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La delincuencia juvenil como signo de esperanza

(Conferencia pronunciada en el Congreso de Subdirectores de


Reformatorios,
reunidos en el King Alfred's College, Winchester, abril de 1967)

Aunque el título de mi conferencia consignado en el programa es


"La delincuencia juvenil como signo de esperanza", preferiría
hablarles de la "tendencia antisocial". La razón es que este término
puede aplicarse a ciertas tendencias que de tanto en tanto se
obervan en el extremo normal de la escala, en nuestros propios
hijos o en niños que viven en buenos hogares, y es aquí donde
mejor se advierte la relación que a mi juicio existe entre la tendencia
antisocial y la esperanza. Cuando el muchacho o la niña ya se han
endurecido a causa de la falta de comunicación (al no reconocerse
el pedido de auxilio que encierra el acto antisocial), cuando los
beneficios secundarios han adquirido importancia y se ha alcanzado
una gran destreza en alguna actividad antisocial, es mucho más
difícil advertir (pese a que aún está allí) el pedido de auxilio
revelador de la esperanza que alienta en el muchacho o la niña
antisociales.

Otra cosa que deseo aclarar es que sé que yo no podría hacer el


trabajo que ustedes hacen. Mi temperamento no es el adecuado y,
de cualquier modo, no tengo la estatura ni la corpulencia
necesarias. Tengo ciertas habilidades y cierta clase de experiencia,
y está por verse si es posible tender un puente entre las cosas de
las que tengo algún conocimiento y la tarea que ustedes realizan.
Tal vez lo que tengo para decir no afecte en modo alguno lo que
ustedes harán cuando vuelvan a sus ocupaciones. O tal vez lo
afecte de manera indirecta, porque a veces debe parecerles un
insulto a la naturaleza humana el hecho de que la mayoría de los
muchachos y chicas con quienes tratan tiendan a ser un fastidio.
Ustedes procuran relacionar la delincuencia que ven todos los días
con temas generales como la pobreza, la vivienda inadecuada, los
hogares deshechos y una falla de la provisión social. Desearía creer
que como resultado de lo que voy a exponer serán capaces de
percibir un poco más claramente que en cada uno de los casos que
llegan hasta ustedes hubo un comienzo, y que inicialmente hubo
una enfermedad, y que el muchacho o la chica se convirtió en un
niño deprivado. En otras palabras, lo que ocurrió en determinado
momento tenía sentido, aunque para cuando el individuo es
confiado al cuidado de ustedes habitualmente ese sentido se ha
desvanecido.
Una cosa más que quiero dejar en claro tiene que ver con el hecho
de que soy psicoanalista. No es mi intención afirmar
categóricamente que el psicoanálisis esté en condiciones de hacer
un aporte directo. al tema que nos ocupa. Suponiendo que lo esté,
corresponde atribuirlo a la labor desarrollada recientemente, labor
en la que he tomado parte formulando una teoría cuyo valor reside
en que es correcta y que en alguna medida deriva del fondo de
comprensión que ha aportado el psicoanálisis.

Llegamos así al principal enunciado que me propongo hacer, de


ningún modo complejo. En mi opinión, que se basa en la
experiencia (pero, lo admito sin reservas, en la experiencia con
niños más pequeños, que se hallan más próximos al comienzo de
su problema y que no provienen de las peores condiciones
sociales), la tendencia antisocial está intrínsecamente vinculada a la
deprivación. En otras palabras, no se debe tanto a una falla general
de la sociedad como a una falla específica. En relación con los
niños a los que me estoy refiriendo, puede decirse que las cosas
marcharon lo suficientemente bien y después no marcharon lo
suficientemente bien. Sobrevino un cambio que alteró por completo
la vida del niño, y ese cambio ambiental se produjo cuando el niño
tenía suficiente edad como para darse cuenta de lo que estaba
sucediendo. No se trata de que pueda venir aquí y darnos una
conferencia sobre sí mismo, sino de que, en condiciones
adecuadas, es capaz de reproducir lo que ocurrió, porque por
entonces estaba lo suficientemente desarrollado como para
comprenderlo. Dicho de otro modo, en condiciones especiales de
psicoterapia es capaz de evocar, a través del material aportado en
sus juegos, sus sueños o su charla, los rasgos esenciales de la
deprivación original.

