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Texto Nº 20

“EL PUESTO DE LA INFANCIA EN LA VIDA HUMANA”

ROSSEAU

Emilio o de la Educación

Libro 2º

En vez de estar atento a que Emilio no se haga daño, me disgustaría mucho que nunca lo
hiciera y creciese sin experimentar el dolor. Sufrir es lo primero que debe aprender, y lo que
tendrá más necesidad de saber. Parece que los niños, por ser pequeños y débiles, no pueden
aprender estas importantes lecciones sin sufrir daño. Si el niño cae al suelo, no se romperá una
pierna; si se golpea con un bastón, no se romperá un brazo; si coge un hierro afilado, no
apretará mucho, y no será honda la herida. No sé que nunca un niño al que se ha dejado en
libertad se haya muerto ni se haya hecho un daño de consideración, a no ser que
indiscretamente se le haya puesto en un sitio alto o dejado solo cerca del fuego, o que tenga
en su poder instrumentos peligrosos. ¿Qué decir de esos juguetes peligrosos con que se quiere
que se distraigan los niños, para que cuando sean mayores e inexpertos, se crean muertos al
pincharse con un alfiler, o se desvanezcan al ver una gota de sangre?.

Esa manía pedantesca de enseñar siempre a los niños lo que por sí mismo aprenderían mucho
mejor, y olvidarnos de lo que nosotros les podemos enseñar. ¿Hay nada más ridículo que
tomarse la molestia de enseñarles a andar, como si se hubiera visto alguno que, por la
negligencia de su nodriza, no supiera andar siendo mayor? ¡Cuantas personas, por el contrario,
se ve que andan mal durante su vida precisamente porque no se les enseñó a caminar bien!

Emilio no tendrá ni burletes, ni canastas con ruedas, ni carretilla, ni andadores; desde que
comenzara a poner un pie delante del otro, no se le tendrá más que en los sitios enlosados, y
se hará que los cruce de prisa. En lugar de dejarle en el aire viciado de una habitación, se le
llevará diariamente a un prado, y que corra, que se tienda en el suelo, que se caiga cien veces
al día, así aprenderá antes de levantarse solo. El bienestar de la libertad compensa el daño de
los golpes recibidos. Mi alumno sufrirá con frecuencia contusiones; en compensación, siempre
estará alegre. Si los vuestros sufren menos golpes, en cambio están siempre contrariados,
siempre encadenados y siempre tristes. Yo dudo que el provecho sea de su parte.

Otra evolución hace que a los niños les sea menos necesario el quejarse: es la del aumento de
sus fuerzas. Poseyendo más poder para realizar las cosas por sí mismos, tienen con menor
frecuencia necesidad de recurrir a los demás. Con su fuerza se desenvuelve el conocimiento
que los hace capaces de dirigirla. En esta segunda evolución cuando empieza propiamente la
vida del individuo; es entonces cuando él toma conciencia de sí mismo. La memoria extiende el
sentimiento de la identidad sobre todos los momentos de su existencia; se vuelve

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verdaderamente uno, él mismo, y por consiguiente capaz de felicidad o de desgracia. Importa,
pues, comenzar a considerarle aquí como un ser moral.

Aunque se signe de un modo aproximado el mas largo fin de la vida humana y las
probabilidades que se tienen de aproximarse a ese término, nada es mas incierto que la
duración de la vida en particular, y son muy pocos los que llegan al término supuesto. Los
mayores peligros de la vida están en sus principios, y quien menos ha vivido, menos esperanza
de vivir puede tener. De los niños que nacen mas de la mitad llegan a la adolescencia, y quizás
vuestro alumno no llegue a la edad de hombre.

¿Qué habrá que pensar, pues, de esa inhumana educación que sacrifica el tiempo presente a
un porvenir incierto, que carga con cadenas de toda especie a un niño, y lo tortura
preparándole para una lejana época una ignota felicidad, la cual tal vez no disfrutará jamás?.

Aunque yo supusiera esta educación razonable en su objeto, ¿Cómo ver sin indignación a unos
pobres desventurados sometidos a un yugo insoportable y condenado a trabajos continuos
como galeotes, sin estar seguros de obtener fruto de tantos sufrimientos? La edad de la alegría
se pasa entre llantos, castigos, amenazas y esclavitud. Por su bien, se atormenta al
desventurado, y no se dan cuenta que es a la muerte a quien llaman, y que le llegara en mitad
de este triste aparato. ¿Quién sabe cuantos niños perecen víctimas de la extravagante
sabiduría de un padre o de un maestro? Felices son en escapar así de una crueldad, ya que el
único fruto que obtienen de tanta crueldad de la que han sido víctimas es morir sin lamentar
una vida de la que únicamente han conocido los tormentos.

