Escalinatas retorcidas hasta la cascada
del agua santa y el punto en que se abre
la gran bóveda de abajo, cuyo acceso
vigilan los guardianes: dragones o
sierpes de humeantes fauces que en
Toledo llaman «tarascas». Ha visto
también las imágenes y las gárgolas, la
guardia pretoriana de gelatinosos
shoggots que acechan el inmenso sello
estelar que aherroja al Gran Durmiente,
al que vivifica la humedad del sacro
manantial, pues es el agua su elemento
preferido. En sus ataúdes verticales los
Primordiales yacen en su muerte
aparente, pero ejercen todo su poder
mental interfiriendo los mensajes de los
amos, comunicando instrucciones a sus
súbditos y aliados de arriba para que
perpetúen, por espacio de un ciclo más,
un statu quo cuya abolición significará,
paradójicamente, su éxito final. Pero él
actúa en superficie y ahora sólo espera
sintonizar y poder visualizar la casa del
alemán en todos sus detalles: accesos,
obstáculos, dormitorio del hombre y,
ante todo, la ubicación del libro.
***
***
***
En su ático de Madrid, Lucía contempla
el ocaso. Su mirada se pierde en
lejanías de crepúsculo pensando en
Bruno, hondamente preocupada. Él está
voluntariamente arrapado en el laberinto
de Toledo y en la quimera de un libro
que a su vez cifra la ciudad, y con ella el
misterio de los mundos y su historia
secreta, tan enorme que rebasa toda
percepción humana.
En todo crepúsculo peligran los
héroes solares y Bruno cree serlo. Al
final de su misión y en cumplimiento de
la misma, están condenados a la
autoinmolación.
Hace un poco de fresco y mientras
regresa al salón y cierra la puerta de la
terraza convertida en un aéreo jardín,
Lucía se pregunta si Bruno no estará
buscando precisamente eso, su
inmolación, al prolongar su estancia en
Toledo. Sabía que lo haría, que no
arrojaría la toalla tras los primeros
asaltos. Prefería el KO, pero estaba
preparado para resistir a los puntos. Se
lo había avisado en su última llamada:
—Está pasando algo, en la ciudad y
dentro de mí mismo. Vamos a seguir,
venda o no venda el alemán.
Lucía ya lo sabía. Vestida con
holgados ropajes negros, parece una
viuda distinguida. Y es que prefiere el
negro, siempre lo hizo. Es una opción de
orden más práctico que estético,
simplemente le favorece. Pero, en cierto
modo, su relación de «eterna novia» de
un Indiana Jones mesetario ¿no la
convertía en una especie de viuda,
siempre recordando, proyectando,
atrapando instantes en medio de la vida
errática de ese nómada contemporáneo?
Bruno habla mucho, pero revela
poco de sí mismo. Ella sabe de su
desesperación interior, de lo poco que
valora sus éxitos, en los que cifra el
fracaso de tantos otros atrapados en el
anonimato. Siempre deseó hacer algo
grande, valioso para su tribu (que era la
raza humana en su conjunto); redimirse
de un cierto complejo de gafe que lo
atormentaba. Sólo una vez le habló de
ello, claro que había bebido demasiado.
En sus primeros viajes como
reportero había visitado la antigua
Yugoslavia, Ghana y Sri Lanka. En todos
esos países, inmediatamente después de
su partida, se habían desatado terribles
conflictos civiles, con grandes matanzas
en las que habían perecido no pocos
amigos y conocidos. Una
incomprensible sensación de culpa le
atormentaba desde entonces a propósito
de aquello.
—Por donde voy —había dicho—,
el diablo me sigue los pasos.
Era difícil que ella pudiera
confortarlo, hablarle de coincidencias
cuando se ponía así. Bruno no creía en
la casualidad y sabía que ella tampoco.
