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Reseñas

47 de lecturas sobre
geopolítica y
economía global
Thieves of State: Why Corruption
Threatens Global Security
Chayes, Sarah, (2015), W. W. Norton & Company, Nueva York.

“La corrupción gubernamental aguda y abusiva genera respuestas


extremas y, por lo tanto, representa una amenaza mortal para la
seguridad.”
“Para la mayoría de los occidentales, un examen serio de la
naturaleza y consecuencias de la corrupción aguda implicaría una
profunda revisión de sus propios mitos fundadores.”
“Si los países occidentales quieren reducir las posibilidades de
violencia extremista o revolucionaria en el extranjero, si quieren
reducir el uso de su fuerza militar cuando surgen situaciones de
emergencia…deben estar dispuestos a asumir riesgos políticos por
adelantado.”

Sinopsis
En el libro Thieves of State: Why Corruption Threatens Global Security (Ladrones del
Estado: por qué la corrupción amenaza la seguridad global), Sarah Chayes establece un
vínculo directo entre la cleptocracia y el extremismo al que asistimos hoy en día,
responsable de aterradoras crisis en el escenario internacional, como las sangrientas
implosiones de Irak y Siria, el enfrentamiento en Ucrania, o las estudiantes
secuestradas en el norte de Nigeria. Para Chayes, la corrupción, en crecimiento
continuo desde los 90 hasta tal punto que hoy en día hay algunos gobiernos que
parecen auténticas bandas criminales glorificadas que solo buscan su único beneficio,
ha indignado hasta tal punto a la población local que ha provocado su viraje hacia
actitudes extremistas, que van desde la revolución hasta el militantismo religioso más
puritano.

La autora adentrará al lector en el caso específico de Afganistán, en el que la evolución


de la corrupción y del extremismo han ido de la mano, y establecerá paralelismos en
otros contextos, como el derrocamiento en Egipto y Túnez de Mubarak y Ben Ali,
respectivamente. Para Sarah Chayes, en muchos de estos lugares, los códigos morales
rígidos surgen como un antídoto frente al colapso de la integridad pública. Por ese
motivo, la autora hace hincapié, a lo largo de toda la obra, en la necesidad de
considerar la corrupción como un serio problema que presenta una gran amenaza a la
seguridad internacional.

El autor
Sarah Chayes es senior associate del think tank Carnegie Endowment, para el
programa “Democracy and Rule of Law” (Democracia y Estado de derecho) y el

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programa “South Asia” (sur de Asia). Es experta en la política de Asia del Sur, la
cleptocracia y lucha contra la corrupción, y las relaciones entre civiles y militares.
Actualmente analiza las correlaciones entre la corrupción pública seria y el aumento
del extremismo militante. Como reportera, cubrió la caída de los talibanes para la
radio pública nacional en Estados Unidos (National Public Radio).

Tras abandonar el periodismo, decidió permanecer en Kandahar para contribuir a la


reconstrucción del país, donde ha vivido casi de forma continuada desde 2001. Chayes
comenzó llevando varias ONGs fundadas por Qayum, el hermano del presidente
Karzai. Posteriormente lanzó una cooperativa de productos dermatológicos
procedentes de la agricultura lícita y destinados a la exportación. En 2009 fue
nombrada asesora especial de los generales David McKiernan y Stanley McChrystal,
mandos de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF). En 2010,
Chayes fue nombrada asesora especial del Jefe del Estado Mayor Conjunto de los
Estados Unidos, el almirante Mike Mullen, contribuyendo en la estrategia política para
Afganistán, Pakistán y la primavera árabe.

Chayes es también autora de “The Punishment of Virtue: Inside Afghanistan After the
Taliban” (El castigo de la virtud: dentro de Afganistán después de los talibanes), es
colaboradora habitual en Los Angeles Times, y sus artículos se han publicado en
medios como el Washington Post, The New York Times, y The Atlantic, entre otros.