Quisiera establecer un contraste entre esto y los trastornos


ambientales ocurridos en una etapa más temprana del desarrollo
emocional. Un bebé deprivado de oxígeno no anda por ahí tratando
de convencer a alguien de que si hubiera habido suficiente oxígeno
todo habría estado bien. Los trastornos ambientales que alteran el
desarrollo emocional de un bebé no dan origen a la tendencia
antisocial; producen alteraciones de la personalidad que
desembocan en una enfermedad de tipo psicótico, de modo que el
niño será propenso a la enfermedad mental o bien andará por la
vida con ciertas distorsiones en la prueba de realidad, tal vez con la
clase de distorsiones que se consideran aceptables. La tendencia
antisocial no se relaciona con la privación sino con la deprivación.

Lo que caracteriza a la tendencia antisocial es que impulsa al


muchacho o la chica a retroceder a un tiempo o un estado anterior
al de la deprivación. Un niño que es deprivado experimenta primero
una ansiedad impensable y luego se reorganiza gradualmente,
hasta alcanzar un estado completamente neutral; obedece porque
no es lo bastante fuerte como para hacer otra cosa. Ese estado
puede ser muy satisfactorio desde el punto de vista de los que lo
tienen a su cargo. Luego, por alguna razón, surge la esperanza, lo
que significa que el niño, sin tener conciencia de lo que ocurre, se
siente impulsado a retroceder a una época anterior a la de la
deprivación, y a anular, por lo tanto, el temor a la ansiedad o
confusión impensable que experimentó antes de que se organizara
el estado neutral. Este es el engañoso fenómeno que deben
conocer quienes custodian a los niños antisociales para poder
encontrar sentido a lo que sucede a su alrededor. Cada vez que la
situación permite a un niño alentar nuevas esperanzas, la tendencia
antisocial se constituye en un rasgo clínico y el niño se vuelve difícil.

Llegados a este punto, es necesario que se entienda que estamos


hablando de dos aspectos de una misma cosa: la tendencia
antisocial. Desearía vincular uno de esos aspectos a la relación del
niño pequeño con su madre, y el otro a un desarrollo posterior: la
relación del niño con su padre. El primero concierne a todos los
niños; el segundo concierne más especialmente a los varones. El
primero tiene que ver con el hecho de que la madre, al adaptarse a
las necesidades de su pequeño hijo, le permite descubrir objetos
creativamente, promoviendo así el uso creativo del mundo. Cuando
esto no sucede, el niño pierde contacto con los objetos, y por tanto
la capacidad de descubrir creativamente. En un momento de
esperanza extiende la mano y roba un objeto. Se trata de un acto
compulsivo y el niño no sabe por qué lo ha hecho. A menudo lo irrita
sentirse compelido a hacer cosas sin saber por qué. Naturalmente,
la estilográfica robada en Woolworths no es satisfactoria: no es el
objeto que buscaba, y de cualquier modo lo que busca no es un
objeto sino la capacidad de descubrir. No obstante, puede sentir la
satisfacción propia de lo que se hace en un momento de esperanza.
Robar una manzana en un huerto está más en un punto límite.
Puede estar madura y sabrosa y resultar divertido escapar a la
persecución del granjero. Pero también puede suceder que esté
verde y produzca dolor de estómago al comerla, o que el muchacho
tire las manzanas que ha robado en lugar de comerlas, o que
organice el robo sin correr el riesgo de escalar él mismo la pared.
En esta secuencia es posible observar la transición desde la
travesura normal hasta el acto antisocial.

De modo que si examinamos esta primera expresión de la


tendencia antisocial, nos encontramos con algo lo bastante común
como para ser considerado normal. Nuestro propio hijo se siente
con derecho a tomar un bollo de la despensa, o nuestro pequeño de
dos años revisa la cartera de su madre y saca unas monedas. En
un extremo de la gama descubriremos algo que está tomando la
forma de un acto compulsivo carente de sentido e incapaz de
brindar una satisfacción directa pero que se va transformando en
una destreza, mientras que en el otro extremo observaremos algo
que sucede una y otra vez en cada familia: un niño reacciona ante
una privación relativa con un acto antisocial y los padres responden
con una indulgencia temporaria que puede ayudar al niño a superar
esa fase difícil.