Oscuramente, Lucía liga la aventura del
Necronomicón a esa herida, a las
aprensiones de su compañero. De alguna
forma, en su fuero interno, él asociaba
su éxito al dolor que se había desatado
tras su paso por determinados países, y
eso le restaba valor, lo devaluaba
claramente. Una y otra vez, pretendía
oscuramente demostrar algo distinto,
demostrárselo a sí mismo. Al recuerdo
de Lucía regresan unos versos de
Tennyson:
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Y’AI’NG’NGAH YOG-
SOTHOTH H’EE-L’GEB F’AI
THRODOG UAAAH
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ES BELLO EL MUNDO A
VECES,
BELLO PESE A LOS
HOMBRES:
MUCHO MÁS SIN ELLOS
SERÁ.
Tras aproximarse tanto como puede
al sofá de plástico marrón en que está
tumbado Tomislav para comprobar si
efectivamente está dormido, Yolanda se
despoja de las esposas cuyo cierre ya
había abierto con el clip. Rápidamente,
se despoja del absurdo traje de novia
desgarrado y salpicado de lamparones
que el psicópata le obligó a ponerse, y
se viste su vaquero, su camisa y su
chaqueta de piel. Una mirada al sofá le
dice que Tomislav sigue soñando en voz
alta. Con sigilo se pone los zapatos y de
puntillas, procurando no hacer ruido,
arranca a caminar en busca de la calle.
Entre el patio y la calle hay un
zaguán que también tiene acceso desde
otro salón de la planta baja y desde la
escalera que sube a las plantas
superiores. Mientras descorre el
desencuadernado portón que separa el
patio del zaguán, Yolanda se voltea para
mirar hacia donde su carcelero reposa.
Medio atascada en un surco del suelo, la
puerta se resiste a girar. Finalmente,
consigue abrir un hueco mínimo, lo justo
para permitirle pasar su cuerpo menudo.
Primero un pie, luego una mirada hacia
dentro para comprobar que Tomislav
sigue en su sitio, luego la otra pierna…
Uf, ya está toda ella en el zaguán,
antesala de la calle, de la libertad.
Pero la última vez que ha mirado a
Tomislav, Tomislav no estaba en el sofá
de plástico marrón. Yolanda se voltea
conteniendo la respiración.
No ha visto a Tomislav la última vez
que ha mirado sencillamente porque está
allí, frente a ella, con su revuelta melena
jara y sus fulgurantes ojos verdes como
dos pozos de infinita malignidad.
—Oh, querida —dice perversamente
—, no es educado salir de paseo sin
avisar a tu pareja, ¿no te parece?
Tiene que actuar y actúa. Sabe lo
que le espera si fracasa en el intento;
algo mucho peor que el horror que ya
conoce. La pala está ahí, como pidiendo
ser usada. Es una pala cariada y
moteada de óxido viejo, una de esas
cosas desechadas procedentes de alguna
obra remota. La toma y le golpea en la
cabeza. Puede sentir cómo la hoja de la
pala hiende su cráneo. El serbio, con el
rostro ensangrentado, sonríe antes de
caer.
Convencida de que puede haberlo
matado, Yolanda corre hacia la puerta
principal. Tomislav la ha atrancado para
estorbar visitas no deseadas. Le lleva su
trabajo retirar los obstáculos que él ha
acumulado para formar una especie de
tosca barricada frente al mundo exterior.
Justo cuando, jadeando, se dispone a
accionar el tirador, algo la roza en el
hombro.
Algo viscoso y reptante dotado de
una musculatura inapelable. Ladea hacia
abajo su mirada semiparalizada por el
terror y ve un tentáculo, uno de esos
tentáculos que divisó en el espejo
cuando él se hacía su lavado por partes,
sólo que ahora es mucho más largo que
entonces.
Tomislav, con el pelo y la cara
empapados de sangre, está detrás de ella
y el tentáculo aferra su hombro como
una garra. Ahora ya no sonríe, está
furioso, el tentáculo la obliga a girarse y
encararlo y él le dice «perra» mientras
el otro tentáculo la golpea en la boca
con la fuerza de diez puños.
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