Idea básica y opinión


La idea original de Sarah Chayes cuando entró en Kandahar (Afganistán) en diciembre
de 2001 como reportera para la National Public Radio fue cubrir la reconstrucción
económica del país. Sin embargo, al poco comenzaría a descubrir historias de
corrupción y criminalidad en las filas del gobierno afgano, lo que encauzó su atención
hacia el Estado de derecho. Años después, en 2009, debido a su experiencia en el país,
serviría como asesora del ejército americano. Por aquel entonces, Chayes había visto
cómo se asentaba el caciquismo temprano y caótico, había oído las historias de locales
durante horas y horas, y se había convencido de que, a menos que la corrupción fuese
reconocida y tratada como el peligro que es, Estados Unidos nunca ganaría la guerra
en Afganistán.

La autora de Thieves of State insiste en señalar que la corrupción no es simplemente


un asunto humanitario que afecta a los valores de una sociedad, sino que es un
asunto de seguridad nacional – para Afganistán, y para Estados Unidos por
extensión. Las prácticas generalizadas de corrupción por parte del gobierno afgano
estaban llevando a la población a revueltas –igual que en otros países como Egipto,
Túnez, o Nigeria– y al engarce del extremismo violento. Este hecho tan básico para la
autora, pero elusivo hasta día de hoy, es lo que pretender demostrar con este libro.

Durante los dos primeros años y medio de su estancia en Afganistán, Sarah Chayes
dirigió una ONG de Qayum, el hermano mayor del presidente afgano Hamid Karzai.

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Fue contratada para lanzar una serie de actividades en una ONG de misión poco clara.
Forjó un acuerdo entre un colegio y una radio local, creó un grupo de discusión de
mujeres para contribuir a la redacción de la nueva constitución afgana, y llevó a cabo
un estudio sobre el impacto socioeconómico de las reparaciones de un sistema de
canalización en una provincia de Afganistán, entre otros. Pese a ser un poco
disfuncional, la diversidad ofreció, según la autora, un amplio espectro de realidades
de la caótica transición afgana. Sobre todo, esta experiencia le permitió descubrir el
clásico error que cometen los extranjeros en Afganistán: identificar a alguien en
quien reposar la confianza y a través del cual desarrollar el contacto con locales. Tras
años de injerencias por parte de poderes externos, algunos afganos han aprendido a
capturar esta posición privilegiada de intermediario y explotarla para enriquecerse a
ellos mismos, al tiempo que restan autonomía (e indignan) al resto de la población.

Posteriormente, ya como asesora de oficiales estadounidenses, Chayes dedicaría


considerable energía a animarles a escuchar a la población sin intermediarios, algo
que sin embargo generaría bastante resistencia entre los oficiales de la embajada y el
ejército norteamericano en Afganistán por motivos de seguridad. A modo de ejemplo,
Chayes cuenta cómo, cuando el general Stanley McChrystal fue nombrado, ella intentó
organizar un encuentro entre McChrystal y un grupo de líderes ancianos afganos (“list
of elders”) que Chayes consideraba necesario que conociese. Cuando el equipo de
McChrystal comprobó su lista con el gobernador de la región –un hombre cercano a
Karzai y un nodo de la red corrupta y abusiva que los líderes de la lista criticarían–, la
reunión se canceló. Y Chayes fue reprendida por intentar enemistar a McChrystal con
el gobernador. La autora subraya cómo McChrystal, al igual que muchos otros antes
que él, fue capturado por intermediarios corruptos, cuyo abuso estaba llevando a los
afganos a manos de los mismos extremistas insurgentes contra los que sus soldados
estaban luchando.

Según la teoría de contrainsurgencia de McChrystal, los esfuerzos debían destinarse al


80% de la población que no estaba ni con el gobierno ni con los talibanes. El problema
de esa estrategia, para Chayes, es que la comunicación se realizaba casi directamente
con los oficiales del gobierno afgano. Se extendían recursos a través de sus agentes,
se contrataba a sus familiares, se les compraba a ellos la gasolina y la inteligencia, y a
menudo se usaban sus hombres armados. Los talibanes también hablaban, aunque la
mayoría de sus mensajes consistían en acciones (ataques o advertencias escritas, como
la que colgaron a las ropas de un profesor de escuela asesinado). Entre medias, la voz
de la población se ahogaba. De hecho, cada vez resultaba más peligroso hablar. El
gobierno podía identificar a los que hablaban como marginales; o incluso como
afiliados de alguna manera a los talibanes, e intimidarlos o arrestarlos bajo falso
pretexto; o incluso matarlos. De esta forma, al centrarse en las principales palancas de
acción y en las personas que tienen capacidad de acción, Chayes destaca cómo
permiten o se olvidan (o ambas a la vez) de la creación de redes cuyo objetivo es
hacerse con el poder y conseguir el enriquecimiento personal a expensas de la
ciudadanía.