Aunque el principio es el mismo, me referiré también a la


deprivación en relación con el niño y su padre. El niño -en este caso
diré el varón, ya que, incluso si se trata de una niña, estoy hablando
del varón que hay en ella- comprueba que tener sentimientos
agresivos o ser agresivo no presenta riesgos a causa del marco
familiar, que es una representación localizada de la sociedad. La
confianza de la madre en su esposo o en la ayuda que recibiría, si
la pidiera, de la sociedad local, o quizá del policía, le permite al niño
explorar toscamente actividades destructivas relacionadas con el
movimiento en general, y también, más específicamente, la
destrucción relacionada con la fantasía que se acumula en torno del
odio. De este modo (gracias a la seguridad del medio, al apoyo que
el padre presta a la madre, etc.), el niño puede hacer algo muy
complejo: integrar todos sus impulsos destructivos con sus impulsos
de amor. El resultado, cuando todo marcha bien, es que el niño
reconoce la realidad de las ideas destructivas inherentes a la vida,
al hecho de vivir y amar, y encuentra el modo de proteger de sí
mismo a las personas y objetos que valora. Organiza su vida
constructivamente para poder tolerar la destructividad tan real que
persiste en su mente. Para poder lograrlo en el curso de su
desarrollo necesita indefectiblemente un medio que sea
indestructible en sus aspectos esenciales. Sin duda las alfombras
se ensucian y el empapelado de las paredes debe renovarse y de
vez en cuando se rompe un vidrio de una ventana, pero de algún
modo el hogar se mantiene unido, y detrás de todo esto está la
confianza del niño en la relación entre sus padres; la familia es una
empresa en marcha. Cuando se produce una deprivación en forma
de una ruptura, sobre todo si los padres se separan, ocurre algo
muy grave en la organización mental del niño. De pronto sus ideas
e impulsos agresivos dejan de ser inocuos. Pienso que lo que
sucede es que el niño asume de inmediato el control que ha
quedado vacante y se identifica con el sistema, con lo que pierde su
propia impulsividad y espontaneidad. El exceso de ansiedad le
impide entonces emprender una experimentación que le permitiría
aceptar su agresividad. Al igual que en el primer tipo de deprivación,
sigue un período, bastante satisfactorio desde el punto de vista de
los que están a cargo, en el que el niño se identifica más con ellos
que con su propio self inmaduro.

En este caso la tendencia antisocial lleva a que el niño, cada vez


que despierta en él la esperanza de que se restablezca la
seguridad, se redescubra a sí mismo, lo cual implica el
redescubrimiento de su agresividad. Por supuesto, él no sabe qué
ocurre; simplemente comprueba que ha lastimado a alguien o que
ha destrozado una ventana. Por lo tanto, en este caso la esperanza
no determina un pedido de auxilio bajo la forma de un robo, sino
bajo la forma de una agresión repentina. La agresión suele ser
absurda y carente de toda lógica, y preguntarle al niño agresivo por
qué rompió la ventana es tan inútil como preguntarle al que ha
robado por qué se apoderó del dinero.

Estas dos formas clínicas que puede asumir la tendencia antisocial


están vinculadas entre sí. En general el robo se relaciona con una
deprivación más temprana desde el punto de vista del desarrollo
emocional que el acceso de agresividad. La reacción de la sociedad
ante estos dos tipos de conducta antisocial provocada por la
esperanza no difiere sustancialmente. Cuando un niño roba o
comete una agresión, la sociedad no sólo tiende a no percibir el
mensaje, sino que se siente movida (casi sin excepción) a actuar en
forma moralizadora. La reacción espontánea más común es
castigar el robo y el acceso maníaco, y se realizan todos los
esfuerzos posibles para obligar al joven delincuente a dar una
explicación basada en la lógica, la cual, en realidad, es ajena a la
cuestión. Después de algunas horas de un insistente interrogatorio,
comprobación de huellas digitales, etc., los niños antisociales
producen algún tipo de confesión y explicación simplemente para
poner fin a una indagación interminable e intolerable. Esa confesión
no tiene valor, sin embargo, porque aunque es posible que incluya
algunos datos verdaderos, no dice nada sobre la verdadera causa,
sobre la etiología del trastorno. En realidad, el tiempo que se
emplea en arrancar confesiones y en diligencias probatorias es
tiempo desperdiciado.

