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Cuentos breves de Juan Ramón Santos

Juan Ramón Santos es uno de los mejores narradores extremeños de la actualidad,


y quizá uno de los tres o cuatro que más arriesgan a la hora de “profanar”, libro a
libro, nuevos territorios literarios. Sus narraciones, complejas en cuanto a contenido
pero sencillas de entender, suelen responder a inquietudes, digámoslo así,
metafísicas, que nos llegan ordenadas en frases rítmicas y a menudo muy largas. Su
estilo, cortazariano -en sus primeros libros-, se ha ido contagiando -en mi opinión-
de los libros de Gonzalo Hidalgo Bayal y José Saramago. Un contagio de lo más
saludable…
El microrrelato en castellano -y supongo que en otras lenguas también- peca de
exceso de ligereza, de “anecdotismo” hueco que no lleva a ninguna parte. En el otro
extremo están los microrrelatos densos, filosóficos, de este joven autor placentino,
que está a punto de sacar a la luz su novela La Biblia de Aracia.
Estos cuatro microrrelatos, rigurosamente inéditos, me los ha enviado a petición
mía. Espero que os gusten.
TRES, COLORES
Le mataron la paloma, Dios contrató un jilguero y se le empezó a ver más feliz, más
animado, más optimista, y con ello el trío divino fue ganando en popularidad,
cayeron las cifras de no practicantes, de agnósticos, de ateos, y las iglesias
comenzaron a llenarse de fieles y a llenarse también de colorido las albas, los hábitos,
las casullas, las liturgias, los altares, la entera iconografía, y así continuó la Iglesia,
inundándose poco a poco de trinos y de colores, hasta que una mañana al viejo
nuncio apostólico le regalaron una mitra floreada y contemplándola en todo su
esplendor gritó ofendido: ¡Anatema!, y esa misma tarde, reunidos con carácter
urgente, exclamaron los cardenales: ¡Anatema!, y por la noche el santo padre
confirmó con su ceño infalible y perentorio: ¡Anatema!, y de madrugada Dios rugió
en los cielos furioso, omnipotente, contrariado, y al amanecer el tercer día descubrió,
triste, atónito e impotente, que lo habían excomulgado.

BIBLIOTECA
Ordenó la biblioteca por colecciones y vio que no le gustaba. Le resultaba vulgar.
Parecía como si hubiese comprado los libros por el mero afán de adornar las paredes.
Por eso decidió cambiar y probó a ponerlos por tamaño. El efecto era interesante.
Transmitía el carácter práctico y desenfadado de un lector voraz y algo desastroso,
pero no acababa de convencerle. Luego probó a colocarlos por orden cronológico de
escritura, en función de la lengua en que habían sido escritos e incluso en el idioma
en que habían sido publicados sin llegar a encontrarse del todo satisfecho.
Demasiada pedantería, se dijo, y concluyó que al final quizá lo mejor era un estricto
orden alfabético de autores, el criterio aséptico que empleaban las grandes
bibliotecas. Por algo lo harán, pensó, y se puso manos a la obra y comprobó que
aquello comenzaba a gustarle, si bien aún le faltaba un toque, un pequeño detalle, el
que había de otorgarle verdadero rigor a su biblioteca, la distribución por materias,
y repartió escrupulosamente los libros entre poesía, novela y ensayo. Mucho mejor,
se dijo al terminar, pero enseguida se dio cuenta de que la colección había de crecer,
de que se incorporarían nuevos géneros, nuevos títulos, nuevos autores, y fue
dejando hueco en función de esas futuras adquisiciones. Al acabar tomó aire y un
poco de distancia, contempló el trabajo en toda su magnitud y el resultado le pareció
casi perfecto, aunque algo no acababa de funcionar. Sólo después de darle muchas
vueltas comprendió que el problema era que la biblioteca no podía estar desterrada
en la soledad recóndita de un dormitorio, que tenía que estar en el mismo corazón
de la casa, que sólo así alcanzaría la perfección. Entonces recogió solemne sus tres
libros y se los llevó al comedor.

COINCIDENCIA
Pero, ¿cómo puedes tener la certeza de que tú y yo nos encontramos en el mismo
sitio y al mismo tiempo?, siguió preguntando. Si el rojo que yo veo en esa fruta no es
el mismo que tú ves, si el espacio que media entre nosotros y aquel muro no es el
mismo para ti que para mí, si el tiempo que tarda aquel asno en cruzar el mercado
no es el mismo para mí que para ti, para el asno que para su amo, ¿cómo fiarnos de
nuestros sentidos?, ¿cómo puedes, ya de entrada, saber que yo existo?, ¿cómo puedo
saber yo que tú existes?, y suponiendo que ambos seamos, que existamos, ¿cómo
podemos estar seguros de que los dos estamos juntos ahora mismo, en medio de esta
plaza, y de que esto no es un sueño o un espejismo o una alucinación?, ¿cómo puedes
saber a ciencia cierta que esto con lo que hablas soy yo y no el vestigio de mi presencia
física en este preciso lugar hace horas o hace días o hace años o, simplemente, humo,
polvo, sombra, nada, una mera proyección de tu mente, una engañosa impresión de
tus sentidos?, ¿cómo puedes afirmar que los dos estamos juntos, que son ciertas y
coincidentes nuestras circunstancias, nuestros atributos, y que no se trata de dos
planos de realidad diversos y separados aunque fatalmente superpuestos, y que, en
realidad –si es que podemos saber qué es eso de la realidad– tú te encuentras aquí
mientras yo estoy en otra ciudad, quizá exactamente igual a ésta, a miles de jornadas
de distancia o viceversa? Dime tú, concluyó al final exhausto, ¿cómo puedes estar
segura? Porque yo soy yo, tú eres tú, y lo mismo me da que estemos en Bagdad que
en Ispahán o en Samarcanda, respondió tajante y perentoria la Muerte.
Ya me lo suponía, pero tenía que intentarlo, concluyó resignado el criado del rico
mercader.