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En Thieves of State, Sarah Chayes destaca a un funcionario internacional que parecía
comprender la necesidad de abordar la corrupción para conseguir el éxito en
Afganistán: el Representante Civil Superior de la OTAN, Nicholas Williams. El teniente
coronel holandés Piet Boering fue otro socio inseparable en esta causa. Juntos
empezaron uniendo fuerzas para conseguir credibilidad en las elecciones afganas de
2009. No obstante, la autora explica que al final no se siguió ninguna de sus
recomendaciones, bajo la premisa de que primero es mejor centrarse en la seguridad,
y después ya vendrá la gobernanza. Más tarde, funcionarios estadounidenses que
hablaron con detenidos talibanes constatarían cómo esas elecciones, cuyo fraude fue
flagrante, aumentó considerablemente el apoyo a los insurgentes: los afganos
perdieron la fe en un proceso político que solo lograba reforzar a los agentes en el
poder y mantener el statu quo.

Para sorpresa de Chayes, en julio de 2009, los altos mandos militares de McChrystal y
funcionarios entrantes de la embajada de Estados Unidos tuvieron su primera reunión
y mencionaron la corrupción como segunda entre su lista de prioridades, solo por
detrás del opio. En este escenario de pensar y reformular las estrategias para luchar
contra la corrupción, la autora destaca como principal obstáculo la CIA, que según
Chayes no asistía a las reuniones para ayudar, sino para enterarse de los
movimientos y proteger a su gente. Otro obstáculo lo constituía el pensamiento
segmentado que muchos de los presentes en la reunión tenían sobre la corrupción.
Éstos consideraban que era mejor obviar las fechorías de alto nivel, ya que era
políticamente muy delicado, así como la corrupción a pequeña escala, ya que muchos
consideraban que era la única forma de conseguir que se realizaran las cosas en un
país como Afganistán. Esta formulación, según Chayes, reflejaba una profunda
incomprensión del carácter, impacto, y estructura de la corrupción aguda.

La autora explica que Karzai no estaba distribuyendo dinero hacia rangos inferiores
para comprar a potenciales rivales: si acaso, la realidad era lo contrario. Es decir, los
oficiales subordinados estaban pagando a Karzai o a su aparato. A cambio, la parte
alta del sistema ofrecía, primero, permiso para extraer recursos para beneficio
personal y segundo, protección frente a represalias. El contrato implícito funcionaba
al estilo de la mafia. Cada nivel pagaba al nivel superior a cambio de protección. Esta
descripción divergía considerablemente de la caracterización que muchos
americanos tenían del gobierno afgano como “débil”, “incapaz” o “ausente”. La
presunción era que el gobierno afgano no podía llegar hasta esos terrenos
desconocidos. Los americanos consideraban que pese a la voluntad del gobierno
afgano de querer gobernar, éste fallaba debido a la falta de capital humano y desafíos
físicos e institucionales a los que se enfrentaba el país tras más de dos décadas de
guerra. De forma secundaria, destaca Chayes, consideraban que el débil gobierno
afgano estaba también plagado de corrupción.

Sin embargo, Chayes cuestiona que el gobierno afgano estuviera intentando gobernar
y plantea la posibilidad de que la corrupción sea central en el modo de operar del
gobierno. Por ese motivo, Chayes indica que el gobierno afgano quizás se pueda

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entender mejor no como un gobierno, sino como una organización criminal vertical,
cuya actividad principal no sea el ejercicio de sus funciones como Estado, sino la
extracción de recursos para beneficio personal. Si esta fuese la realidad, el gobierno
afgano no estaría limitado en el desarrollo de sus funciones, sino que todo lo contrario:
las estaría llevando a cabo con eficiencia admirable. Ante este contexto de
depravación moral y material en Afganistán, una insurgencia brutal y tenaz abogaba
por la idea de la devoción religiosa como antídoto. Muchos afganos se iban dejando
convencer por el argumento de la rectitud religiosa como única forma de lograr la
integridad del gobierno. Otros se sentían atraídos por el aparato que les
proporcionaba la militancia para canalizar su ira; mientras que otros se rendirían ante
un gobierno que les trataba casi tan mal como los talibanes.