Aunque lo que se ha dicho hasta aquí quizá no influya en el manejo


cotidiano de un grupo de muchachos o de chicas, debemos
examinar la situación para ver si en ciertas circunstancias es posible
hallar una aplicación práctica para la teoría. ¿Le sería posible, por
ejemplo, a una persona que tiene a su cargo a un grupo de
muchachos delincuentes promover contactos personales de índole
terapéutica? En cierto sentido todas las comunidades son
terapéuticas, siempre y cuando funcionen. Los niños no sacan
ningún provecho de vivir en un grupo caótico, y tarde o temprano,
ante la falta de una dirección firme, uno de ellos se convertirá en un
dictador. Sin embargo, el término "terapéutico" tiene aun otro
significado, que se relaciona con el hecho de colocarse uno mismo
en una posición en la cual pueda recibir comunicaciones
procedentes de un nivel profundo.

Tal vez en la mayoría de los casos sea imposible para las personas
que están permanentemente a cargo, hacer en sí mismas los
ajustes necesarios que les darían la posibilidad de conceder aun
muchacho un período de psicoterapia o de contacto personal.
Ciertamente, yo no aconsejaría a nadie a la ligera que intente el
empleo de estos métodos. Pero al mismo tiempo creo que algunas
personas pueden manejar estas cuestiones y que los muchachos (o
las chicas) obtendrían provecho de tales sesiones terapéuticas
especializadas. Lo que corresponde destacar, en todo caso, es que
la actitud de una persona es muy distinta según que tenga a su
cargo la dirección general o que establezca una relación personal
con un niño. Para comenzar, la actitud hacia las manifestaciones
antisociales es muy diferente en uno y otro caso. Para quien tiene
un grupo a su cargo, la actividad antisocial es simplemente
inaceptable.

En la sesión terapéutica, en cambio, la moralidad no viene al caso,


salvo la que pueda manifestarse en el niño. La sesión terapéutica
no apunta a investigar los hechos, y a quienquiera que practique la
psicoterapia le interesa, no la verdad objetiva, sino lo que es real
para el paciente.

Hay en esto algo que puede trasponerse directamente del


psicoanálisis, ya que los psicoanalistas saben muy bien que en
algunas sesiones se los acusa de cosas que no han hecho. Un
paciente acusará a su analista de haber cambiado deliberadamente
de lugar algún objeto con el propósito de desconcertarlo, o se
manifestará convencido de que el analista prefiere a otro paciente,
etc. Me estoy refiriendo a lo que se denomina "transferencia
delirante". Un analista que no sabe defenderse dirá
espontáneamente que el objeto está en el mismo lugar que el día
anterior, o que ha sucedido por error, o que él se esfuerza al
máximo por tratar de igual modo a todos sus pacientes. Si así lo
hace, estará desaprovechando el material que le brinda el paciente.
El paciente está experimentando en el presente algo que era real en
algún momento de su pasado, y la aceptación por el analista del rol
que se le asigna llevará a que el paciente abandone sus ideas
delirantes. Dada la necesidad en que se encuentra el analista de
aceptar el rol que se le asigna, debe ser muy difícil pasar del rol de
dirigir un grupo al de aceptar a un individuo, pero quien sea capaz
de hacerlo obtendrá una valiosa recompensa. A quien desee
intentarlo es menester advertirle, sin embargo, que esa tarea debe
asumirse con total seriedad. Si se ha de ver a un muchacho todos
los jueves a las tres de la tarde, esa cita es sagrada y debe
cumplirse a rajatabla. Si la cita no es confiable y en consecuencia
predecible, el muchacho no podrá servirse de ella. Por supuesto
que, cuando comience a creer que es confiable, lo primero que hará
será desperdiciarla. Cosas como ésta deben ser aceptadas y
toleradas. Para desempeñar este rol de terapeuta no se necesita
ser listo. Todo lo que se necesita es estar dispuesto a involucrarse,
en el horario especial reservado para ello, en lo que sea que esté
presente en el niño en ese momento o en lo que sea que surja de
su cooperación inconsciente, lo cual pronto se desarrollará y dará
lugar a un poderoso proceso. Es este proceso que tiene lugar en el
niño lo que hace que las sesiones sean valiosas.

