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Las Galias fue una de las regiones donde más rápidamente floreció y
se extendió la vida monástica latina. Uno de sus promotores principales
fue San Martín de Tours (ca. 315-397), quien pasa por ser el primer
monje-obispo en Occidente, y el primer santo no mártir que alcanzó una
gran popularidad, sobre todo por su fama de taumaturgo, y gracias a la
biografía que escribió sobre él Sulpicio Severo. También en las Galias,
destacó el Monasterio de Lerins (isla cercana a la costa azul), fundado entre
los años 400-410 por San Honorato (+ ca.428), que fue luego obispo de
Arlés. A él perteneció, entre otros, uno de los más conocidos escritores de
la época: San Vicente de Lerins (+ 450), autor del Conmonitorium.
La oración, en cuanto unión íntima con Dios, se veía como meta, pero
también como medio ascético importante, de forma que por ella se puede
medir el progreso espiritual. La llamaban también «obra principal» de su
vida. No había una clara precisión de conceptos: contemplación (theoria)
parece indicar una realidad más elevada que la simple oración, pero
aparecen con frecuencia casi como sinónimos.
El objetivo es alcanzar una oración única e ininterrumpida, continua:
los textos de la Sagrada Escritura son claros al respecto y, como ya hemos
comprobado entre los primeros cristianos, nadie los cree hiperbólicos.
Existió una interpretación literalista (mesalianos): todo ha de ser oración
vocal o mental; pero la interpretación más común, siguiendo a Orígenes y a
otros Padres, habla de un «estado de oración», de transformar todo en
oración: que la «actividad escondida» sea siempre según Dios. Una minoría
erudita lo interpreta como estado de pura intelectualidad; mientras la
mayoría hablan del «recuerdo de Dios», es decir, un
hábito continuo sostenido por actos intermitentes.
Por una parte, desde principios del siglo IV, el ideal de santidad
martirial, aunque nunca desaparecerá de la vida de la Iglesia, ya no estaba
directamente presente ante la mayoría de los cristianos. Por otra, la
facilidad y el aumento de las conversiones, junto a la imparable
cristianización de la misma sociedad, supusieron un gran impulso a la
espiritualidad cristiana, pero produjeron también, en buena parte del pueblo
fiel, un cierto efecto negativo: una sensible relajación de las costumbres y
un deterioro del mismo ideal y afán de santidad, tan característico de los
primeros tiempos.
Los ojos de todos se volvieron así a los recién aparecidos monjes,
que mantenían, en general, un alto nivel moral y espiritual en sus vidas. De
esta forma, la santidad monástica sustituyó pronto a la santidad martirial
como modelo de vida cristiana, tanto a nivel práctico como teórico. Ahora
bien, así como todo cristiano podía ser mártir, y la vía conversión-martirio
era un verdadero camino de santidad universal en los primeros siglos, no
todo cristiano podía ser monje.
Para equilibrar ese camino hacia la unión con Dios, inculca algunos
importantes principios, que se han hecho clásicos: «No adherirse a las
cosas pasajeras como si fueran eternas, ni despreciar las eternas como si
fueran transitorias»2; «debe realizarse todo como conviene que
se hagan aquellas cosas que están bajo los ojos del Señor, y debe pensarse
todo como conviene que se piensen las cosas que son vistas por Él» 3.
(2. SAN BASILIO, Homilías, 3.3.) (3. SAN BASILIO, Gran Asceticón, 5, 5.)
San Juan Crisóstomo nació entre los años 344 y 347 en Antioquía.
Fue educado esmeradamente por su madre viuda, y bautizado en el 368 por
el obispo Melecio. Al morir su madre, vivió seis años como monje. En el
381 fue ordenado diácono por el mismo Melecio; y en el 386 presbítero por
Flaviano, el nuevo obispo. Durante doce años desempeñó su ministerio en
Antioquía, descollando por su elocuencia en la predicación sagrada, que le
valió el famoso apelativo Crisóstomo (boca de oro).
Todo ello es acción del Espíritu Santo. Por parte del cristiano se
exige correspondencia, que se expresa en la fidelidad al deber, según el
estado de vida de cada cual; también cuando se presenta en forma de
especial dificultad, de Cruz.
Otro monje escritor de gran influjo fue San Nilo de Ancira (+ ca.
430), conocido también como el Sinaíta. En particular, mantuvo una
abundante correspondencia de dirección espiritual con muchas personas (se
conservan más de mil Cartas suyas). También merece ser
recordado Marcos el Ermitaño (+ 430), abad de un monasterio de Ancira,
aunque pasó sus últimos años como eremita. Conservamos de él diversos
tratados sobre las virtudes monásticas.
Por otra parte, contra los pelagianos, San Agustín afirma que la
oración es, al mismo tiempo, efecto de la gracia y medio para
obtenerla. Hay una estrecha relación entre necesidad y valor de la oración y
necesidad de la gracia. La oración, finalmente, se hace en unión con la
oración de Jesucristo cabeza: «Jesús ora por nosotros como nuestro
sacerdote, ora en nosotros como nuestra cabeza, es orado por nosotros
como nuestro Dios»15. (15. SAN AGUSTÍN, Sobre los salmos, 85, I.)
San León Magno, nacido a fines del siglo IV, fue Papa entre el 440 y
el 461. Conservamos un centenar de Sermones suyos, que son una de las
mejores colecciones de la época; y unas 150 Cartas. Su doctrina depende,
sobre todo, de San Agustín. Fue fundamentalmente un gran pastor, por 10
que su enseñanza es muy práctica, dirigida a remover la vida cristiana de
los fieles, a llevarles a la unión con Cristo, mediante la oración, la
penitencia y las virtudes.
San Fulgencio de Ruspe (ca.467-533) es uno de los principales
discípulos de San Agustín en todas las cuestiones relativas a la gracia, en
polémica con los semipelagianos. Enseña claramente cómo la coordinación
entre gracia y libertad es mayor precisamente cuando más eficaz es la
gracia, dependiendo, a su vez, dicha eficacia de la colaboración humana.