Si la corrupción en Afganistán no es el resultado de casos individuales, sino de una


red estructurada, tendría que ser analizado y tratado como tal. Para Chayes, el mismo
esquema que la ISAF había aplicado en la lucha contra las redes de insurgentes y el
crimen organizado debería aplicarse a la corrupción. La renuncia de McChrystal y la
llegada del General David Petraeus en 2010 parecían dar impulso a este nuevo
enfoque. Se unía el hecho de que la Secretaria de Estado estadounidense, Hillary
Clinton, había presentado un informe en el que se había incluido el análisis de la
corrupción. Se trataba de la primera vez que eso sucedía en el gobierno americano.
Sin embargo, la autora de Thieves of State subraya que el informe abogaba por evitar
grandes reformas, ignoraba la naturaleza estructurada y vertical de las redes de
corrupción e, irónicamente, reposaba la mayor carga de estrategia anticorrupción en
el ejército. Por aquel momento, cada vez era mayor el número de datos estadísticos. Y
los oficiales que habían entrevistado a talibanes detenidos corroboraban que la
principal razón mencionada por la población para unirse a los talibanes era la
corrupción, y no el sesgo étnico, la falta de respeto por el Islam, la preocupación
porque las fuerzas de Estados Unidos fueran a quedarse en Afganistán eternamente, o
la defensa de las víctimas civiles.

Para enero de 2011, sin embargo, la lucha contra la corrupción fue puesta en lista de
espera. Chayes relata que más tarde descubriría que la agenda anticorrupción era
contraria a los intereses de la CIA. El aumento de la preocupación en la Administración
Obama por el coste de las vidas y recursos en contrainsurgencia tampoco ayudó. En
esa fase, las operaciones especiales y ataques teledirigidos parecían cobrar fuerza. No
obstante, Chayes enfatiza que los asesinatos selectivos solo representan una respuesta
militar a un problema que es fundamentalmente político y económico, con profundas
raíces en la conducta del gobierno. Y mientras esa realidad se siga ignorando,
ninguna estrategia militar funcionará.

Este mismo análisis puede ser aplicado a otros Estados “fallidos” o Estados “débiles”,
donde los Estados fallan en sus funciones como Estado, ya que su liderazgo nada tiene
que ver con gobernar un país, sino con enriquecer a un grupo dirigente. Este es el caso
de Egipto, donde las reivindicaciones de la población que condujeron al derrocamiento
de Hosni Mubarak estuvieron centradas en la rampante corrupción de su gobierno, y

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más específicamente, la red establecida en torno a su hijo Gamal. Desde finales de los
90, Gamal y su red habían ido capturando las instituciones estatales, rescribiendo las
leyes, otorgándose acceso privilegiado a terrenos y otros recursos públicos y
empleando la represión policial para ganancias personales. Sin embargo, a diferencia
del ejército –con amplio poder sobre la economía, pero con una actividad más oculta
que la de Gamal, y aún con valor para la comunidad, que le sigue vinculando con el
nacimiento de la República de Egipto en 1950–, la actividad corrupta de Gamal y su
red fue vista por la población como la culpable del alto nivel de desempleo y el
deterioro de la economía. Estos dos factores, para muchos analistas occidentales,
estuvieron detrás de las revueltas en 2011.

Similar causalidad puede aplicarse, para Chayes, en Argelia, en el que los recursos
públicos, principalmente petróleo y gas, han sido capturados por una élite criminal
para su propio beneficio; o en Túnez, con una población cada vez más enfadada ante el
robo acometido por la red constituida en torno a la familia de la hija de Ben Ali. Por
ese motivo, tras el derrocamiento de Ben Ali, los tunecinos hablaron de un Plan
Marshall, para demostrar a una población expectante que una revolución pacífica
podía ofrecer resultados, y para ofrecer resultados palpables de mejora de justicia
social que evitaran que la frustración de la población llevara, como en el caso de
Afganistán, a la radicalización.