Debate

En el debate que siguió, uno de los presentes formuló esta


pregunta: ¿cómo saber a quién escoger, de un grupo de
muchachos, para este tratamiento especial? Mi respuesta, que
debía ser breve, fue que uno elegiría probablemente a un
muchacho que poco antes se hubiera puesto especialmente difícil.
Este problema clínico especial, o bien acarrea la aplicación de un
castigo, con el consiguiente endurecimiento, o bien se interpreta
como una comunicación indicativa de una nueva esperanza. La
cuestión es, ¿esperanza de qué?, ¿de hacer qué? Es una pregunta
difícil de contestar. El niño, sin saberlo, espera encontrar a alguien
que lo escuche mientras retrocede hasta el momento de la
deprivación o hasta la fase en que la deprivación se afirmó como
una realidad ineludible. Lo que nosotros esperamos es que pueda
volver a experimentar, en relación con la persona que está
actuando como psicoterapeuta, el intenso sufrimiento que siguió
inmediatamente a la reacción provocada por la deprivación. Tan
pronto como el niño ha utilizado el apoyo que puede brindarle el
terapeuta para revivir el intenso sufrimiento de ese momento o
período fatídico, surge el recuerdo de la época anterior cc la
deprivación. De este modo, el niño recupera la capacidad de
descubrir objetos o la seguridad ambiental que perdió. Recupera
una relación creativa con la realidad externa o con el período en
que la espontaneidad, incluso cuando contenía impulsos agresivos,
no implicaba riesgo. Esta vez logra la recuperación sin robar ni
agredir; es algo que le ocurre automáticamente al experimentar lo
que antes le resultaba intolerable: el sufrimiento provocado por la
deprivación. Con la palabra sufrimiento quiero expresar confusión
aguda, desintegración de la personalidad, caída interminable,
pérdida de contacto con el cuerpo, desorientación total y otros
estados semejantes. Una vez que hemos llevado al niño a esta
zona y él ha sido capaz de recordarla y de recordar lo que sucedió
antes, no nos resulta difícil comprender por qué los niños
antisociales deben pasar toda su vida buscando este tipo de ayuda.
No pueden vivir en armonía consigo mismos hasta que alguien haya
retrocedido en el tiempo con ellos y les haya permitido volver a vivir
el resultado inmediato de la deprivación y, en consecuencia,
recordar.

El doctor Winnicott trató de aclarar aún más su posición


presentando como ejemplo el comienzo de una entrevista con un
muchacho que había cometido un robo. El muchacho se arrellanó
en una silla que había sido dispuesta en el consultorio para su
padre. El padre se desempeñaba bien, en consideración al niño,
mientras que éste se aprovechaba de la situación y la dominaba.
Cualquier intento de encarrilarlo hubiese anulado la posibilidad de
utilizar la sesión en forma constructiva. Gradualmente, el niño se
dedicó a una especie de juego. El padre aceptó salir de la
habitación y a continuación se estableció entre el niño y el terapeuta
una comunicación de profundidad creciente. Al cabo de una hora
aquél había recordado y descrito con mucho sentimiento el
momento difícil que no había sido capaz de manejar años antes,
cuando se había sentido abandonado en un hospital.

Esta descripción se proporcionó para mostrar cómo la persona que


brinda psicoterapia tiene que dejar de lado, mientras lo hace, todo lo
que debe aplicar cuando maneja a un grupo, aunque, por supuesto,
al término de la sesión debe retomar la actitud que posibilita el
control del grupo. El
doctor Winnicott reiteró que no estaba seguro de que en los grupos
de los establecimientos correccionales fuera posible combinar el
manejo general con la atención individual, ni siquiera con uno o dos
muchachos por vez. Creía, sin embargo, que no carecía de interés
el intento de describir las dificultades inherentes a tal empresa y sus
posibles beneficios.

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