Hombres, sed humanos; es vuestro primer deber; sedlo en todos los estados, en todas las
edades y por todo lo que no le es extraño al hombre. ¿Qué sabiduría tendréis fuera de la
humanidad? Amad la infancia, favoreced sus juegos, sus deleites y su ingenuo instinto. ¿Quién
de vosotros no ha sentido deseos alguna vez de retornar a la edad en que la risa no falta de los
labios y en la cual el alma siempre está serena? ¿Por qué queréis evitar que disfruten los
inocentes niños de esos rápidos momentos que tan pronto se marchan, y de un bien tan
precioso del que no pueden excederse? ¿Por qué queréis evitar que disfruten los inocentes
niños de esos rápidos momentos que tan pronto se marchan, y de un bien tan precioso del que
no pueden excederse? ¿Por qué queréis colmar de amarguras y dolores esos primeros años
tan cortos, que pasarán para ellos y ya no pueden volver para vosotros? Padres, ¿sabéis tal vez
en que instante la muerte espera a vuestros hijos? No motivéis nuevos llantos privándoles de
los escasos momentos que la naturaleza les ofrece; tan pronto como puedan gozar del placer
de la existencia, haced que disfruten de él, y cuando llegue la hora en que Dios los llame, no
mueran sin haber disfrutado de la vida.

¡Cuantas voces se van a levantar contra mí! ¡Oigo de lejos los clamores de esa falsa sabiduría
que nos echa incesantemente fuera de nosotros, que desprecia siempre el tiempo presente, y,
persiguiendo sin descanso un porvenir que huye a medida que nos adelantamos, y que a
fuerza de querer trasladarnos adonde no estamos, nos transporta hacia donde no estaremos
jamás!.

Este es el tiempo, me contestareis, de corregir las malas inclinaciones del hombre; en la edad
de la infancia, en que las penas son menos sensibles, las cuales hace falta multiplicarlas con el

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fin de eludirlas en la edad de la razón. ¿Pero, quién os ha dicho que todo este arreglo está a
vuestra disposición, y que todas esas bellas instrucciones con que agobiáis el débil
entendimiento de un niño no le hayan de ser un día más perniciosas que útiles? ¿Quién os
asegura que le evitáis algo con las penas que ahora le prodigáis? ¿Por qué le proporcionáis un
mayor número de males presentes le servirán de alivio para los futuros? ¿ Y como me
probaréis que estas malas inclinaciones de las cuales queréis curarle no le vienen mas de
vuestros deseos malentendidos que de la naturaleza?. Infeliz previsión, que hace un ser
actualmente miserable, sobre la bien o mal fundada esperanza de hacerle un día feliz. Y si
estos razonadores vulgares confunden la licencia con la libertad, que aprendan a distinguirlos.

Con el fin de no correr detrás de quimeras, no nos olvidemos tampoco de lo que conviene a
nuestra condición. La humanidad tiene su puesto en el orden de las cosas; la infancia posee
también el suyo en el orden de la vida humana; es indispensable considerar al hombre en el
hombre, y al niño en el niño. Debemos asignar a cada uno su lugar y fijarle en el mismo,
ordenar las pasiones humanas según la constitución del hombre, y es todo esto lo que
nosotros podemos hacer para su bienestar. Lo restante depende de causas extrañas que no
están en nuestro poder.

No sabemos lo que es la dicha o desdicha absoluta. Todo esta mezclado en esta vida; uno no se
complace con ningún sentimiento puro, ni permanecemos dos momentos en el mismo estado.
Las inclinaciones de nuestras almas, como las modificaciones de nuestro cuerpo, están en un
flujo continuo. El bien y el mal son comunes a todos, aunque en medidas diferentes. El más
feliz es el que menos penas padece, y el más miserable es el que menos placeres disfruta.
Siempre se poseen más sufrimientos y goces: he ahí la diferencia que es común a todos; la
felicidad del hombre en este mundo no es otra cosa que un estado negativo; se la debe medir
por la menor cantidad de males que sufren.

Todo sentimiento de dolor es inseparable del deseo de librarse del mismo; toda idea de placer
va unida al deseo de disfrutarlo; todo deseo supone privación, y todas las privaciones que
sentimos son penosas; nuestra miseria consiste, pues, en la desproporción entre nuestros
deseos y la de nuestras facultades. Un ser sensible en el cual las facultades fuesen iguales a los
deseos serían un ser absolutamente feliz.

¿En que consiste, pues, la sabiduría o la ruta de la verdadera felicidad? Precisamente no está
en disminuir nuestros deseos, ya que si estuvieran por debajo de nuestro poder, una parte de
nuestras facultades quedaría ociosa, y nosotros no gozaríamos de todo nuestro ser. Esto no
consiste en otra cosa que extender nuestras facultades, pues si nuestros deseos se extendieran
al mismo tiempo en mayor cantidad, seriamos más infelices. Pero esto es disminuir el exceso
de los deseos sobre las facultades y poner en perfecta igualdad el poder y la voluntad.

Traducción de Ángeles Cardona y Agustín González

Ed. Bruguera S.A. Barcelona 1971

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