Sería erróneo, según Chayes, afirmar que los gobiernos occidentales han sido
completamente insensibles al problema de la corrupción. A medida que ha crecido el
problema de la financiación terrorista y la evasión de impuestos, los esfuerzos han
aumentado para combatirlo. La crisis ucraniana generó mayor interés en Estados
Unidos por la lucha contra el blanqueo de dinero y el fraude fiscal. Organismos
internacionales como la OCDE y el G20 están ayudando a endurecer las normas. Y
algunos países europeos como Noruega han empezado a conceder ayuda internacional
con estrictas condiciones. Sin embargo, la autora señala que mientras los gobiernos
occidentales pagan los esfuerzos de anti-corrupción con un bolsillo, con el otro están
pagando a gobiernos corruptos – mediante apoyo al presupuesto, asistencia militar,
préstamos internacionales, grandes proyectos de desarrollo, etc. Además, mientras los
gobiernos pueden apoyar esfuerzos generales a nivel multilateral, casi nunca
consideran la corrupción aguda al diseñar la estrategia política con el país.

No obstante, Chayes explica que existen abundantes herramientas para encarecer el


coste de la cleptocracia. Solo se trata de encontrar la valentía y el refinamiento para
usarlas. De forma general, identifica:
1. herramientas de los jefes de Estado, como decretos en los que se dirija a
ministerios y gabinetes a concentrar todos los esfuerzos contra la corrupción;
2. herramientas de inteligencia que asignen a profesionales el estudio de la
estructura y modus operandi de las redes;
3. herramientas diplomáticas que eviten, al menos, glorificar las prácticas de
gobernantes corruptos y aparecer en público con ellos, que faciliten la discusión

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del problema de corrupción entre los puntos principales de cumbres bilaterales, y
que permitan denegar o retrasar la concesión de visados a figuras cleptócratas;
4. herramientas financieras, como normas para evitar el blanqueo de dinero y un
nuevo régimen de sanciones financieras dirigido principalmente contra la
corrupción;
5. herramientas legales, que proporcionen asistencia legal a los profesionales que
vivan y trabajen en países cleptócratas y que destapen casos de corrupción;
6. herramientas vinculadas a la cooperación al desarrollo, con las que las agencias
donantes recolecten información sobre las irregularidades en la implementación
del contrato, y con las que se amplíe el espectro de sociedad civil que recibe
ayuda, como sindicatos y organizaciones profesionales, que pueden tener especial
interés en luchar contra la corrupción;
7. herramientas vinculadas al sector de la seguridad, con las que se establezca
condicionalidad entre ayuda militar y esfuerzos anti-corrupción;
8. herramientas multilaterales que permitan reducir e incluso cancelar la deuda en
casos en los que ha salido un gobierno cleptócrata del poder y el país en
transición se encuentra atrapado por la deuda contraída por la criminalidad de sus
gobernantes previos;
9. herramientas empresariales, que permitan analizar con quién asociarse y en qué
sector invertir; y
10. herramientas para la ciudadanía, que permitan a los ciudadanos apoyar a la
sociedad civil que lucha contra la corrupción.

Las decisiones cortoplacistas y guiadas por las crisis que suelen prevalecer en
Washington y otras capitales favorecen la cooperación con los líderes en el gobierno,
no con la población. También favorecen la aversión al riesgo. Por otra parte, es cierto
que emplear las herramientas recomendadas por Chayes conlleva riesgos políticos.
Por ese motivo, la autora aboga por una medición precisa de riesgos basada en los
costes y beneficios reales de todas las acciones posibles y disyuntivas políticas. Los
gobiernos occidentales deben empezar a analizar de forma sistemática los costes de
la corrupción, algo que actualmente no se incluye al evaluar decisiones de seguridad
nacional. Los gobiernos deben identificar también la “menos mala” de las alternativas
al establecer alianzas con gobernantes cleptócratas.

Las herramientas para luchar contra la corrupción deben verse como un mecanismo
de prevención. Al ayudar a reducir considerablemente la deriva de inseguridad
peligrosa, representan alternativas a la acción militar. A la vez, reducen la
“responsabilidad de mando” de los países occidentales en permitir la corrupción
abusiva. Más importante aún, en opinión de Sarah Chayes, estas herramientas
proporcionan a los ciudadanos afectados y capturados por estados la oportunidad de
tener algo en lo que apoyarse.

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