PROMISCUIDAD
La promiscuidad entre los comedores de pipas del parque llano floreció en primavera
con el esplendor amarillo de los girasoles. Dispuestos en amplios círculos en torno a
legiones de niños de corta edad que pululaban entre columpios, toboganes y
balancines como hormigas descuartizando un chusco de pan, al principio los flirteos
comenzaban de la forma más inocente, cuando un padre y una madre trataban de
separar a dos niños beligerantes o acudían presurosos en auxilio de un crío ajeno
recién caído o se ofrecían, simplemente, para cuidar el carrito de otro mientras la
criatura de éste aventuraba sus primeros pasos sobre la arena. A partir de ahí, una
vez roto el hielo, las conversaciones de cada tarde resultaban también más o menos
ingenuas, anécdotas infantiles, rebajas de ropa, cumpleaños o avatares escolares y,
andado el tiempo, problemas domésticos y familiares, que eran los que, con el paso
de los días, iban forjando la intimidad entre los extraños, dando pie a la complicidad
y haciendo el deseo cada vez más explícito, hasta que acababan por concertarse
encuentros ávidos, secretos y furtivos en balnearios, casas rurales u hoteles de la
periferia en los que se daba rienda suelta a una lujuria feroz, que se desbordaba
después de tanto tiempo reprimida a lo largo de largas tardes de anodina
conversación. Por lo general se trataba de uniones discretas, amables y efímeras tras
las que todo volvía a la aparente normalidad de las tardes de pipas y juegos infantiles,
pero pronto se fueron conociendo y popularizando hasta llegar un momento en que
no era raro que, saltándose las ceremonias preliminares de la seducción, dos padres,
de ordinario hombre y mujer, sin prolegómenos y en medio de la conversación más
cotidiana, dejasen a los respectivos hijos al cuidado de otros padres cómplices y que
escaparan, cada vez con menos recato, del ruido del parque llano a la sensual y
silenciosa espesura del parque del poeta para entregarse a precipitados besos de
tornillo, voluptuosos magreos y a menudo también a fugaces escenas de sexo vertical
con cremalleras y lencerías de por medio, que eran sustituidas avanzada la primavera
y durante el verano por frescos revolcones en los que asomaban sobre la hierba
crecida nalgas intermitentes, espasmódicas, y tras los que los amantes volvían a la
zona de juego despeinados, desarreglados, sonrientes. Pasado algún tiempo aquellas
prácticas, cuya urgencia y asiduidad sólo podían explicar el aburrimiento o el más
puro instinto reproductor –incitado sin duda por la visión de tantos pechos
amamantados, de tanto vientre fecundo, de aquellas anchas caderas y abultados
paquetes cuya más evidente prueba de eficacia era la misma algarabía vespertina de
niños en los columpios–, se intensificaron, se multiplicaron a ritmo exponencial, y
para entonces las parejas se formaban y rompían con absoluta rapidez, y pronto no
hubo padre ni madre que no se entregara una, dos, tres o cuatro veces por semana a
aquella pasión fugaz y desenfrenada a la que acabaron sucumbiendo hasta las
parejas más fieles, las de quienes iban cada tarde juntos para acompañar al niño en
su esparcimiento, porque siempre acababa por suceder que, por un motivo u otro,
uno de ellos no pudiera acudir al parque llano durante algunos días, y a aquellas
alturas resultaba imposible sustraerse más de dos o tres tardes seguidas a la
impetuosa llamada de la lascivia, a la intensa explosión de feromonas, a la ardiente
atmósfera de fornicación generalizada entre los comedores de pipas, un fenómeno
que al cabo de no demasiados meses tuvo como resultado que, con tanto
ayuntamiento, tanta ruptura y tanto frenético cambio de pareja, los niños acabasen
jugando en un saludable ambiente de casi estricta fraternidad y el que todos ellos,
con sus padres y madres atiborrándose de pipas de girasol y bien dispuestos
alrededor en vigilante círculo, acabaran formando una familia feliz, grande y
fecunda, reunida cada tarde en torno a las abarrotadas atracciones homologadas.

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